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JUAN MANUEL PÉREZ GARCÍA

ANTES DE PARTIR

LD
Lemnos Drawing
Primera edición: 2016

Diseño editorial y forros: Juan Manuel Pérez García


Ilustración de portadilla: «Espejo de la muerte» de Tomás
Mondragón (1856). Detalle a carboncillo.

© Juan Manuel Pérez García


© Lemnos Drawing
lemnosdrawing.blogspot.com

Comentarios: lemnosdrawing@gmail.com

CC BY-ND 2.0

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cificada por el autor o el licenciante (pero no de una manera
que sugiera que tiene su apoyo o que apoyan el uso que hace
de su obra). No puede utilizar esta obra para fines comercia-
les. No se puede alterar, transformar o generar una obra deri-
vada a partir de esta obra.
¡Hermanos míos, yo os exhorto
a que permanezcáis fieles al
sentido de la tierra, y nunca
prestéis fe a quienes os hablen
de esperanzas ultraterrenas!
Friedrich Nietzsche

Disfrutaba al ocaso de la lectura. Él tenía cos-


tumbre de sentarse en su sillón predilecto,
frente a la ventana y leer. Siempre le disgustó
que lo interrumpieran. Al seleccionar las obras,
no tenía un gusto en específico, solo se dejaba
conducir por la intuición. Bastaba ponerse
frente al librero para escuchar el llamado.
Aquella tarde Aurelia habló con seductora voz.
Atento al llamado, tomó el volumen, se miró
en el reflejo del vidrio de la ventana, acomodó
su cabello, su bata de seda azul, bebió un sorbo
de café e inició la lectura con aquellas contun-
dentes palabras: El sueño es una segunda vida.
Más adelante prosiguió y repitió con de-
leite, en voz alta, el fragmento que lo cau-
tivó por su descripción onírica: «Los pri-
meros instantes del sueño son la imagen de
la muerte; un adormecimiento nebuloso em-
Antes de partir
barga nuestro pensamiento y no podemos de-
terminar el instante preciso en el que el yo,
bajo otra forma, continúa la obra de la exis-
tencia». El sentido de estas palabras concordó
perfectamente con el espíritu melancólico de
Alfredo; así que se adentró en aquel mundo
de salud desquiciada y de febril lucidez.
Tenía varias semanas que, mientras leía,
transcurrido cierto tiempo, sentía como los
brazos perdían fuerza y el libro ganaba terreno
ante las decaídas manos que lo sostenían. La ca-
beza, con un peso sorprendente, vencía al cuello
y constantemente se iba hacia el frente. Los
párpados apenas lograba mantenerlos abiertos,
hasta que, finalmente, el sueño lo rendía con su
potente fuerza.
Este hecho se repitió hasta aquella tarde,
en la cual se asombró al notar que había po-
dido mantenerse despierto. Sin embargo, al
dar vuelta a las páginas, se encontró que las
letras tenían una extraña disposición, como si
las hojas estuvieran frente a un espejo. Molestó
por tan burda impresión, cerró el libro y fijó su
mirada en el cielo, donde todavía contempló los
destellos de un sol casi oculto.
Él se mantuvo así. No tenía un pensamiento
en específico. No existía preocupación que pu-
diera inquietarlo. Se sentía tranquilo, aliviado.
Pronto entró en un estado de sopor y cerró los
ojos; sin embargo mantuvo la conciencia. Escu-
chaba los sonidos del ambiente suburbano: el
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Antes de partir
distante ladrido de los perros; el canto sereno
de algunas aves, el motor de los automóviles
circulando frente a su casa; el continuo sonido
