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Atocha 55 y la Transición Rota

Maksym Zawada
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Fotografía de la portada extraída de: http://farm3.static.flickr.com/2171/2240136850_ec8fe9b835.jpg


Modificada por el autor del presente trabajo. Pertenece a la Escultura El Abrazo o La Amnistía
localizada en la Calle Atocha. Escultura realizada a partir del cuadro original de Juan Genovés del mismo
título.

Trabajo publicado bajo licencia Creative Commons (algunos derechos reservados) reconocimiento, no
comercial, compartir igual.
4

Índice

1. Prólogo ……………………………………………………………………………………….5

2. Estudio Introductorio ………………………………………………………………………7

2.1. Límites temporales ………………………………………………………………………8

2.2. Límites espaciales …………………………………………………………………......12

2.3. Los Abogados de Atocha ……………………………………………………………...18

2.3.1. Los despachos laboralistas …………………………………………………...18

2.3.2. Los atentados …………………………………………………………………...19

2.3.3. El juicio ………………………………………………………………………….23

3. Hipótesis …………………………………………………………………………………….28

3.1. El eco de los abogados ………………………………………………………………..29

3.2. ¿Un debate sin solución? ……………………………………………………………..32

4. Bibliografía …………………………………………………………………………………34
1. PRÓLOGO
6

Prólogo
Cuando empecé a escribir este trabajo no sabía cómo iba a terminar. Me hacía una
vaga idea gracias a un guión que redacté pero que, debido a las cosas que fui
descubriendo según avanzaban mis ―lecciones‖ de los libros que leía sobre la Transición,
me obligaron a tirarlo a la basura; la espesura y la cantidad de información que hay
acerca del tema a veces resultaban abrumadoras y me llevaban a la constante necesidad de
hacer profundos virajes en la pobre visión que tenía —y, probablemente, sigo teniendo—
acerca de este hecho histórico, tan abundante en pequeños detalles, facilísimos de perder
de vista.
Al final senté cabeza y, en vez de un guión, redacté un índice, cosa mucho más
práctica, pues me obligó a focalizar los hechos sobre los que pensaba escribir. Sin
embargo, perdía muchos elementos que al final no sabía dónde colocar. Es por eso que
posiblemente para el lector, el presente trabajo, pueda parecer una visión un tanto
paupérrima y poco rigurosa acerca de un tema sobre el que se debería hablar mucho más,
porque hay mucho más de lo que hablar. Pero es imposible. En este espacio es imposible
decir todo lo que me gustaría haber dicho y saber todas las cosas que no he podido
conocer. Tiempo al tiempo…
La decisión sobre la temática del trabajo no fue fortuita; era perfectamente
consciente de que podía entrar en contacto con personalidades importantes de aquellos
tiempos vinculadas directamente con los hechos sobre los que quería escribir a través de
mi amigo Raúl Cordero Núñez, —a quien debo un enorme agradecimiento— y quien me
puso en contacto con su padre, Raúl Cordero Torres, director de la Fundación Abogados
de Atocha y, amigo de Alejandro Ruiz-Huerta, Presidente de la misma fundación y
―sobreviviente‖ de la vida y de los atentados. A ambos les debo también un enorme
―gracias‖ por haber accedido a entrevistarse conmigo y, también, una disculpa pues me
imagino que un escueto trabajo como este no puede cumplir las expectativas que surgen
cuando te entrevistas con alguien para hablar de unos hechos que te han afectado de un
modo tan visceral y brutal. A todos ellos, ¡Gracias!
En términos generales, este trabajo pretende poner de relieve la relación entre los
atentados de Atocha y el modelo de Transición que ello supuso, ver cuál fue su alcance e
intentar situar al lector en el mundo de los Abogados Laboralistas —apartado en el que
hablo, básicamente, a través de Raúl y Alejandro— y ver cómo funcionaban sus vidas
dentro de él. Es éste un mundo extremadamente complejo, lleno de odios, miedo y muerte…
Pero también de alegrías, amores y de querer pasárselo bien incluso a pesar del peligro
que ello implicara. Porque la historia de Atocha no se puede resumir únicamente bajo las
palabras trabajo y muerte; Atocha 55 es la historia de unos jóvenes abogados que veían en
su compromiso con los trabajadores la única vía de escape a ese mundo cruel, un mundo
que les exigió pagar sus ganas de vivir con la peor baza, la muerte…
Por último, decir que ha sido un auténtico placer elaborar este trabajo, poder
conocer a un sobreviviente en persona y escribir acerca de él, porque el formato que ello
supone es mucho más cálido y cercano —como si se estuviera escribiendo acerca de un
amigo, aunque sólo se le conozca de un día— nada comparable con la sensación de lejanía
y desentendimiento con la que se escribe acerca de un Rey o un Emperador de un pasado
remoto.
Maksym Zawada. Parla a 13 de Abril de 2010.
2. ESTUDIO INTRODUCTORIO
8

Límites temporales
El tiempo tiene dos dimensiones;
la longitud, que va al ritmo del sol
y la densidad que va al
ritmo de nuestras pasiones.
(Amin Maaluf, Samarkanda)

A pesar de lo que pueda entenderse con el título del presente trabajo, la época que nos
ocupa, si queremos hacer un análisis más o menos a fondo, es bastante más extensa. Dicho
título hace referencia a un hecho puntual de la transición, mientras que ésta, fue en realidad
una materialización de lo que un gran número de españoles llevaban esperando desde
mucho tiempo atrás, unos, en silencio, otros en el exilio y otros tantos que murieron sin
llegar a ver cumplidas sus expectativas.
Pero, ¿cuando comienza esa espera? Probablemente, para aquellos que vivieron la
destrucción de la primera democracia en España, el inicio de una búsqueda de unos
derechos que ya habían conocido —y perdido— habría empezado nada más terminar la
Guerra Civil. Otros, más jóvenes y hastiados ya de una autocracia que se perpetuó durante
cuatro décadas, vieron que «aquello que era entonces como un futuro arco iris, como una
posibilidad esperanzada de otra vida más creativa, más amplia, más libre» 1 tomaron
conciencia de esa posibilidad algo más tarde.
En cualquier caso, tanto la Segunda República como el Golpe de Estado franquista
fueron algo nuevo, algo que no se había producido aún y que quizás fuera más predecibles
de lo que parece si recordamos el famoso mito de las dos españas; progresistas contra
moderados, monárquicos y republicanos, rojos y azules, etc., manifestación de una brecha
cada vez más ancha en la mentalidad política española y de odios que poco a poco se
hicieron más profundos y que confluyeron en una cruel guerra que acabó imponiendo una
ideología represiva, violenta y letal contra todo aquello que le era ajeno.
¿Cuando acabó esta ola de odios y rencores? ¿Fue la instauración de la Democracia lo
que la aplacó? Algo que no deja de ser llamativo, es que durante la transición se vio clara la
voluntad del pueblo español de llegar a un acuerdo, a una política de consenso, basada en
un grito de “basta ya” a esa dualidad macabra que procedía del «convencimiento colectivo
de que la democracia vendría desde la paz y no desde el enfrentamiento y la violencia» 2.
Además, fue la etapa que más fuertemente aglutinó a la sociedad bajo una figura que ya
había manifestado su voluntad de regir el futuro de los españoles —«Juntos podremos
hacerlo todo si a todos damos su justa oportunidad. Guardaré y haré guardar las leyes,
teniendo por norte la justicia y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que justifica

1
A. Ruiz-Huerta Carbonell, La memoria incómoda, los abogados de atocha, Dossoles, Burgos, 2002
pag. 40.
2
A. Ruiz-Huerta Carbonell, Los ángulos ciegos, una perspectiva crítica de la transición, 1976-1979,
Biblioteca Nueva, Fundación Ortega y Gasset, Colección el Arquero, Madrid, 2009. Pag. 247.
9

toda mi función»3—. Y, a pesar de todo, las respuestas e iniciativas encaminadas a acabar


con ese grito a golpes de fusil no fueron pocas4.
¿Ha acabado ya? Puede resultar paradójico quizá, el hecho de que el único momento
en el que España dejó de lado esas pesadillas, herederas de tanta masacre pretérita, fueron
los momentos más violentos de la Transición —de hecho, R. Cordero Torres me confesó su
lamentación por el hecho de que el único momento en el que sintió esa unanimidad de un
pueblo por querer acabar con el malestar de una dictadura, únicamente lo sintió en la
manifestación por los Abogados de Atocha 5—, y que hoy en día, tiempos diametralmente
más tranquilos, esa dualidad, aún se palpa en cada rincón de la sociedad que aún no ha
aprendido a dejar de hablar en términos de Guerra Civil, ni a mirar al futuro sin poder
aceptar que esa guerra ya acabó y que la voluntad de unión de los españoles durante la
Transición tuvo como resultado algo objetivamente positivo; un nuevo orden legislativo,
punto intermedio entre todas las propuestas, imperfecto sí, pero hito necesario para la
construcción de una nueva España democrática cimentada en el respeto mutuo, el diálogo y
el consenso.
Resulta complicado pues, establecer unos límites temporales concretos para nuestro
estudio. A. Ruiz-Huerta Carbonell plantea distintas perspectivas de la transición 6, no es mi
objetivo analizarlas ahora, no obstante, sus propuestas para acotar este período no dejan de
ser interesantes; para lo que el autor entiende como Transición en sentido nominal y
Transición en sentido Político los límites estarían «entre los dos sistemas; en ese tiempo en
el que aún no se ha desmantelado plenamente el sistema anterior, pero en el que podía
considerarse irreversible la próxima construcción de la Democracia. […] Precisamente, ese
paréntesis sería en intervalo que define la Transición política»7 que él sitúa entre 1976 y
1979. Para la Transición en sentido histórico —«la Transición como proceso de
modernización sociopolítica, económica y cultural […] y, en segundo lugar, la Transición
como proceso de cambio político básico»8— existirían dos puntos de partida diferentes;
uno iniciado en los años cincuenta y otro a mediados de los setenta siendo su punto final la
mitad de la década de los años ochenta. Son tres puntos de vista diferentes para un mismo
hecho; si bien podemos estar más o menos de acuerdo con ellos, lo que debemos tener en
cuenta es el momento desde el que se empezó a pensar la Democracia, ese período en el
que la oposición al franquismo abandonaba los ideales más radicales en pos de ideas más
asequibles y realizables. Según F. Bonamusa:

«A partir de 1948, al mismo tiempo que la mayoría de organizaciones antifranquistas entraban


en crisis[…], el cambio táctico realizado por el PCE y el PSUC fue decisivo para su futuro […], la
nueva política comunista consistía en dar por definitivamente acabada —y perdida— la guerra civil,
liquidar las guerrillas y la perspectiva insurreccional, asumir la imposibilidad de contar con una acción

3
Discurso de Juan Carlos I de Borbón y Borbón del 22 de noviembre de 1975. (Fuente:
www.casareal.es)
4
Me refiero tanto a las acciones de la extrema derecha (Golpe de Estado de Tejero o asesinato de los
abogados laboralistas de Atocha) como a los de la extrema izquierda (secuestros, asesinatos y atentados de
ETA o los GRAPO). Resulta curioso que en los mismos días que los pistoleros de extrema derecha atentaban
contra los Abogados de Atocha, el grupo terrorista GRAPO enviaba una nota al diario El País atribuyéndose
el secuestro del teniente general Villaescusa. Fuente: El País, Hemeroteca digital, 25 de enero de 1977.
5
Entrevista a R. Cordero Torres (13-2-2010)
6
A. Ruiz-Huerta Carbonell, Op. Cit. Pags. 44-48.
7
Loc. cit.
8
Loc. cit.
10

decisiva desde el exterior y apostar por una acción que, con el objetivo a largo plazo de conseguir el
derrocamiento de la dictadura, se propusiera en lo inmediato romper el aislamiento derivado de la
absoluta clandestinidad, […]. Ello tuvo como consecuencia que muchos militantes comunistas
concentraran paulatinamente su actividad en la acción sindical, [...] con objetivos muy concretos, que
respondían a necesidades esenciales de la mayoría de los trabajadores y que posibilitaron victorias que
permitían superar el miedo y la desmoralización»9.

