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Los cristianos y la ética mínima en la vida política

Publicado en la revista Sal Terrae (1992)


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En estos últimos años los cambios se han sucedido en España a un ritmo t


an vertigino¬so que corremos el peligro de perder la verdade¬ra perspectiva de l
os mismos. En concreto hemos pasado en demasiado poco tiem¬po de una sociedad ho
mogénea con una estructura fuerte¬mente jerarquizada a otra de un pluralismo cas
i desenfrena-do. El carácter reactivo de este cambio, tras casi 40 años de dicta
dura, explica probable¬mente sus dimensio¬nes, pero oculta su verdadera raíz y a
l mismo tiempo el marco histórico al que obedece. En efec¬to, si ampliamos el ho
rizonte temporal y geo-gráfico, compren¬demos que este cambio no es exclusi¬vo d
e España (lo único exclusivo en ella ha sido quizás su rapi¬dez), sino co¬mún a
todos los países que han atravesado el umbral de la moder¬ni¬dad. Tampoco es úni
ca de aquí la reacción de la Iglesia: porque es bien conocido ese malestar que h
a experimentado en estos dos úl¬timos siglos ante el rumbo que iba tomando la po
lítica mo¬der¬na. Y la razón es probable¬mente la misma: su dificul¬tad en aband
onar el paradigma de la sociedad antigua, caracterizada por poseer un códi¬go mo
ral uniforme y tutelado por la autoridad religiosa.
Una de las manifestaciones más llamativas del cambio ha sido precisament
e la que se refiere a las convicciones morales de los españoles: el pluralismo d
e posturas es enorme, lo que para muchos se confunde con un puro relativismo éti
co. Y es cierto que hay una evidente pérdida de consistencia en los criterios, j
unto a una innegable tendencia a rebajar progresivamente el listón de las exigen
cias éticas. Esta atmósfera dominante se traduce en una moralidad cada vez más p
ermisiva y en una legisla¬ción que no le va a la zaga. Muchos creyentes mostraro
n ya su disconformidad cuando se promulgaron las recientes leyes sobre divorcio
y despenaliza¬ción del aborto; y más numerosos son aún los que manifiestan sus r
eservas ante una eventual ampliación de los supuestos de despena¬lización del ab
orto o ante el posible tratamiento legal de la eutana¬sia...
Esta situación es la que refleja la "Instrucción Pastoral de la Conferen
cia Episcopal Española ante la actual situación moral de nuestra sociedad" (20 n
oviembre 1990). Desgra¬ciadamente - como ocurre con tantos otros documentos de e
ste estilo - también éste pasó sin pena ni gloria, una vez olvidado el "shock" i
nicial que produjeron en algunos ambientes determinadas afirmaciones quizás no s
uficientemente matizadas del mismo .
Pero el proceso de reflexión en que dicha instrucción se inserta no pued
e darse por concluido. La Iglesia española está obligada a seguir discerniendo c
uál debe ser la postura creyente ante esta si¬tuación, y ha de hacerlo sin perde
r de vista que no está ante un fenómeno exclusivo de nuestro país: en este senti
do no puede olvi¬dar ni nuestra historia ni la historia de toda la Iglesia.
Las páginas que siguen no pretenden sino contribuir modestamente a esa r
eflexión. Y para ello me parece oportuno comenzar por algo que a más de un lecto
r puede parecer superfluo: clarificando lo que es la política. Después será prec
iso hacer algo parecido con la ética mínima, algo que, por referirse a un términ
o que sólo recien-temente se ha puesto de moda, no extrañará tanto al lector. co
n ello tendremos los presupuestos necesarios para abordar la cuestión central qu
e se nos plantea: )cómo se sitúa el cristiano ante esa ética mínima?

I. )QUÉ ES LA POLÍTICA?
La política es, en cuanto espacio social, el sistema de convi¬vencia org
anizado con el objetivo de establecer cauces para resolver racionalmente los con
flictos de la sociedad y evitar que impere la ley del más fuerte. La conflictivi
¬dad latente en las sociedades complejas modernas es una consecuen¬cia de su het
eroge¬neidad: son muchos los intereses distintos de individuos y grupos, y frecu
entes las ocasiones para que entren en colisión .
