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Educación y Pedagogía: hacia la postulación de una

dialéctica pedagógica
Por Alejandro E. Wills F., candidato a MSc, Informática Educativa, Universidad de la
Sabana, Bogotá, D.C., Colombia, 2009.

Quisiera que el presente artículo —o ensayo para mejor denotarlo—, enmarcado en el


contexto de mi proyecto de grado de Maestría en el recientemente establecido campo de la
Informática Educativa, cumpliera con el propósito de dilucidar de forma tajante las visiones
de educación y pedagogía que subyacen al incipiente desarrollo de este modesto esfuerzo
académico. Sin embargo, la esfera aún difusa de los alcances y consecuencias de mi trabajo
me enfrenta a la necesidad de recorrer un camino algo accidentado, una ruta de
conocimiento más escarpada que plácida, a lo largo de la cual he intentado marcar hitos
insoslayables en el conocimiento pedagógico. El resultado de este ejercicio de reflexión es
la postulación incipiente de una dinámica que permite entender desde lo puramente teórico
cómo evoluciona el pensamiento pedagógico como disciplina social.

Considerando en primer término una de las comprensiones posibles del término educación
como “transmisión y adquisición de cultura” (Wolcott, 1994), aproximarse a una definición
de educación obligaría a quien investigue el concepto a recorrer la línea entera de la
evolución humana. En tal sentido, Wolcott (1994) se plantea la existencia de una disyuntiva
conceptual entre el entendimiento de educación como transmisión de cultura por un lado, y
como adquisición de cultura por otro. Desde una perspectiva antropológica, comprender
educación como transmisión de cultura conllevaría afirmar que se trata “no sólo de una
intención sino de un esfuerzo consciente a nombre de alguien para instruir a alguien más”
(p. 1724).

Ello nos llevaría a revisar el concepto instruir, que se origina en el verbo latino instruo,
instruere, cuyas acepciones incluyen construir o edificar, ordenar, disponer o preparar
(especialmente un ejército), proveer, suministrar o aprontar, y también, enseñar (Blanquez,
A., 1985). Al conectar estas acepciones antiguas con la idea moderna de la instrucción,
vemos como la misma implicaría en sus pervivencias etimológicas la noción de imponer
una estructura específica a un colectivo humano.

De otro lado, la comprensión de educación como adquisición de cultura implica un cambio


en el énfasis sobre la intencionalidad del proceso, lo cual de paso desplaza la
preponderancia de lo colectivo hacia lo individual. En efecto, existe una uniformidad de los
sujetos culturales implícita en cualquier concepción generalizada de cultura, que va en
consonancia con la idea de una transmisión intencional de información. Sin embargo, es
crucial reconocer que los sujetos de una comunidad, como mínimo debido a su
individualidad, deben necesariamente recibir o adquirir de forma diversa esa transmisión o
enseñanza de la cultura. Pretender lo contrario sería ignorar la diversidad inherente a
cualquier comunidad humana. Dicho desplazamiento conceptual entre transmisión y
adquisición también desplaza el concepto de conocimiento desde una visión monolítica del
mismo como un paquete o conjunto cerrado de saberes, hacia una la noción de
conocimiento como construcción social (Wolcott, 1994). A respecto, el autor resalta la
importancia del trabajo de 1971 de Berger y Luckmann, La construcción social de la
realidad. Si la realidad es construida socialmente, también la cultura debe ser reconocida
como un constructo social de los individuos, el cual sólo tomado colectivamente se
diferencia de otros constructos culturales. “Cada individuo […] posee sólo una versión
particular de cualquier macrocultura o microcultura, y no existe tal cosa como la versión de
la misma” (p. 1726)

Al apartarnos de esa concepción de la educación como esfuerzo intencional y direccional


del instruir, como fuerza impuesta si se quiere, y abrirnos a la concepción constructivo-
social de la misma, se nos hace más claro que la educación es una instancia connatural a la
estructura social humana, una parte integral de la dimensión social inherente al hombre. En
palabras de De Zubiría (2004), “la cultura humana es impensable sin los actos continuos de
enseñarse entre sí”. Jerome Bruner, uno de los psicólogos que lideró la Revolución
Cognitiva bajo el sencillo y poderoso principio de que “de ningún modo, aprender y pensar
están aislados el uno del otro” (Bruner, 2006), afirma que “[la forma] como educamos a los
jóvenes es la expresión de los objetivos principales de una cultura, de sus más amplias
aspiraciones para el futuro, de su sentido de los límites de la posibilidad de lo humano” (p.
2).

