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EDICIONES B
GRUPO ZETAS
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Título original: The Smallest Girl Ever
Traducción: Sonia Tapia
1ª edición: abril, 2004
Publicado originalmente en Gran Bretaña, en 2000, por Dolphín Paperbacks, un sello de
Orion Children's Books.
© 2000, Sally Gardner, para los textos e ilustraciones © 2004, Ediciones B, S.A.
en español para todo el mundo
ISBN:84-666-1852-X
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
NOTA DE DIGITALIZACIÓN
Por razones de digitalización, y para una mejor versión digital del presente libro, han
sido suprimidas todas las ilustraciones que contiene el original.
A una vida que por desgracia ha terminado:
Joan Gardner
Y a una vida que acaba de empezar:
Ruby O'Kane
1
Los señores Genie querían tener un hijo.
Como siempre habían conseguido lo que querían, estaban seguros de que esto
también lo lograrían. Tendrían un niño que de mayor sería un gran genio, como su
padre, y un gran mago, como su madre. El señor Genie era el último de una larga línea
de genios que se remontaba a los primeros cuentos de hadas. Su bonita esposa, Myrtle,
ganó el premio al «Mejor Mago Juvenil del año» cuando tenía cinco años. La familia
llevaba la magia en la sangre.
Sólo hubo un pequeño inconveniente: los señores Genie no tuvieron un niño,
sino una niña.
—¡Una niña! —gimió Myrtle—. ¡Yo quería un heredero! Esto es un terrible
error.
—¡Esto es demasiado! —se quejó el señor Genie—. ¡Yo, que no he fallado en
toda mi vida! Es la primera vez que no consigo hacer realidad un deseo.
Myrtle se echó a llorar.
—Pero no te preocupes, cariño —dijo el señor Genie, intentando animarla—. La
próxima vez será niño.
De manera que los señores Genie intentaron superar el disgusto, aunque les
costó mucho. Por fin decidieron poner a la niña el nombre de Ruby e inscribirla en la
academia Wizodean, que era una de las mejores escuelas de magia del mundo y sólo
aceptaba a los niños más excepcionales.
Para cuando Ruby cumplió los seis años, no había demostrado tener ningún
talento mágico. Y tampoco tuvo ningún hermano.
—¿En qué nos hemos equivocado? —lloraba Myrtle—. Todavía no tenemos el
hijo que tanto deseábamos. Sólo tenemos una hija sin talento mágico. La verdad, no sé
si ha merecido la pena todos los esfuerzos y sacrificios de tener un niño.
El problema no habría sido tan gordo si Ruby fuera una gran belleza como su
madre. Pero por desgracia era una niña bastante normalita. En pocas palabras, Ruby era
una gran decepción.
Los señores Genie eran demasiado famosos para hacer ningún esfuerzo con una
niña que no tenía talento mágico. Estaban en el mejor momento de su carrera y
celebraban fastuosas fiestas, salían en todos los periódicos, llevaban ropa carísima,
tenían el Rolls Royce de las alfombras voladoras y jamás se preocupaban por el dinero.
¿Por qué iban a preocuparse? Al fin y al cabo recibían en su casa a los ricos y famosos y
estaban entre los más solicitados del mundo entero.
De manera que Ruby se quedaba siempre en casa con una niñera muy aburrida
pero muy buena, lejos del bombo y platillo de la vida de sus padres.
La niñera no creía en la magia. Ella sólo creía en las tres erres: rutina, reglas y
redacciones. De manera que Ruby Genie, cada vez más olvidada por sus padres,
consiguió llegar a la edad de nueve años sin haber ido al colegio ni un solo día. A ella le
habría gustado ir a la escuela con los otros niños de su edad, pero eso era algo
impensable. Puesto que había suspendido el examen de acceso a la academia Wizodean,
sus padres habían perdido todo el interés en su educación. Lo cual era una pena, porque
la niñera le había enseñado a leer muy bien, y ella aprendía muy deprisa.
Pero para los señores Genie, saber leer y escribir no tenía la más mínima
importancia. Una niña que no hacía magia no merecía ninguna atención. Puede que
Ruby fuera capaz de leer La Cenicienta, pero más le valdría convertir calabazas en
carrozas.
—Tendrás que esforzarte más con la magia —le dijo su madre.
—Seguro que no te concentras en tus hechizos —apuntó el padre.
