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Fernando Soler, Ê   




 
  




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Cada cierto tiempo, como si de un producto comercial se tratara, y algo de eso también suele haber,
surge un nuevo término o concepto que al poco tiempo se nos aparece por todas partes. En breve, una vez
los Ý de los media han hecho suyo el término, y puesto que éstos, como es cada vez más evidente, no
tienen el más mínimo interés en la comprensión de la realidad, resulta de buen tono y demostrativo del
obligatorio ÝÝ
  hacer un uso prolijo, casi promiscuo, del término en cuestión. Pero, con
excesiva frecuencia, por el camino se pierde o se difumina cualquier apariencia de rigor terminológico.
Transvanguardia, modernidad, racionalización, o, más recientemente, post-modernidad o ³fin de la
historia´, son claros ejemplos de lo que estamos diciendo. Ahora le toca el turno a ³globalización´. Sin
duda, se trata del término de moda, pero bastaría con que hiciéramos un repaso de las utilizaciones que
del mismo se hacen para vernos sumidos en la más profunda confusión. Absolutamente todos los ámbitos
de la realidad, la economía, las finanzas, la cultura, la comunicación, los media, el arte, el deporte, la
sociedad en su conjunto, vienen adjetivados mediante los calificativos de global o globalizado. Todos
estamos sometidos a la globalización, todos y todo estamos globalizados. Pero todos los términos que se
ponen de moda suelen sufrir la misma suerte: cuanto mayor es la parte de la realidad que pretenden
aclarar, mayor es la obscuridad en que terminan sumidos. Finalmente, acaban transformados en dogmas
substraídos a toda crítica. Por tanto, lo que nos moverá en las líneas que siguen será el intento de
contribuir a una modesta clarificación terminológica que nos permita saber y entender de qué estamos
hablando, de qué nos hablan y, sobre todo, qué se oculta detrás de este, presuntamente nuevo, discurso.

La primera clarificación que querríamos hacer sería respecto a la utilización de los términos
³globalización´ y ³mundialización´. En no pocas ocasiones se entienden como sinónimos estableciendo
solamente un matiz en la consideración del primero como de origen anglosajón y del segundo como el
preferido en los ámbitos europeos continentales, franceses sobre todo. No obstante, nos gustaría
establecer una diferenciación, que puede resultarnos muy útil, entre ambos términos. Entendemos, en
primer lugar, por ³globalización´ un fenómeno esencialmente económico que podría concretarse, en una
primera aproximación, como el proceso de integración económica internacional que tiene como rasgos
característicos la liberalización de los mercados, fundamentalmente, pero no sólo, el financiero y, en
consecuencia, la profunda financiarización de la economía. Hasta tal punto esto es así que preferimos
hablar de ³globalización financiera´, término que designaría la transformación del sistema financiero
internacional provocada por la supresión de las fronteras nacionales para los mercados de capitales, así
como por la   
 
 de los mercados financieros. Con independencia de ulteriores
consideraciones, esta globalización financiera es un hecho incuestionable. Los años 90 han visto un
extraordinario incremento de las denominadas inversiones extranjeras directas (IED) y de las inversiones
financieras, centrado sobre todo en los fondos de pensiones y en los fondos de inversión norteamericanos.
Durante los últimos diez años el volumen de títulos intercambiados mediante inversiones directas ha
aumentado un 334%. El crecimiento de las inversiones financieras (acciones, obligaciones, productos
derivados, opciones, inversiones en cartera, etcétera) ha sido espectacular y las inversiones institucionales
(fondos de pensiones, compañías de seguros, sociedades de inversión) prácticamente han doblado su
capacidad financiera en estos diez años. Otro dato absolutamente significativo es la comparación entre
las tasas de crecimiento de la producción y el comercio en los últimos años: en el decenio 84-94 la
producción se ha incrementado un 2¶1%, mientras que el comercio lo ha hecho en un 6¶3%
manteniéndose, pues, una ratio más de dos veces superior a la de decenios anteriores. Pero, además, este
incremento del comercio se concentra, fundamentalmente, en un puñado de grandes empresas, unas
empresas, como rebosante de satisfacción señalaba hace algún tiempo la revista  , que ³han
arrollado fronteras para hacerse con nuevos mercados y tragarse a los competidores locales. Cuantos más
países, más beneficios. Las ganancias de las quinientas empresas más grandes del mundo han crecido un
15%, mientras que el crecimiento de sus rentas alcanzaba justo el 11%´. Así, el porcentaje del capital
transnacional sobre el PIB mundial pasó del 17% a mediados de los años 60 a más del 30% en el 95.
Desde entonces este proceso ha seguido un curso ascendente marcado por los procesos de fusiones entre
estas mismas grandes empresas, unas fusiones mediante las cuales ³estamos escribiendo un nuevo
capítulo en la historia mundial del comercio´.

Pero este ³nuevo capítulo´ tiene otro componente esencial, el cada vez mayor peso que sobre el
mismo tienen las transacciones financieras frente a las estrictamente productivas. De hecho, se calcula
que el monto total de las operaciones efectuadas en las principales plazas financieras alcanzaría 1 billón
300 mil millones de dólares diarios, frente a los entre 10 y 20 mil millones de hace 25 años. El volumen
de las operaciones de cambio es 50 veces más importante que el del comercio mundial de bienes y
servicios. Por otro lado, realizadas buscando beneficios inmediatos de capital, las transacciones
especulativas representan el 95% del total de la actividad de los mercados de cambios. Destaquemos por
último, y por no abrumar con cifras, que en los EE. UU. de Norteamérica nada menos que el 40% de las
rentas de los ciudadanos provienen de las rentas financieras. Podemos, pues, resumir este proceso que
hemos denominado ³globalización financiera´ citando de nuevo a Eynde: ³una producción mundial que
languidece«; un comercio mundial con un crecimiento que dobla y triplica el de la producción«; una
inversión directa de capitales extranjeros con un ritmo de aumento quizá triple al del comercio«; y una
inversión especulativa que dobla a la productiva´.

En todo caso, resulta obvio que este tipo de cuestiones económicas que hemos enmarcado dentro de la
globalización financiera no se producen de manera aislada, sino en una relación recíproca de causas y
efectos. Está claro, por ejemplo, que la financiarización de la economía mantiene una relación directa con
los avances técnicos en el ámbito de la comunicación, ya que éstos han permitido una vertiginosa rapidez
y una casi total inmediatez en los intercambios financieros. La revolución tecnológica, en general, y por
ende en el mundo de la comunicación, en particular, las enormes posibilidades que ofrece la Internet, y el
carácter mundial que adquiere esta misma comunicación, han sido elementos fundamentales en el propio
proceso de financiarización de la economía. La revolución en el campo de la comunicación ha favorecido,
sin duda, el surgimiento de un entramado, de una red financiera global, que mantiene en continua relación
las principales plazas económicas del planeta. De manera clara y contundente Theodor Levitt, director de
la„  
   
 nos dice: ³los científicos y las tecnologías han conseguido lo que hace
mucho tiempo intentaban, sin éxito, los militares y los hombres de estado: el imperio global« Los
mercados de capitales, productos y servicios, gestión y técnicas de fabricación, son ya, todos ellos,
globales por naturaleza. Es el Ý  !   . Esta nueva realidad aparece en el mismo momento en
que las técnicas avanzadas transformaron la información y la comunicación´.

Pero esta financiarización de la economía exige, a su vez, que se adopten medidas en el campo de la
política que permitan la eliminación de cualesquiera trabas que se interpongan en el episodio de ese
³nuevo capítulo´ de la economía financiera. El término, casi místico, que se utiliza para describir esta
exigencia política es el de ³liberalización´. Liberalizarlo todo, el comercio, las finanzas, el trabajo, las
comunicaciones, etcétera, es no ya una sugerencia sino una absoluta y total obligación que debe asumir
con respeto y sumisión reverenciales todo aquél que defienda una concepción ³moderna´ de la política,
alejada por tanto de planteamientos trasnochados y visionarios. Por supuesto, el orden político que de
aquí surge es un orden unificado, mundial, en el cual, se dice, el Estado-nación que hasta ahora habíamos
conocido sufre importantes mutaciones, hasta el punto de que estaría abocado a su misma desaparición.
Es decir, sin la generalización de las políticas de liberalización, sin la continua desreglamentación y los
masivos procesos de privatizaciones y sin la imposición de políticas supranacionales establecidas por
organismos independientes de los propios estados, la globalización financiera no habría podido llegar a
concretarse en los niveles en que lo ha hecho.

Así pues, la liberalización, disfrazada demasiado a menudo de modernización o racionalización, se


convierte en la coartada y en el pretexto de un proceso de uniformización mundial. Un estilo de vida
semejante se impone de una punta a otra del planeta, difundido inmisericordemente por los media y
prescrito machaconamente por la industria de la cultura, por la ³cultura de masas´. Contemplamos
atónitos como por todo el mundo nos encontramos con los mismos productos: las mismas películas, las
mismas series televisivas, las mismas informaciones, las mismas canciones, los mismos ídolos, la misma
publicidad, las mismas mercancías, los mismos vestidos, los mismos coches,... En este sentido podemos
remitir a otro término que también ha adquirido cierta notoriedad como es el de ³Mcdonalización de la
sociedad´, término mediante el cual se quiere describir el proceso de extensión a todos los ámbitos
sociales de las características básicas de las factorías de comida rápida, es decir, eficacia, cálculo,
predicción e « irracionalidad de la racionalización. Podríamos incluso considerar como francamente
significativa la conversión definitiva del fútbol en el deporte mundial por excelencia, una vez ha
arraigado durante los últimos años y con enorme fuerza en aquellos continentes, Africa y Asia-Oceanía,
donde todavía no lo había hecho.

En definitiva, todo este cúmulo de acontecimientos es lo que englobamos bajo el término genérico de
mundialización, un concepto, pues, más amplio que el de globalización el cual quedaría circunscrito, si
queremos expresarlo así, al ámbito económico, sin que ello nos lleve a obviar, sino todo lo contrario, las
evidentes y esenciales imbricaciones entre ambos conceptos.

Resumiendo lo dicho hasta ahora podríamos decir que, a la vista de lo expuesto, la mundialización no
es, estrictamente hablando, como atinadamente afirma Denis Collin, un concepto ni una categoría de la
ciencia social definida por una construcción analítica. De momento todavía es una de esas nociones
confusas que dan y van a dar que pensar. En todo caso, tal y como hemos planteado, se pueden definir
varias dimensiones diferentes a las que reenvía el término ³mundialización´. En primer lugar, hablamos
de un fenómeno económico, cuya antigüedad se discute, en el que habría que distinguir dos aspectos
fundamentales: el desarrollo de intercambios y de la división mundial del trabajo, por una lado, y la
globalización financiera, por otro. En segundo lugar, la puesta en cuestión de un Estado-nación que se
mostraría impotente ante flujos que no puede controlar y, por último, una mundialización de la
comunicación que desembocaría en la formación de una cultura mundial global ante la que parece
imposible resistirse a la vista del poder y la capacidad de atracción de los grandes conglomerados
mediáticos.

Bien, hasta aquí hemos tratado de ser meramente descriptivos. Hora será, pues, de entrar a desarrollar la
cuestión de manera más detenida, tratando de desentrañar causas y consecuencias, de bucear en lo que
hay detrás de estas palabras, globalización y mundialización, utilizadas de manera automática,
convertidas en fórmula mágica, en la clave de todo cuanto nos rodea.

