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UNIVERSIDAD NACIONAL

CENTRO DE ESTUDIOS GENERALES


CAMPUS OMAR DENGO

TÓPICOS DE ÉTICA
AMBIENTAL

Lic. José Alberto Rubí Barquero


ÍNDICE

¿Por qué hablar de ética ambiental? 1

Ecofacismo 4

Población 4

El cuestionamiento ético 5

Antropocentrismo 6

¿Es tan malo el antropocentrismo? 9

Por un enfoque ético autónomo 11

Ética y Religión 12

Educación Ambiental 13

Más de educación ambiental 14

Crear Conciencia 15

Los valores de la ética ambiental: la solidaridad 15

La Riqueza: ¿valor o disvalor? 16

Ecologizar la economía: un imperativo ético ambiental 18

Dos mitos, dos éticas 25

Apéndice: la salud en Costa Rica: antes y después de la 32


Seguridad social
¿Por qué hablar de ética ambiental?

Antes de las computadoras, hablar de “ética para computológos” era


imposible. Sólo después de su aparición y de los profesionales del campo abierto
por ellas, comenzó a tener sentido hablar de los problemas éticos que el ejercicio
de dicha profesión plantea y cuyo estudio le corresponde a la ética computacional.
¿Pasa lo mismo con la ética ambiental? El ambiente es algo que compete a
todos, independientemente de la profesión que se tenga o incluso si no se tiene
ninguna. Pero, ¿desde cuándo cabe hablar de ética ambiental? La existencia de
personas portadoras de lo que llamamos “ética ambiental” se remonta muy atrás
en el tiempo, personas preocupadas por el aseo del lugar donde viven, por el
ornato, personas amantes de los paisajes bellos, cariñosas con los animales,
seguramente han existido desde tiempos remotos. Pero sólo muy recientemente el
término “ética ambiental” está cobrando una significación relevante.

Cuando la población humana era poca en relación con la extensión de las


áreas habitables, cuando la demanda de recursos vitales era poca en relación con
los recursos existentes, casi cualquier comportamiento humano, hasta el más
agresivo con el ambiente, podía ser neutralizado por los mismos mecanismos
regenerativos de la naturaleza y la acción, por ende, podía verse con cierta
indiferencia. Sin embargo, esta situación dista mucho de ser la actual. Con seis mil
millones de habitantes, con los niveles de consumo energético que una población
de esta magnitud demanda, cualquier acción humana que tenga incidencia en el
ambiente se vuelve crucial, de aquí que en las deliberaciones que antecedan a
tales acciones los aspectos éticos deban estar muy presentes.
Para los que piensan que los temas ambientales no van más allá de una
moda, que se hable de filosofía ambiental y, en nuestro caso más específico, de
ética ambiental, es exagerar las cosas. No quieren reconocer que la cuestión
ambiental ha estado presente siempre en los planteamientos de los filósofos y
casi siempre, también, con implicaciones negativas. Más que filosofía ambiental, lo
que ha prevalecido es la filosofía antiambiental. De Locke, por ejemplo, J. Rifkin
hace el siguiente comentario:

Para Locke, el papel del gobierno consistía en garantizar a la gente la libertad de


utilizar su recién descubierto poder sobre la naturaleza para la producción de
riqueza. Así, desde los tiempos de Locke hasta los nuestros, el papel social del
Estado ha consistido en favorecer el dominio de la naturaleza a fin de que la gente
pueda adquirir la prosperidad material necesaria para su realización personal. “La
negación de la naturaleza”, declaró Locke, “es el camino de la felicidad”. La gente
debe “emanciparse efectivamente de las imposiciones de la naturaleza. Falta cita

Locke no se detiene aquí. La posesión de propiedades (valor extraído de la


naturaleza) no sólo es un derecho social; también existe el deber de engendrar
riqueza. En lo que sería la pesadilla de un ecologista, Locke escribe que “la tierra
abandonada por completo a la naturaleza… se llama, y en verdad lo es, baldía. La
naturaleza sólo es valiosa cuando gracias a nuestros esfuerzos la hacemos
productiva:

El que por medio de su esfuerzo se apropia de tierra para él, no disminuye


sino que incrementa la riqueza común de la humanidad. Pues los recursos útiles
para el sostenimiento de la vida humana que se producen en una hectárea de
tierra cercada y cultivada son… diez veces superiores a los que proporciona una
hectárea de tierra de igual riqueza que se ha dejado estéril como propiedad
común. Y por lo tanto, aquél que cerca esta tierra y obtiene una mayor abundancia
de provisiones para la vida con diez hectáreas de ella de la que podría obtener
con cien hectáreas abandonadas a la naturaleza, en verdad puede decirse que ha
dado noventa hectáreas a la humanidad” (1).

El caso de Locke es muy evidente, su credo modernista no requiere de una


sofisticada lectura en clave ecológica para que salgan a relucir sus implicaciones
antiambientales; en otros casos, tales implicaciones están más encubiertas y su
explicitación demanda un mayor trabajo interpretativo. Pero por poco que uno se
adentre en un trabajo de este tipo, es difícil escapar a la conclusión de que la
“moda” en el pensamiento occidental incluye lo ambiental, solo que la mayoría de
veces en forma implícita y desde una valoración negativa. Así, a los que se
oponen a que la filosofía, por considerarla digna de mejores temas, se ocupe de
lo ambiental, hay que decirles que mejor harían oponiéndose a que lo siga
haciendo como hasta ahora lo ha hecho, es decir, vedada y negativamente.
El auge de la ecología, la salida espectacular que sus planteamientos han
experimentado desde el pequeño círculo de los especialistas hasta el gran público,
ha conmocionado todo el campo de la cultura humana. Todo: ciencia, arte,
religión, política, todo cuanto ha venido haciendo el ser humano sufre hoy la
embestida de ese auge, de esos señalamientos que hablan de la inminencia de
un gran colapso de todo el sistema de interrelaciones que hace posible la vida en
este planeta. Siendo así, una disciplina filosófica como la ética no puede
permanecer indiferente, creyendo cómodamente que nada de lo que sucede en el
campo ambiental le compete. Al contrario, por poco que se involucre en esta
temática, el filósofo de la ética, pronto advertirá lo mucho que su disciplina tiene
que aportar a la ingente tarea de lograr una relación más armoniosa del ser
humano con la naturaleza.

Ecofacismo

Comparar al planeta Tierra con un barco sobrecargado en el que viajan


pasajeros de primera y de segunda clase, el cual sólo se puede salvar del
naufragio inminente lanzando al mar el excedente de ocupantes, es el macabro
pensamiento que está en el fondo del llamado ecofacismo.
No hace falta ser diestro en hermenéuticas literarias, para saber que la
población de los países pobres constituye el “excedente” de que habla la referida
comparación. De aquí la importancia del cuestionamiento ético y, en este caso
concreto, del cuestionamiento ético ambiental.

Población

El aludir a la población en términos puramente cuantitativos es ver solo una


parte del problema. También están los aspectos cualitativos. De hecho, una
población impacta el ambiente no sólo por su número de integrantes, que pueden
ser muchos o pocos, sino también por su estilo de vida. Así, puede que la
población sea muy numerosa pero si su estilo de vida conlleva la armonía con el
entorno, entonces su impacto será menor que el de otra población de menos
integrantes pero con un estilo de vida más agresivo. Quiere decir, dada la estrecha
relación entre valores y estilos de vida, que el trabajo teorético de la ética
ambiental, puede contribuir a provocar cambios en aras de estilos de vida donde el
ser humano se relaciona con su medio más sabia y respetuosamente. También
puede disuadir a aquellos que acarician las medidas ecofacistas, como suspender
todo tipo de ayuda a los países más pobres, para solucionar la crisis ambiental.

El cuestionamiento ético

Del todo que es la cultura, podemos aislar, sólo para efectos teóricos, sus
partes. La ética sería una de esas partes. Por su peculiar naturaleza debe dialogar
con otros componentes de la cultura. Un diálogo que haga sentir su presencia en
ellos, que no permita que la ignoren como instancia cuestionadora y, a la vez,
impida que sus criterios se impongan dogmáticamente, cayendo en una suerte de
moralismo. Difícil papel el de la ética, entonces. Por un lado, debe procurarse la
mayor independencia de criterio, solo así su condición de interlocutor puede
empujar hacia un mundo mejor, por otro, en cambio, está expuesta a los
condicionamientos del mundo cultural del que forma parte. ¿Cómo estar seguros,
entonces, que los valores que se están impugnando no lo están siendo desde
otros valores igualmente impugnables? En parte, esta incertidumbre, en lo que
tiene de sana, la debemos al relativismo, por su insistencia en negar que existan
valores absolutos, válidos universalmente; Relativismo que tomado sin reservas
coarta todo cuestionamiento profundo, para dar paso al “todo se vale”.

