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LA FILOSOFÍA EN COLOMBIA

Conferencias leídas en la F a c u l t a d de Filosofía


y letras de la Universidad de Antioquia

No permití que se me instara cuando el señor director de


esta Facultad me insinuó que dijese algo sobre la historia de la
filosofía en Colombia. Mis deberes hacia la Universidad, la gen-
tileza del doctor García y mi devoción por la mayor y más fe-
cunda forma de la cultura me vedaban una excusa justificativa.
Y si bien es cierto que existen en abundancia los motivos que
me separan de esta cátedra, quiero, sin embargo, que mis dis-
tinguidos oyentes conozcan en esbozo, y en forma harto mengua-
da, lo que más tarde harán otros con caracteres aquilatadores.

Frente a nuestra suspicacia racial, es difícil discurrir sobre


problemas que afectan a menudo la vida cotidiana. Tal vez por
hallarnos en los preliminares de la cultura, la conciencia multi-
tudinaria de nuestros compatriotas no ha desvinculado de las teo-
rías el esmalte disolvente de la pasión partidarista. Aunque mi-
rada la cuestión con benignidad, el fenómeno nos atrae porque
demuestra cómo las ideas han sido las naturales compañeras del
partidismo colombiano, de la emoción política, lo que hace a
ésta y a aquél, singulares ocurrencias en el panorama social de
América.

Como aquí trataremos de ideas, habremos de entendernos».


por lo mismo, con los hombres. A estos últimos cabe más fácil-
mente la ofensa que a las primeras. Empero, procuraré ser im-
parcial. Muchos merecedores de figurar en estas páginas po-
drán faltar aquí, mas, sin duda, no debido a intención prefija-
da de mi parte sino a olvido involuntario o deficiente informa-
ción. De una vez anuncio mi creencia de haber pensado mucho
en lo que diga, aunque no tanto en lo que deje de decir.
— 16 —

Para evitar caer en lo grotesco, preguntemos desde ahora:


¿Es posible hablar de una historia de la filosofía colombiana?
Porque no podemos forcejar como el buen Don Quijote con su-
puestas ejércitos de gigantes. Y esta cuestión, que es primor-
dial, se resolverá de diverso modo según el alcance que se le
preste.

Anticipémonos a responder que no existe una filosofía co-


lombiana si por ella se entiende un cuerpo de doctrina peculiar
a nuestra cultura y de origen autóctono. Pero exigir esto es des-
conocer las leyes más precisas de la historia. ¿Cómo pretender que
Colombia con 120 años de independencia política haya también
efectuado su emancipación ideológica? No podemos olvidar que
somos todavía una colonia europea, cuyo influjo en nuestro
pensamiento sólo alejará el trascurso de varias centurias. Por
otra parte, las culturas autóctonas han menester también un
estado de vida material de soberanía relativa que estamos lejos
de disfrutar en estos momentos. No se me entienda que suscri-
bo inconsideradamente a la ley de superestructuras del marxis-
mo integral. Lejos de asignar a los fenómenos culturales una
causalidad menguada, afirmo, por el contrario, el posible persis-
t i r de culturas, sin embargo de haber perecido la omnipotencia
económica.

Todo esto quizá se deba a mi especial manera de concebir


una cultura. Subordinar la cultura a un orden de influencias ra-
cíales es en mi sentir, sentar la verdadera causalidad
del fenómeno cultural. Concebir una manera coordinada de re-
laciones artísticas que obedecen a un mismo plan, remoto, pero
no menos real, es dar el concepto limitativo de cultura.

Es, pues, para mí la cultura un fenómeno complejo y concre-


to de relaciones artísticas. Por lo cual es fácil comprender por
qué sea preciso el elemento geográfico como constitutivo de cul-
tura. Ahora bien, el hombre colonial es un hombre transeúnte:
su cordón umbilical subsiste en la metrópoli y sólo lo une transi-
toriamente a la tierra que cultiva (acaso no es ésta la etimología
de colonia?), la aspiración hacia el centro de donde es originario.
Con razón advierte Ortega y Gasset el sentimiento de pre-
potencia que se apodera del colono en presencia de la colonia.
Cuando el colono procede de una elevada cultura, la tierra culti-
— 17 —

vable se le muestra como esclava rendida a sus ímpetus (1).


Podríamos decir, aplicando, el pensamiento del sociólogo hispano,
que la rebeldía de Estados Unidos hacia Europa es el tributo
que a ésta rinde la colonia.
¿Mas cómo la colonia se transforma en metrópoli? ¿Cómo
lo que era vida desde fuera se convierte en vida desde dentro,
en inmanencia vital, en fenómeno de cultura? Porque del paisa-
je vivido al paisaje creado hay sólo la distancia que cubre el
genio creador. Es fácil de concebir que después y sólo después
nazcan las escuelas filosóficas y se coordinen los sistemas; el
conocimiento abstracto es superior a nuestra visión concreta.
Pero no pretendamos tampoco hacer una filosofía nacio-
nal, como si se tratara de una carretera nacional. La ciencia no
conoce límites y se la mutila sacrílegamente cuando se intenta
amojonar su campo de influencia. Bien está que el espíritu de u-
na raza aporte a la investigación científica su peculiar manera
de ser. Grande ha sido el beneficio prestado a la ciencia por el
filósofo de Köenigsberg. No obstante, hoy le estaríamos más a-
gradecidos si en vez de haber hecho un sistema de suspicacia,
propiedad inherente al germano estructurado, hubiera introdu-
cido al dogmatismo sus dudas, no para destruirlo, sino más bien
para fortalecerlo. El pensamiento latino exageró también su
ambición de afirmar cuando por boca de Tongiorgi sentó el prin-
cipio de las tres verdades primitivas. En uno y otro caso, la filo-
sofía necesitaba crítica, pero no criticismo, afirmación modera-
da, pero no dogmatismo a ultranza. Amemos la verdad tal como
es: ya se ostente en el juicioso milenario de los Kíthanes o se
encuentre entre el legado espiritual del rey Micenos, o surja de
los labios de un plebeyo del tiempo de Menenio Agripa.
Hemos convenido en negar a Colombia una filosofía au-
tóctona. Entonces, ¿de qué iremos a hablar? Está bien que en
sentido estricto llamemos filósofo al que ha construido una doc-
trina con ingredientes propios, o vertebrando los ajenos en una
ordenación peculiar. Pero el uso nos autoriza asimismo para lla-
mar filósofo al que profesa una doctrina extraña, de la misma
manera que llamamos físico, químico, jurisconsulto al hombre ver-
sado en esas ciencias, aunque su aporte haya sido tan precario
que no tolere siquiera él ser conocido de los demás. En este sen-
tido hablaremos de los filósofos colombianos.

(1) "Sobre Estados Unidos" J. O. y G.


—18—

Parejamente, las ideas que han influido en nuestra organi-


zación política y en nuestro ambiente social, cuando esas ideas
llevan el signo de nuestra concepción del universo, merecen lla-
marse también filosofía colombiana, Y en este sentido harto
tendría yo que decir y vosotros qué escuchar si me fueran bas-
tantes tiempo y capacidad para remover este movimiento de las
ideas con las naturales repercusiones que han tenido en la vida
nacional. Sin embargo, procuraré mostraros la sucesión de doctri-
ñas que han regido la mente de los directores espirituales de es-
de pueblo. Para fortuna nuestra, podemos exhibir ante las na-
ciones circundantes las consideraciones sobre el universo que
más nos han inquietado; y esto es ya suficiente, porque como de-
cía Taine: "Si algún habitante de otro planeta descendiera a
éste en que habitamos para preguntarnos por nuestra especie,
sería menester enseñarle las cinco o seis grandes ideas que te-
nemos del espíritu y del mundo. Esto sólo habría de mostrarle
la medida y capacidad de nuestra inteligencia".

Cuando las místicas carabelas de Colón prendieron sus a-


marras en nuestro continente, el estado de civilización aborigen
no era tan menguado como es costumbre suponer. La textura de
estas edades desaparecidas apenas la entrevemos merced a pacien-
tes investigaciones de los arqueólogos que auscultan la vida
precolombina. Cuando imaginamos lo que eran los aztecas bajo
el dominio de Jahcoalt y del primer Moctezuma; cuando se nos
hacen presentes las profecías de Quetzal-Coalt sobre la destruc-
ción del imperio al advenimiento de los hombres blancos; cuan-
do pensamos en el pueblo que rigieron Manco Capac y Mama
Oello; cuando reconstruímos la vida de los chibchas y arauca-
nos, no podemos menos de sentir congoja ante el pueril prejui-
cio racial que sólo vio en aquellas civilizaciones, pueblos primi
tivos, homúnculos más o menos semejantes al hombre euro-
peo. Porque la civilización europea ha padecido del antropomor-
fismo propio de cada uno de sus miembros. En su pórtico pare-
ce estar escrito: "Fuera de nosotros, el hombre de las cavernas".
Este problema de las civilizaciones se ha resuelto en los
últimos tiempos con el criterio de un relativismo, que si no se
exagera, merece tenerse por una conquista de la humanidad. Es
preciso poseer un ideal de cultura en que a lo relativo y dife-
rencial que antes señalé, se una la posesión de la ciencia y de
la moral que no confinan.
— 19 —

Pero el momento en que se inicia la destrucción de las


culturas americanas, es el de los años primeros del siglo XVI.
Y la llevan a cabo, no podríamos negarlo, los españoles que
acaban de vencer a la morisca. La España de la reconquista no
se hizo fieramente dogmática como lo afirma Pompeyo Gener
( l ) , a causa de la lucha secular por el sentimiento de su fe. El
sociólogo catalán olvidó que fue en la Península donde la fi-
losofía escolástica se aceptó con más incisivas apostillas: Suá-
rez no es un ciego secuaz, como no lo son Vitoria, ni Báñez,
ni Molina. ¿Y qué diríamos de Vives? No fue, pues, el dogmatis-
mo a ultranza lo que llevó a extinguir las culturas precolombi-
nas. Digamos entonces, que más se debió aquel hecho a la tor-
peza de los conquistadores. El conquistador español, heróico y
cruel, provenía de los más bajos fondos sociales de la Península.
Búsquese lo que eran Pizarro, Balboa, Almagro, Belalcázar y
se explicará todo el tránsito de los conquistadores.
Si tal era el aspecto general de lo que se ha llamado Con-
quista, es inútil esperar de esa época una manifestación filosó-
fica, fuera de que no se prestaba para tan altas disciplinas la
labor implacable de la dominación. Pero pronto llegó la obra co-
lonizadora. Ya España se hallaba señora de las tierras de Amé-
rica. La inmigración produjo entre nosotros caracteres diver-
sos a los ocurridos en las colonias de otras metrópolis. La na-
ción que llevó a cabo la reconquista con la mística ardentía de
los cruzados, que salió vencedora en las Naves de Tolosa; el
pueblo que en estos momentos vence en Lepanto con sobreco-
gimieto de los siglos, es el mismo que hoy recorre el mundo
nuevo colonizando de modo bien distinto, al que usarán más
tarde sus rivales europeos. .
Si queremos motivar inequívocamente el fenómeno especí-
fico de las colonias hispanas, atendamos en primer término al
ideal religioso que guía a la nación peninsular, y en segundo
lugar, no olvidemos que vive España el mejor siglo de su his-
toria. El siglo de oro es ilustre por todas las ostentaciones del
espíritu. Salamanca y Alcalá son castillos almenados de Sabidu-
ría, La literatura, el derecho, las ciencias físicas y la filosofía
alcanzaban el nivel de los tiempos. España dio en aquel momen-
to a la humanidad el espectáculo de una restauración escolás-
tica frente a la decadencia que avasallaba la filosofía en otras
naciones. Los españoles fueron esta vez admirablemente equili-
(1) "Herejías".
-20-
brados. Del Renacimiento tomaron lo que podría armonizar con
las ideas cristianas. La filosofía independiente miró a la pro-
fundidad del pensamiento y a la belleza de la forma como pue-
de verse en Luis Vives. Los escolásticos persiguieron la claridad
de exposición de los filósofos del siglo XIII. La corriente es-
colástica dominó en España en aquel tiempo, por la calidad y el
número de sus gonfalonieros: Vitoria, Donmingo Soto, Melchor
Cano, Báñez, Juan de Santo Tomás, Fonseca y Suárez merecen
el agasajo de las generaciones. Tuvo la filosofía de ese entonces
los caracteres de los Renacimientos. No se aceptó incondicional-
mente; tampoco se rechazó sin juicio minucioso. Hoy podemos
considerar de nuevo sus doctrinas aceptando y rechazando, mas
permaneciendo siempre fieles al ideal de la sabiduría: la ver-
dad.
Tal era la nación que llevó a cabo la colonización de Amé-
rica. España derramó sus hombres por este continente, paten-
tando a veces su crueldad legendaria (porque yo creo en la Es-
paña cruel e inhumana), otras veces su magnificencia, y en to-
da ocasión su heroísmo. Pero no paró allí su obra. España fun-
dó en América una colonia del espíritu, como me encargaré de
mostrar. Cuando se piensa con un ilustre escritor venezolano que
a España faltó conquistar Américas del espíritu, se escribe por
escribir y nada más.
Como mi propósito sea sólo tratar de la filosofía colom-
biana, apenas por incidencia aludiré a las restantes naciones.
En Colombia podemos distinguir cinco períodos filosóficos,
tomando como base las escuelas que han ganado la adhesión de
las minorías directoras.
Nace el primer período como proyección en América de la
grandeza metropolitana de que hablaba hace un momento. Sur-
ge luego el ergotismo o escolástica decadente para morir cuando
la expedición botánica empieza a dar sus frutos cientifistas.
Maduran después las ciencias particulares a las que cobija más
tarde una filosofía utilitarista que perdura por media centuria,
Viene luego un brillante renacer escolástico, que alcanza hasta
nuestros días en los que es preciso ver, en esbozo, un quinto
período filosófico, aunque no perfectamente definido.
PRIMER PERIODO
Han creído distinguidos historiadores de nuestra cul-
— 21 —

tura que a la llegada de los españoles, vino con ellos la filosofía


decadente, trasunto mortecino de la alta escolástica. Para quie-
nes, como dice Mr. Carrasquilla (1) ergotismo, peripato, esco-
lástica, tomismo y hasta cristianismo son una soda cosa, la cues
tión no ofrece lugar a duda. Otros, ampliamente versados en la
evolución del pensamiento escolástico, Mora y Rengifo, por ejem-
plo, se inclinaban a creer que fue la decadencia la que tuvo vi-
gor en nuestros primeros movimientos culturales. Yo suscribo,
sin temor a errar, la tesis de un distinguido rosarista , que por
los años de 1917 demostró con sobradas razones "que la filoso-
sofía que llegó a América era la que exponían en el siglo XVI
Suárez, Vásquez, Fonseca, Vitoria, Soto y Melchor, Cano, a
quienes nadie será osado a tachar de decadencia o ergotismo".
(2). En efecto, cinco centros de estudio fundados en Bogotá,
exhibieron famosos profesores que habían logrado en España
altas cátedras en sus universidades.
"La Universidad tomística" fue en un principio "Colegio
de Santo Tomás" y allí, en 1573 dictaron los dominicanos las
primeras lecciones de filosofía. En 1639 después de largas vi-
cisitudes, el colegio se tornó en Universidad que vivió hasta el
año de 1861, manteniendo su fama regularmente constante.
La Universidad Javeriana se inauguró en 1623. En ella bri-
llaron las doctrinas de los claros varones de San Ignacio que en
España regían, con los dominicos, los altos estudios filosóficos.
El Colegio Seminario de Saín Bartolomé siguió de cerca la
orientación javeriana.
Fr. Cristóbal de Torres, discípulo de Domingo Soto, fundó
en 1653 el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Los
maestros dominicanos, seguidores del Aquinate, pervivieron en
ella la alta tradición escolástica. Historiadores de aquel ilustre
Claustro nos cuentan que allí al par que se estudiaban los di-
vulgadores del tomismo, se recurría frecuentemente a la Sum-
ma y se escrutaban, con paciencia de sabios, las obras primoge-
nitoras de la filosofía griega y patrística.
Juan Duns Escoto tuvo en estas tierras del trópico un se-
minario digno de su doctrina. Los padres franciscanos consti-
tuyeron en Santafé el colegio de San Buenaventura.
remotos profesores obtuvo la Colonia tratados filosóficos

(1) "Barbarie del lenguaje Escolástico"


(2) Franco Quijano: "La filosofía tomística en Venezuela"
— 22 —

que recorre, siempre inconforme, el incisivo pensar del maestro.

Hé aquí, ligeramente revistados, cinco centros difusores de


cultura, cuyo influjo se siente todavía. Algunos de ellos, después
de muchos lustros de gloria, sucumbirán al mandoble implacable
del anticlericalismo. Otros habrán de padecer la herida de una
decadencia, tanto más insufrible cuanto más glorioso fuera su
pasado.
Delicadas excavaciones ocurridas en las bibliotecas capita-
linas han permitido reconstruir en nuestros días la época desa-
parecida de las grandes escuelas de la colonia.
Sin serme posible citar obras que no dejaron o no se cono-
cen, vais a oír los primeros nombres que figuran en nuestra pa-
tria como cultivadores de la filosofía. Al dominico Juan de La-
drada (1) tocóle en suerte leer por primera vez filosofía en e1
Colegio que más tarde se llamó Universidad Tomística. El Pa-
dre de Ladrada fue posteriormente obispo de Cartagena. En el
seminario de San Bartolomé enseñaron filosofía, a poco después
de su fundación, Martín Funes, Bartolomé de Rojas y otros (2)
Del insigne fundador del Rosario no poseemos obra sistemática
que nos señale la ruta de su pensamiento. De gran mérito, empe-
ro, son las constituciones que dictó al colegio, por donde se co-
lige una copiosa información en ciencias humanas y divinas,
unidas a la mesura del legislador estructurado.
En la biblioteca nacional reposa un manuscrito titulado
"Metaphisica Aristotelica" donde se examina al autor de las Ca-
tegorías a través de los comentarios de Santo Tomás. En opi-
nión de los que conocen aquella obra, el autor se revela admira-
blemente dotado de criterio y erudición a la altura de la época.
No desconoció el autor las teorías heliocéntricas de Galileo y
Copérnico y parece que las suscribía. Franco Quijano trascribe
algunas proposiciones del filósofo de la "Metaphisica" que po-
nen en evidencia el avance cultural y la osad.ía del escritor, lo
que habrá hecho acongojar a los interesados calumniadores
del legado espiritual de España. Me permitiréis que lea aquí
las citas de Franco Quijano:

(1) V. Revista del Rosario página 492—T. XVII.


