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De 8 a 3.

Anécdotas de funcionarios

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© 2008, Joan Martínez Vergel


© 2008, Styria de Ediciones y Publicaciones S.L.
Tuset, 3, 2º – 08006 Barcelona
www.styria.es
Primera edición: junio de 2008

LA FOTOCOPIA MATA AL LIBRO


Diseño de la cubierta: Enrique Iborra
Maquetación: Cristina Payà (www.ipstudio.es)
ISBN:
Depósito Legal:
Impresión y encuadernación:
Impreso en España – Printed in Spain
Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
1. Sobre el personal . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
2. Sobre el funcionario resabiado. . . . . . . . . . . . 43
3. Sobre la atención al público . . . . . . . . . . . . . 69
4. Sobre peticiones externas . . . . . . . . . . . . . . 85
5. Relatos de funcionarios casi increíbles. . . . . . . . 101
6. Sobre funcionarios responsables . . . . . . . . . . . 119
7. Sobre asesores externos . . . . . . . . . . . . . . . 183
8. Un doble apunte para concluir . . . . . . . . . . . 197
9. Breve diccionario del paciente ciudadano . . . . . . 205

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Prólogo

Para muchos, trabajar en la administración pública es como en-


contrar «El Dorado». Hay personas muy capacitadas que están
años y años estudiando y formándose para alcanzar el puesto de
funcionario. Lo logran opositando —es decir, compitiendo a tra-
vés de exámenes— con miles de personas como ellos. En estos
casos, los que consiguen «el sueño», ya sea a la primera o a la
segunda, encuentran su propósito de vida: disponen de un trabajo
para siempre, un buen sueldo, una buena posición y un despacho
donde pasar las jornadas laborales, normalmente de 8 a 3, exclu-
yendo sábados y domingos.
En muchas ocasiones, los estudios y la formación cursada por
estos nuevos funcionarios no estaban enfocados inicialmente para
formar parte de la administración pública —han estudiado para
ser abogados, gestores, licenciados en químicas o biología, pe-
riodistas…— pero los condicionantes del puesto y la situación
actual del mercado de trabajo provocan e inducen a estas personas
a estudiar, y mucho, para poder conseguir una plaza pública.

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JOAN MARTÍNEZ VERGEL

Cuando entran a formar parte de la plantilla de un ayunta-


miento, de un Ministerio, de un juzgado o de cualquier otra ad-
ministración pública, sobretodo después de las pruebas que han
debido pasar, muchos piensan que han logrado integrarse en una
especie de delegación de la NASA. En las oposiciones les han
interrogado sobre materias muy dispares que van desde los ar-
tículos de la Constitución a las leyes habidas y por haber, han
navegado por toda la geografía mundial y han tenido que conocer
los nombres de todos los presidentes de los países del mundo.
Les han preguntado sobre casi todo lo que se puede preguntar,
algo así como si fuera un concurso de televisión, pero muy poco
sobre la función real que van a realizar una vez estén integrados
en el esquema funcionarial de una administración. Esto, que a
simple vista parece una incongruencia, puede considerarse como
algo normal ya que, en muchas ocasiones, es difícil saber cuál
será la labor concreta que cada funcionario desempeñará una vez
aprobados los exámenes.
Estas oposiciones se han puesto más de moda en los últimos
años, afortunadamente. Lo cierto es que, hasta hace poco y excep-
to en muy contadas excepciones, las personas que forman parte
de las plantillas de las administraciones públicas son fruto de la
necesidad de retroalimentación de las mismas. En el caso especí-
fico de los ayuntamientos, los municipios y ciudades han crecido
tanto que necesitan ofrecer más servicios, más atención al públi-
co, más recursos a la ciudadanía, y ello ha conllevado la necesidad
de contratar a mucho personal con urgencia. De la misma manera

