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POR EL AMIGO DE MI

AMIGO
Eramos seis hermanos, dos hembras y cuatro varones. Mis padres se
llamaban Ignacio Matyas Legman y Bertha Schmidt. El mayor de mis
hermanos, Frank, nacido en 1907 y residenciado en Los Angeles desde
1925; el segundo, quien fue mi profesor de deportes y atletismo,
Alexander (Hertzi), nacido en 1909; Livia (Diszi), en 1911; Judith, en
1915; Andor, en 1920 y yo, Tibor, el benjamin, nací el 25 de mayo de
1925.
Cuando tenía siete años, murió mi abuelo materno, quien fue un
médico muy conocido y querido por todos, se llamaba Mordechai
Schmidt. De mis abuelos paternos, recuerdo sólo sus nombres; Efrain
Shalon Matyas y Dici de Matyas.
Pasé mis primeros años en Cluj, ciudad de más de 100.000
habitantes, de los cuales, 15.000 éramos judíos. Era una ciudad
moderna. Bellos y decorados edificios se encargaban de engalanarla.
Muchas sinagogas, varias iglesias, tanto católicas como ortodoxas,
daban muestras de la gran fe de sus habitantes.
Hasta el año de 1939 nos rigieron los Rumanos. Un año después
pasamos a formar parte del pueblo húngaro, en virtud de un acuerdo
firmado por Hitler.
Por el hecho de ser el menor, era mimado por mis padres, mis
hermanos y hasta por algunos de mis tíos. Al recordar, me parece ver a
mi madre, quien muchas noches venía a mi cama, a vigilar mi sueño y
cuando me notaba intranquilo, me trataba de calmar, contándome
anécdotas de mis abuelos, experiencias de mis tíos y travesuras de
mis hermanos. Ella, Dios la tenga en su gloria, fue una madre
ejemplar.
Diez y seis años me llevaba mi hermano Hertzi, me quería como
a un hijo; él era el que se ocupaba de enseñarme y mejorar mis
conocimientos y estilos en lo referente a mis gustos por el deporte. El
me enseñó a pararme de manos y luego con una gran paciencia, a
caminar sobre ellas. A Hertzi le debo la mayoría de mis gratos
recuerdos de niño. Lo concerniente a nosotros, debo decir, estaba
rodeado de una gran pasión. Mi hermano veía en mí al deportista que
no pudo ser. Tenía mucha fe en mi futuro como deportista profesional,
me daba ánimos y se comportaba cual padre orgulloso,
Tenía unos siete años de edad, cuando un circo ambulante se
presentó en la ciudad y mi hermano Hertzi me llevó. Fue una
experiencia inolvidable; al ver las acrobacia de los payasos aprecié lo
aprendido con mi hermano, la parada de manos pasó a tener un gran
sentido para mí. En su show, ellos montaban una silla encima de una
mesa, luego otra encima de la primera y con una demostración de
habilidad, se paraban de manos en el tope de ambas. Apenas llegué a
mi casa, en cuanto vi que no había nadie, hice lo mismo. La mesa, una
silla, luego otra y con gran determinación logré pararme sobre ellas, de
la misma forma que vi en el circo. Mi madre entró en ese momento al
comedor y al verme, se quedó sorprendida, pasmada. No gritó para no
hacerme perder el equilibrio, pero sé que las ganas no le faltaron. Su
expresión de susto y de asombro, la recuerdo con placer.
Mis años de niño los pasé en el edificio Urania Palota en Cluj;
este edificio quedaba en la calle principal, en la Ferenz Joseph Ut. Tenía
cuatro pisos y en la planta baja había otros negocios, además del cine
Urania, como un mayor de pieles, una muy famosa pastelería y
heladería llamada Takacs, una mercería, una frutería y una tienda de
telas.
Uno de mis más extraños recuerdos, fue cuando a través de la
ventana de mi casa, que estaba en el primer piso, vi cuando a la dueña
de la heladería se le cayó dentro de la paila del helado una gallina que
estaba pelando y preparando para su cena, ¡y ni siquiera se inmutó!.
Este hecho fue para mi repugnante, bajé indignado a reclamarle la
acción, supuse que botaría el helado, pero lo único que recibí a cambio
fue una negativa, un regaño y una amenaza de paliza. Encima, la
señora me tildó de mentiroso ante los demás.
Recuerdo con agrado la primera vez que fui al cine, por cierto al
Urania; era una película de vaqueros, el actor era el muy conocido Tom
Mix, ya estábamos al comienzo, a la entrada del moderno e injusto siglo
veinte.
En mi época, el cine era mudo. El Urania tenía contratado a
varios gitanos que tocaban música, lo más notorio era el violín y en la
medida en que se desarrollaba la película, los gitanos tocaban
acompasando las acciones que veíamos. Si los actores corrían, la
música era acelerada, o dramatizada en ocasiones según el temor o el
riesgo y no faltaba la música romántica, cuando al fin quedaba unida la
pareja protagonista, luego de tantas peripecias. Impresionaba ver a
Tom Mix, corriendo tras los indios y a veces tras los bandidos; era el
bueno contra todo lo que representaba la maldad. Se destacaban su
habilidad al montar sobre los caballos y las piruetas que ejecutaba. A
veces, lo veíamos disparando a los malos y cuando éstos trataban de
hacerle lo mismo, Tom Mix de una manera muy propia, se ocultaba
completamente acostado de un lado del caballo, lo que dejaba
boquiabiertos a los malos y despertaba el entusiasmo del público; los
espectadores nos levantábamos y aplaudíamos. Lo increíble era que las
armas, tanto de los malos como las de los buenos, nos parecían
mágicas, los actores disparaban y disparaban sin cesar y jamás se les
acababan las balas...Y nunca se les caían sus sombreros. Las películas
terminaban con un final de una lucha o batalla, en que siempre
triunfaba el héroe en beneficio de la justicia.
En otra oportunidad, un famoso cantante llamado por pura
casualidad Joseph Schmidt, y a quien no me unía ningún parentesco,
vino a mi casa a comer invitado por mi padre. Fue un gran honor el
recibir su visita luego de su actuación en el teatro, a la vez que fue al
primer hombre que vi con zapatos de tacón alto. El era muy pequeño
de estatura, pero su voz me parecía muy grande, tanto, que podría
compararlo con la de Eddy Nelson y hasta con la de Janet MacDonald.