Suponiendo que el cuestionamiento ético emana de una posición lúcida y


desprejuiciada, encaminado; por ejemplo, a poner en evidencia el carácter
discriminatorio de una ley, lo atávico de una costumbre, muchos, aún así, dudarán
de la capacidad para cambiar lo establecido que pueda tener dicho
cuestionamiento. A los que así piensan, hay que decirles que con solo la ética el
mundo no se puede cambiar, pero que tampoco se puede sin la ética. Una
objeción ética puede desencadenar toda una revolución.

Posiblemente, frente a otros argumentos, el ético se esgrime con menos


frecuencia o cae en suelos demasiado áridos como para que germine y fructifique
fácilmente. Pero hay que esgrimirlo. Renunciar a cuestionar las cosas éticamente,
equivale a pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, a identificar el
ser con el deber ser, a incurrir en la falacia naturalista.

Antropocentrismo

Una formulación temprana de la idea del antropocentrismo la encontramos


en el conocido fragmento de la obra “Sobre la Verdad del filósofo Protágoras”: El
hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que
no son en cuanto que no son (2).

Percatarnos de que todo cuanto decimos de las cosas, lo decimos desde el


punto de vista humano, que no podemos emitir un solo juicio desde una condición
diferente a la humana, es caer en la cuenta del inevitable relativismo que permea
todo nuestro conocimiento del mundo y todas nuestras valoraciones. Creer que las
cosas son sólo lo que son para nosotros y que valen sólo lo que valen para
nosotros, eso es antropocentrismo. Así entendido, el antropocentrismo anula lo
que tenga de positivo el relativismo.

De ahí que surjan preguntas como ésta: ¿Es el antropocentrismo occidental el


culpable de la debacle ecológica actual? (3).

Se impone, entonces, como una de las tareas centrales de la ética


ambiental, la crítica del antropocentrismo, del “prejuicio de la especie”, de los
“ídolo tribus”; una crítica que con aires kantianos denominaríamos “crítica de la
razón antropocéntrica”, desde la cual la “razón ecológica” emergería.

Semejante, en algún sentido, a esta crítica fue, si es que ya concluyó, la


crítica al eurocentrismo que provocó el “descubrimiento” y la conquista de América
por los europeos. Con esta crítica, las víctimas de esa violenta expansión del
centro europeo, los llamados indios, clamaban por su reconocimiento como seres
humanos, por su derecho a ser como eran sin que se convirtiera en motivo para
que se les inflingiese todo tipo de atropellos.

Una ética mal centrada en el ser humano, en el momento de considerar a


otros seres vivos, como animales y plantas, lo hace desde el punto de vista de los
intereses humanos. Y como del repertorio de dichos intereses, no todos refuerzan
al de sobrevivir, tanto del individuo en cuanto tal como al de la especie en
general, interés que implicaría el respeto a animales y plantas de parte de los
humanos, una ética así, con un énfasis en lo “humanamente importante”, deja en
abierta desprotección a los seres vivos no humanos.

El antropocentrismo, asimilado al “prejuicio de la especie” es toda una


ideología y, como tal, anima al uso y al abuso del poder. Crea, por lo tanto,
verdugos y víctimas. Cuando sus víctimas son seres humanos, como ha sucedido
en los procesos de conquista y colonización, los verdugos se las arreglan para
negar o, por lo menos, poner en duda la humanidad de sus víctimas imponiendo
su etnocéntrico concepto de humanidad. Cuando se trata de seres vivos no
humanos, no hay nada que justificar y simplemente se actúa.

En el caso de los animales, su suerte está asentada, incluso, en la


autoridad de textos que no pocos consideran sagrados. En el Génesis, por
ejemplo, encontramos pasajes como estos:

Pasaje 24: Entonces Dios dijo: “Que produzca la tierra toda clase de animales:
domésticos y salvajes, y los que se arrastran por el suelo”.
Y así fue… Dios hizo estos animales y vio que todo estaba bien.

Pasaje 26: Entonces dijo: “Ahora hagamos al hombre. Se parecerá a nosotros, tendrá
poder sobre los peces, las aves, los animales domésticos y los salvajes, y sobre los que
se arrastran por el suelo”.

Pasaje 27: Cuando Dios creó al hombre, lo creó parecido a Dios mismo; hombre y mujer
los creó, y les dio su bendición: “Tengan muchos hijos; llenen el mundo y gobiérnenlo;….
Dominen a los peces y a las aves, y a todos los animales que se arrastran” (4).

En este sentido, el emerger de la “razón ecológica”, posibilitado por la


crítica de la razón antropocéntrica haría audible e inteligible para los humanos, el
“habla” de los animales y la relación de dominio, recomendada por el dios bíblico,
cedería a favor de una relación que hasta podría ser fraternal si atendiésemos
otras fuentes religiosas no antropocéntricas.

A pesar de lo dicho más arriba, sobre el carácter antiambientalista del


discurso filosófico occidental, ilustrándolo con el caso de Locke, la crítica de la
razón antropocéntrica, también podría encontrar aliento en algunas notables
excepciones. Una de ellas, para no ir muy atrás en el tiempo, fue Jeremy Bentham
quien en relación con este tema de los animales dijo:

Es probable que llegue el día en que el resto de la creación animal pueda adquirir
aquellos derechos que jamás se les podrían haber negado a no ser por obra de la
tiranía. Los franceses han descubierto ya, que la negrura de la piel no es razón
para que un ser humano haya de ser abandonado sin remisión al capricho de un
torturador. Quizá un día se llegue a reconocer que el número de patas, la
vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum, son razones igualmente
insuficientes para dejar abandonado al mismo destino a un ser sensible. ¿Qué ha
de ser, si no, lo que trace el límite insuperable? ¿Es la facultad de la razón, o quizá
la del discurso? Pero un caballo o un perro adulto es, más allá de toda
comparación, un animal más racional, y con el cual es más posible comunicarse,
que un niño de un día, de una semana, e incluso de un mes. Y aun suponiendo
que fuese de otra manera, ¿qué significaría eso? La cuestión no es si pueden
razonar, o si pueden hablar, sino: ¿Pueden sufrir? (5).

Si para hablar de las tareas de la ética ambiental, con esto de los animales
pareciera que nos hemos metido al campo de la bioética y, si alguien lo objetara,
¿qué le diríamos? Que la ética ambiental y la bioética tienen una amplia zona
fronteriza común y que, en este caso, la preocupación por el bienestar de los
animales lleva a la preocupación por un ambiente donde la vida pueda darse en
toda su plenitud, es decir, al objetivo central de la ética ambiental.

¿Es tan malo el antropocentrismo?

La primera vez que usé el término “antropocentrismo” salió de mi boca


disparado contra un amigo que en ese momento -así lo sentí- merecía un buen
insulto: ya veo que sos antropocentrista, le dije. Y fue porque en una de mis
visitas a su casa, cuando entré y pregunté por él, me dijeron que estaba por ahí,
encaramado en algún árbol, colocando trampas para librarse de las ardillas que lo
tenían hasta la coronilla de tanto asalto a sus árboles frutales.
Luego vinieron las lecturas de los textos ambientalistas a corroborar esa
connotación negativa del término “antropocentrismo”. De aquí la pregunta: ¿es
tan malo el antropocentrismo?... Los historiadores, por ejemplo, cuando hablan del
paso del teocentrismo medieval al antropocentrismo renacentista lo ven como un
paso positivo, como un avance. Siendo así, quizás valga la pena hacer algo a
favor de dicho concepto, como impedir que sus posibles connotaciones positivas,
incluso en un contexto de argumentaciones ambientalistas, sucumban para
siempre.

¿Qué pasaría si realmente fuésemos antropocentristas? Posiblemente, que


en el nivel de las relaciones humanas no toleraríamos ni mucho menos
procuraríamos ningún tipo de marginación, ya fuese entre individuos o entre
naciones. Porque marginar es sacar del centro, arrojar a las orillas, excluir,
explotar, maltratar… Tendríamos sociedades más justas, más equitativas, que no
parece tan malo ¿Pasaría lo mismo en nuestras relaciones con los seres no
humanos? Así como no tendría sentido empeñarnos en precisar el centro de un
círculo del cual, al mismo tiempo, vamos borrando su circunferencia, tampoco
tiene sentido ponernos a nosotros mismos en un centro, en un supuesto lugar de
privilegio, cuyo radio se acorta conforme hacemos valer tales privilegios. Tal
parece que la única forma sostenible de ser antropocentristas, consiste en
defender la totalidad del círculo del cual nos creemos centro.