La característica esencial de la naturaleza del proceso educativo se encuentra en lo que


podemos denominar el disparador del aprendizaje; una dificultad o desequilibrio básicos
que alteran la condición de tranquilidad, de homeóstasis. Así, Bruner (2006) lo presenta
como una “introducción al margen de ansiedad” de los jóvenes, desatado por adultos que
enfrentan al joven a situaciones nuevas. Aunque aparentemente el afán por la novedad, la
curiosidad, es una característica que podría considerarse biológica al ser compartida por los
primates en general, sólo en los seres humanos los adultos estructuran el juego y el ritual
para que los niños se beneficien de esta tendencia (p.149). La sutil diferencia entre
curiosidad y curiosidad encauzada dentro de lo social constituiría la esencia diferenciadora
de lo humano, el componente social de la educación como mecanismo de transmisión y
adquisición de cultura.

Una teoría análoga es presentada por Escamilla (2000) como eje central de la teoría del
aprendizaje de Jean Piaget. Afirma el autor que según Piaget “existe algo innato que nos
motiva a buscar orden, estructura y predecibilidad [sic] en las cosas que nos rodean.
Cuando nuestras estructuras internas explican lo que ocurre en el entorno, existe equilibrio.
Cuando éstas no son capaces de explicar lo sucedido, existe un desequilibrio, y comienza
aquí una lucha por alcanzar el equilibrio. El aprendizaje sólo se produciría cuando se
introduce ese desequilibrio.” (Escamilla, 2000, p. 52) Ese desequilibrio puede ser entendido
desde la perspectiva de la filogénesis humana, como cualquier carencia adaptativa al
hábitat. En otras palabras, la inteligencia implicada en el aprendizaje, entendida como
estrategia de supervivencia del hombre es del tipo oportunista, y no del tipo especialista,
siguiendo los dos modos de adaptación a un hábitat señalados por Desmond Morris
(Bruner, 2006). “Los no especialistas dependen [para la supervivencia] de su alta
flexibilidad más que de una especialización morfológica o comportamental” (p. 148).
Aprender, y por tanto ser educables, constituye nuestra estrategia esencial de
supervivencia.
Desde una visión de génesis antropológica, Bruner (2006) afirmaba la dificultad de
caracterizar la instrucción en los protohomínidos y en el hombre ‘primitivo’, debiendo
valernos del caso de las sociedades de cazadores-recolectores existentes actualmente para
obtener claves de aquella. El autor señala como significativo el hecho de que en la extensa
documentación fílmica sobre los bosquimanos !Kung —una población de cazadores-
recolectores que viven aislados al noroeste de Botswana, al noreste de Namibia y al sur de
Angola (Barnard, A., 2007)— virtualmente nunca se encuentra una instancia de enseñanza
que tenga lugar fuera del contexto situacional en el cual el comportamiento a aprender
resulta relevante. “Nadie enseña por aparte de la escena misma, como en un ambiente
escolar. En realidad no hay nada semejante a una escuela” (Bruner, 2006). Entendiendo que
de todas maneras existe entre los bosquimanos una interacción instruccional entre adultos y
jóvenes (p. 148), podemos afirmar que la escuela no es más que una institucionalización
especializada de un proceso natural, un producto de la descontextualización en el proceso
educativo humano. En ello juega un papel preponderante el lenguaje como medio de
transmisión del saber, y en particular el lenguaje escrito. Es la palabra escrita la que
legitima el almacenamiento de información descontextualizada, ya que la misma puede ser
recuperada de forma asíncrona y ubicua; ello cambia el énfasis del saber cómo al saber qué
(p. 153).

