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Adela Ferreto
El Viejito abrió su alforja y fue sacando un pan redondo y blanco, una gruesa y rosada
salchicha y un hermoso melón perfumado.
––¡Qué extraño! –exclamó–. ¡Si sólo eran tres piedritas!
––Milagros verás, milagros verás –cantó Martín Pajarito–. Dame el melón, guarda lo
demás.
Cogió el melón en una pata, le dio un picotazo, y sacó una semilla que arrojó lejos, más allá
de la orilla del camino. De la semilla nació un árbol muy lindo, una higuera, que creció, creció y
se llenó de higos maduros y dulces como la miel.
El pajarito dio un nuevo picotazo al melón, sacó otra semilla, la lanzó cerca de la higuera y,
en seguida, apareció una casita.
––Vamos –dijo Misingo Gato–, ésta es tu casa, ¿entramos?
El Viejito estaba como alelado, no creía lo que veía, ni entendía nada, pero dijo:
––Entremos, ¡la casita es de todos!
––Antes de entrar, guarda el melón en la alforja con los otros regalos –dijo Martín
Pajarito–. Yo me quedaré en la higuera; y, ¡que la pasen bien!, cuic... truic...
Los otros saludaron al pajarito y le desearon las buenas noches, luego entraron en la casita.
La casita era pequeñina, casi chirrisca. Tenía cuarto y cocina, todo lindo, limpio y
ordenado.
Rabito Conejo y Misingo Gato encendieron el fuego, prendieron la lámpara, pusieron la
mesa. Sirvieron pan tibio con salchicha ahumada y una tajadita de melón. Al Viejito, aunque
protestó, no lo dejaron hacer nada, porque, según dijeron los animales, estaba muy cansado de
tanto rodar tierras.
Cada cual comió a su gusto: el Viejito, pan blanco; el gato, salchicha ahumada, y Rabito
Conejo, la tajada de melón.
––Rabito, anda a arreglar la cama –ordenó Misingo Gato.
––Pero si yo puedo hacerlo –reclamó el Viejito–, no estoy lisiado ni impedido.
––Claro que no, pero por ahora, ¡no harás nada! Acuéstate y descansa, que mañana será
otro día –volvió a ordenar el gato, que a saber por qué, se había erguido en dueño y señor de la
casa.
El Viejito obedeció porque, de veras, estaba muy cansado. Se metió en la cama y, al poco
rato, dormía como un santo.
Entre Misingo y Rabito arreglaron la cocina, volvieron a guardar los regalos en la alforja, la
que colgaron de un gancho muy alto, y se dispusieron también a dormir. Misingo Gato, cerca del
fogón, y Rabito, sobre un poco de musgo junto a la leñera.
Con el alba, los despertó un canto: Martín Pajarito hilvanaba gorgoritos en la rama más alta
del palo de higo.
El Viejito abrió la ventana y saludó:
––Buenos días, Martín Pajarito. ¿Dormiste bien?
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Cúmplase.
El Rey.”
––Todo ha sido por la tala de árboles. Debemos resembrar los bosques para que el agua
vuelva.
––Lo sé, pero mientras crecen los bosques de nuevo y vuelve el agua, todos pereceremos,
incluso los mismos árboles...
––No será así, Majestad... Todo se hará más pronto de lo que imaginas. Que me acompañe
el Primer Ministro al lecho seco del río y a la fuente que dejó de manar.
Como el Viejito lo pidió, así se hizo. En poco rato llegaron a la fuente y al lecho seco del
río, él y sus tres amigos, el Primer Ministro y su séquito, y mucha gente del pueblo, curiosa e
interesada.
El Viejito sacó de su alforja el melón perfumado, Martín Pajarito lo partió en dos, cogió
una mitad y le devolvió la otra a su amigo para que la guardara; luego empezó a lanzar semillas
en todas direcciones, sobre ambas riberas del río seco, en derredor de la fuente que había dejado
de manar y más allá, y más allá. En seguida, la tierra se esponjó y empezaron a brotar y a crecer
y a crecer árboles de todas clases. Pronto se formó un bosque denso y lleno de frescor, y empezó
a oírse un murmullo, un suave rumor como de música que venía de muy dentro de la tierra... Era
el agua que, surgiendo de la fuente, comenzó a henchir arroyos, a correr a raudales por el ancho
río... La gente reía y lloraba, aplaudía... y se volcó sobre las orillas del río para recoger agua en el
cuenco de las manos y saciar la sed.
