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Creo que Hoy empieza todo está realizada desde una perspectiva filosófica y vital
profundamente cristiana, que se refleja sobre todo en los valores esgrimidos por Daniel,
quien en ocasiones parece una transposición de El Crucificado a nuestros días. Es un
hombre extremadamente amable y paciente, pero no duda en ponerse firme para
defender sus convicciones en determinados momentos. Asimismo, algunas de sus
reacciones (como el instante en el que se arrepiente tras propinarle un sopapo al hijo de
su compañera, la manera en que asume, con resignación, la obligación de atender a su
padre -aunque éste le maltratase cuando era pequeño-, o su visita al cementerio tras
haberse negado a acudir a una ceremonia fúnebre), su comprensión, y la compasión (no
sólo con los niños, sino también con los animales, recuérdese la escena de la pesca en la
que Daniel devuelve al mar el pez que ha capturado) denotan un inquebrantable espíritu
de bondad, en el sentido cristiano del término, y la voluntad de intentar instaurar algún
referente moral, algo de humanidad, en un panorama devastado(r) y fomentador del
desaliento.
En el último tramo del film, Tavernier hace extensivo el esfuerzo diario de Daniel para
luchar contra el tedio y la rutina a todas las personas de la comunidad, y de la raza
humana, e intenta mirar al futuro con mucha esperanza.
(1) Para poder disfrutar de la labor de los intérpretes se hace necesario, más que nunca,
ver el film en V.O., pues si bien el doblaje constituye siempre una manipulación de la
película, en este caso es particularmente malo, sobre todo el de los niños
Comentario visual
La película empieza como termina: con los niños, quizá los verdaderos protagonistas de
esta historia. La cámara se llena de ternura cuando retrata a los niños.
La enérgica puericultora de Asuntos Sociales nos pone en contacto con una dura
realidad social: el abandono y la desprotección de los niños.
No me gustan las puertas. Las puertas que abrimos, las puertas que cerramos.
Siempre el mismo vacío. Un vacío a veces lleno de gritos; a veces lleno de ausencias.
Un vacío que tiembla y quiebra las trayectorias. Es la chica a la que matas
dulcemente con un beso. Alguien que se va. Alguien que viene. Da lo mismo. Un día
vuelve sobre sus pasos. ¿Quién nos mantiene aquí? El amor. La infancia.
Un niño que no habla, le enseña el zapato para que se lo ate. Pero Daniel no lo hace. Le
exige que supere su limitación y su aislamiento. Que lo haga él solo.
Pienso en los cristales rotos de la casa de la Sra. Henry. En el frío. Hace 30 años mi
padre se arrastraba por las galerías de una mina. Los escoriales1 se elevan hacia el
cielo con sus cimas negras como agujeros invertidos. Sólo los locos trepan hasta allí.
Los inocentes.
Los políticos y sus cifras... por un lado, las personas y su realidad social por otro.
“Hay que luchar mucho para conseguir pocas cosas” dice Daniel en un momento
dado. Actúa. Trabaja. Si es necesario, va más allá de su obligación, de su horario, del
sueldo. Porque trabaja con personas y para las personas. Va más allá de las estructuras,
de las leyes, de las normas. Busca el bien de la persona concreta que tiene entre manos.
“Hace 20 años teníamos 40 alumnos por clase... Hoy tenemos 25 y nos quejamos y
nos superan... Sólo quiero darles un poco de afecto. Les quiero... se pasan el día
viendo la tele y luego hay que enseñarles todo... incluso a hablar...” Es parte del
monólogo de la profesora más veterana que se va a jubilar.
Otro profesor comenta: “no me interesan los de abajo. Son los del medio los que me
interesan. A esos podemos salvarles”. Es otra postura basada en el utilitarismo y la
eficacia, pero que olvida, de nuevo a las personas.
Cerraron los pozos y desconectaron los laminadores. Los hombres muestran a los
niños el camino de los manzanos, el cielo recalentado por el ladrillo, la redondez del
vientre de las carpas. El agua fluye por los bosques. Atravesamos el país como si su
extensión nos hiciera más fuertes, más humildes. La nieve llena la ropa. Los cuervos
danzan con las hadas. En Mormalle, en los estanques ocultos, hay vírgenes bajo las
piedras de las capillas. Veinte álamos se alzan a la entrada del pueblo.
1
Escoriales: montículos formados por los restos de escoria procedentes de las minas.
“Si ustedes se rinden qué quiere que haga yo... el perjudicado es él. Su hijo es
formidable.” Habla Daniel con unos jóvenes padres sumidos en la desesperación del
paro y la impotencia.
Su madre:
Ella peina la nieve como un invierno recibido en pleno pecho, en pleno rostro. Entre
sus dedos y sus cabellos se desliza una especie de amor. Una multitud tumbada en la
sangre. Ella peina la nieve. Es una larga marcha por los campos, una expoliación.
Ella peina la nieve. Sí, es eso. Y reza. Si rezar es esa lentitud recobrada, ese
escudriñarse a sí mismo, dulzura del alma, en las manos, en la voz; dulzura de no ser
nada en el más sereno e íntimo de los segundos.
La crisis de Daniel.
De la crisis se sale haciendo algo. “Demostraremos que con nada se puede hacer
algo” Dice la compañera de Daniel cuando le anima a hacer una fiesta en el colegio con
materiales reciclados.
Y esa declaración final que es el texto leído con emoción por los padres de Daniel.
Están en la tierra. Montones de piedras apiladas una a una con las manos del padre,
del abuelo. Toda su paciencia acumulada resistió a la lluvia, al horizonte, haciendo
pequeños montoncitos ante la noche para retener la luz de la luna, para estar
erguidos, para inventarse montañas y jugar con el trineo y creer que tocamos las
estrellas. Se lo contaremos a nuestros hijos. Les diremos que fue duro, pero que
nuestros padres fueron unos señores y que heredamos eso de ellos: montones de
piedras y el coraje para levantarlas.
Ese es el secreto: montones de piedras apiladas una a una con las manos de cada
generación. Nada extraordinario. Sólo el trabajo bien hecho, el amor, la familia. Día a
día levanta inmensas montañas hechas con los restos del esfuerzo cotidiano. El amor, la
infancia.