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Fuera de lugar.

Retratos y emplazamientos de Andrés Carretero

En mis últimos ensayos sobre fotografía he recurrido frecuentemente al término

“emplazamiento”. En un principio me pareció incluso un término más o menos original. En

la medida en que iba acercándome a determinado tipo de obras y a los textos escritos sobre

las mismas, fui descubriendo que era un término mucho más usual de lo que yo pensaba.

Ahora ya siento que hablar de emplazamientos, refiriéndose a cierta clase de fotografía e,

incluso, a cierta clase de arte, es inevitable en las circunstancias actuales. Y es que el


emplazamiento (yo suelo asociarlo al término “desplazamiento”) es una de las estrategias

de representación más acorde con la sensibilidad y con el pensamiento que legitima al arte

postmoderno. Con esto estoy atendiendo al hecho de que ciertamente el arte postmoderno

es un arte fuertemente ligado al espacio, a la ubicación, a la heterotopía y al tránsito. Y que

las técnicas de representación atienden siempre a un lugar. Incluso eso influye en el hecho

de que muchas veces las técnicas de representación se convierten en técnicas de

intervención o de obstrucción. En tal sentido, la relación entre arte y vida puede parecer

cada vez más un eufemismo para referirse, no al lugar del arte, sino a un arte de lugares, es

decir a un arte de espacios y de posiciones.

En este contexto, la obra reciente de Andrés Carretero no es una excepción. Su

procedimiento es básicamente una combinación entre emplazamientos y desplazamientos.

No habría otra forma de leer sus retratos, aun cuando se hubiera limitado a retratar; es decir,

a colocar a ciertos sujetos en determinada posición frente a la cámara (o a emplazar la

cámara en determinada posición respecto a los sujetos).

Pero en este caso el autor ha ido más allá, puesto que por medio del retrato solamente se

acercó a un estadio elemental en la configuración de la identidad de las personas. Y la

verdad es que ese tipo de retratos frontales, directos y frugales empiezan a funcionar ya

desde hace tiempo como una forma muy económica de referirse a las identidades. ¿Quién

es el retratado o la retratada? ¿En qué “consisten”? Normalmente eso importa menos que el

hecho, aparentemente oculto, pero crucial, de que la relación entre el retratado y el retratista

genera un particular estado de la realidad, del cual dependen, tanto la apariencia de lo

fotografiado, como la construcción de la fotografía en tanto objeto estético.

Decía que Andrés Carretero ha ido más allá porque no se ha conformado con ese estado de

lo real y lo ha manipulado –digamos que lo ha permutado- neutralizándolo de alguna


manera, desplazándolo tal vez, reconstruyéndolo en la mayoría de los casos. Y,

curiosamente, son esos procedimientos los que han contribuido a una más precisa

configuración de las identidades con las que el fotógrafo ha estado tratando.

Imagino que si alguien está leyendo este texto es porque ya ha visto las fotografías en

cuestión, así que no me voy a extender en descripciones innecesarias. Imagino que el

espectador ya ha notado que todos los sujetos retratados tienen algo en común, y que

muchas de las fotografías también tienen algo en común. Los fotografiados son todos

albinos, pero además su ubicación -o sea, su relación con el lugar- tiene algo de sospechoso

o ligeramente incongruente.

Es evidente que el artista ha trastornado de alguna manera la relación de estas personas con

su contexto. El primer resultado de ello es precisamente un reforzamiento de sus propias

marcas de identidad. Ese ligero –o no tan ligero- desajuste en la relación entre los sujetos y

el espacio, es una señal que enfatiza sus características físicas y el funcionamiento de

dichas características en la conformación y la representación de sus identidades. Sin

embargo, y aunque el título de la serie es Fenotipos, lo cierto es que Andrés no ha abordado

ese tema como si estuviera reducido a una serie de características físicas o a su

condicionamiento genético. O sea, que no necesariamente tiene que ser leída esta propuesta

en relación con los usos antropológicos y etnográficos que en otros momentos se le ha dado

a la fotografía.

En realidad, el tema de la identidad (inevitablemente asociado al tema de la diferencia) se

plantea aquí desde una perspectiva de relaciones sociales, que hallan su representación en

los escenarios donde se realizaron las fotos. Por eso el set fotográfico deviene un ámbito

metafórico y una especie de textualidad adjunta a la presencia física de los sujetos. Y por

eso cualquier espectador podría experimentar cierta incomodidad al intuir que hay algo
fuera de lugar, algo a lo que la mirada no se acomoda de inmediato, como si los sujetos, de

hecho, hubieran sido desplazados por la cámara, en vez de ser emplazados ante la cámara.

