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El ser cristiano en la Iglesia Antigua

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

¿Qué sucede con el ser cristiano al cruzar el año 300 e iniciarse el siglo IV d.C.?

La situación externa no había cambiado gran cosa; los enemigos externos aún estaban en el
poder, y el ser cristiano implicaba todavía la posibilidad de ser llamado ante los tribunales a
abjurar de la fe o mantenerse firme a costa de lo que fuere. Si bien esta situación cambiaría
en pocos años, seguramente nadie preveía ese cambio cuando en los primeros años de dicho
siglo Diocleciano, cabeza de una tretarquía gobernante que procuraba estabilizar el
tambaleante imperio, lanzó la más feroz de todas las persecuciones, que llevaría a una
enorme tumba común a multitud de cristianos en todos los rincones del imperio.

La razón de esta persecución fue la negativa del cristianismo a entrar, junto al resto de las
religiones del imperio (excepto los judíos), en la sincretista fórmula religiosa representada
por el monoteísmo solar, novedad religiosa de Roma de fines del siglo III, con la que se
procuraba fortalecer el poder imperial. Como había sucedido previamente con Decio, quién
quiso llevar el espíritu religioso del imperio de regreso a los antiguos dioses de Roma, una
idea que parecía buena para la “seguridad nacional” choca de frente con una ideología
religiosa exclusivista. Desde sus principios, el cristianismo exigió adhesión total; durante
los primeros trescientos años, los cristianos tuvieron presentes las enseñanzas de Cristo y
los apóstoles.

El ser cristiano implica no ser pagano, no adorar a otro dios, no participar de otra religión,
creencia o práctica mística, y eso en un sentido absoluto; se puede considerar como ejemplo
las palabras de Justino Mártir y sus compañeros en el juicio ante una corte imperial, de la
que recibieron la sentencia de muerte: “Haced lo que queráis, nosotros, somos cristianos, y
no ofrecemos sacrificio a los ídolos”. (Vila S, Santamaría DA, “Justino”, artículo en la
Enciclopedia Ilustrada de Historia de la Iglesia. Editorial Clie, España, 1979; pág. 402-3).

Esta característica esencial de la profesión de fe cristiana, que se hizo tan patente en los
días del emperador Diocleciano, conserva una vigencia de importancia crucial en nuestros
días; la firmeza de aquellas personas se transparenta en las palabras del Dr. Samuel Vila:
“El martirio aparece como una manera suprema de dar testimonio de la fe cristiana aún a
costa de derramar la sangre como fidelidad a Cristo y su mensaje” (Vila S, Santamaría
DA, La sangre de los mártires es semilla de cristianos; Enciclopedia Ilustrada de Historia
de la Iglesia; pág. 33-6).

Aproximadamente diez años después saldría a la luz el Edicto de Milán del año 313, de los
augustos co-emperadores Constantino y Licinio; en este edicto el cristianismo recibe
reconocimiento legal: “… es conveniente que tu excelencia sepa que hemos decidido
anular completamente las disposiciones que te han sido enviadas anteriormente respecto
al nombre de los cristianos, ya que nos parecían hostiles y poco propias de nuestra
clemencia, y permitir de ahora en adelante a todos los que quieran observar la religión
cristiana, hacerlo libremente sin que esto les suponga ninguna clase de inquietud y

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molestia” (fragmento; Vila S, Santamaría DA, El salto de la Iglesia Primitiva al
establecimiento de la Iglesia Católica; pág. 51-8). Esto representó el fin de las
persecuciones romanas, y preparó el camino para una nueva etapa en la historia de la
iglesia; etapa que tendría hondas repercusiones en el cristianismo individual de quienes de
allí en más llevarían el nombre de cristianos.