Una versión cinematográfica de esta forma de antropocentrismo la


encontramos en la película llamada “La Selva Esmeralda” (6).

Aquí, para empezar, una de las tribus llama “centro del mundo vivo” al
lugar que habitan en lo profundo de la selva amazónica. Esta tribu es conocida
como la tribu de “Los Invisibles”; nombre al que hacen honor, dado que viven en
tal armonía con su medio que prácticamente su presencia no se nota; el
mimetismo que los hace invisibles no se debe únicamente al maquillaje que con
ese propósito se hacen; es su estilo de vida, inspirado en valores como el respeto
profundo hacia el mundo natural en el que viven y del que se saben parte, lo que
más contribuye a invisibilizarlos, a vivir sin causar impactos negativos. Están tan
conscientes de su armónico vivir, de las ventajas espirituales que ese modo de
vida les da, que contrastan su mundo vivo con el “mundo muerto” del occidental,
del “hombre termita” que todo lo devora. Desgraciadamente, la construcción de
una gigantesca represa hidroeléctrica les hace ver que la orilla del mundo muerto,
de ese mundo al que le van quitando la piel por donde respira, está cada vez más
cerca del centro del mundo vivo.

Quiere decir que sí hay una forma de ser antropocentrista a la que vale la
pena aspirar, que no siempre el término puede ser usado como insulto filosófico.
Así lo reconoce, entre otros, el escritor Miguel Delibes al decir:

Y ya que, inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza,


a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que se “nos note” lo menos
posible. Tal aspiración, por el momento, se aproxima a la pura quimera. El hombre
contemporáneo está ensoberbecido; obstinado en demostrarse a sí mismo su
superioridad, ni aun en el aspecto demoledor renuncia a su papel de
protagonista (7).

Por un enfoque ético autónomo

Al abogar por la autonomía de la ética, por el diálogo que esta autonomía


posibilita; diálogo en el que la ética afirma su carácter filosófico, su potestad de
cuestionar lo establecido, conviene tener presente que el ámbito de los
interlocutores incluye a la ética misma. Con esto queremos decir que no sólo
campos como la religión, el derecho, el arte, la política, dialogan con la ética, sino
que al interior de sí, por existir distintas corrientes de pensamiento ético, no pocas
veces esas corrientes polemizan entre sí, a propósito de los distintos temas de su
común interés. La ética como campo específico de la filosofía, es también un
campo de controversias internas.

La ética se relaciona con los distintos campos de la cultura. En algunos


casos, la relación es evidente, en otros, no lo es tanto. Pero más importante que
señalar la relación de la ética con la religión, con la ciencia o con el arte, para
mencionar sólo tres campos de la cultura que a lo largo de la historia humana han
tenido distintas e interesantes relaciones con la ética, es advertir los peligros y
hasta los perjuicios, que una relación basada en la subordinación de la ética a
cualquiera de estos campos, trae consigo. En estos casos la ética, que debe
luchar por su autonomía, por ser una disciplina capaz de mantenerse a cierta
distancia de los ámbitos cuyo cuestionamiento debe llevar a cabo, deviene
heterónoma, abandona su carácter normativo que le es propio y pasa a un papel
de simple eco de lo que dicen otros desde los púlpitos, desde los tribunales o
desde cualquier otro sitio donde se emitan juicios de valor.

Ética y Religión

Una de las relaciones más interesantes de estudiar es la relación entre ética


y religión. Dado que una y otra constituyen una incitación para que las personas
actúen de cierta manera, para que orienten su vida de acuerdo con objetivos
considerados valiosos, sus campos de acción tienden a mezclarse.

De hecho, en muchos casos decir dónde comienza una y dónde termina la


otra, resulta sumamente difícil. Con todo, le es más factible a la ética prescindir
del apoyo religioso, darse un perfil laico, que a la religión funcionar al margen de
toda normatividad ética. Solo que cuando esto sucede, cuando la ética rechaza el
auxilio de la mediación religiosa, su eficacia, en el sentir de muchos, disminuye
ostensiblemente. Pareciera que sin la religión, la ética tiene poco que ofrecer para
ganar adeptos.
Frente a esta situación, conviene detenerse un poco en los ofrecimientos de
la ética y ver hasta qué punto es cierto que son poco atractivos. Si no puede,
como la religión, plantear la existencia del alma y cómo vivir para salvarla y ganar
la vida eterna, ni la existencia de un Dios que supervisa todos nuestros actos, y de
cuya infalible justicia nadie puede evadirse, si tiene que apelar a lo que de
inclinación hacia el bien pueda existir en nosotros, a la capacidad de
entusiasmarnos con la posibilidad de una vida mejor aquí en este mundo, que
podamos tener, ¿ cuánto de todo lo que pretende le es dable esperar con tales
recursos?

Cada vez que nos topamos con la vieja tesis socrática de que el
conocimiento del bien hace que lo antepongamos al mal, que cuando actuamos
mal lo hacemos por ignorancia y que en lugar de recibir castigo, se nos debe
educar, nos apresuramos a calificarla de optimista, de hija de un intelectualismo
demasiado ingenuo y por aquí nos perdemos de apreciar su verdadero alcance.
Se nos hace difícil, ciertamente, pensar que un asesino que planifica con toda
frialdad sus crímenes, ignore que está actuando mal, que un narcotraficante crea
que el tráfico de drogas que lleva a cabo no dañe a nadie y así como en muchos
otros casos.

Educación Ambiental

No hay duda que el logro de buenos hábitos ambientales es del todo


deseable, la pregunta es si esta tarea le compete necesariamente a la educación o
si se puede emprender desde otro flanco. Si fuese tarea solo de la educación,
tendríamos logros posiblemente de poca envergadura y a un ritmo muy lento. Pero
si no es desde la educación, ¿desde cuál otra trinchera se puede alcanzar este
objetivo? Platón, cuando se ocupa de la educación opta por negárselas a los que
en su República van a ser los trabajadores manuales; éstos, según él, solo
necesitan de adiestramiento, es decir, de un cúmulo de instrucciones que los
capacite para acatar órdenes. Este adiestramiento, generador de hábitos, opera
más rápidamente que la educación y, por lo tanto, parece más adecuado para los
efectos que interesan a los ambientalistas. La educación propiamente dicha, por
impulsar procesos de toma de conciencia con la creación de individuos libres
como meta, camina a su propio paso.

Hasta aquí, educación y adiestramiento han sido tratados como si fuesen


prácticas incompatibles. Tal incompatibilidad, sin embargo, es superable si el
adiestramiento, desde una perspectiva integradora, se ve como un momento del
proceso educativo y no como un fin en sí mismo. Que el proceso no termine con el
condicionamiento; cosa que estaría bien para los objetivos de una campaña
publicitaria de tipo comercial, o para los fines de un estado totalitario como el
soñado por Platón, que tenga metas compatibles con un proyecto de más aliento,
con un proyecto democrático orientado a la creación de una sociedad donde la
búsqueda de la justicia se lleve a cabo sin sacrificar la libertad.

Más de educación ambiental

En el campo de la educación ambiental la consigna “asustar es educar” no


deja de tener adeptos. En efecto, hay mucho de intimidación en los abordajes de
los grandes problemas ambientales. De la amenaza “si seguimos así nos vamos a
morir todos” se esperan grandes cambios. Pero, ¿hasta dónde es válido fundar
tantas esperanzas en esta “pedagogía del miedo”?

Si nuestra actitud ante la muerte fuese unívoca, en el sentido de no estar


dispuestos, ni consciente ni inconscientemente, a coquetear con ella, los
resultados de recurrir a ella con fines pedagógicos tendrían un impresionante y
positivo impacto ambiental. Pero resulta que no todo lo que tiene que ver con la
muerte nos aterra; tiene, también, su lado encantador, ese que explica lo ardálico
de tantas conductas humanas.
No somos solo Eros, impulso de vida; somos, también, Thanatos: impulso
de muerte. Hay ideologías que exaltan la vida y las hay que exaltan la muerte. De
aquí que la pretensión de “crear conciencia”, valiéndonos de un general miedo a
la muerte, tiene sus inconvenientes. Además, ¿cuál teoría pedagógica de la
actualidad reclamaría para sí, como parte de sus aciertos, semejante manera de
educar?

Crear Conciencia

A la modernidad le debemos, entre otras cosas, el haber exaltado lo


racional del ser humano al punto que otros aspectos, igualmente importantes,
palidecieran hasta casi desaparecer. Claro está que esta exaltación, este
racionalismo, encontró detractores incluso en la misma época moderna. Muy
conocida, en este sentido, es la posición de Pascal: “El corazón tiene razones que
la razón no entiende”. citaTambién Rousseau se enfrenta al racionalismo de su
época, haciendo valer los derechos de lo sentimental en la vida de todo ser
humano.