Aunque grupos políticos como el PCE o el PSUC —e incluso algunos movimientos


apostólicos— fueron los primeros en actuar de acuerdo a unos principios liberalizadores —
quizás incluso democráticos—, no será hasta la década de los sesenta cuando esos
principios entren de lleno a ocupar la cabecera de las prioridades de cada vez más
españoles, porque fue a partir de ese momento clave que el país comenzó a sentir los
síntomas de un gran y profundo cambio; un trascendental salto cualitativo en la evolución
social cuyo origen se encontraba en un fuerte incremento de la industrialización —que
subió en torno al 140%— y de la cualificación obrera, un éxodo rural que se focalizó en las
ciudades más importantes —sobre todo Madrid— y que supuso un mayor crecimiento
urbano, una mejora en los medios de comunicación, haciéndolos más accesibles y efectivos
—por ejemplo la televisión— y en general, toda una serie de circunstancias que,
combinadas, cambiaron la mentalidad de los españoles10 y que pusieron de manifiesto que
España estaba ya preparada para un salto evolutivo a nivel socio-político aún mayor, la
Democracia.

Ahora solo queda por poner el punto y final, el margen derecho de nuestra línea
temporal. En un sentido estricto, habría que decir que la transición acaba con las elecciones
democráticas de 1977 —en la línea de N. Sartorius— 11 o con la redacción de la
Constitución Española. No obstante, algunos autores prefieren fecharla más tarde como A.
Ruiz-Huerta Carbonell, quien arguye que al ser el modelo democrático europeo el molde en
el que se forjó la Democracia española, la Transición acabaría plenamente en 1986, año en
el que España entraba definitivamente en la Unión Europea12.
Pero fueron las elecciones del 15 de junio de 1977 el momento de mayor explosión
democrática, cuando Suárez se hizo con las riendas del gobierno y se convocaron «las
primeras elecciones libres celebradas en España desde 1936» por lo que «la democracia
había sido instalada.»13. Con unos índices de participación jamás vistos —un 78,7 % del
censo electoral—14 parece un buen punto y final para nuestro estudio siendo, todo lo que
vino después, una adaptación de la vida española al nuevo sistema. Se puede argumentar
que el sistema aún no había cuajado, que era posible que se desvaneciera, se entorpeciera su
funcionamiento o simplemente que aún podía ser aniquilado —tal y como pretendió Tejero
en el año 1981— y que, por tanto, todavía no había sido instalado correctamente. Pero,

9
F. Bonamusa (dir) VVAA., La huelga general, Marcial Pons, Madrid, 1991, pag. 196.
10
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., España bajo la dictadura franquista, (Historia de España, Tomo
X), Labor, Barcelona, 1992.
11
N. Sartorius y A. Sabio, El final de la dictadura, la conquista de la democracia en España,
noviembre de 1975 – junio de 1977, Temas de hoy. Historia, Madrid, 2007.
12
A. Ruiz-Huerta Carbonell, op. Cit., Pag. 47.
13
R. Carr y J.P. Fusi, España, de la dictadura a la democracia, Planeta, Barcelona, 1979.
14
Cifras de M. Tuñón de Lara (dir) Transición y democracia, (Historia de España, Tomo X**), Labor,
Barcelona 1992. Pag. 89. Según R. Carr y J.P. Fusi, España, de la dictadura a la democracia, Planeta,
Barcelona, 1979 esta cifra se eleva a un 79,24 %.
11

como todo hecho histórico, precisaba de un tiempo para difuminarse, de hundir sus raíces
en la nueva sociedad a través de los sucesos en el tiempo, que muchas veces pasan
desapercibidos, pero que son los que realmente configuran el funcionamiento político y
social que nos ha llegado hasta hoy y que, por su número, son imposibles de cuantificar así
como de ser ordenados en función de su importancia. De este modo, 1977 es solo una fecha
fetiche pero que, simbólicamente tiene mucho que decir en todos los aspectos de la
Transición pues es la que más “sucesos” engloba siendo el más importante para una
democracia, las elecciones, celebradas el 15 de junio.
Límites espaciales
Focalizar nuestro estudio únicamente en Madrid correría el riesgo de desvirtuarlo
pues la Transición fue un proceso que englobó, evidentemente, a toda España. Sin
embargo, y además de todo aquello derivado necesariamente de la capitalidad de la ciudad,
todo lo que ocurría ahí tenía eco por todo el país, así como que todo lo que sucedía en el
territorio nacional, repercutía a su vez en Madrid. Por tanto, podemos considerar la ciudad
como el centro neurálgico de todos los sucesos, el filtro de la transición. En palabras de A.
Ruiz-Huerta Carbonell, quien siempre tuvo la sensación de que los atentados de Atocha
fueron una cosa «puramente madrileña», asegura que esto se vio así desde diferentes
perspectivas, destacando la catalana, lugar en el que no pudo presentar su libro, La
Memoria Incómoda, pues estos, veían el atentado como algo lejano, «algo de Madrid». No
será hasta el presente año 2010, que sea reclamado por primera vez, junto con otra
“sobreviviente”1, Lola González, para escribir un artículo en una revista del Vals Llobregat
y hablar acerca de los abogados laboralistas de Atocha. No obstante, Cataluña, junto con
Murcia y las Islas Canarias, fueron los únicos puntos de España donde no tuvo la
oportunidad de presentar su trabajo2, eran pues, las excepciones que confirman la regla.
Todo ello no nos debe de extrañar porque ya desde sus inicios, Madrid, perfiló una
tradición simbólica muy arraigada en las mentes de los españoles quienes, de forma innata,
sabían que aquello que sucedía ahí tenía un “efecto rebote” sobre el resto de la nación, de
ahí que los esfuerzos de los sublevados durante la Guerra Civil se concentraran en
conquistar la ciudad; tanto por el interés capital, como por su importancia simbólica.

Poco antes de los años sesenta parecía que el tempo histórico se aceleraba. Los
cambios, constantes —e inevitables—, crearon un nuevo panorama social que acabaría por
desmantelar el viejo y decrépito orden franquista invalidando, en algunos casos, los típicos
medios de represión y, en otros, poniendo de manifiesto su incapacidad de adaptarse a las
“nuevas”3 formas de protesta social. En el primer caso, destaca la aparición de un grupo de
oposición diferente de las viejas posturas —PCE o PSUC— cuya represión se hacía cada
vez más complicada para los organismos gubernamentales dedicados a este fin. Se trata de
movimientos cristianos —como la Hermandad Obrera de Acción Católica o la Juventud
Obrera Cristiana—, localizados en los márgenes de la iglesia tradicional tan vinculada al
régimen, que focalizarán su trabajo en torno a las esferas más pobres de la sociedad y que
tomarán conciencia de la necesidad de cambio en el país, por lo que comenzarán a prestar
su apoyo a la vieja oposición engrosando, así, las filas de la lucha antifranquista. Dichos
movimientos, ayudaban en la medida de sus posibilidades; favorecían reuniones sindicales
en las iglesias de barrio —donde cabría destacar la labor del Padre Llanos— o atacaban
directamente al régimen, lo que provocó un endurecimiento de este. Sin embargo y a pesar
de todo, el régimen franquista no encontró el modo de reprimir estas nuevas

1
Palabra generada dentro del léxico de los afectados por el atentado. Con ella, se pone de manifiesto
que no sienten haber superado la vida, más bien, sienten haber “sobrevivido” a ella.
2
Entrevista a A. Ruiz-Huerta Carbonell (27-2-2010).
3
Digo nuevas entrecomillado porque en realidad, para la época que estamos tratando, estas formas de
protesta social eran muy escasas, o mejor dicho, inesperadas por el gobierno.
13

manifestaciones de oposición pues se hallaba en un momento de creciente necesidad de


legitimación, dado que el único sustento que le proporcionaba esta virtud era la iglesia 4.
En el segundo caso, las huelgas se hacían mucho más frecuentes e intensas; si bien
durante la década de los cuarenta hubo algunos brotes de conflictividad obrera en Cataluña
y en el País Vasco que se prolongaron hasta los años cincuenta, la mayoría no tenía una
planificación política concreta, siendo sus principales objetivos la reivindicación de
mejoras salariales o protestas por el aumento del coste de la vida —cosa que evolucionará
en proyectos políticos mucho más concretos—. En Madrid, para estos años, bajo la
iniciativa del PCE triunfó la denominada “huelga blanca”, boicot a transportes, comercios,
prensa y espectáculos 5 . El sindicato vertical quedó desbordado y, en vistas del mal
funcionamiento de éste, se fraguaron movimientos sindicales paralelos a los establecidos
por el poder vertical dentro de las empresas y que se desvanecían según acababa el
conflicto 6 . Dichos movimientos, comenzaron a elegir a sus delegados y nombrar
«comisiones de los hombres y mujeres más combativos que [asumieran] la representación y
[trataran] de negociar mejoras con la patronal»7 . Asistimos, pues, al nacimiento de las
Comisiones Obreras, aunque aún lejos de adoptar este nombre. Además, las credenciales
del Sindicato Vertical, que permitían horas libres para tareas laborales, fueron muchas
veces aprovechadas para mantener informados a los trabajadores de un gran número de
empresas en España. Este tipo de acciones dio como resultado una nueva figura en el
panorama del mundo del trabajo; los denominados “enlaces sindicales”, auténtico baluarte
del movimiento obrero de la época cuyo objetivo pronto se especializó en la desintegración
paulatina del sistema desde dentro. Elegidos en elecciones, hasta 1975 salían ganadores,
mayoritariamente, enlaces del Sindicato Vertical, pero, a partir de esta fecha, las tornas
cambiaron y fueron los miembros más activos del PCE y de CCOO los que resultaban
ganadores8.
Así pues, vemos como los contrapoderes de la oposición, crecientes en alcance y
cuyo foco de acción principal era Madrid —siempre a la cabeza en huelgas—, ganaron
solidez; el PCE aumentó en número de militantes y se consolidó en Madrid, el PSOE, desde
fuera, comenzó a ganar en importancia y las manifestaciones y huelgas de comisiones
obreras, cada vez más grandes, acabaron por afectar a los propios aparatos de hegemonía
estatales —que debido al frecuente recurso a la fuerza les llevó a enfrentarse directamente
con la iglesia, sobre todo la vizcaína— arrastrando al gobierno a una crisis sin punto de
retorno9.
Los Estudiantes fueron también un foco importante de oposición al régimen, sobre
todo, a partir de 1967 y 1969, tras el supuesto asesinato10 de Enrique Ruano Casanova —