del reloj a sus espaldas; su flemática respira-
ción.
De forma inesperada, oyó como alguien
abrió la puerta corrediza que daba al jardín. Al-
fredo se estremeció. Abrió los ojos y miró hacia
la puerta. Con el rostro perplejo observó entrar
a una mujer, de delgada silueta, con un vestido
de verano y un ramo de flores entre sus brazos.
El busto y las caderas se marcaban femenina-
mente. A la luz del crepúsculo la contempló con
detenimiento y le pareció hermosa.
Él siempre fue muy exigente en cuanto a su
gusto por las mujeres. Tal vez por eso estaba
solo. Se había casado, pero su esposa no pudo
soportarlo. Cuando la conoció, quedó fasci-
nado. Al principio, en su compañía, ella pudo
romper la rigidez de su carácter, venció su in-
troversión, logró que diera un giro a su perso-
nalidad…; mas después, con la diaria convi-
vencia, tornaron a él sus antiguos fantasmas: el
pesimismo y la melancolía. Ella, mujer alegre,
vivaz, comenzó a marchitarse a su lado. Por eso
lo abandonó. Después, no faltaron oportuni-
dades, pero nadie había vuelto a cautivarlo.
Alfredo miraba exhorto a esta extraña
mujer, quien después de abrir y entrar a la es-
tancia, se acercó al comedor y colocó las flores
sobre la mesa; mismas que no pudo distin-
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Antes de partir
guir, a causa de la oscuridad que envolvía ya
la habitación. Enseguida, ella caminó hacia
el apagador y encendió la luz. Él se inquietó.
Hubiera preferido que se mantuviera apagada.
Con la habitación ensombrecida, ella no había
percibido su presencia; sin embargo, ahora lo
vería y eso no le agradaba.
A pesar de su incomodidad, él quiso con-
templar su faz. Ella era una mujer joven, de ca-
bello rubio, lacio, que caía sobre sus hombros.
Su tez era blanca, con un sutil rubor en las me-
jillas, rosados labios y con atinadas sombras en
los párpados, que resaltaban su natural belleza.
Los filamentos áureos enmarcaban un rostro,
donde sobresalía su enjoyada mirada, de be-
rilio aguamarina condensado en su iris, dando
forma a dos cristalinas esferas, donde la al-
quimia supo depositar las promesas del verano.
Él la observó mientras colocaba las flores en
un jarrón que estaba en el centro de la mesa, el
cual fue un presente para alegrar su entristecida
estancia y que siempre se hallaba vacío. Solo
tuvo flores el día en que se lo obsequiaron y no
duraron un día. Al anochecer habían muerto.
Parecía que el ambiente las hubiera enfermado.
Con la estancia iluminada, pudo distin-
guir que eran camelias. Ella las colocó una a
una hasta concluir un arreglo verdaderamente
llamativo y cuya sola presencia modificaba el
aspecto del lugar. Iban muy bien las flores de
aquella tarde con la primera impresión que le
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Antes de partir
causó. La contempló largo tiempo y parecía ro-
dearla un hálito angelical. No se atrevió a pre-
guntarle quién era y cómo había entrado a la
casa.
El sopor previo a estos sucesos no se había
ido del todo. Apenas podía mantener los ojos
abiertos. Él deseaba ver lo que hacía; pero no
pudo. Cerró los parpados, descansó la cabeza
en el respaldo del sillón y se mantuvo a la ex-
pectativa, esperando escuchar todos sus mo-
vimientos. Tras largo tiempo sin oír nada, se
incorporó y despejó su mirada. Ella no estaba.
La estancia se hallaba en penumbras y la puerta
que daba al jardín se encontraba cerrada. Él