Con todo, la educación, tal y como se concibe todavía hoy, sigue presa en
ese racionalismo; de ahí sus pobres resultados. Buena parte del prestigio y
aceptación de que goza la consigna “concientizar”, proviene de ese
enfrascamiento de la educación, de esa unidimensionalidad de su enfoque.

Los valores de la ética ambiental : la solidaridad

Al vivir, como vivimos, en un entorno energético de escasez, el desperdicio


de los recursos en sus distintas versiones, se convierte en el pecado capital de
nuestra forma de vida y su contrapartida; el uso eficiente de los recursos
energéticos, en un imperativo ético ambiental de primer orden. Y, para cumplir
con este imperativo, nada mejor que el uso solidario de los recursos.
Posiblemente, muchos estemos de acuerdo con la afirmación de que la
solidaridad es un valor importante de resaltar y que su implementación trae muy
buenos resultados, pero de aquí a coincidir en cómo hacer que funcione en la
práctica, hay una gran distancia. Es por ello que muchos piensan en lo
conveniente que resulta la creación de condiciones obligatorias para que florezca
la solidaridad, y no esperar a que cada quien decida libremente comportarse
solidariamente con los demás. En otras palabras, esto equivale a convertir la
solidaridad en un componente del pacto social.

Este principio de la “solidaridad obligatoria” lo encontramos formando parte


de importantes legislaciones en las que se exige, por ejemplo, “que los ricos
tributen como ricos y los pobres como pobres”, o en el caso de la medicina social,
donde se establecen cuotas para su financiamiento proporcionales a los ingresos;
así, el que más puede “subsidia” al que menos puede. Para una fundamentación
más amplia de este punto, se incluye, como apéndice, el texto: “La salud en Costa
Rica, antes y después de la seguridad social”.

La Riqueza: ¿valor o disvalor?

Ni el concepto “riqueza” ha significado siempre lo mismo, ni la actitud de los


seres humanos ante la riqueza ha sido siempre la misma.

H. J. Laski, en su libro “El Liberalismo Europeo” hace ver al respecto lo


siguiente:

Antes del advenimiento del espíritu capitalista, los hombres vivían dentro de un
sistema en que las instituciones sociales efectivas - Estado, Iglesia o gremio –
juzgaban del acto económico con criterios ajenos a este mismo acto. El interés
individual no se presentaba como argumento concluyente…Todo este armazón de
reglas se cuarteó porque no era capaz de contener el impulso de los hombres
hacia la satisfacción de ciertas expectativas que, dados los medios de producción,
aparecieron como realizables en cuanto el ideal medieval fuera sustituido por el de
riqueza como bien en sí (8).

El afán de riquezas, con el capitalismo, se quita de encima los escrúpulos


religiosos que lo mediatizaban un tanto en la Edad Media. De aquí en adelante
avanza configurando a su paso una sociedad distinta. Al crecer la capacidad
productiva, crece la capacidad de incrementar las riquezas como producto del
trabajo. Con cada nuevo crecimiento de la capacidad productiva crece “el apetito
de lucro”. De aquí que, en el capitalismo, las máquinas con su incesante
mejoramiento que las vuelve cada vez más productivas, no operan el milagro de
desalienar al trabajador, sino que lo amarran más a su trabajo, un trabajo cada vez
menos gratificante, o simplemente lo desplazan, lo excluyen, ocupando su lugar.

El apetito de lucro, compulsivo en el capitalismo, redunda en una idea,


igualmente compulsiva de la producción. De un medio para la producción se
vuelve un fin en sí misma. En el capitalismo no son las necesidades humanas las
que determinan la producción, sino que es la producción la que determina a las
necesidades humanas. No es el sujeto (el sujeto humano) el que determina al
objeto (las mercancías) sino que es el objeto el que determina al sujeto. Esta
inversión de valores da como resultado la contradictoria escena de todos los días:
un individuo indigente y solitario en un mundo atiborrado de objetos. Esta
abundancia de los así llamados “bienes” de consumo, producto del fetichismo,
solo es comparable con la vacuidad interior que sufre el supuesto beneficiario de
tantos “bienes”.

No es por el camino del tener que lo humano se realiza, sino por el camino
del ser. Por el camino del tener por el tener mismo, no sólo se empobrece y
deteriora lo humano, sino también el contexto vital y natural del cual se extrae la
materia prima que la ambición llamada trabajo transforma en “bienes” de
consumo.
El discurso socialista, tan sagaz para la crítica, ejercía una considerable
presión moral en el actuar del capitalismo; era su mala conciencia. Con el
desactivamiento del discurso socialista desaparece esa presión moral y el
capitalismo inicia un nuevo discurrir ya sin sentimiento de culpa, como si de un
momento a otro sus actuaciones todas llevasen el sello de la bondad.

En la Edad Media, los preceptos religiosos fueron al afán de riqueza lo que


el discurso socialista fue al capitalismo en los tiempos modernos. Ni las
consideraciones de tipo religioso en el medioevo pudieron contener el “apetito de
lucro”, ni las denuncias de tipos como Moro, Fourier, Rousseau o Marx han
podido contenerlo en el periodo que va del Renacimiento hasta la actualidad.

Pero hoy el apetito de lucro, animador como ayer de la actividad


empresarial de la creación de riqueza, se está acercando, peligrosamente, a un
límite cuyo rebasamiento significa hundirse en el abismo. Este límite lo da el
planeta mismo con sus principales alarmas en rojo. De la atención que se les
preste a estas señales de inminente colapso, pueden surgir no solo restricciones
al afán de “riqueza”, sino que el concepto mismo cambie sus connotaciones
posesivas y comience a denotar un nuevo tipo de realidad.

Ecologizar la economía: un imperativo ético ambiental

De hecho Marx, en el siglo pasado, se negaba a que los economistas


clásicos cerraran sus cuentas dejando por fuera el impacto deshumanizante de la
actividad económica por ellos avalada. Hoy, a más de un siglo de distancia de esa
primera crítica a la economía clásica, nos resulta fácil constatar que pese a lo
apabullante de la misma, se hacía, sin embargo, desde un repertorio de creencias
típicamente moderno que acercaba al autor, más de lo que él hubiese imaginado,
a sus antípodas.
Así, la necesaria crítica a la economía neoclásica con sus nuevos pero
viejos dogmas, surge de la crítica general de la modernidad atrincherada en la
ideología del Progreso y, a la preocupación humanística de los escritos de Marx,
añade, partiendo de un nuevo sistema de creencias, la preocupación por el
deterioro acelerado de las condiciones que hacen posible la vida en el planeta.

Es básico para esta crítica percatarse de que la visión progresista de la


historia es algo relativamente reciente, - se remonta a los inicios de la época
moderna y de ahí avanza hasta madurar en planteamientos como los de Fichte y
Comte, en el plano filosófico, y en los de Darwin, en el plano científico – que ni los
antiguos ni medievales veían de esa manera el mundo.

El caso de los griegos, en este sentido, es proverbial. Valores tan


apreciados por ellos como la moderación, la mesura; propios de una moral
ascética, cobran pleno sentido si al mismo tiempo se cree que el mundo sufre un
proceso ininterrumpido de empobrecimiento y degeneración; creencia que
encontramos en Hesíodo, cuando apoya sus planteamientos en el mito de las
cinco edades del mundo.

En términos muy parecidos discurre el pensamiento medieval:

En la teología cristiana, -señala Rifkin- la historia tiene un principio, un centro y un


fin perfectamente definidos, que son la Creación, la Redención y el Juicio Final.
Aún cuando la historia humana se considera lineal, no cíclica, no se cree que
evolucione hacia un estado más perfecto. Por el contrario, la historia se concibe
como una lucha constante contra las fuerzas del mal, que nunca cesan de sembrar
el caos y la corrupción en el mundo terrenal (9).

Un cambio tan radical como el paso de esta visión degeneracionista de


antiguos y medievales a la visión del mundo como progreso de la modernidad,
solo puede darse mediante la concurrencia de múltiples factores. Pero sin duda, el
surgimiento de la nueva ciencia experimental, tan pregonado por Bacon, será el
factor de mayor incidencia. Con este instrumento en sus manos, el ser humano va
a sentir que puede por fin liberarse del papel de sumisión que en distintas formas
ha venido jugando y adjudicarse, cada vez con mayor decisión, el papel de
protagonista principal en el escenario de la vida.

Las leyes que hombres como Kepler, Galileo o Newton van descubriendo le
confieren al universo en general – al planeta tierra en particular- el atributo de la
inmutabilidad; atributo del todo compatible con la idea de un orden natural que le
sirve de fundamento a muchos de los planteamientos de la economía clásica.