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Para algunos la mundialización es el medio para alcanzar la felicidad, para otros es la causa de todas
nuestras desgracias, pero para casi todos la mundialización es, en todo caso, el destino inevitable de
nuestro mundo, un proceso irreversible. Pero hay más. Si hemos de creer a los apologistas de la
mundialización, es decir, a la mayoría de aquellos que tenemos la suerte, o la desgracia, de oír o leer en
los diversos media, de otra manera, si hemos de aceptar la versión dominante, la mundialización es
natural, irreversible, beneficiosa para el consumidor y acorde con los ideales de la libertad. Estos
argumentos podemos encontrarlos desarrollados todos los días en los diferentes media, variando
exclusivamente el grado de enmascaramiento en función, y por ejemplo, de a cuál de las ³dos derechas´
pertenezca el individuo o el medio en cuestión. A veces, en su empeño evangelizador por convertirnos a
todos a la religión del Dios-mercado, se alcanzan niveles patéticos. En un debate entre periodistas de Y 
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 un redactor de este último venía a sostener que la
mundialización es, nada más y nada menos, que ³una obligación moral´ y rechazarla implicaría ³la
represión de los deseos naturales de los individuos´ y ³una puesta en cuestión fundamental de los
derechos democráticos´. Unos derechos democráticos que, aunque pueda parecer mentira, quedan
ejemplificados en la posibilidad de elegir entre un vasto surtido de cereales para el desayuno. La puesta
en cuestión de la representatividad popular o que los pueblos se vean obligados a padecer un destino que
se les escapa, es algo que no parece importarle al demócrata ³mundialista´, porque la democracia consiste
en elegir, no ya entre una derecha y una izquierda puesto que esta segunda ha comprendido al fin que la
única política ³natural´ es la de la primera, sino entre cereales Kellog¶s, Nestlé o Pascual. Habría que
preguntarle a tan eximio personaje no sólo a qué quedará reducida la democracia cuando esas tres firmas
se fusionen en una sola, sino, y mucho más importante, qué supone la democracia para esas cuatro quintas
partes de la humanidad que no pueden permitirse ni siquiera desayunar. Pero esto no le importa, y no le
importa porque su concepción neoliberal de la democracia queda reducida a un sofisma tan burdo como
peligroso, tan ideológico como torticero. Premisa mayor: ³toda intervención del estado es peligrosa para
la democracia´; premisa menor: ³rechazar la mundialización es pedir mayor intervención del estado´;
conclusión: ³rechazar la mundialización es peligroso para la democracia´. Por supuesto, las posibilidades
de reemplazar la premisa menor por otras de carácter parecido son ilimitadas (por ejemplo: ³asegurar la
educación, o la sanidad, o las pensiones, o el trabajo, o tantas otras cosas, exige la intervención del
estado´, por lo cual hacerlo es nefasto para la democracia). Quizá podría pensarse que hemos escogido un
ejemplo especialmente exagerado, pero la mayor parte de las declaraciones de los ³campeones de la
mundialización´, desde la arrogancia que les concede su convicción de pensamiento victorioso y único,
son del mismo tipo. En otro artículo recogido en la misma revista leemos cómo otro de estos demócratas
sostiene que los que se oponen a la mundialización lo hacen porque tienen miedo a los mercados y a los
extranjeros, por tanto no hay que escucharles. Es decir, esta argumentación, sibilina y falaz, viene a
identificar la oposición a la deificación del mercado con el racismo y la xenofobia. Curiosa inversión de
los problemas que ignora que el racismo es precisamente uno de los pilares ideológicos, cierto que no el
único, del capitalismo.

Lo que ocurre es que cualquier argumento es bueno para difundir el evangelio de la mundialización:
los mercados son eficientes por sí mismos y, por tanto, los estados son innecesarios, las cosas funcionan
mejor cuando se elimina cualquier tipo de intervención externa, y ricos y pobres, poseedores y
desposeídos, explotadores y explotados no mantienen intereses contrapuestos. El cielo que nos prometen
es el del desarrollo económico, el de la generación ilimitada de riqueza, y lo alcanzaremos si aceptamos y
cumplimos su nuevo evangelio manteniendo la fe en la privatización, en la desregulación y en la apertura
de los mercados de capitales, mientras que los gobiernos deberán limitar sus actividades a equilibrar los
presupuestos y luchar contra la inflación: ³la mundialización del comercio y de las inversiones ha
reducido la independencia de los gobiernos« Los que quieren poner barreras para intentar reencontrar la
independencia de otros tiempos confunden la causa y el efecto« Hemos creado este mundo nuevo de los
mercados mundiales y de la comunicación instantánea que ha ganado en eficacia y en competitividad
sobrepasando los poderes de los gobiernos´. Es preciso, pues, romper cualquier posible resistencia. ³El
mundo de los negocios puede sacar a la economía de la crisis. La µglobofobia¶ debe ser combatida. Es
preciso mejorar la comprensión de la mundialización y su verdadero impacto sobre el trabajo y las
riquezas´. Y este combate es una pugna por completo desigual, puesto que uno de los bandos posee todos
los medios y los utiliza sin miramientos. Últimamente, además ha recibido el importante apoyo de los
³socialconformistas´, los cuales, con la furia del converso, del Saulo camino de Damasco que tiene que
purgar sus pecadillos de juventud, se han lanzado a una tan pueril como patética carrera de ³yo más´
frente a la derecha populista que antes mencionábamos. Todo aquél que no acepta una carrera en estos
términos es inmediatamente denunciado como un iluminado, visionario y trasnochado que no ha
comprendido que la historia ha finalizado puesto que hemos asistido en este último decenio del siglo al
definitivo triunfo de la democracia liberal. La preponderancia absoluta del mercado, la hegemonía del
juego oferta-demanda en la economía mundial proceden, como es sabido, de un proyecto de
desregulación. En este sentido, toda intervención o toda regla destinada a atemperar la brutalidad del
mercado es considerada obsoleta. La nueva utopía en marcha, pero en realidad tan vieja como el propio
capitalismo, es la de un mercado químicamente puro, desembarazado de todo elemento extra-económico.
Todas las antiguas formas de regulación son o eliminadas o reinterpretadas en provecho único y exclusivo
del mercado.

Pero, precisamente por esto último, ese combate que hemos mencionado es también tremendamente
despiadado, ya que el otro bando está poniendo en juego incluso su propia subsistencia física. Porque, en
definitiva, ¿de qué estamos hablando?. Desde luego, no de abstracciones. Estamos hablando de procesos
y actuaciones que tienen consecuencias muy concretas y específicas. Estamos hablando de Política, pero
no entendida como la actividad tantas veces miserable y mezquina con que todos los días se nos obsequia,
sino entendida de una manera tan simple como clarificadora: ³la verdad es que la gente necesita comer
todos los días. Las políticas que garantizan que puedan hacerlo regularmente con dietas adecuadas, y
garantizan la vivienda, la salud u otras condiciones materiales de vida durante largos períodos de tiempo,
son buenas políticas. Las políticas que favorecen la inestabilidad directa o indirectamente, que impiden
comer a los más pobres en nombre de la eficacia y el liberalismo o incluso en nombre de la libertad, no
son buenas políticas. Y es posible distinguir las políticas que cumplen esas normas mínimas de las que no
lo hacen. La ofensiva de la competitividad, la desregulación, la privatización y la apertura de los
mercados de capitales ha socavado las perspectivas económicas de muchos millones de entre las personas
más pobres del mundo. Por tanto, no se trata de una cruzada ingenua y equivocada. En la medida en que
socava la estabilidad de la provisión diaria de pan, es peligrosa para la seguridad y estabilidad del mundo.
El mayor peligro en este momento está en Rusia, un catastrófico ejemplo del fracaso de la doctrina del
libre mercado. Pero serios peligros han surgido en Asia y América latina y no van a desaparecer pronto´.

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Muchas veces hemos oído o leído cifras y datos absolutamente escalofriantes a propósito de las
desigualdades entre las distintas sociedades y, no lo olvidemos, personas, que poblamos el planeta. Sin
pretender ser exhaustivos, podemos recordar algunas de ellas, quizá conocidas, tratando de entender lo
que significan, reflexionando sobre ellas, pues parece que la mera repetición sin más de este tipo de datos
acaba por insensibilizarnos. Si hablamos de alimentación habrá que recordar que, según la FAO, la ración
alimentaria mínima por persona sería de 2.345 calorías diarias. Pues bien, en 1998 cuarenta y cinco países
se encuentran oficialmente por debajo de esta norma diaria. Es decir, mil millones de personas sufren
hambre, y un tercio de ellas de manera severa. En EE. UU. de Norteamérica la media de calorías diarias
es de 3.500, en el África subsahariana de 1.700. Quizá por eso de los dos mil millones de personas que
sufren de anemia en el mundo, sólo un 0¶4% viven en países industrializados. Pero esta situación ha ido
empeorando con el paso de los años, y esto es lo que más nos interesa destacar aquí. Continuamente nos
están repitiendo los ideólogos de la globalización y la mundialización, sus secuaces disfrazados de
políticos y sus voceros de los media, que la demostración más evidente del triunfo del neoliberalismo es
el ingente crecimiento que ha conocido en los últimos años la generación de riqueza. No dudamos de que
efectivamente esto sea cierto, pero precisamente el serlo convierte en todavía más repugnante el hecho de
que no sólo no haya disminuido el número de personas que en el mundo sufren una infra-alimentación
severa, sino que, por el contrario, se haya incrementado desde los 103 millones de 1970 a los 215 de 1990
para alcanzar los casi 300 millones en 1998. Empieza, pues, a asaltarnos la duda de si no estaremos
asistiendo, perplejos pero un tanto aliviados por la parte que nos toca, más que a la creación espectacular
de riqueza a un escandaloso proceso de confiscación de riquezas.

Pues bien, al seguir considerando otros factores la duda adquiere visos de certeza. Si hacemos
referencia a la desigualdad de renta, el primer dato que salta a la vista es que el 20% de la población
mundial acumula un 86% de la renta total mundial mientras que el 40% de ésta no se beneficia más que
de un 3¶3% del Producto Mundial Bruto. Más: el 20% de la población mundial, es decir, unos 1.200
millones de personas, se situaban en 1998 por debajo del nivel de pobreza, un nivel de pobreza fijado,
arbitrariamente, en unos ingresos de unas 50.000 pesetas al año, pero las 225 personas más ricas del
mundo tienen unas rentas equivalentes a las de los 47 países más pobres del mundo. Sólo el 4% de la
fortuna de estas 225 personas bastaría para financiar las necesidades esenciales de los países en vías de
desarrollo: alimentación, agua potable, infraestructuras sanitarias y educativas, etc., unas necesidades
estimadas en unos 800 mil millones de dólares. Si nos quedamos sólo con las 3 personas más ricas del
mundo, éstas poseen activos que valen más que el Producto Interior Bruto de los 48 países más pobres del
mundo, poblados por unos 600 millones de personas. Pero, y hay que insistir en ello, esta situación se va
agravando conforme avanzan los procesos de liberalización del mercado. Desde 1980, 60 países han
sufrido un constante proceso de empobrecimiento. Así, mientras que en 1960 el 20% de la población
mundial correspondiente a los países más ricos gozaba de una renta 30 veces superior al 20% de la
población de los países más pobres, en 1995 esta renta se había convertido en 84 veces superior, esto es,
en poco más de treinta años casi se ha triplicado la diferencia entre el quinto de la población más rico y el
quinto de la población más pobre. Si lo que comparamos es el incremento de la renta anual media por
habitante entre 1965 y 1980, éste ha sido de 900 dólares por habitante en los países del norte por sólo 3
dólares en los países del sur, exceptuados los miembros de la O.P.E.P. Incluso, no pocos países han visto
descender sus índices hasta niveles de pesadilla. En Brasil, país en el que en 1990 el 48% de sus 160
millones de habitantes vivía en la pobreza, a pesar de ser el séptimo entre los países más industrializado
del mundo, el índice de malnutrición infantil se ha incrementado en los últimos años desde el 12¶7 al
30¶3%. En México, con también casi un 50% de la población por debajo de los niveles de pobreza, el
poder adquisitivo del salario mínimo ha disminuido un 66% entre 1982 y 1991. Se calcula que, en este
país, a mediados de los noventa se necesitaban 4¶8 salarios mínimos para que una familia de cuatro
miembros cubriera sus necesidades esenciales, pero un 80% de los cabezas de familia ganaba el
equivalente a 2¶5 salarios mínimos o menos.