En este fuera de lugar radica también la opción política de estas obras. Porque este

desplazamiento (aunque sea imaginario) es una manera indirecta de llamar la atención

acerca del desplazamiento a que se ven sometidas estas personas en el espacio social. Su

propia condición les impide participar de ciertas actividades al aire libre, ya que no pueden

someterse descuidadamente a los rayos del sol. En muchos contextos pueden ser percibidos

como los raros, o los que están fuera de la norma. De alguna manera son siempre una

especie de extranjeros en cualquier lugar. El acto fotográfico pudiera ser en este caso una

manera de construir un contexto ideal en el que los sujetos fotografiados ya no parecen

sujetos marginales. Al final, con su aire abstraído, parecen lucir una especie de paradójica

normalidad y una suerte de dignidad confortable. También –y esto no es menos importante-

hacen gala de una particular belleza, frágil y sutilmente vulnerable.

Pero quiero insistir en el aspecto político por otra razón. A mí me parecen irritantes –y no

sólo por banales y pusilánimes- los procedimientos artísticos que se basan (y generalmente

se agotan) en la manipulación jocosa de los sujetos, desde una falsa posición de poder

intelectual y social. Generalmente esas prácticas esconden una prepotencia que reproduce,

en el espacio del arte, un sistema de relaciones sociales basadas en la desigualdad de clases,

el racismo y el machismo. Son muy excepcionales los casos en que ese tipo de

procedimientos conduce a resultados verdaderamente críticos respecto al sistema, y

verdaderamente impactantes en términos estéticos. En la mayoría de los ejemplos que

conozco, lo único a lo que se asiste es al desdoblamiento frívolo del propio vacío

conceptual y espiritual del artista. Por eso agradezco que Andrés Carretero haya mantenido

una actitud respetuosa –sin ser paternalista- hacia los sujetos fotografiados en este trabajo.
Como también agradezco que no haya subordinado la experiencia estética a la construcción

de una discursividad abrumadora y panfletaria, en nombre de la corrección política.

Finalmente siempre ha sido más arriesgado para un artista mantener la precariedad de la

experiencia estética que dejarse sostener por la falsa estabilidad de los discursos.

Menciono esos temas y me obligo a volver sobre el aspecto de la belleza, que en las obras

de Carretero puede ser asociada también a un sentido de lo humano como estado de

fragilidad y pureza. Y con esto, por cierto, este autor se conecta, de manera nada ingenua,

con una tradición retratística que ha dado excelentes resultados durante todo el siglo XX y

hasta la fecha, en Estados Unidos y Europa fundamentalmente.

En especial considero inevitable mencionar una obra como la de Rineke Dijkstra, a quien

este autor parece citar explícitamente en algunas de sus fotos. Pero también me importa

exponer que en toda esa obra yo encuentro algo que me hace pensar en una posible zona de

frialdad e inocencia en la que podrían estar coincidiendo, lo mismo una autora como Mary

Ellen Mark que una como Nan Goldin.

De hecho, yo creo que la belleza en estas fotos de Carretero es esencialmente ecléctica y

además, curiosamente, me remite a un universo explorado básicamente desde la mirada

femenina. O tal vez deba decir que soy yo mismo quien prefiere encontrar esos referentes.

Y que es mi propia sensibilidad la que me lleva a explorar en esa zona de riesgo. Lo cierto

es que, contemplar las fotografías de Andrés Carretero me ha conducido a revisar

nuevamente la obra de Dianne Arbus, aún sabiendo que en ésta última siempre voy a

encontrar un toque de morbo del que carece Andrés.

Pero en última instancia, lo que me parece importante es comprobar que la obra de

Carretero tiene un carácter multirreferencial y multitextual que es inobviable. Esto hace que

sus fotos tengan una cualidad ambigua. Pues por un lado parecen objetos simples,
despojados de retórica y concentrados en su propia factualidad. Y sin embargo, ese

aparente ensimismamiento esconde una profusa textualidad. Quizás esa ambigüedad venga

del hecho de que este tipo de fotografía no pretende exponer la realidad como un ámbito

misterioso. Lo fotográfico, en una obra como la de Andrés Carretero, puede ser entendido

como una manera de expandir y de amplificar lo visible, más que como una manera de

revelar lo invisible. Y este no es un dato insignificante si tenemos en cuenta que con esto el

autor se afilia a una convención que replantea el lugar de la representación en el arte

contemporáneo. Y de la cual se deriva la posibilidad de que la representación sea –

tautológicamente- representada y, en consecuencia, debilitada por tanta exhibición y

redundancia.

La verdad es que yo soy de los que abogan –tal vez con mucho de nostalgia- por el

misterio. Pero si encuentro fascinante esta variante de realismo es porque me parece

demasiado explícita como para no estar ocultando algo.

Juan Antonio Molina

Texto original publicado en el catálogo de la exposición Fenotipos. Galería EDS. México DF. Abril-Junio de

2008

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