(2) Revista del Rosario, p. 495. T. XVII.
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"Pythagoras Terram in centro mundi collocavit"... "Co-


pernici sectatores collocant solem incentro"... "Nec tamen opi-
nio quae prius blasphema credebatur, paulatim sese in acade-
mias et ipsas Religiosas Familias insinuavit" (1). Un estu-
dio cuidadoso debió de hacer el autor de la física Aristotélica,
pues así lo revela la última parte del manuscrito, según nos
dice el historiador antecitado. En opinión del mismo, la obra de-
bió salir del siglo XVII. Contemporáneas de aquella obra son el
"Cursus philosophicus" del jesuíta José Aguilar publicado en
Lima y las "Dissertationes Scholasticae" del padre Peralta (S.
J.) que vio la luz en Méjico. No podemos dejar de citar al pa-
dre Juan Chacón, "professor in Solmaticensi Academia", como
orgullosamente se decía y de quien existe un códice en la Bi-
blioteca del Rosario, en el cual se revela fervoroso suarista. Nom-
bremos también otro partidario de Suárez por estos tiempos, el
Padre Pérez Merocho.

Aquel insigne filósofo escolástico, Duns Escoto, de quien


se ha dicho que no hubo doctrina tomista que él no combatiese,
tuvo aventajados discípulos en los tiempos de la remota Colo-
nia. Ni podía ser de otra manera, pues el advenimiento de los
franciscanos y la fundación del colegio de San Buenaventura, de-
bía, por explicable causalidad, engendrar la afición al maestro,
del que fundadamente se enorgullece aquella orden. Todo el esco-
tismo peninsular irrumpirá en América donde habrá de escri-
birse una obra, en ningún caso despreciable: "Domus sapientis
Doctoris subtilis Joanis Duns Scoto" a fratre Hiecronino Mar-
cos, philosophiae Lectore" (2). Este códice trae un colofón de
1692 (3).

Los secuaces del doctor Sutil continúan alimentando el


fervor de su maestro; y nuevas obras son elaboradas con el pen-
samiento del escotismo. Antonio de Córdoba escribe los "Comen-
tarios del maestro de las sentencias". Las "Disertaciones de Me-
Metafísica" de fr. Antonio Briceño y los "Comentarios" de Fray

(1) Franco Quijano—"Historia de la Filosofía Colombiana"


(2) Biblioteca Nacional—Cita de Franco Quijano.
(3) Franco Quijano—"La Filosofía Tomística en Venezue-
la".
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José Merinero ostentan el estigma de la decadencia; fray To-


más Llamazares trabaja a la sazón en obra de poca entidad, pe-
ro de importante alcance educativo: "Filosofía escolástica se-
gún la mente de Escoto".
Leer a Escoto es reconciliarnos con los escotistas. No sé
qué de latente me mueve a admirar al glorioso franciscano. Su
existencia obedece a una necesidad que Dios llenó en la filosofía
del siglo XIII. Escoto es un control. Tal vez no a Santo Tomás,
pero muy probablemente al tomismo, fue indispensable que
Escoto viviera. Era natural y estaba entre la debilidad humana
que la admirable síntesis del Aquinate pecara un tanto de op-
timismo al pasar a sus consultadores. Escoto detuvo los exce-
sos. Si a Escoto no hubiese tocado en suerte ser el opositor del
tomismo, y si más bien hubiese formado en las derechas de la
filosofía, yo estoy tentado a creer que su sistema habría per-
durado. Pero le cupo cumplir una labor de crítica que puso aler-
ta al adversario y lo hizo más seguro. Duns Escoto tal vez ha-
bría construido un sistema si hubiese sido anterior a Santo
Tomás. El doctor Angélico estaba constituido de equilibrados
dogmatismo y criticismo. En Escoto éste era mayor que aquél.
De haber trocado posiciones en el tiempo los dos insignes maes-
tros, quizás hoy estuviéramos estudiando a Escoto, esmaltado
con la mesura del tomismo, resumida en apostillas admirables.
Pero fue providencial que Santo Tomás precediera a Escoto y
que Escoto imprimiera la pausa en los discípulos del Angéli-
co, levemente tentados de euforia, para que examinasen mejor
el legado fecundo.
La Compañía de Jesús ha sido muchas veces grande. Una de
ellas es cuando Francisco Suárez, un granadino, decide ir a Sa-
lamanca para ingresar en las milicias ignacianas. Con Suárez
clausura la Escolástica la serie dé grandes figuras de restaura-
ción con que España colabora en la historia de la filosofía. Y
hubo en la América continuadores esclarecidos de la doctrina
del maestro Eximio.
A comienzos del siglo XVII, ya Suárez no se contaba entre
los vivos, pero su sistema era estudiado en la Compañía que lo
acogió. Plateresco, Rococó, Góngora, son ingredientes pondera-
dos del siglo décimo séptimo español. Sus colonias no reciben
el refinado arte gongoriano; pero se indemnizan con los libros
de Francisco Suárez.
"Fue el Padre Jerónimo de Escobar, dice Franco Quijano,
—25—

el primer escritor que en Santafé expuso las opiniones del Exi-


mio. En 1637 redactó las Disputas Teológicas, códice de 86 fo-
lios, en que sigue las huellas del maestro con un orden y p r e -
cisión asombrosos. El padre Escobar, docto, fecundo y erudito,
emprendió el estudio concienzudo de las obras de Suárez y fue
uno de los más ilustres profesores de la Javeriana. Su dialécti-
ca es terrible".
En 1641 escribió el "Liber unicus de virtutibus" y empezó
la "Controversia de actibus humanis", donde expone la doctri-
na de Molina; en 1647 terminó la "Controversia de angelis"
calcada sobre la obra correspondiente de Suárez, y el mismo año
inició los "Prolegómenos a la Sagrada Teología"; en 1657 tra-
bajó en el tratado "De Fide, Spe et Charitate" y en 1661 en el
opúsculo "De Incarnatione"; en 1662 en el "De Beatitudine"; y
su obra "De Scientia, Voluntate et Providentia Dei" (en que adop-
ta el congruísmo del Eximio); su última publicación fue la "Con-
troversia de Divina Gratia", que más parece un programa que
una obra (1).
Por esta larga cita que acabo de leer, habréis advertido que
las labores del Padre Escobar se encaminaban primordialmente
a la exposición teológica más que filosófica propiamente dicha.
Sin embargo, su nombre merece recordarse como divulgador
en estas comarcas del gran filósofo granadino.
En la Biblioteca de Monseñor Zaldúa reposaba un precio-
so manuscrito titulado "Tractatus de Mysterio Yncarnationis"
escrito para San Bartolomé por el Padre Andrés de la Barra,
Con escritura igual a la del códice hállase al final un soneto
de sostenida emoción y que recuerda por más de un concepto
los catorce versos de autor controvertido que todos conocemos
(2). 'Teólogos suaristas fueron, asimismo, Juan Antonio Vari-
llas ("De concientia" y "De actibus humanis") y Juan Manuel
Romero autor del inconcluso artículo "De peccatis".
Los jesuítas Herrera y Mimbela enriquecieron la biblio-
grafía teológica con obras de positivo mérito. Débese al primero
el "Tractatus de Sacrosancto Triados Mysterio" y el "Tratac-
tus de Arcano Trinitatis Mysterio". El segundo escribió un nue-
vo "Tratactus de Essentia et Attributis Dei".
En el siglo XVIII, cuando se inicia la decadencia de la es-

(1) "Suárez el Eximio en Colombia",


(2) Franco Quijano: "Hallazgo".
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cuela dominicana, el suarismo se proporciona todavía defenso-


res de inusitado vigor. Fue entre ellos el más ilustre por la uni-
versalidad de sus conocimientos el jesuíta Juan Martínez de Ri-
palda. Contra la decadencia que se precipitaba, echó a la circu-
lación un libro editado en Lieja en 1704: "De usu et abusu Doc-
trinae Divi Tomae, pro Xaveriana Academia Collegii Santae
Fidensis in Novo Regno Granatensi". Al presente sólo se co-
nocen dos ejemplares que moran en la Biblioteca Nacional. No
esquiva el autor su malquerencia a la orden dominicana; pero
todo se le excusa ante la fuerza poderosa de su argumentación
y el rico arsenal de doctrina. Atribúyense también con buenas
razones al padre Ripalda los renombrados opúsculos "De ente
supernaturali" y "Apéndix" contra Bayo.
La influencia del Padre Ripalda se deja ver en los años
que subsiguen. En 1705 es conocida la obra "Tractationes Phy-
sicas per R. P. Ignatium Meabrium S. J . " . En este libro se
adivina grande independencia de criterio, pues siendo su autor
abiertamente suarista, no teme apartarse del maestro en doc-
trinas matrices de la filosofía.
José Velásquez es profesor de la Javeriana y como autor
de "Physica" se muestra afecto a la letra y al espíritu del sua-
rismo.
Moisés Bacón, lector de filosofía en San Bartolomé, se
hace memorable con las "Disputationes in libros Aristotelis de
anima". Luis Chacón escribe "De Dei scientia" y deja iniciadas
las "Disputationes metaphysicae". Simón Viñas, (1) José Ro-
jas (2) y el Padre José Molina se revelan suaristas de méri-
tos desiguales. El último de los citados, es el primer jesuíta na-
cido en Antioquia. Es autor del tratado "De divina Providentia
et pradestinatione"; ágil en la argumentación y defensor va-
liente de la tesis de su homónimo español sobre tema de tan al-
ta trascendencia.
Quizás como fruto espiritual del padre Molina, aparece
a mediados del siglo (1764) un filósofo y teólogo antioqueño:
el jesuíta Juan Antonio Ferraro. Su obra es meritoria en con-

(1) Controversia de Deo Trino.


(2) "Tractatus scholasticus de Proemialibus Theologiae et
disputationibus gratiae actualis".
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cepto de los conocedores. Cinco libros legó a la posteridad:


"Tratactus de Deo Homine", "De perfectionibus inmaculatae
Matris Christi", "De gratia habituali et merito" y el "Tracta-
tus de Deo Trino". Algunas de esas obras fueron escritas en
colaboración con el ilustre jesuíta Antonio Julián. Otras com-
plementaban las doctrinas de éste. Pero su meritoria labor que-
dó consagrada en las insignes "Disputationes Teologico-scho-
lasticae de Deo Homine", el más importante de sus libros, y cuyo
ejemplar manuscrito mora en la biblioteca del doctor Zaldúa (1)
Anterior a estos trabajos fue el "Tractatus de Visione Bea-
tífica", (1753) obra interesante por sus comentarios a la "Pri-
ma" de Santo Tomás. Su autor, el Padre Antoniode Guzmán,
(S. J . ) , era antioqueño, miembro de esclarecida familia (2).

Aníonio Julián era misionero infatigable y escritor profun


do. En 1765 hizo imprimir su obra "De Deo Uno et Trino" a la
que habia precedido un "Tractatus de perfectionibus Christi et
ejus Matris". No falta historiador que hable de este jesuíta
como de un "ilustre polígrafo".
Va ya larga la serie de autores suaristas y al cabo surge
alguno que merece especial memoria. Ni vosotros ni yo podemos
columbrar su nombre; los historiadores callan, sin in-
sinuar siquiera quién puede ser autor tan meritorio. Se pre-
sume fundadamente sea un jesuíta; pero el manuscrito sólo deja
ver en concepto de los que lo conocen, la exposición impersonal
de la doctrina. Y digo impersonal, queriendo ausentar de la o-
bra la nota lírica o romántica, pues si de conceptos propios se
trata, abundan en el autor, si nos atenemos a las afirmaciones
de los que leyeron el infolio. Franco Quijano advirtió en el anó-
nimo filósofo, al más fiel intérprete de Suárez. Sobre el Doctor
Eximio adelanta conceptos que cien años después pronunciará
Zeferino González. En frases descosidas se deja ver como parti-
dario de una escuela jesuítica frente al tomismo: "Respondetur
thomistis", "obiectácula thomistarum", son locuciones corrientes
en la obra. Según nos dice el rosarista ya nombrado, el autor
se adelantó a Mercier. El anónimo propugna dos tesis que para

(1) Julio César García: "Historia de la Instrucción Pú-


blica en Antioquia".
(2) Julio César Garata: "Historia de la Instrucción Pú-
blica en Antioquia".
— 28 —

mí gozan de profunda verdad. Para el desconocido, como para


el cardenal belga, en Metafísica general sólo cinco categorías ha-
cen parte de su objeto propio, (1) a saber: substancia, cualidad,
relación, acción y pasión. (Franco Quijano cita mal a Mercier
cuando introduce la cantidad y olvida la acción y la pasión; o
en caso de ser la enumeración del rosarista la que corresponde
al autor de la obra que Comentamos, ya entonces no me afanaré
por defender su opinión, pues no sabría cómo hacerlo).
Otra de las tesis del anónimo escritor consiste en afirmar
contra el cartesianismo latente en esa época, que el alma de los
brutos no es simple sino compuesta. Los comentadores hacen
coincidir esta opinión con la correspondiente del arzobispo de
Malinas. No podría pronunciarme definitivamente en este litigio
por no conocer los términos precisos que el desconocido emplea
para sustentar su doctrina. Empero, paréceme que hay un equi-
voco y una incomprensión cuando se interpreta a Mercier y se
le atribuye el concepto de negarle simplicidad a las almas de
los brutos. El sutil espíritu de Lovaina no afirmó nunca aqué-
llo. Se hallaba en presencia del legado cartesiano que se había
infiltrado en todas las filosofías. La simplicidad de las formas
de los brutos apenas si se distinguía de la exclusiva del espíri-
tu, y a ella, y no al compuesto era atribuida la sensibilidad. Fue
ante todo su intención demostrar la tesis de que "el primer su-
jeto de la sensibilidad es una substancia compuesta" (2) en nin-
gún caso que la forma substancial de los brutos poseyese prin-
cipios constitutivos.

SEGUNDO PERIODO

¿Cuál fue el primer conato de decadencia en la filosofía de


los tiempos coloniales? Sería difícil establecerlo con precisión.
El caso es que a la América debió ocurrirle un fenómeno aná-
logo al que invadió la Europa del siglo décimo quinto: La inca-
pacidad de los hombres para inaugurar nuevos temas de discu-
sión. "Ya es un intento común de los sociólogos colocar las épo-
cas de decadencia en los umbrales mismos en que aparece el
formulismo.

(1) V. D. Mercier. "Ontologie".


(2) V. D. Mercier "Psychologie".
— 29 —

¿Qué está sucediendo en las Cortes españolas durante el


régimen del absurdo Rey Deseado? El protocolo palaciego ocu-
pa la atención de los grandes de España; todo el laberinto del
ceremonial es de mayor momento que el caudal almacenado para
regir los pueblos. La decadencia española que se inicia en el a-
dusto entrecejo de don Felipe 11 por causas que inútilmente es-
tarían aquí, culmina en los tiempos atormentadores del reinado
de Fernando VII.
Bizancio es un símbolo de decadencia. Cuando leemos la
vida de Napoleón, nos asalta el presentimiento de la inminente
derrota del héroe a cada momento que opone la fórmula a la
realidad. Napoleón nos indemniza del grotesco espectáculo de la
coronación imperial cuando, tomando la corona, se la ciñe ante
la perpleja muchedumbre que mira el oprobio a la Santidad de
Pío VII.
¿Acaso Monsieur Thiers no fue parcial al advenimiento de
los Borbones? Todo habría podido realizarse, si el conde de
Chambord no hubiese interpuesto su anhelo pueril de las r e -
membranzas de familia. Las democracias perecen, cuando consi-
deran que el país se hizo para la constitución y no la constitu-
ción para el país. Las universidades tienden a desaparecer cuan-
do los símbolos se tornan en jugo vital de su existencia.
Yo amo los símbolos pero cuidando siempre de darles su
lugar merecido. Nuestra compleja humanidad ha menester de
la forma sensible que refleje su caudaloso ser interior. El sim-
bolismo de las altas culturas cuenta hoy historiadores tan pers-
picaces como lo requiere el fondo de las civilizaciones. Las fuer-
tes rebeldías de los humanos frente a la tradición se resumen
muchas veces en un cambio de símbolos. Una entidad, cualquie-
ra que sea, despojada de la fuerza de los signos es, en su des-
gracia, tan solo comparable a aquella cuya estructura no revela
más que simbolismos.
Tal fue el suceso que ocasionó el destronamiento de la Es-
cuela en los siglos, medios como en la edad histórica a que he-
mos llegado.
Augusto Messer, un historiador heterodoxo de la filosofía,
expone así el sentido de la decadencia: " E n los últimos siglos
de la Edad Media, la Filosofía escolástica se mantuvo fiel a los
grandes sistemas del siglo XIII; pero, generalmente, sus culti-
vadores se limitaban a aceptar los conceptos fundamentales co-
mo dados y sobreentendidos; perdiéndose cada vez más en la dis-
— 30 —

cusión de cuestiones de detalle, que degeneraban frecuentemen-


te: en sutilezas sin base, y polémicas hueras de palabras, e in-
cluso en cuestiones sin sentido". (1)
Este es el sentir común de todos los historiadores de la
escolástica. Un contemporáneo de la decadencia, se burla con
perversa agilidad de las cuestiones movilizadas en las disputas
filosóficas. Reléanse los capítulos del "Stultitiae laus" y pare-
cerá tener en frente los labios descarnados, entre compasivos y
crueles, de Erasmo de Rotterdam que asiste a un quodlibetal.
En el desfallecimiento de la escuela influyó antes que todo
el ergotismo. La forma silogística constituía el núcleo de toda
discusión. Era mil veces más trascendental para aquellos filó-
sofos mediatizados saber si argumentaban en Baroco o en Fri-
sesomorum, que toda la bella teoría de la potencia y el acto del
Angélico Maestro. Y aquellos pobres espíritus imaginaban que
hacían filosofía, de la misma manera que el torpe que cree cons-
truir la Divina Comedia teorizando sobre los tercetos.
Este grave peligro lo había advertido desde la antigüedad
Aristón de Chíos cuando afirmaba que "los que se encierran en
la dialéctica son comparables al que come cangrejos: pasan la
vida buscando un bocado de carne en un montón de escamas".
Suele asignarse como causa de la decadencia escolástica
su adhesión irrebatible a la teología. Condicionalmente no es fá-
cil rechazar esta afirmación. En efecto, ¿cómo negar la influen-
cia de los hombres cuando por un afán aberrante, se empeñan
en desacreditar una doctrina? Aviesamete se entendió la expre-
sión "philosophia ancilla theologiae"; con malignidad impon-
derable se hizo creer en una positiva y perenne intromisión de
las verdades da la fe en las verdades científicas. Se desconocía,
por interés, que el asentimiento a la fe es, en su principio, tan
racional, como la constante certeza de la ciencia.
En dura frase decían los antiguos, que la filosofía era es-
clava de la teología. ¿Pero quién, que no sea un calculador, en-
tiende que se trataba de la sumisión de una ciencia a otra?
¿Quién no ve que ahí solo se expresaba la esclavitud de la inte-
ligencia finita a la infinita y de la ciencia falible que aquella
cohesiona a la infalible revelada por Dios? Para iconformes
estos sí esclavos de lia letra, "podríamos decir que no hay esclavi-

(1) "Filosofía antigua y medieval".