Esta pregunta sobre qué es la escuela nos lleva a recordar la célebre frase de Séneca Non
scolae sed vitae discimus, que traduzco como “Aprendemos no para la escuela, sino para la
vida”, y que sirve de título a un ensayo de Engeström (1996) en el cual, teniendo como eje
articular el caso de una falsa concepción sobre las fases de la luna —según la investigación,
la causa de las mismas se confunde enteramente con la causa de los eclipses lunares— el
autor presenta la adquisición de conocimiento en la escuela como una “práctica formada
históricamente” en la cual se encapsula la experiencia al punto de impedir que las personas
problematicen el conocimiento impartido en los libros de texto, lo pongan a prueba, o al
menos lo reconozcan como un esfuerzo por “fijar y cristalizar ciertas concepciones
generalmente aceptadas de una época” (p. 164). El autor, recurriendo a un caso que aunque
parece extremo resulta muy común, nos obliga a reflexionar sobre la fuerza que las
prácticas pedagógicas ejercen sobre el proceso de educación, que reconocemos así en
esencia como “transmisión y adquisición de cultura” por oposición a “construcción de
competencias para adquirir verdadero conocimiento”, frase que es de mi cuño. En este caso,
entiendo “verdadero conocimiento” como una solución epistemológica rápida al problema
de la adecuación entre el modelo mental y la observación real de algún fenómeno. Debo
acentuar que dentro del término “cultura” vienen incluidas las “concepciones generalmente
aceptadas” que he mencionado antes, y que nada tienen que ver con lo “verdadero” como el
ajuste correcto entre mi mundo mental y la realidad.

Un problema como este nos enfrenta al nacimiento de la pedagogía como reflexión teórica
sobre la educación que determina o debe determinar la práctica social de transmisión y
adquisición de cultura. Problematizar la escuela nos permite deslindar el campo de
aplicación práctica de la pedagogía, distinguiendo entre dos concepciones resultantes que
conviven en una relación dinámica y tensa. De una parte, la aplicación de la reflexión
pedagógica puede resultar en un conjunto de prácticas de transmisión eficaz de los
contenidos de la cultura, como una tecnología de fijación de saberes o creencias. De otra
parte, la aplicación de la pedagogía puede devenir una preceptiva sobre la forma de
transmitir competencias para la búsqueda de saberes eficientes en cuanto a la
transformación del mundo por el hombre, de saberes “verdaderos” en la concepción
anotada arriba. El ejercicio a realizar no debe consistir en zanjar una disputa entre estas dos
resultantes de la reflexión pedagógica —la cual constituye en sí misma el marco referencial
o campo de batalla en que ellas se mueven—, sino entender las dinámicas de cambio con
que se fuerzan y contraponen una a la otra.

A pesar de pisar un terreno movedizo en el cual he decidido navegar sin el apoyo de otras
autoridades académicas, me atrevo a afirmar a partir del análisis propuesto arriba que en un
primer momento es la segunda vertiente, más general o universal desde la perspectiva
humana, la que determina el cambio en la primera, más específica y singular para cada
momento cultural y socio-histórico. Es decir, en la medida en que el pedagogo se ocupa
mediante su reflexión de hacer que la relación pedagógica entre “lo educante” y “lo
educado” —bien se trate de estamentos sociales completos o de individuos en cualquiera de
las dos instancias— rinda frutos tendientes al desarrollo de competencias como
“herramientas para conocer el mundo de forma verdadera”, ese mismo desarrollo genera
formas objetivamente más o menos evolucionadas para transmitir contenidos culturales,
para implantar y fijar ideas y concepciones de forma general en el cuerpo social. Es decir,
la pedagogía como práctica se hace sujeto de su propio análisis como teoría.

Con la intención de aclarar el concepto, podemos plantear que el ejercicio pedagógico


establecido en la segunda concepción enunciada nos impulsa a definir un modelo
epistemológico de la educación. A su vez, este modelo epistemológico determina las
acciones que se ponen en práctica en la educación, las cuales no pueden dejar de ser sujeto
de la misma reflexión pedagógica desde la perspectiva de su efectividad en la acción social,
de la cual ninguna de las dos consideraciones se desliga. Este segundo momento de
reflexión a su vez cuestiona el modelo epistemológico propuesto en el primer momento, lo
cual nos hace entender que nos movemos de forma constante en una dialéctica pedagógica,
aceptando el término dialéctica en un sentido en el cual el mismo no se limite a la
estructura “tesis-antítesis-síntesis” que constituye una mala comprensión de Hegel (Kojève,
1984).

