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Lula: jugar en primera división

sin mojarse
JORGE CASTAÑEDA El País 24/05/2010
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Hace tiempo que el Brasil de Lula busca un papel global, y que el mundo
reconoce sus méritos y celebra sus esfuerzos. La prensa internacional ha
hecho del gigante sudamericano la niña de sus ojos, colocando en un mismo
plano el carisma de Lula, el Mundial de Fútbol del 2014, las Olimpiadas del
2016, el desempeño de Itamaratí (la Cancillería) en la Ronda Doha y el
creciente papel brasileño en América Latina, desplazando tanto a México
como a Estados Unidos, incluso en el patio trasero de ambos: Honduras.

En realidad, detrás de unas magníficas relaciones públicas y 16 años


de buen gobierno (Cardoso y Lula), aunados a un crecimiento
económico mediano pero sostenido, se perfilan varias aventuras
diplomáticas fallidas, disimuladas por la superficialidad y la inercia
mediáticas. Pero quizás se acerque la hora de la verdad, ya sea para
confirmar el surgimiento de un nuevo protagonista global, ya sea
para corroborar una obviedad: no bastan las ganas para ser una
potencia mundial.
En efecto, el intento de Lula por lograr, de la mano de Turquía y de
su mágica mancuerna diplomática (el primer ministro Erdogan y el
canciller Davutoglu), un acuerdo con el régimen iraní que impidiera la
imposición de nuevas sanciones a Teherán puede convertirse en un
éxito notable o en una debacle. Los dos miembros no permanentes
del Consejo de Seguridad de la ONU (CSONU) presentaron la semana
pasada un acuerdo con el presidente Ahmadineyad cuyo propósito
ostensible consiste en evitar que el programa de enriquecimiento de
uranio iraní se traduzca en la fabricación de una arma atómica. Para
ello, propusieron canjear, en el plazo de un año, uranio enriquecido
de bajo grado iraní por varillas occidentales de uranio enriquecido de
alto grado, destinadas exclusivamente al reactor de investigación de
Teherán.
El propósito real residió, sin embargo, en impedir que el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas considerara -y en su caso aprobara-
un paquete de nuevas sanciones contra el país gobernado por los
ayatolás. Dicha eventualidad hubiera obligado a Ankara y a Brasilia a
afrontar una disyuntiva del diablo: seguir el consenso anti-Teherán y
traicionar su propia retórica, u oponerse a una resolución patrocinada
por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad y quedarse
solos en el intento, mostrando el aislamiento y la confrontación que
entraña su "nueva diplomacia".
La lógica turca es evidente. La república aún kemalista posee
intereses reales en la zona. Lleva a cabo un comercio intenso con su
vecino; tiene en común una población kurda significativa; recibe
parte de su gas y petróleo de Irán; una proporción importante de la
población iraní habla turco. Su nueva política exterior consiste en
alejarse de las viejas posturaspro Estados Unidos y pro Israel
(Turquía es miembro fundador de la OTAN) y en acercarse a sus
vecinos -Siria, Grecia e Irán, por supuesto- y al mundo islámico en su
conjunto.
La lógica brasileña es menos obvia. No hay intereses significativos de
Brasil en Irán, el antisemitismo de Ahmadineyad es mal visto por la
comunidad judía de São Paulo, e Itamaratí sabe muy bien que pocas
cosas exasperan más a los norteamericanos que un país aliado sin
"vela en el entierro" entorpezca sus propósitos, con independencia de
la justeza de estos últimos. En el fondo, el gambito de Lula es otro:
utilizar la inminente crisis iraní para consolidar su lugar en el
firmamento diplomático internacional.
El problema es que el acuerdo de Teherán no bastó para impedir la
presentación de un proyecto de resolución por Washington y los
demás miembros permanentes del Consejo, que contempla una
cuarta etapa de sanciones con más dientes y más amplias. Todo