El pajarito dijo:
––¡Aún falta!
Entonces voló como una flecha hacia una nube que se acercaba, batió sus alas y cantó
pidiendo agua. Ésta no se hizo esperar, la nubecita se volvió nubarrón y se deshizo en un
chubasco sobre la agostada tierra, mojando a todo el mundo. Porque, cuando llueve, todos se
mojan, ¡hasta los Primeros Ministros!
La gente, loca de alegría, alzó en hombros al Viejito, para llevarlo en desfile triunfal hasta
el Palacio del Rey. Pero él no quiso llegar a la presencia del Monarca. Se despidió de todos
diciendo:
––¡Mañana será otro día!
Y partió rumbo a su casa, con sus animalitos.
Al día siguiente, muy de mañana, nuestro amigo y sus compañeros se presentaron en
Palacio. Otra vez, en la Plaza Mayor, las gentes se amotinaban gritando y clamando, pues
aunque habían saciado su sed, tenían hambre; los niños lloraban, los ancianos se doblegaban, los
hombres y las mujeres parecían exhaustas, en el límite de sus fuerzas... Sin embargo, se
apartaron para dejar paso al Viejito y a sus amigos, porque todo lo esperaban de ellos.
El Rey los recibió sentado en su trono.
––Te agradezco, Viejito, lo que ayer hiciste, ¡fue un milagro! Pero la gente sigue
desesperada, tiene hambre, ¡sólo con agua no se puede vivir!
––No, Majestad, hay que darles de comer.
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Entonces, Martín Pajarito cogió la otra mitad del melón y se puso a lanzar y lanzar semillas
sobre el pasto reverdecido. Los potreros se llenaron de vacas y terneros, de bueyes maisoles y de
toros, de caballos de todas las pintas: melados, overos, retintos, blancos y negros.
La gente se reía, lloraba, se arrodillaba dando gracias. Los niños aplaudían y bailaban de
alegría; Martín Pajarito y mil pájaros más cantaban hasta ensordecer. El Viejito, de rodillas,
alababa el poder de Dios.
El Primer Ministro y su cortejo, y todo el pueblo, quisieron volver a Palacio con el Viejito y
sus amigos, pero él dijo:
––Ahora nos iremos a casa. Mañana volveremos; mañana será otro día.
Al día siguiente, como las alforjas milagreras habían quedado vacías, sin los regalos, nada
amaneció en ellas. Por esto, Martín Pajarito vino con una cestita llena de higos maduros y, con
eso, desayunaron.
Temprano estaban en Palacio.
––Y ahora, ¿qué haré? –preguntó el Viejito. ––Hay agua en los ríos y la gente trabaja
alegre en los campos...
––Recuerda que la Princesa Bella sigue muda –dijo Rabito Conejo.
––Sí, pero yo ¿qué puedo hacer?
––Ya lo verás...
El Rey recibió muy contento al Viejito y, después de agradecerle todo lo que había hecho
por él y por su pueblo, le dijo:
––Te llevaré ante mi hija. ¡Ven!
En una gran sala, sentada en su silla de oro y marfil, estaba Bella, la Princesa. Decir que
era bella es poco, porque era la más linda princesa del mundo. Al ver entrar al Viejito con su
alforja al hombro y con sus tres amigos, lanzó un grito estridente que debe haberse oído a muchas
cuadras a la redonda; luego se cubrió los ojos con ambas manos y exclamó como espantada:
––¡Es el mismo, el mismo, no lo quiero ver...!
El Viejito se quedó sorprendido, porque él jamás la había visto antes.
––¿Cómo es eso? –dijo el Rey. ––Míralo bien, porque no lo puedes haber visto antes,
míralo, ¡que es tu salvador y el mío! ¡El salvador de nuestro pueblo!
––No lo quiero ver porque lo vi en mis sueños: tres veces soñé con él, oyendo una voz que
me decía: «Éste será tu esposo». Por eso enmudecí. Padre, no me quiero casar con un viejo, no
me obligues...
El Viejito inclinó ante ella su cabeza blanca:
––¡No te reclamo como esposa –dijo–, ya es un premio haberte contemplado!
––¡Pero yo le prometí su mano, yo, el Rey! Su mano y la mitad de mi Reino. Descúbrete
los ojos, hija, míralo un momento...