— 31 —

tud de una verdad a otra: hay supremacía de inteligencias. El


Giorgione inventó el caballete que permite trasladar la obra de
arte que antes permanecía adherida al muro de la arquitectura.
Eugenio D'Ors asocia: "Philosofía ancilla; pintura ancilla tam-
bién; hé aquí la Edad Media. Dos nombres hay que citar jun-
tos al final de todo esto: el Giorgione, inventor, dicen, de la
pintura de género y Montaigne, diremos, de la filosofía de gé-
nero" (1). La imagen nos parece admirable e ingeniosa; sólo
que presumimos habrá de. ir alguna distancia entre el caballete
y la inteligencia infalible.
Si atendemos al desquiciamiento de la física medieval
ante las nuevas miradas de la ciencia da los, siglos XV y XVI
como una de las causas de decadencia, no podremos menos de
distinguir con sumo cuidado. Hubo un error de perspectiva del
particionero de la filosofía del Medio Evo, al confundir la con-
cepción física con la metafísica. Sostener el sistema aristotéli-
co de los cuatro elementos era un anacronismo imperdonable;
pero no lo era mantener defendida su teoría hilermorfista.
"De entre las ruinas de la ciencia medieval quedaban en pie
datos de observación bastantes para servir de punto de apoyo
a las doctrinas substanciales de la filosofía". Tal es el sabio
'pensar de Mauricio de Wulf. Más adelante añade: "La escolásti-
ca fue derrotada por falta de hombres, no por falta de ideas".
(2).

Y la historia, que carece de imaginación, se repite acá en


América. El suarismo sostuvo sus puntos de vista con regula-
do vigor hasta mediados del siglo XVIII. De ahí en adelante,
todo fue el decaer soñoliento de las grandezas pasadas. Los fi-
lósofos, inamoldables al soplo científico engendrado por la Ex-
pedición Botánica, permanecieron enclaustrados en el formulis-
mo de la Escuela. Vergara y Vergara habla del plan de estudios
de aquella época: "El primer curso de la filosofía era el de lógi-
ca", en el cual, "se desgañitaban en meras cuestiones de tér-
minos, signos y s i g n a d o s . . . En el segundo año se aprendía la

(1) "El Valle de Josafat".


(2) ''Historia de l a filosofía". '
— 32 —

metafísica en latín, y en el tercero, la física, sin instrumentos.


El Arzobispo Virrey se quejaba de esta anomalía. "Porque (de-
claraba) un reino lleno de producciones que utilizar..., cierta-
mente necesita más de sujetos que sepan conocer y observar
la naturaleza... que de quienes entiendan y discutan el ente de
razón, la primera materia y la forma substancial".
Hubo un programa de reformas. Moreno y Escandón ela-
boró un plan de estudios cuyo intento primordial era conducir
al estudiante a la observación de la naturaleza. El señor Moreno
llegó hasta querer abolir el estudio de Santo Tomás en el Cole-
gio del Rosario, a lo cual se opuso con energía plausible el rec-
tor don Manuel de Cayzedo, quien por otra parte intensificaba
el estudio de matemáticas y ciencias naturales.
No faltaron en esta decadencia hombres equilibrados que
uniesen la filosofía a la ciencia nueva. Mutis difundió en el Ro-
sario el libro del Padre Narciso, de que hablaba antes, a causa
de su copiosa información sobre la física copernicana. No obs-
tante, las antiguas disputas se obstinaban en persistir y la reac-
ción fue más violenta de lo que podía desearse. Las obras filo-
sóficas estaban relegadas, por aquellos tiempos, en el rincón de
las cosas inútiles. El estudiante sólo miraba el paisaje feno-
menal rechazando toda concepción trascendente.
A mí se me ocurre que América estuvo en ese tiempo a la
altura de la edad histórica. Va a advenir el ochocientos y el mun-
do se prepara para la investigación de la naturaleza. Todo el
siglo XIX, a pesar del materialismo fogoso que lo invade, es una
aspiración desesperada hacia el conocimiento. El agnosticismo
es un símbolo paradójico de la realidad interior que mueve las
almas. Desventurada e ilusa, con todo, la centuria decimonona
es magnífica, aunque no se le mire, sino como preparación de
este siglo XX de inquietantes sugestiones.
Las matemáticas constituían el arco toral de la cultura de
fines del siglo XVII. Cuando don Felipe Romana, colegial del
Rosario, envió a Colombia la Filosofía del P. Francesch de Gua-
temala, fue acremente criticado por el claustro rosarista. En un
ejemplar que se cuida en la biblioteca del colegio, pueden leerse
notas y comentarios burlones a la obra del profesor de la Uni-
versidad de San Carlos. Copio los siguientes citados por Fran-
co Quijano: "Aristóteles a quien siguieron los españoles ciega-
mente por mucho tiempo, y con él, el Angélico doctor Santo To-
más, quería que los que hubieran de estudiar filosofía estuvie-
— 33 —

ran instruidos en las matemáticas. Ya se ve: no hablaban de


esta ridicula filosofía". Y todo esto se escribe en el que fue fun-
dado para semillero del tomismo. Otra nota tendenciosa expre-
sa lo siguiente: "sine mathematicis philsophare velle, idem
est ac sine cruribus ambulare".
En tanto, ¿qué hacían los filosofículos? Discutir imbécil-
mente. Nadie los oía; los novísimos frutos de la Enciclopedia em
piezan a conocerse en Bogotá. Nariño tiene una biblioteca de
la eficacia de los extintores anarquistas.
Citaremos tres autores que, aunque con términos entre sus
obras, son sin embargo minoría selecta en la filosofía decaden-
te. Tales son: el jesuíta Nicolás Candela que en 1747 escribe
un "Cursus Philosophicus in quinque tractatus". El doctor A-
larcón y Castro, colegial del Rosario, es autor de un "Tractatus
de Dialéctica, seu Lógica parva in tres divisus libros, justa mi-
ram Angelici nostri Doctoris doctrinam", que vio la luz en 1758.
Don Felipe de Vergara y Cayzedo es un hijo póstumo de la
muerta filosofía. En los años finiseculares hace conocer unos
"Elementos de filosofía natural" y el libro "Filósofos griegos".
Toda esta bibliografía, nacida dentro de la decadencia, no po-
dría, sin embargo, tacharse de decadente.

Estas dos épocas que acabamos de estudiar son a nosotros


lo que la Edad Media a la historia europea. Mirémoslas sin pa-
siones ni prejuicios. Es el primer escalón de nuestra cultura.
Los pueblos nunca han empezado por donde nosotros gloriosa-
mente abrimos a la nacionalidad. Que no subsista más la im-
punidad científica que hasta ahora nos ha torturado. Aquí, en
Colombia, donde un profesor o de química, o de economía, o de
hacienda pública, o de estadística habla con olímpico despre-
cio del "caos de la Edad Media" y todo porque no hubo esta-
dística, ni hacienda, ni economía, ni química o si existieron no
estaban a la altura de nuestro tiempo. Citemos de nuevo a Hi-
pólito Taine: "Las tres cuartas partes de la humanidad toma las
concepciones de conjunto por especulaciones odiosas. Tanto peor
para e l l o s . . . . Para qué, sino para formarles y educarles vive
su nación y su siglo" (1).

(1) "Le Positivisme anglais".


—34 —

TERCER PERIODO

Esta etapa de la vida colombiana merece un proemio en


que se analicen ios reflejos ideológicos en los hombres de Amé-
rica. Cómo pensar que la revolución americana se llevará a ca-
bo como efecto de un ciego mecanismo de contornos ambienta-
les? Muchas causas hubieron de influir en la emancipación, pero
sería traicionar la verdad de la historia, desconocer el influjo
omnipresente de las ideas.
Poco tendría que decir a los estudiantes de historia de
Colombia sobre las causas de la independencia. Si no tuviera en
mi programa el desarrollo de las doctrinas filosóficas, de buen
gusto abandonaría el exponer lo que vosotros sabéis con ex-
ceso.
En la ocasión anterior, tuvimos oportunidad de ver los
asomos de las ciencias naturales en el estrado de nuestra cul-
tura. Felizmente, no fueron aquellos hombres que las cultiva-
ron, inflexibles sostenedores de las excelencias de la ciencia par-
ticular. Esmaltados de España y tradición, supieron coordi-
nar los fueros de la antigua sabiduría con la ávida investiga-
ción de la naturaleza. Y estamos en el período decadente de la
filosofía y en los umbrales de una nueva época. La decadencia
filosófica, ya lo hemos afirmado, se llevó a fin en los hom-
bres que sistematizaban. En Colombia, a diferencia de lo que
ocurrió en Europa en la edad correspondiente, los hombres de
ciencia guardaron mejor acuerdo. Hubo excesos pero más se de-
bieron a cerebros menores que a minorías directoras. Ya ha-
blamos de Mutis, en quien fue armonizada la cultura clásica
con el progreso científico. Manuel de Caycedo, Moreno y Es-
candón y el Arzobispo Virrey supieron atrapar la inquietud
de la hora, inclinando la naturaleza para el estudio de sus se-
cretos. Sólo los filósofos profesionales permanecían encerrados
en triviales sofismas de distracción. Los hombres de ciencia
conservaron en cambio, las altas verdades que había dejado
la grande filosofía del siglo XVII. No fueron filósofos, pero
en ellos tuvo la filosofía dóciles inteligencias.
Cuando se trata de la revolución americana, no puede ha-
cerse a un lado lo que era España por aquella época. Aquélla
unidad espiritual que ostentaba la Península de los siglos glo-
- 35 -

riosos, iba desapareciendo al sutil mensaje del Enciclopedismo.


La cristiana realeza empezó por sufrir el quebranto de creencias
milenarias. Los hombres influyentes eran, ante todo, los que
aspiraban por el colador pirenaico, la perversa ironía de Voltaire.
Un fuerte núcleo de ciudadanos desvertebraba a la nación con
ideales exóticos al caudal de la raza. Las doctrinas proyectaron
sobre el hombre del montón, la inconformidad con la España
tradicional. Sáinz Rodríguez no duda en afirmar que España
pereció cuando se extinguía su unidad religiosa. Porque la co-
hesión de la Península tuvo una sola explicación por todo el tiem-
po que hubo de subsistir: la fuerza de la iglesia Romana.
Desde un aspecto exclusivamente social, ninguno ignora el
beneficio de las religiones en el movimiento de las muchedum-
bres. El estado no puede adentrarse en la vida interior de los
hombres, para moderar sus impulsos. Y ¿qué puede haber más
fundamental para el humano, que la ordenación de sus actos
internos ? ¿ Acaso en ellos no reside la clave para explicar su vi-
da interior? Todos los sociólogos han intentado desentrañar el
sortilegio de las religiones, el incruento poder de persuación
que las hace supremas ante todo humano poderío. El sentimien-
to religioso vence en el hombre las más profundas resistencias
y domina mediatamente todos los actos de su vida. De ahí que
toda idea aberrante cuando logra aprestigiarse con el misticis-
mo, se impone en definitiva. Las religiones son, pues, instru-
mentos los más eficaces de un orden social a ellas relativo.
Si con esta ilación nos ocupamos en desdoblar lo que sig-
nificaba para España el catolicismo ya no nos será extraño
compreder por qué la unidad de la primera duró lo que la vi-
gencia del segundo. Todo lo que se llama civilización occidental
conserva sentido adecuado cuando se advierte la textura cris-
tiana de sus formas. Aún concibiendo desde la. perspectiva
humana lo que significa la Religión de Cristo, no es posible
negarle el más saludable influjo en la civilización.
España viene perdiendo su motivo supremo de grandeza
desde que perece para ella el principio aglutinante que la con-
ducía. Y España no ha podido sustituírlo con otro. La Penín-
sula recorrió cinco siglos de historia como en una Cruzada par;
recuperar el Sepulcro de manos otomanas. Empero, como mucho
cruzados, olvidó su término y ha quedado entregada a inferió-
res mercaderías. Así empieza España en el siglo XVIII.
Y podemos, después de esto, mirar a América. Mucho se
— 36 —

ha hablado de la influencia de La Francia del 89 sobre el movi-


miento de emancipación americana. Eruditos historiadores han
discriminado la parte de causalidad que le cupo a la Revolución
en las gestas libertadoras. Nadie ha osado negarle, después del
examen, una influencia positiva, pero no tan preclara como an-
tes se suponía. Francia fue más un impulso que una causa pri-
mera.
Revivamos el ambiente cultural de Santa Fé. Nariño se
rodeaba de una juventud jovial y estudiosa, para transmitirle
su inquietud de conocimiento. La biblioteca del santafereño se
halla colmada del fruto novedoso de la Enciclopedia, y el heroís-
mo clásico aviva la imaginación de los oyentes del Club litera-
rio. A los hombres de ese tiempo les alcanzó el prestigio aluci-
nante de la moda.
Un asalariado del Virrey prestó un día a Nariño "La His-
toria de la Asamblea Constituyente" de Salart Monjoil que
contenía, en extenso, la declaración de los derechos del hombre.
Profundas sugerencias para el granadino traían las cláusulas
incisivas del abate Siéyés. Nariño difundió por todas las comar-
cas vecinas el libelo de los derechos y su posterior reproducción
fue tan copiosa que a poco invadió la América.
El asunto tenía actualidad, y de ahí su éxito maravilloso.
La corona española iba a recibir dentro de poco un rudo golpe
por parte de sus coloniales. Pero España había tenido asimis-
mo, buena parte en la rebeldía de sus hijos de América.
La nación española había trasladado a las colonias el gér-
men de la inconformidad con los tiranos. Tuvimos oportunidad de
conocer el legado espiritual de España a sus Colonias. Un es-
critor apasionado contra la clerecía, Rufino Blanco Fombona,
reconoce, sin embargo, que es al clero a quien se deben las pri-
meras luces intelectuals del Nuevo Mundo. De las provisiones
que trajeron, fecundaron primordialmiente l a s enseñanzas de los
frailes que en tiempo del origen divino de los reyes, vindicaban
la soberanía de los gobernados. Este clero español, tan calum-
niado y maldecido, fue, sin embargo, trasunto fidelísimo de u-
na España de altas libertades. El pueblo español fue siempre
remiso a las tiranías. Es casi insolente frente a sus soberanos
Vascos, aragoneses, y castellanos no doblegan la cabeza ni an-
te el más alto señorío. Desde los remotos tiempos, la literatu-
ra se empeña en revivir la arrogancia española.
El autor de "Los Conquistadores del siglo XVI" colecciona
—37—

en un capítulo admirable, las frases más decidoras de la inso-


lencia hispana. Traigo de nuevo las citas del venezolano.
El venerable poema del Cid muestra al Rey Alfonso a quien
se le dice con arresto: "Yo soy Alvar Núñez, para todo el me-
jor". Brentóme observa el paso de los tercios castellanos, tal vez
mal vestidos y hambreados, pero ante su orgullosa altivez es-
cribe: "Los llamaríais príncipes por su arrogancia", "Ni la
propia majestad del Rey les hace doblegar el orgullo. La anti-
gua ceremonia de los grandes de España, que se cubren ante
el Rey, quizás no tenga otro fundamento psicológico". "Cada u-
no de vosotros vale tanto como vos y todos juntos más que vos"
decían, como sabemos, los nobles aragoneses al Monarca, "So-
mos iguales al Rey, dineros menos", decían los castellanos.
Cuando morían en el cadalzo, los últimos defensores de los fue-
ros comunales, Juan Bravo, uno de los ajusticiados, impreca
así al pregonero que le acusa de traición: "Mientes tú y quien
te lo mandó decir. Traidores, no; defensores de la libertad del
reino". Aquel ilustre conde de Benavente puso fuego a su pa-
lacio de Toledo antes que cumplir el mandato del Emperador,
que le ordena darlo para asilo del condestable. La condesa D'
Aulnoy refiere lo que oyó con asombro de boca de un cocinero
que reñía con cierto caballero español: "No puedo sufrir que-
rella, siendo cristiano viejo, tan hidallgo como el Rey y un po-
co más". Blanco Fombona acaba por decir que la arrogancia es-
pañola queda como labrada en piedra con la frase de Don Qui-
jote: "¿Leoncicos a mí?".
En nuestros días el pueblo vasco mostró, bajo la dicta-
dura de Primo de Rivera, que era digno descendiente de sus
mayores. En presencia del dictador, rindió alguna vez
los honores de himno nacional a cierto canto de sus mon-
tañas. Don Miguel de Unamuno podría decírnoslo mejor.
Lote emigrantes de América no fueron menos altivos que
sus abuelos de la Península. Todos conocen la frase soberbia
de Belalcázar. ¿Quién no ha oído hablar de Lope de Aguirre?
¿Quién sino un español de su rudeza pudo escribir: "Hacer la
guerra a Don Felipe, Rey de Castilla, no es sino de generosos
de grande ánimo"? (1).
(1) En un libro del fraile Cabrera, de título "Crisis Política" y
que se encuentra en la biblioteca del Rosario, pueden leerse sin sor-
presa, frases como esta: "Si la sucesión no mira a dar a los vasallos
buen rey sino rey,, la elección no sólo se ordena a tener buen rey.
sino el mejor". .
— 38 —

Estos y otros mil episodios de la vida española denotan su


inagotable empeño por la libertad. Quizás eso mismo explique
por qué España ha carecido siempre de gobiernos democráti-
cos: no es posible aglutinar por persuación el fiero individua-
lismo de la raza.
Pero lo que era simple conato en la vida social, se halla
sistematizado en la filosofía. Léase el envío que Domingo Soto
hace al príncipe Garlos de la obra de derecho natural, para
entender cómo un humilde dominico quiere que se gobierne a
los pueblos según los dictados de la razón. El Padre Vitoria
expone desde Salamanca las bases del derecho internacional
que más adelante repetirán Grocio y Puffendorf. Vitoria po-
ne en entredicho la legitimidad del dominio español en Améri-
rica y obtiene como resultado, las leyes protectoras de los abo-
rígenes.
Francisco Suárez es en este concepto de especial trascen-
dencia para el estudio de las ideas libertarias en América. En
la edad heroica del cristianismo brotó de la boca de Pablo de
Tarso la palabra de verdad: "Non est potestas nisi a Deo".
En adelante, ningún filósofo católico se fatigará buscando el
primer origen del gobierno. San Agustín y Santo Tomás acep-
tan sin restricciones el pensamiento del Apóstol. Pero no tar-
da en abusarse del sentido de la sentencia paulina, y se cobija
con ella el derecho divino de los reyes, para cohonestar todas
las tiranías. Fue tal el empeño en buscar argumentos a favor
de la tiranía, que Jacobo I de Inglaterra según nos cuenta
Schiller, mientras agotaba su erudición buscando en el cielo el
origen de la majestad real, dejó caer por tierra la suya en las
batallas de Marston Moor y Naseby (1).
No podía perdurar por más tiempo la máscara que legiti-
maba la tiranía. Francisco Suárez expone una doctrina que lo
inmortaliza. Estas son sus palabras: "La potestad civil, siem-
pre que se la encuentre en un hombre o príncipe, dimana, por
derecho legítimo ordinario, del pueblo o comunidad, o próxi-
ma o remotamente, y no se le puede tener de otra manera pa-
ra que sea justa" ("De legibus"). Suárez puntualiza en esta
forma el origen divino de la autoridad el que reconoce como
primero, pero mediato; y afirma, además, que el fundamento

