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El cine documental español en las pantallas de Madrid

Juan Carlos Frugone

Para citar sólo unos pocos ejemplos, digamos que desde la llegada de la democracia, el cine español ha
demostrado un buen hacer en el campo del documental. Baste recordar títulos como El desencanto (1976) de
Jaime Chávarri y su continuación, Después de tantos años (1993) de Ricardo Franco, La vieja memoria
(1977) de Jaime Camino, Ocaña: Retrato intermitente (1978) de Ventura Pons o Vestida de azul de Antonio
Giménez Rico (1983). La pena es que la única regularidad que se había demostrado en su exhibición
comercial era, precisamente, la falta de ella.

De pronto, pareciera que este cine documental se ha convertido en una nueva constante de la cartelera
española. De ser dominio casi exclusivo de las programaciones de la televisión, se le ha reconocido un justo
lugar en las pantallas comerciales. ¿Qué ha sucedido? Es difícil saberlo, pero a partir del éxito de público y
crítica de En construcción, el docudrama de José Luis Guerín que tuvo el Premio Especial del Jurado y el
Premio Internacional de la Crítica en el Festival de San Sebastián de 2001, se ve ahora al género con ojos
renovados.

De hecho, ya hacía algún tiempo que un grupo de productores y directores venían luchando por tener su lugar
en el nicho consagrado sólo para las producciones dramáticas, más o menos, convencionales y, en este caso,
no era por culpa del dominio del cine americano, dado que muestras estupendas como Roger and Me (1989)
de Michael Moore o Brother's Keeper (1992) de Joe Berlinger y Bruce Sinofsky, tampoco se estrenaron.

En estos últimos años ha habido algún éxito aleatorio como Asaltar los cielos, de José Luis López Linares y
Javier Rioyo (España, 1996) sobre Ramón Mercader, el asesino de Trotski, pero la continuidad no llegaba.

También se exhibieron comercialmente dos producciones de Elías Querejeta, que no quiere el rótulo de
"documental" para sus películas: en 2000 La espalda del mundo- Premio de la Crítica en San Sebastián de ese
año- dirigida por Javier Corcuera y dividido en tres secciones que cuentan, respectivamente, las problemáticas
de un niño peruano, una mujer kurda y un condenado a muerte en Texas. En 2001 se estrenó Asesinato en
febrero de Eterio Ortega Santillana, ahora sobre los familiares de una víctima de ETA. Y también triunfó el
de mayor empaque industrial de todos: Calle 54 (2000) de Fernando Trueba, que reflejaba el jazz latino.

Si las cifras hablan, Tiempo de Historia, la sección de cine documental que desde 1984 organiza el Festival de
Valladolid, con su propio "palmarés", demuestra el creciente interés del medio español en el género, habiendo
exhibido en 2000 dos documentales españoles sobre un total de 16 en concurso. En 2001 la cifra se
incrementó a nueve sobre 21.

A la relativa euforia "comercial" (al menos ya no era un salto sin red el exhibirlos) se fueron agregando
Extranjeros de sí mismos de José Luis López Linares y Javier Rioyo y Los niños de Rusia de Jaime Camino
en 2001 y en 2002 tenemos La guerrilla de la memoria otro film de Javier Corcuera y Machín: Toda una vida
de Nuria Villazan.

Hasta aquí todo muy bien, pero pareciera que ha llegado el momento de la reflexión. ¿Qué se ve? ¿De qué
trata lo que se ve? ¿Merece la pena verse?

Durante años, ha habido (y por fortuna logra sobrevivir) un espacio en la Televisión Española que ha sido
penosamente casi ignorado: Documentos TV, el único reducto donde uno puede ver esos documentales que no
encuentran su lugar en las salas de cine. Canal Satélite Digital tiene su propio canal de documentales, pero el
problema, como con todo en esa plataforma digital, es saber cuándo y qué se va a exhibir, y Canal + hasta
produjo algunos títulos más que notables, pero que no son "películas" en sí mismas (cualquiera que sea el
soporte en que hayan sido concebidas) sino algo así como "monografías" de apoyo a algún ciclo o película en
especial.
Por eso extendámonos algo más sobre algunos de los pocos títulos de los mencionados más arriba. En
construcción, de José Luis Guerín es un largo y autocomplaciente docudrama que reitera las tangentes que
llevarán a la conclusión final: la invasión de lo moderno impersonal sobre lo tradicional. Algo así como la
"ciudad yuppi" frente al "barrio". Más de dos horas de ese metraje no se justifican ni siquiera por el talento
que Guerín ha demostrado en otras películas suyas (de hecho, otro viejo documental suyo, Innisfree (1990),
acaba de reponerse con todos los honores). Además, En construcción hace que uno se plantee algo frente al
docudrama (que puede que funcione bien en la televisión, pero no tanto en el cine): ¿para qué ver
representando escenas y diálogos a seres que, por más que hayan vivido esa historia, no son actores y
entonces, por real que sea, lo hacen mal y torpemente? Como en todo, hay excepciones, èste no es el caso.