Constantino, amigable para con los cristianos aún antes del año 313, derrotó a Licinio y
ocupó el trono como único emperador romano el año 323. Los cristianos gozaban de paz y
tranquilidad; nadie los molestaba desde fuera (afortunadamente, pues por dentro ardía ya la
controversia arriana sobre la divinidad de Cristo). El emperador fue inclinándose más a
favor de la iglesia cada día, y si bien no fue Constantino quién estableció definitivamente al
cristianismo como religión oficial del imperio, sí inició la gestión que llevó a dicha
condición al mundo grecorromano: “… es él, el que antes profesaba el deísmo, quién
creará el Imperio cristiano. Fe personal, sin duda, pero también consideración política. A
los ojos de Constantino, el cristianismo representa, para su Imperio envejecido y ya
tambaleante, el elemento necesario de renovación. Según él piensa, sustituyendo la
fórmula solar por la idea cristiana, fuerza material y autoridad moral, el poder imperial
no podrá menos que salir ganando” (Homo L, Los emperadores ilirios; Nueva Historia de
Roma. Editorial Iberia, España, 1955; pág. 357-76); por su parte, otros historiadores
cristianos dicen: “El carácter personal de Constantino no era perfecto. Aunque por lo
general era justo, ocasionalmente era cruel y tirano… Si él no era un gran cristiano,
ciertamente era un político sabio, pues tuvo la percepción de unirse con el movimiento que
tenía el futuro de su imperio.” (Hurlbut JL, Roswell J, Narro M, La Iglesia Imperial; La
Historia de la Iglesia Cristiana. Editorial Vida, USA, 1975; pág. 66-89).

Otro historiador eclesiástico afirma: “La política de Constantino fue de tolerancia. El no


hizo del cristianismo la religión única del estado. Esto había de suceder más tarde bajo el
dominio de emperadores sucesivos… A medida que pasaba el tiempo, Constantino se
mostraba más y más decididamente en favor del cristianismo. Si era cristiano solamente
por motivos políticos o por sincera convicción religiosa es cuestión que se ha discutido
acaloradamente. Tal vez él mismo no lo sabía.” (Latourette KS, La extensión del
cristianismo a través del mundo grecorromano; Historia del Cristianismo, Tomo I. Casa
Bautista de Publicaciones; 1967; pág. 101-53). El proceso iniciado por Constantino
continuó con sus sucesores, y luego de un breve paréntesis de dos años bajo Juliano el
apóstata, quién intentó infructuosamente reavivar el paganismo, prosiguió hasta el
desenlace lógico: el romance entre la Iglesia y el Estado culminó en matrimonio.

Bajo Teodosio, el cristianismo fue impuesto como religión oficial del Imperio Romano. El
Edicto de Tesalónica del año 380 d.C. lo establece de la siguiente manera: “Queremos que
todas las gentes que estén sometidas a nuestra clemencia sigan la religión que el divino
apóstol Pedro predicó a los romanos y que, perpetuada hasta nuestros días, es el más fiel
testigo de las predicaciones del apóstol, religión que siguen también el papa Dámaso y
Pedro, obispo de Alejandría, varón de insigne santidad, de tal modo que según las
enseñanzas de los apóstoles y las contenidas en el Evangelio, creamos en la Trinidad del
Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios y tres personas con un mismo poder y majestad.

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“Ordenamos que de acuerdo con esta ley todas las gentes abracen el nombre de cristianos
y católicos, declarando que los dementes e insensatos que sostienen la herejía y cuyas
reuniones no reciben el nombre de iglesias, han de ser castigados primero por la justicia
divina y después por la pena que lleva inherente el incumplimiento de nuestro mandato,
mandato que proviene de la voluntad de Dios” CODEX THEODOSIANUS, XVI, 1-2.
(Vila S, Santamaría DA, El salto de la Iglesia Primitiva al establecimiento de la Iglesia
Católica; Enciclopedia Ilustrada de Historia de la Iglesia. Editorial Clie, España, 1979;
pág. 51-8).

A partir de este momento el cristianismo empezó a disfrutar de lo que aparentaba ser un


triunfo definitivo. Lo que trescientos cincuenta años antes había comenzado como una
religión de pobres y esclavos, y salvo escasas excepciones había mantenido esa
característica durante tres siglos, alcanzó la preeminencia en uno de los tres grandes centros
de civilización del mundo de aquel entonces, y el que tendría la mayor repercusión en la
historia de la humanidad en tiempos posteriores.

Las palabras del apóstol Pablo acerca de los propósitos de Dios, según constan en 1
Corintios 1:27,28, demostraban una vez más ser ciertas. Ya desde los primeros tiempos se
había cumplido en los apóstoles, y luego de éstos en hombres como Justino, Orígenes,
Tertuliano, Ireneo, Hipólito y otros, la primera parte de dicha sentencia: “lo necio del
mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios” (27a); en la culminación definitiva del
intento imperial por erradicar el cristianismo, y en el consiguiente fracaso de dicho intento
tras diez grandes períodos de sangrienta persecución a lo largo de doscientos cuarenta años,
sumado a la claudicación final de la Roma imperial ante los seguidores de Cristo, se
cumplió la segunda parte: “lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte”
(27b).