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que ha ocurrido en otras administraciones dependientes de las au-


tonomías, las diputaciones o los organismos propios de la admi-
nistración central del Estado. Para hacer frente a estas necesidades
se ha contratado personal sin pasar por las correspondientes prue-
bas meritorias. Este personal no ha tenido que someterse a estas
oposiciones, sino que estaba allí, presentó un día un currículum y
se le contrató temporalmente y, con el tiempo, se le ha instaurado
en una situación de trabajador fijo laboral, es decir, que ocupa un
lugar de trabajo mientras no se convoquen oposiciones para obte-
ner una plaza «en propiedad». Ese es el caso de miles y miles de
trabajadores públicos en toda España.
Este era también mi caso hasta hace muy poco. Desde hace 20
años, y tengo 40, he dedicado toda mi vida profesional a ofrecer
mis servicios, más o menos eficaces, en la administración públi-
ca. He sido de los que entraron a formar parte de la plantilla
de un ayuntamiento gracias a la inmensa suerte de estar en el
momento justo y en el lugar adecuado. El momento justo que se
requería ocupar el puesto de periodista para reforzar una emisora
de radio municipal, y el lugar adecuado era esa propia emisora,
donde colaboraba desde jovencito —para qué engañarnos— con
la esperanza de que un día me «tocara la lotería» y alguien deci-
diera contratarme sin pasar las temidas oposiciones. Yo también
era de los que pensaban en ese instante en la consecución de «El
Dorado»: con él se solucionaría el problema económico, la ines-
tabilidad laboral, la inseguridad personal y podría independizar-
me, comprarme un piso, tendría un trabajo digno y, sobre todo,

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tranquilidad. Los avatares posteriores, el día a día y el año a año,


han hecho que «El Dorado» se desvaneciera. El conocimiento en
profundidad de la administración pública ha hecho que, para mí,
trabajar en un ayuntamiento sea algo como una pena que cumplir
por un delito ignorado o como pago al mal «karma» acumulado
de una vida anterior.
En estos momentos, he conseguido dar un paso adelante en mi
carrera profesional volviendo a los orígenes, es decir, ejerciendo
aquel oficio para el cual estudié: periodismo. Y cuando miro hacia
atrás y recuerdo anécdotas, más o menos frustrantes, más o menos
divertidas, más o menos duras, que han ido sucediendo en esta
etapa pública anterior —anécdotas vividas en primera persona, o
que me han explicado, o que he conocido porque han salido a la
luz pública a través de la prensa—, es cuando me he dado cuenta
de la necesidad imperiosa de un cambio en la gestión de las ad-
ministraciones públicas. De ahí que me planteara la publicación
de este libro.
Porque, ¿quién de ustedes no ha entrado nunca en un ayun-
tamiento? ¿Quién de ustedes no ha padecido una larga estancia
en uno de los mostradores de Atención al Público de una admi-
nistración pública? ¿Quién de ustedes no ha tenido que sufrir,
por duplicado, para pagar una multa? ¿Quién de ustedes no ha
entrado cabreado por la puerta de la Casa Consistorial y ha sali-
do más cabreado, si cabe? Y es que para muchos, hoy por hoy,
tener que realizar una gestión ante la administración pública es
casi como ir al dentista. Incluso padeces los mismos síntomas. De

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noche, no puedes dormir, no paras de darle vueltas a esa visita:


«¿Me atenderán bien? ¿Me solucionarán el problema? ¿Será sólo
esta vez, o tendré que regresar de nuevo? ¿Me cobrarán mucho?».
La única diferencia es que en esta administración —a diferencia
del dentista— no tienes que pagar al contado. Duele igual, pero
como mínimo tienen el detalle de fraccionártelo. En el caso de
los ayuntamientos, incluso han tenido la gentileza de cambiarle
el nombre a tus facturas, así parece que sea menos dinero: ahora
pagas la «Contribución Especial», el mes que viene el «Impuesto
de Bienes Inmuebles», el siguiente el de «Basuras», el otro el
«Impuesto de Circulación»… Menos mal que el año sólo tiene 12
meses. Y luego puedes pensar: «¿Para qué pago el impuesto de
circulación, si no puedo circular? ¡Ni aparcar! ¿Y el de las basu-
ras? ¡Si la calle está sucia! ¿Y el de Bienes Inmuebles? ¡Si el piso
es mío! ¿Pago por tenerlo ubicado en este municipio? ¿Y por qué
en el municipio de al lado este impuesto es más barato? ¡Pues que
me lo trasladen!».
Si aplicásemos la lógica democrática, una administración pú-
blica, sea la que sea —Ayuntamiento, Ministerio, Diputación,
Juzgado, inem, Consejo Comarcal, etc.— es, por definición, un
espacio donde el ciudadano debe encontrar soluciones a sus pro-
blemas más inmediatos. Es un lugar donde el respeto, la eficacia
en la respuesta y la vocación de servicio público han de reinar por
encima de todo y de todos. Esto, que en realidad debería ser de
perogrullo, no suele ser siempre así. Las causas de los desajustes
en las administraciones públicas pueden basarse en muchos con-