indica, incluso, que los norteamericanos pudieron contar desde antes
del esfuerzo turco-brasileño con los nueve votos necesarios para
aprobar su resolución, dada por lo menos la abstención rusa y china
para evitar un veto. Austria, Japón, Gabón, Uganda y México se
encontraban en principio a bordo y Bosnia-Herzegovina y Nigeria en
el limbo. Ya existía en principio una coalición suficiente para imponer
nuevas sanciones, incluyendo un embargo de materiales susceptibles
de ser utilizados para la construcción de misiles y no sólo de la ojiva
nuclear que portarían.
Así, de prosperar la iniciativa de Estados Unidos, Francia y el Reino
Unido (apoyada por Alemania y tolerada, en todo caso, por Rusia y
por China), Brasil se hallaría en el peor de los mundos posibles.
Tendrá que tomar partido, después de buscar evitarlo a través de un
compromiso que adoleció de un defecto congénito. Una de las partes,
es decir, Washington, nunca estuvo de acuerdo, aunque Davutoglu
insista en que todo fue consultado con la secretaria de Estado
Clinton. Si Brasil aprueba las sanciones en el CSONU, se habrá
desdicho de su rechazo a las mismas; si vota en contra, lo hará en
compañía, en el mejor de los casos, solo de Turquía y Líbano. Y si se
abstiene, confirmará lo que muchos hemos reiterado: Lula quiere
jugar en primera división, pero sin mojarse.
He aquí el quid del asunto. En realidad, Brasil ha logrado poco en el
ámbito internacional, más allá de titulares. El objetivo diplomático
número uno de Lula -lograr un escaño permanente en el Consejo de
Seguridad- se ve, al término de ocho años de esfuerzos, menos
viable que nunca. La aventura en Honduras resultó en una
tragicomedia tropical: Brasil no pudo restituir a su asilado huésped
Manuel Zelaya, este permaneció varios meses en la Embajada
brasileña, y hoy Itamaratí solo puede chantajear a españoles y
mexicanos con su ausencia en caso de cualquier invitación o
reconocimiento al nuevo presidente hondureño. La reanudación de la
Ronda de Doha sigue indefinidamente pospuesta, Copenhague no
resultó y Cancún no promete, e incluso las diversas iniciativas
regionales presentadas por Brasil de la mano con Hugo Chávez se
hallan estancadas.
Ello se debe a una debilidad intrínseca del esquema. El tamaño de
una economía (Japón) o de una demografía (India) no otorga ipso
facto el estatuto de actor mundial. Más bien es la toma de partido, los
valores impulsados y la eficacia a escala regional lo que, en su
conjunto, pueden (o no) convertirse en una catapulta al estrellato
internacional. Brasil linda con nueve países, y todos ellos padecen
serios conflictos internos (Colombia, Bolivia, Venezuela) o con sus
vecinos (Argentina con Uruguay, Colombia con Venezuela y Ecuador,
Perú con Ecuador y con Chile, Bolivia con Chile). Pero Lula en ese
pantano no ha querido incursionar: mantiene una prudente pasividad
antiintervencionista, o un franco respaldo a las posiciones
bolivarianas de Chávez, Correa, Morales, Daniel Ortega en Nicaragua
y los hermanos Castro en La Habana. Se resiste a impulsar valores, a
tomar partido, o a buscar resultados concretos en su propio terreno.
Tal vez resulte más fácil mediar entre Teherán y Washington (aunque
nadie lo ha logrado desde 1979) que entre Caracas y Bogotá, o entre
Buenos Aires y Montevideo. A pesar de su patente irritación, quizás
Barack Obama y Hillary Clinton prefieran darle el beneficio de la duda
al proyecto turco-brasileño antes que ceder a la impaciencia de Israel
y de Francia. Lula puede salir airoso de su lance en las planicies
persas o acabar mal con todos. Posiblemente debiera haberse
mostrado satisfecho con las portadas de las revistas, sin buscar en
exceso llenarlas de contenido. Suele ser más difícil.
Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México,
es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva
York.

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