4
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., España bajo la dictadura franquista, (Historia de España, Tomo X),
Labor, Barcelona, 1992 pags. 402, 403.
5
F. Bonamusa (dir) VVAA., La huelga general, Marcial Pons, Madrid, 1991.
6
Página web de CCOO: http://www.ccoo.es/csccoo/menu.do?Conoce_CCOO:Breve_historia.
7
Loc. Cit.
8
Entrevista a R. Cordero Torres (13-2-2010)
9
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Op. Cit. Pag. 419.
10
Tal y como destaca el diario ABC del día 21 de enero de 1969 (fuente: ABC, hemeroteca digital) fue
un suicidio. Según las fuentes oficiales, Enrique Ruano, fue detenido, junto con otros tres militantes del
Partido Comunista Revolucionario (entre ellos, su novia, María Dolores González Ruiz), y puesto a
disposición «del Juzgado Especial de Orden Público por haberse destacado en la ocupación de la Facultad de
Filosofía y letras el 29 de Junio». Sin embargo, parece que las cosas fueron manejadas desde arriba. Fue
interrogado por la policía (era bien sabido que interrogatorio era un eufemismo que venía a significar tortura)
14

compañero, por aquel entonces, de Lola González, quien volverá a sufrir una pérdida
semejante en los atentados de Atocha, pues ahí, el azar se llevará a su marido, Javier
Sauquillo 11 —, miembro del Frente de Liberación Popular y de clara militancia
antifranquista. Estos se organizaban en asambleas y no dudaban en levantar barricadas —
como las de la calle Princesa— o encerrarse en las universidades o conventos como medio
de protesta. Este fue el caso de la “Capuchinada” de 1966 en Sarriá (Barcelona), llamada
así porque los estudiantes se encerraron en el convento de los capuchinos bajo el amparo de
los sacerdotes; la respuesta del régimen fue tremenda y se saldó con un gran número de
detenidos12 a los que se impuso sanciones económicas durísimas. Fue la primera vez que
unos sacerdotes desobedecían las órdenes de la policía política franquista por lo que el caso
tuvo mucho revuelo.
Estudiantes, obreros y bajo clero demócrata —además de los viejos grupos
políticos— fueron, en efecto, los principales órganos de oposición al régimen, pero, ¿de
dónde salían?, o más importante aún, ¿qué les motivaba a actuar así? A nivel social, uno de
los hechos más importantes que se produjo en España durante esta época fue la ampliación,
a gran escala, de las clases medias. El hecho de introducir a los tecnócratas en el poder no
fue, ni por asomo, gratuito; era una clara muestra de adaptación a las nuevas circunstancias
de la mentalidad franquista. Las viejas clases acomodadas de terratenientes, financieros y
empresarios —la gran mayoría, aristócratas con títulos o emparentados con la misma—
dejaron de ser tan relevantes para el funcionamiento del Estado. Ahora contaban aquellos
que poseían algún título, no nobiliario, sino docente.
El panorama cambió drásticamente a partir de los años sesenta; si durante la década
de los cuarenta y cincuenta triunfaba aún un «mundo cerrado y protegido de la economía
autárquica» en el que el favor personal era el principal medio de promoción social, la
década de los sesenta se iba a caracterizar por los lemas de «la racionalidad, la eficiencia,
las máximas del mundo de la corporación comercial, impersonal y competitiva, más que las
del mundo confortable de la relación familiar y del favor personal»13. Esto produjo que
poseer una carrera, unos estudios, tuviese tanta importancia que la mayor preocupación de
un gran número de padres —sobre todo de los procedentes de la clase obrera— fuese
educar a sus hijos. Sabían que las universidades podían llevarles realmente lejos.
A ello se añadía, además, la posibilidad de realizar oposiciones al funcionariado —
gracias a la ley de 1957 de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y del Plan de
Estabilización de 1959— por lo que los estudios se convirtieron en un cauce de promoción
social verdaderamente importante; aquellos que triunfaban con buena nota podían entrar
dentro de la élite privilegiada del franquismo asegurándose así, un buen porvenir. Sin
embargo, esto resultó ser un arma de doble filo porque con ello se favorecieron posturas

y luego obligado a llevar a los agentes a la casa donde realizaban supuestas reuniones clandestinas pues, el
acusado, poseía las llaves de una vivienda que no era la suya en el momento de la detención. Mientras subían
las escaleras al séptimo piso, Enrique Ruano, se tiró por el hueco de las escaleras lo que le produjo la muerte
inmediatamente. Ahora bien, cuando en 1991 la familia del difunto consiguió reabrir el caso, se descubrió que
un trozo de hueso de las costillas, que había sido serrado, poseía una perforación que, durante la primera
autopsia de 1969, se atribuyó a un posible clavo que se le atravesó en la caída. Sin embargo, parece ser que
esa perforación en el pecho coincide más bien con un disparo de bala, lo que convertiría el suceso,
efectivamente, en un asesinato. (Fuente: www.publico.es)
11
A. Ruiz-Huerta Carbonell, La memoria incómoda, los abogados de atocha, Dossoles, Burgos, 2002.
Pag. 113.
12
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Op. Cit.
13
R. Carr y J.P. Fusi, España, de la dictadura a la democracia, Planeta, Barcelona, 1979. Pag. 104.
15

contrarias al poder; por un lado, se provocó la multiplicación «de las posiciones de poder
no directamente relacionadas con la adscripción a una u otra familia política del régimen»,
es decir, que, tal y como se ha mencionado más arriba, ya no hacía falta ser eclesiástico,
militar o falangista para entrar dentro de los engranajes del Estado, hecho que provocó no
pocos “roces” entre funcionarios y antiguas oligarquías. Dichos litigios —crecientes en
intensidad— se resolvían, normalmente, a través del caudillo, pero, una vez muerto este, no
existían instituciones capaces de hacerlo, lo que motivó a gran parte del funcionariado a
buscar soluciones fuera del poder establecido14. Por otro lado, para mantener a estas clases
medias dentro de su marco de poder, parecía necesaria una educación más amplia y menos
dogmática, una educación, en resumen, democrática, que se iría fraguando poco a poco
gracias a la creciente expansión de la enseñanza pública, cada vez más copada por
funcionarios laicos, en detrimento del monopolio de la iglesia15.
A ello debemos añadir, además, que el crecimiento desorbitado de los efectivos
dentro de estas clases medias —sobre todo en el sector de los servicios— produjo una
mengua en sus ingresos inversamente proporcional a la cantidad de razones que
encontraban para oponerse al régimen; la estructura del funcionariado español,
«jerarquizada y autoritaria», establecía «una división tajante entre los cuerpos privilegiados
de los funcionarios superiores y los grados inferiores» lo que provocó una brecha en la
capacidad adquisitiva de cada una de las partes llevando a los últimos a una situación
realmente desamparada que se comparaba, cada vez más, a la de los trabajadores; en
resumen, el bajo funcionariado quedó proletarizado16.
El proletariado, por su parte, sintió una verdadera llamada a filas sindicales una vez
superada la primera fase de miedo a la represión que se podía producir si se quejaba de los
bajos salarios o de cualquier otro incoveniente que encontrara en su trabajo. Esto era así
porque durante los cuarenta y los cincuenta, el nivel de vida era tan bajo que cualquier
protesta podía significar el despido, con ello, la ruina de la familia y, en consecuencia, una
emigración obligada. El sindicato vertical era insuficiente y las elecciones a los
representantes dentro de él, en la mayoría de las ocasiones, eran ignoradas. El despertar de
esta clase vino motivado por el aumento del nivel de vida en la ciudad o, por el contrario,
por el descenso del mismo en el medio rural, porque fue ahí donde se produjo el mayor
incremento del costo de la vida. Los jornaleros y los campesinos vieron la emigración a la
ciudad de urgencia imperativa.
A diferencia de la etapa republicana, ahora, una buena parte de las clases
trabajadoras, mucho más cualificadas, vinieron a engrosar las filas de una clase media
parecida a la del bajo funcionariado, imbricada en una sociedad de consumo incipiente
cuyos principales representantes eran los automóviles y las segundas residencias. Pero no
nos engañemos; los trabajadores que llegaron a vivir bien en esta sociedad fueron realmente
pocos; casi todos —obreros y trabajadores—, cualificados o no, e independientemente de
su condición social, veían necesaria la reivindicación de una vida más libre o, por lo menos,
una mayor capacidad de autodeterminación, de ahí, que afiliarse a un sindicato fuera, cada
vez más, una necesidad de fuerza mayor.

14
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Transición y democracia, (Historia de España, Tomo X**), Labor,
Barcelona, 1992. Pags. 46, 47.
15
Loc. Cit. Pag. 46.
16
R. Carr y J.P. Fusi, Op. Cit. Pag. 107.
16

Este es, a grandes rasgos, el mosaico social en el que encuadramos nuestro estudio.
Pero, al margen de explicaciones teóricas, aún nos queda por mencionar cómo funcionaba
la vida dial en este mundo.
Estamos ante una sociedad en la que muy pocos podían sentirse realizados o disfrutar
de una vida plena; la gran mayoría sufría una cruenta represión motivada por una política
de miedo que, mano a mano con la alta iglesia 17 —único elemento legitimador—, sometió
la sociedad a un régimen que, por sus propias características, generaba una sensación
constante de observación y de recelo hacia el prójimo. Desde este punto de vista, ¿Cómo
puede haber todavía personas de las clases sociales más sufridas que repitan hasta hoy la
frase «con Franco se vivía mejor»18?
Al margen de grupos filo-franquistas convencidos, la respuesta puede hallarse quizás
en la propia dinámica social que creó la política del régimen; sin duda, es muy difícil saber
quién estaba verdaderamente a favor de él y quién no lo estaba. Aparte de los grupos
minoritarios que arriesgaban su vida para engordar la oposición, el grueso de la población
probablemente, no era tan simpatizante del sistema. Esto era así precisamente, por lo
anteriormente mencionado; encararse a la política franquista podía suponer arriesgar la
vida, cosa que muy pocos estaban dispuestos a entregar; era mejor quedarse en casa viendo
el fútbol y, de cuando en cuando, soltar algún “¡arriba España!” para no levantar sospechas
en los vecinos. Esto generó una situación que fue hábilmente aprovechada por los secuaces
del régimen «expertos en apropiarse de la opinión de la gente, de la opinión pública,
asumiendo falsas realidades y explicándolas como verdades incuestionables» y que
«aprovechándose de la falta de medios de expresión en una dictadura» 19 , repetían
constantemente que el pueblo español estaba de acuerdo con la política franquista. Claro
está, el pueblo, al oír este tipo de declaraciones las daba por enteramente ciertas. Los
hechos salieron a relucir con la llegada del referéndum para la reforma política del 15 de
diciembre de 1976. Con una participación del 77,7 % de la población y, dentro de este
porcentaje, un voto favorable del 94,1 %20 nos podemos hacer una ligera idea acerca de la
realidad y asegurar que no eran tantos los favores que recibía el régimen de la sociedad;
casi tres cuartas partes de ésta —o más—, gracias al anonimato del voto, manifestaba su
discrepancia con la política oficial, lo que nos hace ver la enorme ocultación de ideas
dentro del mundo de la Transición.
Así pues, vemos una sociedad ortodoxa falsa, quizás hipócrita, pero ¿quién no
ocultaría sus ideas si está en juego el bien más preciado que se posee? Probablemente,
tachar de hipócrita a personas que se mantenían en el anonimato por mantener a su familia
o por intentar llevar una vida lo más normal posible dentro de un mundo tan enrarecido sea
demasiado peyorativo. Y digo “enrarecido” porque era un mundo que, a pesar de ser tan
cercano a nosotros en el tiempo, parece muy lejano en cuanto a pensamiento y vida. Era un