único indicio de su repentina presencia eran las
flores que había colocado.
Está situación lo turbó. No entendía cómo
pudo ocurrir todo aquello. Miró su reloj, era
ya tarde. El tiempo había transcurrido muy rá-
pido. Sin embargo esto poco importó en aquel
momento, lo fundamental era saber ¿cómo
había podido entrar ella a su casa?, ¿por qué
había dejado un arreglo floral?, pero sobre todo
¿quién era? La inquietud aumentó al verse en
total obscuridad y al percibir un silencio abso-
luto.
En las tardes siguientes, aquella descono-
cida mujer entró a la sala e hizo lo mismo: co-
locó flores y desapareció sin rastros, sin ruidos,
nada. Él quería observar el momento en el cual
se retiraba; pero no podía. El sopor lo domi-
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Antes de partir
naba y le impedía ser testigo de ello. Mucho se
cuestionaba el no poder siquiera oír sus pasos,
el sonido del apagador o el correr de la puerta
que daba al jardín; mas no tenía respuesta al-
guna. El misterio encubría aquella situación.
Días después, a la misma hora, este extraño
ritual se modificó. No fue el sonido del correr
de la puerta quien lo sustrajo de su adorme-
cimiento nebuloso, sino la voz suave de una
mujer que leía: «Cada uno puede buscar en sus
recuerdos la emoción más dolorosa, el golpe
más terrible dado al alma por el destino; es for-
zoso, pues, decidirse a morir o vivir; diré más
tarde por qué no elegí la muerte». Alfredo abrió
los ojos y la miró a su lado, sosteniendo con sus
blancas manos el libro que él leía. Ella se de-
tuvo. Ambos se miraron. Al no decir nada con-
tinuó leyendo. Adormecido la escuchó.
Él se complacía al oírla proseguir con la lec-
tura. Además, las imágenes que el libro sugería
se representaban en su mente como un sueño.
Sosegado escuchaba la narración de los labios
de aquella mujer; sin embargo hubo un punto
en la lectura que lo hizo estremecer y lo llenó de
angustia:
«En seguida vi formarse vagamente imá-
genes plásticas de la antigüedad que se bos-
quejaban, se fijaban y parecían representar
símbolos, de los que entresacaba ideas muy difí-
cilmente. Parecían decirme: “Todo eso fue echo
para enseñarte el secreto de la vida, y no lo has
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Antes de partir
comprendido. Las religiones y las fábulas, los
santos y los apóstoles se han puesto de acuerdo
para explicar el enigma fatal y lo has interpre-
tado mal… ¡Ahora es ya tarde!” Me levanté lleno
de terror, diciéndome:
—¡Es mi último día!»
Alfredo abrió los ojos y el terror se expresó
en su rostro. La miró lívido, despavorido. Una
clara revelación existía en aquel último frag-
mento. Él se puso en pie sin dejar de mirarla.
Pensó en gritar que saliera; pero la voz se ahogó
en su garganta y se anudó para dejarlo mudo.
Ella, espejo de serenidad, le tendió la mano sin
romper el contacto entre las miradas. Teme-
roso, tomó la grácil mano entre la suya y ayudó
a que se incorporara del taburete donde estaba
sentada. Después apenas pudo musitar una
pregunta:
—¿Quién eres?
Ella sonrió con gran ternura y acarició las
mejillas de él con las yemas de los dedos y res-
pondió:
—¿En verdad eso importa? Estoy aquí, contigo.
—Pero…
La joven silenció a Alfredo colocando el fino
y alargado dedo índice en los labios. Luego re-
costó su cabeza en el hombro derecho. Él aspiró
la fragancia exquisita de sándalo en sus cabe-