(1) Cit. por Castro Silva y Bermúdez: "Nociones de De-


recho Eclesiástico".
— 39 —

inmediato está en el pueblo, el que libremente elegirá ai lo


ejerce por sí mismo o por delegados de su poderío. Belarmino
se hace eco en Italia de la teoría del Eximio y la desarrolla en
sus pormenores, Esta teoría fue, pues, protogenerada por el
pensamiento español. Pasa una sesquicenturia, y Concina re-
pite el pensamiento, autorizándolo con Santo Tomás, Domingo
Soto, Ledesma y Covarrubias (2). Balmes le da su aprobación
y ya Jasé de Maistre tiene que detener los excesos que se ad-
vertían cuando se llegó a propugnar el origen puramente hu-
mano del poder del gobierno: "Dire que la Souveranaité ne vient
pas de Dieu, parce qu'il se sert des hommes pour l'établir, c'est
diré qu'il n'est par le créateur de l'homme, parce que nous avons
tous un pére et une mére".
España daba, pues, elementos a América para la defensa de
su libertad. ¿Qué hizo España ante la obra del Padre Mariana,
que legitimaba el rechazo al tirano e indicaba los medios pa-
ra deshacerse de la tiranía? España, para su gloria, la dejó
circular hasta llegar a la libérrima Francia donde es incinera-
da en la plaza pública con ritos inquisitoriales.
Si todo lo anterior lleva a colegir que la raza hispano-a-
mericana no había menester emprestar a extraños ideas de
libertad, el hecho es que así sucedió como se puede evidenciar
fácilmente,
Por algo se ha dicho que los "derechos del hombre" son
una nueva edición del Evangelio. Cuando Nariño es acusado
por concitar a la revuelta con ideas subversivas como las conte-
nidas en los diez y siete artículos de la Constituyente, confun-
de los fiscales haciéndoles ver que apenas eran extracto de
precisas doctrinas mantenidas por la teología católica. ¿Cómo
habría de ignorar Nariño la sentencia tomista de la ley como
ordenación de la razón para el bien común? Muchas veces,
tal vez, meditó en la exposición que Domingo Soto hacía de
aquellas palabras lapidarias. Muchas cosas debieron sugerirle
los textos del jesuíta Suárez, en especial aquellos que enuncian
la soberania popular. Y esto se explica todavía mejor si se a-
tiende al hecho por muchos advertido, de que el movimiento a-
mericano sólo tuvo por fin en un principio la consecución de
libertades civiles y políticas, y que apenas más tarde, conci-
biendo que sólo con la independencia podía alcanzarse el fin

2) Castro Silva Op. cit.


— 40 —

primordial, se luchó por la nacionalidad.


(Tesis diametralmente opuesta a la que acaba de transcri-
birse, defiende Tomás Elorrieta como explicación a la indepen-
dencia. Para este autor, muy cercano al parecer de Marius An-
dró, fue ante todo una ambición de nuevas nacionalidades las
que originaron las guerras de emancipación. Las 'libertades só-
lo se buscaron posteriormente y la lucha ante todo se empeñó
entre los americanos mismos, sostenedores unos del tutelaje es-
pañol, y partidarios otros de la emancipación absoluta (1). Ño
me toca examinar el pro y el contra de esta tesis sugestiva, pues
sólo la traigo como incidente dentro de mi fin primordial.
Pero sea como se quiera, en cualquiera de estos hechos ca-
be encontrar la causalidad del movimiento ideológico que hemos
insinuado.
Para algunos historiadores, entre nosotros don Carlos Hol-
guín, pareció precipitado el movimiento de la libertad, aten-
diendo a nuestra impreparación para la autonomía. Pero la
coincidencia de los motines rebeldes en casi todas las naciones
de América, está indicando que no pudo ser festinado lo que es-
taba para sobrevenir como una ley histórica.
Merced, pues, a la beligerancia infusa en los hombres de
cultura por las teorías filosóficas, se llevó a cabo nuestra cons-
titución de pueblos libres. Así lo proclamó un día Monseñor Ca-
rrasquilla. Con expresas palabras lo declara el profesor Martí-
nez Paz de la Univesidad de Córdoba en la república del Plata;
dice así: "Entre los sistemas de Santo Tomás de Aquino o del
Padre Suárez, con los que la ortodoxia católica se esforzaba en
mantener la pureza de doctrina, se infiltraban poco a poco en
el espíritu de la juventud ideas o principios que tendían a minar
las bases del absolutismo de los monarcas". Franco Quijano re-
pitió a su vez: "No surgió la imagen de Colombia en el pode-
roso cerebro de Camilo Torres, cuando vio, Item sequitor reg-
num esse supra regem, quia illo dedit potestatem?".
Y no podía ser de otra manera. Mancini reconoce que en la
Compañía de Jesús "se habían formado Moreno y Escandón,
Luna Pizarro, renovadores del método filosófico en las univer-
sidades de Santa Fe y Arequipa; Martínez de Rosas que profe-
só derecho natural en las de Chile; Manuel Salas, fundador de

(1) "Génesis de la Independencia de las Repúblicas hispa-


noamericanas".
— 41 —

la primera cátedra de matemáticas en la Universidad de San-


tiago; Deán Funes, cuyas doctrinas morales y políticas, tan a-
vanzadas como atrevidas, predispusieron sin duda a la juventud
de Córdoba a los próximos contagios revolucionarios".
Callada o paladinamente los hombres se mueven conforme al
primer impulso que hayan recibido; podrán reaccionar contra las
ideas de la juventud cuando lo consideran, después de severo exa-
men, fundamentalmente erradas, o cuando la pasión los apremia
a rechazarlas por inconvenientes y embarazosas en el logro de las
concupiscencias. Empero, siempre permanece el lastre de lo pa-
sado con influjo virtual para él porvenir.
En una biblioteca del Ecuador se encuentra un libro de tí-
tulo grotesco, "Ladridos teológicos", que según deja entrever,
con sarcasmo diabólico un escritor ilustre, era el tipo de las
obras culturales, que por estas t i e r r a s regaron los frailes misio-
neros. Pero no; acabamos de ver qué mérito ante la historia
tienen las doctrinas de que se nutrieron nuestros abuelos. Con
ellas vencieron a España que olvidaba su pasado. Con ellas y
con los hombres que España había concebido en los trópicos-
Fue el triunfo de los antiguos valores que se remozaban, sobre
las cosas de España que olvidó para América todo un pasado
venerable. "Con ser tan afines, por su transparencia y claridad
diamante y vidrio, aquél sólo hiende a éste por la virtud acumu-
lada en milenios aquilatadores", decía Guillermo Valencia para
explicar el triunfo de Bolívar, de remota ascendencia v a s c a ,
sobre los españoles que lo combatieron.

La filosofía se silencia durante veinte años, porque, según


la frase heroica de Clemenceau, "tiene la palabra el cañón". La
historia se detiene a contemplar el paso certero, aunque latente,
de las ideas en la epopeya emancipadora.

Ya estabilizada la república, miremos a Europa para ex-


plicar mejor el tercer período filosófico que va a iniciarse en
nuestra patria.
El sistema cartesiano rodó por todas las vertientes del
pensamiento en forma que no se compadecía con el agudo es-
plritualismo del maestro. Los historiadores, que no son sino
— 42 —

profetas al revés como dijo el otro, podrían contemplar en Des-


cartes toda la filosofía que subsigue. El grande hombre francés
no adivinó jamás a donde habrían de parar sus aleccionados
Pero es el caso que como reacción a su esplritualismo a ultran-
za, la sociedad hubo de sufrir el concepto más groseramente ma-
terialista como explicación de la armonía universal. Si bien es
cierto que a muy diversas doctrinas dio origen el pensamiento
cartesiano, no lo es menos que fue el materialismo su engendro
principal. Para comprender cómo pudo ocurrir este suceso, re-
pásese la historia dé la filosofía, que en toda época nos muestra
esta imbricación de sistemas opuestos.
Símbolo seguramente inconsciente, de esta gran verdad
histórica, es una de las primeras caricaturas del maestro Ren-
dón. Del lápiz de Rendón surgió un día la figura de un asno,
quizás tan filósofo como el de Buridán. Pero a diferencia del de
éste, el asno de Rendón tenía presente a sus ojos un único sa-
co para saciar su apetito. Debajo de la caricatura, puede leerse
el sarcasmo mortal: "Pienso, luego existo".
Renato Descartes tuvo un discípulo inconforme en el in-
glés Juan Locke. El autor del "Ensayo sobre el entendimiento
humano" constituye una epistemilogía a base del principio aris-
totélico de que nada está en la inteligencia que no haya pasado
por los sentidos. Pero Locke tiene su lado original. Lo que está
en la inteligencia está también a la manera de lo que está en
los sentidos. Para llenar inconvenientes de sistema, Locke in-
troduce una forma de reflexión cuyo papel cumple ejercitar a
la sensibilidad interna. Con el filósofo inglés se da principio al
sensismo de los tiempos actuales.
Brotaron protestas en todos los centros cultos de Europa.
Leibnitz escribe su "Nuevo ensayo sobre el entendimiento hu-
mano". El creador de las mónadas es espiritualista. Si en su
cabeza, al decir de Fontenelle, caben holgadamente cuarenta
Academias, no hay lugar, sin embargo, para el mezquino pen-
sar lockista. Leibnitz forma un sistema que rueda con fortuna
y va a morir en el diecinueve, cuando se extingue el espiritualis-
mo francés.
No obstante, los sensualistas son incorregibles. En nada
les detiene la serena ironía de Montaigne. Hume alcanza ape-
nas algunos secuaces a su idealismo trascendental.
Ya entrado el setecientos, nace en Grenoble, Esteban Bon-
not Condillac. Instructor del Infante de Parma, logra más tar-
— 43 —

de recibirse en la Academia Francesa. Por ser varón de gran


prestancia intelectual, fue instigado a escribir obras filosófi-
cas. Tomando de Locke la premisa de que este se sirviera, estable-
ció como consecuencia el origen puramente sensual de las ideas.
En sus obras ya no tiene cabida la reflexión del filósofo inglés,
porque Condillac la considera inútil. Ya ni siquiera deja las fa-
cultades como innatas al hombre. Todo nuestro interior surge al
contacto de la primera sensación. La estatua de Condillac es un
prodigio de imaginación febricitante.
En Europa el abate de Flux cuenta los discípulos por mi-
llares. Grandes cerebros y gentes del montón enfilan en la filo-
sofía sensualista. El materialismo del siglo XVIII alcanzó beli-
gerancia en todos los apartamientos del saber. No pretendo yo
decir que materialismo y sensualismo sean una sola cosa. No lo
son de hecho, pero debieran serlo. Los hombres al crear un sis-
tema no avanzan siempre hasta sus últimas consecuencias y se
hacen contradictorios. La última consecuencia del sensualismo es
el materialismo o, al menos, el positivismo; no todos los sensua-
listas, sin embargo, fueron consecuentes con sus puntos car-
dinales.
En los términos del siglo XVIII dominan en Europa sen-
sualismo, idealismo y materialismo; y la escolástica se halla
olvidada. Víctor Cousin y Maine de Biran tienen discípulos en
América que nos tocará conocer. La filosofía idealista apenas sí
se conoce en el nuevo mundo; pero el sensualismo obtiene carta
de naturaleza en nuestra nación ya independiente.
Dos profesores de segundo orden, escriben en distintos paí-
ses, libros que tendrán eco en nuestra patria. Jeremías Ben-
tham es autor del "Tratado de Legislación". Destut de Tracy
produce unos "Elementos de Ideología".
Traducido y comentado por don Ramón Salas en 1824 el
"Tratado de Legislación", empezó a enseñarse en ese mismo año
en el Colegio de San Bartolomé. Al año siguiente el general
Santander promulgó un Decreto en que ordenaba la enseñanza
de legislación según el espíritu del filósofo inglés.
Nuestro "hombre de leyes", según corrigió alguno, no es-
tuvo satisfecho con el Decreto de 1825, pues un año más tarde
se sancionó el Plan de Estudios, cuyo artículo 127 transcribo
ahora: "Ideología o metafísica, gramática general y lógica. Un
catedrático enseñará estos ramos, que comprenden bajo de sí
lo que hay de útil en la metafísica. Se leerán por la Ideología
— 44 —

de Destut de Tracy, y el maestro podrá también consultar a


Condillac en sus obras de lógica, del origen de los conocimien-
tos humanos y de las s e n s a c i o n e s . . . "
He aquí ya completados sistema y práctica, teoría y prag-
ma. La filosofía sensualista tiene una continuación en la mo-
ral: su nombre es utilitarismo.
No fue el Plan de Estudios el primero en aludir a la filoso-
fía sensualista. Obedeció sin duda a inquietudes más o menos
ostensibles que venían movilizando los dirigentes de la opi-
nión. Ya en 1823 se recibían clases en el Rosario con la etique-
ta de autoridades del sensismo. Hace cerca de veinte años, el en-
tonces estudiante rosarista tantas veces citado, doctor Franco
Quijano, halló un impreso, hasta esa época inadvertido, cuya
portada ostentaba este título: "Tratado de Lógica —Para el
Curso—De Filosofía—del Colegio Mayor del Estatuto de Nues-
tra Señora del Rosario.—En el año de 1822. Bogotá, etc."
Aunque callaba el nombre del autor, investigaciones minu-
ciosas lo revelaron como del señor M a n u e l Forero, doctor en
teología y profesor de aquella materia en el Rosario y en el Se-
minario de la Arquidiócesis. El señor Forero llegó a ser más
tarde canónigo lectoral. Había nacido en Cogua en 1789 y mu-
rió en Bogotá septuagenario.
Es el doctor Forero el primer lógico colombiano. En el
proemio de su obra manifiesta sus fuentes en Condillac, el abate
Para y el Padre Almeida. No sabemos si de modo inconsciente
escogió el autor por mentores, tan disímiles filósofos. Fuerte
hostilidad, debió observar, sin embargo entre el sensismo del
primero, el tomismo del abate Para y la ecléctica doctrina del P.
Almeida. Al parecer, el autor poseía bastantes facultades, pues no
se nota en su obra incongruencia de entidad. El Padre Forero
quedó tan espiritualista como lo era antes de leer a
Condillac. Un espiritualista, eso sí, tan alejado de la escolás-
tica, que bien puede colocársele al lado de los filósofos france-
ses de su época.
Paréceme fundado pensar que el doctor Forero tuvo parte
activa en la exposición de su lógica y que no sólo se limitó al ex-
tracto y coordinación de ideas ajenas. De no ser así, no es po-
sible entender los aciertos de quien tuvo tan extraviados inspi-
radores. Franco Quijano resume las teorías del lógico cogüense
y las examina a la luz del tomismo. Voy a ensayar de nuevo un
concepto de las ideas generales del autor, fundado sobre las
— 45 —

transcripciones de Franco Quijano (1) y que apenas en parte


coincide con la apreciación de este último.
Forero define la filosofía como el conocimiento evi-
dente deducido, de los primeros principios". De dar todo el al-
cance que se merece esta definición, sería de colegir que la fi-
losofía de Forero hubo de ser muy cercana al apriorismo ontolo-
gista. Si supiéramos qué entendió por primeros principios el
profesor bogotano, nuestra crítica podría ir más lejos; pero sea
lo que fuere, el verdadero método de la filosofía queda desvir-
tuado con aquella definición.
El autor divide la filosofía de un modo más o menos certe-
ro, un poco ingenioso y en todo caso inadecuado.
La lógica la concibe como ciencia práctica, olvidando su
fundamento teórico.
Cuando entra en materia, diserta sobre las ideas partien-
do de una definición apenas variante de la tradicional. Y aquí
ocurre algo notable: con la intención, tal vez, de huir de las con
secuencias directas del sensismo, adopta una división de los
conceptos aproximada a la de Cartesio, de quien acoge alguna de
sus ideas innatas.
La exposición sobre el segundo acto de la mente nos mues-
tra cómo no andaba muy desprovisto de ciencia el lógico colom-
biano. Composición y división son la razón formal del juicio.
Pero al finalizar su teoría asienta que "La causa eficiente del
juicio es la voluntad, más bien que el entendimiento... "¿No se
ven aquí otra vez las huellas precisas de las teorías de Malle-
branch y René Descartes?
Las bases criteriológicas de Forero son meritorias de un
recuerdo. Acepta multitud de "criterios de certeza", (los que
para él son más bien "motivos de juicio", sin añadir si se trata
de juicio verdadero o falso); pero en ninguna parte nos habla
de un criterio supremo de evidencia. Esta última la confunde
a menudo con la certeza. A no dudarlo, quiso rendir su tributo
a Condillac cuando atribuyó a los sentidos externos la certeza
sobre el mundo corpóreo, aunque apela, para demostrar su erra-
da doctrina, al argumento cartesiano.
Cuando estudia el silogismo, el Padre Forero rechaza por
inútiles dos reglas introducidas a las cinco primitivas de Aris-
tóteles. Al parecer trivial, la observación de Forero es sin em-

(l) "Un lógico colombiano",


—46—

bargo científica, si no se mira el motivo pedagógico que auto-


riza la adición.
Pero de mayor trascendencia es el concepto que el lógico
se forma del silogismo. Algunos lustros antes, el padre Buffier
había suscitado fuertes críticas al raciocinio del Peripatético.
Stuart Mill agudizó más tarde la inconformidad. El silogismo
encontró menguados defensores, que rodaban siempre por equí-
vocos, entre ellos el Arzobispo Wattelly. Los lógicos del Port
Royal también lo defendieron; pero todos habían olvidado el sis-
tema aristotélico que es el único que resiste a todas las argu-
cias. Forero, pues, como Buffier, despreció el silogismo por so-
fístico.
Al Padre Forero lo libertó de caer en el sensismo su adhe-
sión continuada a Descartes como habrá podido notarse. Pero
no fue aquello solamente: como miembro de la religión católi-
ca, le estaba vedado aceptar bases que conducían a conclusio-
nes imposibles. Más cuerdo que Condillac, quien escribe sus li-
bros y permanece aún en su abadía.
Una vez conocido el Plan de Estudios, pocos hombres me-
ditaron el descarriado camino que se había emprendido. Y en
una historia de la filosofía; la acusación más grande que se me
ocurre al implantamiento del utilitarismo, es la de que los au-
tores de este hecho no hayan tenido la culpa. Porque no se les
puede imputar; lo hicieron de buena fe. Casi todos eran católi-
cos fervorosos; sólo una exigua ilustración puede explicar este
fenómeno, y mucho menos se les culpará cuando se advierte que
muy pocas voces de la alta clerecía comprendieron la peligrosa
medida. Cómo exigir a los hombres endurecidos en los combates,
que avizoraran lo que no columbraron los teólogos más ilustra-
dos? Por aquellos tiempos, dice no recuerdo qué autor, corrían
entre los católicos errores dogmáticos que sólo más tarde fue-
ron anunciados y corregidos por León XIII en Encíclicas impe-
recederas.
El utilitarismo, además de ser una ofensa a la dignidad
humana y a la sana razón, desquicia el patrimonio moral de la his-
toria. Y desde una perspectiva sociológica, nada más absurdo
que predicar la moral del placer en este trópico que a cada pa-
so nos invita a la molicie. De él pudo decirse lo que de la pro-
sa de Rodó escribe don José de la Riva Agüero: "¡Qué pere-
grina ocurrencia la de dirigirse a los latino-americanos! Propo-
ner la Grecia antigua como modelo para una raza contaminada
— 47 —

por el híbrido mestizaje con indios y negros; celebrar el ocio


clásico ante una raza que se. muere de pereza''.
Qué palabra más vana que el placer? Qué cosa más pre-
caria que la utilidad? Bentham y Aristipo son un dilema inelu-
dible ante quien construya su vida a base de placer; los dos
lo exaltan, y, a pesar de todo, sus sistemas no pueden coexistir;
el uno es la refutación del otro. El verso ilustre de Lucrecio
aniquiló el hedonismo: "Medio de fonte leporum surgit amari
aliquid quod in ipsis floribus a n g a t . . . " que Bello tradujo así:

"De en medio de la fuente del deleite


Un no sé qué de amargo se levanta
Que entre el halago de las flores punza".

