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Año 11
Santiago de Cali
Febrero de 2010
FUNDACION
ESTADO COMUNIDAD Y PAIS
E C O PA I S
UN NUEVO ESTADO PARA UN NUEVO PAIS
EDITORES
DIRECTOR Jorge E. Salomon
Humberto Velez Ramirez Nelson Andres Hernandez
Este documento puede ser descargado, copiado e impreso solo para fines no
comerciales.
Abstract
PRIMERA PARTE
1. EL PROBLEMA A ESTUDIAR. Páginas 2-8
SEGUNDA PARTE
2. ¿ACASO COLOMBIA EXISTE COMO SOCIEDAD INSTITUCIONAL?
Páginas. 8-12
TERCERA PARTE
3. HACIA UNA HISTORIA DE LA INSTITUCION DE LO SOCIAL
DURANTE LA REGERACIÓN DE NÚÑEZ. Páginas 12-25
3.1. Cinco Momentos de la Regeneración como letra, como espíritu y
como cultura política (1874-2010).Página 14
3.2. El Problema del Núñez “maduro”. Página 14-15
3.3. “La Paz científica” como método nuñista de Investigación.
Páginas 16-17
3.4. La Regeneración o cuando La ‘Virgen’ se le apareció a Núñez bajo
la forma de la guerra civil de 1885. Página 17
3.5. El Carácter de la Primera Regeneración: La Unidad del Territorio y la
Escisión sociopolítica de la Población. Páginas 17-20
4. LA POST-REGENERACION DEL SIGLO. Páginas 20-23
5. LA UNIÑIZACIÓN DISCURSIVA DE LA ESTRATEGIA DE SEGURI
DAD DEMOCRÁTICA Páginas 23-25
CUARTA PARTE
6. EL PAPEL DEL ESTADO EN LA INSTITUCIÓN DE LO SOCIAL
DURANTE LA REGENERCIÓN DE NÚÑEZ. Páginas25-26
QUINTA PARTE
SEXTA PARTE
8. HACIA UNA MIRADA HISTÓRICO COMPARATIVA ENTRE DOS MO-
DELOS DE REGENERACIÓN. Páginas 28-34
8.1. El Estado y las dos Regeneraciones. Páginas 28-29
8.2. Del Éxito de la primera Regeneración al Desvanecimiento fáctico de
la Seguridad democrática. Páginas 29-30
8.3. Ocho Razones de la Evaporación práctica de la Seguridad
democrática como orden político autoritario.
Entre 1999 y el 2000, William Vollmann visitó a Colombia en dos oportunidades. Se trata de uno de los
escritores más versátiles del actual escenario intelectual norteamericano. Estaba viajando por las socie-
dades más críticas del mundo en materia de violencia adelantando un estudio macro sobre “sobre los
motivos y móviles de la violencia humana” en procura de construir “una especie de cálculo moral que le
permitiera medir el grado de madurez de las (finitas) excusas que las personas esgrimen para justificar
las violencias”. Sobre Colombia escribió dos cortos Ensayos comentados por estas semanas por Javier
Moreno, “Levantarse y Postrarse”, que gira alrededor de la violencia rural y “Nadie sabe Quien es Quien”,
una reflexión sobre la violencia urbana en Bogotá. Aunque por desgracia no fue posible acceder a estos
textos, nos atenemos a la seriedad del comentarista. De acuerdo con Moreno, así describió Vollmann a
Bogotá, “se siente como una sociedad resignada, ansiosa, demolida socialmente. Una versión atenuada
de Sarajevo durante el sitio. Aunque la violencia es evidente, parece controlable, predecible”. Esto no
obstante, cuando comienza a introducirse en la intimidad de los bogotanos, los escucha diciendo que, de
todas maneras, su ciudad es segura, que “no es tan terrible. La policía es impotente, pero todos están de
acuerdo en que se puede vivir”, en que su ciudad es “vividera”, claro que pasan “cosas terribles, pero
todo eso se puede prevenir “. Entonces, observó cómo, a toda hora, los bogotanos vivían imaginando
formas para administrar el miedo, “es cuestión de costumbre, de seguir ciertas reglas, evitar ciertas
zonas y ciertas horas, estar atento, invertir un cierto porcentaje de tiempo a la paranoia, y desconfiar,
porque nadie sabe quién es quién”. (3)
“Un hombre mató a otro. ¡Nada extraordinario! En aquel país hacía decenios la tasa de homicidios, por
cada cien mil habitantes, se había mantenido en altísimo nivel. Pero el asesino actuó en la noche mien-
tras su víctima dormía, máximo estado de indefensión. El homicida corrió a una guarnición militar a entre-
garse porque era guerrillero. Llevaba una bolsa. De ella extrajo una macabra prueba que exhibió como
trofeo: una mano de su jefe. El Ministro de Defensa apremió para que no se vacilara en pagar al asesino
una multimillonaria recompensa. De lo contrario se pondría en peligro una de las estrategias de la guerra
que estaba casi ganada. Los altos jerarcas de la Iglesia católica, institución que se atribuía el papel de
tutora moral del país, callaron. Como un pez también permanecieron en silencio los intelectuales. Los
periodistas no creyeron digno de sus plumas dedicarle unas líneas al episodio, más allá del umbral
noticioso. Los partidarios del gobierno, y eran muchos, aplaudieron. Quien contaba muchos después esa
pequeña historia la presentaba como ilustración del pragmatismo amoral que anestesiaba la sensibilidad
ética de una sociedad. En aquel tiempo todo lo que tocara con las Farc bien fuera real o supuesto
creaba un campo minado con respecto al cual se relativizaban las normas, los valores éticos y religiosos
y por supuesto el respeto de los derechos humanos”. (5)
Pues bien, para rastrearle algunas explicaciones a esas situaciones- la cons-
tante de violencias en la historia colombiana, la progresiva pérdida de la capa-
cidad de sorprenderse hasta llegar a la indiferencia, la convivencia y conni-
vencia con el crimen hasta desembocar en el pragmatismo amoral y anómico,
la presumible no inteligencia de esta sociedad- hemos pensando en este
Ensayo en el que buscamos preguntarnos por la historia de la institución de lo
social en dos períodos críticos de la vida nacional. No sobra advertir que a un
enfoque así, subyace la hipótesis de que una sociedad con esas característi-
cas y, sobre todo, en la que la construcción de lo social ha sido precaria, cons-
tituye el mejor caldo de cultivo para la constante de violencias que siempre
nos han acompañado.
En su libro “Orden Y Violencia”, Daniel Pecaut puso sobre la mesa el problema
de la formación del Estado, así como el de los dispositivos de construcción de
lo social y de lo político. Examinó cómo en la sociedad americana lo político
había transcurrido al lado de lo social, pero sin negarle a éste “el principio de
su propia unidad”. Contrastó, entonces, con las sociedades latinoamericanas
donde lo social daba “sin cesar la sensación de estar condenado a la desorga-
nización y a permanecer inconcluso”. Planteó así un problema teórico muy
válido. Sin embargo, en el enfoque que hemos adoptado en este Ensayo, sólo
el análisis de ciertos objetos “privilegiados” para descifrar la historia de la
institución de lo social, el papel cumplido por las formas de gobierno y los tipos
de Estado, por ejemplo, nos puede proporcionar respuestas para reflexionar
sobre el conjunto de estos problemas, así como sobre sus interrelaciones.
Para el caso colombiano, lo intuimos desde tiempo atrás cuando escribimos,
“El Estado, responsable de desarrollar la unidad de lo social (de “darle forma”), no logra consolidarse en
Colombia como su agente legítimo, y, postrado en su incapacidad histórica, abre paso a la violencia
como vínculo colectivo que desarrolla las adhesiones preestablecidas, sobre las cuales se apoya un
régimen tradicional de democracia restringida o, mejor, de proto democracia”. (6)
De entrada conviene precisar que, al margen de la similitud de los términos, lo político no es un compo-
nente de la política. Se trata de dos nociones distintas pero interrelacionadas, pues lo político, como
enfoque metodológico que estudia la construcción de lo social en los distintos presentes- pasados,
actuales y futuros- de una sociedad dada, recoge las distintas dimensiones de la vida social la política
incluida. El enfoque metodológico de lo político, entonces, tiene que ver con dos asuntos: primero, con
la historia de institución de lo social en los distintos pasados presentes y, segundo, con los esfuerzos por
articular e integrar los resultados del trabajo del conjunto de las disciplinas sociales. Ambas miradas son
indispensables para preguntarse por los problemas de la inteligibilidad de una sociedad. Ninguna discipli-
na social en particular, por evolucionada que se piense, se encuentra en condiciones de interrogarse por
un problema como este. Por eso importa fijar dos componentes en el enfoque de lo político de Rosanva-
llon, lo político como campo, escribió, “designa un lugar donde se entrelazan los múltiples hilos de la vida
de los hombres y las mujeres, aquello que brinda un marco tanto a sus discursos como acciones”. Por
otra parte, “la comprensión de la sociedad no podría limitarse a la suma y articulación de sus diversos
subsistemas de acción (el económico, el social, el cultural) que están lejos de ser inmediatamente
inteligibles salvo cuando son relacionados dentro de un marco interpretativo más amplio”.(9)
Ya lo insinuamos, del enfoque de lo político en Rosanvallon, sobre todo nos interesa lo metodológico. De
un lado, cada estudioso, de acuerdo con el contexto de teoría en que se inscriba, definirá qué es lo que
entiende por lo social como relación social dominante, y, del otro, a partir de allí fijará cuáles fenómenos,
procesos o dinámicas destacará para descifrar la historia de institución de lo social. A esos fenómenos
Rosanvallon los ha llamado “objetos privilegiados”. El, en particular, le dio prelación a las historias de la
democracia, del Estado nación, de las ciudadanías y de las identidades colectivas, (10) como indis-
pensables para desentrañar las relaciones sociales.
En uno y otro caso las sociedades civiles pasaron por una enorme desazón
colectiva, muy asociada a los problemas del Estado que se estaba construyen-
do, pues hasta llegó a pensarse o en su disolución, en el primer caso, o en su
colapso, en el segundo. Como se podrá observar las razones para haber asu-
mido ese Estado, el de clase y el de ciudadanía, como “objeto privilegiado”, no
han sido solo teóricas sino, también, práctico-históricas.
SEGUNDA PARTE
Quizá los viajeros del siglo XIX, aquellos extranjeros que llegaron movidos por
“el deseo de salirse de sí para descubrir al otro”” (11), utilizando un lenguaje
distinto y con énfasis muy diversos, nos dejaron una idea común al señalar que
esta emergente nación era un conjunto de zonas o regiones o territorios aisla-
dos y casi independientes. Precisamente hace unas pocas semanas William
Ospina nos ha hablado de “la fragmentación mítica del territorio propia de la
cultura colombiana”. (12)Se habría tratado de un rasgo precolonial, que des-
pués la historia no habría podido borrar.
. Quizás ahora en el 2010, no obstante que, en lo vial, esos territorios se han
aproximado un poco, en lo simbólico e íntimo, por razones de la ausencia de
“algo” capaz de darle forma a lo social, continuemos tan aislados y alejados
como en el siglo XIX. Sin embargo, no obstante la atisbada de esos viajeros,
ese rasgo, en su negatividad es insuficiente para caracterizar una sociedad.
Pero dejemos los viajeros y entremos a la literatura (que, para las actuales
ciencias sociales, que están logrando apresar la subjetividad, se ha convertido
en una fuente de primer orden de la investigación social,) destacando lo que
sobre Colombia han declamado en verso puro dos grandes, Pablo Neruda y
Jorge Luis Borges. De acuerdo con el chileno en “Residencia en la Tierra”,
Colombia es “una rosa educada por la sal”. (13) A varios ilustres literatos, que
fungen también como intérpretes críticos, les presentamos el verso sin que
lográramos fijar un eje de convergencias analíticas. Esto no obstante, le
encontramos lógica a la interpretación de Fabio Martínez, “Colombia es una
rosa agridulce, algo que no logró cuajarse en las mieles del polen de las flores,
sino en la sal, en lo agrio.” Esto no obstante, nos quedamos con nuestra sub-
jetiva interpretación de que Colombia en definitiva, en el imaginario de
Neruda, había llegado a ser una especie de “rosa salada”. Veamos, entonces,
qué es lo que nos proporciona una lectura lexicográfica. “Rosa, estamos leyen-
do Larousse, flor del rosal” y “rosal, arbusto espinoso de la familia rosáceas,
cultivado por sus magníficas flores con frecuencia olorosas (rosas).” Vamos
ahora al adjetivo “salado”. Continuamos leyendo, “salado,a, que contiene
sales en disolución//Que tiene exceso de sal//Fig. Gracioso, agudo…//Amer.
Desgraciado, gafe// Gafe, dícese de la persona a quien se atribuye que trae
mala suerte”. (14) Una rosa, sobre todo si es olorosa, es una emoción; una
rosa así, no tiene explicación, pero la requerirá si punza o si pierde sus olores.
Entonces, por sus olores frecuentes, lindo lo de rosa, pero ésta brota de un
rosal con espinas. Como decir, Colombia es una rosa, que brota de un rosal
con espinas. Pero, en un doble sentido es una rosa salada, por una parte,
porque contiene exceso de ‘sales’, no sólo materiales. Es salada también
porque ha sido ‘desgraciada’ y porque se la ha atribuido que ‘trae malaz
suerte’. Como para pasearse, entonces, por la historia de Colombia, con esa,
con frecuencia, olorosa rosa objetiva pero saboreando su exceso de sales,
sintiendo, a toda hora, el pinchazo de sus espinas y, sobre todo, experimen-
tando sus desgracias y la suerte que le han insuflado los dioses más perversos
del universo.
El otro grande de América latina, Jorge Luis Borges, en el cuento Ulrika, le hizo
decir a su protagonista Otálora que ser colombiano significaba “un acto de fe”.
(15)
“Yo lo interpreto así, nos dijo Fabio Martínez, “ante la situación de un país
atípico donde todo- hasta la política,- hace parte del ‘realismo mágico´’, sobre-
vivir en ella es un acto de fe, es tener una fuerte dosis de fe cristiana para
soportar tanta desmesura”. Pero, regresemos a Larousse, fe, “creencia no
basada en argumentos racionales/”. Como para decir que, como institucionali-
dad, en el imaginario de Neruda Colombia sólo existía porque un colectivo
humano andaba por el mundo pregonando, o escondiendo ,que era colombia-
no. Colombia sería, así, una creación subjetiva de los colombianos.
Para Neruda, entonces, Colombia era, en lo objetivo, una realidad, ‘salada’
por cierto, pero, al fin y al cabo, realidad; Borges, en cambio, sintió en un
momento dado de su creación literaria, que Colombia era algo subjetivo
creado por un creyente en un esforzado acto de fe.
En uno de mis “Atisbos Analiticos“, el No 76 de marzo del 2007, recogemos
la siguiente anécdota,
“En una de estas noches el Profesor José Joaquín Bayona nos contaba que, al saber que a uno de sus
Seminarios en Buenos Aires asistían dos colombianos, en el momento académicamente apropiado el
profesor Johan Galtung, el lúcido y persistente y productivo animador del Programa de Investigación
para la Paz y la Resolución de Conflictos, había afirmado, ‘Colombia, por ejemplo, no existe’. Ante las
miradas inquisidoras de los estudiantes, que le demandaban las razones de tan radical hipótesis, el
académico de Oslo les había anticipado, ‘es que como institucionalidad no puede existir como sociedad
un país donde las normas, las leyes y el derecho no existen’ “. (16)
“La Constitución de Rionegro ha dejado de existir, sus páginas manchadas han sido quemadas entre las
llamas de la Humareda”. “ ! Viva la nueva Constitución! “
Entonces, para efectos de este Ensayo, como hipótesis general nos queda-
mos con el siguiente presupuesto al análisis: Colombia es una realidad, más
informal que formal, pero, en su historia ha habido cosas tan “desmesuradas,
contradictorias, perversas y disueltas” como para dudar de su institucionalidad
no obstante la sacralización que de ésta siempre han hecho las dirigencias del
establecimiento y no obstante el repudio por principio que, de cara a ella, siem-
pre han ejercido las izquierdas clásicas. Parecería, entonces, que la sociedad
colombiana, por específica o por carencia de una definida configuración insti-
tucional, fuese una sociedad indescifrable, y, por lo tanto, ininteligible.
Como para afirmar entonces, atando pasado y presente y futuro, que el senti-
do de ese “espíritu” de la Constitución de 1886, oloroso a valores como orden-
autoridad- progreso económico o moral – cohesión social, se ha prolongado
hasta nuestros días en la Estrategia de la Seguridad democrática de Uribe
Vélez.
Figura fría y enigmática, solo descubrible en la terquedad a prueba de cara a
su proyecto político, Núñez en muchos asuntos todavía se encuentra en el
centro de la polémica nacional.
Por lo general, los grandes líderes políticos siempre han tendido a identificar
los años de “su gran proyecto” con los de su madurez política haciendo de
ésta una fuente de legitimación social. Han buscado así imponerle a la socie-
dad la idea de que la madurez alcanzada, que se encontraría por encima del
bien y del mal, es la indicación más sólida del éxito indiscutido e indiscutible de
su proyecto que, en adelante, debe asumirse como Política estatal perenne so
peligro de reversión a épocas de barbarie, de violencias y de hecatombes.
En el caso colombiano, Rafael Núñez no fue la excepción como tampoco lo ha
sido, por estos tiempos,
Alvaro Uribe Vélez aunque con marcadas diferencias entre ellos explicables
por los tiempos y los perfiles.
En el caso de Núñez, su larga estadía en el exterior en el servicio consular
(dos años en Estados Unidos y ocho en Europa entre 1863 y 1874) fue el
horno de esa maduración así como la razón explicativa de los cambios, cuali-
tativos para algunos, que tuvo en su formación intelectual y, sobre todo, en su
evolución ideológica y política. En la Memoria de Gobierno escrita en 1885 por
el Ministro de Gobierno, Diógenes Arrieta, se encuentra un texto clave, que
permite fijar el significado de esa presumible metamorfosis intelectual radical
sufrida por Núñez durante su permanencia en Europa,
Reitera Arrieta que Núñez vivió diez años en Europa y que “la ausencia de la Patria, siquiera por un corto
tiempo…suaviza los toques fuertes, rectifica o esconde las innobles depresiones de las líneas en las
figuras de los hombres y en los contornos de los hechos, y comunica a todo el cuadro el apacible color
del cielo querido que le sirve de fondo…Los pequeños rencores que aquí nos agitan; esta atmósfera
viciada…no nos acompaña fuera de la patria…Libre así, el entendimiento de preocupaciones, y transpor-
tado a la región más alta y serena, sólo obran ya sobre él, en tratándose de la Patria, los móviles de los
grandes intereses, los estímulos del bien, de la verdad, y del amor. Desaparecen entonces las líneas
divisorias de los bandos políticos, la acritud de nuestras controversias, la intolerancia de nuestras
costumbres: el compatriota se torna en hermano, y el sentimiento de la rivalidad política en sentimiento
fraternal”. (23)
Esa década en Europa, más incidente Inglaterra que Francia, habría tenido así
sobre el cartagenero el extraordinario efecto de la más sublime angelización.
El Rafael de la década de 1850- librecambista convencido, libertario efectista,
creyente decidido en la positividad de las revoluciones y anticatólico ferviente-
, por una metamorfosis con determinaciones casi geopolíticas, le habría
cedido el paso al Núñez de la década de 1870, tolerante, antiguerrerista,
proteccionista y apegado, de modo fervoroso, a la cuatríada valorativa orden-
autoridad –progreso económico- cohesión social religiosa eclesial.
Que entre el Núñez de las revolución anticolonial de 1850 y el Núñez de la
Regeneración hubo importantes cambios a escala de las ideas y conviccio-
nes, es algo ya evidenciado. Lo discutible es, más bien, la naturaleza y los
alcances de esas mutaciones. Ya Regenerador y con el orden y la autoridad,
no como simple opinión valorada, sino como componente eje de su proyecto
político, a Núñez, con frecuencia, su pasado ideológico le resbaló y rebotó en
el discurso. Un solo ejemplo, aunque la Iglesia católica se acomodó a su
romántico concubinato y, aunque él defendió los intereses eclesiales y
aunque, el Papa León XIII le concedió la Orden de Piana y, aunque, al realizar
la alianza definitiva con los conservadores de Caro, les dijo que no era decidi-
damente “anticatólico”, sin embargo, como precisa Eduardo Posada Carbó,
Núñez nunca se apartó del todo de su radicalismo de cara a la Iglesia como
Institución tal como lo había expresado en 1864 mientras se preparaba para
viajar a Europa, “hay que sacar de raíz esa yerba del catolicismo, cueste lo que
cueste”. Basta recordar que cuando ya llevaba 10 años en Europa, todavía
atacaba el Syllabus escribiendo, sin disimulos, desde Liverpool,
“el catolicismo, más una teocracia que una religión, representaba todo lo contrario de las fuerzas de la
civilización y del progreso”. Esto no obstante, escribió el historiador costeño, “desde su temprana expe-
riencia en los Estados Unidos distinguió entre la Iglesia católica a la que combatía, y la presencia del
espíritu religioso, cuyo dominio en las sociedades que visitó no encontró repugnante”. (24)
Entonces, más que en sus ideas que, por cierto, cambiaron o se morigeraron,
donde sí hubo verdaderos cambios, durante su permanencia en Europa, fue
en su actitud intelectual como método de vida, se tornó relativista, así como
en sus tácticas, aprendió, por ejemplo, que no obstante él mismo, la iglesia era
un vigoroso factor de poder con el cual había que contar para su proyecto polí-
tico fuese el que fuese. Por lo tanto, aunque en lo ideológico cambió, sin
embargo, aún en este ámbito, en ciertas dimensiones, sus desplazamientos
fueron más tácticos que substantivos. No fue, entonces, en Europa donde
Núñez se ideó el proyecto político de la Regeneración, pues ésta más que un
producto importado, fue el resultado de dinámicas nacionales. Cuando Núñez
regresó de Europa, le revoloteaban en la cabeza muchas ideas sin una estruc-
tura, jerarquización y organización definidas y, entre ellas, se destacaban las
asociadas a la necesidad social de un orden político más o menos perenne, a
una concepción no instrumental de la autoridad, así como a un cierto y progre-
sivo progreso económico. Ligado a esa tríada axiológica, lo inquietaba el
asunto de la paz, que él denominó “paz científica”, a la que el intuitivo presi-
dente Uribe o alguno de sus escribidores, al hablar de Núñez, ha llamado
“salvar la comunidad siguiendo los consejos de una lógica severa y fecunda”.
(25) A su regreso de Europa, Núñez percibía que el país requería un gran
cambio, pero ignoraba el cómo y cuáles serían su carácter y alcances. Aún el
8 de abril de 1880 cuando se posesionó para su primer mandato, de modo
vago lo llamó “transición”,
“Estamos en una época de confusión de ideas, dijo, un largo período de nuestra historia contemporánea
ha llegado, según parece, a su hora de transición y no todos comprenden el esencial carácter del
fenómeno que se verifica ni menos aún se alcanzan a definir los recursos que deben ponerse en activi-
dad para que la renovación se realice”. (26)
Esto no obstante, más válida puede ser una hipótesis que diga que, el regreso
de Núñez al país, aunado a las críticas que la fracción de los Independientes
le formulaba a su propio partido, a los errores de los radicales en el gobierno y
a la actitud escrutadora de los conservadores, que buscaban un camino de
retorno al viejo orden conservador, autoritario, procatólico y represivo de los
esclavos del General Pedro Alcántara Herrán (1841-1845), se inició la etapa
de la Primera Regeneración, la de 1874-1880, definida por la gestación y
maduración ideológica del proyecto.
“el establecimiento de una estructura política y administrativa enteramente distinta de la que, mante-
niendo a la nación en crónico desorden, ha casi agotado sus naturales fuerzas en deplorable inseguridad
y descrédito”. (29) En él precisó también lo que esperaba de la nueva Constitución, que “el particularismo
enervante debe ser reemplazado por la vigorosa generalidad. Los Códigos que fundan y definen el
derecho deben ser nacionales…En lugar de un sufragio vertiginoso y fraudulento, deberá establecerse
la elección reflexiva y auténtica y llamándose, en fin, en auxilio de la cultura social los sentimientos
religiosos, el sistema educativo deberá tener por principio primero la divina enseñanza religiosa…”.
Subrayó también la necesidad de limitar la libertad de prensa, eliminar el amplio comercio de armas,
reimplantar la pena de muerte y restringir los derechos individuales”. En resumen: “La repúblicas deben
ser autoritarias, so pena de incidir en permanente desorden…”. Para ello, y también para fundar la paz,
recomendó “un ejército fuerte”. (30)
A Núñez le tocó vivir en Europa, en la segunda parte del siglo XIX, los proce-
sos de industrialización capitalista en medio del fervor optimista por el desplie-
gue tecnológico y en medio del susto de muchos por sus miserables conse-
cuencias sociales; Caro, en cambio, brillante intelectual clásico formado en la
universidad del escritorio casero y en la oficina del Arzobispo de Bogotá, vivió
en ese pueblo grande que era el Bogotá de entonces en donde las relaciones
sociales estaban muy marcadas por las relaciones de servidumbre. Nunca
viajó muy lejos de la capital siendo nombrado delegado al Consejo Nacional de
Delegatarios de 1886 en representación de un Estado soberano que ni siquie-
ra conocía. Por experiencia política, los dos sabían cuál era la funcionalidad
del orden perenne en una república autoritaria y eso los unía, pero bajo la pala-
bra “progreso” entendían cosas distintas. El cartagenero la ligaba al progreso
económico de tipo capitalista, el Bogotano, en cambio, entendía por ella el
progreso moral de tipo eclesial. El problema intelectual de Caro no era si la
sociedad era pre-capitalista o capitalista, aunque esa última palabra, en la
práctica, lo asustaba. Núñez quería un Estado con una política económica que
buscase la promoción del progreso material de la sociedad; para Caro, en
cambio, la ‘cosa económica’ estaba ahí y había que dejarla que se fuese des-
envolviendo bajo las leyes de su propia espontaneidad, pero buscando siem-
pre que se mantuviese regulada por el orden institucional y por las reglas y
principios de la moral católica. Por eso fue que Caro en 1904 no apoyó a
Reyes en una empresa en la que la relación orden-progreso era una función
del acceso del país a la modernización capitalista. Caro, entonces, criticó a
Reyes su materialismo y por alejar su accionar político de los principios de la
moral católica. (32)Como podrá observarse si Núñez hubiese conocido al
Reyes estadista o, si por lo menos, lo hubiese previsto, como gobernante lo
habría preferido a Caro.
Desde otra lógica conceptual y práctica, en 1886 tanto Núñez como Caro coin-
cidieron en la necesidad del intervencionismo de Estado, sobre todo, en asun-
tos monetarios, pero, lo hicieron por razones muy distintas. Núñez, librecam-
bista por principio en la década de 1850, en la del 80 se había vuelto proteccio-
nista. En su concepto el Estado tenía que intervenir en la economía tanto por
razones políticas, para atar el progreso económico al orden perenne, como
económicas, en ese momento no había otro actor como él en condiciones de
promover el progreso económico. Caro, en cambio, como anotó Indalecio
Liévano Aguirre, porque quería recoger una tradición del Estado colonial que,
en su concepto, había protegido a los más débiles, a los indígenas, sobre todo.
(33)
Además de la represión del pueblo, Gómez, por otras dos vías, complementó
la “reconquista regeneradora”. Primero, conservatizando “a sangre y fuego”
numerosos poblados de tradición liberal y, segundo, controlando, de modo
exclusivo y excluyente, el aparato de Estado, su presupuesto y sus cargos.
Avanzando por estos caminos , llegó a la Presidencia en 1953 decidido a sacar
avante una reforma constitucional de inspiración antiliberal que le permitiese
establecer un régimen político en el que el peso político lo tuviesen los propie-
tarios de los grandes Corporaciones. Pero, al proyecto corporativista, a la crio-
lla, de Laureano Gómez, se le atravesó un golpe de Estado impulsado por la
dirigencia bipartidista demoliberal que buscaba así salvar, primero, el biparti-
dismo cogobernante y, segundo, la sobreviviente institucionalidad paralela de
los años 30 de inspiración liberal. Pero, más temprano que tarde, Gustavo
Rojas Pinilla, el Coronel montado por la civilidad para darle salida a sus con-
tradicciones, quiso ensayar, desde el Estado, un populismo que se salía de las
lógicas e intereses de la dirigencia dominante, lo que condujo, primero, a su
desmonte, y, segundo, a la creación del Frente Nacional con el que, por 18
años (1958-1974), el bipartidismo cogobernante se constitucionalizó como
partido único. Fue así como la democracia electoral llegó en el país a los lími-
tes más extremos de su precariedad, en Colombia sólo se podía votar y ocupar
un puesto público o ser elegido si, de modo integral, en el pensamiento, los
afectos y prácticas se pensaba y se actuaba como liberal-conservador. Como
en la primera Regeneración de Caro con el partido nacional como partido
único, ahora el régimen político se enhebraba al alrededor del partido único del
Frente Nacional. No es que en este período no haya habido luchas democráti-
cas, las hubo vigorosas e intensas y, como para destacar, las fuertes moviliza-
ciones de los sin propiedad rural por acceder a la propiedad de la tierra por la
vía de una reforma agraria. Pero, con el pacto de Chicoral se canceló institu-
cionalmente esta posibilidad, la de que, por fin, en Colombia hubiese la refor-
ma agraria prometida desde el siglo XIX. En esta ocasión, mediante la aplica-
ción sistemática de la institución- reina de la primera Regeneración, el Estado
de sitio, el movimiento campesino fue parado brutalmente en sus luchas y
aspiraciones.
Durante los cuatro gobiernos de alternación del Frente Nacional, la democra-
cia institucional entró en una situación de altibajos resultantes de una combi-
nación contradictoria entre eventos electorales con resultados preanunciados,
algunas reservas democráticas sobrevivientes y las vigorosas movilizaciones
de los campesinos, sobre todo, por acceder a la propiedad de la tierra.
Se llegó así a la década de 1980 cuando la universalización de las violencias,
acumuladas en sus consecuencias perversas, provocó la mayor crisis institu-
cional en la Colombia de la segunda parte del siglo XX. Se trató de una nueva
“Patria Boba” enhebrada alrededor de un Estado casi colapsado, que no atina-
ba saber a qué violencia responder, si a la de unas guerrillas en auge que
proclamaban que lo subvertirían o a la de unos poderosos narcotraficantes
paisas que, emparentados, sobre la marcha, con gentes autollamadas “de
bien”, rechazaban de plano su decisión de extraditarlos o a la de una delin-
cuencia común que se había organizado, de modo empresarial, para el ejerci-
cio del crimen o, finalmente, a la violencia de su propia cosecha generada por
la insistencia secular de los sucesivos gobiernos en sostener y afianzar unas
formas injustas de organización de la vida social. Fue ese el contexto en el que
producto de la más vigorosa movilización socio-ciudadana existente en el país
alrededor de un asunto del Estado, y en el que, producto de un desconocido y
casi inédito pacto social (entre partidos, entre ideologías, entre etnias, entre
regiones, entre diversas categorías de ciudadanos y casi entre religiones), se
produjo el desmonte por sus cimientos de la Constitución de 1886 y su reem-
plazo por la Carta de 1991. Al calor de esa coyuntura, no importó mucho que
la mayor virtud de la nueva Carta, la amplitud democrática de los apoyos
sociales recibidos, hubiese sido, en el mismo tiempo y acto, la fuente de su
mayor precariedad, el haber pretendido ser la expresión de todos y, sobre
todo, de tantos “diferentes’”, excepción hecha de las Farc y del Eln, que no
habían alcanzado a negociar con el gobierno. Fue así, entonces, que, como
resultado de una convergencia compleja entre un vigoroso movimiento ciuda-
dano y un inédito pacto social, se produjo el desmonte de la “República autori-
taria” de Núñez, por lo menos, en lo atinente a su expresión jurídico constitu-
cional.
Como podrá observarse, en la crisis institucional de la década de 1980, el
problema del Estado se puso en el centro de las miradas. Fue entonces
cuando muchos colombianos empezaron a preguntarse qué Estado era el que
tenían. En esa misma década, hizo presencia en la vida nacional una nueva
generación de paramilitares. En un principio, protegían a los hacendados
contra las amenazas de las guerrillas, pero muy pronto, más temprano que
tarde, alentados y financiados por hacendados y algunos militares de rangos
superiores, y convencidos de que su Estado militarmente era débil, entraron a
participar en la guerra interna trazándose un objetivo militar anunciador de la
Seguridad democrática. A las guerrillas, decidieron los jefes paras, había que
derrotarlas desmontándoles sus para-estados, expulsándolas de las regiones
donde ejercían control territorial. En esa línea se movieron durante la década
de 1990 en cuyo transcurso se fue abriendo paso una poderosa fuerza de
reacción contra la Constitución de 1991 en torno a la cual empezó a enhebrar-
se la que en este Ensayo llamaremos la Segunda Regeneración.
Completemos ahora esta mirada lanzada desde las peripecias de la democra-
cia colombiana, con otra que nos rescate la evolución de la Política económica
en sus relaciones con el problema del orden y de la autoridad, dos valores cen-
trales de la Cultura política de la Primera Regeneración.
No obstante el Quinquenio de Reyes que, saltándose a Caro, quiso traer a
Núñez al nuevo siglo por la vía del acceso del país a la modernización capita-
lista ; no obstante “La Revolución en Marcha “ de inicios de la década de 1930,
el intento frustrado más serio que hubo en el siglo XX por desmontar Constitu-
ción de 1886; y no obstante, las vigorosas pero inorgánicas luchas sindicales
y rurales acaecidas entre 1910 y 1930, dos eventos protagónicos posibilitaron
la reproducción de la letra y la vigorización del espíritu y de las valoraciones
sociales (cultura) ligadas a la Carta de 1886. El primero de ellos fue el de la
llamada hegemonía conservadora. Después de Reyes, hubo 18 años de
gobiernos conservadores dedicados a gestionar el orden por el orden, la auto-
ridad por la autoridad dejando la ‘cosa económica’ a su propia espontaneidad
en el estado de evolución en que se encontraba de transición hacia un tipo
dado de sociedad capitalista. En la década de 1930, por su parte, “La Revolu-
ción en Marcha” buscó inscribir el proceso de industrialización dependiente-
modelo de sustitución de importaciones- dentro de un ordenamiento político de
inspiración democrático liberal, esquema éste que, congelado por Eduardo
santos, buscó cerrar del todo Laureano Gómez en la década de 1950. En ade-
lante, hasta la Constitución de 1991, la regulación política de las Políticas eco-
nómicas bailoteó entre la institucionalidad demo-liberal instalada en la década
de 1930, el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, sobre todo, y la institucionali-
dad de la Primera Regeneración, destacándose al respecto el Gobierno de
Julio César Turbay. Por su parte, la Constitución de 1991, como ya se anticipó,
colocó cimientos democrático liberales más sólidos al ordenamiento político
necesario para jalonar el desarrollo económico al destacar la importancia de la
participación ciudadana, la de los sin propiedad incluida, en la vida nacional.
Pero, en la primera década del siglo XX, Alvaro Uribe Vélez puso en marcha la
Segunda Regeneración siguiendo el esquema seguridad perenne e inamovi-
ble -prosperidad económica-confianza inversionista- cohesión social.
Fue así como idealizándolo, Uribe, desde este presente de la primera década
del siglo XXI, se apropió del esquema básico de Núñez asociado a la idea
“orden político perenne-progreso económico-cohesión social eclesial”. De
signo negativo su proyecto, éste, fue, sin embargo, exitoso, pues duró 105
años. A su turno, Uribe se apropió del método nuñista de investigación que,
traducido a una versión contemporánea, le ha permitido fungir como un averi-
guador interdisciplinario habilitado para llegar a una conclusión “científica”
similar a la del cartagenero, que en este país todos los investigadores se
habían equivocado, que todo lo estudiado había sido “el producto de observa-
ciones superficiales de los hechos, y del fanatismo del progreso sin el contra-
peso del orden, la paz científica”. Ha sido así como Uribe, con la ayuda de su
equipo de asesores, como sociólogo descubrió que en Colombia no había con-
flicto armado; como politólogo verificó que un orden político perenne, por si
mismo y con algunos agregados más como la confianza inversionista, genera-
ba progreso económico y que todo eso, aunado, bajo la acción inteligente del
mercado libre, conducía al Estado comunitario y, de rebote, a la justicia social
y a la cohesión de la sociedad siendo ésa la quintesencia del más excelente
programa de gobierno; y finalmente , como historiador examinó que, en la
historia de su país, cuando en lugar de violencias y luchas sociales y subalter-
nos organizados, había habido esfuerzos por establecer un “orden perenne”,
éste, de modo automático, se había traducido en algún grado de prosperidad
económica.
Como recurso de ideologización de las ciencias sociales, como casi impeca-
bles se muestran estos argumentos caricaturescos, que aúnan dos propósitos
buscados por Uribe y que no es justo separar: en lo personal, el Uribe ambicio-
so ama y se deleita con el poder y, por eso, como Núñez quiere muchas reelec-
ciones pero olvidando que, para lograrlo en cuatro ocasiones, el cartagenero
nunca tuvo que apelar al cambio periódico y atropellado de las reglas de
juego. Pero, no sólo eso. Como hijo de la patria, para decirlo con benignidad,
Uribe desea la refundación del Estado colombiano y, por eso, se empeña por
perpetuarse o por mantener en el poder “una hechura suya” hasta el 2020
cuando, de acuerdo con sus asesores, estaría en pleno funcionamiento un
Estado comunitario sin espacios territorialmente controlados por las guerrillas
sino, más bien, ocupados por el gran capital, por las multinacionales y por los
intereses imperiales.
A Uribe no le importa que sus abusivas generalizaciones carezcan de rigor
conceptual y de vigor empírico, sólo le interesa que, salidas de una boca caris-
mática, cumplan el efecto demostración buscado. Por lo tanto, inoficiosa resul-
ta toda polémica historiográfica sobre la materia. Esto no obstante, en la histo-
ria colombiana casi imposible se hace establecer correlaciones entre períodos
de no violencia y elevadas tasas de prosperidad económica. Por el contrario,
hubo períodos de la historia colombiana, por ejemplo, entre 1946 y 1953, en
los que la industrialización sustitutiva coincidió con una etapa de máxima
violencia. (38) Aún más, si los primeros 40 años del siglo XX hubiesen sido
efectivamente de paz, como lo ha planteado el presidente Uribe, después del
frustrado intento de Reyes por llevar el país a la modernización capitalista, los
distintos gobiernos de la llamada hegemonía conservadora, los más identifica-
dos con la “república autoritaria” de Núñez, deberían haber logrado una pros-
peridad económica, por lo menos, mediana. Por el contrario, lo que la mirada
de largo plazo sobre la historia colombiana evidencia es que hubo tres gobier-
nos que, montados sobre la realidad o la aspiración a un ‘orden perenne’, no
pudieron separarse del problema de las violencias haciéndose discutible que,
si alcanzaron o no alcanzaron alguna prosperidad económica, ésta pueda
explicarse por un estatuto de orden en sí mismo considerado. Producto com
plejo de la guerra civil de 1885, la Regeneración propiamente dicha, posibilitó
las guerras civiles de 1898 y 1899 y no pudo impedir lo más cercado a su
‘esencia política’, como fue la desmembración territorial del país con el zarpa-
zo norteamericano en Panamá. Por su parte, el ‘orden perenne” montado por
Laureano Gómez en 1950 fue producto de una Estrategia de “tierra arrasada”
que, al combinar todas las formas de lucha”, tuvo como primera respuesta la
violencia de la subversión armada, de la que todavía no ha salido el país.
Finalmente, enredada en un ovillo de violencias entre las que sobresalió, como
apoyo destacado originario, la violencia paramilitar, la Seguridad democrática
de Uribe Vélez levantó la más enorme y masiva simpatía social con su prome-
sa inicial de derrotar en 18 meses las guerrillas. Ahora, a 90 meses de inicios
de su gobierno, es cierto que contuvo el vertiginoso ascenso de los guerrille-
ros, pero ni los ha derrotado, ni siquiera ha podido colocarlos en situación
objetiva de necesaria capitulación e, impotente, ha visto la reproducción de un
paramilitarismo de nueva generación.
De todas maneras, más allá de la caricatura de análisis, no es gratuita la identi-
dad doctrinaria que Uribe ha querido establecer con la Regeneración de
Núñez. Donde éste escribió ”orden”, el primero puso “seguridad”; donde el
cartagenero colocó “progreso económico”, el paisa leyó “desquite de prospe-
ridad”; donde el asiduo habitante del Cabrero pensó en “capital estatalmente
protegido”, el errante antioqueño imaginó “confianza inversionista”; donde el
cuatro veces elegido Núñez apuntó ´”cohesión social eclesial”, el reelegido
Uribe pergeñó “cohesión social egolátrica”.
Entonces, casi una perfecta ‘nuñización’ de la Seguridad democrática.
CUARTA PARTE
Nuñez “adoptaba una posición moderada, abierta al realismo político, enemigo de los fanatismos y de los
choques entre los principios y la realidad. No era, además, amigo de hablar claro…Sin embargo, venia
con un objetivo claro” en lo que mantuvo una posición coherente: “era preciso reformar el sistema político
vigente para que el país superara el desorden y la violencia, y esto requería un sistema político en el que
el Estado fuera vigoroso”. (39)
Es cierto que, en la época, los altos precios del mercado mundial favorecieron
la expansión de la economía cafetera; que Núñez creó el Banco Nacional y
arregló, en algo, el desorden monetario; es válido que impuso medidas aran-
celarias para proteger no a unos inexistentes actores capitalistas sino, más
bien, a los artesanos; que apoyó iniciativas aisladas para crear ferrerías en
Boyacá y Cundinamarca; que introdujo en el país el uso del Cable Submarino;
es correcto decir que estimuló la navegación por los ríos Magdalena, Lebrija
y Sinú; y que se preocupó por empezar a integrar algunas subregiones
animando avances en la construcción de los ferrocarriles de Girardot, la
Dorada y Buenaventura (34), pero, en lo demás, dejó que el país marchara a
merced de los intereses de los grandes propietarios de la tierra, exportadores
e importadores. Por su parte, para contrarrestar esta situación, en el lenguaje
oficial nunca aparecieron palabras como ‘ciudadanía y organización ciudada-
na’. Impuso, más bien, el control vertical de la política impidiendo que los
subordinados se organizasen en ‘sociedades permanentes’, que fueron prohi-
bidas en la Carta del 86 y se restringió hasta tal punto la democracia electoral
que, entre 1886 y 1904, sólo uno o dos liberales, entre ellos Rafael Uribe
Uribe, lograron llegar al Congreso. Sus Vicepresidentes, Holguín y Caro, por
su parte, no hicieron otra cosa que dejar que “la cosa económica” marchara
en su espontaneidad reforzando, por otra parte, la represión a la oposición y
preocupándose más por el progreso moral que por el económico. Como ha
señalado José Fernando Ocampo, cuando Nuñez,
“el capitalismo apenas se insinuaba en Colombia muy a lo lejos… en lo que Núñez no estaba pensando
al impulsar las medidas económicas que llevó a término “. (40) Por su parte, Caro anunció que iban a
hacer “una gran transformación social”, así, “es, Señor presidente, el paso forzado y glorioso, de la
anarquía a la igualdad…Es, Señor Presidente, la condenación solemne que vamos a hacer, con los
labios y el corazón, de la vida revolucionaria, de todo principio generador de desorden”. (41)
QUINTA PARTE
Examinemos, más bien, lo que el propio gobierno ha dicho que debe entender-
se por Estado comunitario. En “El Manifiesto Democrático- 100 Puntos, se lee
sobre la materia,
“Nuestro Estado comunitario dedicará sus recursos a erradicar la miseria (a.), a construir equidad social
(b.) y dar seguridad (c). Habrá más participación ciudadana en la definición de las tareas públicas, en su
ejecución y vigilancia”.
Pero, si pobre e imprecisa es, en su generalidad, esa idea de Estado comuni-
tario, más precaria se evidencia cuando se examina cómo Uribe invirtió sus
ocho años de gobierno buscando los objetivos de la seguridad personal y fami-
liar y patrimonial de “todos”, que no nos maten, por lo menos, digámoslo así
con benignidad, quedando la erradicación de la miseria y la construcción de
equidad social reducidas a la condición de políticas reflejas o, por lo menos,
subordinadas.
Al iniciar su primer gobierno, Uribe “farquicizó” la reflexión nacional. A la
manera como, de acuerdo con Núñez, las guerras civiles acaecidas entre 1860
y 1876, habían sido la causa de todas las desgracias del siglo XIX y, sobre
todo, del atraso económico, ahora para Uribe, las Farc eran las responsables
de todas las perversidades nacionales y, sobre todo, las culpables de que el
país no alcanzase una mayor prosperidad económica.
Entonces, de acuerdo con la “neopaz científica” de Uribe, no había sino una
salida, recoger y canalizar todos los recursos de Estado, sobre todo los fisca-
les, para financiar el objetivo estratégico de derrotar militarmente a las Farc.
De una vez por todas, el Estado debía enfrentar el financiamiento de todos los
costos de transacción asociados al final de la ahora llamada delincuencia
terrorista, tales como la acción militar en sí misma, la definición de un Estatuto
antiterrorista, el diseño de una nueva normatividad para garantizarle al capital
extranjero la seguridad jurídica, la creación de un Ejército ciudadano de infor-
mantes y la puesta en práctica de una Estrategia de reinserción orientada a
restarle todos los días miembros a las guerrillas.. En un marco de inspiración
y de acción así, la Seguridad democrática tenía que adquirir la condición de
Política pública- Reina, a ella, a sus lógicas, intereses, necesidades y ritmos
de temporalidad debía quedar subordinado el conjunto de la acción del
Estado.
Como para decir, entonces, que el Estado comunitario, dentro de los límites
de estos ocho años, no ha sido otra cosa que la ciudadanía participando para
entregar a la Fuerza Pública información sobre sus conciudadanos sospecho-
sos. Ha sido por esto por lo que el ciudadano informante, ha aparecido, en ese
contexto, como el ciudadano ideal. Fue así como durante el gobierno de Uribe
las funciones sociales del Estado fueron convertidas, cada día más, en funcio-
nes concretas de los ciudadanos concretos quedando estos obligados a satis-
facer por sí mismos sus necesidades de salud, educación y empleo. Constitu-
ye éste el otro pilar del Estado comunitario, el mercado como el más importan-
te regulador de la vida social.
En síntesis, durante este gobierno el Estado comunitario ha sido aquel en el que grupos de ciudadanos
individuales, mientras más desorganizados mucho mejor, han participado en semanales Consejos comu-
nales, ya se está llegando a la cifra de 250, en procura de que el Estado les subsidie, con algún nivel de
limosna, su condición de pobres o de indigentes con la conciencia de que, en lo substancial, sus necesi-
dades básicas deben ser satisfechas por el mercado.
SEXTA PARTE
Con el más celoso respeto a los contextos de especificidad histórica, que nos
inhibirán las generalizaciones abusivas y, por lo tanto, ahistóricas, creemos
que, partiendo de las reflexiones hechas hasta ahora, podemos fijar algunos
ejes de comparación entre los dos primeros gobiernos de Núñez y el “octoe-
nio” de Alvaro Uribe Vélez, sobre todo en lo referente a las formas de gobierno
y al papel del Estado en la institución de lo social en dos presentes precisos, el
de la Primera Regeneración de 1880, de un lado, y el de la Segunda Regene-
ración de los inicios del siglo XXI, del otro.
Empecemos diciendo algo sobre los individuos. De origen liberal el uno y el otro, ambos, ya por evolución
ideológica ya por táctica, pasaron con los años a posturas, por decir lo menos, a-liberales. Hasta a ellas
llegaron en plena maduración política cuando le atribuyeron a su respectivo proyecto político la condición
de inamovible y perenne y, por lo tanto, la de fuente exclusiva y excluyente de legitimación social. Enton-
ces como ahora en las elecciones presidenciales del primer semestre del 2010, todos los aspirantes a la
gobernanza relegitimaron al respectivo líder al señalar que, por fuera de la apuesta del Mesías, se
desembocaba en el apocalipsis: orden perenne o “catástrofe”, gritó Núñez desde el Cabrero, y seguri
dad democrática o “hecatombe” replicó Uribe desde el Ubérrimo. Pero, sus gritos arrastraron una peque-
ña aunque enorme diferencia, Núñez, al separar un poco su apetito de poder de la institucionalidad, fue
reelegido cuatro veces sin cambiar las reglas del juego, en cambio, el hijo de Puerto Salgar, uribizó la
institucionalidad en procura de hacerse reelegir hasta que la Corte Constitucional salió en defensa de la
democracia liberal a la que el mediático presidente, como situación fáctica, había reemplazado por (el
estado) de opinión de los Mas Media. Ahora, en cuanto a las formas de gobierno, el frío y distante Núñez,
en lo discursivo, fue más explícito que el errabundo, cercano pero nervioso Uribe. De entrada, el hijo del
Cabrero le dijo a los delegatarios de 1886 que lo que la regeneración buscaba era instaurar en el país
“una república autoritaria “, perenne e inamovible, como condición necesaria para el progreso económi-
co. Uribe, en cambio, buscando lo mismo, una seguridad autoritaria perenne como condición sine qua
non de la prosperidad económica, de la confianza inversionista y de la cohesión social, le colgó un adjeti-
vo atrapante como el de “democrática”. En los 100 Puntos insistió en que lo era, porque buscaba “prote-
ger a todos, al trabajador, al empresario, al campesino, al sindicalista, al periodista, al maestro, frente a
cualquier agresión”. Más allá de tanto y tan reiterado debate como ha habido sobre la Seguridad demo-
crática, se podrá observar ahora cómo en el Catecismo uribista de los Cien puntos, quedaron fijados los
contenidos, alcances y límites de la única política orgánica que ha habido en los dos gobiernos de Uribe.
La seguridad democrática era aquella estrategia que buscaba la derrota militar de la guerrilla arrebatán-
dole el dominio territorial que había alcanzado para, de esa manera, proteger a toda la ciudadanía de
cualquier agresión. A posteriori, presuponiendo siempre la efectiva derrota militar de las guerrillas, la
Seguridad perenne de Uribe podría haber merecido el carácter de “restringidamente democrática” dada
su intencionalidad de defender a la ciudadanía “de toda agresión”. Pero, como ya se vio, en el Catecismo
se alcanza a leer antes que con ella también se buscaba erradicar la miseria y construir equidad social.
