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Ser cristiano es seguir a Cristo por amor. Es Jesús que nos pregunta si lo
amamos, nosotros que respondemos que sí, El que nos invita a seguirlo. («Simón
Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Entonces sígueme...» (Jn 21). Eso es todo. Así
de simple. Ignorantes, llenos de defectos, Jesús nos conducirá a la santidad, a
condición que comencemos por amarlo y que tengamos el valor de ir en su
seguimiento. El cristianismo no consiste sólo en el conocimiento de Jesús y de sus
enseñanzas transmitidas por la Iglesia. Consiste en su seguimiento. Sólo ahí se
verifica nuestra fidelidad. Seguimiento que es la raíz de todas las exigencias
cristianas y el único criterio para valorar una espiritualidad. Así, no existe una
«espiritualidad de la cruz», sino del seguimiento; seguimiento que en ciertos
momentos nos exigirá la cruz. No existe una «espiritualidad de la oración», sino
del seguimiento. El seguimiento nos lleva a incorporarnos a la oración de aquel a
quien seguimos. No existe una «espiritualidad de la pobreza», sino del
seguimiento. Este nos despojará si somos fieles en seguir a un Dios empobrecido.
No existe una «espiritualidad del compromiso», pues todo compromiso o entrega
al otro es un fruto de la fidelidad al camino que siguió Jesús. Seguir a Cristo
implica la decisión de someter todo otro seguimiento sobre la tierra al
seguimiento de Dios hecho carne. Por eso hablar de seguimiento de Cristo es
hablar de conversión, de «venderlo todo», en la expresión evangélica, con tal de
adquirir esa perla y ese tesoro escondido que constituye el seguir a Jesús (Mt.
13,44-46). Sólo Dios puede exigir un seguimiento así, y es que seguir a Jesús es
seguir a Dios, el único absoluto. Todo cristiano sabe lo que es la conversión:
adecuarse a los valores que Cristo enseñó, que nos arrancan el egoísmo, la
injusticia y el orgullo. Sabe también que la conversión es el fundamento de toda
fidelidad cristiana en la vida personal, en el apostolado o en los compromisos
sociales, profesionales y políticos.
«Pero el que escucha mis palabras y las practica, es como un hombre juicioso que
edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia a torrentes, sopló el viento
huracanado contra la casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los
cimientos sobre la roca...» (Mt 7,22-25).
El Evangelio nos muestra este proceso crítico en los discípulos de Jesús. Tal vez
con más relieve que en otros en el éxodo espiritual de Pedro.
El texto es bien conocido. Jesús acababa de predicar a una gran multitud desde
una barca, a orillas del lago de Galilea. Entre sus auditores estaban Pedro y
algunos otros futuros Apóstoles. Hasta el momento habían seguido a Cristo de
lejos, en medio de sus trabajos de pesca, sin haber sido llamados todavía a su
seguimiento más radical (Jn 1,35-42).
Terminado su discurso, Jesús los invita a pescar. Ellos ya lo han hecho durante la
noche sin ningún éxito. Pedro, haciendo confianza en la palabra de Cristo, que ya
había aprendido a aceptar, vuelve al lago a echar las redes. La pesca es
extraordinaria, y vuelto a tierra, Pedro se da cuenta que tiene ante sí a alguien
que es más que un sabio predicador. Esto contrasta con la conciencia de sus
miserias y desencadena en él un conflicto.
Arrodillado ante Jesús le pide que se aparte, porque es un pecador. Pero el Señor
aprovecha esta crisis en la conciencia de Pedro para llamarlo a la conversión: «No
temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres».
A primera vista parece la conversión total. Pero a través de las actitudes de Pedro 7
en el transcurso de la vida pública de Jesús, podemos percibir que su itinerario
como convertido estaba en sus comienzos. Hay en él mucha generosidad,
entusiasmo, impulsividad y amor sensible al Señor. Pero también hay exceso de
confianza en sí mismo y en sus posibilidades. Su idea de Cristo y del reino a los
que se había entregado era aún superficial. Su compromiso tenía la ambigüedad
de muchos israelitas de su tiempo: Jesús para él no era sólo un maestro religioso,
sino también el Mesías temporal que liberaría Palestina. Sólo al promediar los tres
años de ministerio, Pedro reconoce en Jesús al Hijo de Dios (Mt 16,16), pero la
naturaleza del reino se le escapa; «pescador de hombres» tuvo para él y sus
compañeros la noción de una empresa temporal, en la que ejercerían influencia y
autoridad. Por eso discuten sobre los primeros puestos (Mt 20,21; Mc 9,34), y
hasta la hora de la resurrección esperan la restauración de Israel (Hch 1,ó).
