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El paciente llega a consulta y dice “vengo porque mi mamá quiere que venga”.
El dice y muestra no tener interés en comenzar un análisis. Tiene 16 años. En
la entrevista con la madre, ella se muestra y dice estar muy apurada, el tiempo
corre y quiere ver que su hijo sea como antes. Dice: “ya no somos amigos
como antes, esta agresivo, no respeta al padre, no tiene ideales ni sabe lo que
quiere hacer de su vida. Estoy apurada porque no vamos a vivir a Brasil en un
año y el ya tiene que saber qué quiere, no muestra interés por nada, nos echa
la culpa de todo lo malo que le pasa”.
La autora Paula Sibilia nos da un dato muy interesante. Ella menciona que los
principales emblemas de la revolución industrial no son ni la locomotora ni las
máquinas a vapor, sino una máquina más cotidiana, el reloj. La autora explica
cómo esta máquina tan habitual, regula la sincronización de los horarios y los
cuerpos de los hombres ubicándolos al servicio del capitalismo.
…Es muy curioso y supone una incoherencia realmente extraña que se diga: el
hombre tiene un cuerpo. Para nosotros esto guarda sentido, incluso es
probable que siempre lo haya hecho, pero también lo es que guarda más
sentido para nosotros que para cualquiera, porque, con Hegel y sin saberlo, en
la medida en que todo el mundo es hegeliano sin saberlo, hemos llevado
sumamente lejos la identificación del hombre con su saber, que es un saber
acumulado. Es absolutamente extraño estar localizado en un cuerpo, y a esta
extrañeza no sería posible minimizarla, a pesar de que nos lo pasamos
jactándonos de haber reinventado la unidad humana, ésa que el idiota de
Descartes había recortado. Es absolutamente inútil lanzar grandes
declaraciones sobre el retorno a la unidad del ser humano, al alma como forma
del cuerpo, con gran cantidad de tomismo y aristotelismo. La división está
hecha sin remedio. Y por eso los s médicos de hoy en día no son los médicos
de siempre, salvo aquellos que se lo pasan figurándose que hay
temperamentos, constituciones y cosas por el estilo. Frente al cuerpo, el
médico tiene la actitud del señor que desmonta una máquina. Por más que se
hagan declaraciones de principio, esta actitud es radical. De ella arrancó
Freud, y ése era su ideal: hacer anatomía patológica, fisiología anatómica,
descubrir para qué sirve ese complicado aparatito que está ahí, encarnado en
el sistema nervioso.
Esta perspectiva, que descompone la unidad del viviente, tiene por cierto algo
de perturbador, de escandaloso, y toda una dirección de pensamiento trata de
ponerse en contra: estoy pensando en el guestaltismo y otras elaboraciones
teóricas de buena voluntad, que querrían retornar a la benevolencia de la
naturaleza y a la armonía preestablecida. Desde luego, nada prueba que el
cuerpo sea una máquina, e incluso es perfectamente posible que no haya nada
de eso. Pero ahí no está el problema. Lo importante es que la cuestión se haya
abordado de esta forma. Lo nombré hace un momento: el se en cuestión es
Descartes. El no estaba completamente solo, porque hicieron falta muchas
cosas para que pudiera comenzar a pensar el cuerpo como una máquina. En
particular, hizo falta que hubiese una que no sólo marchara sola, sino que
pudiera encarnar, de un modo estremecedor, algo enteramente humano.
Por cierto, en el momento en que esto sucedía, nadie se daba cuenta. Pero
ahora disponemos de alguna mínima perspectiva. El fenómeno tiene lugar
bastante antes de Hegel. Hegel, que sólo tuvo muy poca parte en todo esto, es
quizás el último representante de una cierta antropología clásica, pero al fin y
al cabo, en comparación con Descartes, está casi a la zaga.
La máquina de la que estoy hablando es el reloj. En nuestra época es raro que
un hombre se maraville mucho de lo que es un reloj. Louis Aragon habla de él
en Le paysan de París, en términos como sólo un poeta puede encontrar para
saludar una cosa en su carácter de milagro, esa cosa que, dice, persigue una
hipótesis humana, esté ahí el hombre o no esté.
Había pues, unos relojes. Todavía no eran muy milagrosos, ya que después del
Discurso del método tuvo que pasar mucho tiempo para que hubiese uno
verdadero, uno bueno, con péndulo, el de Huyghens: aludí a esto en un texto
mío. Ya se disponía de algunos que funcionaban a pesas, y que, año bueno,
ano malo, con todo encarnaban la medida del tiempo. Fue preciso sin duda
haber recorrido un cierto espacio en la historia para darnos cuenta hasta qué
punto es esencial para nuestro ser-ahí, como se dice, saber el tiempo. Por más
que se diga que este tiempo no es quizás el verdadero, se va cumpliendo ahí,
en el reloj, que lo hace solo, como una persona mayor.
El hombre al servicio del reloj, el reloj como Amo, forma parte del lenguaje.
Lenguaje por el que somos tomados desde que nacemos.
Como analistas, ¿cómo hacemos para sostener la práctica del análisis, para
sostener un espacio donde el discurso fluya, una práctica que no esté al
servicio del discurso del Amo, y donde el deseo se pueda desplegar sin
restricciones?
Adriana Canteros
Bibliografía consultada: