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EL AMOR A DOS TIEMPOS

(Según nos han recitado)

Por Ma. Victoria Gomez Vila

Pago, no retribuido, pasional o cataclísmico, el amor puede


experimentarse de la manera en que le plazca. Sin embargo, el más
vital y envidiado de todos es aquel que se escribe, se lee y, tal vez
luego, se cante.
Las historias de relaciones desenfrenadas han inundado nuestros
mejores momentos, pero en esta ocasión hemos decidido centrarnos
en tan sólo dos: aquel ardiente relato de un poeta llamado Catulo, y
aquel otro de tantos viriles varones que decidieron apodar con el
nombre de “tango”.
Ese joven bordador de palabras, que en sus pergaminos amaba a una
tal Lesbia, por las noches rondaba la cama de su real homónima,
Clodia. Adinerada, inescrupulosa y ágil, pasaría a la eternidad gracias
a la mala reputación que le otorgaría su famoso amante. Catulo,
abandonando toda pretensión de seguir los dictámenes de su familia,
se dedicó a redactar composiciones en un lenguaje semejante que
haría rodar los ojos de los personajes más reservados en la alta
sociedad. Será justamente un selecto número de poetas y críticos el
privilegiado destinatario de su obra.
No debemos, de ningún modo, desdeñar este inusual aspecto en la
escritura de Catulo: aquellos vocablos mordaces, repletos de
excitación y remordimiento, hacen a la cotidianeidad que dibuja las
calles de las grandes ciudades romanas. Es esta apología de un
lenguaje ordinario, maniobrado por el miembro común del populus,
la que nos da la pauta de cómo vivían los antiguos su propia
sensualidad. Se rumorea, por ejemplo, que más de una treintena de
lupanares atestaban las noches en Pompeya, con el atractivo dato
demográfico de diez mil personas como el total de la población
autóctona. Ciertamente, este hecho parecería confirmar el viejo
refrán de “los números no dan”.
Algunos catedráticos se animan a aventurar que, en verdad, no
podemos aseverar la cifra exacta de burdeles en las distintas zonas
urbanas, dada una fuerte disputa respecto de si los romanos
empleaban el concepto moderno de “zona roja”. Investigadores como
Ray Laurence y Andrew Wallace Hadrill imprimen una perspectiva
anacrónica en sus estudios, al asegurar que los romanos encuadraban
en un área específica de la ciudad a ese tipo de “actividades
impúdicas”, con el objetivo de alejarlas de las mujeres y niños
pertenecientes a clases sociales más elevadas.
Thomas McGinn, por su parte, critica esta postura ante la falta de
evidencia de una “segregación moral”. A su vez, puntualiza
acertadamente que la oferta sexual no se limitaba a la existencia de
prostíbulos, sino que también podía darse en lugares públicos como
circos, templos y baños. Si bien las propiedades de los ciudadanos de
raigambre no se encontraban aisladas del resto de la comunidad,
tampoco podemos asumir que se demarcaran con tanta tenacidad las
fronteras de un supuesto barrio prohibido. McGinn, no obstante,
comete un grave error al desestimar las descripciones, halladas en la
literatura antigua, de una marcada distinción entre los distritos
pobres y ricos. Sin importar cuán ficticio pueda ser un texto, no hay
razón para creer que ninguno de los escritores de la época
intencionalmente crearía una barrera topográfica y social.1
Imaginemos, entonces, en las callejuelas de una importante ciudad,
cautivantes meretrices, vestidas en togas y apoyadas contra la pared
de alguna edificación. Sobre sus cabezas, se lee la inscripción de su
nombre y la lista de precios que se procure solicitar.
Inmerso en este singular período, Catulo transita un romance
impregnado con el perfume de Clodia. A pesar de verse atormentado
por sus continuas traiciones, de todos los insultos que pudo concebir,
jamás la definió como “prostituta”. Los versos de Catulo, activados
por la voz humana en presencia de un público expectante, ahora son
leídos en silencio, sin escapar los márgenes del libro.
¿Qué sucedería, ahora, si se disipara la bruma de la península itálica y
nos trasladáramos al mundo porteño de inicios del siglo XX?
Creeríamos estar vislumbrando un progreso aparente. Conventillos
cercanos a puertos y estaciones de tren, mujeres vestidas en prendas
raídas de percal y los mismos crímenes de pasión. Hombres solitarios,
oriundos de tierras lejanas, combinan unos sutiles pasos, al compás
de un bandoneón. En un rincón oculto, detrás del telón colocado por
la sociedad bacana, emerge esa pequeña danza que algún orillero
tituló “tango”. Los estribillos y las partituras vendrían años más tarde;
pero en cuanto a sus comienzos nos concierne, Discépolo supo
definirlo de esta manera: “el tango es ese sentimiento triste que se
baila”. Para amenizar la espera o tal vez, como preludio del acto
amoroso, las orquestas convocaban a las parejas a garabatear con
sus zapatos el ritmo de cabaret. Con el advenimiento de las letras, el
tango se convirtió en la adecuada expresión de este mundo
subterráneo e inmigrante. Una infinidad de temas podían ser
abordados, pero aquellos vinculados al desasosiego amoroso son los
predilectos: una muchacha virginal, hija de arduos trabajadores, es
atraída por la oratoria de un joven galán e ingresa al ámbito de la
prostitución, para no escapar nunca más de él. Otra recurrente
temática es la del hombre perdidamente enamorado de una meretriz,
quien jamás podrá corresponderle. Llamativamente, a pesar del
ambiente en el cual el tango se circunscribe, aquí tampoco
encontraremos el término “prostituta” de manera explícita. Más
sorpresivo aún es el hecho que, a partir de la anuencia otorgada por
el papa Pío X y las presentaciones de conjuntos de tango en la ciudad
de París, esta musicalización de vida aireada pasaría a ser uno de los
semblantes más importantes en el talento cultural argentino.

1
Por ejemplo, si en diversas crónicas de la Antigüedad se señala al Monte
Palatino, localizado en Roma, como el sitio predilecto de los acaudalados,
interpretémoslo como cierto.
Veamos, entonces, de qué manera podemos asimilar ambas
expresiones artísticas. El primer carmen de Catulo que tendremos en
cuenta es el 5, donde poeta aún no ha padecido ningún engaño por
parte de su amante.

Vivamus mea Lesbia, atque amemus,


rumoresque senum severiorum
omnes unius aestimemus assis!
soles occidere et redire possunt:
nobis cum semel occidit brevis lux,
nox est perpetua una dormienda.

Nos resultará asombroso el hallar, siglos más tarde, una letra


arrabalera rodeando el mismo tema con prácticamente las mismas
frases.

Hay que reír y bailar


que es un dolor el vivir...
Bebamos, pues, hoy en los ojos
de toda mujer de locura,
mañana serán los despojos
que duermen en la sepultura...
[…]
Hay que reír y bailar
si una vez hay que morir...
Cantemos, pues, hoy la demencia
de un sueño de amor y alegría,
mañana tal vez la existencia
nos muestre su faz más sombría...
[…]

“¡Cómo nos divertimos!” de Dante Linyera

La correlación entre el amor y la muerte parecería generar un


entrecruzamiento vital en toda forma de manifestación romántica.
Pasando al poema 32, podemos ver claramente las similitudes con el
tango “Quedémonos aquí”, por uno de los más grandes compositores
de siglo XX, Homero Espósito.

Amabo, mea dulcis Ipsitilla,


meae deliciae, mei lepores,
iube ad te veniam meridiatum.
Et si iusseris, illud adivuato,
ne quis liminis obseret tabellam,
neu tibi lubeat foras abire,
sed domi maneas paresque nobis
novem continuas fututiones.
Verum si quid ages, statim iubeto:
nam pransus iaceo et satur supinus
pertundo tunicamque palliumque.