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dicionantes: desde la jerarquía de mando que en muchas ocasio-


nes no responde al perfil profesional requerido, pasando por las
políticas a seguir, por algunos políticos que intentan hacer una
carrera para la que no valen, por la calidad profesional y la vo-
luntad de algunos trabajadores públicos, por la poca continuidad
de las políticas de acción —que suelen cambiar cada vez que hay
elecciones— y por cientos de factores más. Para descifrarlos todos
habría que realizar un estudio exhaustivo y riguroso, que no es
motivo de este relato.
Y siguiendo este razonamiento, es natural que no podamos
colocar a todo el mundo en el mismo saco. ¡No! Siempre he pen-
sado que, ya sea en la administración pública o en la privada,
lo más importante es si el trabajo está bien o mal hecho. Y hay
personas en la administración pública que desempeñan su trabajo
con una calidad, voluntad y dedicación envidiable. Son aquellas
que hacen bueno el refrán de que «pagan justos por pecadores».
El problema de la administración pública es que es difícil valorar
la calidad y la eficacia del trabajo que se realiza día a día, ya que
no se rinde por objetivos, ni personales ni colectivos. Todo ello ha
configurado una situación que, sumada al grado de desconfianza
y de distanciamiento entre el ciudadano y todo aquello que haga
referencia a la vida pública-política, hace que la labor del traba-
jador público sea cuestionada por sistema: incluso hasta cuando
lo hace bien.
Por eso, he creído necesario explicar, de forma más o menos
real, o más o menos figurada, qué es lo que sucede en una admi-

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nistración pública. He escogido como primera fuente un ayunta-


miento, ya que mi profesión se ha desarrollado en diferentes ad-
ministraciones locales, con lo que mi experiencia aporta detalles
de funcionamiento interno que, de otra manera, no hubiera sido
posible obtener. Pero también he seleccionado algunas anécdotas
que me han explicado ocurridas en otras administraciones pú-
blicas, o que he leído en medios de comunicación o en blogs de
Internet.
Yo también soy uno de los «funcionarios» que se describen
en esta historia. Igual hasta hay alguna anécdota que he vivido
en primera persona… Pero la historia podría trasladarse, per-
fectamente, a una Diputación o a un Ministerio, o al inem o a
la Seguridad Social… Quizá sería diferente por la idiosincrasia
particular de cada administración, pero en el fondo de la cues-
tión, la situación sería la misma. Claro que si hay un lugar que
un ciudadano ha visitado alguna vez en su vida, y por tanto del
que dispone de una experiencia positiva o negativa, es un ayunta-
miento. Poquísimos ciudadanos saben dónde está una Diputación
y muchísimos menos han pisado alguna vez un Ministerio. Por
ello, esa elección administrativa para el relato tiene como primera
base la proximidad y el conocimiento del ciudadano respecto a su
ayuntamiento.
Quiero puntualizar que, ya desde el título, focalizo la aten-
ción en la figura del «funcionario», pero no es totalmente co-
rrecto. Para el ciudadano que desconoce el funcionamiento de
una administración, todos los trabajadores son «funcionarios».