Debo reconocer la calidad de mis padres, pero al detallar mis
recuerdos, veo cuán importantes debieron ser; mi padre fue por
muchos años presidente de la comunidad judía de Cluj, además fue
electo alcalde de la ciudad por votación popular, aun siendo judío; mi
madre, desde que yo recuerdo, fue la presidenta de Wizo, organización
encargada de atender a los menesterosos y desvalidos. Tanto el uno
como el otro compartían su tiempo atendiendo a sus hijos y cualquier
aspecto comunitario que lo requiriese.
Al graduarme de bachiller, mi padre me dio como regalo una
caja de cigarrillos, él sabía que yo fumaba y con ese gesto me permitía
que lo hiciese hasta en su presencia. Para nuestra época, eso era muy
importante. Además, me dio tres consejos que por siempre he
recordado y ejercitado: El primero fue: nunca mientas, la mejor mentira
es la verdad y para ser un buen mentiroso, debes tener una memoria
privilegiada para recordar qué fue lo que le dijiste a cada uno y a la
larga, siempre te descubrirán. Su segundo consejo demuestra su gran
visión de lo que sería el mundo actual y su ideología. Me dijo: "aunque
el hábito no hace al monje, ocúpate de vestir siempre bien, ya que la
primera impresión es la que vale", y completó: "tu estómago no se
puede ver, lo puedes llenar con pan y agua, eso jamás te podrá ser
reprochado." El último de sus consejos lo considero como una
transmisión de conocimientos mundanos. Me dijo: "cuando vayas a
alguna parte a comer, a beber o simplemente a divertirte, deja siempre
una buena propina, para que se te abran todas las puertas. De no
poderlo hacer, mejor es que te eximas de ir."
Nosotros vivimos en una época en Cluj, donde no sufrimos
ningún tipo de persecuciones por el hecho de ser judíos. Toda
expresión antijudía, a mi entender, comienza con la llegada de los
húngaros, entre los años de 1939 y 1940.
Mi hermana Judith era cantante de ópera; aunque mi padre no le
permitía dedicarse a ello como profesión, aceptaba que lo hiciera
dentro del ambiente comunitario para colaborar con obras benéficas. Mi
hermana, sin querer, se había ocupado de educar mi oído; ella
practicaba la música y yo me deleitaba oyéndola. Pero cuando me llevó
a ver mi primera ópera, quedé impresionado, se trataba de Fausto. De
repente, sin que yo me lo esperara, del escenario salió una llamarada y
del humo apareció Mefistófeles, me asusté e inclusive grité. Con
bondad y mucha paciencia, mi hermana me abrazó y me dijo "ne fely"
(no temas); muchos del público rieron, para ellos fue un episodio
simpático, para mí, fue el despertar de mi pasión por la música y el
teatro.
Cuando cumplí once años, pude haber emigrado a Palestina
como muchos otros jóvenes judíos. Pero mis padres no quisieron que
nos separáramos; mi hermano mayor, Frank, unos años antes se había
ido a México, vivía en la frontera con los Estados Unidos. Este fue el
motivo por el que mis padres no aprobaron mi viaje. Mi madre decía, y
en verdad así fue, que ella sentía con el viaje de mi hermano como si
hubiera perdido a un hijo y que no estaba dispuesta a perder otro más.
El conocer a dos famosos jugadores de la selección nacional de
fútbol, los hermanos Cochuban, hijos del sacerdote ortodoxo Cochuban,
ex-compañero de colegio de mi padre, y el poder tratarlos en persona,
me inspiraron a dedicarme al fútbol; ellos me animaban y a veces me
guiaban con algunos secretos del deporte. Recuerdo que desde mis
siete años lo jugaba con pasión, servía como delantero lateral y a veces
defendía la portería. Muchas satisfacciones saqué del fútbol. Estando
en el equipo Hagibor, con apenas trece años de edad, un equipo
rumano de mayor categoría, me pidió prestado para defender una
especie de campeonato estatal, donde logramos muy buena figuración.
No solamente logré destacarme en fútbol, ayudado por mi
hermano y por uno de mis amigos de la infancia, Janovicz Otto, sino
que aprendí y dominé otro deporte, el salto olímpico con esquíes. En el
año de 1942, junto con mi amigo, representamos a nuestro colegio en
el torneo nacional que se realizó en Horty-Csucs., sin que nuestros
padres supieran nada. Ganamos el primer lugar; no se nos dieron los
trofeos, ni los méritos en cuanto descubrieron que éramos judíos. Mis
padres se enteraron unas semanas después, durante el noticiero en el
cine, esa misma noche llegaron a la casa orgullosos y asombrados de
nuestra osadía.
Titus Cornelio y Emil Marincas, eran amigos de mi hermano
mayor. Emil era secretario de Julio Maniú, Ministro de los campesinos
de Rumania. En una oportunidad mandó una comisión desde Bucarest a
donde mi padre, para que nos fuéramos a Rumania. Nos decía que
había arreglado las cosas para que llegáramos y pasáramos la
frontera.
Entre Cluj y Turda habría unos diez kilómetros de distancia. Con
la delegación, además de tener un acceso seguro a la libertad, también
se nos permitía llevar cuantas cosas quisiéramos. Mi padre, quien fue
muy acertado la primera vez con la mudanza que hicimos a la casa de
mi tío en las afueras de la ciudad, en esta nueva oportunidad se
equivocó irremediablemente al no aceptar la propuesta del amigo de
mi hermano.
Uno de mis tíos era un gran jajam (sabio). Yo era para él, el hijo
que no tuvo. A la muerte de su mujer, perdió su fe. Aquel hombre,
reconocido como sabio por los judíos del pueblo y de otras latitudes
también, no pudo soportar la muerte de su amada. Esta lección me
sirvió al muy poco tiempo, para aguantar con dignidad y resignación la
falta de los míos, pero a su vez me hizo más sensible en cuanto a otros
seres humanos. Ambas posiciones las aprendí a respetar. Cuando mi tío
Salomón Matías sospechó lo que nos podría ocurrir, tomó sus
precauciones; él era un hombre además de inteligente, sumamente
rico, poseía propiedades por doquier, tenía cuentas en Suiza y muchos
Napoleones (monedas de oro). Un día me llamó y me dijo que entre los
dos enterraríamos sus cosas de valor y que de volver cualquiera de la
familia, las desenterrara y las usara para él y los suyos.
