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The Wire

Gran anécdota sobre las


instituciones

Esteban Schmidt
“Fuck the average reader”
David Simon, creador de The Wire
The Wire es un drama que terminó en 2008 y que en
sus cinco temporadas disponibles en Amazon o en
Argenteam.net (¡más barato!) describe las vidas de cada
integrante de la cadena del tráfico de drogas. De los
consumidores más reventados a los grandes mayoristas; de
los policías de calle a los senadores. Y aunque tiene un 9,7
en el puntaje del IMDB hay que decir que es difícil entrarle,
eh, por lo que al recomendarla hay que enfatizar mucho en
la renta cultural que se obtiene, si se la ve. La mayoría de
las personas que miran los primeros capítulos –las
generaciones más jóvenes sobre todo-- salen deshechos de
embole y se sienten confundidos por no haber captado la
genialidad o te juzgan mal por andar traficando un producto
poco visto sólo para distinguirnos. Juro que no es el caso y
que The Wire es lo más. Que el embole es, en realidad, puro
extrañamiento. Es el hábito poderoso a la música incidental
y los portazos con foley, a las historias que, por mejores
que sean, tienen un gran personaje (Tony Soprano, por
mencionar uno que nos cae bien) que compromete o
envuelve afectivamente al espectador que sabe de movida
y para siempre a quién amar en el texto, y de quien
depende la serie, y se queda entretenido de ahí en más; el
apego a la droga de la comedia de situación o del drama
didáctico, del drama policial educativo, compañeros, donde
los morgueros o los especializados en balística van
cercando con su ciencia al asesino misterioso. Y
agreguemos el standard de glamour con que se viste cada
escena en el mercado mundial de las imágenes por
desagradables o prohibidas que sean como inyectarse o
matar. The Wire no estetiza nada. La vida material y diaria
con sus miserias…, y sus miserias la presenta como viene,
como lo haría un documental.
Y el lenguaje que se usa en esa vida material y diaria
como realmente se emplea. Calcando el habla de la calle, al
punto que en la tercera temporada, el equipo policial
protagonista tiene una asistente para traducir las escuchas
telefónicas que hacen a pequeños dealers que hablan en
ebonics, el sociolecto de los negros pobres. No se abusa de
los one liners para que cada escena tenga un cierre de oro,
por lo tanto no se dicen cosas estupendamente geniales
todo el tiempo y mucho menos graciosas porque el realismo
buscado y alcanzado entiende que las personas decimos
frases sin peso la mayor parte del tiempo. Sea en Buenos
Aires o en Baltimore donde transcurre la acción. Y lo que se
dice, las cosas flojas que se dicen en The Wire, se dicen con
los personajes sentados o parados, como en la vida real,
pero no haciendo maratones por pasillos interminables. Sin
el walk and talk de las series de hospital (House gracias al
cielo es rengo) y del que se abusó tanto en The West Wing
donde los actores quemaron setecientos pares de zapatos
en siete temporadas mientras decían sus líneas
atravesando la Casa Blanca a toda velocidad. Uno de ellos,
incluso, murió del corazón. Pero en The Wire también se
dicen cosas importantes aunque descargadas en escenas
de transición, nunca en las cúlmines. A life, Jimmy, you
know what that is? It's the shit that happens while you're
waiting for moments that never come. Le dice Lester
Freamon a Jimmy McNulty en una de esas esperas. Ah, en
The Wire, shit equivale a vida, negocio, familia, droga, sexo.
Uhm.
A esta seguidilla de no pasa, no es, agreguemos que
The Wire no tiene grandes protagonistas. Los autores
conceden un poco, en la primera temporada, a darle más
lugar al detective Jimmy McNulty (Dominic West) que a los
otros, como quien quiere hacer sentir a unos miles de
espectadores adicionales de la cadena de pago HBO que
están pisando territorio de ficción. Aunque es más que eso.
En la tragedia urbana que presenta The Wire hay algunos
insubordinados estructurales que son, sin quererlo o sin
saberlo, los que hacen alguna diferencia. McNulty es uno de
ellos. Un hombre simple, de mediana edad, sexualmente
muy activo, con una ética firme pero no demasiado
meditada y que se castiga duramente con Jameson puede
ser motor de la historia simplemente por no conformarse y
hacer algo escandaloso con esa no conformidad, algo que le
trae costos en su vida social. Algo que sus amigos pueden
llamar traición. ¡Uh! El héroe de una tragedia griega. Pero
Mc Nulty pasará el bastón de mano temporada a
temporada. En la segunda, un sindicalista portuario, Frank
Sobotka, será quien sublime por todos. En la tercera, el
comandante Colvin, autor de la frase la esquina es el salón
de estar del pobre intentará crear una zona roja para
dealers y consumidores, con el fin de que no se maten en
las áreas urbanas. En la cuarta, Pryzbylewski, un tipo
bárbaro a quien se puede llamar Prezbo, integrante original
del team policial, exonerado de la fuerza --por acumulación
de amarillas--, se emplea como profesor de matemática en
una escuela bien difícil. En la quinta, la posta heroica,
trágica, pasa a manos de un editor periodístico del