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Pero esto no es así. Los ayuntamientos, por ejemplo, que en


muchos casos son las grandes empresas —por número de traba-
jadores y por presupuesto disponible para gastar— de muchos
municipios españoles, se componen de más categorías. Eso sí:
dada la cantidad de categorías y subcategorías que comprende
la contratación de personal, he creído que era mejor para el lec-
tor evitar tener que citar qué tipo de contrato tiene cada uno
de los personajes que se suceden en el libro. Estoy convencido
de que ya identifica al funcionario, más allá de la categoría in-
terna que ocupe en el escalafón municipal. Por ello, he pensado
que era mejor que todos los trabajadores públicos que aparecen
en esta historia se denominen «funcionarios». Todos. Desde un
Director General, hasta un policía municipal, pasando por los
conserjes y acabando por los cargos de confianza. Hasta los polí-
ticos son funcionarios. Porque todos son trabajadores públicos,
o como mínimo se les supone, como el valor a los hombres. Todo
lo que hagan ellos repercute en la calidad y en la percepción que
el ciudadano tiene de su administración más cercana. Por tanto,
que nadie piense que es una visión específica sobre los funcio-
narios de carrera, ni los que se han ganado su plaza con esfuerzo
después de pasar unas oposiciones. Es una mirada que recoge la
labor de todos los trabajadores públicos, a los que englobo en
la categoría de «funcionarios». A algunos, incluso les hago un
favor…Ya les gustaría…
Lo que sí es cierto es que, cada día más, los ciudadanos ven la
administración pública como un lugar inaccesible e incompren-

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sible. La percepción creciente es la de que se trata de un espacio


donde los ciudadanos, en vez de ser tratados como clientes, en
muchas ocasiones suelen ser considerados como un problema. Un
lugar donde parece que nadie sabe muy bien quien manda, ni el
trabajo que hace. Un escenario lleno de tópicos y estereotipos, to-
dos ellos muy consolidados entre la cultura popular, aunque algu-
nos sean injustos e irreales. Algunos. Los menos, pero algunos.
Este libro no pretende atacar ni defender a nadie. No tiene
como objetivo santificar ni criminalizar el trabajo que se reali-
za en una administración pública. Por eso, a lo largo del relato
encontrarán personajes buenos y malos. Como en cualquier em-
presa. Como en la vida. Conocerán historias reales que pensarán
que son absurdas y descubrirán historias que a los ojos del lector
suenan a inventadas pero que en realidad son reales. Al fin y al
cabo, esto es la administración pública. Un mundo donde la rea-
lidad y la ficción a veces se confunden. Bueno, en la mayoría de
ocasiones…
Soy consciente de que el relato que leerán a continuación pue-
de levantar ampollas entre algunos funcionarios. Las historias que
aparecen en este libro son reales y otras han sido ligeramente mo-
dificadas para no identificar a sus auténticos protagonistas.
Quizá la crítica, la ironía y el cinismo que aplico en algunos
de los episodios pueden herir la sensibilidad de algún lector. No
es mi intención. De hecho, el objetivo es el contrario: conseguir
que este recorrido por la administración pública sirva para poner
en valor aquellas personas que sí creen en el trabajo bien hecho,

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a aquellas personas que sí creen en la necesidad de ofrecer un ser-


vicio público de calidad, a aquellas que sí trabajan con pasión y
con honestidad —que hay muchas en las administraciones públi-
cas— y que son precisamente las que menos se comentan. Este es
el valor que he pretendido subrayar en este libro.
Me gustaría aclarar que la secuencia de historias que explico en
el libro no se circunscriben exclusivamente a los ayuntamientos
donde he trabajado, sino que se enmarcan en ámbitos más amplios
desde el punto de vista territorial. Se basan en el conocimiento,
por compañeros de profesión de otras decenas de ayuntamientos e
instituciones públicas —no necesariamente ayuntamientos—, y
de otras fuentes, de situaciones paradójicas, absurdas, perplejas y
complejas, que he ido conociendo a lo largo de estos años y que he
ido recopilando en mi memoria. Que nadie se sienta representado
personalmente. Que nadie se sienta más importante de lo que es,
ni más malo de lo que es, ni más bueno, ni más protagonista de
lo que es. Al fin y al cabo, lo que ocurre en un ayuntamiento o
administración pública cualquiera no dista ni por exceso ni por
defecto de lo que sucede en la administración contigua. La única
diferencia estriba en que se dé a conocer o no.
Esa ha sido mi función y es la función de este libro: explicar
al lector aquello que muchas veces se calla, pero que se cono-
ce. Aquello que se oculta, pero se comenta. Aquello que todo el
mundo asume, aunque lo critique, pero nadie difunde. Y si usted,
lector, es funcionario, seguro que identificará algún compañero
o compañera entre los personajes que aparecen en este relato o

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encontrará similitudes con alguna de las situaciones vividas dia-


riamente o con alguna que le hayan explicado.

