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NECESIDAD DE LA
RENOVACIÓN EN EL
SOCIALISMO EXISTENTE Y SU
GRADO DE UNIVERSALIDAD
Orel Viciani
Tales implicancias son las que obligaban no sólo a seguir tratando el tema, sino a
hacerlo cada vez con mayor rigurosidad, buscando una metodología que permita traspasar
el tentador umbral de la adhesión fácil, de la simplificación, del transplante mecánico que
sólo cambie las viejas citas de autoridad por otras nuevas. Porque de lo que se trata es
justamente de abandonar para siempre esa vieja mentalidad e ir directamente al fondo de las
cosas, asumiéndolas en toda su extraordinaria complejidad, sin esa retórica justificatoria de
todo. Y, lo que es tanto o más importante que eso, asumirlas de una vez por todas, con
cabeza propia y desde nuestra propia perspectiva.
¿Qué es lo que entró en crisis y por qué? En primer término, un cierto tipo de
socialismo que llegó a ser, de hecho, toda una concepción. El socialismo hasta ahora
existente que alguien, en algún momento, se le ocurrió absolutizarlo agregándole el
calificativo de “real”. Pero no sólo eso. Hay un segundo plano de la crisis que afecta a todo
el movimiento comunista y revolucionario mundial; esto es, incluso al movimiento de
Liberación Nacional. Tal podría considerarse la “geografía” de la crisis. Y es esta
“geografía” la que establece el punto de contacto entre tres procesos íntimamente ligados,
pero no idénticos, que son los que realmente se han puesto en marcha, a saber: la
“perestroika” del socialismo existente, la renovación de todo el movimiento comunista
internacional y de todo el movimiento revolucionario mundial en general, y lo que
Gorbachov llama la apertura de una “nueva mentalidad política” que, en como se sabe, se
basa en la idea de que el mundo de hoy es mucho más interdependiente y hasta cierto punto
más íntegro que ayer, y que, en no pocos aspectos, los valores humanos generales o
universales han alcanzado una cierta prioridad por encima –o más allá- de los calores de
clase. En cuanto a los ámbitos de contenido, con expresiones y magnitudes distintas, es esta
una crisis que se hace presente en los tres niveles fundamentales de la actividad humana: el
de la economía, el de la política y el de la teoría propiamente tal.
Esto último es algo que queda expresado con notable claridad en la propia historia
de lo que Gorbachov llamó “primera fase de la perestroika”, es decir, la de formación
sistémica de sus principales postulados teóricos. Porque esta peculiarísima “revolución en
la revolución” –que hasta ahora, lamentablemente, aún no ha podido superar el hecho de
haber sido impulsada “desde arriba”- no se inicia, como se sabe, con alguna
sistematización teórica o programática pre-establecida. Ni los documentos del Pleno del
Comité Central del PCUS, realizado en abril de 1985, y ni siquiera todos los materiales del
histórico XXVII Congreso representan eso. La primera percepción de Gorbachov y sus
compañeros –lo digo así porque no es una percepción que entonces haya sido compartida
por todo el PCUS, ni por todo el Comité Central, y ni siquiera por todo el Buró Político-
está referida a lo que resulta más evidente a simple vista: el estancamiento del desarrollo
económico, la mala calidad de los productos y de los servicios, el desabastecimiento y la
falta de surtido de bienes de consumo, el ostensible deterioro de las condiciones de vida de
la población; en definitiva, la pérdida de una batalla considerada –con sobrada razón-
histórica en la arena internacional, eje de las tesis sobre la coexistencia pacífica: la
emulación económica mundial con el capitalismo.