Baltimore Sun que se enferma por el trabajo mal hecho, por
la malicia de mucho redactores del total del plantel
directivo del diario.
Es genial, pero uno no se da cuenta hasta que hace el
recuento. En esta serie, ningún personaje es feliz. Nadie
tiene mayores ambiciones que un buen retiro y que las ex
esposas no les demanden una cuota exagerada de
alimentos. Todos son infelices a su manera, eso sí, pero sin
extravagancias. Los perfiles más altos, los autores de la
serie los reservan para los personajes secundarios. Bubbles,
un heroinómano que es informante de la policía y que se
mueve inarmónicamente con un carrito de supermercado;
Omar, un gangster homosexual que roba a los gangsters, y
cuando mata lo hace silbando; y Brother Mouzone, un
asesino a sueldo que usa moño, anteojos y pasa sus
tiempos muertos de killer leyendo The New Yorker, Harper’s
y The Nation.
Pero si todo lo relevante fuera la opción por el
naturalismo, con una historia de gato y ratón de fondo,
policías persiguiendo criminales apoyados en escuchas
telefónicas (por eso Wire: alambre, conexión) sería una
frivolidad detenernos en ella. El gran mérito de The Wire es
además su poder etnográfico, sociológico, que traspasa a
los personajes y a sus conflictos. Esto pasa en una ciudad,
¿no?, que está en este país, que está en este mundo,
¿correcto? Bien, ¿y la base material determina la
superestructura política, ideológica, jurídica? ¿No era así?
¡Claro! La acción, decíamos, transcurre en la ciudad de
Baltimore, al este de Estados Unidos sobre la bahía de
Chesapeake. Una ciudad que tiene 650 mil habitantes, de
los cuales el 60 por ciento son afroamericanos y con una de
las tasas de criminalidad por habitante más alta de los
Estados Unidos. Seis veces la tasa de Nueva York y tres la
de Los Angeles. El problema de la seguridad, vamos a
decirlo así, es tan importante en Baltimore que nadie pierde
tiempo si le echa un vistazo a la web municipal y le da
enter al link que dice Crime Fighting Directory. Ahí se abre
un brochure de acciones estatales y ciudadanas contra el
crimen que hacen del subcomisario Patti alguien tan
amenazante como Piñón Fijo.
La serie escanea la vida real y la vuelve una ficción de
primer orden, porque los actores son extraordinarios. Y
porque, retomando, es una tragedia griega moderna,
digamosló. Los personajes se ven enfrentados de manera
inevitable contra “dioses”, moviéndose siempre hacia un
desenlace fatal. Las tragedias acaban generalmente en
muerte o en la destrucción física, social, intelectual o moral,
o todas juntas, del personaje principal, que es sacrificado
así a esa fuerza ciega que se le impone y contra la que se
rebela. Los dioses aquí no son esas figuritas de los griegos:
son el capitalismo, la codicia sin límite y el cáncer de las
instituciones falladas que terminan, por gravedad fecal,
cagando más a los de más abajo. Que además son los que
mueren primero, porque son los menos protegidos. Hallan
familia en el hampa pero, ah, como dice el sargento Carver
viendo como un dealer clase A le daba una paliza a un
dealer clase B: si ellos se equivocan los cagan a palos, pero
si nosotros fallamos, nos dan una pensión.
Y la gran tragedia es que todo es para nada. En ese
sentido, en cada temporada, de las cinco, los
investigadores tienen un pizarrón donde van haciendo con
fotos y tarjetas con palabras claves o números telefónicos o
jerarquías, el árbol de la investigación. La investigación se
completa, alguien va preso, algún otro malo muere, y al
mismo tiempo nada estructural se ha resuelto. Más allá de
la suerte que corra cada gangster, Stringer Bell, un narco
estudioso que quiere ascender a empresario y blanquearse
le dice en la primera temporada algo así a un lugarteniente
llamado Dee:
La cosa es que no importa a qué llamamos heroína, se va a vender. Si la
droga es fuerte, la venderemos. Si la droga es floja, la venderemos el doble.
¿Sabes por qué? Porque un drogadicto va a tratar de conseguirla sin
importarle más. Es una locura. Cuanto peor la hacemos, más ganamos. Si el
gobierno hace las cosas bien, nadie se fija. Dee, este negocio es para
siempre (this shit is forever).
La serie tiene sus momentos lindos también. En el final
del tercer capítulo de la tercera temporada la división
homicidios del departamento de policía vela a Ray Cole,
uno de sus oficiales muerto tempranamente y de manera
natural. El cuerpo reposa sobre una mesa de pool con una
petaca de Jameson en una mano y un habano en la otra y el
Sargento Landsman, hasta entonces un burócrata,
improvisa un discurso extraordinario que se corona con la
canción de The Pogues, The Body of an American.
Landsman dice que Cole estuvo con nosotros, trabajando,
compartiendo una esquina oscura del experimento
americano. Ahora fue llamado. Ha servido. El cumplió. Este
fragmento se puede ver en you tube escribiendo “cole’s
wake” en el search. Pero, dios, no es lo mismo. Quien siga
el orden de las temporadas y llegue a ese momento,
integrará la escena a las mejores escenas de su vida. A su
patrimonio.

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