Por si alguien puede pensar que se trata de datos sesgados, o que estamos hablando de determinados
países que pueden haber sufrido crisis económicas coyunturales, es en última instancia el propio Banco
Mundial quien viene a ratificar la idea de que la profundización en los procesos de liberalización está
provocando un agravamiento de las desigualdades en el planeta: sólo en el último año la cifra de pobres,
es decir, tal y como decíamos en el párrafo anterior, de aquellos que viven, que malviven, con menos de
un dólar diario, ha sufrido un incremento estimado en unos 400 millones de personas, pasando de los
1.200 millones del 98 a 1.600 en el presente año. Se alcanza, pues, prácticamente el 30% de la población
mundial. Paradójicamente, la ayuda internacional al desarrollo, a pesar de los repetidos anuncios de
incrementos espectaculares de la riqueza en los países desarrollados, se ha reducido en el último año a
una cuarta parte de la transferida en los anteriores doce meses.

Veamos ahora algunos datos sobre las desigualdades en el terreno industrial y de las comunicaciones.
En 1998, las 200 mayores empresas multinacionales controlaban el 80% de toda la producción agrícola e
industrial mundial, así como el 70% de los servicios e intercambios comerciales. Las diez principales
empresas de telecomunicaciones controlan el 86% del mercado. Entre diez compañías dominan el 85%
del mercado mundial de plaguicidas y otras diez son, por ejemplo, las dueñas del 70% del negocio de
productos de uso veterinario. Por lo que respecta a lo que solemos denominar como nuevas tecnologías, la
situación no es precisamente halagüeña, pues el 20% más rico de la población acapara, por ejemplo, el
93¶3% de los accesos a Internet. Pero todavía más grave, y más peligrosa, se presenta la cuestión por lo
que respecta a la biotecnología. Según el propio informe de la ONU, la biotecnología se ha beneficiado
enormemente del proceso de mundialización. La reducción presupuestaria de los diferentes Estados, ha
dejado la investigación en manos de las empresas privadas, lo que implica importantes consecuencias. El
96% de las patentes del mundo están en manos de los países industrializados lo que supone un obvio
encarecimiento del acceso a los productos para aquellos que no poseen dichas patentes y, además, un
enorme peligro para aquellos que no tiene posibilidad de acceso a ellas: lo que empieza a estar en juego es
el establecimiento de patentes sobre los propios seres vivos

El problema es de tal calibre que lo que está ya en juego es la posibilidad de patentar la propiedad sobre
los seres vivos. En un documento presentado por Kenya al Consejo General de la OMC en nombre del
Grupo Africano (WT/GC/W/302, con fecha 6 de Agosto de 1999),para su incorporación al proceso de
preparación de la Conferencia Ministerial de la OMC en Seattle en relación con la revisión del Acuerdo
TRIPs, Artículo 27.3(b), que se refiere a las patentes sobre seres vivos y obtenciones vegetales,
documento que ha recibido el apoyo de una declaración conjunta de ONGs, podemos leer: "El proceso de
revisión (de este Artículo) debería clarificar que las plantas y animales así como los microorganismos y
todos los organismos vivos y sus partes no pueden ser objeto de patente, y que los proceso naturales que
producen plantas, animales y otros organismos vivos no deberían tampoco ser patentables". El documento
también señala que el Artículo 27.3b de TRIPs, al establecer que es obligatorio conceder patentes sobre
los micro-organismos (que son seres vivos naturales) y sobre los procesos microbiológicos (que son
procesos naturales), contraviene los preceptos básicos de la legislación de patentes: que las sustancias y
procesos que se dan en la naturaleza son un descubrimiento y no una invención, y por tanto no son
patentables. Y añade: "Es más, al permitir a los Miembros la opción de excluir o no excluir del ámbito de
las patentes las plantas y los animales, el Artículo 27.3b permite que las formas de vida sean patentada s´.
No creemos que a nadie se le escape la enorme importancia de estas cuestiones. El documento del Grupo
Africano también determina con claridad la orientación que debería darse a la revisión de la parte del
Artículo 27.3b que establece que los Miembros han de otorgar protección a las obtenciones vegetales
mediante patentes o mediante un sistema sui generis eficaz. El documento afirma que la revisión debería
aclarar que los países en desarrollo pueden optar por establecer una legislación sui generis que proteja las
innovaciones de las comunidades indígenas y campesinas locales (de acuerdo con el Convenio sobre
Diversidad Biológica y con el Compromiso Internacional sobre Recursos Fitogenéticos de la FAO); que
permita el mantenimiento de las prácticas agrícolas tradicionales, incluyendo el derecho a guardar y a
intercambiar semillas y a vender las cosechas; y que impida la concesión de derechos y prácticas anti-
competitivas que amenazan la soberanía alimentaria de los pueblos en los países en desarrollo. Añade que
el proceso de revisión debería armonizar el Artículo 27.3b con los requerimientos del CDB y del
Compromiso Internacional sobre Recursos Fitogenéticos de la FAO, en los que la conservación y el uso
sostenible de la diversidad biológica, la protección de los derechos y del saber de las comunidades
indígenas y locales, y el desarrollo de los derechos de los agricultores son tenidos en cuenta debidamente.
De hecho, estos puntos responden a lo que la sociedad civil y organizaciones agrarias de todo el mundo
vienen reclamando: que no se permita la concesión de patentes sobre obtenciones vegetales, y que un
sistema adecuado de protección de los conocimientos sobre la utilización de los recursos biológicos
debería proteger el saber de las comunidades locales y debería impedir la apropiación de estos
conocimientos por la compañías privadas Esto es lo que se conoce como biopiratería, y ha empezado a
prevalecer a medida que se conceden derechos de patente sobre plantas y sobre otros recursos biológicos
así como sobre sus usos y sus funciones, conocidos en el saber tradicional, a un número cada vez mayor
de compañías multinacionales

El caso de la investigación y la industria farmacéuticas no es ni menos doloroso, ni menos flagrante. El


mencionado informe de la ONU señala que sólo el 0¶2% del presupuesto de estas últimas se destina a la
investigación de enfermedades como la neumonía, la tuberculosis o distintas enfermedades diarreicas a
pesar de que afectan al 18% de la población mundial. Sin entrar a valorar el gasto en investigación
orientada a la industria cosmética, no sería justo dejar de mencionar la monstruosa disparidad que existe
entre el gasto en investigación de dos enfermedades como son el paludismo y el SIDA en favor de esta
última. Por supuesto, no se trata de criticar la investigación sobre el SIDA. Se trata, sobre todo desde una
perspectiva comparativa, de hacer notar la casi nula investigación referida al paludismo, aunque esta
enfermedad provoque la escalofriante cifra de tres millones de muertos al año, es decir, cada diez
segundos muere una persona en el mundo a causa del paludismo. No será éste el momento de entrar más a
fondo en la cuestión, pero resulta de todo punto obvio que no es rentable invertir en el desarrollo de
medicamentos para curar enfermedades que no sólo se localizan casi en exclusiva en países
subdesarrollados, por lo que en el primer mundo permanecemos a salvo de las mismas, sino que además,
por tratarse de países pobres, no garantizan la obtención de pingües beneficios por parte de la industria
farmacéutica.

Y de nuevo hay que insistir en que todos estos procesos siguen agravándose conforme se profundiza
en la liberalización de mercados. En 1970 los países del tercer mundo representaban el 40% del comercio
internacional. En 1990 esta cifra había caído al 25%. El peso del tercer mundo respecto de la tríada
América del Norte±U.E.±Japón no ha parado de disminuir en un comercio mundial que se realiza en un
75% entre los propios países ricos. A este ritmo, el tercer mundo podría no representar en el año 2020
más que un ridículo 5% del comercio internacional.

Ahora bien, de lo dicho podría desprenderse que la mundialización y la globalización financiera


estarían provocando ³sólo´ un incremento en la desigualdad entre países ricos y pobres. Pero el propio
Secretario general de la ONU reconocía no hace mucho que el número de pobres se ha duplicado desde
1974 porque ³la pobreza no deja de aumentar tanto en los países ricos como en los pobres´. Asistimos a
lo que algunos sociólogos anglosajones han definido como la ³tercermundización´ de las sociedades
desarrolladas. En nuestros ricos países se suman a las desigualdades fácilmente cuantificables unas cada
vez mayores desigualdades cualitativas. Las clases dirigentes no son ya las mismas, ha nacido una
hiperburguesía internacional que vive rodeada de un lujo cada vez mayor y suplanta a la elite vinculada al
Estado y a las industrias de base nacional. Los detentadores del poder son ahora los agentes de los
propietarios de las acciones. Una burguesía inversora reemplaza a la antigua burguesía productiva y
controla cada vez más los media, forzando las tomas de decisión e instaurando un control social casi
omnímodo. En consecuencia, las elites económicas y políticas tradicionales se tornan extremadamente
sensibles a la corrupción: la ³«corrupción política es, en sociedades donde lo electoral sólo puede ser
regido desde empresas mediáticas y publicitarias mastodónticas, un puro pleonasmo, una sosa
redundancia«La cara oculta del gran espectáculo democrático de las tres últimas décadas del siglo XX es
la estricta ilegalidad financiera sobre cuyos cimientos se alzan todos sus agentes. Si, además de ello,
algunos de los administradores (en los países del sur, sobre todo) se embolsan personales comisiones, eso
no hace más que añadir un apéndice menor al pleonasmo. La corrupción no es Roldán, ni los saqueadores
de Hacienda con el carné del PP o del PSOE. La corrupción es el coste real de las gigantescas campañas
publicitarias a las cuales ha quedado reducido el juego representativo. Corrupción es política. A quien no
le guste eso, que no juegue´.

Asistimos, pues, al surgimiento de un nuevo sistema de valores, de otra cultura basada, nos dicen, en
la ³modernidad´, es decir, en la competencia exacerbada, el individualismo y la negación de los vínculos
sociales. Esta hiperburguesía desvaloriza la cultura cívica puesto que los dirigentes de las multinacionales
desprecian las consecuencias sociales y políticas de las actuaciones de sus empresas. Para ellos el valor
supremo se localiza exclusivamente en la cuenta de resultados finales, en su capacidad de acumulación de
capital, es decir, en su capacidad para arruinar a los demás. Ya hemos visto, por ejemplo, cómo el proceso
de liberalización ha centrado últimamente sus movimientos tácticos en las fusiones. Pues bien, hace sólo
un par de meses podíamos leer en la prensa cómo esos procesos de fusiones habrían provocado un récord
de supresiones de empleo en los EE. UU. de Norteamérica, destacando las operaciones de unión en el
sector bancario y financiero como los que más empleo han recortado. Casi la misma semana encontramos
en otro diario dos noticias una junto a la otra. En la primera se comenta que el beneficio neto consolidado
de la banca que opera en España durante el primer trimestre del 1999 ha sido de casi 140 mil millones de
pesetas, es decir, un 20¶7% más que en el mismo trimestre del año anterior. En la segunda se nos dice que
la banca Barclays ha despedido a 6.000 empleados, el 10% de su plantilla en el Reino Unido, y,
significativamente, el presidente y director del banco señala como causa ³el impacto de la
mundialización´.