17
Con la gran iglesia, no con los pequeños grupos de oposición demo-cristianos anteriormente
mencionados.
18
Todavía recuerdo, cuando yo rondaba unos diez años de edad, al padre de un viejo amigo mío (de
profesión taxista) repitiéndonoslo constantemente. Yo era, evidentemente, demasiado pequeño para
entenderlo, pero sabía que, de alguna manera, aquello no podía ser cierto. El problema, es que aquella no fue
la única vez que me topé con esas palabras; parece, en boca de muchos, una frase “cliché”, las palabras
mágicas que hacen sentirse bien a uno consigo mismo.
19
A. Ruiz-Huerta Carbonell, Los ángulos ciegos, una perspectiva crítica de la transición, 1976-1979,
Biblioteca Nueva, Fundación Ortega y Gasset, Colección el Arquero, Madrid, 2009, Pag. 120.
20
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Op. Cit. Pag. 76.
17

cosmos en el que ser católico era un hecho, aún en muchos casos, incuestionable, donde la
familia era el principal órgano rector de la vida social y la cantidad de hijos un bien
demasiado preciado, donde la vida sexual fuera del matrimonio aún estaba llena de tabúes y
el papel de la mujer debía «dejar que el hombre brillase como el sol [y ella] como la luna:
con luz prestada» 21 . La consecuencia directa de todo aquello fue que al instalarse la
democracia pocos eran los que quedaron con ganas de participar en los asuntos políticos o
sociales; unos, por miedo, otros por pura vaguería y desengaño. La juventud, neutralizada
por una historia tan cercana y de materia tan inverosímil, parecía olvidar o no querer saber
nada de ella, como si quisieran ir Deprisa, Deprisa22 en un bólido hacia un futuro incierto,
o un mundo de evasión, en el que toda la historia reciente no hubiese ocurrido jamás.

21
N. Sartorius y A. Sabio, El final de la dictadura, la conquista de la democracia en España,
noviembre de 1975 – junio de 1977, Temas de hoy. Historia, Madrid, 2007. Pag. 210.
22
Palabras inspiradas en la película de Carlos Saura de 1981 Deprisa, deprisa que trata de cuatro
jóvenes-delincuentes, durante la recién instalada Democracia, cuyas únicas inquietudes son robar coches y
atracar bancos en un ambiente de penurias y drogadicción.
Los Abogados de Atocha
Si el eco de sus voces
se debilita, pereceremos.
(Paul Eluard)

Los Despachos Laboralistas

Una vez ubicados temporal y socio-espacialmente a nuestros protagonistas, hay que


concretar su situación un poco más; hacer un “zoom” en sus vidas y ver cómo funcionaban
dentro de este mundo.
Todos ellos, pertenecían a un colectivo de abogados que se organizaba en torno a
unos despachos en los que se asumían unos objetivos claros e iguales para todos; apoyar a
la clase obrera y luchar por la «democracia y la libertad». Las raíces de estos despachos,
que siempre rozaban el techo de la legalidad, no están bien claras, de hecho, Raúl Cordero
Torres me comentaba en una entrevista personal que desde la “Fundación Abogados de
Atocha”, que él dirige, estaban iniciando un proyecto para reconstruir esta historia de la
manera más fiable y completa posible. En cualquier caso, lo que sí sabemos es que el
primero de estos despachos se fundó en Diciembre de 1966 en la Calle la Cruz número 16
por siete u ocho abogados, de entre los cuales destacaba Luisa Suárez Roldán, considerada
por muchos, la pionera del movimiento. Posteriormente se abrieron otros en la periferia
madrileña y en Madrid capital. Para el caso que a nosotros nos ocupa concretamente, el de
la calle Atocha, el local se abrió en 1972 en el número 49. Dicho local, pronto quedó
pequeño y en el año 1976 fue necesario el alquiler de otro nuevo más grande muy cerca del
primero, en el número 551.
Además de los objetivos básicos, con el tiempo, fueron apareciendo otros nuevos
debido a la propia dinámica y funcionamiento de estos organismos, ya que no tardó en
aparecer una sensación —efectiva— de que los despachos se convertían en un elemento de
«corrosión» del régimen y de que era necesario crear un espacio para las demandas; el
Sindicato Vertical funcionaba de una manera más o menos correcta para casos individuales,
pero el problema venía con casos colectivos —que, ciertamente, eran mucho más
frecuentes—, pues éstos solían desbordarlo. El objetivo se convirtió desde entonces en
llenar las magistraturas de expedientes y denuncias para poner en entredicho el
funcionamiento real del sistema y dejar en evidencia que la sensación de paz social que
preconizaba el régimen era, consecuentemente, falsa.
Sería erróneo decir que no existió ningún tipo de representación sindical durante el
franquismo, sin embargo, su alcance efectivo llegaba a englobar únicamente a un sector
muy reducido de la sociedad, dejando a una gran mayoría desprotegida frente a un sistema
que favorecía los abusos y que no permitía la libre asociación. Fue esta la razón por la que,
probablemente, estos despachos tuvieron el éxito que merecieron durante la época, de
hecho, hoy en día, unos bufetes como aquellos no tendrían ningún sentido.
Por otro lado, estos centros de lucha sindical ampliaron sus redes y generaron nuevos
tipos de organismos —que gracias a un pequeño margen de la ley de Asociaciones de 1964

1
A. Ruiz-Huerta Carbonell, La memoria incómoda, los abogados de atocha, Dossoles, Burgos, 2002
pags. 59, 61.
19

se pudo hacer desde dentro de la legalidad—; una coordinadora de abogados vinculada,


fundamentalmente, a los barrios obreros madrileños —y alrededores— y cuyo fin no solo
era fomentar el socialismo o reivindicar mejoras en el nivel de vida, sino intentar cambiar
por completo el modelo social predominante del momento. La idea aparece en 1963,
«cuando las transformaciones y remodelaciones de Madrid exige una alternativa global» 2,
porque los nuevos planes de infraestructuras en el barrio iban a dejar un gran número de
familias sin hogar. Fue entonces cuando la infraestructura legal, —es decir, todo el aparato
legal creado por los abogados laboralistas— que apoyaba el movimiento de las
asociaciones de vecinos y ciudadanos tomó fuerza y su eco repercutió en otras muchas
partes del país consiguiendo que se aceptaran numerosas reivindicaciones, incluso, tiempo
después de los atentados.
En cuanto a la organización interna en los despachos era firmemente horizontal; no
existía una jerarquía, o sea que todo lo relativo a salarios, funcionamiento, dirección, etc. se
discutía y establecía por todos lo que ahí trabajaban —incluidos conserjes o personal de
limpieza—. El dinero que permitía financiarles a ellos y a sus actividades se obtenía de un
pequeño porcentaje —en torno al 10%— de las indemnizaciones de los clientes de los
casos ganados, y que se repartía por igual a todos y cada uno de los que trabajaban en el
despacho. Ni que decir tiene que si el caso se perdía ningún dinero era ingresado. No
obstante, conseguir las retribuciones no era difícil pues, solamente por Atocha pudieron
haber pasado más de diez mil personas durante el tiempo que estuvo abierto, a ello se
añadían los quince o, incluso, veinte juicios diarios que se realizaban desde por la mañana y
el hecho de que ganarlos casi nunca supuso demasiada complicación pues, en la mayoría de
los casos, los vacíos legales favorecían al trabajador. Al no ser un sindicato como tal, eran
los propios abogados los que formaban grupos especializados en un tipo de trabajo concreto
y representaban a los trabajadores perjudicados en los juicios.
Las jornadas laborales se mezclaban por completo con las vidas personales de los
jóvenes letrados; ambas, largas y duras, empezaban temprano por la mañana para resolver
juicios en las magistraturas y, tras siete u ocho horas de atención a un sinfín de
trabajadores, acababan en una discoteca cercana bailando el Satisfaction de los “Rolling
Stones” con un «cubata» en la mano derecha y con el puño izquierdo cerrado y bien alto.
Este ritmo de vida favoreció un fuerte vínculo personal que, debido al tiempo con el que ahí
cargaron y que transcurría rápido gracias a la pasión y al compromiso que entregaron a su
trabajo, les unió de tal manera, que la línea que aislaba el trabajo de sus vidas se
permeabilizó dejando fluir todas sus experiencias y vivencias personales y profesionales de
un mundo a otro, razón por la que sus vidas y pasiones, se apagaron en los rincones de los
despachos.

Los Atentados: objetivos y consecuencias

Decir que una noche de un lunes veinte cuatro de enero de 1977, dos hombres
armados entraron en un despacho de abogados de la Calle Atocha y comenzaron a disparar
sería una visión demasiado simple y requeriría una explicación bastante más compleja.
Esas últimas semanas de enero del setentaisiete fueron especialmente crudas; un
rápido vistazo a las publicaciones periódicas de los días inmediatamente anteriores y
posteriores a los hechos aquí relatados nos pueden ayudar a hacer un balance que no

2
Loc. Cit. Pag. 73.
20

tardaría en ponernos los pelos de punta; huelgas de profesores de instituto, huelgas de


estudiantes, la famosa huelga del transporte, manifestaciones —muy importantes las
manifestaciones pro amnistía y en contra de la violencia ultra en la que fallecieron Arturo
Ruiz García, un joven estudiante, al parecer por disparos de grupos de extrema derecha, y
Mariluz Nájera debido al golpe que le propinó en la cabeza un bote de humo lanzado por la
policía—, los atentados de la Calle Atocha, el secuestro del Teniente General Villaescusa,
el asesinato de dos policías armados y un guardia civil por los GRAPO, etc.3. Toda esa
maraña de agitación, violencia y muerte cristalizaron en las mentes de la sociedad española
hasta tal punto, que aquellos días de enero recibieron el nombre de la “Semana Negra” y,
aquella noche, “la noche de los cuchillos largos”.
Pero todo aquello venía a ser la respuesta natural de ciertos grupos extremistas que,
una vez muerto el dictador y en vistas a una cercana promulgación democrática tras los
resultados favorables por la reforma política en el referéndum celebrado pocas semanas
antes, quisieron demostrar de cualquier manera la insostenibilidad de la situación y crear un
entorno de caos y desorden social, tanto en las calles como en las mentes de los españoles,
que diese pie al ejército para actuar como el auténtico restaurador de la paz y reinstaurar así
una dictadura que, aunque ya se estuviera pudriendo, era aún una pesadilla cercana. Todos
los testimonios coinciden con ello. Además, parece una estrategia bastante lógica muy en la
dinámica de una mente fundamentalista.
Con este panorama y teniendo en cuenta la fama de la que gozaba el despacho de
Atocha —cuya militancia comunista era bien conocida—, no fue difícil que se convirtiera
en el objetivo de algún grupo extremista; era un lugar emblemático, idóneo para asestar un
duro golpe a sabiendas de las consecuencias que ello traería; manifestaciones, desorden,
caos y, finalmente, la necesaria entrada en escena del ejército.