Esto no obstante, al gobierno, digámoslo, de nuevo, con benignidad, un fisco de guerra no le alcanzó
para la inversión social. De todas maneras, entonces, en un punto clave, el de la forma de Gobierno, las
dos Regeneraciones se asentaron sobre una forma autoritaria de República a la que había que
construirle cimientos de perennidad. Constituye éste el punto central de aproximación, pues en lo
referente a sus concepciones sobre papel del Estado en la economía, Núñez y Uribe tuvieron una evolu-
ción doctrinaria distinta. Mientras que el primero evolucionó desde su liberalismo económico de media-
dos de siglo XIX a posiciones proteccionistas en la década de 1880, Uribe pasó del intervencionismo de
Estado que practicó López Pumarejo entre 1934 y 1938, a su actual neoliberalismo, tozudo y casi
vergonzante, pues niega serlo insistiendo en su tesis de Estado comunitario. Esto no obstante, como ya
se vislumbró en el acápite correspondiente, ninguno de los dos tipos de Estado, ni el de la primera ni el
de la segunda Regeneración, contribuyeron a darle forma a lo social en la sociedad colombiana. Por otra
parte, si al Estado de la primera Regeneración, no obstante la Rerum Novarum de 1891 de León XIII, no
le importó la cuestión social, al de la segunda el asunto le pasó resbalando. Su semejanza presenta
también el problema de las relaciones de las autoridades de las dos Regeneraciones con las ciudada-
nías. En la década de 1880 la palabra “ciudadanía” se encontraba expulsada del lenguaje oficial. Aún
más, la Constitución de 1886, de modo expreso, prohibió que los ciudadanos, entre ellos, sobre todo, los
subalternos sin propiedad, se organizasen en sociedades permanentes. Ahora en la primera década del
siglo XXI, Uribe ha dado muestras diarias de amor las ciudadanías, pero se ha quedado con las ciuda-
danías individuales y mediáticas sintiendo horror por las organizadas, de modo autónomo, como fuerzas
colectivas.
Como para no extrañar, entonces, el cuadro que observamos en la sociedad
colombiana en esta primera década del siglo XXI: la reiteración de una cons-
constante de violencias; las formas de extrema crueldad en su ejercicio;
los nexos entre las violencias, el crimen y la institucionalidad; “el todo
vale con tal de derrotar al enemigo”; la universalización del miedo y el
aprendizaje de su administración cotidiana por parte de la ciudadanía; el
pragmatismo amoral; y la relatividad de la normatividad y de las institu-
ciones, todo ello, de algún modo, asociado, a la existencia de un Estado
incapaz de contribuir a darle forma a lo social. Pero, ¿Qué más se podrá
esperar de una sociedad más para-institucional e informal que institucio-
nal, en la que el sistema político no ha podido cumplir un papel protagó-
nico en la construcción de lo social?
Como se podrá intuir, esta sociedad, no obstante las dificultades para
descifrarla, ¡sí que es inteligible!
A algunos les podrá parecer que a estas ideas subyace una defensa del
moralismo y de la institucionalidad per se. Pero, no. Que cada cual se
atenga a los principios morales que quiera, pero sin acomodarlos a la
elevada valoración social (cultura) que el poder institucional, sobre todo,
el macro, ha alcanzado en esta sociedad. Por otra parte, por tradición, la
defensa de la institucionalidad siempre ha sido una bandera de las dere-
chas. Esto no obstante, creemos que una nueva izquierda que, con difi-
cultades, ha roto con el método de las armas “por principio”, debe rein-
ventarse los criterios para luchar, desde el establecimiento, por la trans-
formación del establecimiento. Por ahora digamos que, al respecto, inte-
resan tres ejes, primero, el respeto a las reglas de juego establecidas,
segundo, el origen democrático de las instituciones, y tercero, la efectivi-
dad social de la institucionalidad.
1. El haber tirado la casa fiscal por la ventana apenas iniciada “la fiesta
uribista de la guerra”.
“Así como hay que respetar la participación del ciudadano, también hay que respetar la norma constitu-
cional y la norma legal que reglamenta esa participación del ciudadano y hay que acatar al órgano que
se expresa con fuerza de mandato sobre si el proceso participativo se ha ajustado o no a la ley y a la
Constitución”.
"El estado de opinión es una expresión del Estado de derecho, no es un oposición al Estado de Derecho.
El estado de opinión tiene que respetar la ley, la Constitución. La participación de los ciudadanos no
puede ser contraria a la ley. No puede ser contraria a la Constitución y ahí entra ese elemento fundamen-
tal del Estado de Derecho, la justicia y los órganos de control. Hay que acatar al órgano de control que
se expresa con fuerza de mandato sobre si el proceso participativo se ha ajustado o no a la ley a la Cons-
titución".
7. “El todo Vale” con tal de derrotar al enemigo, ha sido el factor con
mayor fuerza en el progresivo desvanecimiento de la Seguridad democrática,
sobre todo en el mundo exterior
A este respecto retornamos a nuestro antiguo maestro de juventud, el lúcido e
incisivo y preciso y vigoroso y atormentado Albert Camus. Destacamos ahora
sus Cuatro Cartas escritas en la primera parte de la década de 1940 y recogi-
das en “Carta a un Amigo Alemán”. (46) Con ellas buscó contribuir a ganar la
guerra, primero, buscando construir una posición moral de cara a ella y, segun-
do, refinando la idea sobre la importancia de ganarla contra Alemania. En
Colombia en la época y coyuntura que estamos viviendo casi siempre hemos
prescindido de una lectura ética de los medios. La juzgamos innecesaria
porque, frente a tanta barbarie reiterada y frente tan elevada valoración social
existente en esta sociedad de cara a los poderes de turno, hemos aprendido
que el fin justifica los medios. Claro que esto es superable porque es en el
ámbito de los medios donde se le atribuye transgresión moral al quehacer
humano, y no tanto en la idealidad de los fines. Como en una charla de años
atrás dijera Fernando Cruz K, “Nada más peligroso que un fin noble en manos
de un asesino que dice defender un ideal” (47) La Colombia de la Seguridad
democrática, dados los manejos prácticos de ésta, ha sido muy propicia para
asentar socialmente la tesis de que el fin justifica los medios. El síndrome del
enemigo ha prendido en casi todos los corazones para generar en unos o
asentar en otros los odios contra las Farc. Por eso se ha asentado la idea de
que se debe apelar a los “medios que sean para aplastar al Secretariado de
las Farc. En opinión-representación de tantos y tantas, “bueno” es todo lo que
contribuya a lograr ese fin y “malo”, todo lo que lo entorpezca. De estar a
nuestro lado, Camus nos hubiera dicho, “No puedo creer que haya que some-
terlo todo al fin que uno persigue. Hay medios que son inexcusables”. En su
historia Colombia ha pasado por muchas fases de intensas violencias viéndo-
se éstas casi siempre justificadas con la idea de que “un fin elevado” se
merece “los medios que sean”. Ha sido así como, vía la acción colectiva,
hemos construido muchos monstruos. Para restablecer en Colombia una ética
de los medios y métodos, el esfuerzo colectivo tendrá que ser enorme, pues
enorme es el reto. ¿Cuándo será que, como lo hizo Camus con su amigo
alemán, nos podamos decir los colombianos unos a otros, “A pesar de uste-
des mismos, les seguiré llamando Hombres. Para ser fieles a nuestra fe,
estamos obligados a respetar en ustedes lo que ustedes no respetan en
los demás”.