Soy un mero transmisor de situaciones. Soy un compilador de


secuencias. Soy una especie de «pepito grillo» que sólo quiere dar
un toque de atención sobre qué está sucediendo en las adminis-
traciones públicas, del servicio real que se da por parte de algunas
personas y de los vicios adquiridos que, pulidos, harían de la ad-
ministración un ente con un engranaje mucho más engrasado y
ligero. Sólo es eso.
Eso y, sobre todo, que la administración se debe al ciudadano
y éste merece el mejor trato posible.
Quien lo entienda, sacará un buen provecho de este libro. Para
quien no lo vea así… sólo recordar un refrán: «quien se pica, ajos
come».

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1
Sobre el personal

A. B.
Jefe de recursos humanos de un ayuntamiento
de la provincia de Girona (Catalunya)

A. B. tiene 38 años. Se licenció en derecho, pero, como otros muchos, acabó


trabajando en un ayuntamiento. En su caso, como responsable de los re-
cursos humanos. Empezó en uno pequeño, de una población de 6.000 ha-
bitantes y 70 funcionarios, y pasó después a formar parte de la plantilla
de un ayuntamiento de más de 400 trabajadores públicos.
Cuando empecé a trabajar en un ayuntamiento pensé que los
criterios de buena gestión, de responsabilidad e, incluso de lega-
lidad, imperarían en el funcionamiento diario, pero la verdad es
que no es así. Todo está legalizado por los pelos. Todos los res-
quicios de cualquier ley son utilizados para poder realizar aque-
llas acciones que más que favorecer el interés general, favorece
la necesidad de un interés personal o partidista. En mi primer

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ayuntamiento, de pocos trabajadores, sinceramente no tuve mu-


chas dificultades. Pero al progresar profesionalmente, es decir,
al trasladarme de administración para gestionar una plantilla de
mayores dimensiones, me di cuenta de la dificultad que supone
gestionar de forma coherente una política de recursos humanos
bajo criterios políticos.
Quizá por mi juventud, por mi primera experiencia e incluso
por mi propia ingenuidad, llegué a pensar que habría un proto-
colo, más o menos establecido, que regulara la contratación del
personal público. Fundamentalmente, un protocolo basado, como
punto de partida, en la funcionarización, en las pruebas previas
y en la profesionalidad para crear una administración de funcio-
narios preparados y cualificados. Pero esto no es así. La realidad
me ha demostrado lo contrario. En la administración pública no
todos los que trabajan son funcionarios. Hay categorías y subca-
tegorías y más subcategorías. Quizá la gente no lo sepa, pero los
que trabajamos día a día desde un despacho, sin salir a la luz, sólo
gestionando la administración interna de un ayuntamiento, po-
demos hacer un catálogo sucinto y extenso de las diferentes mane-
ras de entrar a formar parte de una plantilla pública sin necesidad
de pasar por ninguna prueba. Dentro de la administración existen
los funcionarios, sí, que son los que se han ganado una plaza fija
de por vida gracias a ganar un concurso público. Pero son los
menos… Para aclarar conceptos, existen los que se llaman «traba-
jadores fijos laborales», que fueron contratados sin pasar prueba
alguna en un momento determinado y que, al no convocarse la

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plaza que ocupan, es decir, a través de concurso público que con-