Grandes daños trajo a la patria el benthamismo; mucho


se dolieron los que inconsultamente lo importaron. A no pocos
responsables les tocó después" librar lucha incruenta para extir-
parlo. Vencieron al fin; pero, como muy bien lo anota Julio Cé-
sar García, a estas horas aún subsiste el lastre de la convenien-
cia; se ahuyentaron las ideas pero no hemos sacudido su hue-
lla impresa en el temperamento.
El Libertador, pensando a la altura de su gloria, abolió la
vigencia de Jeremías Bentham en la enseñanza oficial. Pero los
hombres se mantuvieron bajo el imperio del inglés. Entre éstos
el doctor Vicente Azuero se distinguió por la ardentía con que
defendió el nuevo sistema. Más que un filósofo, parecía un ener-
gúmeno. Con violencia inusitada discurría sobre las doctrinas
y propugnaba la enseñanza de San Bartolomé contra el Padre
Francisco Margallo, quien sostenía ser más pura la que se dicta-
ba en elColegio Mayor.
El doctor Margallo es un paréntesis que se abre en aque-
llos días de revolución intelectual. Con visión de sociólogo ca-
tólico, comprende los errores de la nueva doctrina: adyacentes
a ésta, corrían sistemas heterodoxos y a todos ataca igualmente
en la tribuna y en la prensa. Francisco Margallo titula sus po-
lémicas con grotescos nombres que forman una zoología pinto-
resca. Quizás por humildad, pues es fama su vida de virtud,
se complacía el ilustre sacerdote en ocultar con el estigma del
ridículo la madurez y densidad de sus conocimientos.
Empieza con un folleto que se intitula "El Gallo de San
Pedro"; le sigue "El Perro de Santo Domingo"; publica después
— 48 —

"La Ballena"; da a la luz más tarde "La Serpiente de Moisés"


para concluir con "El Arca", que si no guarda en su seno todas
las especies naturales, sí atesora, en cambio, estimables frutos
de sabiduría.
El doctor Margallo es hombre denodado. Como San Agus-
tín, se impone la tarea de contener toda mengua de la fe y de
las costumbres. Ampliamente versado en Teología y en Cáno-
nes, atacó las logias, los libros perniciosos, las doctrinas heréti-
cas, y (lo más importante en este estudio) fue el primer impug-
nador afortunado que tuvo el utilitarismo entre nosotros.
El doctor Azuero acusólo un día ante el gobierno como
perturbador del orden social y concitador a la revuelta. Todo
porque hacía uso de la palabra en una república que había cos-
tado tanta sangre y bajo un régimen que se llamaba de liber-
tad.
Es sintomático el poder de las ideas en el caso del utilita-
rismo colombiano. Bolívar había suprimido en 1828 la enseñan-
za de Bentham y Tracy; sin embargo, por los años de 1832, en
el seminario de la ciudad de Antioquia, don Román de Hoyos,
muy joven todavía, habla con elogio en ocasión solemne, del
principio "fecundo en grandes resultados" de que "pensar es
sentir". El alborozo de la juventud no dura mucho tiempo;
porque más firmes disciplinas disuelven las opiniones pre-
maturas.
El general Santander, empeñado en difundir por América
las doctrinas ya avejentadas más allá de los mares, imprime
nuevo vigor al Plan de Estudios por decreto de 1833.
Un rector de la Universidad de Antioquia debe su forma-
ción a esta segunda etapa oficial del benthamismo. El doctor
Juan Nepomuceno Pontón, nació en Medellín de padres bogo-
tanos. Cursó en Bogotá los estudios de filosofía y derecho y
en 1837 regresó a Antioquia con el título de abogado de los
Tribunales de la República. Un año más tarde se le hizo rector
del Colegio Académico, nombre que tenía la Universidad en ese
entonces.
El doctor García juzga del siguiente modo la personalidad
intelectual del doctor Pontón:
"En los asertos para los exámenes de 1838 y 1839 aparece
como profesor de Legislación teórica, materia cuya enseñanza
fundaba en el principio de la utilidad, pues decía que con cual-
quier otro se incurría en un círculo vicioso. Los errores sensua-
— 49 —

l i s t s y utilitaristas que enseñó no tienen número y basta co-


mo muestra copiar algunos de ellos:
"Su definición del bien, que él confunde con la utilidad
material, es el mismo molinito de Bentham un poco variados los
términos: "es, dice, tendencia o propiedad de una cosa a preser-
var de algún mal o a procurar algún bien". "La verdadera felici-
dad (asienta en otra parte), está fundada en los placeres rea-
les provenidos de sensaciones agradables. El placer y el dolor son
las causas de nuestras ideas, los móviles de nuestras determi-
naciones. 'La felicidad del hombre es proporcionada a su ri-
queza'". (1)

Ejerció el doctor Pontón cargos y dignidades sin saberse


hasta ahora cómo terminó su vida. Grande debió de haber sido
la influencia del doctor Pontón a juzgar por las novedosas ideas
que seguía y su entusiasmo en mantenerlas; empero, no dejó
obra de mérito que lo acredite como pensador original.
Don Mariano Ospina, un converso del utilitarismo, reem-
plazó en 1844 el Plan de estudios del 33 con uno nuevo en que
ocupaban los puestos de Bentham y Tracy, Heinecio, el juris-
consulto germano y Balmes, el filósofo español.
Don Mariano Ospina es una de las estructuras verdadera-
mente filosóficas que ha tenido el país. Espíritu ante todo ana-
lista, no fue llevado, por consiguiente, a las visiones de con-
junto sino al examen frío y severo de las doctrinas. Su obra es
más bien crítica que constructiva. Era natural, corrían épocas
de oposición. No dejó obra alguna sistemática; pero en cambio
movilizo en artículos de prensa grandes ideas de restauración.
No adhirió a sistema determinado, a no ser el de Balmes, de
quien era asiduo lector. Por su vida estoica, pudo ser compa-
ñero de los filósofos de la Roma austera. Pero su pensamiento
era cristiano. En el cuarto período de la filosofía me ocuparé
de determinar la parte de causalidad cultural del señor Ospina.
En 1853 el doctor Ramón Gómez escribe "El principio de
utilidad", folleto destinado a mantener vivo el espíritu de Ben-
tham.
Uno de los libros más preclaros del utilitarismo colombia-
no es la "Filosofía moral" del doctor Ezequiel Rojas, publicada
en 1868. El doctor Rojas fue rector de San Bartoomé y de la

1) Julio César García—"De nuestra Alma Universidad".


— 50 —

Universidad en épocas diversas. Fue maestro de la juventud y


de él recibieron formación, ilustres varanes de la república.
En 1871 publicó Enrique Camacho una versión del "Dis-
curso preliminar del conde Destut de Tracy a la "Lógica". El
libro se inicia con una carta de Rojas Garrido al doctor Eze-
quiel Rojas y concluye con las respuestas que este último daba
a los argumentos presentados a su doctrina.
El vehemente doctor F r a n c i s c o Eustaquio Alvarez echó a
circular en la segunda mitad del siglo pasado los "Elementos
de lógica" en que se muestra sensista y positivista. La obra del
doctor Álvarez ha sido juzgada de modo adecuado en estas pa-
labras de Ramírez Arbeláez: " . . . en el Sistema de lógica de
Stuar Mill están calcadas las "Lecciones de lógica" del doc-
tor Francisco E. Álvarez. En su obra, el autor inglés, dados
los deleznables principios ya vistos, en que se apoya, no llega,
claro está a conclusiones muy verdaderas; mas en la parte pu-
ramente lógica, "el tratado de la inferencia", como él la llama
o sea el estudio de la mutua dependencia de las ideas en cuan-
to las unas se deducen de las otras, tiene capítulos verdadera-
mente admirables por la sagacidad de crítica, erudición y talen-
to con que los trata, dejando, puede decirse, agotada la materia.
Lo bueno que contiene el texto del doctor Álvarez es tomado,
en su mayor parte,de la obra de Mill; y en algunos puntos nos
atrevemos a creer que hubiera evitado errores a seguirle más
de cerca; en el tratado de silogismo, v. gr. que le merece al fi-
lósofo inglés mayores consideraciones que al escritor colombia-
no".
"En Bogotá apareció en 1872 la "Filosofía fisiológica del
cerebro" del señor Alejandro Agudelo, en la cual estudia, al hom-
bre desde un ángulo rudamente materialista, pues lo concibo
como simple efecto de su organización.
Los señores Ángel María Galán y Juan Manuel Rudas son
utilitaristas como los anteriores y como ellos, autores de libros
en el mismo sentido. Débese al primero el "Compendio de mo-
ral filosófica" (1879) y la "Refutación a "Las Sirenas'", obra
ésta última de J. Joaquín Ortiz, de una dialéctica enderezada
contra el sistema utilitario. El señor Rudas, rector del Rosario,
impugnó en un folleto dado a conocer en 1871, el "Estudio del
utilitarismo" de Miguel Antonio Caro.
Quise recorrer de una vez el campo de influencia que
Bentham obtuvo en la república. No me detuve en examinar los
— 51 —

filósofos espiritualistas o eclécticos, contemporáneos de los an-


teriores. Es claro que su lugar cronológico estaría aquí, pero
por razones de método, paréceme deban encajar en el cuarto
período, como augurio que fueron de él.
El postitivismo y los positivistas serán estudiados más de-
tenidamente que lo han sido los secuaces de Bentham. Yo con-
sidero como una fortuna para Colombia que Spencer y Stuart
Mill hayan desalojado a Bentham y a Tracy de entre la juventud
de aquellos días. Al fin y al cabo, aquello trajo mayor firmeza
al pensamiento heterodoxo de la nacionalidad.
Se me podrá tachar de apasionado, pero no me conmueven ni
entusiasman las tesis utilitaristas. Yo admiro reverentemente
el criticismo kantiano, el panteísmo de Espinoza, el idealismo
platónico. Me atrae el fervor apostólico de Carlos Marx; el ge-
nio creador de Hegel; el inflexible razonamiento de Siger de
Bravante. Pero no puedo tolerar que haya sido Colombia desti-
nada a servirle de seminario al grosero pragma, engendro de
pueblos sin olfato de grandeza. El tiempo en que Bentham era
desalojado de la Europa culta, aquí adheríamos a él, por un
mesianismo científico de que adolecemos. Mientras Macaulay
sentenciaba al desprestigio a los dos mentores nuestros, dicien-
do que sus filosofías eran propias de gentes superficiales e ig-
norantes, aquí en Colombia, se alimentaba a los hombres con
el cálculo mezquino. El utilitarismo no se compadece con la le-
gendaria generosidad de la raza latina. Es el sistema de la usa-
ra, que invade toda nuestra actvidad.
Para mí, profesar un sistema es concebirlo ante todo como
verdadero y admirarlo después si posee belleza. Pero Bentham
quiebra toda imaginación cuando se intenta leerlo. No maldiga-
mos, sin embargo, las intenciones de los hombres que impor-
taron a Bentham. Dolámonos por sus errores y en algunos
casos por su obstinación. Yo me convenzo cada vez más de que
si ahora no he podido hablar con elogio de ningún utilitarista,
se debe ello a que no lo merecen; y no lo merecen, porque fue-
ron desviados. Tal vez muchas inteligencias se malograron por
haber nacido condenadas a rodar perpetuamente en la sentencia:
"bien es placer o causa de placer; mal es dolor o causa de do-
lor".

Durante el imperio de las doctrinas utilitaristas, subyacía


en Colombia un pensamiento espiritualista que alimentó conti-
— 52 —

nuada beligerancia con los sistemas oficiales. De atenernos


al pensamiento de M. Piravet (1) para quien la escolástica se
constituye esencialmente con la creencia en Dios y en la inmor-
talidad del alma, aquella filosofía era, en consecuencia una ins-
piración de la Escuela. Pero, en efecto, estaba muy alejada de
tener aquel ascendiente.
Don Andrés Bello, cuya influencia en nuestra cultura no
puede desconocerse, siguió con fervor el eclecticismo de Víc-
tor Cousin. El filósofo francés llevó a cabo una obra meritoria
si se la mira en relación con el ambiente doctrinario que lo ro-
deaba. En él culminó la filosofía espiritualista que había de
echar a tierra el sensismo y el utilitarismo. Su sistema aportó
ventajas al progreso de la historia, pues era fundamental el
conocimiento de la filosofía de los tiempos idos.
Pero el sincretismo es "un desvío del justo apego a la ver-
dad. Bien está aprovechar de cada sistema lo que sea verdade-
ro ; pero elevar a sistema lo que debe ser cuestión decidida por
los hechos, es por lo menos, exponerse a confundir un asunto de
crítica con un afán de caridad.
Los eclécticos por sistema se asemejan demasiado a los
que, enemigos de los prejuicios, se tornan víctimas del prejui-
cio de que todo habrá de serlo.
El maestro del Libertador escribió la "Filosofía del En-
tendimiento" en que aparecen curiosas incongruencias. El hom-
bre que llevó a cabo la obra admirable de la "Gramática", que
ostentó cualidades no comunes de análisis y crítica, en filoso-
fía se muestra trivial y contradictorio. Algunas veces idealista,
saca consecuencias de un sensualismo aquilatado. Su filosofía
tiene una base psicológica que dimana del espiritualismo fran-
cés, cuya síntesis está expresada en esta frase de Saint-Martin:
"Es preciso explicar las cosas por el hombre y no al hombre por
las cosas".
Bases y consecuencias diferentes suscribió don Andrés
Bello en los "Principios de Derecho Internacional". El señor
Bello nos demuestra en esta obra cómo habría acertado más
en la "Filosofía del entendimiento" de haber partido de un sis-
tema prefijado al rededor del cual verificase sus propios aportes.

(1) "Esquisse d'une histoire genérale et comparée des ci-


vilizations médiévales".
- 5 3 -

Don Andrés Bello fue inflexible en las ideas católicas; pe-


ro sus principios filosóficos lo habrían empujado a inconce-
bibles consecuencias, de haber analizado más de lleno su siste-
ma. Ocurrióle lo que a la mayoría de los pensadores colombia-
nos que en él se inspiraran.
Don José Ensebio Caro tal vez sí sea lo que de él nos dice
López de Mesa. "Tiene del filósofo la preocupación de la causa-
lidad de las cosas, y su estilo, cargado de interrogantes, como
más tarde el de Rafael Núñez, denota la búsqueda honrada de
una segura orientación". (1)
Yo he creído que la generación del segundo cuarto del si-
glo XIX es la de más hondura ideológica que ha poseído el
país. Don Mariano Ospina fue utilitarista; también lo fue don
José Eusebio Caro. Los dos, sin embargo, combatieron las doc-
trinas, pero muy diversamente. Ospina, ya lo hemos dicho, va-
cilaba menos; su templado carácter corrió parejo con la firme
convicción. J. E. Caro perduraba la imagen de los girondinos;
su fantasía era viva; inquieta su inteligencia. El carácter a-
cendrado constituía una paradoja en su movible convicción.
Y esto es bastante a medir la hondura de su mente. Un
hombre superficial no reacciona de esa manera ante el contradic-
torio pensamiento de la época. Descendiente de españoles y ca-
tólicos, nació en un momento en que todos los valores tra-
dicionales parecían extinguirse ante el empuje radical.
De un lado la democracia que quería reemplazar las costumbres
más arraigadas. De otro, el catolicismo atávico que exigía cada
vez más su adhesión.
Hombres de esta naturaleza han existido en las épocas si-
milares. Y no son precisamente, e s t r a t o s de la más obscura
mediocridad. Son varones de excepción, costaneros en todos los
sistemas, confundidos por la repartida cantidad de luz que en-
tre todos difunden.
En la mitad del siglo pasado, empieza Europa a descon-
fiar del sensualismo. En Colombia se recibe con alborozo la obra
de Balmes, porque en ella se apuntala un esplritualismo que
no habían definido nuestros hombres católicos. Manuel María
Mallarino y Joaquín Mosquera son espiritualistas, en la totali-
dad, de bases teológicas.
Mario Valenzuela avanza más y se muestra firme en fi-

(1) "Introducción a la Historia de la Cultura en Colombia".


— 54 —

losofía de la que se nutre para comentar el código civil desde


el punto de vista de la moral.
Don Ricardo de la Parra, inteligencia proteica, que lo
mismo trata de abstrusas matemáticas y de medicina, como es-
cribe admirablemente al doctor Ezequiel Rojas las "Cartas so-
bre Filosofía Moral", en que aminora cada vez más la influen-
cia benthamista.