La estructura política tiende a establecer instancias legiti¬ma¬das para
estar por encima de todo poder fáctico e imponer la fuerza de la razón objetiva
donde, dejadas las cosas a su propia dinámica, es fácil que sea el interés part
icular el que prevalez¬ca. La legitimación del poder político ha conocido, histó
ricamen¬te, diversas fuentes; hoy es difícil concebir otra que no sea la que pro
cede del pueblo, que la otorga a través de las urnas. Es¬tamos con eso situados
de lleno en el terreno de la democra¬cia. Sin embargo, en lo que nuestros con¬te
mporá¬neos entienden por de¬mocracia se superponen dos realidades dife¬rentes e
histórica¬mente diferenciadas. La primera, que sólo im¬propiamen¬te merece ese n
om¬bre, procede de la tra¬di¬ción libe¬ral: tiene por objeto la defensa del ciud
adano frente al poder del Estado, cuan¬do éste pierde su carácter de instancia n
eutral y objetiva para inmiscuirse más allá de lo debido en la vida priva¬da de
cada uno. Según esta corriente, basta que el poder sea controla¬do por algu¬nos
en re¬presentación de todos: esos pocos serán la expresión de la volun¬tad popul
ar única. Pero un segundo aspecto de la democra¬cia se apoya en el convencimient
o de que esa voluntad única no existe, o al menos que, a la hora de la verdad, s
on más decisivos los inte¬re¬ses diversos y contrapues¬tos: por eso es indispens
able que todos ellos estén presentes en los órganos que ejercen dicho poder so¬b
e¬¬ra¬no. Los partidos pueden ser los ins¬trumentos que articulen ese abanico de
intereses.
Pero la democracia moderna no se reduce a armonizar intereses. Tiene que
habérselas también con otro factor de diversificación: el pluralismo de cosmovi
siones o de sistemas éticos. Al hablar de los intereses particulares no salimos
del ámbito reducido del grupo; cuando decimos cosmovisiones aludimos a algo más
ambicio¬so: una visión global del ser humano y de la sociedad junto con unos cri
terios para organizar ésta (si bien es cierto que todo esto no estará inmune de
los intere¬ses antes mencionados). No seríamos justos con el pluralismo de nuest
ra sociedad si lo dejáramos sólo en el nivel de los intereses de grupos y no rec
onociéramos que llega también al de los sistemas éticos. Nuestra socie¬dad es pl
ural también en lo ético.
Pero tampoco sería completa esta breve presentación de la política si no
añadiéramos que, en nuestros tiempos, asistimos a una creciente desideologizaci
ón de la misma. La sobrecarga de pragmatismo, que afecta a toda la vida social,
no está ausente, por supuesto, de la actividad política. Esta renuncia a elabora
r grandes programas explica esa cierta pérdida de identidad que caracteriza hoy
a los partidos y la consiguiente desorientación de los electores. Unos califican
este proceder de abdicación intolerable motivada por el afán de poder al precio
que sea; otros ven en esta orientación una consecuencia del creciente corporati
vismo de nuestra sociedad, donde los intereses organiza¬dos de grupos tienen una
fuerza cada vez mayor. En cualquier caso, frente a la antigua clasificación de
izquierda-derecha, muchos politólogos prefieren hablar hoy de centro-periferia.
Serían partidos de centro aquellos que aspiran a englobar el mayor número de int
ereses sociales al margen de planteamientos ideológicos, para los que la socieda
d actual es escasamente sen¬sible (partidos "atrápalo-todo"). Los partidos de pe
ri¬feria bus¬carían, en cambio, su inserción en pequeños colec¬tivos que se cara
cterizan por su discrepancia con el sistema dominante de valores (el de la socie
dad mayoritaria, pragmática y satisfecha), y que no siempre se pueden identifica
r con lo que tra¬di¬cionalmen¬te se llamó "izquier¬da" .
Este análisis me parece especialmente útil para comprender la realidad c
ambiante de la política hoy: en efecto, creo que detrás de muchos desencantos an
te la política hay una falta de compren¬sión de los cambios que se están produci
endo en ella y una cierta rutina perezosa para salir de los enfoques de siempre.