vierta la plaza en funcionarial, la mantienen de manera indefinida.
También están los «interinos», trabajadores que son contratados,
sin concurso, de forma parcial por necesidad de un servicio deter-
minado. Éstos ocupan esa plaza hasta que su propietario real, el
funcionario que la ha ganado por concurso, vuelve a su puesto de
trabajo. Luego existe el «contrato de sustitución» que, como su
nombre indica, se mantiene hasta que la persona sustituida, por
motivo de baja, excedencia, etc., regresa a su puesto de trabajo.
Hago un inciso en este punto. Lo más complicado a la hora
de gestionar los recursos humanos de una administración públi-
ca es gestionarlos. Es imposible. En el tiempo que llevo en esta
nueva casa, que es el ayuntamiento donde paso más horas que en
mi propio hogar, he descubierto hechos que me demuestran que
los conceptos del cambio, la modernidad e incluso el sentido
común, brillan, en muchas ocasiones, por su ausencia. He vivido
casos como el de sustituir a una trabajadora, por baja maternal ya
que estaba de 7 meses, y tener que contratar, por obligación, que
conste, ya que me lo impusieron, a otra mujer que, a los 15 días,
también se cogió la baja por maternidad Y que conste que no tengo
nada contra las embarazadas, faltaría más, pero si se sustituye a una
por otra, que no me hagan coger a otra que sabes que va a coger la
baja en unos días ¿O es que el concejal que me impuso a la nueva
persona fue incapaz de ver que la señora estaba también a punto de
dar a luz? ¿O es que la señora no sabía que estaba embarazada cuan-
do sustituía a otra embarazada y que, por tanto, en breve cogería

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una baja por embarazada que haría que se tuviera que contratar a
otra persona por bajas de embarazadas varias? A veces las cosas se
hacen por hacer. No se piensan. Si hay que contratar, se contrata.
Pero, ¿se ha pensado en la idoneidad de la persona? ¿En la idoneidad
del momento? En la mayoría de los casos la respuesta es: ¡No!
En otra ocasión, tuve que pagar 25 horas extras a un trabajador
por el trabajo desempeñado a lo largo de un día. Sí, sí. Parecerá
extraño, porque el día sólo tiene 24 horas. Así me pareció a mí
el día que me encontré sobre la mesa una demanda de un traba-
jador que decía que había realizado 25 horas extras a largo de un
día como apoyo logístico durante la Fiesta Mayor del pueblo. En
aquel momento pensé: un trabajador que no duerme en un día
entero de Fiesta Mayor no debe rendir mucho, pero si dice que ha
trabajado… Sin comer y dormir, pero si dice que ha trabajado y
es capaz de ponerlo por escrito en una instancia dirigida al depar-
tamento de recursos humanos… Si es capaz de justificar esto…
Eso sí, debió haberse equivocado al marcar el número de horas.
Le envié una nota refiriéndole lo que para mí era un error de
transcripción. La sorpresa mayúscula fue que a los diez minutos
tenía al trabajador en la puerta de mi despacho justificando las 25
horas a grito alzado, y recalcando que él no se había equivocado.
Ante tal actitud y sin que me dejara margen a razonarle que era
del todo imposible que fuera así, a no ser que Einstein tuviese
razón en cuanto a la existencia de dos dimensiones espaciales que
nos permite estar en dos lugares al mismo tiempo, no tuve más
remedio que dirigir la petición a mi concejal, que es el responsa-

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ble político máximo de la gestión del departamento. No quería


hacerlo. De hecho tardé tres días en traspasarle la solicitud, ya
que interpretaba que me tomaría por imbécil integral, por inca-
paz y me sancionaría por hacerle perder el tiempo con sandeces.
El asombro mayúsculo fue recibir su contestación a través del co-
rreo electrónico: «Sí, puedes pagarlas». Así de simple y de breve.
Evidentemente, las pagué. Luego descubrí que aquel aguerrido
trabajador de 25 horas al día era miembro del partido político
del que también formaba parte el concejal del ayuntamiento. Eso
me hizo sentirme mejor, aunque parezca una sandez. No era por
aceptar una solicitud así, sino por no entender en qué terreno me
movía, y eso, desde una perspectiva profesional, me hizo relativi-
zar la decisión obligada aunque no consentida.

De todas formas, esto puede considerarse, desde el punto de vista


moral, quizá menos grave que una situación con la que me encon-
tré debido a la visita que realizó un funcionario a mi despacho.
—Señor B, ¿Puedo pasar?
—Sí, por favor —le respondí.
—Vengo a pedirle una cosa. Resulta que, como sabe, mi abue-
lo murió la semana pasada. En estos casos, por convenio, me co-
rresponden días de permiso.
—Sí, lo sé. ¿Cuál es el problema? —pregunté con cierto
asombro.

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