—¡Ay por Dios! —exclamó la niñera—. Esta tontería de la magia no puede traer
nada bueno.
Y tenía razón.
2
Justo antes de que Ruby cumpliera diez años, el emperador de Tizna, un
pequeño y olvidado país en la frontera de China, invitó a los señores Genie a que
realizaran un truco de magia que nadie había intentado desde que se construyeron las
pirámides. Era un desafío demasiado tentador, pero por desgracia el truco provocó la
muerte de los señores Genie, que desaparecieron entre una lluvia espectacular de fuegos
artificiales. Lo único que quedó de ellos fue una lámpara, una varita mágica, y un
montón de facturas sin pagar.
Perder a un padre o a una madre es una tragedia terrible, pero perder a los dos de
golpe es completamente absurdo y suele volverlo todo del revés. A la tierna edad de
diez años, Ruby se quedó huérfana.
La mala noticia se la dio un abogado que apareció como un conejo salido de una
chistera.
—Es una verdadera fatalidad. ¡Unos artistas tan magníficos! Yo una vez los vi
actuar en vivo en el Metropolitan de Nueva York. ¡Qué maravilla! Por desgracia, con el
dinero no eran tan geniales. En pocas palabras, y para no andarme con rodeos, hay que
vender esta casa.
—¿Y qué va a pasar con Ruby?—le interrumpió la niñera—. ¿Qué va a ser de
ella?
—Rubí... —dijo el abogado, rebuscando entre sus papeles—. Aquí no dice nada
de joyas. Si hubiera cualquier joya, también habría que venderla, naturalmente.
—¡No, no! —exclamó enfadada la niñera—. Estoy hablando de su hija, Ruby.
El abogado pareció sorprenderse mucho cuando descubrió que en la habitación
había una niña. Entonces se puso a sacar más papeles de su cartera.
—Aquí está. —Carraspeó un poco y empezó a leer—: «En caso de algún
accidente imprevisto, como la muerte, y dado que no existen otros parientes con vida,
Ruby, hija única de los fallecidos señores Genie, debe ingresar en un internado de
magia.»
—¡Eso es ridículo! —protestó la niñera—. ¡La niña no hace magia!
—Eso no es problema mío —replicó el abogado.
Lo difícil era encontrar una escuela de magia que aceptara a Ruby. Probaron una
vez más con la academia Wizodean pero, como era de esperar, Ruby volvió a
suspender. La escuela se negaba a aceptar a una niña sin poderes mágicos, aunque fuera
la hija de los señores Genie, y de hecho incluso consideraron que era un gran error que
le hubieran permitido aprender a leer y escribir.
Otras conocidas escuelas de magia también la rechazaron, por las mismas
razones.
—Si te hubieran mandado a un colegio normal, en lugar de andarse con estas
tonterías de la magia... —suspiró la niñera al recibir otra carta de rechazo.
Ya estaban empaquetando todo lo que había en la casa, y Ruby todavía no había
encontrado colegio. El abogado empezaba a preocuparse.
—Siempre podemos mandarla a un orfanato —sugirió muy serio.
Hasta que de pronto, justo antes de que apareciera el camión de la mudanza,
llegó una carta de la Academia de Prestidigitadores Grimlocks que los dejó a todos
perplejos: la academia ofrecía a Ruby una beca. El abogado aceptó de inmediato, sin
tomarse siquiera la molestia de visitar aunque fuese brevemente el colegio.
Nadie perdió tiempo en hacer el equipaje de Ruby. Todo lo que poseía en el
mundo cabía en su maleta: el uniforme nuevo del colegio, la varita de su madre y la
lámpara de su padre. Tanto la lámpara como la varita se las había dado el abogado,
suponiendo que no valían nada.
La niñera se despidió llorando. Le daba mucha pena dejar a Ruby, pero por otro
lado estaba encantada porque le habían ofrecido un trabajo que no tenía nada que ver
con la magia. Iba a cuidar de un niño pequeño cuyos padres eran bibliotecarios.
—Cuídate mucho, y recuerda las tres erres —le dijo.
En la puerta de la casa pusieron el cartel de SE VENDE. El abogado cerró su
cartera, se despidió de la niña estrechándole la mano y desapareció, junto con todo lo
que hasta entonces había sido la vida de Ruby.
3
—¿La escuela de prestidigitadores? Jamás he oído hablar de ella —dijo el
taxista. Ruby le enseñó de nuevo la dirección. Llevaban un rato conduciendo en círculos
y Ruby estaba convencidísima de que se habían perdido, hasta que vieron un cartel muy
viejo y cubierto por la hiedra.