Esa noche, con unas medidas específicas, dimos veintidós pasos
desde el árbol hacia el norte. Al llegar comenzamos con el pico y la pala
hasta alcanzar un metro de profundidad. Ensanchamos el hueco y
luego de comprobar las medidas, trajimos el baúl, cargado con
Napoleones, algunos billetes de monedas extranjeras y -recuerdo bien-
una leontina de oro, el reloj era hermosísimo. Cual personajes del
inolvidable Robert Luis Stevenson en su Isla del Tesoro, revivimos las
acciones de sus cuentos y al dormir soñé y me sentí protagonista de la
historia, mi tío me había confiado su riqueza. En un gesto muy
dramático, me transfería su esfuerzo y los sacrificios de su vida.
Pero las cosas no son siempre como queremos que sean, son
como son y basta. Cuando, terminada la guerra, volví a la casa de mi
tío, los alemanes habían cavado a gran profundidad. Toda la propiedad
había sido revisada. El terreno fue removido palmo a palmo, supongo
que utilizaron para la búsqueda hasta un detector de metales. El
gobierno, no sólo nos mandó a la muerte, quería también nuestras
propiedades y nuestras cosas de valor.
Ya, desde el comienzo de 1944, recogían a los judíos en las
calles. Mi hermano Andor, se encontraba preso en Rusia. Tanto mi
hermano Alexander como mi hermana Livia, casada y con hijos,
lograron salvarse por haberse mudado a tiempo a Bucarest. Frank,
como ya dije, vivía en México. Nosotros, al comienzo de la invasión,
sentíamos que seríamos ayudados por nuestros vecinos, eso sí que fue
mucho pedir.
Andor logró escapar de Rusia, en el año de 1950 y se estableció
en Bucarest. Por su experiencia lo contrataron como periodista de
noticias deportivas en la radio y en el año de 1968, fue cuando solicitó
una visa de inmigración para Israel, la cual le hizo perder su empleo por
varios meses. Unos años después mi hermano Frank, le mandó visa, lo
mandó a llamar y al final, murió en los Estados unidos.
Fue en el comienzo del año de 1941 cuando empezamos a ver
los trenes cargados de judíos. En la ciudad, pensábamos que los
llevaban a trabajar o en el peor de los casos, al frente de batalla, para
que ayudaran en la construcción de líneas defensivas, nunca alguno de
nosotros se imaginó lo que en realidad les ocurriría.
Recuerdo que por esos días, mis padres se ocupaban de recoger
ropa usada y alimentos para llevárselos a los que iban en los trenes;
creían que de esa manera estaban ayudándolos. Luego supimos que
las ropas no las pudieron usar y que la poca comida que se les daba no
paliaban ni su hambre, ni su dolor.
A cierta edad nos obligaban a ir a trabajos forzados; yo me sentí
envalentonado por mi edad y logré escaparme a las montañas, en los
Cárpatos, con la intención de quedarme con los partisanos e irme.
Llegó la noticia de que los jóvenes que se ofrecieran a trabajar
espontáneamente, ayudarían a sus padres. Los míos, ya estaban en el
ghetto, no podría dejar a mis padres abandonados. Creyendo que los
ayudaría bajé de las montañas y me incorporé al trabajo en el ghetto
de Cluj. A los jóvenes, nos enviaban a hacer distintos trabajos,
limpiando calles, construyendo carreteras y demás. No sólo no se nos
pagaba, sino que además debíamos llevar nuestra propia comida. El
precio que nos hicieron pagar únicamente por ser judíos, fue
sumamente alto.
Hoy en día, me siento muy orgulloso de ser judío; pero aún no
he podido encontrar una explicación al comportamiento de los nazis.
Personalmente yo caí como incauto con sus promesas. El ghetto
estaba dentro de una fábrica de ladrillos. Durante años los judíos
estábamos obligados a llevar una banda amarilla en el brazo o una
estrella de David en el pecho con la palabra impresa: judío. La familia
Matyas estaba eximida de usarlos gracias a méritos obtenidos por mi
padre durante la primera guerra mundial; de cualquier manera,
siempre la llevábamos puesta. Mi padre, además de sentirse muy judío,
decía que debíamos de dar ejemplos, que no usar la banda o la estrella
sería hacer sentir peor a los demás.
Dos semanas estuve en el campo. Llegaron los alemanes y nos
montaron en el tren. Había llegado nuestra deportación. Mi padre
contaba 60 años de edad, mi hermana Judith tenía 29 años y yo,
apenas había cumplido los diecinueve. No sé cómo explicarlo, pero de
alguna manera, no veíamos la realidad. Era el año de 1944 y aún
pensábamos en que la movilización era sólo para llevarnos a sitios de
trabajo, jamás, nos imaginábamos, que cual manada de animales,
éramos llevados al matadero.
Joseph Goebles, engañó a todos con su propaganda, las masas
cambiaban sus opiniones empujadas por la manipulación pragmática y
programada de los nazis, alemanes acostumbrados a vivir, a convivir
con los judíos por cientos de años, al escuchar las consignas nazis, de
que los males eran ocasionados por los judíos, reaccionaban
convirtiéndolos a éstos de un día a otro como culpables de todo y como
enemigos mortales.
Se sentían con el derecho de quitarnos, primero, la
nacionalidad, además del derecho de cualquier ser humano de sentirse
protegido y cuidado en su país de nacimiento, y hasta el de decidir la
suerte de todos y cada uno de nosotros los judíos, excusados ante la vil
patraña de considerarnos animales dentro de la especie humana por no
ser según ellos, puros, ni arios.
La capacidad de su proyección era envidiable, sistemáticamente
iban inculcando sus ideas, sus metas eran alcanzadas al igual que sus
objetivos en forma impecable. Desafortunadamente volvemos a ver
que la historia es guiada, dirigida y manipulada por una sola mente. No
son los pueblos, ni sus gentes, los que cambian sus destinos, siempre
ha habido y habrá alguien que con una mente enferma y en la creencia
de ser único poseedor de la verdad, arrastre a pueblos civilizados por
el camino de su ambición y logre además convertirlos en depravados
asesinos.
A toda la familia que había permanecido unida en el ghetto,
tanto los Matyas como los Schmidt, nos montaron en el mismo vagón;
mi padre había tenido mucho cuidado de llevar sus Rujhsack (tahalit y
tefilim), su mochila con sus objetos de culto, necesarios para el rezo
diario. Antes de subir a los trenes, uno de los nazis me llamó y me
nombró jefe responsable de mi vagón; ésto me hizo volver a creer.
Pensé que a nuestra llegada, debería dar informes del viaje, pero de
nuevo me equivoqué.