Y aún se cumpliría la tercera y última parte de dicha expresión del plan divino, que dice: “y
lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que
es” (28), pues cien años después del Edicto de Tesalónica el Imperio Romano había caído,
y su continuación oriental, el Imperio Bizantino, no era sino un pobre vestigio de la
desaparecida grandeza. Y lo que al principio había sido una religión de pobres y esclavos,
la Iglesia Cristiana, sobrevivió al derrumbe del gigante; y sobrevivió hasta el presente. Y
aún hizo más que sobrevivir: floreció y creció; y mil quinientos años después de que aquel
imperio degenerado y caduco se desintegrara, la Iglesia de Cristo marcha aún hacia el
futuro, fuerte y saludable, y con la experiencia acumulada de numerables siglos y con
lecciones de la historia provenientes de diversas épocas que no podemos desoír.

2 parte.

Seguimos hoy con la consideración acerca de esos casi dos siglos en que la iglesia fue
imperial, para preguntarnos: ¿qué implicó para los habitantes del Imperio Romano en los
días en que Roma pasó a conceptuarse de esa fe, el ser cristiano?

La primera etapa de este período, desde Constantino hasta el Edicto de Tesalónica, es un


tiempo de progresivo favor para la Iglesia. El fin de las persecuciones no es sino el
principio de una serie de privilegios progresivamente crecientes para el cristianismo.
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Cuando la balanza del beneplácito imperial se inclina hacia la Iglesia, los ciudadanos del
imperio desprovistos de convicciones filosóficas o religiosas firmes, seguramente la vasta
mayoría, comenzaron a aproximarse al cristianismo. Aparentemente, Constantino deseaba
que sus súbditos de todas partes del imperio abrazaran el cristianismo por propia
convicción.

Hay un período, de algunas décadas de duración durante el siglo IV, en que la fe en Cristo
es una opción religiosa legal y tan válida como cualquier otra presente en el imperio, pero
con el atractivo de contar con la simpatía del emperador; en dicho período el ciudadano del
Imperio Romano aún tiene el derecho de usar su libre albedrío a la hora de hacer su
decisión en materia religiosa. Pero un libre albedrío ahora estimulado por cosas diferentes
de aquellas que movieron a entregar su vida a Cristo a personas como Pablo de Tarso luego
de lo sucedido en el camino a Damasco, o Justino Mártir, luego de su encuentro en la playa
con el anciano que le habló de Jesucristo. En esta época posterior, lo que estimuló la
voluntad de la gente para abrazar la fe cristiana fue el sol del favor imperial del que ahora
gozaba la iglesia, y la sombra del monarca como protección en un mundo inseguro, en el
que las invasiones externas y la inestabilidad interna amenazaban con desintegrar la
civilización. Volverse cristiano era pasar a pertenecer a aquel grupo que disfrutaba del
beneplácito imperial. Los tiempos de la entrega consciente a una doctrina centrada en una
Persona sublime, que ofrecía al hombre perdón, purificación y exaltación a alturas de
justicia, dignidad y santidad, parecen haber quedado atrás en forma definitiva. Se podría
decir que el cristianismo del Nuevo Testamento había sufrido con el transcurso de los
siglos un proceso de dilución y enrarecimiento.

Luego del Edicto de Tesalónica, ser cristiano es una obligación para los ciudadanos del
imperio. Aquellos hombres y mujeres que hasta ese momento por libre voluntad no habían
optado por la religión de Cristo, se ven ahora obligados a abandonar sus religiones; aquellas
creencias a las que se adherían por tradición o por propia convicción: el politeísmo clásico
grecorromano o los misterios orientales; también las perversiones pseudo cristianas como el
gnosticismo y el maniqueísmo entre otros. Las supersticiones ancestrales que acompañaban
a muchas de estas religiones; sus ritos, mecánicos pero visibles, en los cuales y en cuya
vista estas gentes habían crecido poniendo su confianza; los ídolos, estatuas de bronce,
mármol u otro material, que representaban ante los ojos de estas personas a sus dioses, o
eran sus dioses; todo aquello que su cultura les había enseñado a creer, debía cambiarse
ahora por una fe nueva a la que tenían que entregarse por compulsión. Multitudes de
paganos inundaron las iglesias, entonces, para ser enseñados en la religión cristiana. Esta
clase de gentes convertidas en cristianos a la fuerza, pero paganos de corazón, serían los
que formarían la mayor proporción de la cristiandad a partir de ese momento.

