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Una propuesta radical: los homosexuales

también son ciudadanos (se dice que hay


quienes inclusive tienen credencial del IFE)

Por Ignacio Madrazo Piña

1. Gavilán o Paloma

Desde Darwin hasta Marx, desde Freud hasta el papa Benedicto XVI, todos comparten
una premisa básica: lo que nos hace seres humanos es nuestro cuerpo. Este cuerpo
trabaja, piensa, nos separa de otros primates y, claro está, este cuerpo desea. Es un
cuerpo compuesto de músculos, nervios, venas, tendones, grasa y agua que, de alguna
forma, se convierte en un individuo capaz de sentir, conmoverse, alienarse, indignarse y,
eventualmente, intentar transformar su contexto. Somos cuerpo, y el cuerpo es
potencialidad ante todo.

Hagamos ahora un paréntesis temporal: si algo aprendimos desde la Pax Romana,


pasando por Maquiavelo, y después por el estudio de las instituciones burocráticas por
parte de Max Weber, es que para que un Estado funcione requiere crear sistemas de
dominación y control. Cito a Maquiavelo: “Uno puede decir algo en general de los
hombres: son ingratos, desleales, poco sinceros, engañosos, miedosos del peligro, y
ávidos de ganancias… El amor es un lazo de obligación que estas criaturas miserables
rompen cuando mejor les conviene; pero el miedo los mantiene atados por un temor al
castigo que nunca se desvanece.”

Cito ahora a Weber, más de 400 años después: “En última instancia sólo se puede definir
al Estado moderno, sociológicamente, partiendo de su medio específico: la violencia
física. Todo estado se basa en la fuerza. En nuestra época, precisamente, el Estado tiene
una estrecha relación con la violencia. Las diversas instituciones del pasado –empezando
por la familia– consideraban la violencia como un medio absolutamente normal. Hoy, en
cambio, deberíamos formularlo así: el Estado es aquella comunidad humana que ejerce
(con éxito) el monopolio de la violencia física legítima dentro de un determinado territorio”.

En ese sentido, convertir los derechos humanos de un sector de un problema de


encuestas a un problema de democracia es en sí un acto de violencia.

Entonces, ¿cómo debemos imaginar el desarrollo del cuerpo humano y su capacidad de


desear dentro de un contexto institucional y social que está preponderantemente
dominado por la noción del control y la represión?

Es así como el cuerpo, como potencialidad, comienza su proceso de desarrollo libre, para
prontamente encontrarse con una serie de limitaciones que van ajustándolo a las
condiciones necesarias para ser útil al Estado de derecho. Se nos uniforma, se nos
enseña a movernos de la forma correcta, a hablar apropiadamente, a vestirnos según los
cánones aceptados y, primordialmente, se nos enseña a desear correctamente. Y el que
no se adapte a las condiciones será reprimido.
En la sociedad contemporánea esta violencia toma formas distintas. En el caso de
aquellos que se atreven a infringir las normas sociales del deseo y del correcto uso del
cuerpo para funciones de placer, el castigo es la patologización. Estas personas son
inmediatamente marcadas como anormales y, más aún, como enfermas. No sorprende
que inclusive existan quienes argumentan que, con el tratamiento adecuado, estas
víctimas de su propio deseo son curables.

Quiero enfatizar lo anterior puesto que es justamente en este espacio el campo de batalla
más interesante hoy día. Mientras aquellos sectores que buscan patologizar a la
comunidad homosexual utilizan justamente esta rectificación del deseo como una especie
de arma para atacarlos, declarándolos víctimas de sus propios deseos, en este caso re-
nombrados como perversiones (“pobres: su hijo/hija les salió gay”), para los pensadores
más interesantes de la llamada “queer theory”, es está separación justamente la que los
libera.

Es decir, iniciando por Foucault y pasando por pensadores como Judith Butler, Luce
Irigaray, Julia Kristeva, etc., justamente el reconocimiento de que el cuerpo y el deseo no
están intrínsecamente ligados es un acto de liberación. Existe una continuidad sexo-
género-deseo que parece natural, pero que de hecho es una construcción de las mismas
disciplinas del poder. El romper estas ligas y redescubrir que el acto sexual, las funciones
de género, y las operaciones del deseo no están naturalmente ligadas abre el espacio
para una infinidad de nuevas identidades más allá del reduccionismo heterosexual/normal
vs. homosexual/anormal. De esta forma se multiplican las microidentidades, como son la
identidad gay, la identidad lésbica, la identidad bisexual, la identidad transexual, etc., y su
celebración es un acto contestatario. Es una forma de reclamar el control de nuestro
cuerpo al Estado y, por lo tanto, una forma de empoderamiento que va más allá del mero
deseo sexual: el amor como un verdadero acto de libertad.