Así pues, a pesar del indudable progreso económico, a pesar de las buenas cifras que nos ofrecen los
parámetros macro-económicos, y que los autodenominados políticos y los media que los sustentan repiten
incansables, como si por ello fuéramos a ser todos más felices, la brecha social sigue incrementándose
también en el seno de los países del primer mundo.
Nada indica, además, que vaya a producirse una variación en la tendencia. Desde los poderes
económicos y financieros se insta a una mayor profundización en los procesos de liberalización de
mercados, de flexibilización de la legislación laboral y de destrucción, en última instancia, del Estado del
bienestar. Las consecuencias de esto son obvias. Veamos nuevos datos. Si analizamos, como hicimos
respecto de los países ricos y pobres, la distribución del ingreso familiar y establecemos la 
entre el
10% de la población más rica y el 10% de la población más pobre en los países del primer mundo, y a
pesar de las dificultades para cuantificar tales extremos, veremos claramente cómo queda plasmada la
desigualdad social en unas cifras que oscilan entre el 2¶72 y el 2¶85 de Suecia y Holanda al 5¶94 de los
EE. UU. de Norteamérica. Si aumentamos el porcentaje de población del 10 al 20%, la 
oscilaría
entre el 4¶3 de Japón y el 4¶4 de España al 9¶6 de Gran Bretaña y Australia y el 9 de los EE. UU. de
Norteamérica. Si hablamos de porcentajes de pobreza en diversos países industrializados, encontramos de
nuevo a los EE. UU. de Norteamérica como el que posee una cifra más alta de pobreza, un 13¶3% sobre el
total de la población, siendo, además, el que posee también un mayor porcentaje de familias que han
estado en la pobreza por más de tres años, nada menos que un 14¶4% (frente, por ejemplo, al 0¶4 de
Holanda), con el agravante de que si diferenciamos en dichas familias entre caucasianas y
afroamericanas, el porcentaje entre las primeras que han permanecido más de tres años en la pobreza
desciende al 9¶5% pero asciende a un escalofriante 41¶5% de las familias afroamericanas.

Por tanto, y sin necesidad de seguir recurriendo a cifras, dos conclusiones pueden extraerse sin
mayores dificultades. La primera es que las bolsas de pobreza existentes en las sociedades desarrolladas,
lejos de disminuir, siguen aumentando. La segunda es que este hecho se relaciona, sin duda alguna, con
esa exacerbación del neoliberalismo que denominamos mundialización. No por casualidad los índices de
desigualdad se disparan en aquellos países, EE. UU. de Norteamérica y Gran Bretaña, que se convirtieron
ya a principios de los 80 en abanderados de la consigna ³todo el poder al mercado´. Dos datos más
extraídos de la prensa reciente. Primero: según estudios de organismos oficiales norteamericanos, una de
cada diez familias de ese país, pasa hambre. Segundo: según un estudio realizado por la London School of
Economics, cuatro millones de niños del Reino Unido, es decir, un tercio de los menores de 18 año
residentes en uno de los siete países más ricos del mundos, viven por debajo del umbral de pobreza, y lo
que es más importante, esa cifra se ha triplicado en los últimos 20 años. Al hilo de esto nos gustaría
comentar ese tan extendido mito que, como suele ocurrir, de tan repetido se llega a asumir como una
verdad incontrovertible. Se sostiene que esos dos países, EE. UU. de Norteamérica y Gran Bretaña, son,
precisamente por su aplicación estricta de los dogmas neoliberales, auténticos modelos en materia de
creación de empleo. No será cuestión de comentar aquí en detalle semejante afirmación. Nos
contentaremos exclusivamente con presentar algunos datos que serán suficientes para constatar la
tremenda falsedad que se oculta bajo la misma. No haremos, pues, consideraciones cualitativas, que
habría muchas que hacer (flexibilidad extrema, indefensión, inseguridad, temporalidad, etcétera) sino
meramente cuantitativas. En Gran Bretaña, por ejemplo, la ley que establece la manera como se realiza el
cálculo de la tasas de paro ha sido modificada en los últimos tiempos nada menos que 32 veces. Huelga
decir que ninguna de esas modificaciones ha tenido como objetivo introducir criterios que pudieran
suponer un incremento del número de personas susceptibles de ser incluidas en las listas de parados, sino
la búsqueda de subterfugios para, alegando como siempre la necesidad de racionalización de los criterios,
reducir las cifras de parados y así, olvidando que no hablamos de cifras sino de personas, cuadrar las
magnitudes macroeconómicas y alegar que todo marcha viento en popa. Sin estas modificaciones, o
groseras manipulaciones, la tasa de desempleo en Gran Bretaña sobrepasaría el 14%, casi el doble de la
tasa oficial y sólo superada en la Unión Europea por España. Por lo que respecta a los EE. UU. de
Norteamérica, es cierto que mantienen, como en el caso anterior, una baja tasa oficial de paro, inferior al
5%. Pero no es menos cierto que, sin entrar tampoco aquí en consideraciones cualitativas, existen otros
datos que obligan a matizar esa baja tasa de paro. Quizá el más significativo de ellos s ea que en dicho país
unos dos millones de personas, y entre ellos el 2% de la población masculina en edad de trabajar, está en
la cárcel. Alguien dijo, sin duda con exagerada ironía, que en ese país el problema del paro se soluciona
metiendo en prisión a los candidatos a parados. Exageraciones a parte, si queremos percatarnos de la
magnitud del problema y del poder que está adquiriendo el ³complejo industrial carcelario´, sólo tenemos
que compararlo con datos referidos a España. Hace algunas fechas el Consejo General del Poder Judicial
calificaba de insostenible la situación de las cárceles españolas por el importante aumento en el número
de reclusos, aumento derivado de la reforma del Código Penal aprobada por el último gobierno de los
autodenominados socialistas. La población reclusa en España sería a mediados del presente año 1999 de
unas 44.000 personas, es decir, poco más del 0¶1% de la población total del país. Pues bien, si
extrapolamos los datos tomando en consideración sólo la población activa masculina en España, poco
menos de diez millones, nos encontraríamos con que el equivalente en nuestro país a los porcentajes de
presos en EE. UU. de Norteamérica nos situaría en 200.000 reclusos, cinco veces más de los realmente
existentes. Evidentemente, se trata sólo de un dato, pero si a éste, como decíamos más arriba, añadimos
algunos otros más, nos encontramos con una tasa de desempleo en EE. UU. superior al 15%.

Pero será ya el momento de concretar un poco más el tema fundamental que nos ocupa. Hasta aquí
hemos tratado de explicar las consecuencias de la mundialización, pero sus consecuencias reales, sin
dejarnos obnubilar por los cantos de sirena de los que sólo ven una cara de la moneda, la del incremento
en la generación de la riqueza, pero que no se molestan en girar la moneda, en preguntarse quién genera y
cómo se reparte esa riqueza. Ahora tendremos que preguntarnos qué es la mundialización, cuál su
fundamento, su génesis y sus premisas.

 R   R R R 

Pues bien, la respuesta acorde con el pensamiento dominante, en la línea de la ³obligación moral´
mencionada líneas arriba, incidiría en el carácter natural de la mundialización en su conjunto y de la
globalización económica y financiera en particular. Según esta concepción, el desarrollo de los
intercambios internacionales sería la prolongación natural del crecimiento de las economías nacionales.
La historia económica sería, pues, la historia de un movimiento progresivo de integración de los
mercados, desde una base local hasta el mercado planetario actual, pasando por los mercados regionales,
nacionales e internacionales. La expansión del comercio internacional traduciría la extensión del principio
de división del trabajo a escala mundial. Por tanto, todo el proceso seguiría siendo perfectamente natural.
En tal sentido, esta concepción de un movimiento económico que se desarrollaría del interior hacia el
exterior se apoyaría fácilmente, en primera instancia, sobre las teorías de Adam Smith. Para éste, el
fundamento psicológico del análisis económico reside en la propensión natural del hombre ³a trocar,
cambiar y ceder una cosa por otra´. Esta inclinación natural del hombre exige, en tanto que tal, no ser
impedida por alguna prohibición arbitraria por parte de las autoridades políticas o morales, siendo dicha
naturaleza humana lo que hace posible la división del trabajo y, por tanto, la eficacia de la producción,
base de la riqueza de las naciones (se dice ³de las naciones´, no de las personas, lo cual no es sino una
sutil manera de enmascarar que se trata de la riqueza de una minoría generada sobre la miseria de la
mayoría). En suma, la internacionalización de las economías que concretamos bajo el término
³globalización´, no sería más que la continuación natural de un proceso orgánico de crecimiento iniciado
a nivel local y del cual la división del trabajo sería su elemento esencial. Según esta concepción
tradicional, naturalista podríamos decir, la secuencia de encadenamientos que habría conducido a la
formación de una economía internacional podría resumirse esquemáticamente así: en un principio las
unidades económicas de base (familias, clanes, pueblos) viven replegadas sobre sí mismas y consumen lo
esencial de su producción. La organización autárquica de la producción posibilita, sin embargo, un
espacio para el intercambio en el caso de aparición de excedentes. Así se forman los mercados, lugar de
circulación de excedentes y a partir de aquí aparecerá pronto la moneda, substituyendo progresivamente
al trueque y multiplicando las posibilidades de intercambio. La existencia de los mercados y la difusión
de la moneda hacen estallar progresivamente el marco autárquico de la producción doméstica y favorecen
la especialización de las actividades, volcándose ahora la producción hacia el mercado y siendo
estimulada por el natural afán de beneficio y el no menor egoísmo natural de los hombres. Recuérdese la
famosa afirmación de Adam Smith: ³No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo
que nos proporciona nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos
dirigimos a su humanidad sino a su egoísmo, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de su
conveniencia´. A partir de ahí, la división del trabajo no deja de profundizarse y extiende su red más allá
de las fronteras hasta formar un solo mercado planetario.

Ahora bien, esta representación de la génesis de la economía de mercado y de su ineluctable


globalización puede resultar muy seductora, aunque sólo sea por su simplicidad aparente. Sin duda es
también una explicación muy normalizada. Pero desgraciadamente para los ideólogos del neoliberalismo,
no concuerda con lo que se concluye de la investigación histórica y antropológica. Una presentación clara
y contundente de ello podemos encontrarla en los trabajos de Karl Polanyi, el cual, ya en 1944, mostraba
cómo hasta la revolución industrial la institución del mercado, aunque en sí misma antigua, no jugaba
más que un papel secundario en la vida económica de las diferentes civilizaciones. Lo propio de las
sociedades precapitalistas desde el punto de vista de la organización económica es que la economía no
existe en tanto que esfera autónoma sino que se encuentra sistemáticamente incrustada en las relaciones
sociales. De otra manera, el sistema económico, en sus dimensiones de producción y distribución, es
administrado no en función de una racionalidad individual fundada sobre la búsqueda del beneficio, sino
en función de móviles no económicos entre los que destacan las relaciones de parentesco y las
representaciones religiosas. Entenderemos mejor este argumento si nos remitimos a la diferenciación que
establece Polanyi entre economía sustantiva y economía formal. Aspecto fundamental en el trabajo de
Polanyi fue el análisis del lugar de la economía en la sociedad, es decir, de la relación entre la ordenación
de la producción y la adquisición de bienes, por un lado, y el parentesco, la religión y otras formas de
organización y cultura, por otro. Como el estudio de estas relaciones trasciende la teoría económica
moderna, Polanyi sugirió que se las designara como ³economía sustantiva´ para distinguirla de la
³economía formal´. Así, la palabra ³económico´ se utiliza en dos sentidos muy diferentes, que habrá que
tener en cuenta para evitar caer en el tan común error de pensar que todas las economías, especialmente
las primitivas, son simples variaciones de la economía de mercado moderna. Cuando hablamos de
economía sustantiva, utilizamos ³económico´ como sinónimo de ³material´. En este sentido, hablar de
los aspectos económicos de determinada sociedad es hacer referencia al ordenamiento de la adquisición,
producción o uso de bienes materiales o servicios para fines individuales o comunitarios. Por tanto, de
seguir este criterio, todas las sociedades serían ³económicas´ en tanto en cuanto están dotadas de un
ordenamiento que rige el aprovisionamiento de los medios materiales de existencia. En sentido formal,
por ³económico´ se entendería ³economizar´ o ³ser económico´, es decir, elegir entre diferentes
alternativas que tendrían como objetivo optimizar la producción, el beneficio o la ganancia en el
intercambio, o minimizar los costes de producción. El problema es que en la economía capitalista,
integrada en el mercado, y en la teoría económica que la legitima, se funden los dos significados de la
palabra ³económico´. En el capitalismo las instituciones del mercado sirven tanto para proporcionar los
medios materiales de existencia como para llevar a cabo las actividades ³economizantes´ de los que
participan en ellas: para ganarse la vida, en sentido estricto, hay que someterse a las reglas del mercado.
La economía de mercado es un sistema económico regido, regulado y orientado únicamente por los
mercados. Y en el que la tarea de asegurar el orden en la producción y la distribución de bienes es
confiada a ese mecanismo regulador, al mercado. En consecuencia, lo que se espera es que los seres
humanos se guíen preferentemente por su egoísmo y su ambición con la pretensión de ganar el máximo
dinero posible. Así, la verdadera crítica que se puede formular a la sociedad capitalista de mercado no es
que se funde en lo económico, puesto que en el sentido que se acaba de indicar toda sociedad, cualquier
sociedad lo hace, sino que su economía repose en lo fundamental sobre el interés personal.