Eran nueve las personas que había en el despacho aquella noche fría y lluviosa, y más
que iban a ser poco después porque, para esa hora, se había fijado una reunión con otros
abogados laboralistas para discutir los asuntos relacionados con los movimientos
ciudadanos, por lo que algunos de los que ya estaban ahí, o no trabajaban en Atocha o ni
siquiera eran abogados —como era el caso de Ángel Rodríguez Leal que, sin poseer un
título de abogado pero con muchas ganas de trabajar, consiguió un puesto en el despacho
como administrativo. Aquella noche se dejó un ejemplar del “Mundo Obrero” y cuando
subió a recogerlo, la muerte le cogió de improviso—.
Los tres autores del crimen, todos armados, entraron en el despacho de Atocha poco
antes de las once y tomaron sus posiciones; uno de ellos se quedó en la puerta para facilitar
la salida de los otros, el segundo, nervioso iba con el rostro cubierto y, el tercero, sereno y
hablador, estaba destapado. Llamaron al timbre y, rápidamente, les abrieron la puerta. El
último, comenzó a dar órdenes; “las manos bien arriba”, al tiempo que preguntaba por
Navarro —Joaquín Navarro Fernández, responsable de la huelga de transportes de
Madrid4—. El encapuchado, tras examinar que no había nadie más en el despacho y cortar

3
El País, hemeroteca digital. 19 al 29 de enero de 1977.
4
Los testimonios que me han hablado acerca de este hecho en concreto, señalan que a Navarro le
podrían haber encontrado en cualquier momento si así lo hubieran querido, de hecho, parece muy probable
que incluso se hubiesen cruzado con él en el rellano de la escalera porque éste se había marchado poco antes
de la llegada de los ejecutores. Esto, convertiría a la pregunta en una excusa, pero ¿una excusa para qué?
¿Para matarles? Eso no tiene ningún sentido. Sin embargo, podemos suponer que uno de ellos estaba
convencido de lo que iba a pasar, de lo contrario, no llevaría el rostro destapado (aunque teniendo en cuenta la
21

todos los cables telefónicos, movido acaso por el nerviosismo de saber que aquello que
hacía era, como poco, lo peor que habría hecho en su vida, disparó sin querer y la bala le
atravesó la manga de su anorak. A partir de ese momento todo se tornó en disparos, fuente
del horrísono panorama que acababa con las vidas de los jóvenes abogados. El balance fue
de cinco muertos y cuatro heridos5…

Concienciados de los objetivos ulteriores de los atentados, se organizó una


manifestación pacífica6 desde el PCE en homenaje a las víctimas cuya consigna principal,
“calma y no se mueve nadie”, se siguió a rajatabla con todas las dificultades que ello
implicaba en un movimiento multitudinario; infiltrados de la derecha, policía o grupos de
extrema izquierda intentaron, por todos los medios, acabar con el objetivo último de la
manifestación, pero la presión de grupo consiguió callar a una enorme muchedumbre y
hacer que cada individuo se convirtiera en el vigilante del que tenía al lado, con lo que la
escena se llenó —por primera vez en mucho tiempo— de puños en alto, banderas rojas
ondeantes, lágrimas y silencio. Finalmente, todas las expectativas fueron superadas; tanto
por el número de asistentes como por los objetivos conseguidos, a corto y largo plazo.
Mientras tanto, desde arriba, Suárez preparaba un sistema de partidos; tras el
referéndum, desaparecieron muchas de las instituciones más represivas del régimen y
muchos partidos comenzaban a aparecer con señas de identidad propia, sin embargo, la
legalización de los partidos más a la izquierda del PSOE seguía siendo aún un tabú tanto en
el ámbito político —sobre todo, para el ejército, aunque Suárez ya había tranquilizado a los
altos mandos dejando claro que el proceso correría a cargo del Gobierno «dando a entender
que el PCE no sería legalizado ni podría concurrir a las elecciones» 7 porque sus estatutos
no eran compatibles con la legalidad vigente, sin embargo, «no dijo […] que una posible
modificación de los estatutos eliminaría el principal obstáculo» 8— como en el social pues
la opinión pública aún sentía cierto recelo, ya fuera por miedo a reconocer públicamente su
afinidad, por pura oposición tradicional considerándolo como el motor de todos los males
acaecidos en España desde la Guerra Civil, o por desconfianza hacia un partido que, a pesar
de haber reconocido su desvinculación de los ideales más reaccionarios, aún se veía con
prejuicios. La mayoría de los partidos políticos y grupos regionales legalizados habían
entrado ya en negociaciones con el Gobierno Suárez, a lo que además, se añadía el hecho
de que grupos como el PSOE había manifestado su voluntad de participar en las cortes a
pesar de que no todos los partidos estuviesen legalizados. Carrillo tenía que darse prisa si
no quería que los suyos volviesen a quedar marginados. Así pues, el PCE salió, al fin, de la
clandestinidad y en una rueda de prensa en Madrid —en la que Santiago Carrillo fue
detenido, aunque no por mucho tiempo— se dejó clara la voluntad del partido de no volver

mentalidad y el tipo de sociedad en la que se movían, perfectamente podría pensar, también, que la justicia iba
a estar de su parte, al igual que lo estuvo en vida de Franco). Pero entonces, ¿y el otro? ¿Acaso tenía miedo
de poder ser reconocido?
5
Los que murieron aquella noche fueron: Luis Javier Benavides, Serafín Holgado de Antonio, Ángel
Rodríguez Leal, Javier Sauquillo Pérez del Arco y Enrique Valdelvira Ibáñez. Los que sobrevivieron: Lola
González, Luis Ramos, Alejandro Ruiz-Huerta y Miguel Sarabia.
6
Tras una serie de duras negociaciones con el gobierno; se llegó al acuerdo de que la manifestación se
hiciese solo hasta el paseo de Recoletos, que los féretros fuesen transportados en coche con la mayor
discreción posible y que la capilla ardiente se situase en el Palacio de Justicia.
7
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Transición y democracia, (Historia de España, Tomo X**), Labor,
Barcelona 1992. Pag. 73.
8
M. Ortiz, Adolfo Suárez y el bienio prodigioso (1975-1977), Planeta, Barcelona, 2006. Pag. 170.
22

a quedar atrás reivindicando su papel como principal antagonista de la dictadura. Suárez se


enfrentaba a un gran dilema; el sí a la reforma política y el establecimiento del modus
operandi de las futuras elecciones —bajo el sistema D’Hondt—, no le dejaba mucha
cancha para seguir manteniendo en el anonimato a la vieja oposición de izquierdas,
principalmente, al PCE, el partido que más temores suscitaba, sobre todo, en el seno
militar. De modo que, para eliminar todos esos temores y recelos, Suárez exigió al partido
unos estatutos en los que se hiciese hincapié en su desvinculación de la política soviética o
de cualquier otro grupo internacional pues, lidiar con un partido dependiente de algún
organismo de estas características sería demasiado complicado y, dada la situación del
PCE, contraproducente para ellos ya que, de lo contrario, no serían legalizados. Los
estatutos presentados ante el Gobierno fueron «unos impecablemente legales e
independientes de la Unión Soviética y no hubo manera de paralizar su inscripción como
Asociación»9. A pesar de ello, parece que la respuesta iba a tardar en llegar.
No sabemos qué intervalo de tiempo habría que esperar hasta la legalización del
partido desde la entrega de sus nuevos estatutos, pero si hay algo seguro, es que la muestra
de pacifismo, de solidaridad y el afán democrático que se planteó en la manifestación,
cambiaron drásticamente la imagen de los comunistas en la opinión pública y aceleraron el
proceso; si Suárez quería llegar a una democracia sin deteriorar su imagen política por
mantener en la ilegalidad a los partidos de izquierdas, tenía que legalizarlos a todos. Las
diferentes entrevistas y negociaciones que mantuvieron Carrillo y Suárez de manera
directa-indirecta, oficial-extraoficial dieron como resultado un acuerdo a través del que el
PCE quedaría legalizado a cambio de que el partido aceptara la bandera gualdo-roja y la
monarquía como base de la nación. Además, pronto percibió Suárez un elemento que
podría jugar a su favor; la legalización del PCE podría actuar como un factor, no tanto
desestabilizador, como fragmentador10 de la izquierda dándole una gran ventaja —además
de la que ya poseía por su situación financiera y por el control sobre la mayor parte de los
medios de comunicación— en vistas de las primeras elecciones.
El día 9 de abril de 1977 Martín Villa ejecutaba la orden de Suárez; el PCE quedaba
legalizado. Para el 27 del mismo mes, CCOO. Todo ello suscitó graves reticencias de la
derecha más conservadora; Fraga llegó a decir que la legalización del Partido Comunista
era un golpe de Estado y el almirante de la marina, Pita da Veiga, dimitió de su cargo sin
dejar posibilidad de sustitución. Si seguimos a M. Ortiz podemos asegurar que la opinión
de Alejandro Ruiz-Huerta, —en la que afirma que «todo parece indicar que hubo una cierta
exageración en las reacciones» 11 — es totalmente cierta porque las fuerzas armadas ya
estaban al tanto de que el PCE iba a ser legalizado; según Andrés Cassinello —jefe del
Servicio Central de Documentación de la Presidencia del Gobierno para esas fechas—
existían dos argumentos que lo confirmaban:
«el primero, que en sus frecuentes entrevistas con los ministros militares les había advertido,
con reiteración y claridad inequívocas, que esa legalización se iba a producir. El segundo argumento es
que los miembros del gabinete del Vicepresidente Gutiérrez Mellado habían asegurado a Cassinello
que el día anterior a la legalización el Vicepresidente se puso en contacto telefónico con los tres
ministros militares, les comunicó la inminencia del hecho y les dijo, además, que el presidente Suárez

9
A. Ruiz-Huerta Carbonell, Los ángulos ciegos, una perspectiva crítica de la transición, 1976-1979,
Biblioteca Nueva, Fundación Ortega y Gasset, Colección el Arquero, Madrid, 2009. Pag. 324.
10
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Op. Cit.
11
A. Ruiz-Huerta Carbonell Op. Cit.
23

estaba en su despacho, dispuesto para aclarar cualquier dura. […] Dos días más tarde, el 16 de abril, el
Ministerio del Ejército difundió otra nota […], en la que se inserta un párrafo que aclara
definitivamente de si hubo o no hubo sorpresa en los mandos militares frente al hecho de la
legalización: “Es de gran interés que llegue a conocimiento de todos los componentes profesionales del
ejército que, en relación con la legalización del PCE no me fue posible informarles oportunamente de
las razones y la justificación de dicha legalización porque el documento justificativo llegó a mi poder
el viernes, día 8, por la tarde y la legalización fue oficial el sábado, día 9.”» 12

Así pues, el ejército conocía ya la noticia, por lo menos, desde el día anterior.