Cito a Judith Butler: “no existe una identidad de género detrás de las expresiones de
género… la identidad se constituye de forma performativa por las mismas ‘expresiones’
que se piensa son sus resultados. En otras palabras, el género es un acto, ‘un
performance’; es lo que uno hace en un momento particular y no una expresión universal
y trascendental de quién es uno”.

En otras palabras, los géneros y las identidades sexuales son expresiones fluidas,
que cambian con el contexto. Son una forma de actuar y, me atrevo a decir, de
negociar con el mundo y, por supuesto, con el Estado.

2. ¿Dónde están los charros gays? o ¿por qué esas botas tan grandotas?

Esta liberación del cuerpo con una identidad inmutable da lugar a una cantidad de
reclamos de empoderamiento distintos, en la forma de micro-identidades. En algún
momento Marx reclamó que las únicas identidades reales eran las identidades de clase,
un binomio básico proletariado/burguesía. Hoy día reconocemos identidades étnicas,
genéricas, de clase, de diversas capacidades físicas, etc., más la inmensa combinación y
micro-fragmentación en que estas mismas pueden descomponerse. Esta fragmentación
da lugar a lo que se conoce como políticas de identidad, ya que se reconoce que cada
identidad es producto de un contexto y de una condición social distinta y, por lo tanto,
produce reclamos muy diversos, en ocasiones inclusive contradictorios, en grupos que
podrían parecer indistintos. Es así que una teórica como Helene Cixous, nacida en Argelia
y producto de un proceso colonialista, rechace lo que llama el feminismo de igualdad. O
más aún, que tal vez una de las voces más influyentes en la teoría post-colonial de finales
del siglo XX, Gayatri Spivak, se coloque a sí misma en una categoría aparte por ser no
solo mujer, sino hindú y lesbiana. En este sentido, la lucha homosexual en México no es
equiparable a la lucha gay que se da en los países desarrollados e inclusive debe
considerarse la diferencia entre la identidad homosexual en nuestro país a través de las
diferencias de clase.

Para evadir estas posibles trampas debemos recurrir justamente a los teóricos post-
coloniales como Edward Said, la misma Gayatri Spivak o Homi Bhabha. En su obra nos
dejan claro que el poder siempre buscará crear a un otro, a un objeto del poder (o del
deseo), para así lograr autodenominarse como sujeto del mismo. Al hacerlo, el poder
desata todas sus armas semióticas y simbólicas para convertir al otro en una expresión
negativa de su ideal de normalidad. En otras palabras, el poder crea al otro no para
definirlo, sino para autodefinirse tácitamente como lo contrario. Si el otro es fanático,
uno es racional; si el otro es primitivo, uno es civilizado; si el otro es exótico, uno es
automáticamente normal. Así se construye la legitimación de la opresión hoy en día.

En ese sentido imaginemos qué significa en una sociedad profundamente machista el ser
homosexual: el espejo negativo de nuestro adorado charro mexicano, del pilar que
soporta simbólica y éticamente nuestro sistema post-revolucionario y, actualmente, con el
agregado de una moral basada en la visión del cuerpo como fuente de un pecado al cual
hay que combatir a como dé lugar. Ahora hagamos el ejercicio de encontrar ese espejo
negativo. Encontramos que el homosexual es un verdadero peligro para nuestra sociedad,
para el Estado, para la moral y sus instituciones (como la familia): es débil, cobarde,
promiscuo...

¿Cuál es la trampa aquí? Que al reclamar sus identidades políticas, los sectores que
representan la diversidad sexual se abren a ser leídos como el otro ideal (en este sentido,
es inevitable pensar en el concepto de “familia ideal” que el Procurador General de la
República utiliza para cuestionar el derechos de los homosexuales al matrimonio y la
adopción). Si salen a la calle a reclamar que son distintos, serán tratados como tales, en
el peor sentido de la palabra. Es aquí cuando queda tenebrosamente claro lo real que es
el “clóset”.

