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Amy Hempel

“La cosecha”
(1990)

El año en que comencé a decir cigarrillo en vez de cigarro, un hombre que apenas
conocía casi me mata por accidente.
El hombre no estaba herido cuando el otro auto impactó con el nuestro. El hombre
que había conocido por una semana me llevó en brazos por la calle de una manera
que implicaba que no podía ver mis piernas. Recuerdo haber sabido que no debía
ver, y sabiendo que me habría encantado ver si no fuera porque no podía.
Mi sangre estaba sobre la ropa de este hombre.
Dijo, “estarás bien, pero este suéter está arruinado”.
Grité por miedo al dolor. Pero yo no sentía dolor alguno. En el hospital, después de
inyecciones, sabía que había dolor en el cuarto – sólo que no sabía de quién era.
Lo que le pasó a una de mis piernas requirió cuatrocientos puntos, los cuales,
cuando me tocó contar la historia, se volvieron quinientos puntos, porque nada es
tan malo como podría ser.
Los cinco días en que no sabían si podrían salvar mi pierna o no aumenté dos tallas.
El abogado fue el que usó la palabra. Pero no llegaré a eso hasta un par de párrafos
más.
Estábamos teniendo esa conversación sobre las apariencias – cuán importantes
son. Cruciales es lo que yo dije. Pienso que las apariencias son cruciales.
Pero este tipo era un abogado. Se sentó en una silla de vinilo acuoso cerca de mi
cama. A lo que se refería con apariencias fue cuánto de mi pérdida de ellas valía en
una corte.
Pude discernir que al abogado le gustaba decir corte. Me dijo que había tomado tres
veces la prueba final antes de graduarse. Dijo que sus amigos le habían dado
tarjetas de negocio con un bonito relieve, pero estas adorables tarjetas se suponía
que dirían Abogado-afiliado, cuando en realidad decían Abogado-al-fin.
El ya había cubierto la pérdida de nuestros capitales.
“Hay otra cosa” dijo. “Tenemos que hablar de matrimonialidad”.
La tendencia era decir ¿matrimo-qué?, aunque ya sabía qué significaba al primer
momento de escucharlo.
Yo tenía dieciocho años. Dije, “primero, ¿por qué no hablamos de citalidad?”
El hombre de una semana ya se había ido, el accidente lo llevó de vuelta a su
esposa.
“¿Piensas que las apariencias son importantes?”, le pregunté al hombre antes de
que se fuera.
“No al principio” dijo.
En mi barrio hay un tipo que era un maestro de química hasta que una explosión se
llevó su cara y dejó lo que había detrás. El resto de él se viste impecablemente de
trajes negros y zapatos lustrados. Lleva un maletín al campus universitario. Qué
acogedora – su familia, dijo la gente – hasta que la esposa se llevó a los niños y se
mudó de la casa.
En el solarium, una mujer me enseñó una foto. Dijo, “así es como mi hijo solía
verse”.
Pasé mis tardes en Diálisis. Les daba igual cuando una silla reclinable estaba libre.
Tenían televisores pantalla ancha de color, mejores que los que hay en
Rehabilitación. Los miércoles por la noche veíamos un show donde mujeres en
ropas caras aparecían en espléndidos sets y prometían arruinarse las unas a las
otras.
A uno de mis lados había un hombre que sólo hablaba en números telefónicos. Le
preguntarías como se siente y el diría “924-3130”. O diría “757-1366”. Tratamos de
adivinar que era lo que significaban estos números, pero nadie lo daría por seguro.
Hubo a veces, al otro lado, un niño de 12 años. Sus pestañas estaban gruesas y
oscurecidas por medicación de presión arterial. Él era el siguiente en la lista de
trasplantes, tan pronto como – la palabra que usaban era cosecha – tan pronto
como el riñón fuera cosechado.
La madre del niño rezaba por conductores ebrios.
Yo rezaba por hombres que no fueran discriminadores.