Pero la economía de mercado es, como decíamos, un caso muy particular desde una perspectiva
histórica y antropológica. Semejante organización de ³la vida económica es completamente no natural, en
el sentido estrictamente empírico de que es % 
 . Los pensadores del XIX suponían que« en su
actividad económica el hombre debía tender a adaptarse a lo que ellos describían como una racionalidad
económica, y que los comportamientos contrarios a esta racionalidad provenían de una intervención
exterior. De aquí se deducía que los mercados eran instituciones naturales, susceptibles de surgir
espontáneamente con tal de que se dejase libertad de acción a los hombres´. Las sociedades
preindustriales suelen tener economías en las que el modo estructurado de proporcionar los medios de
existencia no consiste en instituciones ³economizantes´. Y ello porque, contrariamente a las afirmaciones
de Smith, en lugar de una predisposición natural al intercambio, en la mayor parte de las civilizaciones
nos encontramos con una marcada aversión frente a los actos abiertamente fundados sobre el interés. Si
bien no ignoran el mercado, los primeros imperios de la antigüedad y las sociedades primitivas que los
precedieron estaban organizados generalmente según principios diferentes, fundados sobre la
reciprocidad, la redistribución y la autarquía. De esta manera, la organización del trabajo colectivo
testimonia durante largo tiempo la existencia de una división del trabajo totalmente desconectada del
surgimiento de una economía de mercado. La formación de excedentes que permite esta división del
trabajo no desemboca en el desarrollo de una esfera mercantil sino en la realización de grandes trabajos
de infraestructuras y grandes obras arquitectónicas, sobre todo religiosas. En cuanto al desarrollo del
comercio, no se puede inferir desde una evolución de los intercambios vecinales y de los mercados
locales que se habrían ido interconectando progresivamente ya que no se ha observado históricamente
ninguna tendencia de este tipo ni en Europa ni en ningún otro lugar. Por tanto, y siguiendo los trabajos
antropológicos de Malinowski y los estudios sobre la economía de la Europa medieval de Henri Pirenne y
Max Weber, Polanyi llega a la conclusión de que la institución de una verdadera economía de mercado no
fue algo que sucediera de manera natural sino que, muy al contrario, resulta ser obra directa del Estado.
Son las monarquías centralizadas de Europa occidental, sobre todo Inglaterra y Francia, las que, a partir
del XVII realizaron la unión entre los múltiples mercados locales y el comercio exterior creando
progresivamente un mercado interior unificado e integrado. Hasta entonces, una estricta separación
existía entre los dos tipos de comercio. En las ciudades los comerciantes internacionales no podían
participar del comercio al por menor ya que éste estaba sometido a una estricta reglamentación que
protegía los intereses de los productores. Esta reglamentación estaba establecida por las corporaciones
conforme a las prescripciones morales de la Iglesia, en particular las que se referían al precio y salario
justos. Pero, insiste Polanyi, si el comercio local estaba estrictamente reglamentado, la producción
destinada a la exportación no dependía más que formalmente de las corporaciones. La industria
exportadora dominante en la época, el comercio de tejidos, estaba de hecho organizada sobre la base
capitalista del trabajo asalariado. La reacción de la vida urbana, del comercio local, ante el capital móvil
generado por esa industria exportadora no fue intentar controlar el comercio de larga distancia producido
por ésta, sino aplicar una forma política de exclusión y protección. De ahí que tenga que ser el Estado el
que, a lo largo de los siglos XV y XVI, impusiera el sistema mercantil a l encarnizado proteccionismo de
ciudades y principados. ³El mercantilismo destruyó el particularismo superado del comercio local e
intermunicipal haciendo saltar las barreras que separaban estos dos tipos de comercio no concurrencial,
dejando así el camino libre a un mercado nacional que ignoraba cada vez más la distinción entre la ciudad
y el campo, así como la distinción entre las diversas ciudades y provincias´. Por tanto, el mercantilismo,
reducido generalmente en los manuales de economía a una doctrina proteccionista que asimilaba la
riqueza a la acumulación de metales preciosos, fue ante todo un vasto movimiento de liberalización del
comercio interior impuesto por los Estados-nación surgidos del régimen feudal con el objetivo de poner
fin al sistema de protección económica y social de las ciudades. El Estado respondía así a las demandas
de los comerciantes internacionales que querían desarrollar sus actividades sobre el conjunto del mercado
interior. De esta alianza entre los comerciantes y los Estados nacería el sistema concurrencial de la
economía de mercado.

En definitiva, al mito clásico de una extensión espacial de la esfera de intercambio, Polanyi opone una
secuencia prácticamente inversa en la cual el mercado como institución gobernante del conjunto de la
vida económica y social se origina en el comercio internacional. Desconectado inicialmente de las
estructuras económicas internas, el comercio internacional había permitido una acumulación y una
concentración de riquezas tales que su movilización por parte de los Estados-nación se convirtió en un
asunto fundamental de poder. La conjunción de intereses entre los comerciantes y los príncipes hará
posible la formación de mercados interiores sobre los que se gestaría la revolución industrial. A su vez, la
introducción de máquinas en la esfera de la producción implicaría la constitución de mercados para los
diferentes factores de producción (trabajo, tierra, moneda) cuya continua disponibilidad era indispensable
para la rentabilidad de las inversiones. De otra manera, la autorregulación implica que toda la producción
esté destinada a la venta en el mercado y que todos los ingresos provengan de ello. Así, existirán
mercados para todos los elementos de la industria, para los bienes pero también para el trabajo, la tierra y
el dinero cuyos precios serán denominados, respectivamente, precios de mercancías, salario, renta e
interés. Mas estos mismos términos indican que los precios forman los ingresos: el interés es el precio de
la utilización del dinero y constituye los ingresos de quienes están en condiciones de ofrecerlo; el arriendo
es el precio de la utilización de la tierra y constituye los ingresos de quienes la arriendan; el salario es el
precio de la utilización de la fuerza de trabajo y constituye los ingresos de quienes la venden; en fin, los
precios de las mercancías o de los productos hacen posibles los ingresos de quienes los venden, siendo el
beneficio en realidad la renta resultante de dos conjuntos de precios: el de los bienes producidos y, por
otra parte, su coste, es decir, el precio de los bienes necesarios para su producción. Pero no sólo deben
existir mercados para todos los elementos de la industria, sino que también debe lograrse que no se arbitre
ningún tipo de medida o de política que pueda suponer un obstáculo para el buen funcionamiento del
mercado. Las únicas medidas, las únicas políticas aceptables serán aquellas que contribuyan a asegurar y
a reforzar la autorregulación del mercado, a crear, consolidar y desarrollar las condiciones que hagan del
mercado el único poder organizador en materia económica y, por extensión, de todo el resto de materias
de la vida social e intelectual que componen la existencia humana. A partir de aquí, los últimos residuos
de la sociedad tradicional se rompen y la propia sociedad se convierte en un apéndice del sistema
económico quedando a expensas de los designios de un mercado que se entiende autorregulado y
autorregulador,

Un mercado autorregulador, sostiene pues Polanyi, exige nada menos que la división institucional de
la sociedad en una esfera económica y en una esfera política. Esta dicotomía no es, de hecho, más que la
simple reafirmación, desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, de la existencia de un mercado
autorregulador. Se nos quiere hacer creer, mediante la afirmación del carácter natural de ese mercado
autorregulador, que esta separación en dos esferas ha existido siempre, en todas las épocas y en todas las
sociedades. Pero esta afirmación es manifiestamente falsa. Ni en la histor ia ni en la etnografía
encontramos la más mínima evidencia de ninguna otra economía anterior a la capitalista que estuviera
dirigida y regulada por el mercado. Sin duda por ello y porque, añade con ironía Polanyi, los datos que
aportaban tales disciplinas en el XIX apuntarían a que la psicología del hombre primitivo parecía ser
definida más adecuadamente como comunista que como capitalista, los especialistas del pasado siglo en
historia económica ignoraron la economía anterior al momento en que el trueque y el intercambio
alcanzaron una amplitud considerable: ³la misma prevención que empujó a la generación de Adam Smith
a considerar al hombre primitivo como un ser inclinado al trueque y al pago en especie, ha incitado a sus
sucesores a desinteresarse totalmente del primer hombre, pues se sabía que éste   & ' dedicado a
estas loables pasiones. La tradición de los economistas clásicos, que intentaron fundar la ley del mercado
en pretendidas tendencias inscritas en el hombre en estado de naturaleza, fue sustituida por una ausencia
total de interés por las culturas del hombre  


( ´.

Pero lo que realmente le interesa destacar a Polanyi no es la falsedad de este carácter natural del
mercado, sino las consecuencias que tiene para la sociedad su sometimiento a las leyes del mercado, qué
transformaciones se producen en la sociedad y, todavía más importante, cómo unas y otras operan sobre
las mentalidades de los hombres tras asumir que las leyes del mercado ³son las leyes de la naturaleza y,
por, consiguiente, las leyes de Dios´. Y en este sentido, el punto más importante que habría que destacar
es que el mecanismo del mercado se articula, necesariamente, en torno al concepto de mercancía: el
mercado exige la conversión en mercancía de todos los diferentes elementos de la vida industrial así
como la existencia de un mercado para cada uno de esos elementos. Por tanto, y con independencia de
que no sean en sí mismos mercancías, elementos esenciales como son el trabajo, la tierra y el dinero
pasan a ser considerados como mercancías. ³Esta ficción, sin embargo, permite organizar en la realidad
los mercados de trabajo, de tierra y de capital. Estos son de hecho comprados y vendidos en el mercado, y
su oferta y demanda poseen magnitudes reales hasta el punto de que, cualquier medida, cualquier política,
que impidiese la formación de estos mercados, pondría
   en peligro la autorregulación del
sistema. La ficción de la mercancía proporciona por consiguiente un principio de organización de
importancia vital que concierne el conjunto de la sociedad y que afecta a casi todas sus instituciones del
modo más diverso. Este principio obliga a prohibir cualquier disposición o comportamiento que pueda
obstaculizar el funcionamiento efectivo del mecanismo del mercado, construido sobre la ficción de la
mercancía´.