De ahí en más, se recorre toda la gama. Un director de cine como Jaime Camino que creara la ya citada La
vieja memoria (uno de los mejores documentales sobre la guerra civil), ahora se entrega a un ejercicio curioso
con Los niños de Rusia sobre los niños que entre 1936 y 1939 fueron enviados al extranjero para alejarlos de
la contienda y las secuelas que en ellos tuvieron el desarraigo y la nueva posibilidad de arraigo en el posible
regreso. Aunque hay imágenes conmovedoras y testimonios que captan muy bien esa fascinación de la verdad
que da la inmediatez (que poco tiene que ver con la reactuación que propone el docudrama) hay un
estiramiento de las posibilidades del tema (o del material recogido) que le hacen perder fuerza.

Otro tanto le sucede a La guerrilla de la memoria de Javier Corcuera, que los productores Montxo Armendáriz
y Puy Oria han derivado de su experiencia al rodar Silencio roto (que dirigió el primero y produjo la segunda)
y que también se maneja con un material de archivo y actual insuficiente como para justificar su metraje. Los
viejos "maquis" antifranquistas, que fueron bien dramatizados en Silencio roto, son documentalizados sin
especial fuerza en La guerrilla de la memoria

Extranjeros de sí mismos de López Linares y Rioyo - que también firmaron el interesante documental A
propósito de Buñuel (2000) que inauguró, precisamente, el Festival de Guadalajara de aquel año- adolece de
lo mismo: testimonios y material de archivo sólo muy ocasionalmente interesantes sobre extranjeros que
vinieron a luchar en ambos bandos de la guerra civil.

Finalmente, lo último estrenado ha sido Machín: toda una vida, que se aparta de la guerra civil española y se
centra en el famoso cantante cubano de boleros que triunfó en su país, EUA y España en los años treinta a
setenta, pero que está realizado sin imaginación ni gracia ni siquiera calidad técnica (las transcripciones de la
televisión al cine son penosas y el sonido, para tratarse de un cantante, es casi inaudible).

Como se ve, la gama es limitada. Por supuesto - y esto es tema de otro debate - la Guerra Civil Española es la
gran fuente de inspiración, pero pareciera que los archivos no dan para más. Aunque sería injusto no
reconocer que también se han tocado otras temáticas sociales, incluso no españolas: desde lo musical cubano,
hasta las víctimas de ETA, el movimiento zapatista o la pobreza en Perú y el drama de los kurdos. Los
testimonios se presentan, en la mayoría de los casos, sin dialéctica, lo cual los hace monótonos, y casi nunca
trascienden la historia personal como para convertirse en un testimonio universal. Además casi todos parecen
olvidar esa gran regla de lo dramático que es tener un principio, un medio y un final. Agrupar testimonios e
imágenes no basta, hay que darles una dinámica y un desarrollo que atrape al espectador.

El cine, eso que pasa a 24 fotogramas por segundo en la pantalla de una sala oscura, podrá tener géneros y
subgéneros, ser en color o blanco y negro, pantalla ancha o mentalidad angosta, mucho efecto especial y poco
ser humano, pero la reducción última es: hay cine bueno y hay cine malo, o mejor aún, hay cine que nos gusta
o cine que no nos gusta, aunque los documentales que nos ocupan sean "cine útil". El resto son digresiones
casi siempre ociosas.

Por todo eso existe ahora, en las pantallas españolas, el mismo riesgo con el documental que con el cine
dramático: el de encontrar algo que a uno llegue a no importarle, aunque a veces, esa apatía haga que uno se
sienta culpable. Y me temo que los exhibidores estén dentro del riesgo de ser considerados "políticamente
incorrectos" si se niegan a mostrar estos filmes cuyas calidades no se ven justificadas sólo por sus buenas
intenciones. También está el otro peligro, que es que una serie de documentales poco atractivos puedan
atemorizar o alejar al público ganado con tanto trabajo y que vuelvan a condenar a muchos títulos a la
difusión paradójicamente acotada que significa un programa de televisión.

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