El ilustre poeta José Joaquín Ortiz, aprestigió por mucho


tiempo el periodismo patrio con la revista "La Caridad", tri-
buna de afirmación católica. Titulado "Las Sirenas" es un es-
tudio suyo contra el utilitarismo, al que ya hemos aludido.
El papel que Pascal y Montaigne han desempeñado en la
filosofía europea, tócale ejercerlo en nuestra tierra a don Ricar-
do Carrasquilla. Sin ser escéptico como aquéllos, es defensor
implacable de la verdad con donosuras de su ingenio. No llegó
a la paradoja como Pascal, pero se acercó mucho al espíritu bur-
lesco de Miguel de Montaigne. Difícil empeño, para un católi-
co tan severo y un moralista tan afirmativo como Don Ricar-
do Carrasquilla. Emplea su dialéctica para defender la verdad,
pero una dialéctica esmaltada con su espíritu de humor inofen-
sivo. El humorismo, ya lo dijo Sanín Cano, es aquella "mane-
ra de mirar las cosas desde un ángulo plácido, despojado de
ira y de amargor". Y no por jovial era Don Ricardo menos agu-
do. Sus "Sofismas anticatólicos" nos hacen recordar a Sócrates,
juguetón y sereno frente a los petulantes atenienses. Y no por
sutil era menos profundo. Su obra transparenta una hondura
interior junto a un poder de síntesis extraordinario. Campoa-
mor hizo poesía con criticismo vivesiano. Carrasquilla hace apo-
logética con poesía coplera. La poesía de Campoamor es buena
a pesar de su filosofía. La filosofía de Carrasquilla es admira-
ble no obstante estar enmarcada en letrillas triviales.

Balmes fue para Don Ricardo el conductor afortunado. Él


le inspiró sus lecciones de filosofía que dictó en el Liceo de la
Infancia, fundado por el año de 1865 para contrarrestar a
Bentham.
Igual en objetivo al anterior fue el Colegio de Pío IX
que estableció el doctor José Vicente Concha. En él leyó fi-
losofía Miguel Antonio Caro.
— 55 —

En estos tiempos de 1933 es común oír de celosos moralis-


tas, reprobaciones a Víctor Hugo y a Alejandro Dumas, como
si los escritores perversos hubieran terminado con aquéllos.
Caso semejante ocurrió en 1870, cuando se dio nueva vigencia
a Bentham y Tracy en virtud de una ley de la legislatura de
este año. No es posible comprender a qué se debiera aquel su-
ceso; pero presumiendo la intención que debió causarlo, era
grotesco revivir aquellas doctrinas cuando en europa pulula-
ban más corajudos y suspicaces enemigos de la Iglesia.
Menguado fue el entusiasmo que produjo la nueva ley. Sólo
los hombres encanecidos en hacer girar el "molinito" se sintie-
ron jubilosos. La mocedad había tomado inspiración en fuentes
más a la altura de los tiempos.
El doctor Ezequiel Rojas redactó en 1875 el "Programa
para el estudio de la Ciencia de la Lógica en el Colegio de Nues-
tra Señora del Rosario", que empieza con estas palabras: "Dios
es la causa primera de todo cuanto existe; El es, pues, la causa
primera del pensamiento, de las ideas, de la verdad y de la cer-
tidumbre". Y a quien se admire de una filosofía sensualista
que acepta a Dios, le responderá el doctor Rojas Garrido con
este razonamiento: "La Lógica enseña, por medio de la sensibi-
dad, a conocer la existencia de Dios la primera, la más grande,
la más fecunda de todas las verdades, la verdad infinita..." (1).
Y qué mucho que se acepte a Dios si también se acepta
la voluntad, la libertad, la substancia y la causa? (2) Del razo-
namiento (que en ningún caso nombran silogismo), dan una
definición más propia de un escolástico recalcitrante de la de-
cadencia, que de un filósofo sensualista (3).
En 1878 se reeditaron en Bogotá los "Elementos de verda-
dera lógica" del Pbro. Juan Justo García, publicados en Madrid
en 1821. El doctor Ezequiel Rojas los acompañó de unas "Leccio-
nes de Filosofía"...
A pesar de estos conatos de restauración, las izquierdas co-
lombiarias se orientaron por caminos diversos.
El materialismo empezó a tener simpatizantes. Se tradu-
jeron y publicaron los discursos de Tyndall y el doctor Manuel

(1) Rojas Garrido—"Carta al doctor Ezequiel Rojas".


(2) Ezequiel Bojas—"Filosofía moral".
(3) Ezequiel Rojas "Programa" (página 25).
—56—

Murillo Toro prologó "Los conflictos entre la ciencia y la reli-


gión" de J. W. Draper (1).
El espiritismo tuvo sus secuaces; mas no debieron ser de-
cididos particioneros, porque al regreso de Bentham, uno de
ellos se prestó a adoctrinar en el utilitarismo a los jóvenes de
Bogotá.
El doctor Manuel Ancízar fue representante entre nosotros
del eclecticismo. En 1870 elevó su protesta por la exhumación
oficial de Jeremías Bentham. Al doctor Ancízar debe la biblio-
grafía patria una extensa obra titulada "Lecciones de Psicolo-
gía" que surgió en Bogotá en 1851.
Un episodio fue el arribo a Colombia del señor Rettisber-
ger, importado por el gobierno en 1882. Don Marco Fidel Suárez
obtuvo sobre él una victoria, no por fácil menos conveniente
a la cultura nacional. Las siguientes frases de Monseñor Ca-
rrasquilla dan la medida adecuada de lo que representó el señor
Rottisberger en Bogotá: " . . . l l e g ó discípulo de Cousin y con
eso y todo nos pareció una bendición de Dios; al fin y al cabo
no era sensualista. No enseñó sino que le enseñaron; y se vol-
vió sin el eclecticismo de Cousin, y sin ninguna filosofía en
cambio".
Digno de mención fue el "Manual de la filosofía del sér
y Catecismo de la Religión natural" del germano F. Herrens-
chnider, traducido en Bogotá por alguien que firma I. P. y adi-
cionado por el traductor con notas y un vocabulario (1878).
Un minucioso estudio de este libro hizo el sabio matemáti-
co Ruperto Ferreira. Herrenschnider, a lo que parece, sustenta-
ba una incongruencia ideológica disimulada tras la oscura urdi-
dumbre de su prosa germana, que le daba visos de profundidad.
Ferreira hace ostensible las contradicciones en que cae el au-
tor. Le hace notar cómo su ontologismo y su concepto de Dios
se resuelven en un materialismo radical.
El estudio de Ferreira revela al matemático consumado.
Su lógica tiene la inflexibilidad de un teorema. Empero, si no
desconoce la filosofía de las Escuelas, adolece, al menos, de recu-
rrir demasiado a la Revelación para probar lo que la razón
puede hacer por sí misma.
De 1874 en adelante empieza a conocerse en nuestra patria
el evolucionismo de Herbert Spencer. Rafael Núñez, Camacho

(l) Francisco M. Rengifo—"La filosofía en Colombia".


— 57 —

Roldán y Juan Manuel Rudas hacían frecuentes alusiones


al filósofo de Derby. No obstante, su sistema apenas fue ense-
ñado en 1885 en el Externado de Bogotá, valiéndose de una tra-
ducción hecha por don César Guzmán. En esos mismos años
Ignacio Espinoza hizo un estracto de la filosofía spenceriana.
Stuart Mill fue conocido un poco antes y su teoría anti-
silogística echó raíces en los estudiosos de este país. Ya sabe-
mos cómo don Francisco Eustaquio Álvarez trató el problema
con desprecio magnífico, que mereciera una dura frase de Ra-
mírez Arbeláez. Augusto Comte no fue desconocido en estas la-
situdes, pero sus prosélitos fueron escasos, debido tal vez al
rechazo que hace de la experiencia interna.
RAFAEL NUÑEZ.—Habría que sofocar la pasión de mu-
chos posibles contendores para entrar a analizar la obra del que
ha sido llamdo "Filósofo del Cabrero". Rafael Núñez tuvo an-
te todo una cultura filosófica; así lo declaran sus escritos: así
lo sorprende el que mire los actos más notables de su vida.
Núñez, de no haber sido un autodidacta, quizá habría alcanza-
de un alto renombre europeo. Estoy por creer que habría sido
nuestro filósofo. Pero Núñez no era un genio en estos órdenes
para suplir la necesidad del método.
Se habla con frecuencia del escepticismo de Núñez. Cama
cho Carrizosa advierte con razón, que es, sin embargo, el polí-
tico más afirmativo de su época. Si esto ocurre respecto del
estadista, digamos lo mismo del pensador. Núñez no era escép-
tico. Tal vez había un temperamento artístico de aquella na-
turaleza; tal vez lo miraba bello; puede ser que a eso se deba el
que nunca proteste cuando se le llama así. Quien, para convencer
del escepticismo de Núñez, haya de remitirnos a su poesía, na-
da probará; o probará tan solo que Núñez era temperamental-
mente escéptico. Recordemos que Núñez era un devoto lector
de Montaigne, y este buen señor nos divierte, pero no nos con-
vence.
Advirtamos en Núñez al hombre que llega a la verdad o al
error, partiendo del error o de la verdad, pero nunca de la du-
da. El escéptico es el hombre que llega a la duda y permanece
en ella.
En ese libro admirable que se llama "La Reforma Políti-
ca", Núñez se bifurca y muestra el doble juego: El político rea-
lista, avisado y vigilante de la vida nacional. Y el sociólogo y el
filósofo de visión t r a s c e n d e n t e , cósmica..
— 58 —

Examinemos ante todo el discutido catolicismo de Núñez.


Sospechamos que hubo en él una evolución que definía cada vez
más su creencia en la Iglesia. Pero Núñez esquivó, en esto sí,
la afirmación rotunda. Su asistencia a los templos nada prue-
ban; antes bien confirman el título de oportunista que suele
enderezarle la historia. Le entusiasmaron las grandes figuras
de la Iglesia Romana como Manning, Newman y León XIII. Se
dice religioso, pero tal vez a la manera de aquel Conde de
Shaftesbury, cuya sentencia lo convencía: "Por mucho amor
que tengamos a la libertad religiosa, no nos hallamos dispues-
tos a que se deje a la religión sin funcionarios que la "enseñen
y sin autoridad que la gobierne". Para Núñez la religión era
probablemente una distinción espiritual que nos aleja del ma-
teralismo insufrible. En cierta memorable polémica se atrevió
a escribir: "Si el liberalismo está en razón inversa de la fe re-
ligiosa y en razón directa del materialismo, nos declaramos fue-
ra de la comunión, porque preferimos ascender a descender; a-
proximarnos al ángel y alejarnos del gorila". Más tarde se
declarará partidario de la fórmula de Montalembert: "La Igle-
sia libre en el Estado libre", sin hacer las restricciones que
son de rigor entre los canonistas; si bien es cierto que pudo
no haberlas conocido.

El lugar más decisivo, sin embargo, en favor del catolicis-


mo de Núñez, me parece sea el estudio que tituló: "La sanción
moral". Allí se derrama en considerar la imposible oposición
entre la ciencia y la fe. Arguye con León XIII y prueba su in-
tento ejemplarizando con Newton, Kepler, Leibnitz y Bacon. Co-
mo Leibnitz, Núñez acepta los milagros de la gracia y añade:
"¿Cómo negar, en efecto, la inspiración divina en nuestro gran
Bolívar?". También para Núñez es racional la adhesión de la
mente a la fe. Pero el siguiente aparte expresará mejor su
pensamiento: "Filósofo, teólogo, matemático, físico, juriscon-
sulto, historiador, filólogo; de carácter expansivo y benévolo;
amigo de la conciliación de las ideas y de los intereses; tal es
el hombre (Leibnitz) que cree en los milagros y en la gracia y
en el limitado dominio de la razón. Damos traslado a ciertos
pretendidos espíritus fuertes, jóvenes y viejos; pero las pala-
bras de Bacón tal vez lo explican todo. Ellas pueden, en len-
guaje familiar entenderse así: la ignorancia, es atrevida.
De todo lo anterior queda en pie cierta duda respecto al
- 5 9 -

verdadero alcance de las palabras que usa Rafael Núñez cuando


habla de asuntos religiosos. Que el equívoco anduviese muchas
veces en sus escritos, es cosa explicable, pues no podríamos
exigir rigor de términos a quien no fue un teólogo ni siquiera
un apologético.
Sea como se quiera la opinión religiosa de Núñez, sus ideas
filosóficas son indisputablemente espiritualistas. Alguna vez
rechaza la moral del éxito por ser imprevisible. (1). En una
vindicación que hizo de la Sociología como ciencia, combate, os*
tentando profundos conocimientos de lógica general, la exagera-
da doctrina de que pretender conocer la sociedad es intentar
buscar los designios de Dios y alterar las leyes de la naturaleza
(2).
Pero lo curioso es que Núñez se muestra adherido al pen-
samiento spenceriano y trata de atemperar a sus ideas filosófi-
co-religiosas, el evolucionismo monista de Spencer. En lo cual
se comprueba cómo Núñez, de haber hecho estudios más metó-
dicos, no habría intentado conciliar lo inconciliable. El agnosti-
cismo criteriológico del filósofo i n g l é s no es para Núñez sino
la verdad cristiana de la imperfección de nuestros conocimien-
tos ( 3 ) . Quiere conocer las leyes de la sociedad en ningún caso
reformarlas; lo que nos recuerda el pensamiento de Spencer so-
bre la contribución voluntaria a la evolución. El tránsito de
las formas inferiores a las superiores del autor de los "Prime-
ros Principios" apenas se distingue de la evolución moral que
admiró Bossuet en la Historia humana. La ética altruista no es
para Núñez cosa distinta del ''amaos los unos a los otros" del
Evangelio (3).
Fernando de la Vega, después de conceder que Núñez se ha-
lló más cerca de la filosofía católica que de otra cualquiera,
añade: "Lo muestra aquella su concepción excelsa de la historia,
que, sin irse al extremo exclusivo de Bossuet, aceptaba el triun-
fo cierto de los númenes de la justicia, el honor, el derecho, el
sacrificio, esas sombras invisibles que recorren el universo por
"la vía sacra de las ideas". En efecto, Núñez no admitió jamás

(1) "La Reforma Política"—págs. 263 y 267.


(2) Op. cit. págs. 398 y 399.
(3) Op. cit. págs. 400. 401.
— 60 —

el poder de la fuerza como infraestructura del progreso (1).


Advirtió, eso sí, un poder moral que rige el mundo, y en mu-
chas ocasiones lo llama Providencia. En su "Ensayo de Crítica
social" sienta como principios: "El movimiento de las socieda-
des humanas está sujeto a leyes providenciales permanentes, do
la misma manera que la vida fisiológica de cada uno de sus
miembros". (2) Este aforismo lo amplió más tarde cuando ape-
laba a la gracia (3) para explicar el movimiento de la historia,
en lo que sí se avecindaba mucho más de lo que se dice al pen-
samiento del filósofo de Meaux.
Las bases criteriológicas de Núñez quedan transparenta-
das en la defensa que hace de la sociología. Concibe a Descartes
como el padre del racionalismo, y en su concepto este sistema
no se opone a la fe, ya que San Agustín fue el antecesor del
cogito cartesiano y Bossuet adhirió repetidamente al maestro
francés. Para Núñez el cartesianismo no es más que una reac-
ción contra el dogmatismo aristotélico, "que había al cabo com-
prometido, en su exageración la libertad de pensar". (4). Nú-
ñez dice que Descartes es una salvaguardia de la fe, ya que
acepta ideas innatas, esto es, reveladas, (4) y reprueba por tan-
to el materialismo que predica el "nihil est in intellecto, quod
prius non fuerit in sensu".
Era Núñez, en suma, un filósofo idealista y espiritualista.
Adoptó un sincretismo más eficaz y sostenido que el de Bello
porque sin duda su talento sintético era superior. Por igual ra-
zón no llegó a enterar sus doctrinas con análisis minuciosos
de todavía realidad concebible. Mantuvo en donde quiera, su
postura de estadista.

De Bentham a Herbert Spencer va una distancia considera-


ble en complejidad doctrinal y dialéctica. El adveniemiento
del filósofo de la Evolución es sin duda un progreso para nues-
tros intelectuales heterodoxos. Merced a su influencia surgie-

(1) "La Reforma Política" pág. 264.


(2) Op. cit. pág. 396.
(3) Op. cit. pág, 574.
(4) Op. cit. pág. 405.
- 6 1 -
ron obras menos adocenadas y de mayor caudal ideológico. Au-
gusto Comte no mantuvo en nuestra patria el prestigio que al-
canzó en Europa. Incidentalmente se le cita, pero no cuenta de-
cididos continuadores. Para mi gusto, habría sido mejor Comte
que Spencer; el ingenio de éste nunca iguala al del creador de
la Sociología; Comte tenía en profundidad lo que Soencer en
sintetismo mecánico.
La Inglaterra de los tiempos modernos apenas ha dado a la
filosofía aportes mediocres. No es posible observar allí una es-
cuela que aventaje en armonía de conjunto con las más ilustres
teorías germanas y medioevales. Stuart Mill es sutil y
suspicaz. A su "esprit de finesse" deben la Economía y la lógica
apreciables verdades. Alejandro Bain, Lewes, Cliffor y otros
sostuvieron un positivismo a su manera. Pero a Herbert Spen-
cer se debe el mayor alarde de sistema trascendente. Merced a
su monismo cosmogónico, Spencer se inmiscuye en todas las
ciencias y en todas enrevesa los más firmes principios, para
que sirvan a su teoría. Spencer recibe a cada paso las obser-
vaciones de los sabios de Europa por la insolencia y frescura con
que trata todas las materias. No obstante, no podemos negar la
universalidad del filósofo inglés. Pero aunque se quiera establecer
como un prodigio de síntesis el evolucionismo monista, ¿quién
no ve en aquéllo cierto simplismo maquinal, producto auténtico
de la civilización mecánica? Spencer no trasciende. Permanece
rodeado de materia en evolución; su unidad es más bien un
agregado que un complejo de principios y consecuencias. El
juicio primero de la hipótesis engendra conclusiones que advier-
ten los cientifistas más dados a la división del trabajo. Spencer
pudo remitir su idea acomodaticia, a todas las academias de
Europa para que le dieran aplicación.
Federico Nietzche nos da la capacidad filosófica de los
ingleses: "Estos ingleses no son una raza filosófica: Bacón sig-
nifica un atentado contra el espíritu filosófico en general; Hob-
bes, Hume y Locke, un envilecimiento del concepto filosófico.
Contra Hume se levantó Kant, y de Locke pudo decir Schelling:
"yo desprecio a Locke'. Los cerebros mediocres son los mejores
para percibir ciertas verdades que son más conformes a su in-
teligencia que a la de los hombres superiores. Así lo demuestra
la influencia preponderante ejercida en el gusto de las medianías
europeas por ciertos ingleses, muy respetables, pero de medio-
cre inteligencia, como Darwing, Stuard Mill y Herbert Spencer".
—62 —

CUARTO PERIODO

Aunque más dilatemos la perspectiva histórica, no podría-


mos adivinar en los primeros años del siglo XIX un renacimien-
to de la Escuela. En medio de una cultura engreída de su pode-
río material, que pretende haber asaltado la altitud de los tiem-
pos, puede ser temerario predecir la resurrección de la Edad Me
día' filosófica. Sin embargo, el historiador antecitado, M. Pi-
ravet, no se sorprende ante el aparecimiento escolástico. Es-
colástica es para el filósofo francés, creencia en Dios y en la
inmortalidad del alma. Descartes, Rousseau, Locke, Voltaire,
Robespierre y Emmanuel Kant, son amamantados de la Escuela.
Al autor de las "Críticas" le engarza la siguiente frase impo-
sible: "Kant es un hombre retoño de la Edad Media, hombre
que se quedó en el período teológico, un hombre cristiano, lute-
rano, pietista, escolástico" (1). Ideas son éstas convergentes
con las de Augusto Comte, quien, examinando la genealogía es-
piritual de su positivismo, dice: " . . . l a Edad Media, intelec-
tualmente reunida en Santo Tomás de Aquino, Rogerio Bacón
y Dante, me subordina directamente al principio eterno de los
verdaderos pensadores, el incomparable Aristóteles". (2).
Federico Paulsen, M. Piravet y Augusto Messer no vacilan
en afirmar que el renacimiento se debe primordialmente a una
ambición de dominio de la Iglesia Romana, que adivinó en la
escolástica el más certero elemento de su prepotencia desapare-
cida. En vano intentaríamos buscar nada más alejado de la ver-
dad. La malevolencia se disuelve con sólo advertir que ya en
Europa el empuje de la restauración era omnipotente, cuando el
Papado se empeñó en una oficiosa propaganda.
El espiritualismo ambulaba, con los ontólogos y los neo-
cartesianos, desde la creencia febril hasta el racionalismo exi-
gente. El tono altisonante de la filosofía, cuadraba bien con el
tricornio girondino de la época. Era preciso más meditación y
menos optimismo.
Jaime Balmes, mesurado y discreto, empieza por analizar
las teorías más en boga de su tiempo. Conoce el subjetivismo
kantiano, estudia la escuela psicológica escocesa, adivina los

(1) Cit. por Msr. Carrasquilla.