El problema es que lo que esto ratifica es el hecho de que la sociedad en su conjunto queda sometida a
las exigencias del mercado. Y las consecuencias que de ello se derivan son, sin duda, gravísimas para la
sociedad, es decir, para las personas que la configuran. Cuando Polanyi plantea la relación entre
economía y sociedad, cuando analiza esa cuestión desde las nuevas características que impone a la
sociedad la economía capitalista de mercado surgida de la revolución industrial inglesa, no puede menos
que constatar que ³una riqueza inaudita iba acompañada inseparablemente de una pobreza también
insólita. Los eruditos proclamaban al unísono que se había descubierto una nueva ciencia que no dejaba
ninguna duda acerca de las leyes que gobernaban el mundo de los hombres. Y en nombre de la autoridad
de estas leyes, desapareció de los corazones la compasión, y una determinación estoica a renunciar a la
solidaridad humana, en nombre de la mayor felicidad del mayor número posible de hombres, adquirió el
rango de religión secular. El mecanismo del mercado se fortalecía y reclamaba a grandes voces la
necesidad de alcanzar su culmen: era necesario que el trabajo de los hombres se convirtiese en una
mercancía« los hombres se precipitaron ciegamente hacia el refugio de una utópica economía de
mercado´. Pero este ³utópica economía de mercado´, esta economía capitalista, plasmada en la
revolución industrial, que indudablemente multiplicó la riqueza del hombre, también amenaza seriamente
la estructura de la sociedad, radicando esa amenaza precisamente no ya en su carácter industrial sino en el
hecho de que sea una sociedad regulada por el mercado.³Nada« más normal (sostienen los teóricos del
liberalismo) que un sistema económico constituido por mercados gobernados únicamente por los precios,
y una sociedad humana fundada en ellos que aparecía como el objetivo del progreso. Lo importante no
era tanto si esta sociedad era o no deseable desde el punto de vista moral, cuanto si era realizable en la
práctica por considerar que estaba fundada en características inherentes al género humano´. Pero lo que
sí se puede constatar de manera clara es que, en la medida en que el mercado asume el control del sistema
económico y la sociedad pasa a ser considerada exclusivamente en tanto que auxiliar del mercado, los
efectos sobre la organización de la sociedad en su conjunto son devastadores. En lugar de supeditarse la
economía a las relaciones sociales, son éstas las que deben adecuarse al sistema económico, al mercado.
El factor económico excluye cualquier otro tipo de consideración puesto que una vez el sistema
económico se articula en instituciones separadas, fundadas sobre móviles determinados y dotadas de un
estatuto especial, la sociedad se ve en la obligación de asumir un modo de acción específico que posibilite
el funcionamiento del sistema siguiendo sus propias leyes e impida, así mismo, la aparición o la
efectividad de todo aquello que pueda suponer un obstáculo para el desarrollo efectivo de dichas leyes.
De aquí que sea ³justamente en este sentido en el que debe ser entendida la conocida afirmación de que
una economía de mercado únicamente puede funcionar en una sociedad de mercado´.

 RR R
Asistimos, pues, a la imposición al conjunto de la sociedad de criterios específicamente mercantiles y,
en primer lugar y como condición necesaria aunque no suficiente, a la obligada conversión del trabajo del
hombre en mercancía. Pero, en este orden de cosas, una economía capitalista de mercado no es
socialmente viable. ³Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte
de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la
utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así
porque la pretendida mercancía denominada ³fuerza de trabajo´ no puede ser zarandeada, utilizada sin ton
ni son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos
portadores de esta mercancía peculiar´.

Considera, pues, Polanyi que una economía capitalista de mercado con un sistema estricto de 
()

 , es decir, sin ningún tipo de mecanismo corrector de los graves problemas que ocasiona cuando se le
deja actuar con total impunidad, es socialmente inviable. Recordemos que la economía capitalista, y la
sociedad capitalista que genera a su imagen y semejanza, se fundamenta sobre la consideración de la
búsqueda del máximo beneficio posible y, mediante la conversión del trabajo en mercancía, del miedo al
hambre, como criterios rectores de todas sus actividades. A este respecto, no podemos resistir la tentación
de reproducir un texto recogido por Polanyi en el que, con la misma pasión que luego se ha tratado y se
trata de ocultar, se nos muestra con toda nitidez cómo la intervención externa sobre los mecanismos del
mercado es altamente contraproducente pues elimina la coerción económica básica del capitalismo, esa
coerción que puede resumirse de manera esquemática así: o tú, que no posees nada excepto tu fuerza de
trabajo, la vendes en las condiciones que marca el mercado, o, por supuesto haciendo uso de tu libertad la
cual deberá ser siempre protegida, te mueres de hambre. Sólo diez años después de Adam Smith, William
Townsend escribía lo siguiente: ³El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más
perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general, únicamente el hambre puede
espolear y aguijonear (a los pobres) para obligarlos a trabajar; y, pese a ello, nuestras leyes, hay que
reconocerlo han dispuesto también que hay que obligarlos a trabajar. Pero la fuerza de la ley encuentra
numerosos obstáculos, violencia y alboroto; mientras que la fuerza engendra mala voluntad y no inspira
nunca un buen y aceptable servicio, el hambre no es sólo un medio de presión pacífico, silencioso e
incesante, sino también el móvil más natural para la asiduidad y el trabajo; el hambre hace posibles los
más poderosos esfuerzos, y cuando se sacia, gracias a la liberalidad de alguien, consigue fundamentar de
un modo durable y seguro la buena voluntad y la gratitud. El esclavo debe ser forzado a trabajar, pero el
hombre libre debe ser dejado a su propio arbitrio y a su discreción, debe ser protegido en el pleno disfrute
de sus bienes, sean éstos grandes o pequeños, y castigado cuando invade la propiedad de su vecino´.
Comprobamos así cómo este sistema capitalista de mercado, que mantiene unas pretensiones de
universalidad sin precedentes desde el principio del cristianismo, implica las más altas cotas de perversión
y crueldad, una perversión y una crueldad que ³radicaban precisamente en emancipar al trabajador, con la
explícita intención de convertir en una amenaza real la posibilidad de morir de hambre´. En otras
palabras, a lo que conduce dicho sistema capitalista no puede ser más que a la escisión social y a la
destrucción del hombre. De ahí que debamos entender todas las grandes convulsiones de este siglo, en
particular las de las décadas de los años veinte y treinta, pero también, aunque desde una perspectiva
opuesta, las de las postrimerías del siglo, como intentos de responder de una u otra manera a las amenazas
reales de destrucción que comporta el capitalismo realmente existente.

No creemos que resulte en exceso esquemático el entender dichas convulsiones como el intento de
responder a la pregunta de cómo puede la sociedad recuperar el control de las fuerzas de la economía, un
control que fue entregado de manera total y absoluta al mercado autorregulador durante la revolución
industrial y la consolidación del modo de producción capitalista. En este sentido, las revoluciones
socialistas supusieron un intento de ruptura con este auténtico chantaje al que el mercado tiene sometida a
la sociedad en su conjunto ±lo que probablemente provocó tanto una consideración dogmática del
mercado como mal absoluto, como una incapacidad real para diferenciar el mercado tradicional y el
mercado financiero, dos entidades equiparables sólo nominalmente, errores ambos que provocaron
consecuencias de todos conocidas±. Ahora bien, también en el seno del propio campo capitalista se
produjeron transformaciones de emergencia en unas sociedades capitalistas de mercado que se habían
convertido en absolutamente intolerables desde el punto de vista económico y social. Surgen, así, el
fascismo y el nazismo, como respuestas del propio sistema capitalista a una situación de crisis aguda del
mismo que provoca su abierta puesta en cuestión e, incluso, hace peligrar su propia existencia. En este
sentido, es por completo ridícula la afirmación de Fukuyama, y de tantos otros voceros del
autoproclamado pensamiento único triunfante, según la cual la victoria del modelo neoliberal se
fundamenta sobre la derrota de los dos modelos que se le planteaban como alternativos: el comunismo y
el fascismo. Estos han desaparecido, dicen, como alternativas sistemáticas viables al capitalismo liberal
occidental. La derrota militar del fascismo en la Guerra Mundial y la derrota política y económica del
comunismo representada por la caída del muro de Berlín hace ahora diez años, supondrían, pues, el ³fin
de la historia´ en tanto que historia de las ideas y el conocimiento, donde la victoria sería completa, sin
prisioneros ni heridos. El triunfo de la democracia capitalista, liberal y de mercado, sobre sus sistemas
antagónicos, comunismo y fascismo, es incuestionable, sostiene Fukuyama.

Sin embargo, habrá que hacer algunas matizaciones importantes frente a semejante argumentación. En
primer lugar, no deja de ser curioso que se liquide al fascismo con su derrota en la 2ª Guerra. Esto
implica, evidentemente, la no consideración del fascismo posterior al 45 no ya sólo como permanente
substrato en las ³democracias liberales´, pedirle eso a Fukuyama sería excesivo, sino ni siquiera en sus
más criminales actuaciones a lo largo y ancho del planeta, desde América central y del sur hasta Sudáfrica
o Indonesia. La razón probable de este olvido sería, por lo que respecta a esos últimos casos, que
estaríamos hablando del ³patio trasero´, de la periferia, de esos países cuyos acontecimientos no
interfieren en la democracia liberal occidental, aunque sea ésta la que los propicia y se beneficia de ellos.
Por lo que atañe al substrato fascista en las propias democracias, esto nos llevaría al segundo, y más
importante, matiz antes señalado. Si se dice que el comunismo ha fracasado sería en tanto que él mismo
se presentaba como sistema económico alternativo al capitalismo. Pero presentar al fascismo como
modelo alternativo al sistema capitalista de mercado es una burla sangrante, es seguir queriendo hacernos
comulgar con ruedas de molino. El fascismo no es un sistema económico alternativo al capitalismo, sino
la respuesta política, económica y cultural del capitalismo en tiempos de crisis. Es la respuesta violenta
del capital ante su radical puesta en cuestión. Fascismo y democracia liberal son dos caras de una misma
moneda, de un mismo sistema, no dos sistemas antagónicos. Con independencia de lo que podrían ser
declaraciones programáticas, es históricamente indudable que el fascismo implica la toma directa y sin
mediaciones del poder, a todos sus niveles, por parte del capital, ese capital que se ve en peligro y
reacciona defendiéndose de manera abiertamente criminal. Y cuando el peligro desaparece, la situación se
normaliza, se democratiza: podemos volver a codificar la violencia. Se trata, por tanto, de dos caras de
una misma moneda que se enseñan de forma alternativa según convenga, es decir, según lo exijan en cada
momento concreto las condiciones para una óptima acumulación de capital.

Es cierto que, en esta fase de subsunción real del trabajo en capital en la que ya no es precisa la
violencia de la acumulación originaria, la acumulación de capital alcanza su grado óptimo en condiciones
de ³democracia-liberal´, donde la violencia queda enmascarada bajo formas puramente ideológicas y la
alienación alcanza cotas de pesadilla: ³«en esta fase formalizada de la norma-capital, en la que ninguna
violencia exterior es ya ontológicamente necesaria, es el propio proletario quien, cada noche, dará cuerda
al despertador que lo pondrá en pie para volver, cada mañana, a la puerta de la misma fábrica. Esa es la
verdadera dictadura de la burguesía. Lo demás es anécdota. Él sólo marcará los gestos de su muerte
cotidiana, las condiciones materiales de su servidumbre incuestionada a la relación que, bajo la forma
mistificadora del salario, lo mantiene en vida y reproduce su identidad. Con un poco de suerte, hasta se
sentirá feliz de poder hacerlo. Y, si no, para eso están los psiquiatras´. En esta coyuntura hasta se
permiten el alarde de amenazar con la prisión a aquellos que utilizaron en su momento para llevar a cabo
el trabajo sucio de eliminar a los que ponían en peligro el proceso de expolio que exige la acumulación de
capital. No obstante, también es cierto que si las circunstancias lo exigen, si, por ejemplo, reaparecen con
fuerza esos planteamientos colectivistas que se dan, a Dios gracias, por finiquitados o si, otro ejemplo,
aquellos que sólo padecen las consecuencias del expolio pero no disfrutan de las ventajas del proceso de
acumulación no comprenden que esta situación es inherente al propio proceso de acumulación y, por el
contrario, se obcecan en pretender entrar a formar parte del primer mundo, sin duda volverá a surgir del
armario ²¿no lo está haciendo ya?² la otra cara, la cara más crudamente salvaje del capital, el fascismo.