¿Fue la legalización del PCE consecuencia directa de los atentados de Atocha? Como
podemos ver, ya entraba en los planes de Suárez la legalización del Partido Comunista —
aunque no sabemos cuánto podría suponer la demora— y, lo que podemos asegurar, es que
el atentado y, su consecuente manifestación, fueron elementos que aceleraron el proceso.
De hecho, en unas declaraciones que el Vicepresidente del Gobierno en 1977, Alfonso
Osorio, realizó a una cadena de televisión, dejó claro que lo que Suárez planeaba era
legalizar al partido después de las primeras elecciones —a modo de democracia “por
fascículos”— y que esta manifestación, supuso un cambio brusco en su mentalidad pues el
PCE, acababa de dar una muestra incuestionable de seriedad, capacidad de mando y
disciplina, por lo que su legalización se hacía, en cierto sentido, necesaria.
Probablemente, los terroristas que sembraron el caos aquella noche en el despacho de
Atocha, no esperaban convertirse en la semilla de semejante desenlace, tristemente feliz,
para el Partido Comunista. Parece que todos tenían algo que sacrificar por sus ideas, y
quizás, desde este punto de vista, los que dejaron su vida en Atocha 55 fueron los
“mártires” de un partido que exigía, al menos, un reconocimiento como principal órgano de
oposición del régimen, la moneda de cambio que requería ese destino azaroso.

El juicio

La instrucción del sumario 13/1977, referente a los abogados de Atocha, que se inició
el dieciocho de febrero de 1980 y que acabó once días después, supuso el primer
alejamiento, por parte de la ley, del arbitrismo franquista ya que fue la primera vez que se
condenaba a unos individuos que, actuando desde la extrema derecha, pensaban que iban a
salir impunes.
En marzo de 1977, después de interrogatorios de la Dirección General de Seguridad,
servicios de vigilancia y ruedas de reconocimiento la policía detuvo a los presuntos autores
materiales e intelectuales del crimen; de los siete en total, tres —José Fernández Cerrá,
vendedor, Carlos García Juliá, empleado, y Fernando Lerdo de Tejada, estudiante—
aparecen como los presuntos autores materiales y otros cuatro —Francisco Albaladejo
Corredera, secretario general del transporte del Sindicato Vertical y presunto cabecilla e
instigador de la operación por la relación del caso con el transporte «toda vez, que los
autores entraron en el despacho preguntando por Joaquín Navarro»13, Leocadio Jiménez
Caravaca, Simón Fernández Palacios y Gloria Herguedas Herrando— como presuntos
inductores y/o cómplices. Era bien sabido que el más importante de éstos últimos, F.
Albaladejo, tenía relación con un cierto grupo de personas sobre las que ejercía una fuerte

12
M. Ortiz, Op. Cit. Pags. 173 y 174.
13
El País, hemeroteca digital. 15 de marzo de 1977.
24

influencia y que poseían armas de fuego de corto alcance —halladas en las dependencias de
los acusados—, por lo que fue relativamente fácil dar con los autores del crimen. Además,
tal y como después se confirmó, este grupo de personas, habían recibido dinero de
Albaladejo para huir de Madrid, —donde seguían haciendo vida normal después de su
acción en Atocha 55— tras haber sido informados de que, posiblemente, iban a ser puestos
a disposición judicial ya que el caso se relacionaba directamente con la huelga del
transporte.
Una vez detenidos, se redactó una nota oficial —el sumario— en la que se daba
testimonio sobre lo ocurrido. Según ella, Francisco Albaladejo Corredera, afirmaba que era
objeto de amenazas anónimas que él atribuyó a Navarro, por lo que encargó a sus amigos
«“José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá que tomaran represalias contra Joaquín
Navarro” y les facilitó el lugar donde podían encontrarlo»14. Asimismo, se hacía saber que,
la noche del atentado, Lerdo de Tejada no poseía munición en su arma, por lo que se quedó
vigilando la puerta para facilitar la salida de sus compañeros y no efectuó disparo alguno.
El resto de los hechos relatados coincide con lo expuesto en el apartado anterior —el
disparo en la manga de García Juliá, la matanza indiscriminada, etc. —. En cuanto a los
demás imputados, se señaló que a Gloria Herguedas se le intervino un arma que García
Julía le había entregado para que la guardara y cuyo cañón había sido, previamente,
manipulado por Albaladejo. A Leocadio Jiménez Caravaca, se le intervino, por su parte,
una pistola que fue vendida a García Juliá y, en las dependencias de Simón Fernández
Palacios, se hallaron armas cortas sin licencia. Además, este último —que había fallecido el
año previo al juicio—, sabía de la participación de los acusados en el atentado, hecho que le
vinculaba personalmente.
El juicio, celebrado en el edificio de Las Salesas en febrero de 1980, creó tal
polémica que a la entrada de la audiencia se formaron colas enormes de una muchedumbre
que comprendía tanto simpatizantes de las víctimas como de los acusados. No pudiendo
entrar todos debido al reducido tamaño de la estancia, los disturbios en los aledaños
pudieron ser mucho mayores, pero gracias al ejemplar despliegue de medios que ofreció la
policía, no hubo incidencias de mayor importancia que lamentar. No obstante, las
vejaciones a las que estuvieron sometidas las víctimas no fueron pocas; muchos de los que
lograban hacerse hueco en la sala, extremistas de la derecha con chapas en la solapa que
decían “amnistía para el caso Atocha”, querían sabotearlo; hacer que pareciera que los
acusados eran las víctimas, «el asesinato una hazaña; los inculpados ídolos» y las víctimas,
culpadas «de defender lo indefendible: el trabajo, la vida; de trabajar por la paz y la
libertad». Únicamente cuando subió a testificar María Dolores González, una mujer
deshecha por el dolor, hubo silencio. A ello se añadía, además, la natural búsqueda, por
parte de los abogados de los acusados, de la contradicción de las víctimas, sin embargo,
nunca pudieron hallarla porque «los hecho de Atocha fueron unos; la muerte a sangre
fría»15.
Recién iniciado el juicio, se produjo uno de los hecho más llamativos de todo el
proceso; el permiso de Semana Santa que concedió el juez Rafael Gómez Chaparro a
Fernando Lerdo de Tejada y que le permitió escapar a la justicia, hecho que propició el cese
de Gómez Chaparro —que pasó, por decisión propia, al Juzgado de Primera Instancia

14
Palabras textuales de F. Albaladejo extraídas de El País, Hemeroteca digital. 15 de marzo de 1977.
15
A. Ruiz-Huerta Carbonell, La memoria incómoda, los abogados de atocha, Dossoles, Burgos, 2002.
pag. 185.
25

número 17 de Madrid16— por el Juez Bárcala. Lerdo de Tejada, participante ocasional de


Fuerza Nueva, había trabajado personalmente con el líder de este grupo, Blas Piñar —
parece ser, que era el hijo de la secretaria personal del dirigente 17— y, aprovechando sus
contactos, pudo huir a Perpiñán y después a Chile18. El caso olía mal desde el principio y el
permiso de Lerdo de Tejada —aunque se le declaró en rebeldía tras fugarse— parecía
confirmar las sospechas de que existía una red más grande detrás de todo ello que extendía
sus tentáculos abrazando a un insondable número de organizaciones de extrema derecha.
Sin embargo, las investigaciones fueron cortadas en aquellas direcciones y, ahora, es
imposible reconocer si estas acusaciones son auténticas o, si por el contrario, son pura
especulación. No obstante, lo que sí podemos afirmar con certeza es que las circunstancias
del momento impusieron a los jueces una negativa a doblegarse ante recursos “patrióticos”
de cualquier encausado; era necesario un nuevo modelo judicial si realmente se quería
hacer ver que el nuevo sistema era una Democracia de verdad. Gracias a ello, los acusados
tuvieron una sentencia a la altura de sus actos.
El juicio comenzó con las declaraciones de C. García Juliá, J. Fernández Cerrá y F.
Albaladejo Corredera pero se centró, sobre todo, en los dos primeros. Y ahí comenzaron las
contradicciones.
El primero en testificar, Fernández Cerrá se desdijo de todo lo que, tres años atrás,
había sido aclarado asegurando que, para él, Atocha 55 era un local de comunistas y no de
abogados, que no hubo ningún acuerdo con Albaladejo y que únicamente fueron ahí para
darle “unas bofetadas” a Navarro. Los hechos habían mutado; ahora, la versión del
atentado, según Cerrá, era que García Juliá disparó su arma sin querer y le dio a uno de los
presentes en el despacho —según él, a Ángel Rodríguez Leal—. En esos momentos todos
se movieron y, uno de ellos, intentó sacar algo del bolsillo, razón por la que comenzó a
disparar. Además, cuando se le preguntó por Navarro, éste dijo que ni siquiera sabía donde
vivía, y que, el hecho de haber ido a su domicilio unas noche antes, fue pura coincidencia
pues creía que la dirección que le habían dado, era ficticia. Tras los hechos, se quedó en
Madrid un par de días hasta que marchó a Almería a descansar. Con las preguntas que le
formuló uno de los abogados de la acusación particular19, Cristina Almeida, entró también
en contradicciones, sobre todo, en lo referente al momento en el que conoció a Lerdo de
tejada, su relación con Albaladejo y la fuente que le proporcionó la dirección de Joaquín
Navarro.
El testimonio de Carlos García Juliá, íntimamente relacionado con el de su
compañero, recogía idéntico contenido ideológico; defender a Albaladejo, intentar
demostrar que su acción estaba encaminada a ayudar a las Fuerzas de Orden Público y que
los hechos que esa noche tuvieron lugar, se produjeron por el nerviosismo ante la
16
ABC, Sevilla, Hemeroteca digital. 5 de mayo de 1979.
17
Aún a pesar de no existir pruebas fehacientes, muchas sospechas se han centrado en relacionar la
muerte de los abogados laboralistas con la posible influencia de Blas Piñar. Algunos testimonios aseguran que
dicha secretaria, madre de Lerdo de Tejada, amenazó personalmente al dirigente de Fuerza Nueva asegurando
que si su hijo acababa siendo juzgado o condenado ella “hablaría” con todo lo que aquello pudiera significar.
Quisiera hacer hincapié en el hecho de que esta grave acusación es únicamente una conjetura, no obstante,
deja mucha libertad a la imaginación, único recurso que nos queda, pues las pruebas, si existen, son
extremadamente difíciles de obtener.
18
M. Ortiz, Op. Cit. Pag. 143.
19
Los abogados de la acusación particular fueron: Jaime Miralles, Cristina Almeida, Jaime Sartorius,
José Bono, José María Mohedano, José Luís Núñez Casal, Antonio Rato y José María Stampa. Fuente: ABC,
hemeroteca digital. 19 de febrero de 1980.
26