(2) "Catecismo positivista".
— 63 —

nuevos rumbos de la filosofía germana. Los filósofos españoles


de épocas pretéritas le son familiares y las obras de los maes-
tros de la Edad Media tienen un lugar en sus tareas cotidianas.
Balmes considera que la labor del filósofo debe ser ante
todo criteriológica. Atento espectador de una época que desqui-
cia todos los valores cognicionales desde largo tiempo admitidos,
concibe la restauración de la filosofía a base de una beligerancia
perenne contra el subjetivismo, el escepticismo y el sensualis-
mo. El filósofo catalán acepta del Tomismo lo que a su juicio
es aceptable; pero Balmes no es tomista. Tiene sin embargo del
filósofo de Rocca-Sieccha dos máximas prendas: la de no ad-
herir a la autoridad humana incondicionalmente, y la de repri-
mir el impulso creador cuando no se acomoda a la verdad.
Balmes dejó ver cómo en la filosofía de la Escuela se en-
contraban fuertes armaduras para un sistema de más fecundas
y duraderas conclusiones, Pero la verdadera restauración to-
mista se debe a dos espíritus privilegiados:
El napolitano Sanseverino era devoto discípulo de Descar-
tes. Por insinuación del jesuíta P. Sordi, hubo de conocer las
doctrinas de Santo Tomás y advirtió que resolvían en forma
más adecuada que las tesis de Cartesio los problemas del ser
y del conocer. Sanseverino empieza a trabajar entonces en su
obra monumental: "Philosophia cristiana cum antiqua et nova
comparata". Por el mismo tiempo José Kleutgen publica en A-
lemania la célebre -Filosofía de la antigüedad". Nunca preten-
dieron estos sabios ilustres que Santo Tomás había colmado
todo lo conocible; su designio fue partir de una base cierta,
empleando un método tan eficaz como el tomista y avanzar ca-
da vez con más ahínco en la búsqueda de la verdad.
No fueron de este pensamiento todos los restauradores.
Carnoldi y Lorencelli en Italia, Pesch y Schneider en Alemania
sólo aceptaban una muda expectación al juicio tomista y un pasi-
vo examen de la teoría del maestro. Schneider llegó a decir
esta blasfemia filosófica, que de oírla el alabado, habría sido
el primero en condenarla: "es menester aceptar a Santo Tomás
sin ninguna restricción o no aceptar nada".
El aristotelismo se desdobló. La escolástica adoctrinaba a
loa católicos y tenía adeptos en algunas sectas protestantes. La
escuela peripatética pura tuvo seguidores en escogidos espíri-
tus, en su mayoría alemanes. Este último movimiento produjo
obras inolvidables en la historia de la filosofía. Pero Colombia
- 6 4 -

captó con entusiasmo la primera de las corrientes citadas.


José Prisco, Alberto Stock, Vallet Otto Will-
mann, Víctor Cathrein y Constantino Gutberlet son avezados
maestros del tomismo. La Escuela de Lovaina, en manos de De-
siderio Mercier orientó definitivamente el estudio del Aquinate,
pidiendo ayuda al caudal científico acumulado mientras duró
el exilio del maestro medieval. A fin de concordar las ciencias
con la filosofía, los profesores de Lovaina se especializaron en
distintos ramos del saber. Armando Thiéry, matemático y físico,
oyó en Leipzig lecciones de psicología en el laboratorio de
Wundt. Desiderio Mercier, para estar al tanto de la moderna
biología, hizo estudios con los profesores de la Universidad. Si-
món Deploige se ocupa en estudiar economía y ciencias políti-
cas en institutos suizos. Al lado de Ostwald, el insigne Nys se
perfecciona en ciencias químicas y físicas. La Universidad de
Lovaina llama así la atención del europeo cultivado, cualquie-
ra que sea su confesión religiosa.
La doctrina escolástica alcanza de nuevo el meridiano espi-
ritual del mundo. Encuentra nuevas bases a su concepción del
acto y la potencia, se afianza más y más en los problemas del
sér y contesta victoriosamente a las objeciones fundamentales
del criticismo. Sin duda la criteriología no era desconocida de
los antiguos; puede decirse mejor, que a ellos es debida; pero
faltaba vertebración y ordenación que le diera forma de cien-
cia especial. Fue preciso que el mundo conociera la "Crítica de
la razón pura", que Rosmini suscitara sus maravillosas dudas,
que Stuart Mill escribiera su libelo perspicaz contra el silogis-
mo. Todo esto sirvió para ordenar lo que andaba extraviado en
las obras antiguas y rectificar los yerros cometidos. Tal es la
labor colosal de Desiderio Mercier, cuya Criteriología es en mi
concepto, el mayor aporte que los tiempos modernos han presta-
tado a la filosofía tradicional.
Augusto Messer, testigo, en esta ocasión, insospechable,
concluye así uno de sus libros de historia de la filosofía: "Se-
ría, pues, erróneo considerar a la filosofía escolástica como una
manifestación puramente medieval; el sistema de Santo Tomás,
amparado y defendido por el influjo cosmopolita de la Iglesia
católica, conserva aún, en la vida espiritual, una importante
posición" (1).

(1) "Filosofía antigua y medieval".


Pocos meses antes de que León XIII hiciera conocer ecumé-
nicamente la encíclica Aeterni Patris, en que con la autoridad
de su poder y de su ciencia, recomendaba las enseñanzas de
Santo Tomás, en el Seminario de Bogotá el doctor Gómez Otero
inició la exposición del tomismo. "Al señor Gómez Otero, dijo
Carrasquilla, corresponde la primacía entre los catedráticos to-
mistas colombianos". No por callada, la obra del canónigo Gó-
mez Otero es menos fecunda. En el Colegio del Rosario, bajo la
rectoría de Carlo3 Martínez Silva, el distinguido sacerdote en-
señó también la filosofía de Santo Tomás. Y no se mantuvo al
margen de las ciencias modernas; fue catedrático de química
y física, y mantenía correspondencia con importantes centros
meteorológicos de Norte América. Un año antes de morir, en
1918, publicó un libro de contenido harto más considerable que
lo que enuncia el título: "Philosophiae definitiones, quas co-
llegit et ordinavit. Joachim Gómez Otero".
Aquella ilustre escuela de humanistas formada al amparo
de culturas seculares, contó en su seno pensadores de hondura
incomparable. Rufino José Cuervo, la primera estructura cien-
tífica de Hispano-América, era solemnemente denso en discipli-
nas filosóficas. Es cierto que apenas en incidentes nos deja
traslucir su urdidumbre sintética; pero, los escritos de un hom-
bre ostentan indicios necesarios que lo definen perennemente.
Carlos Martínez Silva y José Manuel Marroquín llevaron
a cabo una labor de polemistas y apologistas que recuerda la del
místico Arnauld d'Andilly. Guillermo Camacho Carrizosa com-
prendió en el señor Marroquín su espíritu volteriano. Cita en
su apoyo el ensayo sutil de Gustavo Lanson que advierte la com-
patibilidad del espíritu burlón con las creencias católicas. Ma-
rroquín tomó pocas cosas en serio fuera de las conexionadas
con la fé. Se burló de los hombres pasados, hizo ironía a costa
de sus contemporáneos, y se burla de las generaciones sucesivas
que aprenden sus catálogos insufribles.

Ya es lugar común echar de menos en el Senado Romano


la figura togada de Miguel Antonio Caro. Yo, que soy aficiona-
do a los contrastes, gusto más de mirarla en medio de nuestras
volubles democracias. Caro es un atentado permanente a la es-
tridencia tropical. Es el hombre de un solo principio y de un
solo fin. Su mente poliédrica asimila en la más hermosa unidad
lo múltiple y variado de las ciencias particulares. En algunos
— 66 —

hay varios sabios; en Caro no hay sino una sabiduría. Con sar-
casmo corrosivo se le llamó un día el hombre de una sola idea.
Elogio imposible, que no carece de fundamento.
Miguel Antonio Caro apenas se asemeja a su padre Don Jo-
sé Eusebio. La mejor obra de éste, dijo un día del hijo Marceli-
no Menéndez y Pelayo. De ser así, añadamos que es la obra clá-
sica de un gran romántico. Don Miguel Tobar, el abuelo de Ca-
ro, es su autor espiritual. El lo nutrió en la acerada disciplina
del idioma del Lacio, y le infundió contornos imborrables.
Caro como político, merece una revisión. Si a los hombres
los pudiéramos clasificar como a los poderes públicos, diríamos
que Miguel Antonio Caro es el poder constituyente. Otros en
cambio, son el poder de "pronta providencia, breve y sumaria".
El señor Caro se aminora como político, cuando se le con-
sidera frente a Carlos Holguín, por ejemplo. Como filósofo pu-
do haber sido igual a José de Maistre si hubiera vivido en Eu-
ropa en la primera mitad del siglo diecinueve. Su "Ensayo so-
bre el utilitarismo" exhibe una enseñanza profunda, unida "al
arte cisoria de su dialéctica". Es de admirar cómo discrimina
e¡ señor Caro los elementos del bien; cómo los distingue, de qué
manera advierte las consecuencias contradictorias o las bases
pueriles del utilitarismo. Porque la argumentación de Bentham
es tan simple y el sofisma tan seductor en su trivialidad, que se
hace difícil desarmar un adversario que tan escuetamente se
presenta a la lucha. Miguel Antonio Caro se aprovechó en su
"Ensayo" de las doctrinas tomistas que impugnan toda invo-
lucración de bienes diferentes y rechazan, con fortuna, la más
certera contrarréplica.
Empero, Caro no fue decidido partidario de Santo Tomás;
no ya siquiera en la forma mesurada en que lo han sido los gran
des seguidores del maestro. Caro no abarcó con la adhesión
mental toda la doctrina del Doctor escolástico. Nunca formuló
con precisión sus observaciones; apenas sí insinuó cierto sin-
cretismo en cuestiones secundarias.
Tal vez la primera labor filosófica del señor Caro fue el
hacer conocer de sus compatriotas la obra de Sanseverino. Toda-
vía en su mocedad mantuvo en el "Liceo de la Infancia" la cá-
tedra de filosofía, nutriéndola de las doctrinas del autor italia-
no.
Juzgar al señor Caro cumplidamente requiere un largo em-
peño de meditación. Toda su grandeza, pero también su esfor-
— 67 —

zado coraje, que en parte fue su flaqueza, quedan dichas en es-


ta frase de Msr. Carrasquilla: "Un gobernante no puede ni de-
be ser t a n . . . . cómo decir sin ofensa, tan distinto de su raza,
de su nación, de su tiempo".
Marco Fidel Suárez es el temperamento más complejo que
ha producido este país. Un ensayista, maestro en el conocimien-
to del corazón humano y adornado de las ciencias psicológicas
y biológicas, está reclamando la figura extraña de este varón
singular. Un anedoctario sugestivo enmarca la existencia del
señor Suárez. Tal vez en él se encuentren los más preciosos ele-
mentos de aquel estudio que anhelamos. Marco Fidel Suárez, ra-
zonador, jurista, letrado y sociólogo: místico, suspicaz y orgu-
lloso. Desde que leímos a Luciano Pulgar, el orgullo que no se
disfraza de modestia como el suyo, nos sabe a torpeza y ridicu-
lez. ¿Cuál es la ley que explica tantos complejos de inferoridad
y tácitas exaltaciones del yo, como los que poseía Marco Fidel
Suárez? Tenemos derecho a esperar algo del futuro; entre a-
quello está la absolución de este interrogante,
El señor Suárez estudió filosofía en Medellín y fue fer-
viente devoto de las matemáticas. Donde mejor exhibe la influen-
cia que recibió de estos deportes del espíritu es en sus exposi-
ciones jurídicas. No ha habido en Colombia quien le iguale; muy
pocos tal vez se le aproximan.
La contribución directa del señor Suárez a la filosofía
no tuvo el volumen que su entendimiento selecto pudo habernos
dado. En las proporciones de su obra, los estudios filosóficos
ocupan una mínima cuantía. Aunque si bien es cierto, no hay
escrito suyo que no deje entrever el intenso fundamento filosó-
fico.
El señor Suárez hizo fugar de estas comarcas a fuerza
de erizados argumentos ciertas doctrinas que ya hemos recorda-
do. Posteriormente dictó sus conferencias sobre el "Positivis-
mo", en que la densidad del pensamiento corre pareja con la só-
lita hermosura de la forma. Es un estudio cuya argumentación
es ante todo de base gnoseológica, como que su autor compren-
día muy bien que el positivismo es primordial, casi exclusiva-
mente,, una postura del espíritu ante la realidad. No creo, sin
embargo, que el estudio de Suárez sea insuperable (en Colom-
bia misma ha sido superado), ni que esté a la altura de lo que
pudimos esperar dé él. Pero en ningún caso me avecino al con-
cepto que Luis López de Meza se ha formado del ensayo. Sos-
pecho que lo que para López de Mesa es intolerable, sea para
— 68 —

mí lo único aceptable. Cierta hibridación que hace del positismo


colombiano un magno desvío, porque sus autores y comentado-
res confunden comúnmente al hombre de negocios con el ag-
nóstico, y al filósofo idealista con el buen señor que tiene un
ideal, me permite presumir que no sea López de Mesa quien
pueda en esto mostrar un empuje mayor que sus antecesores.
Merece mención en esta revista las "Lecciones de Filosofía
social y ciencia de la legislación", publicada en 1880 por el que
fue Obispo de Popayán, doctor Juan B. Ortiz. El ilustre autor
de esta extensa obra, tiene capítulos, si no originales, al menos
resúmenes insustituibles de doctrina dispersa, tendientes a refu-
tar errores generalizados en esa época.
En 1891 la rectoría del Colegio del Rosario, fue encomen-
dada por el presidente Holguín al preclaro Msr. Carrasquilla. En
plena virilidad, Msr. Carrasquilla no era sin embargo, un recién
llegado a la cultura. Sus trabajos moceriles mostraban una
precocidad no desusada en los hombres que han llegado a ser lo
que fue él.
De 1880 en adelante empieza a ostentar su gran talento fi-
losófico. "Sobre el estudio de la filosofía" y "Sobre la ciencia
cristiana", son ensayos maduros de su juventud. En 1887 Ca-
rrasquilla da a conocer lo biografía de San Agustín, muy supe-
rior a la de Papini y digna de mayor difusión en Colombia.
Posteriormente, el humanista bogotano echa a circular el
"Ensayo sobre la doctrina liberal" que le acarrea polémicas con
los más ilustres hombres de las izquierdas colombianas.
En la Revista del Rosario Msr. Carrasquilla se difunde co-
mo el bien. Literatura, teología, crítica, pedagogía; histo-
ria son materias que el prelado colombiano trata con toda
distinción. Su labor en la Academia de la Lengua es comparable
a la de los más probados cultivadores del idioma.
Los dos estudios que más enaltecen a Msr. Carrasquilla
fon "La Barbarie del lenguaje escolástico" y "Las lecciones de
Metafísica y ética". Sobre el primero, aunque incompleto, si no
por lo que del título se espera, sí al menos, en la intención, que
debió aspirar a más, es, sin embargo una original contribución
a la bibliografía escolástica. Vindica ante el vulgo letrado el len-
guaje de la Escuela que se encontró con un idioma sin antece-
dentes filosóficos de importancia y sin terminología, en conse-
cuencia, adecuada.
La Metafísica y la ética han recibido la aprobación uná-
nime de autoridades científicas de Europa y América. Una tacha
— 69 —

común se le hace: es su cortedad, tal vez excesiva, para tan


importantes materias.
Msr. Carrasquilla tiene adquirida de la cultura nacional la
más fervorosa gratitud. Ninguno de los prohombres Colombia-
nos ha hecho lo que él por la difusión de los conocimientos.
Su misión de sacerdote lo llevaba a predicar a todos los hombres
La clara exposición no disminuía en belleza, porque de todos
fuera entendida; tampoco mermaba en profundidad.
Carrasquilla es de todos nuestros estilistas con esmalte de
humanidades, el que más me satisface. Su imaginación corre en
sus escritos "sin prisa, pero sin pausa". Nada más equilibrado.
El señor Suárez es frío; Caro, afectado; Cuervo, ingenioso pe-
ro sin la brillantez de fantasía. Carrasquilla no es truculento
ni alborotado; llega al término que limitan a Pascal y a Bossuet.
En ninguno se encuentra tan sostenida la difícil facilidad. Olím-
picamente serena tiene que ser la fantasía del que responde en
la propia exaltación, lo que Msr. Carrasquilla dijo cuando se
descubrió su retrato pincelado por Acebedo Bernal.
Tal vez en armonía del período y abundancia de giros so-
brepuje a Carrasquilla Don Luciano Pulgar. Aún despojando a
Carrasquilla de todas sus dotes de estilista, quedaría ésa su ar-
moniosa fantasía, para darle perennidad en la historia.
Y si atendemos al filósofo, aun sin concebir en Carrasqui-
lla la más aquilatada inteligencia de este orden, es a no dudarlo
el colombiano en quien la filosofía ha labrado más hondamente.
El asimiló una cultura y le dio su nombre propio. Sin ser origi-
nal, su manera filosófica era un primer hábito o naturaleza. Nada
había afectado en su postura de expositor; usaba de sus cono-
cimientos con al habilidad con que el hombre urbano recoge
un guante o gasta su dinero. La filosofía era para Carrasqui-
lla su vivir cuotidiano. Yo, que, sobrecogido, rechazo muchas de
las demostraciones del Maestro y unas pocas de sus tesis, advier-
to en él que su segunda naturaleza era la filosofía de manera
tal, que pocos americanos pueden equiparársele.
De su labor en el Rosario lo dirán mejor sus discípulos;
químicos, físicos, abogados, filósofos, historiadores y letrados.
La Revista del colegio muestra cómo es de fecundo un centro
cultural cuando los ingredientes primordiales son amor y cultu-
ra. No sofoca en el hombre su estructura interior el acerado co-
nocimiento de las altas disciplinas. Carrasquilla tenía de las
ciencias naturales el conocimiento por los principios, que mucho
— 70 —

se quisieran naturalistas de profesión. Para decirlo de una vez,


Mar. Carrasquilla es uno de los hombres singulares a que aspiró
el Renacimiento.
Julián Restrepo Hernández, es un ejemplar poliforme de la
filosofía colombiana. Un poco incongruente, pero bastante ge-
nial para no despreciar las visiones de conjunto. Muy joven em-
pezó a regentar la cátedra de Lógica, fruto de la cual es un li-
bro admirable por muchos conceptos: claridad, concisión, bases
firmes y demostraciones apodícticas. Rindió tributo a la cien-
cia del Estagirita con una teoría de los silogismos realmente su-
til y sintetizadora.
Entre los modernos filósofos encontró Restrepo Hernández
doctrinas de acendrado valor que suscribió en sus libros. Su
"Antropología" sigue de cerca a Ribot y lo aprovecha para IB
exégesis tomista, "En alguna ocasión dijo a Msr. Carrasquilla
que en su libro aparecía Santo Tomás vestido de levita. Ribot
en Psicología y Farges en Lógica fueron dos puntales de que
se sirvió para afirmar la tradición de la Escuela. El cardenal
Arcoverde escribió con elogio sobre la "Antropología" de Res-
trepo Hernández.
En el "Derecho Internacional Privado" se aprovecha de la
filosofía moral de la Escuela y la encaja en las corrientes mo-
dernas, dando bases firmes al precario concepto de la teoría ju-
rídica que hace de la historia el único sustentáculo del derecho.