llos. Enseguida la abrazó, de manera tímida,
primero, y ardorosa al final.
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Antes de partir
—Siempre esperé que me tomaras de esta
forma. ¿Por qué tardaste tanto?
—Nunca te pude comprender. Te quise
amar, pero me abandonaste.
—¡No! ¡Jamás! Yo siempre estuve aquí, a
tu lado; mas me mirabas con desdén. ¡Cuántas
veces te brindé una sonrisa! ¡Cuántas veces mo-
mentos dichosos! Sin embargo mirabas a otro
lado y reusabas mi compañía.
—Fuiste muy dura.
—¡Pero también amorosa! Despreciaste
tanto mis caricias… No digamos más, ahora es-
tamos juntos.
—Sí —y la estrechó con mayor efusión.
Estuvieron así por largo tiempo. Alfredo
se aferraba a ella porque temía perderla.
Presentía que se iría para siempre. Si esto
se cumplía él quedaría inerte, el tiempo se
detendría para su corazón, la noche y el si-
lencio lo abrumarían. ¿Por qué miró siempre
al lado opuesto a donde ella estaba? ¿Por qué
nunca se había entregado como deseaba ha-
cerlo ahora? ¡Cuánto tiempo desperdiciado
en horas de soledad!
—Me abandonarás hoy ¿verdad? —preguntó
a ella.
—No, no es así. No pienso dejarte. Estás in-
merso en mí. Somos uno, inseparables. No existe
fuerza que imponga fronteras entre nosotros. No
vine a despedirme, vine para llevarte conmigo.
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Antes de partir
Estas últimas palabras agitaron el pecho de
Alfredo; sin embargo estaba resignado a todo
lo que sucediera. Todo el tiempo había siempre
impuesto su voluntad a las decisiones que le pro-
pusiera y había errado el camino. Ahora, al es-
trecharla, se encontraba dispuesto a dejarse con-
ducir por el nebuloso camino de la incertidumbre.
—No entiendo, estoy confundido— expresó
él tras un momento de silencio—. Te miro al
rostro y reconozco en ti dos esencias contrarias.
Realmente no sé si me abandonas o me llevas
contigo. Siempre te imaginé como dos mujeres
opuestas. Amante y cálida como la aurora. Ma-
ternal y serena como el crepúsculo.
—Soy, en el devenir, una sola, la misteriosa
antítesis de la existencia.
Cautivado no dejaba de mirarla, lo seducía
el enigma que significaba su belleza. ¿Cómo
amarla? ¿De qué forma abandonarse a ella?
Ante tales incógnitas solo se atrevió a expresar
su temor; a lo cual recibió por respuesta:
—Todo esto es tan simple, tan natural. Con
mis labios te entrego el hálito en un beso y con
mi mano cierro los ojos para que duermas. He
sido tu compañera, tu amante, aún a pesar de
tus desprecios; mas así como a tu lado estoy, se
acerca el momento de que me sigas.
—¿A qué lugar me conducirás?
—Se abre para ti una nueva puerta y una vez
que la atravieses volverás a mí. Ya te lo he dicho,
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Antes de partir
somos uno, no hay barrera que nos separe.
—¿Es ya el momento?
—No. Aún no. Todavía tienes tiempo para
amarme y gozar de mis delicias. Hazlo ahora
¡bésame! ¡Bésame como lo has deseado tanto!
Ya no reprimas tu pasión por mí.
Ambos juntaron sus labios y ella le mostró
como debía besarla. En su delirio, los libros es-
parcidos por todos lados se abrieron y las fuentes
borbotaron en frases, versos, que vestían su des-
nudez enigmática. El espíritu de cazador nació
en él y se lanzó tras sus pechos que saltaban cual
siervas concebidas y leyó en ellos, combándose
en círculos entorno a los pezones erguidos:

¡Qué prueba de la existencia


habrá mayor que la suerte
de estar viviendo sin verte
y muriendo en tu presencia!
Esta lúcida conciencia
de amar a lo nunca visto
y de esperar lo imprevisto;
este caer sin llegar
es la angustia de pensar
que puesto que muero existo.

Enseguida, descendiendo desde su cuello


hasta sus hombros, que besaba sediento de su
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Antes de partir
piel, leía en cascadas, precipitándose en los
brazos, los pensamientos no dichos, pero ex-
presados en voces ajenas:

Yo no quiero perderte; yo no quiero


que por mi causa se deshaga
ni la parte más débil o pequeña
de lo que sola, para mí, construyes;
yo no quiero hacer guerra.
Y sin embargo, muchas veces
a mano armada llego
contra mi corazón, y me derramo
en la sangre la hiel, hasta morirme…

Y sobre los muslos vio serpear la estrofa que


degustara en tantas ocasiones, como caricia li-
cenciosa en dirección al pubis, tatuando y po-
blando aquella región pubescente con el ritmo
mareal del apetito venéreo:

Es seguro que al pobre cantor, que da su música


a la erótica letra de las lunas de miel,
lo aprisionaron virgen en su monte, y me apena
que ignore que la dicha de amar es un galope
del corazón sin brida, por el desfiladero
de la muerte. Deploro su castidad reclusa
y hasta le sedería uno de mis placeres.
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Antes de partir
Y la besó de nuevo con el hambre voraz
de los contritos, arrepentido de haber pecado
contra ella, la única, la verdadera. La besó como
el amante infiel besa a la amada, con el dejo
aún de los otros labios y lloroso ante el temor al
abandono. Las lenguas se liaron cual serpientes
en cópula y la boca de Alfredo se anegó con las
palabras henchidas de anhelo, hasta penetrar
en lo más recóndito, dominar su mente como
un pensamiento propio y expresar con su voz el
sentir acallado:

Me he querido mentir que no te amo,


roja alegría incauta, sol sin freno
en la tarde que solo tú detienes,
luz demorada sobre mi deshielo.
Por no apagar la brasa de tus labios
con un amor que darte no merezco,
por no echar sobre el alba de tus hombros
las horas que le restan a mi duelo.

Después el ardor de Alfredo se desbordó e


inundó el vientre de sementera en cieno e ilu-
minó sus entrañas con el estallido de la polu-
ción. En completo éxtasis leyó en el techo, las
paredes, los muebles, la poesía que todo lo ta-
pizaba con su canto a la vida:

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Antes de partir
Nada se compara a esa leyenda de semillas
que deja tu presencia
a esa voz que busca un astro muerto que
volver a la vida
tu voz hace un imperio en el espacio
y esa mano que se levanta en ti como si fuera
a colgar soles en el aire
y ese mirar que escribe mundos en el infinito
y esa cabeza que se dobla para escuchar un
murmullo en la eternidad
y ese pie que es la fiesta de los caminos
encadenados
y esos párpados donde vienen a vararse las
centellas del éter
y ese beso que hincha la proa de tus labios
y esa sonrisa como un estandarte al frente
de tu vida
y ese secreto que dirige las mareas de tu pecho
dormido a la sombra de tus senos.

Por fin para Alfredo los signos, los símbolos,


presentes en la creación entera se revelaron re-
vestidos de un fulgor que todo lo clarificaba. De-
trás del muro de la vida no había nada, más que la
borrasca del azar y el caos, sometidos solo por la
fuerza de la voluntad, portador de dicha y herra-
mienta de redención. Voluntad de navegar por el
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Antes de partir
firmamento del trópico ecuatorial, siguiendo los
olores cítricos de las vulvas frutales, que cuelgan
derramando sus néctares de las amplias ramas
de la ceiba del amor. Voluntad para apostar a la
reina de oros las alas de los sueños, la yunta del
esfuerzo y la arena del tiempo sin temor a perder
ante el nueve de copas. Voluntad, en fin, de lu-
char y destrozar las vísceras de la resignación,
asesina del león, señor de su propio desierto.
Exhausto por toda esta experiencia y domi-
nado aún por él arrobo, la miró a los ojos, en
cuyas pupilas escrito estaba:

¡Bebamos nuevamente! No olvidemos que


el tiempo
huye y cede a medida que se avanza en la vida.
Murió el ayer, incierto es el mañana. Solo
ha de importar el hoy si se muestra agradable.

Y entonces la brasa del deseo se irguió de nuevo


con el glande al rojo vivo e inflamó una vez más
el gineceo. La corola se hizo llama y consumió la
pasión expiatoria, hasta que el llanto y la aflicción
se esparcieron en fugaces pavesas, dejando solo
su sombra en la ceniza derramada. La satisfacción
estampó en el rostro de los amantes su sello in-
confundible y ambos, con los cuerpos trémulos
por la actividad tectónica, vertieron sus miembros
aún incandescentes en la plenitud del gozo.