En el ghetto nos decían que nos estaban llevando a Hungría, a
un campo de agricultura en el que trabajaríamos y así ayudaríamos a
nuestros padres. Con esa mentira, los jóvenes íbamos dispuestos a
ayudar, a trabajar por el bienestar de nuestros padres. A un día de
viaje, un niño le preguntó a su padre, de qué manera Dios castigaba a
los niños, al lo cual respondió que a veces con pequeñas
enfermedades, con pequeñas pruebas de fe. El niño en su inocencia,
replicó que él quería que le cambiaran su nombre, porque según él, con
el nombre que tenía ya lo habían castigado demasiado y que no
soportaba más el castigo de seguir sin agua y sin comida.
El tren se detuvo en alguna estación, se abrieron las puertas y
nos gritaron que bajáramos rápidamente a tomar algo de agua. De mi
vagón muy pocos habían logrado bajar; yo, ágil por mi condición
atlética y mi edad, aunque logré saltar del vagón, no tuve el tiempo
suficiente como para llegar a la fuente de agua que se encontraba en el
fondo de la estación. La cola era interminable. Pasados escasos
minutos sonó el pito del tren avisando que partiríamos
inmediatamente. Ese día, los alemanes nos enseñaron que no estaban
jugando. A los que no se separaban de la cola en la fuente del agua, les
comenzaron a disparar. Vi caer a uno, otro y otros. Di un salto y regresé
a mi vagón, sin haber visto el agua.
Días después de llegado al campo entendí la situación. En algún
momento, los gritos de los judíos pidiendo agua habían logrado
ablandar el corazón de algún oficial al mando del tren, que supongo
ordenó que se detuviera al llegar a la próxima estación y abrió las
puertas para que saciáramos un poco la sed. La política de los SS era
muy sencilla, la solución final era exterminar a los judíos. Cuanto más
deshidratados y más débiles estuviéramos era mejor; primero, porque
se requería de menos tiempo y cantidad de gas para eliminar a las
personas; segundo, era más fácil manejarlos a su antojo y por último y
más inhumano, luego de envenenarlos por el gas, era más rápido
deshacerse de los cuerpos ya deshidratados al meterlos en los
crematorios.
Sé que a alguno de ustedes esto le descompondrá el cuerpo; lo
he sabido por más de 50 años, esa dolorosa verdad, no se la quise
contar ni siquiera a mi hija. Siempre soñé que esa horrible pesadilla
era parte de un pasado sin retorno, creí que la raza humana en
general, había sufrido toda por igual con el holocausto, y que con ese
alto costo humano, los pueblos del mundo unidos jamás permitirían que
cosa igual o similar se repitiera. Sin embargo, qué triste es saber que lo
único que todos hicieron fue convertise en una gran mayoría
silenciosa.
Creí en el hombre, en la humanidad, pero al ver de nuevo mi
error no puedo morir llevándome mis secretos, no puedo vivir más, sin
contar mi dolor; no es justo, que por mis miedos, mis temores, mis
complejos, mi hija, mis nietos, y el mundo sensible desconozcan lo que
pasó con su familia, con mi familia, con toda la familia judía.
Apenas estuvo lleno el tren, comenzamos nuestro camino
agónico hacia la muerte; ahí estábamos, éramos más de 80 personas,
la mayor parte de mi familia me acompañaba en ese viaje que para
ellos fue sin retorno. El vagón carecía de cualquier tipo de
comodidades, era uno de esos vagones en el que se acostumbraba
transportar a los animales. Los alemanes nos transportaban de la
manera más inhumana, se vanagloriaban de ello. Ibamos todos
parados, el ambiente era por así decirlo, macabro, tosco, muy lúgubre.
La luz apenas entraba por algunas ranuras de los tablones que tenían
las paredes o por el pequeño boquete de uno de los dos huecos tipo
ventanillas. Respirábamos en el ambiente un olor ocre; al no poseer
baños, las necesidades se hacían por doquier, una pestilencia
repugnante comenzó a rodearnos. Nuestros corazones supieron por
primera vez lo que es vibrar en forma desbocada por horas y horas.
En nosotros comenzó primero un pequeño tormento, ¿el sitio al
cual éramos transportados estaría en igualdad de condiciones?. Luego,
a medida que iba avanzando el tren, cuando nos dimos cuenta de que
carecíamos de comida y de agua, el miedo y la duda se centraron en si
llegaríamos con vida o no.
Al fondo del vagón, una mujer gritaba su dolor. No era el
momento ni el lugar pero la naturaleza había decidido que sería ese
mismo día. La mujer estaba en su trabajo de parto. Una mujer con
experiencia en casos similares, se hizo cargo. Ordenó e hizo que los
hombres se desplazaran al otro lado del vagón haciendo que nos
hacináramos aún más en el poco espacio de que disponíamos.
Nuestras mujeres siempre han sido dignas representantes de
nuestro pueblo; tanto la parturienta como la comadrona nos enseñaron
lo habilidosas, la paciencia y la fe con la que estaban hechas, nos
contagiaron un poco con la esperanza que sentían. Mostraban al niño
cual premio a nuestra ayuda. Fue una sensación de paternidad
compartida, cada uno de nosotros transmitía su amor. Fue para mí una
experiencia similar a la que tuve años después con el nacimiento de mi
única hija Belinda. Pero de nuevo, la alegría no podía perdurar,
nuestros destinos no habían sido trazados con la varita bondadosa
únicamente, como más tarde dijo Churchil, debíamos de aportar
nuestra sangre, nuestro sudor, nuestras lágrimas y yo agregaría: las
vidas de nuestros seres más queridos.
Un día en el tren, nació un niño. Al otro día, murió un hombre.
Gritos, llantos, rezos.
Mi madre siempre nos decía que no quería sobrevivir ni un solo
minuto sin mi padre. De su deseo, se encargaron los alemanes, ambos
fueron asesinados el mismo día. Durante el viaje, sé que mis padres
trataron de tranquilizarme sé que me estuvieron dando ánimos, no
dudo que me transmitieron sus sentimientos, pero mi mente ha
bloqueado toda esa vivencia. Mis recuerdos hacia ellos, en esos duros
momentos me han fallado y aún hoy me fallan. Puedo ver a los demás,
puedo recordar y sentir el olor, veo la oscuridad, oigo el dolor, el llanto,
recuerdo y siento la sed y el hambre, revivo la angustia, el miedo, pero
la imagen y las palabras de mis padres durante ese agónico viaje, no
las puedo recordar.
Pasan unos días y llegamos a nuestro destino. Se abren las
puertas de los vagones y escucho gritos, hombres de la SS con sus
perros nos reciben, eran alemanes, eran los nazis, nos gritaban scnel-
raus (rápido, afuera), sentimos un desahogo con la llegada, supusimos
que las cosas mejorarían. De nuevo la realidad demostraba nuestro
error.