En 1897 publicó el doctor Luis María Mora los "Apuntes


sobre Balmes" donde estudia al filósofo de Vich en el dintorno
de su época iconoclasta. Se detiene a examinar los lincamientos
generales de las doctrinas políticas y filosóficas de Balmes,
puntualizando de las últimas aquéllas en que el filósofo cata-
lán sentó doctrina propia o adhirió a otras distintas de las to-
mistas. La ilustre prosa y el hondo estudio que revelan los "A-
puntes" hizo que en las fiestas centenarias de Balmes en su ciu-
dad de origen, fuera leído públicamente uno de los capítulos
de esta obra.

En 1898 el malogrado Samuel Ramírez Arbeláez presentó


para optar el título de "Magister Artium" del Colegio Mayor,
un magnífico ensayo sebre el positivismo. Obra madura por la
inteligencia, la dicción y la erudición, en que, después de expo-
ner con lealtad todas las doctrinas que flanquean el sistema po-
— 71 —

sitivo, hace aparecer una crítica discreta y juiciosa de cada


teoría en particular y de la esencia criteriológica del agnosticis-
mo en general. Fáltale a este estudio ahondar más en el pro-
blema gnoseológico, describiendo la ilación o concatenación que
debe ostentar el estudio del conocimiento.

Francisco Rengifo, ilustre helenisto y literato colombia-


no., se hizo doctor con un estudio fiiosófico sobre "Santo T o -
más de Aquino ante la ciencia moderna". Muestra el doctor
Rengifo cómo los principios mas irrefragables de las ciencias
mejor establecidas, fueron los que sirvieron al maestro de la E-
dad Media para constituir su síntesis cosmológica y psicológica.
Algunas de estas concordancias me parecen decididamente vo-
luntaria, como la que prueba matemáticamente que sólo el
infinito puede hacer pasar de la nada a la existencia; no porque
niegue la verdad de este principio, más bien porque no encuen-
tro apodíctica la demostración.

Un sacerdote Agustino, el Padre Vélez, apuntaba a la obra


del doctor Rengifo, el que se empeñase en un concordismo que
desvía el problema. Porque, decía, no puede intentarse cotejar
la verdad de las ciencias físicas que es de necesidad hipotética,
con las verdades metafísicas que son de necesidad absoluta.
Esta observación daría lugar a un largo estudio que puntua-
lice la querella. ¿Creerá el Padre Vélez que la filosofía es una
ciencia formal, puramente deductiva? ¿Olvida que su método
es analítico sintético? ¿No habrá pensado que la filosofía estu-
dia seres contingentes como el mundo y el alma, y que por tan-
to es preciso observarlos para adivinar su naturaleza? ¿Del mis-
mo Sér necesario conocemos acaso algo positivo, distinto
de lo que nos presento la observación? La certeza metafísica
no se opone a la física sino porque aquella que tiene por obje-
to la esencia de las cosas, prescinde del tiempo y del espacio
y ésta, en cambio, va uncida a la existencia de lo que es, pero
pudiera no ser. Podríamos decir que entre las dos no hay más
diferencia que la que va de querer hablar de seres posibles,
prescindiendo de que existan, a desear conocer los seres exis-
tentes para saber lo que son. La Cosmología tomista es una
ciencia inductivo-deductiva. Si las ciencias químicas lucieran im-
posible concebir por razonamiento la materia prima y la forma
substancial, y más bien dejaran este sistema como contradicto-
— 72 —

rio, ni Santo Tomás lo habría defendido, ni Desiderio Nys, ni


Farsea, ni Mercier se habrían de empeñar en buscarle prosé-
litos

José Tomás Escallón es entre los rosaristas de cierta época,


el pensador más hondamente filosófico. Sus estudios de antropo-
logía no dejan que desear en cuanto a información científica y
vigor deductivo. En Lovaina habría ocupado lugar entre sus in-
signes investigadores. "La Crítica moderna y la Lógica de Aris-
tóteles" es un ensayo en que Escallón confronta el pensamien-
to no-euclidiano de los tiempos modernos, con los siete libros del
Peripatético. Desenvuelve las bases aristotélicas de la lógica y
muestra la superioridad de ésta sobre los amagos de revisión.
Nadie desconoce que para defender cumplidamente al genio grie-
go es menester partir de los fundamentos sobre los cuales cons-
tituyó Aristóteles su lógica. Cosa que, sin embargo, olvidan mu
chos escolásticos, para quienes la lógica no va muy lejos del li-
mitado pensamiento de los profesores del Port-Royal. Sin cono-
cer la naturaleza el ser de razón, sin atender a la distancia que
media entre la lógica y la metafísica, sin prestar importancia
al fundamento que Aristóteles daba al silogismo, no es posible
defendernos, ni de Einstein, ni de Spengler, ni de Trendelem-
burg, ni de Stuart Mill, ni, en general, de todos los nominalis-
tas y conceptualistas antiguos y modernos
Así mismo José Tomás Escallón es autor de "Apuntacio-
nes a algunos temas bergsonianos" y de pequeños estudios so-
bre Descartes, Mallebranch, Spinoza y otros filósofos, poste-
riores al primero.

El doctor Hernando Holguín y Caro, fortuna que perdi-


mos en mala hora, dejó a la posteridad unas lecciones sobre fi-
losofía del Derecho, cuyo mérito mayor es el esfuerzo, cumpli-
do, por mostrar las tesis cardinales de la filosofía moral.
Dos científicos merecen mención aparte en este trabajo
El doctor Liborio Zerda cuyas doctrinas filosóficas sobre la
constitución de la materia permanecen cercanas al mecanicis-
mo dinámico que en Europa propugnaron H. Martin, Tongior-
gi, Boucher, Jahr y otros. Monseñor Carrasquilla en el discur-
so de recepción al doctor Zerda en la Academia de la Lengua, alu-
de apenas de paso a las teorías del médico colombiano, y táci-
tamente indica cómo las mismas bases del doctor Zerda son
pruebas del hilemorfismo. Liborio Zerda expuso por primera vez
— 73 —

sus tesis mecano-dinámicas (año de 1880) en un estudia llama-


do "Armonía entre la unidad de las fuerzas físicas y la unidad
de la materia".
Don Julio Garavito, durante la Gran Guerra, publicó un ensayo
sobre las causas y pretextos de la catástrofe en que se avecina
a los modernos sociólogos.
Mencionemos finalmente varias monografías filosóficas de
mérito indiscutible: Francisco de P. Barrera es autor de "Leo-
pardi y la escuela pesimista"; Luis F. Vergara, de "El Positi-
vismo y la Metafísica", y Domingo Torres Triana, de un "En-
sayo sobre Séneca".

P e r g e ñ a d a ha quedado en esta tierra la filosofía de San-


to Tomás, con caracteres convergentes hacia la única aspira-
ción valedera: la búsqueda de la verdad.
El pensamiento anti-escolástico cuvos últimos destellos
contemplamos a finales del siglo pasado, consigna un progreso
con la influencia del positivismo de J. M. Guyau. Más ecuánime
que sus maestros, Guyau nos da muestra de la marcha ascencio-
nal de la filosofía desde el pasado siglo a lo que va corrido del
presente. Muchos spencerianos reconocieron la superioridad ideo-
lógica del filósofo francés: casi todos revisaron sus antiguas
adhesiones, aún los más adictos a Spencer.
"El Externado fue en Bogotá el centro difusor de las doc-
trinas positivistas. Preclaras inteligencias, aunque también me-
dianías insubstanciales se formaron en el Externado de Bogotá
Tomás O. Eastman, Nicolás Pinzón, Warlosten, José Herrera
Olarte, José Camacho Carrizosa, Carlos Arturo Torres. Juan Da-
vid Herrera, Lucas Caballero, Tancredo Nannetti" son para Ló-
pez de Meza la manifestación más poderosa del pensamiento
positivista; pero "quizá hubieran alcanzado la hazaña de una real
autonomía ideológica si la suerte aciaga del país no los hubiese
segado en flor o alejado prematuramente de la gestión espe-
culativa del pensamiento" (1).
. Carlos Arturo Torres es un atormentado que aspira a co-
nocer. La perdurable presencia de las causas primeras se recata
en sus obras tras un positivismo desvertebrado. En sociología
fue estudioso de los sistemas políticos y sociales y, sin embargo
muy poco original contienen sus libros, y muy poco meritorio,
(1) "Introducción a la Historia de la Cultura en Colombia".
— 74 —

a no ser su gran, labor de divulgación y su aversión al jacobi-


nismo. Creyó con vehemencia en el día en que los sabios ha-
brán de poder determinar con precisión los acontecimientos fu-
turos. Muy aficionado a la cultura inglesa, veía, empero, su pau-
latino decrecer, motivado por el pragmatismo invasor. Carlos
Arturo Torres tiene estudios de crítica literaria de densa es-
tructura mental; en cambio, sus páginas de filosofía son apenas
eruditos trabajos de pensador malogrado.
Baldomero Sanín Cano podría definirse como una fuerza
centrífuga de toda hondura interior. En filosofía, él mismo lo
confiesa, apenas ha tomado a los filósofos su postura emocional.
En letras Sanín Cano es una cultura; en filosofía, es
una civilización, para emplear las acariciadas distinciones ger-
manas. Sanín Cano filósofo, es lo facticio, el artificio, el a-
tuendo del perfecto recién llegado. Su prosa, magra y descuidada
ha movilizado en cambio imponderables intuiciones sociológi-
cas. Y digo intuiciones, en ningún caso leyes. Porque, y esto es
lo sintomático, Sanín Cano es, por sobre todo, un crítico litera-
rio y esta disciplina es sólo casuística. El casuísmo: la diagonal
de la ciencia.

Luis López le Mesa "tiene" muchos conocimientos, pero no


"es" un conocimiento. Souplesse y Sans-facon; hé ahí los ingre-
dientes anímicos del médico antioqueño. Agilidad para asimi-
larlo todo y frescura para contaminar todas las cosas que
asimila en su espíritu de retozo. Es la ausencia de lo objetivo.
Todo lo que juzga se vuelve distinto de lo que es; se vuelve u-
na parte de él mismo. Su libro "Introducción a la Historia de
la Cultura en Colombia" es la proyección vertical de su psiquis
sobre varias centurias de vida. Yo soy intolerante con los hom-
bres que aprenden, que saben, pero cuyos conocimientos son ad-
quisiciones laterales a su personalidad. López de Mesa es el ex-
tremo opuesto; también me hostiga. Tiene muchos conocimien-
tos que al ser asimilados se tornan en emociones; de ahí por-
qué dijera que López de Mesa no "es" un conocimiento.

Dos ideas del profesor colombiano han calado hondo en los


últimos tiempos, porque, insinuadoras, tienden a desvencijar la
enseñanza tomística. Es la primera el creer que la filosofía del
peripato ya está hecha y no le falta nada que investigar, lo que
para López de Mesa es su mayor pecado. Dos errores: Uno de
— 75 —

hecho; otro de lógica. Medrados estaríamos si las ciencias hu-


manas se desmejoran a medida que cubren el campo de la rea-
lidad. Suponer que una ciencia es más perfecta cuanto más in-
cipiente, es volcar sobre la cultura que han constituido muchos
hombres, el egoísmo infecundo de uno sólo. Pero este pensamien-
to no es de extrañar cuando nos lo dice el distinguido escritor;
débese a su creencia de que la sabiduría es un negocio de emo-
ción.

Pero, es que de hecho la escolástica ha llenado todo su co-


metido? Nadie que estudie con cuidado, puede decir semejante
dislate. El índice de un libro no es siempre buena información;
convengamos en que si se trata de una novela sea suficiente;
pero de obras intensas, aunque les falte extensión, es preciso
una larga vigilia. La neo-escolástica no pretende haberlo necho
todo, ni que todo lo que ha hecho esté perfecto. Quien crea que
no hay progreso de Tomás de Aquino al Cardenal de Vio y de
éste a Mercier y Billot, debe estudiar la historia de la filoso-
fía. No fue un escolástico, ni un católico, sino Renán quien dijo
del Aquinate: "no puede pensarse en el progreso con un orden
tal de exposición". Aun concediendo verdad al ditirambo del
estilista francés, la escolástica, el tomismo es mucho más que
exposición.

Otro de los inconvenientes que anota López de Mesa a la


escolástica o a su manera de enseñarla, es el facilitar la crítica
de los grandes maestros por medio de comprimidos temáticos
y refutaciones sumarias, que pueden dar pábulo a la pedante-
ría y concebir mediatizados a los más grandes pensadores. Es
una cuestión de hecho que sacará con razón al escritor colom-
biano en muchos casos, pero que no da motivo a generalizar, sin
consideración a ilustres libros que casi forman regla. Por otra
parte, no pretenderá el doctor López de Mesa que el resumen
de una teoría lleve siempre la deslealtad y la falsificación. ¿Quién
no ve en el concepto de substancia de Spinoza todo un resumen
de su panteísmo? Los filósofos no son locuelos caprichos que a
cada paso desdigan lo anteriormente establecido. El ilogismo no
es, en general, su punto vulnerable. El mismo doctor López re-
futa el movimiento neo-escolástico porque para él, toda su sig-
nificación está en acordar la doctrina tradicional con la cien-
cia moderna y, en su concepto, olvida que el problema primor-
— 76 —

dial es criteriológico. Pues bien; el médico antioqueño no ha


pensado en lo que significa Sertillanges y Mercier en la neo-esco-
lástica. No sabe cuál fue la aspiración fundamental de estos sa-
bios varones.

Revistemos para terminar las últimas manifestaciones de la


filosofía. El esplritualismo europeo de última data empieza a te-
ner en Colombia vagas repercusiones. No se definen bien berg-
sonianos e idealistas porque todavía no ha nacido el orientador
afortunado. La metafísica que ensalzó Max Scheller, va mirán-
dose con menos desprecio, aquí en Colombia, donde antes signi-
ficaba todo lo que su impugnador desconocía. "La decadencia
de Occidente" de Ostwald Spengler tiene continuas alusiones
en la literatura y el ensayo. El filósofo alemán pretende esta-
tuir un conocimiento de la historia, fisiognómico y no sistemá-
tico, fáustico y no científico, desprovisto de causalidad y de le-
yes por oposición a la ciencia. Lo que no impide que hable de
épocas "correspondientes" en las culturas, que verifique anato-
mías en el sino incognoscible científicamente, que nos dé
abstracciones fundametales; en suma que haga ciencia a cada
paso. Yo con Aristóteles creo que la historia no es ciencia, por
razones que no son del caso exponer aquí; pero acepto, contra
Spengler, el conocimiento científico que provee el material his-
toria, conocimiento que, en rigor, se llama sociología.

Carlos Marx, que durante su vida no se le oyó nombrar


en Colombia, que tuvo de esperar cuarenta años después de su
muerte para que aquí se le estudiase, ha irrumpido hoy en mu-
chos escritores de vanguardia. Hablo sobre todo del materialis-
mo dialéctico, aleación de Hegel y Feuerbach. El maestro de
Tréveris ha resucitado hoy, casi primitivo, a pesar de las apos-
tillas del neomarxismo de revisión, y cuando Europa se aleja
cada vez más el materialismo, ya sea metafísico o dialéctico.

En nuestros días quizás se lea más, o al menos las obras


varias tienen mayor difusión. No obstante, el método parece
fugarse de la intención de los estudiosos y así no es extraño ver
involucradas mil cosas diversas: leer intentos de conciliación
inconsciente de Kant y de Bergson, del positivismo y del materia-
lismo, de lógica aristotélica y de naturalismo renacentista.
—77 —

Por lo menos se ostenta una inquietud espiritual que es


punto de partida de toda cultura. Recordemos la sentencia de
Henri Poincaré: "Hay dos clases de simples: los que creen en
todo y los que no creen en nada". Huyamos de la aceptación
irrestricta, que se va haciendo común en las nuevas generacio-
nes, en apariencia tan rebeldes. No hace mucho un representati-
vo de los nuevos valores oponía la autoridad científica a la his-
tórico-politica y acataba aquélla, rechazando la última.

En Colombia persiste un desequilibrio entre el hombre de cul-


tura y la masa que sabe leer y escribir. En nuestro país sue-
len confundirse el hombre pensador y el pensativo; la medita-
ción arraigada y la tristeza morbosa. ¿No será éste el signo más
auténtico de que nuestra cultura es incipiente? Adivinar sus
directores espirituales es el único acto cultural que toca cum-
plir a las muchedumbres y que mide fielmente la altura que han
alcanzado.

CAYETANO BETANCUR

Medellín, 27 de septiembre de 1933.

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