Curiosamente, ante este orden natural, el activismo compulsivo que Lutero


-otro gestor del mundo moderno- sacralizó con el nombre de trabajo, no se ve
como un factor que pueda alterarlo; por el contrario, trabajar es, además de una
forma de agradar a Dios, la única forma posible de producir riqueza. Y ya
apareció aquí la palabra “riqueza”, que más que una palabra, en el contexto cada
vez más expansivo de la economía, es algo así como una “idea-fuerza”, un
supravalor, un conjuro encantador.

Enardecidos con estos valores, los ingleses, por ejemplo, surcaron las
aguas y colonizaron la parte norte de América, pero al hacerlo, se vieron en la
necesidad de borrar del mapa a pueblos indígenas enteros que allí hacían sus
vidas, no pudieron perdonarles el gran pecado de no cultivar la tierra, de
mantenerla baldía; es decir, abierta por los cuatro costados, sin cercos que la
delimitaran y permitieran decir “esto es mío”.

Que en el transcurso de esta avalancha de progreso hubo brotes de


escepticismo, -- en este contexto sólo así se les puede llamar – los hubo. Por ahí
se oyó, y de boca de uno de ellos mismos, una ley que hablaba de rendimientos
decrecientes, un planteamiento que proponía un retorno a un estilo de vida
rústico, un gráfico en el que la curva de la población crecía más rápido que la
curva de la producción de alimentos… pero todo esto fue arrasado por la
avalancha.

Todavía hoy, cuando la tierra agoniza, algunos economistas pretenden


salirle al paso con un poco de lo mismo: ponerle precio a las externalidades -
horrible eufemismo para no hablar de contaminación- , impuestos verdes,
condones para el tercer mundo, etc. Como si el asunto fuera tan sencillo que se
pudiera resolver con sólo ampliar los marcos de referencia con los que se calculan
los dos términos de la relación costo-beneficio.

Para no culpar a un gremio en particular, es necesario reconocer que para


nadie es fácil deshacerse de una visión del mundo forjada a partir del
deslumbrante mecanicismo inaugurado por la física matemática de los siglos XVl y
XVll. Fue tal la influencia de esta manera de representarse el mundo, que sería
una muestra de sectarismo epistemológico reprocharle a un hombre como Adam
Smith, solo por su condición de economista, el no haberse sustraído a dicha
influencia.

Recientemente, buscándole alguna salida al mecanicismo, una rama de la


física actual, la termodinámica, está siendo considerada con mucha atención. De
esta, en especial su segunda ley, conocida como ley de la entropía, cuyo
enunciado dice que “en el mundo, la entropía (es decir la cantidad de energía no
disponible) tiende siempre al máximo”, pareciera contener la clave para romper el
esquema del mundo como una máquina y dejar abiertas las puertas a novedosas
maneras de ver las cosas.

Por lo pronto, habría que decir que ya en la concepción del mundo de los
griegos, según la cual “el tiempo deprecia el valor de las cosas”, la misma que
hacía decir a Heráclito que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, había
una formulación de la idea de entropía, que el ideal de una vida contemplativa
nacido de ese punto de vista, recoge mucho de lo que encierra nuestra idea
actual de sostenibilidad. Pero hay algo más: si se quisiera proponer un estilo de
vida de baja entropía como freno al saqueo indiscriminado de los recursos del
planeta y a su inminente colapso, ahí están las vidas de Sócrates y de Diógenes
como paradigmas, como inspiración para tal propósito.

Cuando el mundo con todos sus componentes deja de ser una máquina de
movimiento perpetuo, visión moderna, para pasar a ser un organismo al que el
tiempo, lenta pero inexorablemente, corroe -¿visión posmoderna?- , la vida entera
de los seres humanos -creencias, valores, actitudes, etc.,- se ve obligada a
cambiar. En este panorama, los criterios económicos, la economía, no tiene por
qué ser la excepción.

Hasta ahora el enfoque económico ha destacado cierto tipo de recursos,


precisamente aquellos cuya utilización, lenta o rápidamente, los agota. Se trata,
pues, de recursos entrópicos, que no se agotan tan solo por la cantidad que de
ellos se demanda, sino también por el cómo de su utilización. En efecto, dado que
la forma en que hemos organizado la vida, conlleva a que tratemos de resolver
nuestras necesidades individualmente, el gasto o, si se quiere, el derroche de
recursos que este empeño trae consigo, es enorme e insostenible. Mientras esto
sucede, los otros recursos, los que crecen cuando se ponen en juego, duermen en
el olvido.

Se trata, en efecto, de recursos cuya puesta en escena hace posible el


surgimiento del “efecto de conjunto” -sinergia social-, un efecto que crece
espiralmente conforme la voluntad de cooperación va afinando el acoplamiento
entre los individuos que luchan por resolver problemas comunes, un efecto nacido
de un proceso donde las personas cada vez se involucran más, por la sencilla
razón de que cada vez sienten que pueden aportar más. Este milagro, este
aparente hacer ex nihilo (a partir de la nada), sólo es posible en la peculiar
interacción de un ambiente de cooperación.
Nada más antieconómico y antiecológico, entonces, que ese mal disimulado
y obsoleto darwinismo ínsito en la economía del mercado total, donde ni la
impaciencia por recuperar con creces la inversión deja tiempo para que el ser
humano y la naturaleza se recuperen, ni la competitividad como “sobrevivencia del
más apto” deja el espacio para la búsqueda de soluciones globales a los
problemas globales y de soluciones locales a los problemas locales.

Este planteamiento no busca descartar la competitividad, no vaya a ser que


nuestros políticos se nos queden sin nada que decir. Que es importante ser
competitivos, eso nadie lo discute. Lo cuestionable es que la competitividad opere
como un fin en sí misma, sin importar mayor cosa su para qué. Esta subversión de
valores, este tomar el rábano por las hojas, es lo que no hay que permitir. El
competir que atropella a la solidaridad incrementa la entropía, es decir, el
derroche, el despilfarro, y conlleva a la muerte. ¿Competir? Sí, pero desde la
solidaridad. La competitividad desde y hacia la solidaridad produce milagros, es
negentrópcica.

Los mismos que sobrevaloran la competitividad son los que no dejan de


pensar en el crecimiento económico como condición para que los países pobres
puedan dejar de serlo, y los ricos puedan seguir siéndolo. ¡Cuidado con esto! Me
recuerda el truco de Penélope, la que deshacía en la noche lo tejido en el día. Un
ardid parecido, con fines diferentes, esconde la ideología del crecimiento: posterga
indefinidamente la hora de la distribución, agrandando en la noche ambiciosa el
cofre que el laborioso día se propuso colmar de riquezas.

Se impone, pues, subordinar lo cuantitativo a lo cualitativo. El reto no debe


ser producir más, sino mejor, no debe ser crecer sino distribuir. De lo contrario,
esa imagen del barco sobrecargado y con salvavidas solo para sus ocupantes de
primera clase, irá ganando cada vez más fuerza persuasiva en el inconsciente
colectivo primer mundista, y una vez más occidente, fiel a su inveterada lógica
sacrificial, recurrirá al genocidio de una parte de su población para salvarse.
Dos mitos, dos éticas

Hesíodo, el escritor griego del siglo Vlll antes de Cristo, recoge una creencia
muy difundida en su época, en el sentido de que la historia era un proceso de
constante degradación y lo describe conformado por cinco etapas: Edad de Oro,
Edad de Plata, Edad de Bronce, Edad Heroica y Edad de Hierro.

En el principio, los moradores inmortales del Olimpo crearon una raza áurea de
hombres mortales… Estos vivían como dioses, con los corazones libres de toda
preocupación, sin participación alguna en penas y esfuerzos. No les aguardaba la
desdichada ancianidad, sino que, siempre iguales en fuerza de manos y pies, se
complacían en festejar, ajenos a todo mal. Cuando morían, era como si los
venciera el sueño. Toda suerte de cosas buenas les pertenecía, y la tierra
generosa les concedía las cosechas de grano por propia voluntad –con
abundancia y sin escatimar – mientras ellos habitaban sus tierras en paz y buena
voluntad con abundancia de cosas buenas (10).

Como en el mito bíblico, donde la actuación de una mujer, Eva, pone fin a la
vida paradisíaca, aquí también es otra mujer la responsable de que la Edad de
Oro terminara, cuando Pandora abre la caja que guardaba todos los males de la
vida. Se inicia así, el proceso de degradación, la vida se torna cada vez más dura
y difícil, hasta llegar a la Edad de Hierro, época en la que según Hesíodo le había
tocado vivir.