Cuando entraron en el camino particular de la escuela, a Ruby se le cayó el alma
a los pies. El colegio era un edificio de falso estilo Tudor, medio escondido en un
bosque oscuro y de lo más siniestro.
—No parece un sitio muy alegre que digamos —comentó el taxista mientras
ayudaba a Ruby a sacar la maleta del coche—. ¿Tú crees que estarás bien aquí?
En ese momento se abrió la puerta y salió la señora Pinkerton, la directora. Era
una mujer grandota, con forma de campana.
—¿Ruby Genie? Te estábamos esperando —saludó, muy animosa—. Por aquí,
por favor.
—Buena suerte —se despidió el taxista.
La señorita Pinkerton acompañó a Ruby a su oficina, que estaba llena de
ruidosos relojes de todas las formas y tamaños.
—Es una afición que tengo —explicó la directora—. Bueno, siéntate.
Ruby se sentó, o más bien se encaramó al borde de una silla enorme.
—No sabes cuánto nos alegramos de tenerte aquí en Grimlocks. No somos un
colegio muy grande, pero nuestro propósito es que nuestros alumnos sean un orgullo
para el mundo de la magia. Tú eres la primera niña a la que concedemos una beca.
Estamos seguros de que siendo hija de unos magos tan magníficos, tendrás muchísimo
talento. Y ahora te voy a explicar lo que esperamos de nuestra mejor alumna.
Pero Ruby no llegó a enterarse de lo que esperaban de ella, porque en ese
momento todos los relojes se pusieron a dar la hora, uno después de otro, y pasaron por
lo menos cinco minutos antes de que pudiera oír lo que estaba diciendo la señorita
Pinkerton.
—Me alegro de que hayamos dejado esto claro —concluyó en ese instante.
Ruby pensó que ya no era el momento de explicar que ella no tenía poderes
mágicos. La señorita Pinkerton no se movía. Estaba mirándola como si esperase que
dijera algo.
—¿No tienes nada para mí, Ruby? —preguntó por fin.
Ruby se quedó perpleja.
—La lámpara. ¡La lámpara de tu padre!
Entonces Ruby sacó la lámpara de la maleta. La directora se la arrebató
enseguida y se la puso en el regazo.
—¡Tener una lámpara como ésta! —exclamó encantada, mientras la colocaba en
una gran vitrina de cristal.
—Pero... si a usted no le importa, preferiría guardarla yo —dijo Ruby—. Es el
único recuerdo que tengo de mi padre.
Por lo visto había metido la pata, porque la señorita Pinkerton se hinchó como
un sapo.
—¡Guardarla tú! —exclamó, poniéndose muy colorada—. ¡Una lámpara de esta
magnitud en manos de una niña! Debes de estar loca. Y me parece que he visto también
una varita en la maleta. Dámela ahora mismo.
La señorita Pinkerton metió la varita en el cajón de su mesa, junto con las
cerbatanas, los tirachinas, las bombas fétidas y todas las demás cosas que estaban
prohibidas a los niños.
Después de deshacer la maleta llevaron a Ruby al comedor, que olía a col
podrida. Había unos cincuenta niños sentados en bancos a lo largo de dos interminables
mesas de madera.
—Os presento a nuestra alumna becada, Ruby Genie —dijo la señorita
Pinkerton.
Ruby se sentó junto a un niño llamado Zack y una niña con trenzas que se
llamaba Lily.
—Oye, ¿no podrías convertir esto en salchichas con patatas, con un montón de
salsa de tomate? —preguntó Zack esperanzado.
—No —contestó Ruby muy triste mirando su cena, que consistía en una especie
de bolas de color verde pálido.
—Debe de ser maravilloso tener tantos poderes mágicos como tú —comentó
Lily.
Ruby esbozó una débil sonrisa.
Nunca había deseado tanto tener poderes mágicos.
4
Al día siguiente la señorita Pinkerton acudió de muy buen humor a la reunión
del colegio. Había sido una idea genial, eso de ofrecer una beca a Ruby. Era la mejor
publicidad posible para Grimlocks, y seguro que atraería a otros alumnos de padres
ricos, porque el colegio necesitaba desesperadamente el dinero. Además, así el Gran
Mago estaría contento. El año anterior había estado a punto de cerrar la escuela debido a
la mala enseñanza que allí se impartía y al estado tan ruinoso de sus edificios.
—A ver, niños —comenzó la señorita Pinkerton con una sonrisa temible—.
Seguro que ya conocéis todos a nuestra alumna de honor, Ruby. Ruby, querida, ven
aquí.
Ruby subió al escenario de la sala, donde estaban sentados los profesores y la
directora.
—Quiero presentarte a nuestros profesores. La señorita Fisher, de magimáticas;
el señor Gaspard, de conjuros; Madame Vanish, de grandes ilusiones, y yo misma, que
enseño efectos especiales. Y ahora, Ruby, seguro que estás deseando demostrarnos tus
poderes, así que he pensado que podrías empezar con algo sencillito, como volar un
poco, o tal vez desaparecer.
A Ruby le temblaban las piernas. Estaba delante de todo el colegio y lo único
que quería era que se la tragara la tierra. Se había quedado petrificada, en medio de un
espantoso silencio. Todo el mundo la miraba.
—Cuando quieras —insistió la señorita Pinkerton con impaciencia.
Ruby notaba que se hacía muy pequeña. Era una sensación muy rara. Hasta que
de pronto se le ocurrió una idea.
—Lo siento muchísimo —se disculpó—, pero yo sólo he hecho magia con mis
padres. No estoy acostumbrada a tener tanto público.
La señorita Pinkerton pareció recibir la explicación con gran alivio.
—Ruby ha sufrido la triste pérdida de sus padres, el genial señor Genie y su
esposa Myrtle —anunció con voz muy solemne—. Debemos darle tiempo para que se
reponga, pero estoy segura de que a su debido tiempo nos sorprenderá a todos con sus
poderes mágicos y sin duda podrá enseñarnos un par de trucos.
Ruby no estaba tan segura. Lo único que sabía es que se sentía más pequeña.
—Qué chulo —comentó Zack.
—¿El qué? —preguntó Ruby.
—Cómo te has encogido ahora mismo.
5
Si eso era todo lo que tenía que ofrecer el colegio, debía de tratarse de un
tremendo error. ¿Cómo podía la gente enviar allí a sus hijos? Por lo que Ruby había
visto, todos los padres que tenían niños en el colegio pensaban que estaban haciendo lo
mejor para ellos. La madre de Zack trabajaba muchísimo en el circo para pagar la
matrícula. Los padres de Lily llevaban años sin ir de vacaciones para enviar a la niña a
Grimlocks. Y lo mismo pasaba con casi todos los alumnos.
Ruby no tardó en darse cuenta de que ningún profesor sabía demasiado sobre
magia. Se acordaba de que su padre dijo una vez en una entrevista para el periódico que
la magia no se podía enseñar, que salía del corazón y que unos la tenían y otros no. Y
Ruby sabía que ella no tenía magia.
La verdad es que en clase no entendía nada de nada. Sobre todo Madame Vanish
parecía hablar en otro idioma. Ruby apenas comprendía una sola palabra de lo que decía
la mujer, de modo que no tenía esperanza ninguna de aprender nada sobre ilusiones. Las
clases de la señorita Pinkerton eran las más aburridas y no se acababan nunca. Además,
tenían muy poco o nada que ver con efectos especiales, y de lo que más se hablaba era
de dinero, o más bien de la falta de dinero. La señorita Pinkerton les recordaba
constantemente lo caro que era mantener un colegio como Grimlocks e insistía en que
tenía que reunir más fondos para el laboratorio de hechizos.
Las clases de conjuros del señor Gaspard eran las mejores. A todo el mundo le
gustaban. Cuando era joven, el señor Gaspard había actuado en el teatro Liceo, que al
final se había incendiado en misteriosas circunstancias. El señor Gaspard nunca aclaraba
cuáles habían sido esas circunstancias, pero en muchos de sus conjuros salía humo y la
mayoría de sus clases terminaban con una fuerte explosión. Sin embargo era muy bueno
con Ruby y parecía comprender que la niña se esforzaba todo lo posible.
Lo que salvó a Ruby, más que cualquier poder mágico, lo que la ayudó a tener
amigos, fue la lectura. Ningún otro alumno del colegio sabía leer. La lectura, la escritura
y la aritmética no entraban en el programa escolar, porque se suponía que los niños con
poderes mágicos no tenían que aprender estas perniciosas asignaturas. La lectura les
metía malas ideas en la cabeza.