A una so¬ciedad fragmentada y corporativizada, como es la nuestra, los partidos
apenas pueden responder con los rígidos planteamientos ideo¬lógi¬cos de antaño:
aunque siempre cabe preguntarse si a éstos no les queda otra opción que plegars
e a tales exigencias del prag¬matismo renunciando a toda actitud crítica y más c
reativa.

II. )QUÉ ES LA ÉTICA MÍNIMA?


Cuando hablamos de ética mínima seguimos situados en el mismo marco que
sirve de referencia a la política: la sociedad plural, no sólo en el terreno de
los intereses sino también en el de las cosmovi¬siones. Pero ahora tenemos que s
ubrayar más aún el hecho de que, detrás de cada cosmovisión, existe un sistema é
tico.
Aunque parezca innecesario, no estará de más que nos detenga¬mos unos mo
mentos en este último concepto. Todo sistema ético supone la opción por unos val
ores y una cierta jerarquización entre ellos. Por referirnos a los más obvios: t
odo el mundo cree que libertad e igualdad son valores éticos, pero hay diferenci
as en cuanto a la apreciación sobre cuál de los dos debe ser priori¬tario. Esta
distinta ordenación, constitutiva de todo sistema ético, es im¬portante como fac
tor diferenciador de unos y otros. E insisto en los valores porque me parece un
empobrecimiento enorme de la ética el entenderla exclusivamente como código norm
ativo: es decir, como un sistema que sólo busca acotar el terreno de lo prohibid
o, pero que se despreocupa absolutamente de lo que el individuo haga más allá de
esas fronteras. Si la ética pretende abrir al sujeto humano a su auténtica real
ización, )no son los valores los que concretan ese horizonte? Esta orientación p
ositi¬va de la ética es imprescindible para entender mejor todo lo que sigue.
Pero volvamos al pluralismo moral que caracteriza a las socie¬da¬des mod
ernas. Es inútil detenernos a comprobar su existencia, ya que se trata de una ex
periencia continua en nuestra vida coti¬diana. Tampoco entro en sus manifestacio
nes y efectos, aunque deje constancia de la per¬plejidad que causa en no pocos,
demasia¬do acostumbrados a la homogeneidad moral de un pasado no tan leja¬no. De
jo de lado también la valo¬ración de este fenómeno, aunque percibo que muchas ve
ces se cargan demasiado las tintas negativas, quizás por el desasosiego y la fal
ta de seguri¬dad que produce esta situación. Me inte¬resa más, en cambio, que no
s pre¬guntemos por sus límites. )Hasta dónde llega este pluralismo ético? )Es ta
n irre¬duc¬tible que no permite hablar de ningún tipo de consenso social en torn
o a cier¬tos valores que puedan ser asumidos de hecho por todos los grupos socia
les? Dicho de otro modo, )es posible que una sociedad fun¬cione si no se apoya e
n unos mínimos éticos que sean exigibles para todos? Esta cuestión es la que est
á tras el debate, tan vivo en estos años, acerca de la ética civil, también llam
ada ética mínima.
En una primera aproximación, se entiende por ética mínima ese denominado
r común en que coinciden la práctica totalidad de los miembros de una so¬ciedad
secular y pluralista . Viene a ser como un patrimonio histórico, acu¬mulado a lo
largo de gene-racio¬nes gracias a la interacción de diferentes grupos e institu
¬cio¬nes, o mejor, de diferentes siste¬mas éticos. Si cabe hablar, como hacen mu
chos, de tres grandes cosmovisiones nacidas en el marco de la modernidad, la lib
eral, la democrática y la socia¬lista, ellas tres han dejado su huella en eso qu
e po¬dríamos lla¬mar la ética mínima de nuestro tiempo. Más allá de la adscrip¬c
ión ideo¬lógica de cada uno y aun en el caso de que no se tenga ningu¬na, todos
hoy participamos de ese poso que la historia re-ciente ha ido depositando en la
cultura de nuestro tiempo. Ese fondo común pertenece, por tanto, a la socie¬dad
ente¬ra, son valo¬res comparti¬dos: por eso, sirven de algu¬na mane¬ra como fact
or de identi¬fica¬ción de un pueblo.