Pues ahora en estos tiempos vive la Raza de Hierro. Nunca durante el día
conocerán descanso del trabajo y el pesar, ni por la noche de la mano del
saqueador. El padre no estará de acuerdo con los hijos, ni los hijos con el padre, ni
el huésped con el anfitrión que lo acoge, ni los amigos con los amigos… Los
padres envejecerán prontamente y prontamente serán deshonrados… El hombre
justo, o el buen hombre, o el que respeta su juramento, no hallarán favor, sino que
antes será honrado el que hace el mal y el orgulloso insolente. La razón se basará
en la fuerza de la mano y la verdad no existirá más (11).

En lo que tiene de idealización del pasado, este mito de las cinco edades
del mundo, da cuenta de una propensión muy humana, esa que frente a las
adversidades de la vida presente busca consuelo en una especie de recreación
nostálgica del pasado.

Claro está que el idealizar el pasado ocurre también por otros motivos. Es
frecuente, por ejemplo, hacerlo con fines educativos y políticos, para promover
cambios que se consideran importantes y necesarios; cambios que de otra
manera serían tachados de utópicos, si no fuera porque el pasado “testifica” a su
favor, dan fe de su posibilidad. Una versión literaria de este uso estratégico, la
encontramos en “El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, la clásica
novela de Cervantes que narra las aventuras de un revolucionario singular. En
ella, su personaje principal sale a transformar el mundo animado por la creencia
de que las cosas pueden volver a ser lo que ya habían sido:

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a los que los antiguos pusieron nombre
de dorados, y no porque el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se
estima, se alcance en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces
los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella
santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su
ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar las manos y alcanzarle de las
robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y
sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia,
sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo
hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas,
ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo
trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su
cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que comenzaron a cubrir las casas,
sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemidas
del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad todo concordia: aún no se había
atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las extrañas piadosas de
nuestra primera madre; que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de
su fértil y espacioso seno, lo que a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí
que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero, en
trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no
eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por
tantos modos martirizada seda encarece, sino de algunos hojas verdes de
lampazos y hiedra, entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas
como van ahora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la
curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los conceptos
amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella los
concebía, sin buscar artificios rodeo de palabras para encarecerlos. No había
fraude, el engaño, ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se
estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar y sin ofender los del favor
y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del
encaje aún no se había asentado en el entendimiento del juez, porque entonces no
había que juzgar, ni quien fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban,
como tengo dicho, por dondequiera, solas y señeras, sin temor que la ajena
desenvoltura y lascivo intento la menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y
propia voluntad. Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura
ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque
allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra
la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya
seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la
orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas
y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esa orden soy yo, hermanos
cabreros, a quién agradezco el agasajo y buen acogimiento que haceís a mi y mi
escudero. Que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a
favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta
obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mi posible,
os agradezca la vuestra (12).
Como buen moderno, Cervantes sabe que el orden social está lejos de ser
la expresión de la voluntad de Dios, de ahí el empeño de su personaje en
transformar el mundo. Hesíodo, en cambio, ubicado en otra época, ve en el pasar
del tiempo el cumplimiento de un destino inexorable. De una visión como esta
última, los valores que pueden surgir son aquellos que aspiran a una forma de
vida que no contribuya a precipitar las cosas, a provocar cambios indeseables;
valores como los que pregona la moral ascética.

Del otro mito que queremos hablar, del mito de Prometeo, la versión de
Esquilo data del siglo V antes de Cristo. Este relato se remonta al principio de la
estirpe humana y la presenta en un estado lamentable:

La tierra, el agua y el aire estaban llenos de peligros, y la muerte se cernía


constantemente sobre el hombre… Prometeo, titán derrotado de la vieja estirpe, se
levanta a favor del desdichado hombre, roba el fuego a los dioses y se lo entrega
a los humanos para que puedan sobrevivir (13).

Difícilmente otros mitos expresen tanto contraste entre sí, como estos dos.
El de la Edad de Oro, habla de involución, de decadencia y degeneración; el de
Prometeo, en cambio, hasta podría tomarse como una versión temprana de la
creencia en el Progreso, propia del pensamiento moderno. El primero da origen a
una ética de corte ascético; el segundo, impulsa estilos de vida inspirados en
valores hedonistas.

Frente a concepciones tan distintas, saltan diversas preguntas, una de


ellas, y no la menos importante, se preocupa por saber qué dice la ciencia de todo
esto, cuál de las dos cuenta con mayor apoyo científico.

La idea de la degradación del mundo, de que el “tiempo deprecia el valor de


las cosas”, debe esperar hasta el siglo XlX, con el descubrimiento de la
termodinámica, para su versión científica. De la termodinámica es muy conocida
su primera ley, la de la conservación de la energía; ley que por sí sola no parece
dar paso a ningún tipo de “depreciación”. Solo cuando pasamos a la segunda ley,
la menos conocida ley de la entropía, la creencia en un proceso cósmico que va
de más a menos recibe nuevas luces.

Pero no solo el pensamiento mítico se adelantó al enunciado científico del


principio de la entropía, también a nivel filosófico hubo claras anticipaciones. En
este sentido, es proverbial el planteamiento de Heráclito: No es posible descender
dos veces al mismo río… Los que descienden se sumergen en aguas siempre distintas en
su fluir incesante (14).

Estas frases, pese a su carácter metafórico, hablan claramente de la


irreversilidad de los fenómenos físicos, es decir, de lo mismo que habla la
termodinámica a través de su segunda ley.

También en la vida cotidiana, es frecuente encontrar muestras de una


comprensión intuitiva del contenido de esta ley, como cuando alguien rehúsa
realizar cierto esfuerzo por considerar que el costo es superior al beneficio.
Muchas expresiones populares van en esa misma línea: “no hay almuerzo gratis”,
“más caro el caldo que los huevos”, etc. Una enunciación rigurosa proviene de
Clausius, al decir que en el mundo, la entropía (es decir la cantidad de energía no
disponible) tiende siempre al máximo (15).

Actualmente, conocer y entender esta ley lleva a pensar en la


“sostenibilidad” como si fuese el imperativo categórico de nuestra época;
imperativo cuyo enunciado puede ser el siguiente: “Que las generaciones del
presente satisfagan sus necesidades de tal forma que permita a las generaciones
futuras satisfacer las suyas”.

Un estilo de vida como el que la sostenibilidad sugiere, con una fuerte


apelación al reciclaje, al uso de recursos renovables y renovados, a la intensiva
utilización de materiales biodegradables en la producción, a la adopción de valores
como la frugalidad; confrontado con el proceso depreciativo del mundo implicado
en la ley de la entropía, haría que el viaje hacia la muerte térmica fuese mucho
más lento de lo que es ahora.

Pero no hace falta remontarse tan lejos en el futuro, pensando en una


lejanísima muerte térmica del universo, para tener que ver las cosas con cierto
pesimismo. Si de ser pesimistas se tratara, que es lo que parece fomentar la visión
del mundo entrópica, con solo ver el curso que en los últimos años han seguido
fenómenos como la erosión de los suelos, contaminación de las aguas (mantos
acuíferos, ríos, lagos, mares), emisión de gases de efecto invernadero, extinción
de especies, deterioro de la capa de ozono, etc.) Bastaría…

A salvo de este pesimismo están los que abrazan la tradición prometeica,


los creyentes en el progreso. Enfrentados con problemas como los ya
mencionados, su optimismo, su confianza en la capacidad humana para superar
las dificultades, los lleva a esperar el surgimiento de soluciones, generalmente
venidas de la ciencia y de la tecnología y a vivir, mientras tanto, como si nada
grave ocurriera.