––No quiero vuestro Reino ni la mano de Bella sin su amor. Quedáis desligado de vuestra
promesa, oh Rey.
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Bella descubrió sus ojos y miró al Viejito. Le pareció que nunca había visto un rostro más
humano y hermoso; bajo los cabellos blancos el rostro resplandecía.
«Veo su alma», pensó Bella, y luego dijo:
––Consultaré con mi almohada esta noche; vuelve mañana, entonces tendrás mi respuesta.
El Viejito y sus amigos se retiraron.
––Volveremos, ¡mañana será otro día!
A la mañana siguiente, Martín Pajarito cantó muy temprano. Todos se levantaron. El
Viejito se bañó en las aguas claras y limpias del yurro, vistió su viejo traje que olía a hierbas del
campo porque Misingo Gato lo había lavado en la nochecita y tendido a secar sobre el pasto, y en
la mañana, lo estiró con sus manitas de lana y plancha que plancha, lo dejó como nuevo. Rabito
Conejo trajo el bastón y Martín Pajarito, la alforja llena de higos de miel. Se pusieron en marcha
y pronto llegaron a las puertas del Palacio.
Entraron. El Rey y Bella, la Princesa, los recibieron en la gran sala: el Rey estaba sentado
en su trono y Bella, en su silla de oro y marfil.
––Bienvenidos –dijo el Rey.
––Bienvenidos –repitió Bella y, envolviendo al Viejito en una mirada de amor y de ternura,
dijo de nuevo:
––Bienvenido tú, ¡mi Príncipe Viejito! Quiero pedirte perdón por mi extraño y odioso
comportamiento. Ahora comprendo que mi sueño fue una bendición. Quiero ser tu esposa
porque en ti veo al mejor de los hombres, porque nadie, sino tú, merece todo mi amor.
Apenas la princesa había terminado de decir estas palabras, cuando la sala se iluminó como
si el sol mismo hubiera penetrado en ella; ante un altar resplandeciente, el Niño Bendito, el Niño
que el Viejito había encontrado en su camino, sonreía en su Divina Gracia; en vez de Martín
Pajarito apareció un blanco arcángel de alas de oro, y, en lugar de Misingo Gato y de Rabito
Conejo, los fieles servidores, había dos angelitos pequeños que, arrodillados, besaban la orla de la
túnica blanca del Niño. El Viejito se había transformado en un joven y gallardo príncipe, vestido
de seda y terciopelo; su bastón era ahora un cetro de oro, pero conservaba sus cabellos blancos
como rayos de luna y su vieja alforja milagrera.
Con garbo y dignidad, el Príncipe Viejito se acercó a Bella, la Princesa. Juntos bajaron las
gradas del trono y, acompañados del Rey y del arcángel, se acercaron al altar.
En ese instante, las puertas de la gran sala se abrieron de par en par y el pueblo entró
cantando loas y aleluyas jubiloso. Allí cupieron todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos.
El Niño Bendito echó su bendición a la pareja, el arcángel los cubrió con sus alas de oro,
mientras ellos, cogidos de la mano, intercambiaban palabras de amor.
Después desaparecieron el altar resplandeciente y el Niño Bendito. En cambio apareció, en
la gran sala, la mesa de los banquetes; había vino en copas de cristal y el Príncipe y sus
compañeros sacaron los higos de la vieja alforja y los fueron sirviendo a cada uno de los
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convidados. Alcanzaron para todos y todos estuvieron de acuerdo en que nunca habían
saboreado un manjar tan exquisito.
Al terminar el banquete, el Príncipe Viejito se levantó para ofrecerle a Bella, su esposa, la
vieja alforja como regalo de bodas.
Ella la abrió y encontró dentro tres piedritas, una blanca, una roja y una verde. Las tomó en
sus manos y, en el momento en que pronunciaba cálidas palabras de agradecimiento, se oyó en lo
alto el canto de Martín Pajarito:
––Esas piedritas son los generosos dones del amor y la piedad... ¡Con ellos nada faltará en
tu Reino, nada faltará a tu pueblo! ¡Que seáis muy dichosos...!
¡Muy dichosos! pareció repetir el eco. Y cuando todos se dieron cuenta, los tres amigos
habían desaparecido tras una nube bordeada de oro.
Naturalmente, Bella y el Príncipe Viejito reinaron muchos años y, como fueron muy
buenos, hicieron feliz a su pueblo y fueron felices.