En la práctica, esta ética civil ha venido a sustituir a la que estuvo v
igente, al menos oficialmente, en la España predemo¬crática: una ética derivada
de la tradición cristiana y, de algu¬na manera, tutelada por la jerar¬quía de la
Iglesia. La instaura¬ción de la democracia en España modificó de raíz este esta
do de cosas. Era inevitable que así sucediera. Pero ello no significa que el cam
bio se viviera pacíficamente. A pesar de todo el cam¬bio se impuso. Y obligó a l
a Iglesia a replantear su propio lugar en una socie¬dad configurada con unos cri
terios nuevos. Sobre esta revisión volveremos luego, una vez que hayamos profun¬
dizado con¬venientemente en el concepto de ética civil o ética mínima.
Frente a los que deploran el paso atrás que supondría esta ética "descaf
einada" y débil, es justo reconocer en ella al menos dos elementos muy positivos
. En primer lu-gar, su misma existencia muestra que pervive una verdadera sensib
ilidad moral en la socie¬dad, aun¬que luego se traduzca en un abanico variado de
opciones: no vivimos en una total indiferencia hacia los valores, aunque no tod
os sintamos la misma atracción hacia los mismos valores. En se¬gundo lugar, se d
a una cierta convergencia real entre las dis¬tintas cosmovisiones: es decir, hay
una posibilidad de entendi¬miento entre ellas, y la so¬ciedad considera útil qu
e ese sus¬trato común que de ahí deriva quede ex¬pli¬ci-tado y asumi¬do por todo
s de forma más o menos cons¬ciente.
)Cuál es el fundamento de esta ética mínima? Es evidente que no podemos
buscarlo ya en la tradición ni en la autoridad. Pero nos queda todavía una doble
vía. La primera de ella, la raciona¬li¬dad humana. No es nuevo el recurso a la
razón para fun-damentar los preceptos morales. Incluso la mejor tradición cris¬t
iana (co¬menzando por Santo Tomás) nunca fue tan fideísta que se desinte¬resara
del acceso a la verdad a través de la razón. Y el mismo ma¬gis¬terio eclesial si
empre ha querido que su doctrina moral tuvie¬ra una racionalidad que la hiciera
aceptable a todo entendi¬miento humano. )Qué significa, si no, el recurso consta
n¬te a la ley natural y al dere¬cho natu-ral, tan frecuente, por ejem¬plo, en la
Doctrina Social de la Iglesia? Es cierto, con todo, que esta ra¬cionalidad fund
ante no puede ser interpre¬tada hoy de modo homo¬géneo y ce¬rrado (como ocurre e
n algunas formas de entender el derecho natural, para las que dicha raciona¬lida
d lle¬varía inde¬fecti¬ble¬mente a un código moral con¬creto de conte-nidos bien
de¬termi¬na¬dos). La racionalidad ética hay que enten¬derla, de modo más fle-xi
ble, como la posibi¬lidad común a todo ser humano de des¬cubrir los valores mora
les. Ahora bien, los resultados no serán los mismos en todos los sujetos. Una ca
usa que explica, entre otras, esta falta de unanimidad es que la razón nunca act
úa en estado puro, sino acom¬pañada y condicionada por otros mu¬chos facto¬res p
ersona¬les, so¬ciales e ideológicos. De ahí que la racio¬na¬lidad no sea suficie
n¬te para evitar el pluralis¬mo éti-co .
Una segunda vía para fundamentar la ética civil es el consenso social. Y
frente a éste sí que son serias las reservas que man¬tiene una cierta mentalida
d eclesial, en la medida en que parece presupo¬nerse que la verdad moral queda d
efinida como el resultado de mayorías sociológicas. Esta idea de la ética civil
circula, sin duda, en muchos ambientes, sobre todo cuando se discute el alcan¬ce
a dar a las prescripciones legales sobre temas tan deli¬cados como el aborto o
la eutanasia. Pero no es ese el sentido más auténtico del consenso. Tampoco debe
entenderse éste (aunque a veces pueda deri¬var en eso) como un acuerdo superfic
ial o un pacto social intere¬sado, donde no preocupan los contenidos éti¬cos, si
no solamente los intereses de cada grupo. El consenso social supone, ante todo,
un camino recorrido en común en base a la ra¬cio-nalidad y sensibili¬dad hacia l
o moral que po¬seemos todos los seres huma¬nos. Efectivamente, el papel que de¬s
empeña el con¬sen¬so so¬cial no es el de crite¬rio que deter¬mina y define lo qu
e es la verdad moral, la cual nunca es el resultado del con-senso social. Pero é
ste es el único camino que tiene una so¬ciedad secu¬lar y pluralista para acerca
rse a una verdad nunca totalmente poseída. Porque no olvidemos que la democracia
no busca el defi¬nir la verdad absoluta sobre el hombre y sobre la sociedad, si
no sólo establecer un orden de convivencia donde las personas y los gru¬pos goce
n de la libertad necesaria para empeñarse en esa bús¬que¬da, probablemente siemp
re inacabada. Con otras palabras, una sociedad demo¬crá¬tica busca siempre un ar
riesgado equili¬brio entre dos extre¬mos: el respeto hacia la libertad de cada u
no de sus miem-bros y la via¬bilidad de la convivencia entre todos. Su obje¬tivo
es un orden de convivencia que haga posible la cota máxima de liber¬tad para la
persona.