Se hace evidente la puesta en crisis de una serie de tesis teóricas. Se pone en crisis
su uso, su comprensión estereotipada contenida en manuales con los que se ha educado a
generaciones completas de cuadros comunistas y de otros movimientos revolucionarios. Y
hasta se ponen en crisis las formas concretas con que estas tesis fueron expuestas por sus
autores en las obras más clásicas del marxismo. Lo cual no debiera tener nada de extraño si
es que ella no hubieran sido asumidas al pie de la letra como elaboraciones últimas y
acabadas –es decir, como doctrinas-, extraídas del contexto histórico en el que fueron
escritas. Lo primero que pasa a ser objetivamente cuestionado es la comprensión dogmática
del concepto de crisis general del capitalismo. También un uso similar acerca de la
caracterización leninista del imperialismo como capitalismo decadente, parasitario y en
descomposición. Resultan igualmente obsoletas las absolutizaciones sobre la
“imposibilidad” de que el capitalismo pueda conocer las leyes objetivas de su propio
desarrollo (absolutizaciones que no dan cuenta de la creciente capacidad desarrollada por el
capitalismo para el manejo de sus crisis). Queda convertida en papel la afirmación hecha en
mucho eventos internacionales y en diversas obras relativamente recientes acerca de una
supuesta y congénita incapacidad del capitalismo para asimilar plenamente los logros de la
revolución científico-técnica; capacidad que automáticamente sí se le confería al socialismo
en virtud tan sólo de sus simple naturaleza. En fin, la tesis acerca de la superioridad
histórica del socialismo sobre el capitalismo queda aún a la espera de una demostración
práctica más convincente.
¿Por qué esta crisis –que, como se ha dicho, abraca los planos de la economía, de la
política y de la teoría, afectando al socialismo existente ya todo el movimiento
revolucionario mundial- se hace evidente, madura, estalla y se generaliza en estos
momentos? La revolución científico-técnica –que es, ante todo, una revolución en los
sitemas de relaciones del hombre con la naturaleza-, la internacionalización sin precedentes
en el desarrollo de las fuerzas productivas, la amenaza de exterminio termo nuclear que aún
pende sobre toda la humanidad, las catástrofes ecológicas de magnitud planetaria, las crisis
energéticas y de drástica reducción de los recursos no renovables, los problemas del
subdesarrollo, del atraso, del hambre y de la miseria más extrema que viven casi dos tercios
de la humanidad son problemas globales que hablan con elocuencia propia de la mayor
universalidad del mundo de hoy y del carácter también universal que deben revestir sus
perspectivas de solución. Nos hablan también de la magnitud igualmente universal y nueva
que han adquirido las necesidades humanas materiales y espirituales. Son estas nuevas
necesidades las que explican ese protagonismo inédito que han alcanzado las masas en casi
todos los países del mundo, y que, entre sus novedades más notables, suele mostrar una
articulación no tradicional en el sentido de que ella se produce a partir de intereses y
valores no relacionados en lo inmediato con intereses y valores expresamente clasistas. Son
los llamados nuevos movimientos sociales de masas –juveniles, étnicos, feministas,
ecologistas, antibélicos- no comprendidos oportunamente en sus potencialidades
anticapitalistas y libertarias por un movimiento comunista prisionero de estereotipos
doctrinaristas; en circunstancias de que tales articulaciones no tradicionales no son otra
cosas que expresión del mayor grado de universalidad del mundo actual.
Este rol dirigente llegó a ser entendido como el deber y el derecho del partido para
ser la única fuente, omnisapiente, de toda iniciativa social, el monopolio de la imaginación,
planificación y administración de cualquier directriz. Pero, en un ambiente de extrema
concentración burocrática del poder, la propia vida interna del partido –incluidos sus
propios procesos electorales y la toma de decisiones- no podía ser sino igualmente formal y
ficticia. Así, el ejercicio de este tipo de “rol dirigente” tampoco estaba en manos del
conjunto del partido, sino en el Buró Político, el que, incapaz de cumplir una misión
sobrehumana como la señalada, terminaba delegando inevitablemente la dirección ejecutiva
de todo a la ya mencionada burocracia. De este modo, el partido hizo abandono justamente
de su rol dirigente, es decir, de su capacidad de propuesta política ante la población, de su
trabajo ideológico y organizativo entre el pueblo, de su capacidad de persuasión para
generar un consenso real. Se optó, en cambio, por lo que Lenin denominaba un criterio
“propio de tenderos”; es decir, la renuncia a reunir legítimamente las capacidades arriba
anotadas para transformarlas en el establecimiento de un requisito de reconocimiento
previo estampado en el papel (con el agravante que, en este caso, el “papel” era ni más ni
menos que el texto de la Constitución Política del Estado). En tales condiciones se hace
imposible el desarrollo de un verdadero tejido organizacional de intermediación social, el
que es remplazado por unas cuantas organizaciones únicas que, en verdad, trabajan como
otras tantas dependencias partidarias. Es decir, el verticalismo.