Para los propósitos de la ética ambiental, esta fe en una especie de poder


mágico de la ciencia y de la tecnología no resulta de mucha utilidad. Como ética
que es, está más interesada en trabajar el interior de las personas, en suscitar
conversiones profundas inspiradas, en este caso, no en la fe, sino en el
conocimiento, en el apropiamiento, por parte del ciudadano común, del saber
ecológico actual.
En este sentido, resulta muy pertinente el planteamiento de la película
“Max” (16). En ella, una pareja de exhippies, reconciliados con el orden burgués
que abominaron en su juventud, aparecen, desde el principio, matriculados en el
sueño americano: conforman una linda familia de clase media y todo el esfuerzo
diario de su trabajo está orientado a mejorar su ya de por sí buen status
socioeconómico. Todo iba muy bien, hasta que un examen médico practicado a su
hijo Max, un niño de no más de cuatro años de edad, reveló la existencia de una
extraña enfermedad que le afectaba su sistema inmunológico y que le daba, a lo
sumo, seis meses de vida. Para los dos, la noticia constituye un golpe terrible pero
sus reacciones serán marcadamente diferentes. Para la mamá de Max, lo único
que se puede hacer es esperar el desenlace cerca de los hospitales y los médicos
para que a su hijo no le falten los cuidados necesarios; pero Andy, el padre de
Max, no acepta el diagnóstico de los médicos en el sentido de que nada se puede
hacer. Él piensa que no todo se debe, como dijo uno de los especialistas, a algún
contaminante ambiental, sino que también el tipo de vida que llevan, siempre
ocupados, siempre fuera de casa, con los hijos siempre en manos de terceras
personas, tiene que ver con la enfermedad de su pequeño hijo. De ahí que ponga
todas sus esperanzas en los efectos benéficos que puedan surgir de un radical
cambio de vida. Convence a su esposa para que vendan la casa y que con el
dinero de la venta más los ahorros se vayan al campo, a buscar un lugar limpio
donde vivir practicando un modo de vida diferente al de la ciudad. La finca que
compran es, de todas las que vieron, la menos equipada, toda su infraestructura
estaba constituida por una vieja y deteriorada cabaña, pero desde el punto de
vista de un amante de la naturaleza es un verdadero paraíso, con su río de aguas
cristalinas y sus verdes montes (Una linda versión de lo que en un trabajo anterior
denominé “eutopía pobre”; publicado en la revista Praxis número 49 del
Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional, Heredia, Costa Rica).

Ya en la finca, Andy se dedica por completo a su hijo enfermo, asistiéndolo


con una suerte de medicina hippie, cuya receta, además de amor paterno, incluye
ejercicios al aire libre, hierbas medicinales, meditación yoga y divertidos juegos…

Como no se vale contar el final de las películas y como lo referido hasta


aquí ilustra lo que decíamos acerca de los propósitos de la ética ambiental,
conviene, entonces, seguir adelante con la reflexión que nos permitió hablar de la
película “Max”.
En efecto, algunos dicen que los cambios que nos pueden salvar de la
debacle ecológica no se van a dar como resultado de una cosa tan externa a
nosotros como lo sería una adecuada legislación ambiental y, ni siquiera, de
cuestionamientos filosóficos, como los que promueve la ética ambiental, de
nuestro insensato modelo civilizatorio y de sus dudosos valores fundantes, que
somos tan tercos que solo una catástrofe global de cierta magnitud nos puede
despertar del ardálico sueño en que estamos sumidos; algo parecido a lo que
plantea, a nivel individual, la película “Max”.
APÉNDICE

LA SALUD EN COSTA RICA: ANTES Y DESPUÉS DE LA


SEGURIDAD SOCIAL.

Max Weber destacó el papel de la ética protestante en la configuración del


capitalismo; según él, hombres como Lutero y Calvino fueron claves para que los
valores del catolicismo, con casi de mil años de predominio, prácticamente la Edad
Media, entraran crisis, mostraran su desgaste histórico y no pudieran evitar, por
más tiempo, el surgimiento de una nueva visión del mundo, imbuida, claro está, de
valores de nuevo cuño.

Si bajo el catolicismo, la Iglesia juega un papel decisivo en la vida de las


personas, dado que constantemente reclama su participación en las actividades
religiosas, vela por la salvación de sus almas, con la crítica protestante se quiere
trasladar la responsabilidad de dicha salvación al individuo mismo, achicando de
esta manera el papel de la Iglesia. Frente a lo que se considera excesiva
mediación de la Iglesia, el protestantismo aboga por una relación más directa de
los individuos con Dios; relación que la lectura de la Biblia viene a favorecer.

Como la lectura de la Biblia va ser tan importante en este nuevo enfoque,


ésta debe traducirse a los idiomas nacionales. La alfabetización, por ende, debe
formar parte de las metas de la educación. Para todo esto, ya se contaba con la
imprenta, pues hacia 1435 Gutemberg había iniciado la impresión tipográfica.
Hasta aquí, este viraje solo parece haber afectado el campo religioso,
provocando nada menos que la división de la Iglesia. Pero si a esto agregamos
que, junto con la responsabilidad que se le da al individuo en lo tocante a la
salvación de su alma, el trabajo deja de ser visto como una actividad de carácter
puramente práctico y se eleva a la categoría de un valor central, se convierte en

una actividad que santifica, ante el cual también depende del individuo la forma de
asumirlo, estamos, entonces, en condiciones de entender la tesis de Weber
acerca del origen del capitalismo.

El capitalismo, en efecto, desde muy temprano, ha alardeado de ser un


sistema de oportunidades, dejando en manos del individuo el aprovecharlas o no.
De esta manera, con el acicate de los nuevos valores, todo el que abrace el
trabajo con empeño y dedicación, no solo mejora las condiciones de su vida
material, sino que de paso estará agradando a Dios, a ese nuevo dios burgués
que del enriquecimiento individual – enriquecimiento económico --, lo único que
parece molestarle es la ostentación.

Con estos planteamientos inicia la época moderna. De lo mucho que se


puede decir al respecto, digamos que, en principio, el énfasis puesto en el
individuo, en su capacidad de asumir el rumbo de su vida autónoma y
responsablemente, está muy bien. Dejemos los cuestionamientos para más
adelante.

En el siglo XVlll el capitalismo ya tiene rasgos bien definidos. De ello da


cuenta el filósofo y economista Adam Smith en su obra “La riqueza de las
naciones”. Lejos de creer en la bondad natural del hombre, Smith reconoce que
es el interés egoísta, el apetito de lucro, lo que mueve a la economía capitalista y
a partir de aquí, va descubriendo las leyes que regulan su funcionamiento.
Con Smith, una vez más, el pensamiento moderno se decide por la libertad
individual, por dejar que los individuos desplieguen libremente su iniciativa,
compitan unos con otros en pos de las ganancias, al fin y al cabo se cree que todo
este juego está regulado internamente por leyes naturales que buscan el
equilibrio. En este contexto, lo único que puede echar a perder este equilibrio es la
intervención del Estado.
Al estado le corresponderá, cuando más, la tareas de vigilar la seguridad exterior
de la nación y la de los individuos (el “Estado gendarme”), y la de efectuar ciertas
tareas de beneficio común que, no ofreciendo incentivo de utilidad a la iniciativa
privada, deben, de todos modos, ser cumplidas, como la construcción y
conservación de caminos y la enseñanza elemental (17).

Las dudas que despierta este planteamiento liberal, vienen de su


confrontación con la realidad. Muy temprano, en el país donde primero echaron a
andar estas ideas, en Inglaterra, les sale al paso un detractor: el canciller Tomás
Moro. En la primera parte de su libro “Utopía”, presenta un cuadro de la realidad
social de Inglaterra en los primeros años del siglo XVl muy elocuente: desempleo,
marginación, delincuencia… y el uso intensivo de la pena de muerte como muro
de contención ante el inminente colapso.

Frente a las insuficiencias del liberalismo económico, cobran fuerza


planteamientos como los de Moro, de fuerte inspiración social. Y cuando de
atender los problemas sociales se trata, es muy difícil hacerlo sin otorgarle un
papel relevante al estado, por más que les disguste a los liberales ortodoxos. El
“estado gendarme” no es para resolver problemas sociales. Comprobaciones de
esta realidad, las tenemos hasta en los mismos Estados Unidos: ¿Cómo fue que
Roosvelt enfrentó la gran crisis económica que, entre otras cosas, en l934 produjo
l4 millones de desocupados? Su política del New Deal no es más que el Estado
metido de lleno en la resolución de problemas sociales y, de paso, con positivas
consecuencias económicas.
En Costa Rica, el presidente Alfredo González Flores, constituye un
temprano ejemplo de rompimiento con la fórmula liberal. Mientras que los
presidentes anteriores habían recurrido a los tradicionales paliativos liberales
para enfrentar la crónica escasez de recursos, Alfredo González subrayó la
necesidad de hallar muevas fórmulas para resolver los problemas económicos.

En su discurso inaugural del 8 de mayo de l9l4 dio muestras inequívocas


de su sensibilidad social y de su vocación intervencionista. Haciendo alusión a los
severos problemas económicos del momento, dejó entrever la función que le
asignaba al Estado en aras de suavizar los efectos más negativos producidos por
la dinámica social. González Flores prometió encontrar el camino adecuado para
resolver la crónica crisis monetaria y fiscal sin recurrir al camino fácil y tradicional
de incrementar la deuda interna y externa.