Pero huyamos asimismo de una visión puramente formal de la democracia, c
omo si ésta se redujera a un conjunto de normas con¬vencionales de procedimiento
para facilitar el funcionamiento de la sociedad. Ser demócrata no consiste sola
mente en saber aplicar unas reglas del juego: constituye un verdadero talante hu
mano y una forma de situarse ante los demás en el marco amplio y comple¬jo de la
s sociedades modernas. Este talante se convierte en antí¬doto contra la tendenci
a del hombre moderno a encerrarse en el egoísmo consumista y pragmático y a refu
giarse en un total desin¬terés hacia todo planteamiento que rebase esos estrecho
s límites. Algunos autores han recuperado en este sentido el término de virtudes
para designar los rasgos configuradores de ese talante democrático, que va más
allá de unas reglas de juego frías y con¬vencionales .
Así entendida, la ética civil desempeña funciones de gran valor en la so
cie¬dad moderna. Ante todo, sirve del límite al poder, incluso a aquel que está
legitimado políticamente; le impide, además, que caiga en el absolutismo frío de
las leyes positivas . Es también integra¬dora del pluralismo social y favo¬rece
la capacidad crítica y la dimen¬sión utópica en la socie¬dad. Suministra, por f
in, pau¬tas para el comportamiento de quienes ocupan el complejo entrama¬do de l
a administración pública.
En concreto, la ética civil sirve de trasfondo al ordena¬miento legal de
cada Estado y tiene su principal reflejo en la Constitu¬ción. A nivel universal
su mejor expresión es la Declara¬ción Uni¬versal de los Derechos Humanos de las
Naciones Unidas, que mues¬tra hasta qué punto ha llegado la humanidad en sus po
si¬bili¬dades de entendimiento sobre cuáles son aquellas exigencias del ser huma
no que deben ser respetadas por todos los pueblos.

III. )CÓMO SE SITÚA EL CRISTIANO ANTE LA ÉTICA MÍNIMA?


En este punto hay que comenzar por algo que no se aplicaría exclusivamen
te a los creyentes. A pesar de los valores que hemos reconocido a la ética mínim
a, en modo alguno puede considerarse suficiente para colmar las exigencias moral
es de la persona, cualesquiera que sean sus convicciones. Por tratarse de un mín
imo común, se ve obligada a renunciar a ese carácter tota¬lizan¬te que es propio
de toda cosmo¬visión (o vi¬sión del hombre y de la socie¬dad). Por eso no puede
identificar¬se con ninguna de éstas, aunque tampoco se opone a ningu¬na: más bi
en está presente en todas, a modo de sustrato común. En este carác¬ter mínimo ra
dica su limita¬ción: por eso es compatible, e incluso exige, una bús¬queda más p
ersonal y en¬globante de sentido. Ningún sujeto particular debe quedarse satisfe
¬cho con la ética civil de la sociedad en que vive: ha de ir más lejos en la con
fi¬guración de su propia ética o en la adhesión a la ética del grupo al que pert
enece.
Esta afirmación, válida para todo ciudadano de una sociedad plural y dem
ocrática, ha de ser punto de partida para que respon¬damos a la cuestión que enc
abeza este apartado. Pero si pensamos ya directamente en los cristianos, hay que
reconocer que el si¬tuarse ante esta ética mínima conlleva para ellos especiale
s dificultades, explicables probablemente por la misma historia del cristianismo
y, sobre todo, por el carácter de irre¬nunciable que tienen para éste determina
dos principios morales.