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Antes de partir
Tras esto, el sueño su poder fue ejerciendo en
él lánguidamente, hasta franquear las puertas
de marfil, dónde los oniros lo recibieron. Se vio
entonces andar un nuevo camino, bajo el sol en
la casa del carnero y un rostro ignoto, parté-
nico, se presentó ante él. Sin resistirse se dejó
conducir hasta las riveras del Nevá. Los astros
en el firmamento pintaron una fecha: 28 del
tercer mes, que él recordó importante y ataba
su meñique al de ella, victoriosa, felina, con la
piel de leopardo vistiendo su muslo.
Una vida se extendió aquella noche y su
transcurso no fue solitaria. En ella las grandes
paradojas giraron en un eterno vaivén claro os-
curo. Fue dichoso en compañía de aquella mujer
de sonrisa edénica y mirada de cervatillo. En su
pecho el corazón se volvió cubil de un amor vi-
goroso. Incluso concibieron un par de cachorros
entintados. Escuchó entonces cantar tres veces
al gallo y supo que era momento de volver. Todo
pudo haber ocurrido de esta forma, ahora la
comprendía; mas la voluntad del león, conquis-
tador de su libertad, apenas hoy su voz enérgica
había dado su sentencia redentora: «Todo fue.
¡Pero así yo lo quise!, ¡y así yo lo querré!».
Muy temprano, al día siguiente, al momento
en que Alfredo despertó, quedó nuevamente
sorprendido. La habitación se encontraba llena
de floreros con camelias adornándola. Ella se
encontraba recostada en el sofá, exhibiendo la
sensualidad de su desnudes femínea y con el
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Antes de partir
volumen de Aurelia en las manos. Él se acercó
y la observó lleno de una gran satisfacción. El
ambiente era mucho más ameno y cálido con su
presencia.
—Te perdiste de un amanecer hermoso —
dijo su acompañante—. Todas las alboradas
son bellas. La aurora es el inicio de tantas vidas.
Estamos en continuo despertar. Ven, siéntate
conmigo.
Alfredo la miró con onda ternura y la obe-
deció como antes lo había hecho y como lo haría
siempre. Con el ánimo dócil y calmo la tomó en
sus brazos y se dispuso a escucharla proseguir
con la lectura:
«La alegría que este sueño infundió en mi
espíritu me proporcionó un despertar delicioso.
El día empezaba a apuntar y queriendo tener
el signo material de la aparición que tanto me
había consolado, escribí en la pared estas pala-
bras: “Me has visitado esta noche…”».
Esto fue lo último que escuchó. El silencio se
hizo patente. Ella cerró sus ojos y lo acompañó en
su viaje, fue su guía al trasponer el portal. Como
lo había aseverado, no existían entre ambos fron-
teras. Partió de ella para volver a su regazó. Cuna
y tumba aún mismo tiempo.

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Lemnos Drawing es un proyecto y marca personal
bajo el cual se edita y publica el trabajo creativo y
académico realizado por Juan Manuel Pérez Gar-
cía, escritor, editor y docente, con estudios en Len-
gua y Literaturas Hispánicas, en la Universidad Na-
cional Autónoma de México. Si deseas conocer más
sobre su labor literaria y leer diversas publicaciones
de su autoría, como son microcuentos, cuentos bre-
ves, cuentos, poesías, ensayos y crónicas, accede al
siguiente enlace:

https://lemnosdrawing.blogspot.com
LD
Antes de partir, de Juan Manuel Pérez García, se
terminó el mes de diciembre de 2016 en los es-
tudios de Lemnos Drawing. Primera edición. Su
composición se realizó en tipo Georgia en 12:00,
14:00 y 16:00 puntos. La edición es exclusiva-
mente digital.

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