posibilidad de poder ser atacados ellos mismos, argumento, este último, insostenible debido
a que no se encontró a las víctimas arma alguna. Lleno, igualmente, de contradicciones
pero sin apenas titubear, aseguraba que solo iban a dar un susto a Joaquín Navarro pues
éste, recortaba las libertades de los españoles y era un desviado sexual. Asimismo, decía
que la noche del crimen, no subieron al piso de Atocha 55 porque supieran que ahí había un
bufete de abogados, «“sino porque vimos un portal abierto a esas horas de la noche […], y
como sabíamos que allí había comunistas clandestinos e ilegales, pues pensamos que podía
haber allí arriba algún asesino, y subimos a ver qué pasaba. […] Vimos un cartel muy
grande que ponía “Comisiones Obreras, ¡afíliate!”, y nos extrañamos mucho de que hubiera
allí tanta gente”». Además, convencido de que los abogados tenían relaciones con los
GRAPO o con ETA —momento en el que la sala echó a reír—, decidió cortarles las línea
de teléfono y, cuando se le preguntó porqué creía que aquellas relaciones eran verídicas
contestó que «desde que era pequeñín, y así se lo habían enseñado los libros de la historia,
los comunistas eran unos asesinos que mantuvieron una guerra durante tres años»20.
Por último, el testimonio de Francisco Albaladejo pretendía dar sustento a lo
expuesto por sus compañeros a sabiendas de que la nueva información que planteaba era
totalmente contraria a los hechos relatados en el sumario de 1977. Los abogados
defensores21 fueron completamente incapaces de escudar estos planteamientos y se vieron
obligados a esquivar los temas relacionándolos con divagaciones históricas acerca del
pasado de España, a alegar que hubo provocación por parte de las víctimas —otra de las
contradicciones de los acusados porque, si bien en el primer sumario dijeron que no hubo
insultos por parte de las víctimas, ahora se retractaban arguyendo que éstos les habían
llamado “fascistas”— o a que los acusados actuaron por razones morales o patrióticas. La
vista oral y pública cerró aquel día tras preguntar si los acusados tenían algo que alegar,
momento en el que la sala, abarrotada de extremistas de la derecha, comenzó a cantar el
“Cara al Sol”.
En cualquier caso y, a pesar de que la acusación tuvo un carácter unilateral, las penas
fueron muy severas; ciento noventa y tres años para cada uno de los autores materiales: a
José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá se les imputaba a cada uno treinta años por un
delito consumado y con alevosía con el agravante de premeditación, cuatro penas de
veinticinco años por delitos de asesinatos consumados —en los que «no hubo
premeditación, pues sólo fue planeado y pactado un asesinato, el de Joaquín Navarro, si
bien luego la intencionalidad asesina se desviara a otra persona»—, cuatro penas de quince
años por asesinatos frustrados con alevosía y tres años por tenencia ilícita de armas. Setenta
y tres años para Francisco Albaladejo por encubrir e inducir asesinatos consumados y
frustrados y por tenencia ilícita de armas, otros cuatro años, dos meses y un día para
Leocadio Jiménez Caravaca por tenencia ilícita de armas y un año para Gloria Herguedas
por el mismo delito que éste último, pero que no tendría que cumplir debido a su estancia,
durante este lapso de tiempo, en prisión provisional 22.
Tanto los abogados de la acusación particular como las víctimas, siempre sintieron
que, aunque la pena de muerte estuviese implantada en el sistema judicial, nunca la pedirían
para sus ejecutores, pues por mucho que hubiesen herido de muerte sus vidas, ni ellos, «ni

20
Palabras textuales de C. García Juliá extraídas de El País, hemeroteca digital. 19 de febrero de 1980.
21
Los abogados defensores fueron: Roldán Amian, Gonzalo González Frías, Martín Fernández y
Aparicio Quintana. Fuente: ABC, hemeroteca digital. 19 de febrero de 1980.
22
El País, hemeroteca digital. 5 de marzo de 1980.
27

la justicia pueden ser dueños de otras»23. Además, tal y como dice Cristina Almeida en el
libro de A. Ruiz-Huerta y reiteró en los actos del 33 Aniversario de la muerte de los
Abogados de Atocha (celebrado el día 23 de enero de 2010), «nosotros no vamos a ganar
este juicio por el número de años que se les imponga a los acusados. Este juicio está
perdido de antemano para la acusación particular: lo perdimos el día 24 de enero de 1977.
El día que ellos murieron»24. Por otro lado, hemos de tener en cuenta que el tiempo máximo
de estancia en prisión que estipula la ley española no puede ser mayor de treinta años y que
existen medios para rebajar las penas, por eso, los principales acusados acabaron saliendo
de la cárcel a mediados de los noventa, poniendo el punto y final a un suceso que, en un
mundo que ya había cambiado lo suficiente, no podía calificarse de otra manera que de
estúpidamente absurdo.

23
A. Ruiz-Huerta Carbonell, Op. Cit. Pag. 190.
24
Loc. Cit. Pag. 193.
3. HIPÓTESIS
29

El eco de los Abogados


¿Cuál fue el verdadero impacto de los hechos aquí relatados? ¿Fueron los atentados
únicamente la causa de la legalización del PCE, o algo más amplio que englobó a todo el
proceso de la Transición? M. Tuñón de Lara considera que la “semana negra” y la
consecuente legalización del partido de Santiago Carrillo, fue el centro neurálgico de la
Transición1, los hechos que condujeron todo el proceso a un desenlace. Pero aquello no
tuvo que ser necesariamente así; si tenemos en cuenta que ya se sabía que los comunistas
iban a ser legalizados y que los contactos entre Suárez y Carrillo fueron más numerosos de
lo que se pensaba2 quizás estos hechos no fueron tan importantes por su valor político como
por el simbólico, pues dejaron una imagen del PCE que, a pesar de haberse diluido durante
la década siguiente, fue hondamente positiva. No obstante, no podemos negar que hubo
muchos más factores que impulsaron un desenlace democrático.
A partir de finales de los años sesenta, el miedo al régimen era aún palpable, pero
éste, había llegado a un grado de desarrollo económico, social y burocrático que le
desbordaba y, su evolución a posteriori, planteaba una seria crisis desde cualquier punto de
vista. Así, desde la perspectiva económica era un régimen insostenible y, desde la social,
inaguantable. Todo ello llevó, además, a otro punto desde el cual, el Régimen no podría
hacerse cargo sin pasar por serios apuros, la política. Las vísperas de la senectud del
dictador y su predecible y cercana muerte —nadie es inmortal— aceleraron una serie de
procesos políticos que tenían como objetivo la perpetuación del régimen; el primero de
ellos —que se sintió pronto—, fue la preparación de la sucesión del Jefe de Estado en la
persona de Juan Carlos I como Rey de España el veintidós de julio de 1969 3 y, la segunda,
la elección del almirante Luis Carrero Blanco como Jefe del Gobierno del General Franco
el nueve de junio de 1973. La mentalidad del primero y la súbita muerte del segundo
jugaron un factor clave en la evolución política de la historia de España de finales de siglo,
dado que, si bien Carrero Blanco era el hombre idóneo para la sucesión pues «conocía
mejor que nadie a las familias del régimen que integraban el sistema y era el heredero
natural de Franco»4, el Rey mantuvo una mente más abierta en su condición de hombre de
Estado dispuesto a darlo todo por el pueblo e intentar, al menos, comprender sus intereses
—sobre todo, gracias a una cláusula del testamento de Franco en la que, el difunto Jefe de
Estado, pide estricta obediencia a todos y, en especial, al ejército, de cumplir todas las
órdenes de Juan Carlos I—. Asimismo, no es de menor importancia el hecho de que esta
decisión ya supuso un fuerte cambio en la forma que tenía el dictador de hacer política;
incluso a pesar de las extremas analogías existentes en las tendencias políticas entre él y el
almirante, desde 1939, solo hubo uno al mando de España, Francisco Franco Bahamonde,
quien nunca pudo llegar ni si quiera a imaginarse, cómo habría de acabar la historia de un
proceso, cuya semilla, él mismo plantó.

1
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Transición y democracia, (Historia de España, Tomo X**), Labor,
Barcelona, 1992. Pag. 81.
2
G. Morán, Miseria y grandeza del Partido Comunista de España (1939-1985), Planeta, Barcelona,
1986. Pag. 532.
3
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., España bajo la dictadura franquista, (Historia de España, Tomo X),
Labor, Barcelona, 1992. Pag. 407.
4
M. Ortiz, Adolfo Suárez y el bienio prodigioso (1975-1977), Planeta, Barcelona, 2006. Pag. 27.
30

Por otro lado, la situación en la que se encontraba España en aquella época no habría
permitido un desarrollo político de las características que se venían planteando desde los
años anteriores a la muerte del dictador. No es difícil imaginar cómo se presentaría el
panorama si Carrero Blanco hubiese llegado a gobernar o si, finalmente, hubiese entrado el
ejército a restaurar la Dictadura; una situación así, acabaría siendo desmantelada tarde o
temprano5. Además, ya no se aceptaban involuciones; la última, la del “Gironazo” ocurrida
tras la Revolución de los Claveles en Portugal que derrotó a Marcelo Caetano, fue
rápidamente resuelta. Suárez y algunos mandos del ejército6 eran conscientes de todo ello
y, por eso, se planteaban ya la necesidad de un profundo cambio en el país. La desaparición
quasi forzada del Gobierno de Arias Navarro no hacía más que poner en relieve lo que ya
intuían. Las ideas de “abrirse, pero poco” de este gabinete eran insuficientes y chocaron, no
solo con las reticencias de la oposición —que no aceptaría, bajo ningún concepto una
dictadura enmascarada, aún a pesar de las leyes favorables al asociacionismo político que,
además, quedaron en papel mojado— sino con la de los sectores más afines, pero más
radicales, de su ideología —entre ellos el Bunker—, ya que, para éstos, sus propuestas eran
demasiado blandas y, para los demás elementos del juego político, seguían siendo
demasiado tímidas. Además, la situación que se creó tras la ejecución de Salvador Puig
Antich —que, una vez ajusticiado, se demostró su inocencia—, la huelga general en
Vitoria, las cinco penas capitales impuestas a dos etarras y tres militantes del FRAP 7 y la
homilía del Obispo de Bilbao, monseñor Añoveros, en la que exigía un respeto a las
lenguas nativas de cada territorio de la nación y denunciaba la falta de libertades así como
la presencia de la tortura, fueron —entre otros elementos— los factores que acabaron por
convertir a Carlos Arias en un «cadáver político» y que arrastraron, asimismo, a Manuel
Fraga8.
Tras un sinfín de maniobras legales, Juan Carlos I consiguió la dimisión de Arias —
que pronto se había tornado para él, en uno de sus principales enemigos políticos— y entre
los días tres y cuatro de julio de 1976, Fernández Miranda —Presidente de las Cortes y del
Consejo del Reino—, presentó al Rey una terna de candidatos posibles a ostentar la
Presidencia del Gobierno; Federico Silva, Gregorio López Bravo y Adolfo Suárez. El
monarca conocía ya de sobra los méritos de Suárez, sobre todo, tras haber sustituido a
Manuel de Fraga durante un breve espacio de tiempo en la Presidencia de la Gobernación,
donde fue aplaudido por muchos —y con razones— ante el Rey. La sorpresa en el seno
popular era general pero, visto desde la cima de los órganos de poder, el resultado no podía
ser otro.
El Rey, Adolfo Suárez y la oposición daban claras muestras de querer llegar a una
Democracia y, lo más importante, dichas pretensiones arrastraron a España hacia un punto
sin retorno. Ahora bien, ¿qué clase de Democracia querían asumir las órdenes gobernantes?
¿Y la oposición? Democracia no sólo hay una y hay muchas formas de practicarla, por lo