Nos bajaron de los vagones, nos obligaron a formar filas de a
cinco personas, veníamos abrazados. A nuestro recibimiento vino una
orquesta de músicos judíos húngaros, me ilusioné. Por mis
conocimientos de música, ya me veía formando parte de ellos.
La única verdad era que los alemanes, burlándose de nuestros
futuros, nos deleitaban en las vísperas postrimeras de nuestras
muertes.
Ibamos en dirección a un oficial impecablemente uniformado;
éste (después supe era Mengele) dirigía a unos a la derecha dándoles
una pequeña oportunidad de vida y a otros a la izquierda
condenándolos a una muerte inmediata.. En ese preciso momento me
separan de los míos.
Un desgraciado asesino -nazi- decidió el futuro de mis padres,
de mi hermana, mis tíos, mis primos y mis primas. He oído a otros que
se despidieron de los suyos, he escuchado y envidiado el abrazo, los
besos o las bendiciones que les dieron sus padres en ese último
momento. Yo no lo tuve, y esto me enseñó a valorar en toda su
magnitud, a mi familia, a mis amigos y a los míos.
Estábamos en el mes de junio de 1944, luego de haber pasado
la primera selección nos llevaron a tomar un baño; nos afeitaron la
cabeza a rape y a la salida nos fue entregada la pijama de prisionero.
De ahí, nos metieron en una barraca, que se llamaba tzigeiners laguers
(sólo judíos y gitanos). Eramos como 800, dormíamos unos encima de
otros. A la mañana siguiente, nos hacen un apel (control) y un oficial
nos da un gran discurso. Nos advirtió que seríamos pasados a través de
una máquina Röen Goen, una máquina de rayos X, que seríamos
revisados minuciosamente y que de encontrarnos en nuestras entrañas
joyas, piedras preciosas o cosas de valor, seríamos fusilados ipso
facto. Nos recomendaba, que lo inteligente era decirlo antes de que
ellos lo descubrieran, que reconocerlo era de valientes y que serían
perdonados. Pero los que por temor u otros motivos no lo hicieran,
serían fusilados y abiertos como animales, para ejemplo y obediencia.
La misma tarde hicieron otro apel (presentación) y nos
preguntaron a cada uno nuestra profesión. A la gran mayoría los
destacaban a Kies Grupe, o sea a unos equipos de trabajo sumamente
duro, de mucho riesgo. Cuando me llegó el turno, a su pregunta, les
respondí en alemán, con su acento, de que había estudiado en una
escuela técnica industrial, me separaron y me llevaron a un lugar
apartado; en ese momento yo no sabía dónde estaba, pero me sentía
cómodo. Como dije, el sitio quedaba apartado de las barracas en la
parte más alta del campo de concentración. Al llegar me dieron un
plato de sopa, luego uno de los judíos también preso conmigo, me
obsequió un cigarro hecho con una especie de raíz enrrollado con papel
usado de bolsas de cemento. Esto sí que me extrañó.
Me pusieron a trabajar en una gran caldera, me dieron
instrucciones de que vigilara la presión del vapor y que no permitiera
que pasara de tal temperatura, o de lo contrario reventaría y acabaría
con todos nosotros.
El trabajo era sencillo, la comida que me daban era abundante,
el sitio de trabajo era cómodo, los compañeros prisioneros eran
amables conmigo, pero la pestilencia que rodeaba toda la instalación
era insoportable. Entendí por qué se nos daban tres raciones de comida
al día. Entendí de inmediato, por qué los alemanes ante tal olor, nos
dejaban solos y permitían que los prisioneros fumaran a escondidas.
En mi segundo día en el campo y en el cargo, hicieron otro apel;
pasando lista, a mi lado un muchacho menor que yo me preguntó si
hablaba idish. Me dijo que era judío. Se llamaba Janek, era polaco de
una ciudad llamada Sosnovich; en ese momento él fue quien me dijo
que estábamos en el campo de exterminio de Birkenau y que nosotros
estábamos trabajando en los crematorios. Mi cuerpo se descompuso,
mi tensión dio un bajón que me llevó a punto de perder el sentido. El
instinto de supervivencia humano reaccionó a tiempo, de lo contrario
mi asomo de debilidad en ese momento de apel, habría sido fatal.
Hay cosas en la vida que hemos hecho sin saber, sin pensar, hay
cosas en la vida que nos hacen recordar que sólo somos humanos y
cuando vemos nuestro triste pasado, nuestra cruel realidad, nos
sentimos muy mal.
Por siempre he vivido con ese dolor, los alemanes, aun cuando
no pudieron matarme, destrozaron mi mente; el solo pensar que mis
padres y casi toda mi familia murió en Birkenau y el saber que desde el
mismo segundo día trabajé en las calderas, en los crematorios y que de
alguna manera con mis propias manos tuve algo que ver, es casi como
sentirse responsable de sus muertes.
Cuando pasamos el apel, le conté a mi nuevo amigo lo que
sentía, compartió el dolor conmigo y desde ese mismo instante nació
entre los dos una amistad que sólo la muerte logró separar. Mi
hermano de campo, así nos llamábamos, me dijo que un oficial de la SS
asignado en los crematorios con nosotros en Birkenau, se había criado
con él en su misma casa, bajo la protección de sus padres y que éste le
había dicho que se fugara, que estaba dispuesto a ayudarlo, pero Janek
no se sentía tan valiente como para hacerlo solo. Me preguntó si sería
capaz de fugarme con él. Me tomé la noche para pensarlo. Sabía que
los nazis habían acabado con mi familia y al no tener lazos que me
unieran, decidí acompañarlo.
Janek, entusiasmado con mi compañía, habló con su amigo el SS
y fue éste el que nos proporcionó el plan de fuga. La rutina era sencilla,
todas las mañanas traían caminando a dos grupos de prisioneros desde
Auschwitz hasta Birkenau. A unos para su meta final y a otros los
sacaban para trasladarlos a otros campos, bien sea por su utilidad
futura, o por los requerimientos en otros campos de mano de obra
especializada. El plan, muy simple; nuestro amigo el guardia se haría
la vista gorda en el momento que nos coláramos dentro del grupo de
prisioneros que serían trasladados en trenes a otros campos.
No fuimos ninguna clase de héroes, éramos simplemente dos
jóvenes solos, con muchos deseos de vivir y con una suerte muy
especial de haber logrado que a uno de los monstruosos SS, dejando a
un lado sus ideales y quizás ya cansado de asesinar, respetó los lazos
de amistad que por muchos años durante su infancia entretejió con mi
amigo.