El éxito de Ruby se debía a su viejo libro de cuentos, que por las noches leía en
voz alta después de que se apagaran las luces. Todos sus amigos coincidían en que la
lectura era un truco de magia sorprendente, y todos querían hacerlo.
Hasta el señor Gaspard le dijo que no tendría que hacer nada de magia, siempre
y cuando leyera en voz alta en la clase. De manera que Ruby de momento se libraba de
hacer trucos espectaculares. Pero, claro, eso no podía durar.
A la señorita Fisher, que daba clase de magimáticas, no le hizo ninguna gracia
enterarse de que Ruby sabía leer, y fue enseguida a contárselo a la señorita Pinkerton.
—Lo que necesitamos es una alumna becada que sea buena en magimáticas, no
en lectura.
La señorita Pinkerton estaba de acuerdo.
—Su padre era un genio excepcional, ¿sabe usted? Tal vez pensó que a la niña le
convenía leer.
La señorita Fisher resopló.
—De momento no ha demostrado tener ningún poder mágico.
—Estoy segura de que cuando se adapte al colegio nos demostrará que hemos
hecho muy bien en darle una beca.
—Bueno, espero que tenga razón, señora directora, porque como el Gran Mago
se entere de que hemos dado nuestra única beca a una inútil, se nos va a caer el pelo.
6
Había llegado la época en la que el Gran Mago realizaba su visita anual y la
señorita Pinkerton no podía estar más nerviosa. Sabía que el Gran Mago no dudaría en
cerrar el colegio si no veía mejoras.
En general, no se utilizó mucha magia para preparar el colegio para la
inspección. Más bien fue cuestión de mucho trabajo. Casi todo el mundo estuvo de
acuerdo en que no sería buena cosa que lloviera, de modo que pusieron una vieja y
destartalada carpa en el jardín y Madame Vanish lanzó un hechizo para que hiciera sol
(bueno, por lo menos eso fue lo que todos pensaron que estaba haciendo).
El señor Gaspard estaba ocupadísimo en la cocina, intentando conjurar una
merienda magnífica con la ayuda de Lily. Después de un montón de explosiones con
harina, la señorita Pinkerton decidió que era mejor encargar unas tartas en la panadería.
Ruby estaba sola en un aula vacía, preguntándose qué iba a ser de ella. La
señorita Pinkerton le había dado una lista de trucos que tenía que realizar delante del
Gran Mago, y le habían perdonado todas las clases para que pudiera practicar. Pero todo
fue inútil. Ruby todavía no había hecho nada para merecer una plaza en Grimlocks, y
mucho menos una beca.
Sus amigos Lily y Zack hicieron lo posible por ayudarla. Lily, que era una de las
mejores alumnas del señor Gaspard, incluso pensó en provocar una cortina de humo
para distraer al Gran Mago. A Zack se le ocurrió que lo mejor que Ruby podía hacer era
desaparecer durante todo el día, pero eso sí que no iba a ser fácil, puesto que la señorita
Pinkerton no le quitaba el ojo de encima.
Al final Lily sugirió:
—Podrías leerle una historia. A lo mejor él tampoco sabe leer.
7
Por fin llegó el día de la visita del Gran Mago, y amaneció lloviendo. Todos los
niños aparecieron bien limpios y peinados, y si uno entornaba los ojos, el colegio
parecía pasable. La noche anterior la señorita Pinkerton, con mucho bombo y platillo,
había hecho un ensayo de su gran efecto especial y todo el mundo aplaudió, aunque la
verdad es que nadie vio que pasara nada de nada.
El Gran Mago era un hombre alto con una barba tan larga que le llegaba al suelo.
De momento no parecía muy convencido con lo que había visto en Grimlocks.
Contempló un poco desesperado a uno de los alumnos pequeños, que hizo un truco de
magia con humo y fuego con el que casi consigue incendiar la carpa. Luego otro chico
algo mayor consiguió desaparecer, pero lo que no logró fue aparecer de nuevo. El Gran
Mago estaba muy serio. La merienda tampoco contribuyó precisamente a mejorar la
situación. Los bocadillos estaban mojados por culpa de la lluvia y el agua que habían
echado para apagar el fuego. Y, no se sabía por qué, la cocinera había desaparecido
junto con las tres tartas que la señorita Pinkerton había encargado en la panadería,
aunque eran bastante caras.
En resumen, que el Gran Mago no estaba muy contento que digamos.
—Y también tenemos, claro está, a nuestra alumna estelar —dijo la señorita
Pinkerton desesperada—. Seguro que le gustará ver alguno de sus sorprendentes trucos
de magia, Gran Mago.
—Ver cualquier cosa mágica en esta escuela sería una novedad, señorita
Pinkerton —replicó él.
—Ruby, ven aquí, guapa. Gran Mago, ésta es Ruby. Sus padres...
—Sí, sí. ¿No podríamos ir directamente a la magia? Tengo una cena en la
academia Wizodean y no me gustaría llegar tarde.
Era el momento que Ruby tanto temía. Había estado practicando un pequeño
número de magia que consistía en sacar de una chistera un conejo y dos palomas. El
problema es que todavía no sabía muy bien cómo sacar al conejo y las palomas de las
cestas que había en la chistera. Lo podía hacer cuando no había nadie, pero ahora todo
el mundo la miraba y la señorita Pinkerton en particular parecía bastante furiosa. El
señor Gaspard ponía cara de preocupación, Madame Vanish de aburrimiento y la
señorita Fisher de engreída.
En ese momento Ruby dio un golpe a las cestas. El conejo salió de debajo de la
mesa y se puso a mordisquear la barba del Gran Mago mientras las palomas echaban a
volar hacia el techo.
Una vez más Ruby se encogió de miedo, haciéndose cada vez más pequeña. Lo
único que podía hacer era decir la verdad, pensó.
—¡Yo no puedo hacer magia! —exclamó—. Todo esto es un error. Sé leer y
escribir, pero no sé hacer magia. Mis padres eran magos, pero yo no.
Y en ese momento una caca de paloma aterrizó en el hombro del Gran Mago. El
hombre se quedó mirando a Ruby y se puso pálido.
—¿Quién es esta niña? —preguntó señalándola.
—Ruby Genie —contestó consternada la señorita Pinkerton—. Pero no se
preocupe, Gran Mago, que la niña está en buenas manos.
8
Las cosas no podían haber salido peor. El Gran Mago estuvo mirándola
fijamente un buen rato y luego se marchó sin decir palabra. La señorita Pinkerton se
llevó a Ruby a empujones a su despacho.
—¿Cómo es posible que dos magos tan buenos como tus padres tuvieran una
hija tan tonta? —gritó, poniéndose colorada de rabia—. Me has decepcionado,
jovencita, y has hecho quedar mal a todo el colegio —chilló por encima del estruendo
ensordecedor de los relojes—. Si por mí fuera, te echaría en este preciso instante, pero
por desgracia no puedo enviarte a ninguna parte, de manera que de momento tendrás
que quedarte aquí, trabajando en la cocina.
—Tampoco es tan grave —comentó Lily más tarde, intentando animarla.
—¿Ah, no? ¿Y cómo es eso? —replicó Ruby abatida—. No sé hacer magia, he
puesto furioso al Gran Mago, lo más seguro es que cierren el colegio, tengo que trabajar
en la cocina y encima no creo que pueda recuperar mi lámpara ni mi varita.
—Si el colegio cierra, puedes venirte a mi casa —ofreció Lily—. Seguro que
mis padres lo solucionan todo.
—Gracias.
—Ya verás como se arreglan las cosas —insistió Lily para darle ánimos.
9
Lo que pasó a continuación fue una buena sorpresa, tanto para Ruby como para
la señorita Pinkerton. Por lo visto Ruby tenía un tío. Era un hombre grandote y alegre
que parecía un actor deseando hacer teatro.
—He buscado a mi sobrinita por las cuatro esquinas del mundo, y resulta que
está aquí, escondida en su magnífico colegio —dijo con su potente vozarrón—.
Permítame que me presente. Soy el Gran Alfonso, hermano del fallecido señor Genie y
devoto tío de Ruby Genie.
Pero al ver a Ruby pareció sorprenderse bastante.
—¿Me está diciendo, señorita Pinkerton, que esta niña diminuta tiene diez años?
Pues a mí no me parece que tenga más de seis. ¿Qué ha hecho con ella? ¿La ha matado
de hambre?
—No, no, qué va —respondió la señorita Pinkerton muy nerviosa—. Ruby se ha
encogido ella sola. Le aseguro que nosotros no hemos hecho nada. Pero vamos, nada de
nada.
—Ay, pobrecita Ruby. Dime, ¿qué te han hecho?