Para Pedro ésta fue una grave crisis. Le hizo comprender hasta qué punto su
conversión era superficial. Su autosuficiencia y miras humanas se derrumbaron.
Pero Jesús aprovecha esta misma crisis para volver a llamarlo a una conversión
más madura y decisiva. La escena corresponde a los relatos de la resurrección, y
la trae Juan en el capítulo 21,1-19.
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Hay en él la conciencia acumulada de sus limites y fallos, lo cual lo ha hecho más
humilde, y por eso su entrega ahora no se basa más en sus posibilidades, sino en
la palabra de Jesús que lo ha llamado. Parece menos entusiasta y entregado, pero
en realidad ahora es cuando su conversión es más lúcida y profunda. Ahora se
entrega con conocimiento de causa a un Señor crucificado y a un reino que no es
de este mundo y que se construye en la fe. Pedro está maduro para seguir a
Cristo, sin ilusiones ni sentimientos, en la madurez y la profundidad de la vida de
fe. Antes habÍa dejado su casa, sus barcas y su trabajo, pero no se había
entregado a si mismo. Por eso Jesús completa su llamada con un anuncio:
«Cuando eras joven, tú mismo te ponÍas el cinturón e ibas adonde querías. Pero
cuando te hagas maduro abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te
llevará adonde no quieras» (Jn 21,18).
Como los apóstoles, nos hicimos discípulos «dejando las barcas, las redes» y a
veces la familia. Nos pareció entonces la mayor generosidad. Todo nos estimulaba
al seguimiento, pues éste tenía un sabor sensible y realizador. La presencia del
Señor era «sentida» y la oración nos aportaba un consuelo que equilibraba las
dificultades de la acción, en la cual Jesús también era «sentido» como apoyo e
inspiración.
La oración ya no nos aporta el apoyo sensible de antes; más bien se hace fatigosa 7
y seca. No parece que influye en nuestra vida ni en nuestra acción. Nos parece
que recemos o no recemos todo seguirá igual: nosotros, nuestros compromisos,
los demás, la historia. Por eso una de las primeras tentaciones que
nos sobrevienen es la de abandonar la oración personal.
Esta crisis del seguimiento cristiano, dramática o sutil, es precisamente la que nos
prepara y nos conduce a una conversión más madura y decisiva. Como Pedro
después de la pasión, a través de la crisis, de su desconcierto e insensibilidad,
Jesús nos vuelve a llamar.
Esto nos llevará a otra forma de seguimiento más radicado en la causa del
Evangelio y menos en los sentimientos o en el deseo inconsciente de realizarnos y
de tener influencia. A otra oración, menos «sentida» y buscada por motivos
psicológicos, más fundamentada en el seguimiento de Cristo que nos incorpora a
su oración liberadora. A otra pobreza, menos exterior y preocupada
de «testimonio» y más de dura solidaridad con Cristo pobre y con
los desposeídos.
La castidad, siempre difícil, se irá sublimando en la amistad universal y en la
fidelidad del amor exclusivo al Señor. Seremos capaces de volver a empezar cada
día en el aprendizaje del amor fraterno no por la realización afectiva que nos
aporta, sino por el servicio de Jesús que vive en el hermano.
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Hay que saber evolucionar y crecer en las etapas de crisis que marcan las grandes
conversiones de la vida. En el fondo se trata de redescubrir los grandes valores
que nos atrajeron al comienzo bajo una nueva luz. Seguir orando, entregándose
a los demás, trabajando y esperando, en una cierta oscuridad y aridez, inspirados
en las convicciones de la fe.
SEGUNDO GALILEA
RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980. Págs. 244-254