Los que trabajábamos en los crematorios no teníamos número
tatuado, supongo que el tiempo que nos iban a dejar en esos cargos
eran cortos y no justificaban hacerlo. Eran las 7 de la mañana cuando
logramos mezclarnos con el grupo que llevaban a montar en los trenes
para los diferentes destinos. Fue muy rápida la fuga, en menos de una
hora me encontraba con mi amigo rumbo a la vida, o al menos eso
pensábamos.
De nuevo los mismos vagones, la misma ansiedad, la misma
angustia, revivíamos un pasado reciente. Cuando nos trajeron la
primera vez, veníamos acompañados de los nuestros, veníamos con
una esperanza y un sueño, teníamos temores, pero jamás
imaginábamos la triste realidad. Ahora, conscientes de la capacidad
sanguinaria de nuestros enemigos, sólo nos quedaba esperar, rezar,
desear y esperar.
Los judíos, doy testimonio por ellos, no éramos considerados
seres humanos. Eso es una cosa, pero aunque nuestro destino final
según ellos era la muerte, cada uno de nosotros tenía un fin previsto
por los alemanes. Cada uno de nosotros, marcado como bestias, era
importante para ellos. Los nazis estaban comprometidos con su líder, a
ninguno de nosotros se nos permitía escapar.
Cuando llegamos al destino, minuciosa y rápidamente hicieron el
conteo, en ese tren dos pasajeros sobrábamos. Les fue muy fácil
detectarnos, como les dije antes, fuimos los únicos prisioneros que no
teníamos números tatuados ni asignados.
Nos llevaron tanto a Janek como a mí frente a unos oficiales
nazis, nos empezaron a preguntar. Ellos eran unos maestros en lo
referente al castigo y métodos de tortura. Cuando el amigo de mi
amigo nos ayudó, junto con el plan de fuga, nos instruyó que de
descubrirnos, deberíamos mantener ambos la misma versión, que nos
habíamos perdido.
Ante las preguntas de los alemanes dijimos que solamente
hablábamos rumano, que no les entendíamos, llamaron a un checo
judío para que nos sirviera de intérprete, le conté la verdad de nuestra
fuga, le dije que hablaba perfectamente el alemán, que habíamos
perdido en Auschwitz a toda nuestra familia y que le dejaba en sus
manos el futuro de nuestras vidas. Pienso, que le dimos lástima.
Este hombre les tradujo que éramos técnicos mecánicos muy
especializados; en ese momento, el capo no judío y presente en el
interrogatorio dijo que él nos podría utilizar en el campo. Los alemanes
aceptaron como cierto nuestro relato y aunque no se lo podían creer,
tampoco supieron qué hacer con nosotros. Nos asignaron a mi amigo el
número 49.287 y a mí, el 49.288.
Nos mandaron a trabajar a una fábrica llamada Durier Fulner,
eran unos galpones enormes, en donde se fabricaban las hélices de sus
aviones. Estuvimos en el campo de Hirschberg desde el mes de junio
hasta el mes de septiembre. Al comienzo teníamos fuerza y como al
capo no judío le encantaba el fútbol, formó varios equipos entre los
prisioneros. Después de cada partido, nos daba una buena sopa, pero
en la medida en que poco a poco fuimos perdiendo condiciones y
fuerzas, ya no pudimos seguir jugando.
En este campo trabajábamos turnos nocturnos, comenzábamos
a trabajar a las 5 de la tarde y terminábamos de mañana. El día
primero de noviembre de 1944 incursionaron los aviones rusos
bombardeándonos. Los alemanes nos obligaron a meternos en las
barracas y ellos se protegieron en los refugios antiaéreos.
En uno de los bombardeos se me ocurrió la idea de fugarnos de
nuevo. Llamé a mi amigo Janek y complacido, me terminó de animar.
Para poder escaparnos, debíamos tomar la decisión de la ruta a seguir
al salir del campo; a derecha o a izquierda, esa vez, seguimos mi
intuición y por desgracia nuestra, me equivoqué. Ese día estuvimos
muy cerca de nuestra libertad, pero no llegamos muy lejos. Al
equivocar la ruta, nos metimos en la misma boca del lobo. Los mismos
campesinos nos capturaron y nos devolvieron al campo.
Apenas entramos en éste, nos sabíamos hombres muertos. No
teníamos ningún tipo de esperanzas. El propio comandante habló de
matarnos, era lo mínimo que suponíamos nos harían. Alguien opinó que
el mejor ejemplo sería que nos dieran frente a todos los prisioneros 25
latigazos, como señal de castigo. Afortunadamente para mí. y no para
mi amigo Janek, esta segunda opción me permitió seguir viviendo.
Dos judíos fueron los encargados de propinarnos el castigo y era
de todos sabido, que de no golpearnos con suficiente y demostrada
fuerza, ellos recibirían otros latigazos a cambio. Nos subieron a un
banco, nos pusieron de rodillas y empezó el martirio. uno, dos, ...hasta
el latigazo veinticinco. Por meses no me pude ni sentar, tuve que
dormir boca abajo, el dolor era inaguantable, tanto que mi amigo Janek
no lo pudo soportar y a los pocos días murió.
Nadie se puede imaginar, el dolor que me causó la pérdida de
mi amigo. Cuánto me arrepentí de haber sido yo el que decidió la fuga.
Por años ese episodio de mi vida me ha quitado lo mejor de mis sueños,
me recuerda que la vida tiene un costo y a veces más alto de lo que
imaginamos, que las decisiones no pueden ser tomadas al albur, que
debemos de meditarlas, que lo que parece fácil, no siempre lo es y me
demuestra que de alguna manera los seres humanos no se pueden
catalogar con una sola etiqueta. Lo increíble, lo ilógico y muy especial,
dentro de mi experiencia personal, es que alguien siendo mi mayor
enemigo, me ayudara a sobrevivir, solamente por ser amigo de su
amigo.
En enero de 1945 brota una epidemia de tifus, somos 380 los
judíos enfermos en el campo de concentración, de esos, solamente
quedamos 22. Nos mantienen aislados, para evitar el contagio, nos
dejan la comida a la entrada de la puerta. Evitan a como dé lugar estar
cerca de nosotros.
Para colmo, un día uno de los capos alemanes se contagia y a
los pocos días muere. Eso hace cundir el pánico, ya ni se atreven a
darnos de comer, además me da gangrena en el dedo pulgar.