Por esta razón la Iglesia, y en particular la española, ha tenido que ha
cer un arduo esfuerzo para encontrar su lugar en este nueva configuración de la
sociedad. Esa fue, desde mi punto de vista, la gran obra del Concilio: un paso a
delante irrever¬sible, a pesar de las reservas que parecen resurgir en estos últ
i¬mos años. Ahora bien, en España no tuvimos ocasión de caer en la cuenta de tod
o lo que el Vaticano II significaba hasta que no se produjo el cambio de régimen
político. Y entonces no todos supieron reaccionar con la prudencia que se reque
ría: algunos se pasaron al bando del laicismo al ultranza (rechazando todo vesti
¬gio cristiano en el debate moral); otros prefirieron rehuir es¬tratégicamente t
oda referencia cristiana (aunque internamente la fe siguiera activa en ellos); o
tros, por fin, se refu¬giaron en lo privado y renun¬ciaron a toda forma de prese
ncia cristiana, explí¬cita o no, en la cons¬trucción de unas nuevas estructuras
de con¬vivencia.
Las casi dos décadas ya transcurridas desde que estos cambios se aceler
aron con la muerte de Franco permiten contemplar lo ocurrido con más serenidad y
el futuro con más realismo y espe¬ranza. Podíamos resumir nuestra postura en lo
s puntos que siguen:
1) Para el creyente, el fundamento último del orden mora
l no puede ser más que Dios. Pero, si no queremos caer en un funda¬mentalismo in
genuo, tenemos que reconocer que los contenidos de ese orden moral deben ser des
cubiertos progresivamente (y así lo han sido de hecho en la historia que nos pre
cede), gracias a la acción conjunta de la fe y la razón, y en el marco de una co
muni¬dad creyente jerárquicamente constituida. A la jerar¬quía le co¬rresponde e
n ella la doble tarea de animar el proceso de dis¬cer¬nimien¬to y de vigilar el
camino que se va reco¬rrien¬do.
2) Por esa vía el cristiano percibe, comunitaria pero ta
mbién personalmente, aquello que tiene que creer y hacer vida por fidelidad a su
propia fe. Frente al automa¬tismo de quien se limita a cumplir preceptos formu¬
lados de una vez por todas, el creyente debe mantenerse en una actitud de búsque
da perma¬nente y de hu¬milde discerni¬miento. Porque el compromiso moral es para
él, ante todo, respuesta en ese diálogo continuado con el Dios de la vida. (Est
e enfoque concuerda con lo dicho más arri¬ba de una ética positiva y de los valo
res frente a una ética negati¬va y de las normas).
3) Pero esta forma de entender y vivir la moral no puede
pretenderse como la única válida en una sociedad pluralista en la que la dimen¬
sión tras¬cendente no perte¬nece al patrimo¬nio común. Ninguna instancia creyent
e tiene ya legitimidad ()la tuvo alguna vez?) para imponer sus propias conviccio
nes a todos los miembros de una so¬ciedad que ya no reconoce unánimemente al Dio
s que está en el horizonte de la moral.
4) )Quiere decir esto que el cristiano debe limitarse a
exigir respeto para sus propias convicciones? Creo que no, como tampoco los demá
s. Ningún orden global de convivencia, por muy englobante que quiera ser para da
r cobijo a todos, es éticamente neutro. Una cosa es que no se impongan desde el
poder político unos determinados criterios éticos usando la fuerza coactiva de q
ue dicho poder dispone para otros fines, y otra que el poder político no inspire
el orden civil con su propia cosmovisión. Esta inspiración es un derecho que ti
enen todos los ciudadanos y todos los grupos, con tal de que se abstengan de hac
erlo coacti¬vamente: por tanto, también lo tiene el cristiano.
5) Una sociedad civil rica en asociaciones y otras plata
¬formas de encuentro estará en condiciones de mantener un debate fecundo y siemp
re abierto entre las distintas cosmovisiones vi¬gentes. Por el contrario, cuando
cada uno se encierra en el es¬trecho mundo de los intereses de grupo, la estruc
tura política tiende a concentrar toda la función moralizadora en la so¬ciedad.