González Flores desafió valientemente las posiciones liberales al defender


la urgente necesidad de transformar el sistema tributario y establecer los
impuestos directos, en particular, el impuesto de la renta. Argumentaba que sin
aquella transformación, la mayoría de los problemas sociales y económicos nunca
podrían ser satisfactoriamente resueltos. Al mismo tiempo, subrayó la importancia
de la intervención estatal en cuanto a erradicar los efectos más nocivos del
desarrollo social contemporáneo. Con un tono altamente desafiante dijo:

Se impone como necesidad imperiosa para la vida de la República, como una


exigencia del principio de equidad y como un axioma democrático, una reforma
radical en nuestro sistema rentístico y fiscal. Esta reforma, a mi juicio, debe
basarse en dos principios fundamentales: primero que cada uno contribuya en la
medida de su capacidad económica y que crezca progresivamente la contribución
para los más pudientes, y segundo que en lo posible pesen sobre los favorecidos
con ellas los gastos para las obras de fomento económico y de interés local o
especial (18).
Al contrario de lo que suele decirse, que los planteamientos de González
Flores no fueron bien comprendidos en su momento, los grupos que lo adversaron
hasta culminar con el golpe de estado que pondría a los Tinoco en el poder,
entendían perfectamente de qué hablaba el presidente, solo que no estaban
dispuestos a meterse en el nuevo esquema que él proponía. Con todo, y desde la
perspectiva que dan los años transcurridos, es difícil no ver hoy, en la figura de
Alfredo González Flores, al gran precursor de innovadoras y atrevidas
concepciones políticas que requirieron más de tres décadas, y el empuje de toda
una revolución, para abrirse paso.

Efectivamente, las reformas sociales de los años cuarentas y cincuentas,


recuerdan en gran medida el espíritu reformista de González Flores. Y con ellas,
surge, entre muchas otras cosas más, una nueva forma de entender el papel del
Estado. A este nuevo Estado, por su protagonismo en el campo social, por su
decidida intervención para configurar una sociedad menos excluyente, se le
denominará, con el tiempo, Estado Benefactor.

Estos cambios en lo político expresan cambios en lo axiológico, es decir, en


el campo de los valores. De enfatizar la competencia se pasa a enfatizar la
solidaridad. Para el énfasis en la competencia se apelaba a un pretendido
“egoísmo natural” del ser humano, para el nuevo énfasis en la solidaridad, no
parecía ser suficiente una apelación al otro lado del ser humano, a una supuesta
“bondad natural”. Se quería ir más allá de la simple caridad, se quería garantizar la
obtención de recursos para una redistribución con carácter social. Es para esto
que se necesita la intervención del Estado, para crear condiciones que obliguen a
las personas a practicar la solidaridad.

Este punto de la creación de condiciones para que florezca la solidaridad


es medular. Posiblemente, muchos estemos de acuerdo con la afirmación de que
la solidaridad es un valor importante de resaltar, y de que su implementación trae
muy buenos resultados, pero de aquí a coincidir en cómo hacer que funcione en la
práctica, hay una gran distancia. El espíritu reformador de los años cuarentas y
cincuentas, sabía que poco se ganaba con predicar la solidaridad, con esperar
que cada quien, llevado de su buena voluntad, decida comportarse solidariamente
con los demás. De aquí su decisión de crear condiciones que tornasen ineludible
la solidaridad. Para ello se recurre a legislaciones agresivas, como las leyes que
van regular las relaciones laborales, hasta entonces sometidas a la ley del más

fuerte, y se ordena el nacimiento de las grandes instituciones sociales, entre las


cuales, por supuesto, la Caja Costarricense del Seguro Social jugará un papel
descollante.

Al calor de estas reformas unidas históricamente a los nombres de


Calderón, Sanabria y Mora, la sociedad costarricense desarrolló un perfil propio,
con una clase media relativamente fuerte, señal de una mejor distribución del
ingreso, que la puso a salvo de enfrentamientos armados, como los que
ensangrentaron en el pasado reciente al resto de la región.

Con el tiempo, sin embargo, el ímpetu inicial de estas reformas se fue


debilitando. A partir de los años ochentas la sensación de crisis, la conciencia de
que las nuevas realidades rebasaban el modelo del Estado benefactor, será la
bola de nieve que no hará más que crecer día con día. Tratando de señalar las
causas de este fenómeno, algunos resaltan los factores externos, como las
presiones ejercidas por organismos internacionales para la puesta en práctica de
los programas de ajuste estructural.

Los recortes presupuestarios –afirma Pérez Brignoli– tuvieron un impacto negativo


en muchos programas de alcance social. El ejemplo de la C.C.S.S., es, de nuevo,
significativo. La institución enfrentó no solo recortes, sino un déficit creciente. El
pago patronal fue incrementado de 6.75% a 9.25%; los 22000 empleados de la
C.C.S.S. pasaron a cotizar un 4% (antes no lo hacían, como parte de un incentivo
salarial) y tuvieron que aceptar un programa de movilidad laboral voluntaria. Hubo
nuevas huelgas de médicos y empleados, la escasez de medicinas y equipos se
volvió crónica y los servicios a los usuarios iniciaron un irreversible camino hacia el
deterioro. La C.C.S.S, emprendió algunos programas de medicina mixta y en
general la oferta de servicios médicos y hospitalarios privados también aumentó.
Para un sector importante de los asegurados, la cuota aportada por el trabajador
era cada vez más un impuesto y cada vez menos el derecho a un servicio (19).

Para completar el cuadro, junto con los factores externos, tan del gusto de
la teoría de la dependencia de los años setenta. Hay que señalar las causas
internas. Una de las cuales tiene que ver con esa tendencia de las instituciones a
perder su norte, a convertirse en un fin en sí mismas, a robarse el mandado, para
decirlo, finalmente, con una expresión popular. Por su peculiar naturaleza, esta
tendencia es más notoria en las instituciones financiadas con fondos públicos.
Con esto, claro está, los más perjudicados son todos aquellos a quienes estas
instituciones dicen servir.

Si al desgaste de las reformas venidas de los años cuarentas y


cincuentas, le sumamos el impacto de acontecimientos ya muy comentados, como
la desintegración de la U.R.S.S., el derribamiento del muro de Berlín; es decir, el
colapso del socialismo real y el surgimiento de un mundo unipolar con su
bombardeo ideológico fuertemente neoliberal, los resultados, entonces, para la
idea de una sociedad timoneada por el Estado Benefactor, son francamente
desalentadores.

¿Cuál es, entonces, el camino a seguir? Ni la propuesta del liberalismo


clásico, porque el individuo solo no puede, ni la propuesta del pensamiento
socialista, porque el Estado actuando por el individuo tampoco puede. Para
muchos, la clave puede encontrarse en las comunidades mismas, siempre y
cuando puedan explotar los distintos niveles de su potencial organizativo.
BIBLIOGRAFÍA

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Urano,S.A., Barcelona España, l990, págs, 50-51.

2. Fraile, Guillermo. Historia de la Filosofía. Biblioteca de Autores Cristiano,


Madrid, Tercera Edición, MCMLXXl, pag,230.

3. Rubí, José (Compilador) Humanismo, Medio Ambiente y Desarrollo. Editorial


Fundación Una, Heredia, Costa Rica, l995, pág 9.

4. Dios habla hoy. La Biblia con Deuterocanónicos, Sociedades Bíblicas Unidas,


Bogotá, 1977, pág, 2.

5. Singer, Peter. Ética Práctica. Editorial Ariel, S.A., Barcelona, l988, pág, 70.

6. Boorman, John (Director). Embassy Films Associates: The Emerald Forest.

7. Delibes, Miguel. El mundo que agoniza

8. Laski, H. J. El liberalismo europeo. Fondo de Cultura Económica. México,


págs, 23-24.

9. Rifkin, Jeremy y Howard, Ted. Entropía : Hacia el mundo invernadero. Editorial


Urano, S.A., Barcelona España, l990 pág, 36.

10. Ibid, pág, 37.

11. Rifkin, Jeremy y Howard, Ted. Entropía: Hacia el mundo invernadero. Págs, 39-40.

12. Cervantes, Miguel. Don Quijote. Editorial Porrúa, México, l997, págs, 55-56.

13. Esquilo. Siete tragedias. Editores Mexicanos Unidos, México, l992, pág, l3.

14. Fraile, Guillermo. Historia de la Filosofía. B.A.C. pág, l7l.

15. Rifkin, Jeremy y Howard, Ted. Entropía: Hacia el mundo invernadero. Pág, 62.

16. Wilkinson, Charles (Director). Astral Films: Max.


17. Montenegro, Walter. Introducción a las doctrinas político económicas. Fondo de
Cultura Económica, México, l969, pág, 37.

18. Fischel, Astrid. El uso ingenioso de la ideología en Costa Rica. EUNED, San
José, C. R. l992, págs, 84 y 90.

19. Pérez Brignoli, Héctor. Breve Historia Contemporánea de Costa Rica. Fondo de
Cultura Económica. México, l997, págs, 204-206.

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