Recién salido de tifus, ahora me tocaba lo peor. El médico
alemán me dijo que no tenía posibilidades de salvar el dedo, que de no
amputarlo inmediatamente, me deberían amputar toda la mano. La
cosa no terminó ahí, al otro día que volví con mucha fiebre, el
diagnóstico fue peor. Ahora, según el médico, se me tendría que
amputar toda la mano, la gangrena iba en pleno progreso y cada
minuto que pasara restaba posibilidad en lograr la detención del mal.
El diagnóstico era sumamente grave, por no haber aceptado la
amputación de un solo dedo, según el médico, ahora se me debería
amputar toda la mano.
No, ya no quería perder algo más, me rehusé a morir con mi
cuerpo desmembrado.
Valentía o simple cobardía. El miedo no me permitía tomar una
lógica determinación y mi cuerpo desfallecido por el hambre, no
ayudaba mucho. Me permitieron regresar a mi barraca; en el próximo
apel, ya sabrían qué hacer conmigo. Preocupado, temeroso, adolorido y
sin un compañero al cual arrimarme en busca de consuelo, esperé el
final.
Entre sueños y sollozos vi a uno de los prisioneros acercárseme,
me imaginé que lo movía la curiosidad, o el simple deseo de
apoderarse de mi ración de comida. En la vida vemos que catalogamos
a la gente con la primera impresión, muchas veces nos damos cuenta
de que nos equivocamos tal como me sucedió ese día. El que se me
acercó era un muchacho joven, no muy fácil de descubrir, por su
aspecto demacrado y desaseado. Sin embargo, luego me enteré que se
trataba de un médico.
Sí, para mi suerte, me tocó estar en su misma barraca. Me
chequeó y confirmó lo que me habían dicho anteriormente, de haber
amputado el dedo a tiempo, ahora no existiría la necesidad de amputar
el brazo. Le dije que de ninguna manera me prestaría a ello. Viendo mi
determinación y sin nada más que hacer, me dijo que haría hasta lo
imposible por ayudarme, pero sin garantías.
Este médico me tomó el dedo enfermo y le hizo una cantidad de
cortes en forma estrellada, en total fueron seis cortes a lo largo de la
yema del dedo. Con una gran paciencia, comenzó a masajearme el
brazo desde el hombro hasta la punta del dedo, durante dos días sin
descanso estuvimos empujando hacia afuera los coágulos y el pus. Así,
en el sitio menos aséptico, en las inimaginables condiciones sanitarias
posibles y con los implementos más rudimentarios, este hombre, con su
paciencia, salvó mi dedo, mi mano, mi brazo y mi vida. El dedo
mantiene la prueba de lo que digo, es lo único que aún hoy demuestra
lo sufrido.
En el mes de marzo llegué a pesar un poco más de treinta kilos.
Empezaron a traer más prisioneros, suponíamos que estaban cerrando
otros campos, pero no sabíamos de dónde se estaban retirando, nos
montaron en vagones y nos llevaron a Warmbrunn, luego a
Greiffenberg, Görlitz y como próximo destino, Gross Rosen, en el centro
de Polonia. Ahí había transportes que traían a la gente de otros
campos. Uno de los prisioneros que venía con nosotros dijo tener tifus,
se asustaron los alemanes, nos separaron del grupo, nos montaron en
un camión y nos mandaron a Durnau, un campo que quedaba cerca de
la ciudad de Brno.
Durnau, era una especie de campo de exterminio; a los débiles
los metían en una barraca y bien sea al primero o al segundo día, sin
agua ni alimentos, morían irremediablemente. Los grupos de limpieza
los sacaban y los enterraban en fosas comunes.
Mi gran suerte comienza de nuevo con la desgracia y esta vez
por parte de los alemanes. Hacen un apel, preguntan por quiénes
habían pasado ya el tifus. Con miedo, con recelo, me atreví a decir que
yo lo había pasado. Me sacaron de la barraca, me llevaron a los baños,
me asearon, me dieron ropas limpias, me alimentaron muy bien, como
por años no habían hecho. Toda esta bondad y este cambio, debería de
tener un significado, hasta el momento lo desconocía, pero sólo me
tocaba esperar.
Me comienzan a dar clases de cómo inyectar, tanto vía
endovenosa como por vía intramuscular. Cuando siento cierta
seguridad, le pregunto a mi instructor, qué estaba pasando. Nada más
y nada menos, que había brotado el tifus en Brno, en el campo, del
lado de los alemanes. Muchos de ellos se encontraban con el mal
dentro del hospital, pero ninguno de los médicos o enfermeros de ellos
se querían acercar por temor a contagiarse. Pero para eso estábamos
los judíos, paradójicamente, deberíamos salvar a nuestros verdugos, a
nuestros asesinos.
Dentro del hospital, recibíamos los medicamentos y la raciones
de cada uno de los alemanes enfermos, además de la nuestra. El menú
era muy completo, sopas, papas hervidas, verduras, pan y salchichón.
Atendí a los enfermos con suma dedicación, Dios es mi testigo; recibí
regalos de ellos, pero lo más importante era que al estar ellos
enfermos, era muy poco o casi nada lo que podían comer, por lo tanto
era mucha la comida sobrante. Esos días me sobrealimenté, y por las
noches de regreso a mi barraca, llevaba las sobras y las repartía entre
los demás prisioneros.
Una noche, camino a mi barraca, se oían tiros, cañonazos, oí un
quejido en un hueco, debajo de una barraca destrozada por los
bombardeos, me metí y logré sacar a dos personas heridas, eran padre
e hijo. Los metí en el Hospital junto con los alemanes enfermos y
lograron salvarse. Me enteré luego de que el padre falleció luego de la
liberación por comer en exceso.
En este campo había un capo alemán que en repetidas
ocasiones demostró hacia los judíos un cierto respeto, muy
posiblemente se imaginaba lo que pasaría. Nosotros ya creíamos que la
guerra se acercaba a su fin. Este alemán tenía una radio, escuchaba
atenta y preocupadamente las noticias. A finales del mes de abril de
1945, él ya sabía que venían las tropas alemanas retrocediendo.
Desde ese momento nos atendió aún mejor, nos decía que era un
padre de familia, que temía por su suerte. Hoy al evocar mis recuerdos,
me imagino lo que ese alemán pensaba, él estaba seguro de que al
igual que fuimos tratados los judíos, la venganza de los libertadores,
sería realizada de manera similar. En conciencia, es lo que se merecían,
pero en nuestras manos no está ni estará justificada la sentencia de la
ley de Talión, "ojo por ojo y diente por diente".