5
Quién sabe si al final no hubieran entrado tropas norteamericanas a “devolver la Democracia” a
España al igual que han hecho con Irak…
6
Loc. Cit. Pag. 33.
7
La ejecución de estos cinco personajes hizo que muchos países europeos pusieran en tela de juicio las
intenciones aperturistas de España y que, otros tantos, volvieran a sentir repulsa hacia un país que en teoría
quería dar la impresión de querer abrirse al continente pero que, en la práctica, seguiría estando cerrado en sí
mismo.
8
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Transición y democracia, (Historia de España, Tomo X**), Labor,
Barcelona, 1992. Pag. 61.
31

que habría que asumir que, a pesar de que gobierno y oposición luchasen por la misma
“palabra”, no lo hacían por el mismo ideal. No obstante, hubo elementos que catalizaron
ambas propuestas y las hicieron converger. Como ya he mencionado anteriormente, los
comunistas iban a ser incorporados al juego democrático, pero se creía que lo iban a ser
tiempo después de las elecciones, por lo que podemos asegurar que el gobierno apostaba,
en un principio, por una Democracia limitada. No obstante, el propio Suárez se verá
obligado a cambiar de idea tras darse cuenta de las ventajas que esta acción le podría
ofrecer y, sobre todo, tras la muestra de disciplina que demostró el PCE en la manifestación
por las víctimas de los ataques terroristas de la calle Atocha. Después de ello, su imagen
política correría gran peligro si no se les legalizaba. Asimismo, llegado este punto, Suárez
hubo de poner en marcha su hábil don diplomático para hacer de intermediario y poner de
acuerdo a organizaciones tan antagónicas como podían ser ejército y Partido Comunista. La
tensión era más que palpable; la puesta en conocimiento entre las fuerzas armadas de la
inminente legalización comunista arrastró al ejército a varias crisis cuyas consecuencias
fueron las dimisiones del General Fernando de Santiago y del Almirante Pita da Veiga.
Por su parte, el PCE se dio cuenta de las escasas probabilidades que tenía de que su
proyecto de “ruptura democrática pactada” saliera a flote y que su «situación empezaba a
ser desesperada y sobre todo subsidiaria del proyecto de Suárez» 9. La manifestación, fue su
oportunidad de oro para demostrarle al pueblo español sus verdaderas intenciones, pero a
cambio, tenían que sacrificar sus proyectos ulteriores empezando por el de un
derrocamiento de la dictadura sin reformas de la ley —según preconizaba el periódico
“Mundo Obrero”—, después el de llegar a una ruptura democrática y, por último, el de una
revolución social que impusiera un gobierno provisional y la decisión, en referéndum, de la
opción monarquía-república. A cambio de su legalización, aceptaban la bandera bicolor y a
Juan Carlos I como Jefe de Estado.
Como podemos ver, el elemento catalizador al que antes hacía referencia, fue, en
sendos procesos, los atentados de Atocha. La muerte de aquellos jóvenes se convirtió en un
vértice que hizo tender las principales posturas de gobierno-oposición hacia un mismo
punto y que supuso la llegada de una «Democracia sin apellidos»10. Quizás este fuera el
hecho más significativo, toda vez que supuso, probablemente, una de las más importantes
negociaciones de este período y que acabó influyendo de lleno en la historia actual de
España.

9
G. Morán, Op. Cit. Pag. 532.
10
A. Ruiz-Huerta Carbonell, Los ángulos ciegos, una perspectiva crítica de la transición, 1976-1979,
Biblioteca Nueva, Fundación Ortega y Gasset, Colección el Arquero, Madrid, 2009, Pag. 328.
32

¿Un debate sin solución?


Me gustaría acabar con una breve reflexión acerca del eterno debate que se mantiene
en el seno político-histórico actual —y que surgió hace un par de décadas— acerca de la
Transición. Hace algún tiempo escuché a Gustavo Bueno decir, en una entrevista para un
programa de TVE, que «la palabra Transición es un eufemismo para disimular, o no tener
que usar, las palabras ruptura o continuidad». En efecto, se trata de analizar aquí la cuestión
que opone a los defensores de la destrucción del franquismo con los que ven en esta
democracia una clara reminiscencia de aquél. No es mi intención aclarar este tema de un
modo sentencioso, de hecho, es más probable que al finalizarlo queden planteados más
interrogantes que soluciones, no obstante, creo que es necesario encauzar el tema desde
otros puntos de vista que, a mi parecer, aún no han sido manejados.
Partiendo de una base que yo llamo «despolitizar los hechos políticos» 1, es decir,
alejarse de toda posible ideología política o sentimiento emocional que nos vincule a un
lado u otro pues únicamente eliminando esa cortina doctrinal que muchas veces nos ofusca,
podremos afrontar los hechos de una manera objetiva.
Para empezar, estoy de acuerdo con M. Tuñón de Lara cuando dice que «la
instauración de la Democracia no [fue] […] resultado de una ruptura con el Estado
franquista ni una mera transformación de sus instituciones, sino un proceso de transición
iniciado desde ese Estado y culminado en otro tan diferente que implicaba de hecho su
liquidación»2. Esto, que parece un contrasentido, requiere una explicación. En mi opinión,
no existió en España una ruptura total o global; ello habría supuesto un derrocamiento de la
dictadura a través de una revolución, una guerra, etc. Sin embargo, no hubo nada de ello, es
más, el régimen se agotó y falleció en una cama, no en el campo de batalla. La analogía
más parecida a lo que deberíamos entender como una ruptura global, sería el caso alemán
en el que Hitler, y todo su edificio político, quedaron eclipsados tras una guerra que ese
mismo sistema exigía. La ruptura con el régimen se consolidó poco después, y los efectos
son muy diferentes a los que podemos observar en nuestro país, sobre todo, si partimos del
hecho de que los grupos políticos de extrema derecha en Alemania son completamente
ilegales, esto es, toda la filosofía nacionalsocialista había sido erradicada de la política. Por
otra parte, tampoco podemos asegurar con total vehemencia que la transición fue un
proceso continuista pues, si bien, el proceso fue conducido desde la legitimidad franquista,
la mayor parte del edificio institucional naufragó desde el referéndum de diciembre de
1976.
Entonces, ¿cómo hay que plantearse este problema? Francamente, creo que la
principal traba radica en la percepción que se tiene de lo que es ruptura y de lo que es
continuidad; parecen palabras que han de entenderse como un todo unidireccional, es decir,
o pasó lo uno, o pasó lo otro. Sin embargo, el sentido que quiero darles para esta fase de la
historia no las convierte, en absoluto, en conceptos antagónicos, es más, son perfectamente
compatibles. Me explico, para entender esta proposición, es necesario descomponer la
Transición en una serie de niveles determinados —ya sea nivel institucional, político,

1
Teóricamente, es algo que todo historiador debería hacer, pero que a nivel práctico es difícil de
hallar.
2
M. Tuñón de Lara (dir) VVAA., Transición y democracia, (Historia de España, Tomo X**), Labor,
Barcelona, 1992. Pag. 49.
33

ideológico, etc. — y analizar su evolución a lo largo de este período viendo qué formas
perecen o cuales se perpetúan, llegando, incluso, a la posibilidad de contabilizar la cantidad
de niveles de ruptura o continuidad y realizar un balance matemático para dilucidar en qué
porcentaje fue más de lo uno o de lo otro. Un ejemplo, podemos aseverar que hubo, de
facto, una ruptura institucional con el régimen anterior porque las instituciones que
germinaron con la llegada de la Democracia no sustituían a las del antiguo régimen, sino
que las eliminaban de raíz creando un nuevo modelo que nada tenía que ver con el aparato
político anterior. Por otra parte, muchos de los ideales franquistas se han filtrado hasta
nuestros días y, de hecho, son perfectamente legales. Asimismo, el partido de Manuel de
Fraga, surgido de las entrañas de la Transición y de los restos del naufragio del modelo
político del anterior sistema, es uno de los dos más votados por los españoles.
Como ya dije hace un par de líneas más arriba, esta propuesta iba a plantear más
incógnitas que resoluciones pues, como vemos, para un análisis desde esta perspectiva haría
falta un trabajo de dimensiones mucho más grandes y que estuviera basado,
fundamentalmente, en un estudio a fondo de todos los niveles que se puedan llegar a
plantear. Debido a la escasez de medios y tiempo no puedo realizarlo ahora. Quizás más
adelante…
Para acabar, nos podemos hacer una idea de que la sensación resultante del estudio de
este tema en función de este modelo, es que no se puede afirmar que el proceso que
conocemos con el nombre de Transición fuera continuista o rupturista, de hecho, como
decía un antiguo profeso mío; «no fue ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario», es decir,
una mezcla de ambas. Creo que es evidente que la existencia de este debate viene
determinado por el hecho de que las dos palabras obedecen a una serie de intereses
ideológico-políticos, lo cual, tampoco nos debe extrañar ya que la cercanía en el tiempo de
los hechos y su completa vinculación con nuestras vidas actuales lo convierten en una
historia sumamente atractiva para moldearla uno a “imagen y semejanza”. Es por eso que
hablaba al principio de una necesidad de despolitizar los hechos políticos, erradicar esa
cortina doctrinaria de cualquier estudio histórico.
4. BIBLIOGRAFÍA
35

Obras de referencia

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Obras monográficas

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Recursos electrónicos

Página web de la Casa Real española: http://www.casareal.es


Hemeroteca Digital de El País: http://www.elpais.com
Hemeroteca Digital de ABC: http://hemeroteca.abc.es
Página web del Diario Público: http://www.publico.es
Página web de Comisiones Obreras: http://www.ccoo.es
Fundación Abogados de Atocha, Juicio de Atocha, 30 años. (Disco Digital Versátil)
Fundación Abogados de Atocha, Actos 33 aniversario. (Disco Digital Versátil)
36

Memoria viva

CORDERO TORRES, Raúl (Director de la Fundación Abogados de Atocha)


RUIZ-HUERTA CARBONELL, Alejandro (Presidente de la Fundación Abogados de
Atocha y sobreviviente de los atentados)

Obras cinematográficas

SAURA, Carlos, deprisa, deprisa, 1981


BARDEM, Juan Antonio, Siete días de enero, 1979

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