Amor, la vida se nos va,


quedémonos aquí, ya es hora de llegar!
¡Amor, quedémonos aquí!
¿Por qué sin compasión rodar?
¡Amor, la flor se ha vuelto a abrir
y hay gusto a soledad, quedémonos aquí!
Nuestro cansancio es un poema sin final
que aquí podemos terminar.

La noción de permanecer en un lugar conocido, físico o simbólico,


garantizaría en ambas relaciones una enorme felicidad, aunque
debemos mencionar que para Espósito, las connotaciones sexuales se
encuentran más bien subrepticiamente en el estribillo.

El poema 58 puede vincularse con uno de los tangos más histriónicos


compuestos hasta la fecha.

Caeli, Lesbia nostra, Lesbia illa.


illa Lesbia, quam Catullus unam
plus quam se atque suos amavit omnes,
nunc in quadriviis et angiportis
glubit magnanimi Remi nepotes.

Sola, fané, descangayada,


la ví esta madrugada
salir de un cabaret
[…]
chueca, vestida de pebeta,
teñida y coqueteando
su desnudez...
[…]
¡Y pensar que hace diez años,
fue mi locura!
¡Que llegué hasta la traición
por su hermosura!...
[…]
Este encuentro me ha hecho tanto mal,
que si lo pienso más
termino envenenao.

“Esta noche me emborracho” de Enrique S. Discépolo


Es muy factible que la actitud más traicionera adoptada por estas
mujeres fue la de no corresponder el amor que le profesaron sus
respectivas parejas.

Encontramos, a su vez, una estrecha relación entre el poema 70 y la


letra “El esquinazo” por Carlos Pesce y Antonio Polito; como también
el tango “La he visto con otro” por Pascual Contursi.

Nulli se dicit mulier mea nubere malle


quam mihi, non si se Iuppiter ipse petat.
dicit: sed mulier cupido quod dicit amanti,
in vento et rapida scribere oportet aqua.

Nada me importa de tu amor, golpeá nomás...


el corazón me dijo,
que tu amor fue una falsía,
aunque juraste y juraste que eras mía.
[…]

Recuerdo que en mis brazos


llorando me decía:
Serán pa' siempre tuyas
mi vida y mi pasión...
Jugó con mis amores...
La ingrata me fingía,
dejándome enlutado
mi pobre corazón.
[…]

Pareciera ser que la promesa de un amor duradero no perdura en


ningún momento de nuestra historia.

Del mismo modo, el poema 72 puede vincularse con otras estrofas de


“El esquinazo”

Huc est mens deducta tua mea, Lesbia, culpa


atque ita se officio perdidit ipsa suo,
ut iam nec bene velle queat tibi, si optima fias,
nec desistere amare, omnia si facias.

Fue por tu culpa que he tomado otro camino


sin tino... Vida mía.
Jamás pensé que llegaría este momento
que siento,
la más terrible realidad...
Tu ingratitud me ha hecho sufrir un desencanto
si tanto... te quería.
Mas no te creas que por esto guardo encono
Perdono
tu más injusta falsedad.
[…]
En estos casos, la dicotomía entre el amor profundo y la desilusión, la
opción de continuar semejante locura o abandonarla, atormenta los
pensamientos de nuestros protagonistas.

Por último, podemos establecer una conexión entre el poema 85 y la


letra “Cadena perpetua”, de Francisco García Jiménez.

Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris.


nescio, sed fieri sentio et excrucior.

Odiar, quisiera, tu nombre,


tu malicia y tu mentira,
¡y soy nada más que un hombre
que enamorado te mira!
Que libre vivir no puedo,
acostumbrao a estar preso,
¡y estoy deseando volver
a la prisión
de tu desdén!
[…]

Similarmente a lo acontecido en los poemas anteriores, ese crucifijo


demarcado entre el amar y el odiar a una misma persona, es aquel
del cual los que narran no se logran librar.

¿Podríamos concebir un anacronismo, al unir tango y poesía latina?


De ningún modo; ya fuese Catulo y su problemática Lesbia o Enrique
Santos Discépolo con su añejado bandoneón, se ha inscripto en el
aire una historia de amor turbulento que dudo alguna vez finalizará.

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