Ruby no sabía muy bien qué decir. La señorita Pinkerton la estaba mirando con
muy mala cara.
—No importa —dijo Alfonso—. Olvida el pasado. Tenemos todo el futuro por
delante. —Se interrumpió un momento y luego añadió—: La lámpara. ¿Dónde está la
lámpara?
—¡Ah, no! —saltó la señorita Pinkerton muy ofendida—. Ruby nos ha causado
tantos problemas y tantos gastos, que nos quedaremos esa lámpara como pequeña
compensación.
Alfonso se puso muy serio.
—¡No le recomiendo que me tome usted el pelo, señora! ¡La lámpara de mi
hermano a cambio de una plaza en su colegio! ¿Es que se ha vuelto loca? ¡Esa lámpara
no tiene precio! —exclamó, rodeando a Ruby con el brazo—. Tiene un valor
incalculable para nosotros, su única familia.
La señorita Pinkerton se dio de pronto por vencida y le entregó la lámpara. En
cuanto Alfonso la tuvo en las manos, se le animó un poco la cara. Agitó los brazos y la
lámpara desapareció dentro de su abrigo. Ruby estaba maravillada.
—La varita de mi madre —susurró.
La señorita Pinkerton se dio cuenta de que se había encontrado con la horma de
su zapato, de modo que se dirigió a su mesa y entregó también la varita, que en un abrir
y cerrar de ojos desapareció también.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Ruby, que estaba muy impresionada.
—Eso luego, cariño, más tarde. —Entonces Alfonso hizo una reverencia delante
de la señorita Pinkerton y le besó la mano—. Espero, mi querida señora, que con
algunas clases particulares, Ruby no tardará en recuperar su plaza en Grimlocks.
La señorita Pinkerton no estaba tan segura, pero cuando fue a expresar sus dudas
en voz alta la interrumpió el ruido de los relojes, que empezaron a dar las doce.
10
—¿Ese rugido que oigo es que se acerca una tormenta o que tienes hambre? —
preguntó Alfonso alegremente mientras se alejaban de Grimlocks en el coche.
—Es mi estómago —contestó Ruby—. Hace mil años que no como nada.
—Pues entonces ha llegado la hora de merendar.
Pararon en una pequeña cafetería y Alfonso pidió un plato enorme de huevos
revueltos, té, tostadas, bollos, mermelada, nata y una fuente de pasteles.
—Come, come, preciosa. Si quieres pedimos más.
Ruby todavía no sabía qué pensar de su nuevo tío. Parecía bastante simpático,
pero también sabía que tenía mal genio, por cómo se había comportado con la señorita
Pinkerton. Claro que la señorita Pinkerton se lo merecía. Lo más importante era que
habían recuperado la lámpara y la varita, así que las cosas tampoco iban tan mal, ¿no?
—No te pareces en nada a mi padre —comentó Ruby por fin, sintiéndose muy
valiente.
—No, mi querida niña. Éramos tan diferentes como la noche y el día. Ay, tu
padre era la gran estrella. Yo no tenía tanto talento, ni mucho menos. Sin embargo, y
aunque me esté mal el decirlo, ahora soy un mago que vale lo suyo.
—Mi padre nunca me habló de ti.
—Sí, se me rompe el corazón al pensar en cosas tan tristes, pero cuando tu padre
y yo éramos pequeños nos peleábamos mucho, como hacen todos los niños. Lamento
decir que estaba celoso de él. Y aunque me he arrepentido toda mi vida, el caso es que
al final nos separamos y yo juré que no volveríamos a vernos. Pasaron muchísimos años
y muchísimas cosas... Cuando me enteré de su trágico fin, se me partió el corazón.
Alfonso sacó un enorme pañuelo de lunares y se sonó la nariz con gran estrépito.
La cafetería se quedó en silencio y todo el mundo se volvió a mirarlo.
—¿Ves, preciosa? Todo el mundo reconoce al Gran Alfonso. —A partir de
entonces sólo puso interés en hablar de sí mismo, un tema del que sabía mucho.
A primeras horas de la tarde llegaron a Fizzlewick. Ruby se quedó encantada al
ver que Alfonso vivía encima de una tiendecita de magia. El escaparate era de lo más
interesante, con un montón de cajas, libros, capas y sombreros.
Encima de la puerta había un cartel que chirriaba con el viento:
ALfONso
eCHIzOS Y MAjIA