Comunismo y fascismo no han sido, en todo caso, las únicas transformaciones de emergencia ante la
implacable lógica del mercado autorregulador. Sin duda el ³New Deal´, el keynesianismo, la
socialdemocracia de postguerra, serían intentos de introducir determinados factores de intervención sobre
los mecanismos del mercado, intentos de construir un ³capitalismo con rostro humano´, de conseguir
liberar a los hombres de su esclavitud del proceso económico. Durante demasiado tiempo se habrían
considerado las cuestiones económicas como cuestiones finales y habría llegado ya el momento de
retrotraer la economía al estatuto de un medio para fines humanos verdaderos, unos fines que son sociales
y no económicos. Es de esta manera que se habla de ³democracia capitalista´, o de ³capitalismo
democrático´, y se la considera como la única forma de organización social, como el único sistema
económico y político, que puede hacer compatibles las exigencias ³naturales´ del mercado, con su
corolario de riqueza y progreso técnico y material, y la libertad y la felicidad de los hombres. No obstante,
no estaremos afirmando nada novedoso si recordamos que en esa expresión, ³democracia capitalista´,
pervive una contradicción en los términos ya que incluye dos sistemas opuestos. Hablamos en primer
lugar, aunque con excesiva frecuencia se recurra a todo tipo de eufemismos, de capitalismo, y éste es, se
quiera ocultar o no, un sistema que exige, que tiene como condición ontológica, la existencia de una clase
relativamente pequeña de gente que posea y controle los medios de la actividad industrial, comercial y
financiera, así como la mayor parte de los medios de comunicación, por no decir todos. Por tanto, esta
gente ejerce una influencia por completo desproporcionada sobre la política y la sociedad, tanto en sus
respectivos países como allende sus fronteras. Por otro lado, hablamos de democracia, la cual se basaría
en la negación de esa supremacía y requeriría, por tanto, una igualdad de condiciones que el capitalismo
repudia por su propia naturaleza, por su propia definición. Dominación y explotación son palabras
desagradables que no suelen entrar en el vocabulario habitual de nuestros políticos o nuestros media, pero
que están en el centro de la democracia capitalista liberal e inextricablemente vinculadas a ella: forman
parte de su propia esencia.

A excepción de algunos iluminados trasnochados, no suele recordarse, probablemente no sea de buen


tono ni políticamente correcto, que el capitalismo es un sistema basado en el trabajo asalariado. Éste se
definiría, de manera simple, como el trabajo efectuado por un asalariado en beneficio de un empleador
privado el cual estaría facultado, por el mero hecho de poseer y controlar los medios de producción, para
apropiarse y disponer de cualquier excedente que produzca el trabajador. Los empleadores, los
empresarios, están constreñidos, en condiciones de democracia liberal, por diferentes presiones que
limitan su libertad para tratar con los trabajadores como quieran o para disponer de los excedentes que
extraen. Pero estas limitaciones simplemente cualifican su derecho a extraer un excedente y a disponer de
él, un derecho que no es, como decíamos, casi nunca cuestionado puesto que se considera un derecho
natural, de la misma manera que, en su momento, se consideró natural el trabajo esclavista.

Por supuesto, el trabajo asalariado no es el trabajo del esclavo, pero implica, dice Miliband, una relación
social que desde una perspectiva socialista, igualitaria si se quiere, es moralmente aberrante: nadie
debería trabajar para el enriquecimiento privado de otro, sobre todo cuando ese trabajo se realiza sobre la
conversión en amenaza real de ³la posibilidad de morir de hambre´. Los países del socialismo real y su
experiencia ³comunista´, demostraron que la propiedad pública de los medios de producción no es
garantía suficiente para la eliminación de la explotación y que, desde luego, no hay ni de lejos una
desaparición automática de la misma. Pero la explotación bajo propiedad pública es una deformación
puesto que un sistema basado sobre la propiedad pública de los medios de producción ni descansa sobre
la explotación, ni la exige. Bajo condiciones de un control democrático, social, proporciona las bases para
la asociación libre y cooperativa de los productores. Por contra, bajo condiciones de propiedad privada de
los medios de producción, el objetivo fundamental de la actividad económica es la explotación. En dichas
condiciones, una actividad económica que no desembocara en el enriquecimiento privado de los
detentadores del poder ecónomico, y por extensión político, carecería por completo de sentido.

Tenemos que ser perfectamente conscientes de esto, porque si no, los árboles, y numerosos jardineros
hay cuya función es precisamente ésa, no nos dejarán ver el bosque. Es desolador leer cómo responde una
prestigiosa ONG frente a la inquietud de un miembro de la misma ante la posibilidad de que las prendas
de vestir que la organización vende como promoción y para obtener algunos ingresos extras fueran
³fabricadas en el Tercer Mundo y, seguramente, a través de la explotación de mano de obra infantil´ ±
llama la atención que al preocupado comprador le asalte esta duda porque las prendas ³no son de buena
calidad´± La ONG contestaba en su revista mensual que, asumiendo dicha preocupación, habían firmado
un convenio con la empresa que garantiza que los productos han sido fabricados en España e incluye
además ³una cláusula en la que la empresa se compromete a la no explotación (en cualquiera de sus
formas) de los trabajadores´. ¿Ignorancia o ingenuidad?. Dominación y explotación, insistiremos, son
consustanciales a la empresa capitalista. Podrán ser salvajes o solapadas, brutales o moderadas mediante
argucias ideológicas, utilizar mano de obra infantil y en condiciones de semi-esclavitud o permitir la
actuación de sindicatos de clase, pero son inherentes al capitalismo, inseparables de un sistema capitalista
que exige, que tiene como condición necesaria, aunque ni siquiera suficiente, la conversión del trabajo
humano en mercancía, esto es, la consideración mercantilista de la satisfacción de la más básica de las
necesidades de los seres humanos: el derecho a subsistir.

En definitiva, la democracia capitalista implica una limitación de la propia democracia, puesto que no
va a cuestionar seriamente el poder, la propiedad, los privilegios, de los detentadores del poder
económico y político. El hecho cierto es que en los regímenes democrático-capitalistas, los
procedimientos democráticos están manipulados por las elites y por los aparatos políticos y medios de
comunicación que controlan. En estos regímenes los procedimientos democráticos son un simulacro de
una democracia por completo viciada a consecuencia del contexto capitalista en que funciona. A este
respecto, y en el ya citado artículo, Miliband menciona un trabajo en el que se definen las elecciones
como ´una válvula de escape, un interludio en el que los humildes podían sentir un poder que en otros
momentos les era negado, un poder que era sólo ilusorio. Y era también un ritual legitimador, un rito
mediante el cual el populacho renovaba su consentimiento a una estructura oligárquica del poder´. Se nos
aclara que se está hablando de la América colonial, pero ¿sería alguien capaz de negar la absoluta y total
pertinencia de esta descripción por lo que respecta a la situación en la que nos encontramos en los albores
del nuevo siglo?.

„ RR 
  RR 
  RR 

Pero la prueba más evidente de la contradicción que venimos destacando respecto de la democracia
liberal la encontramos precisamente en los propios procesos de mundialización y globalización. Tal y
como ya hemos planteado, lo que dichos procesos implican no es más que el abandono de los intentos por
conseguir esa cuadratura del círculo que es un capitalismo con rostro humano. Tras la aplastante victoria
obtenida hasta el momento por el capital en el campo económico, político y, sobre todo, ideológico, ya no
son precisos maquillajes. Y si de muestra vale un botón, tonto pero significativo, podemos traer a
colación en este punto lo sucedido con Oskar Lafontaine. Éste, a la sazón ministro de economía alemán y
representante del sector ³izquierdista´ del partido socialdemócrata de su país, se vio en la necesidad de
dimitir de su cargo ministerial y como presidente del partido ante la profunda desconfianza y hostilidad
que provocaban sus planteamientos, unos planteamientos que, en el mejor de los casos, podían ser
calificados como keynesianos. Lo que ocurre es que, hoy por hoy, incluso el keynesianismo es
considerado un grave peligro por el neoliberalismo triunfante, un pensamiento vetusto, obsoleto e
inaplicable. Quizá por eso, hasta el diario  *' expresaba en sendas editoriales su indisimulada alegría
ante la desaparición política de un personaje ³anacrónico´ y la ³rectificación a tiempo´ efectuada por el
canciller alemán. La exigencia de liberalización ya no admite más trabas que las meramente
propagandísticas cuando llega la hora de la farsa mediático-electoral. Ya lo dicen hasta esa especie de
reedición de pareja cómico-dramática, tipo el gordo y el flaco pero en versión el sonrisas y el serio, que
son Blair y Schröeder, los cuales inician ese patético ejercicio espiritual de ³Padre-perdónanos-nuestros-
pecados³ denominado Tercera vía, con la máxima: ³Menos regulación y más flexibilidad. La regulación
es el enemigo de nuestro éxito. Hay que empequeñecer el Estado, hay que disminuir el gasto público, hay
que reducir drásticamente los impuestos, esos impuestos cuyo sentido primordial era el de redistribuir la
riqueza, hay que liberalizar más aún el mercado de trabajo eliminando todas aquellas medidas que tenían
como objetivo la defensa de la parte, por definición, más débil. En suma, hay que liquidar aquello que se
denominó Estado del bienestar, el cual, ahora se demuestra con total nitidez, no era un elemento natural
en la evolución del proceso de acumulación de capital, del capitalismo, sino una argucia táctica de
respuesta frente a la existencia de un sistema alternativo al capitalista que se erigía, quizá de manera más
nominal que real, sobre los excesos, injusticias y peligros de ese mercado autorregulador denunciado por
Polanyi. Los límites a la dominación y la explotación que significaba el Estado del bienestar en el primer
mundo, fueron el resultado de una incansable lucha, de una incesante presión desde abajo para ampliar los
derechos políticos, cívicos y sociales limitando el carácter hegemónico y depredador del mercado
autorregulador, frente a los esfuerzos hechos desde arriba para erosionar tales derechos al considerarlos
como trabas intolerables al desarrollo natural del mercado. Así pues, desaparecida la alternativa,
desaparecen los tapujos: dejémonos de regulación, vía libre a la flexibilidad.

Ahora bien, es rigurosamente cierto que, desde esta perspectiva, la mundialización no designa nada
nuevo, nada particular, nada específico. Desde sus orígenes la mundialización es la dimensión esencial
del propio modo de producción capitalista. Ya en el "

 + 
, Marx y Engels avanzaban un
diagnóstico de la mundialización capitalista. El capitalismo, decían entonces, está desarrollando todo un
proceso de unificación no sólo económica sino también cultural del mundo para remodelar éste en
función de sus propios intereses: ³mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía dio un
carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran pesar de los
reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional («) En lugar del antiguo aislamiento de las
regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una
interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la
producción intelectual´. Tengamos muy presente esta frase. Marx y Engels no se están refiriendo
únicamente a la imposición de una forma específica de organización económica, ni a unos meros procesos
de desarrollo de la acumulación de capital, es decir, de lo que hemos denominado globalización. Están
mencionando también los procesos de dominación cultural e ideológica que desarrolla ese determinado
modo organizar la sociedad en su conjunto que es el capitalismo. Y son perfectamente conscientes de los
medios que la dominación hace suyos en su propio provecho: ³Merced al rápido perfeccionamiento de los
instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación (la burguesía) obliga
a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a
introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su
imagen y semejanza´

Por tanto, es la misma dinámica de la acumulación capitalista la que conduce a la mundialización. En


otros escritos posteriores y analizando la tendencia histórica de la acumulación capitalista a la vez que
tratando de explicar su génesis histórica, Marx, tras considerar el vandalismo de la acumulación originar ia
del capital, continúa diciendo: ´No bien ese      
ha descompuesto suficientemente,
en profundidad y en extensión, la vieja sociedad; no bien los trabajadores se han convertido en proletarios
y sus  

     , en 
 ; no bien el modo de producción capitalista pueda andar ya sin
andaderas, asumen una nueva forma la socialización ulterior del trabajo y la transformación ulterior de la
tierra y de otros medios de producción en medios de producción socialmente explotados, y por ende en
 
    
  
 , y asume también una    , por consiguiente, la % 


ulterior de  


 . El que debe ahora ser expropiado no es ya el trabajador que labora
por su propia cuenta, sino el capitalista que explota a muchos trabajadores. Esta % 

 se lleva a
cabo por medio de la acción de las propias leyes inmanentes de la  


, por medio de la
concentración de capitales. Cada capitalista liquida a otros muchos. Paralelamente a esa concentración, o
a  % 

   &  

      , se desarrollan en escala cada vez más amplia«el
entrelazamiento de todos los pueblos en la red del mercado mundial, y, con ello el carácter internacional
del régimen capitalista. Con la disminución constante en el número de los magnates capitalistas que
usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de trastocamiento, se acrecienta la masa de la
miseria, de la opresión, de la servidumbre, de la degeneración, de la explotación´. En efecto, y de nuevo
Marx,: ³La tendencia a crear el   
 viene dada inmediatamente en el concepto de capital.
Todo límite se presenta como un límite a superar. Ante todo, el capital tiene la tendencia a someter todo
momento de la producción al cambio y a negar la producción de valores de uso inmediatos, que no entran
en el cambio, es decir, tiene la tendencia a colocar precisamente la producción basada sobre el capital en
lugar de modos de producción anteriores y, desde su punto de vista, primitivos. El comercio ya no se
presenta aquí como una función que tiene lugar entre producciones independientes para el cambio de su
excedente, sino como un presupuesto esencial omnicomprensivo y como un momento de la producción
misma´. El carácter mundial del modo de producción y del intercambio capitalista queda, pues, afirmado
sin ambages. Y el mercado mundial no es concebido como una yuxtaposición de mercados nacionales,
sino como la dimensión propia del régimen capitalista. De ahí que sea del propio concepto de capital que
se deriven lógicamente dos características. En primer lugar la tendencia a hacer saltar todos los obstáculos
que puedan oponerse a la expansión ilimitada del modo de producción capitalista. En segundo lugar, la
necesidad de proceder a la liquidación de todo aquello que pueda haber todavía de arcaico en la sociedad
dominada por las relaciones capitalistas.

Podemos, pues, concluir que el modo de producción capitalista es mundial, y lo es no como resultado
de una determinada evolución o de una determinada coyuntura, sino desde su mismo origen. Más claro: la
mundialización es el modo de producción capitalista puro. Así, lo que se llama mundialización no tiene
sentido más que si por ella entendemos la aniquilación de los últimos sectores que todavía escapaban a la
dominación del capital. En este sentido, lo que caracterizaría el momento actual no sería el alcance
mundial del capital, sino la manera concreta en que se impone. Asistimos a un recrudecimiento de los
conflictos de clase, de manera más clara y descarnada en el seno de los países subdesarrollados o en vías
de desarrollo y, a un nivel más general, entre éstos y los países del primer mundo. Pero este mismo
recrudecimiento lo encontramos también en estos últimos países, concretado en la disminución de los
beneficios sociales que se establecieron, fruto de la presión social, a la sombra de ese capitalismo con
rostro humano asociado al Estado del bienestar Y, a pesar de los ímprobos esfuerzos que se hacen en
contrario, la percepción del hecho es cada vez mayor. Una muestra significativa: unos años, en diciembre
de 1997, el !  - Ý 
  .
Ý, diario poco sospechoso de no ser adepto al régimen
neoliberal, publicaba una encuesta y contrastaba los datos con los obtenidos en 1980. En ambas ocasiones
se instaba a los alemanes a que escogieran entre las dos afirmaciones siguientes: ³Hoy por hoy la lucha de
clases está superada. Empresarios y trabajadores deben entenderse como socios´ y ³Es justo hablar de
lucha de clases. Empresarios y trabajadores tienen en el fondo intereses por completo incompatibles´.
Pues bien, en 1980 el 58% de los ciudadanos de los ciudadanos de la entonces RFA optaron por la
primera afirmación y sólo un 25% se inclinaron por la segunda. En 1997, transcurridos 7 años desde que
cayera el muro y fuera decretado el fin de la historia, las tornas se han invertido: si bien el 41% seguían
considerando superada la lucha de clases, un 44% opinaba ahora que la lucha de clases está a la orden del
día. Y en los estados de la antigua RDA los partidarios de la lucha de clases ascendían al 56% frente al
26%..

Es cierto que la situación actual podría resumirse brevemente así: ³lo que está sucediendo a la mayoría
de las economías y países capitalistas de todo el mundo es comparable a los procesos que tuvieron lugar a
mediados del siglo XIX: un crecimiento a gran escala del capital acompañado por un aumento del
desempleo, la pobreza, el crimen y el sufrimiento humano en general´. Quizá por eso, y frente a aquellos
que quieren arrinconarlo en el vertedero de la historia, el pensamiento marxista, como hace 150 años, se
presenta hoy como de todo punto pertinente a la hora de entender los procesos referidos de globalización
y mundialización, demuestra su pertinencia a la hora de tratar de analizar y, por tanto, entender la realidad
que se nos impone. Y ello no sólo por lo que sin duda fueron auténticas anticipaciones, por parte de Marx
y Engels, de la tendencia futura del proceso de acumulación capitalista, sino también por la larga lista de
autores que supo ver con posterioridad a éstos la dinámica interna que llevaba al capitalismo a la
mundialización. Por ejemplo, como afirma Vidal Villa, ³los nombres de R. Hilferding, K. Kautsky, Rosa
Luxemburgo, N. Bujarin y Lenin, están indisolublemente unidos a esta premonición del futuro capitalista
mundial. Sus aportaciones, efectuadas en agria polémica entre sí ±por ejemplo, Lenin y Bujarin contra
Kautsky; Lenin contra Rosa Luxemburgo±, siguiendo la tónica polemizadora de la época«mantienen hoy
una vigencia considerable, con una agudeza y lucidez imposible de encontrar en ninguno de los
economistas burgueses contemporáneos de ellos´.

Pero es obvio que no podemos contentarnos con mantener una postura del tipo ya-lo-decía-yo. No
basta con remitir la situación actual a la de hace un siglo y afirmar que no hay nada nuevo bajo el sol,
que, en definitiva, se trata de capitalismo, del capitalismo realmente existente, con sus secuelas de
explotación, dominio y miseria de los más en beneficio exclusivo de unos pocos. Y no basta porque la
situación actual es real y potencialmente más grave que la de hace un siglo. Alguien dijo hace unos años
que cuando, tras la caída del muro, los trabajadores de los países del este de Europa se manifestaron
enarbolando pancartas en las que se leía ³proletarios de todos los países, perdonadnos´, y a pesar de lo
loable que podía ser la proclama en sí misma, no eran en absoluto conscientes de las consecuencias que la
desaparición de la única alternativa, real o ficticia, al capitalismo iba a tener para los proletarios de todo el
mundo, incluidos ellos. En este punto, no podemos resistirnos a mencionar el informe elaborado por el
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo respecto del coste que ha tenido el proceso de transición,
aunque el propio informe reconoce que semejante término de ³transición´ es un mero eufemismo para
ocultar un mero proceso de depresión económica, sobre los países del que fuera llamado socialismo real,
sobre todo en la antigua Unión Soviética. El informe de la ONU establece siete apartados en los que
concreta el coste humano de esa presunta transición: la caída en picado de la esperanza de vida, que entre
la población masculina de Rusia pasó de 62 a 58 años; el incremento de la tasa de mortalidad, debido a la
extensión de enfermedades como el SIDA y la sífilis, cuya incidencia se ha multiplicado por 15 en los
últimos años y a la reaparición de otras enfermedades antes erradicadas; el empobrecimiento de la
población, Rusia es hoy un 42% más pobre que en 1990, Tayikistán un 67¶3% y, en conjunto, el
porcentaje de población bajo el umbral de la pobreza pasó del 4% de 1989 al 32% en 1994, es decir, en
sólo 15 años la población bajo el umbral de pobreza pasó de 13¶6 millones a 119¶2 millones en sólo 5
años; el impresionante aumento de las desigualdades entre ricos y pobres y entre hombres y mujeres; la
destrucción del sistema educativo, con unos presupuestos hoy 50% inferiores a los de URSS, el
espectacular aumento del desempleo y una pérdida de poder adquisitivo que implica que, por ejemplo en
Moldavia, la capacidad de compra de un salario medio equivaldría al que tenía en 1967. El resultado final
de todo esto queda establecido en el informe de la ONU en lo que se denomina ³la  

 en las
estadísticas de población de 9¶7 millones de personas que hubieran sobrevivido si no se hubiera
producido una deserción política del Estado´. En otras palabras, y para que entendamos correctamente lo
que se nos quiere indicar mediante un nuevo eufemismo: casi 10 millones de personas han muerto en los
países que componían la URSS a consecuencia del proceso de transición al capitalismo. No importa. Son
sólo unas pocas víctimas más que agregar al Y
  Ý  

 .

Pero la situación, tal y como ya hemos reiterado más arriba, no se circunscribe tan sólo a estos países.
Es una situación global, mundial, que corre el riesgo de agravarse cada vez más. ³En efecto, jamás el
capital ha tenido tanto éxito como hoy, a finales del siglo XX, en ejercer un poder tan complet o, absoluto,
integral, universal e ilimitado sobre el mundo entero. Jamás en el pasado había podido, como
actualmente, imponer sus reglas, sus políticas, sus dogmas y sus intereses a todas la naciones del globo.
El capital financiero internacional y las empresas multinacionales nunca antes habían escapado al control
de los estados y las poblaciones concernidas. Jamás hasta ahora había existido tan densa red de
instituciones internacionales ±como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la
Organización Internacional del Comercio± consagradas a controlar, gobernar y administrar la vida de la
humanidad según las estrictas reglas del libre comercio capitalista y del libre beneficio capitalista. En fin,
jamás, en ninguna época, todas las esferas de la vida humana ±relaciones sociales, cultura, arte, política,
sexualidad, salud, educación, deporte, diversión± habían sido, como hoy, tan completamente sometidas al
capital y tan profundamente inmersas en las µglaciales aguas del cálculo egoísta¶´.

Es urgente, pues, articular una respuesta; es preciso elaborar alternativas ya que no basta con constatar
los problemas. Aunque esta constatación tenga que ser un paso previo fundamental para poder echar a
andar, en la medida en que sólo el análisis adecuado de los problemas y de su raíz puede ofrecernos la
posibilidad de su superación real más allá de meros retoques cosméticos. Mientras tanto, sin duda, hay
cosas que hacer. ³Para hacer frente de manera efectiva al proceso de globalización, deben construirse
urgentemente puentes de solidaridad obrera internacional y es preciso contemplar al Estado como la
palanca que posibilitará el cambio. Los movimientos sociales que trabajan a favor de un cambio radical
deben rechazar la distinción entre Estado y sociedad civil, puesto que dicha distinción ya no existe: el
capitalismo prospera a costa de explotar al estado«La ideología de la µpolítica de identidad¶ y la política
multicultural (fenómenos más emparentados con el capitalismo contemporáneo que con la subversión)
debe combinarse con una política de clase. Además, la economía nacional ha de ser considerada como el
punto de partida de todo enfrentamiento político contra la globalización del capital. La retórica de la
globalización, que sirve para reducir los salarios hasta los niveles más bajos al tiempo que promueve la
importación de productos manufacturados por mano de obra barata, debe contrarrestarse mediante una
estrategia que impida la transferencia de los beneficios locales hacia el exterior. Medidas que abarcan
desde el control de los capitales hasta la expropiación rotunda pueden ser las piezas clave para la
reconstrucción de una mano de obra que esté en condiciones de luchar en un campo de batalla igualado.
Nos parece obligatorio que todas las fuerzas progresistas y la clase trabajadora protagonicen esta clase de
respuestas´. Pues bien, aunque haya a quien le resulte difícil de creer, no son pocos los grupos, los
colectivos, las personas que trabajan en el día a día por avanzar en la articulación de respuestas, de
alternativas. Podemos decir, como hiciera antaño Galileo y aunque ahora como entonces parezca tan
sorprendente como alejado de una realidad que se nos vende como inamovible y definitiva, ³«y sin
embargo se mueve´.

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