¿No somos todos, pensaba, la cosecha de alguien?
La hora terminaría, y una enfermera de piso me llevaría en ruedas hasta mi cuarto.
Ella diría, “¿por qué ver esa basura? ¿Por qué no mejor me preguntan cómo estuvo
mi día?”.
Pasé quince minutos antes de irme a la cama apretando horquillas de goma. Uno de
los medicamentos estaba haciendo que mis dedos se endureciesen. El doctor dijo
que me lo daría hasta que no pudiera abotonarme la blusa – un modo de expresarse
con alguien en un vestido largo de algodón.
El abogado dijo, “trabajo de caridad”.
Se abrió la camisa y me mostró donde una acupunturista le había aplicado jarabe
de cola, enterrado cuatro agujas y dicho que la verdadera cura era el trabajo de
caridad.
Dije, “¿Cura para qué?”.
El abogado dijo, “Inmaterial”.
Tan pronto como supe que estaría bien, me sentí segura de que estaba muerta y no
lo sabía. Me movía a través del tiempo como una cabeza cortada que termina una
oración. Esperaba el momento que me despertara de mi vida aparente. El accidente
ocurrió al atardecer, así que en ese momento era cuando más me sentía así. El
hombre que conocí la semana pasada me llevaba a cenar cuando sucedió. El lugar
fue en la playa, una playa en una bahía en la que puedes mirar las luces de la
ciudad, un lugar donde puedes observarlo todo sin tener que ponerle atención.
Un buen tiempo después fui finalmente a esa playa. Yo conduje el auto. Era el
primer buen día de playa; vestí pantalones cortos.
Al borde de la arena me desaté las vendas elásticas y vadeé hacia la espuma. Un
chico en un traje mojado miró mi pierna. Me preguntó si un tiburón lo había hecho;
había vistazos de grandes blancos por esa parte de la costa.
Le dije que sí, que un tiburón lo había hecho.
“¿Y vas a volver a entrar?” preguntó el chico.
Yo dije “Y voy a volver a entrar”.
Dejo mucho afuera cuando digo la verdad. Lo mismo pasa cuando escribo una
historia. Voy a empezar ahora a contarte qué es lo que he dejado fuera de “La
Cosecha” y quizás empiece a preguntarme porque tuve que dejarlo fuera.
No hubo otro auto. Sólo hubo un auto, el que me impactó estando en la parte de
atrás de la motocicleta del hombre. Pero piensa en las incómodas sílabas cuando
dices motocicleta.
El conductor del auto era un periodista. Trabajaba para un periódico local. Era
joven, un graduado reciente, e iba en camino a una reunión para cubrir una
protesta. Cuando digo que en ese entonces yo era una estudiante de periodismo, es
algo que podrías no haber aceptado en “La Cosecha”.
En los años que siguieron, esperé por el nombre del reportero. Él rompió con la
historia del templo en People que resultó en el viaje de Jim Jones a Guyana. Luego,
cubrió a Jonestown. En el cuarto ciudadano del San Francisco Chronicle, mientras el
número de víctimas mortales ascendía a novecientos, los números fueron
posteados como donaciones en una noche de promesas. En algún lugar de los
cientos, un letrero fue pegado a la puerta que decía JUAN CORONA, CHÚPATE ESA.
En la sala de emergencias, lo que le ocurrió a mi pierna no requirió cuatrocientos
puntos sino un poco más de trescientos. Exageré incluso antes de empezar a
exagerar, porque es cierto – nada es nunca tan malo como podría serlo.
Mi abogado no era ningún afiliado. Era uno de los socios en una de las firmas más
viejas de la ciudad. Él nunca se habría abierto la camisa para revelar el sitio de la
acupuntura, que es algo que él nunca habría tenido.
Matrimonialidad era el título original de “La Cosecha”.