Todas las sociedades anteriores habían sido contradictorias; pero nadie nunca habló
de las contradicciones internas inherentes al socialismo. Sólo en el socialismo el desarrollo
de las fuerzas productivas dejó de determinar cambios cualitativos en las relaciones de
producción. Las relaciones contradictorias entre las nacionalidades, entre la sociedad y el
individuo, entre la ciudad y el campo, se dieron por resueltas. Los dolorosos
acontecimientos que hoy ocurren en torno al problema nacional indican con trágica
elocuencia que ello estaba muy lejos de ser así.
Hoy, muchos plantean que único modo de resolver esta crisis teórica es retomando a
Marx, a Engels y a Lenin. Es un predicamento que puede parecer retrógrado si es que es
tomado como el propósito de volver, al pie de la letra, a formulaciones teóricas expresadas
de un modo determinado en contextos históricos pasados. No tendría por qué ser así, en
cambio, si es que la referencia es a rescatar más que nada una actitud teórica. Es decir, esa
universalidad del marxismo original para desarrollarlo y ponerlo a la hora de los relojes del
siglo XXI. Marx y Engels jamás propusieron tender en torno a su pensamiento esos
cordones sanitarios inventados por Stalin para defender la “pureza” de la “doctrina” de lo
que él mismo bautizó como “influencias extrañas”. Para realizar la más grande revolución
que hasta ahora conozca la filosofía moderna, por el contrario –usando el término original
empleado por Engels- “empalmaron” su pensar con todo lo que hasta eran los más grandes
logros del pensamiento universal, sin desecharlo “por burgués”, sino asumiéndolo a
plenitud para superarlo dialécticamente. La grandeza teórica de Lenin estuvo también en su
universalidad –o en su “cosmopolitismo”, como acusadoramente diría Stalin- y no en la
estrechez doctrinarista que se le encorsetó después. Por ello mismo es que asumió este
sistema totalizante, pero abierto, que es el marxismo de un modo crítico, incluso
“corriendo” a Marx, “revisándolo” en no pocos aspectos. Y a nadie nunca se le ocurrió
acusarlo por ello de “revisionista”.
Es el movimiento comunista el que, antes que nadie, tiene que hacerse cargo de esta
urgencia. Para ello resulta imperioso que se reasuma en sus relaciones internas como
movimiento. Ello significa superar en su seno todo atisbo de conducta hegemónica y su
resultado consustancial que es el seguidismo, los alineamientos para producir
“excomuniones” –que, por lo demás, lejos de resolver algo, sólo reportaron graves pérdidas
en un pasado no muy lejano- y, naturalmente, dar por terminado ese pesado hábito de
autocensura colectiva que se transformó en el sano principio de la “no ingerencia en los
asuntos internos de los partidos”, y que determinó silencios imperdonables frente a
situaciones que, pese a ser generadas por un partido en particular, en verdad afectaban al
movimiento en su conjunto.
Superar, en suma, esa suerte de “diplomacia roja” que inundó las relaciones
interpartidistas de un alambicado formalismo, tan impropio del estilo directo y franco que
por naturaleza tienen los trabajadores y los pueblos a quienes se aspira a representar.
Cierto es que entre la libertad crítica y la unidad de acción se planteará siempre una
relación dialéctica de contradicción; pero ésta tiende a ser resuelta por el carácter de
asociación voluntaria que la organización partidaria tiene, en términos de que el
compromiso colectivo que ella representa será realmente sólido en la medida que sea
materialización del consenso (algo enteramente distinto, y hasta opuesto, a la unanimidad y
el monopolitismo, por cuanto implica, a diferencia de estos, la idea dialéctica de unidad en
la diversidad).