Volviendo a él, nos pidió que al liberarnos, él se vestiría con ropa
de prisionero para que lo escondiéramos entre nosotros y así lo hizo. A
través de él nos enteramos que Alemania capituló el día 5 de mayo de
1945.
El día de la capitulación, dos soldados rusos montados en un
Jeep, se presentaron en el campo, dieron un discurso, del cual no
entendí nada y se marcharon. Uno de los prisioneros que recibió parte
de la comida que yo hurtaba en el hospital, fue mi traductor. El
prisionero checo nos informó que la guerra había terminado, que todo
pertenecía a Rusia, que podíamos irnos.
Salimos del campo, el prisionero checo y yo, nos dirigimos a la
casa de unos alemanes, quienes muertos de miedo, nos permitieron,
cual vencido a vencedores, que tomáramos lo que quisiéraqmos.
Comimos opíparamente, nos regalaron ropas y cuando nos
marchábamos, vimos que tenían en la parte posterior, un caballo y una
carreta. La robamos. Aquel dicho de que "quien roba a ladrón tiene
cien años de perdón", lo pusieron en práctica unos soldados rusos que
nos encontramos a unos veinte kilómetros de distancia.
A éstos se les había acabado la gasolina de su moto y no viendo
posibilidades de rellenar el tanque, encontraron más atractivo ir
montados cómodamente en nuestra carreta que arrastrando la moto.
Nos hicieron bajar, dejaron tirada en el suelo su moto y nos robaron la
carreta.
Empujando la moto, nuestra primera adquisición, tras un
sacrificio de más de tres horas, llegamos a casa de otros alemanes.
Luego de la capitulación los alemanes se transformaron. De aquellos
asesinos, altivos militares, depravados y verdugos, ya no quedaba
nada, los alemanes, se tornaron temerosos, sumisos, cobardes. Daban
la impresión de ser casi humanos. Ya aclarada la posición de ellos,
podrán darse cuenta de cómo eran las cosas, muerto el Rey, puesto el
Rey. Nos aseamos en esa casa, nos volvimos a cambiar de ropas y
luego de comer, encontramos que ellos tenían gasolina, llenamos el
tanque y nos pusimos en marcha.
Pudimos avanzar un par de horas, hasta que otros rusos nos
detuvieron y nos la volvieron a quitar. Pero esta vez no fue solamente
la moto, ellos nos exigieron los papeles y como comprenderán éramos
un par de indocumentados. Nos llevaron detenidos al cuartel general de
su destacamento. ¡Qué ironía del destino!, nuestros salvadores, nos
apresaban, aquello era desquiciante.
Puestos prisioneros del ejército ruso, esperamos temerosos ante
nuestros enemigos por los acaecimientos. Era una absurda e
inconcebible situación. Un día, pasamos de esclavos condenados a
muerte, a ciudadanos libres y triunfadores, por el solo hecho de haber
sobrevivido luego de tantos castigos, donde siempre fuimos humillados
por los alemanes. Ahora por escasos momentos veíamos a nuestros
verdugos y poderosos enemigos destruidos en su orgullo y en su
ideología y de nuevo, pendientes del castigo que nos impondrían
nuestros salvadores por carecer de documentación.
Ellos, según nos dijeron, creían que éramos espías con mensajes
luego de ver nuestros artículos religiosos, escritos en hebreo. Para los
demás, cualquier excusa era suficiente. Seguíamos siendo judíos.
Cuando comienzan a interrogarnos, le transmito a mi amigo en
idish (lenguaje utilizado por los judíos de la parte de Europa Central),
que no se ponga nervioso, que no tenemos nada de que temer, que
ningún mal habíamos hecho y que lo peor había ya pasado. Uno de los
oficiales rusos resultó ser judío, nos tranquilizó, nos informó que no
requeríamos de documentación, luego dio la orden para que nos
alimentaran, nos dejó en libertad y nos dijo que podíamos ir donde
quisiéramos.
La amistad es muy importante, pero más es la fuerza del
llamado de la familia. Unos vagones del tren, con unos avisos muy
grandes, decían que iban rumbo a Budapest, pensé en mi familia, me
despedí de mi amigo checo y me embarqué en el tren.
El día 25 de mayo de 1945, llegué a Cluj tenía en ese entonces
20 años. Me fui directamente a ver si en mi casa podrían estar alguno
de los míos, no encontré nada, no estaban. Al salir, uno de mis vecinos
me dijo que mi hermana Livia estaba viva, que se había mudado a la
casa de una prima para no estar sola.
Para mí, el reunirme con mi hermana fue como el encuentro con
un fantasma. Cada día en el campo oré por los míos, pero sabiendo la
forma en que éramos tratados, conociendo la inigualable maldad y
viendo a la muerte tan a menudo y desde tan cerca, siempre supuse lo
peor.
Al verla, nos abrazamos, lloramos, de tristeza y lloramos de
alegría, lloramos esa noche y al otro día.
Me quise enrolar en el ejército americano. Se estilaba que si lo
hacíamos voluntariamente, podíamos obtener la nacionalidad
americana. Tenía unas ganas enormes de conocer a mi hermano Frank,
a quién solamente vi por primera vez en el año de 1950, cuando vino a
Caracas, Venezuela, para mi boda.
Estaba en el Campo número 52, nos dieron los uniformes
americanos. Mientras tanto, me nombraron curier de ese campo. Me
enviaban con la correspondencia militar a distintos lugares de Italia,
estábamos supuestos ir a la lucha contra Japón en el mes de agosto.
Pero las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y en Nagasaki,
terminaron con la guerra y también con mi carrera militar.
Estando en Roma, me encontré con un señor de mi ciudad,
quien me dijo que mi hermana Judith había regresado. Sin esperar ni un
solo instante, así mismo, uniformado como estaba, regresé de la
manera más rápida posible a Cluj. Días de viaje, días de esperanzas,
días de sueños, días interminables, donde la perspectiva y el deseo de
ver y de saber de los míos, volvió a hacerme revivir.
Corriendo subí a la casa de mi prima. Al llegar, se desinfló mi
mundo, retorné a la realidad. En mi cuerpo y en mi mente, repetí mi
luto, mi dolor. El señor que me había encontrado en Italia, se había
equivocado. Sí, había visto a mi hermana, pero era a Livia y la había
confundido con Judith. Luego de explicarle a mi hermana el error,
volvimos a llorar desconsoladamente como en el primer día de nuestro
encuentro y como al recordarla también, lloro hoy.
TIBOR MATYAS SCHMIDT

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