¿Qué praxis política es posible ante esta situación? Para responder a esta pregunta,
nuevamente haré uso de un concepto desarrollado por Spivak: el esencialismo
estratégico. Citando a Spivak: “la política de identidad puede fracturar la polis civil y por lo
tanto complicar la posibilidad de crear un proceso de desmarginalización. El objetivo de
los movimientos de derechos civiles debe ser la integración de todos los grupos
marginados, en lugar de perpetuar la marginalización a través de la reafirmación de la
diferencia”. Para lograr esto, ella sugiere que, a pesar de entender teóricamente que sus
luchas e identidades son distintas, diversos grupos marginados se autoesencialicen; es
decir, acepten definiciones de otredad que saben falsas pero que los unen, para así
buscar alcanzar logros políticos específicos.

En este sentido, la aceptación de la identidad LGBT como una gran construcción


unificada, con fines políticos similares, es un logro estratégico importante y probablemente
responsable de muchos de los logros que esta comunidad ha alcanzado hasta ahora.
Pero me atrevo a sugerir que debemos de llevarla un paso más allá.

3. Silencio = Muerte

Tal vez uno de los parteaguas más importantes a nivel simbólico para el reconocimiento
de los derechos de los homosexuales fue la epidemia del SIDA, a principios de los 80s. A
pesar de que en un inicio ésta, naturalmente, sirvió para patologizar aún más las prácticas
homosexuales (e inclusive se utilizaba para equipararlos moralmente a los junkies), muy
pronto quedo claro que era una epidemia generalizada que afectaba a todas las personas
por igual.

De pronto, las acciones activistas de los grupos homosexuales, representadas por el


famoso triangulo rosado, comenzaban a resonar en una población mucho más amplia e,
inclusive, a tener un efecto en las practicas heterosexuales. Había ya un enemigo común
que ejercía violencia sobre nuestros cuerpos y contra el cual el Estado y las buenas
costumbres no podían hacer nada (el VIH no es una enfermedad que podamos combatir
estornudándonos en el brazo).

Este mismo activismo funcionó maravillosamente para sacar a la luz el hecho de que el
enemigo más grande no era solamente el VIH, sino el gran clóset que lo rodeaba y que
había provocado un silencio aterrador por demasiado tiempo. Si en un inicio se asoció a la
homosexualidad con el VIH, fue justamente por el silencio con que venían casi
obligatoriamente reglamentadas las prácticas, no sólo sexuales, sino de vida de la
población homosexual. Por tanto, el clóset tuvo que ser derrumbado.

Pero, al hacerlo, también se derrumbó el clóset de las prácticas sexuales y de vida de


todos los demás sectores sociales. Me atrevo a preguntarme qué tanto esta toma de voz
tan abrupta no fue también responsable de abrir las cloacas de otras prácticas, éstas sí
con víctimas claras, como las niñas y niños en la pedofilia, y con las que hoy día, por
primera vez, estamos teniendo que lidiar, empezando justamente con aquellos sectores
que se regodeaban de su moralidad y censuraban a la comunidad homosexual.

Curiosamente, una patología más allá del control del Estado fue la responsable de
generar un campo común no sólo entre los sectores microidentitarios, sino entre todos
aquellos que tenían prácticas sexuales de cualquier tipo. Al mismo tiempo, funcionó para
demostrar cómo el silencio es una de las armas más importantes para ejercer la represión
contra cualquier grupo marginal o subalterno, y como la voz, pero aquella voz del mismo
sector marginado –o de un portavoz paternalista que hable en su nombre– es un
instrumento que funciona para el efectivo empoderamiento.

4. Conclusión

Tomando en cuenta lo anterior, me atrevo a formular una propuesta radical: propongo que
reconozcamos, dentro de una visión de esencialismo estratégico, que todos los seres
humanos dentro de la sociedad mexicana somos iguales y tenemos exactamente los
mismos derechos. Digo todos. Ya sea un gobernador de Guanajuato, o una joven lesbiana
en el Distrito Federal, que todos tengamos el mismo potencial de acceder a los mismos
estándares de felicidad, signifique esto bailar como princesa en palacio o crear una familia
con hijos y la pareja que nos haga sentir plenos.

No se trata de ser iguales, pues afortunadamente no lo somos. Somos diversos y somos


plurales, y eso, en mi punto de vista, es infinitamente superior.

Como semiólogo quisiera agregar que si algo sabemos es que las palabras y los nombres
sí importan. Aquello que no tiene nombre, no existe. Un matrimonio bajo cualquier otro
nombre, no se trata de un matrimonio.

México, DF, a 28 de julio de 2010.

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