6) Los cristianos también están llamados a participar en
ese debate continuo y a hacer valer sus propias convicciones en la escena públi
ca. Es más, tienen especiales títulos para hacer¬lo, si toman en serio la dimens
ión evangelizadora como algo constitutivo del compromiso creyente. Esta dimensió
n, según puso de relieve el Vaticano II precisamente en su esfuerzo por repensar
cuál habría de ser la presencia de la Iglesia en esta nueva so¬ciedad, es inher
ente a la misma esencia de la Iglesia: no es pensable, entonces, un cristiano qu
e conciba su fe como algo que se sitúa exclusivamente en su relación íntima con
Dios y sin ninguna incidencia en la sociedad.
7) En esta tarea, que es constitutiva de la fe, el cre¬y
en¬te adopta las mismas mediaciones que quien no lo es: la pala¬bra, el testimon
io y la acción. Palabra que busca siempre el apoyo de la razón; testimonio que e
s signo que transparenta lo que da sentido a nuestra vida; acción que quiere tra
nsformar eficazmente la realidad y plasmar en ella, aunque sea de forma parcial
y pobre, los valores del Reino. Y animando a la palabra, al testi¬monio y a la a
cción, una fe profunda en esos valores del Reino y la confianza de que son digno
s de inspirar las estructu¬ras de la sociedad toda porque contribuirán a la feli
cidad de todos los hermanos. Lejos debe quedar, por tanto, esa postura cuasi ver
gon¬zante de algunos, que parecen ser los primeros que no creen en la validez de
lo que representan .
8) Los ámbitos de esta actuación son tan variados como l
a vida misma, sin excluir ninguno. Son evidentes aquellos en que se desarrolla n
uestra vida familiar y profesional. Pero cuesta más trabajo salir de todo eso pa
ra pasar al ámbito de lo pú¬blico, es decir, donde se debaten las grandes alter¬
nativas para la sociedad y las pautas que guiarán su funciona¬miento. Aunque no
todo cre¬yente esté llamado a desempeñar una tarea política en el estricto senti
do, ninguno está justificado en principio para excluir la dimensión política inh
erente a toda existen¬cia humana.
9) Pero habrá creyentes que asumirán un compromiso polí¬
tico estricto ("se dedicarán a la política"). (Ojalá lo hagan impulsados por su
fe y como expresión de su responsabilidad evan¬gelizadora! Como tales deberán bu
scar siempre con valentía el equilibrio entre el respeto a una sociedad pluralis
ta, sobre la que tienen un poder legítimamente adquirido pero nunca omnímodo, y
la preocupación por inspirar con los valores del Reino las estructuras de conviv
encia. No serán infieles a su fe si, respe¬tando esa ética misma, se esfuerzan a
l mismo tiempo por hacer valer sus propias convicciones morales con los medios p
ropios al modo de ser democrático: la palabra y el testimonio, la razón y el diá
logo.
10) Un realismo elemental nos obligará a reconocer que n
uestra presencia en la sociedad no se hace, casi nunca, en cuan¬to cristianos en
estado puro, porque nuestras personas están también condicionadas por esas otra
s cosmovisiones a que aludía¬mos antes. )No es de hecho compatible la fe con una
visión más liberal o más socialista de la vida y de la sociedad? )No es eso lo
que nos encontramos cada día a nuestro alrededor? Aceptemos entonces, con humild
ad, que no todo en nosotros responde a crite¬rios exclusivamente cristianos: pro
bablemente eso nos ayudará a relativizar todo lo (mucho) que hay de relativizabl
e en cada uno de noso¬tros y en nuestra visión de las cosas.
Después de todo lo dicho sólo cabe terminar reafir¬mando que tenemos muc
has razones para valorar como cristianos la ética civil, en cuanto plataforma de
encuentro con nuestros con¬temporá¬neos. Sabemos cuáles son sus virtualidades y
cuáles sus limita¬ciones. Y estamos convencidos además que, si aceptamos con tr
ans¬parencia las reglas de juego de nuestra sociedad, estamos en condiciones par
a contribuir a su progreso y, por consiguiente, al progreso de la sociedad toda.

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