El daño hecho a mi pierna fue considerado cosmético aunque aún, después de
quince años, me cuesta arrodillarme. En un arreglo fuera de corte antes del juicio,
me dieron cien mil dólares. El seguro del auto del reportero subió doce dólares por
mes.
Se había sugerido que me frotara la pierna con hielo, para resaltar las cicatrices,
antes de que me subiera la falda tres años después para la corte. Pero no había
hielo en los cuartos del juzgado, así que no tuve oportunidad de pasar o fallar esa
prueba de ética.
El hombre de una semana, a quien pertenecía la motocicleta, no era un hombre
casado. Pero cuando pensaste que tenía una esposa, ¿no era yo responsable de lo
que sucedía? ¿Y no se me venía encima?
Después del accidente, el hombre se casó. La chica con la que se casó era una
modelo de pasarela. (“¿Piensas que las apariencias son importantes? Le pregunté al
hombre antes de que se fuera. “No en un principio”, dijo).
Aparte de ser una belleza, la chica valía millones de dólares. ¿Habrías aceptado esto
en “La Cosecha” – que la modelo fuera también una heredera?
Es cierto que íbamos camino a comer cuando ocurrió. Pero el lugar donde podías
observarlo todo sin tener que prestarle atención no era una playa en una bahía; fue
en la cima del Monte Tamalpais. Teníamos la cena con nosotros al aproximarnos por
el ondulante camino montañoso. Esta es la versión que tiene cabida para una ironía
perfecta, así que no te incomodes cuando diga que por los próximos meses, desde
mi cama de hospital, tuve una espectacular vista de la mismísima montaña.
Habría escrito la siguiente parte en el cuento si alguien la hubiera creído. ¿Pero
quién lo habría hecho? Yo estuve ahí y no lo creí.
En el día de mi tercera operación, hubo un intento de escape en el Centro de
Ajustamiento de Seguridad Máxima, adyacente a la Sentencia Perpetua, en la
prisión de San Quentin. “Hermano Soledad” George Jackson, un hombre negro de
veintinueve años, sacó una pistola calibre .38, gritó “¡Hasta aquí!” y abrió fuego.
Jackson fue asesinado; también lo fueron tres guardias y dos “otorgadores de
escalón social”, presos que les llevan a otros prisioneros sus comidas.
Otros tres guardias fueron apuñalados en el cuello. La prisión está a un paseo de
cinco minutos en auto del hospital Marin General, así que ahí es donde los guardias
heridos fueron llevados. La gente que los llevó eran tres tipos de policías,
incluyendo Patrulleros de Carretera de California y Sheriffs del Condado de Marin,
altamente armados.
Habían policías en el techo del hospital con rifles; estaban en los pasillos, invitando
a pacientes y visitantes a volver a sus cuartos.
Cuando fui llevada en silla de ruedas hacia fuera de Recuperación más tarde ese
día, vendada de la cintura a los tobillos, tres oficiales y un sheriff armado me
registraron.
En las noticias esa noche, hubo un seguimiento del disturbio. Mostraron a mi
cirujano hablándole a reporteros, indicando, con un dedo en la garganta, cómo
había salvado a un guardia cosiendo de oreja a oreja.
Esto lo vi en televisión, y porque era mi doctor, y porque los pacientes de hospitales
son ensimismados, y porque estaba dopada, pensaba que el cirujano estaba
hablando de mí. Pensé que estaba diciendo, “Bueno, está muerta. Se lo estoy
anunciando a ella en su cama”.
El psiquiatra que vi por derivación del cirujano dijo que el sentimiento era bastante
común. Ella dijo que las víctimas de traumas que aún no han asimilado el trauma
creen que están muertas y que no lo saben.
Los grandes tiburones blancos en las aguas cerca de mi casa atacan de una a siete
personas al año. Su principal víctima es el buzo de abalón. Con los bistecs de
abalón en treinta y cinco dólares el kilo y subiendo, el Departamento de Pesca y
Juego espera que los tiburones no muestren ni un rastro de disminución.

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