Lo que resulta innegable es que los movimientos de esta dialéctica, postulada como un
esbozo incipiente, no son ellos mismos algo indefinido ni vago, sino que en perspectiva
histórica nos muestran una refinada elaboración que no excluye la apropiación de otros
saberes sobre lo humano que han determinado los profundos cambios en el escenario de los
paradigmas de la ciencia. Nuestro actual entendimiento de los procesos biológicos de la
percepción y de la memoria, y los avances en psicología que nos ayudan a comprender
cómo estos dos campos de acción de la mente determinan el actuar humano, constituyen el
marco de referencia base que sustenta esa dinámica de la reflexión pedagógica. A todas
luces, el fenómeno de la dialéctica pedagógica constituye un fenómeno complejo,
entendiendo por complejidad

“lo que está tejido en conjunto”, o lo conjuntamente entrelazado. Ello supone que lo
complejo es lo compuesto, pero donde los componentes son irreductibles uno al
otro. (Moreno, 2002).
Dentro de la dinámica de transformación del campo de lo pedagógico se inserta ahora
además un nuevo elemento, este sí puramente tecnológico en su conformación: la presente
capacidad de transmisión de datos por vía electrónica ha modificado y continúa
modificando la interacción humana, sin que podamos predecir los impactos últimos de ese
cambio. El desarrollo en esta tecnología nos ha llevado a tener una red global de
transmisión de datos en la cual lo visual-textual y lo auditivo se unen en una convergencia
de los modos de servicio (Inose, 1985) para estructurar un nuevo espacio de construcción
social. Siendo humano y social a la vez que soportado por tecnologías informáticas, este
nuevo espacio no puede desligarse del campo pedagógico, lo cual nos lleva a la aparición
de la Informática Educativa como disciplina integradora, como la mediación disciplinar que
permite atender de forma concomitante a las múltiples dimensiones del desenvolverse de la
educación en nuestros días.

Es a este respecto que adquieren relevancia nociones como la de Objeto de Aprendizaje, un


elemento cuya definición sistémica implica tres elementos constitutivos básicos: un
elemento de contextualización que determina el ámbito de aplicación del objeto, una
actividad de aprendizaje que es central al mismo, y unos contenidos u objetos informativos
(Chiappe et al., 2007). Aunque cualquier clase de Objeto podría ceñirse a esta definición,
operativamente se considera como Objeto de Aprendizaje a una entidad que en esencia sea
de carácter informático. Estos objetos se constituirán en las instancias en las cuales la
dinámica de la dialéctica pedagógica se manifestará, en un mundo social interconectado
electrónicamente. De hecho, los Objetos de Aprendizaje serán los elementos constitutivos
del espacio de la educación que se desenvolverá en el futuro; ello se puede afirmar desde lo
conceptual sin pretender estar haciendo futurología, pues siempre podrá descomponerse
desde lo teórico cualquier sistema educativo en fragmentos asimilables a los OA.

Para cerrar, replantearemos la noción de dialéctica pedagógica desde la perspectiva de los


OA del siguiente modo: el proceso de evolución de los OA está signado por su propia
determinación como instancias de un cierto modelo epistemológico, conectado con su
correspondiente teoría de aprendizaje. La existencia misma de este Objeto implicará
necesariamente la existencia de una crítica al mismo, como parte insoslayable del proceso
educativo, y de una serie de consecuencias sociales —realizadas o realizables— de su
utilización; el proceso de reflexión pedagógica se manifestará como dialéctica cuando la
crítica empuje de forma igualmente necesaria a la reconfiguración del Objeto de
Aprendizaje en nuevas instancias. Deberá tomarse en cuenta que no es válido en el orden
conceptual considerar que el OA haya sido “superado”, ya que su reconfiguración y reuso
estarán supeditados al contexto educativo y socio-histórico en el cual se inserte.

Bibliografía
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