Así como la caída del Imperio Romano a fines del siglo V constituye un punto de inflexión
en la historia humana, el pasaje de la edad antigua al medioevo, de igual forma podemos
considerar al siglo IV como un momento clave en la historia espiritual del cristianismo.
Decenas de miles de personas se conformaron exteriormente a la fe cristiana. No obstante,
la transición no fue rápida ni fácil, siendo más completa primero en las ciudades, mientras
que los moradores de los distritos rurales permanecieron en el paganismo hasta una época
más tardía. La cristianización del pueblo, más allá de la nominal aceptación de la fe, trajo
de cabeza a aquellos hombres que constituían el elemento pastoral de la iglesia de aquellos
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días. Una cosa era traer a las personas a una obediencia formal a la doctrina cristiana; otra
muy diferente era conquistar corazones paganos, para que aquellos no solo se llamaran
cristianos, sino que auténticamente lo fueran. Muchos obispos y presbíteros procuraron
hacer la transición lo menos traumática posible. Algunos llegaron a sustituir las fiestas
paganas en honor de los dioses, por fiestas cristianas en las mismas fechas, o similares. Un
ejemplo bien conocido de esto es la implantación, en Roma desde el siglo IV y
generalizado a toda la iglesia desde el siglo VI, de la celebración de la Natividad de Jesús el
veinticinco de diciembre, fecha del nacimiento del Sol Invicto, con la víspera de la navidad
coincidente con el último día de las saturnales. Debe destacarse también el desenlace lógico
de una tendencia que estaba presente desde por lo menos la última parte del siglo II, y
primera del siglo III; algo que se había iniciado con la veneración que los cristianos sentían
por aquellos que habían muerto en las persecuciones: “Recogimos sus huesos, de mucho
más valor que las piedras preciosas, para depositarlos en un lugar conveniente. Allí en la
medida de lo posible nos reuniremos para celebrar el aniversario del día en que Policarpo
nació a Dios por el martirio”(Martyrium S. Polycarpi, XVIII, 1-3).( Vila S, Santamaría
DA, La sangre de los mártires es semilla de cristianos; Enciclopedia Ilustrada de Historia
de la Iglesia. Editorial Clie, España, 1979; pág. 33-6).

Dicho desenlace fue que los cristianos adoptaron paradigmas de vida cristiana, ya muertos,
cuyo recuerdo mantener y ejemplo imitar: hombres y mujeres a quienes estos cristianos
sencillos, muchos de ellos iletrados, y la vasta mayoría pésimamente adoctrinados, miraron
como el modelo de cristiano al que emular; pero también como quienes, habiéndoles
precedido en la vida y triunfado a través de la muerte, estaban ya en el cielo junto a Cristo,
y eran por lo tanto dignos de ser venerados, pues se los veía como seres superiores. El
siguiente paso fue ver a los santos y mártires como aquellos a quienes recurrir, pues en
virtud de su vida de santidad y los méritos derivados de la misma, estaban más cerca de
Dios, y por haber sido humanos, estaban en condiciones de comprender las necesidades,
sufrimientos y penurias de quienes permanecían aún sobre la tierra. Esto distorsionó de una
manera formidable el propósito de Dios en la Encarnación de Jesucristo: participar de las
mismas experiencias y limitaciones de los seres humanos: “Así que, por cuanto los hijos
participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo para destruir por medio
de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los
que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre … Por
cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderosos para socorrer a los que son
tentados … No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”
(Hebreos 2:14,15,18; 4:15).

Pero además, la sustitución progresiva de Cristo por diversos personajes, muchos de ellos
de renombre regional, que iban adquiriendo sus lugares de identificación o santuarios, y la
fijación de fechas particulares para la celebración de cada santo en particular, evoca la
persistencia de los antiguos dioses del politeísmo grecolatino. A esto se agregarían luego
los dioses del paganismo celta, y de otras religiones. Dioses a quienes se les cambió el
nombre y el ropaje, y aún también la historia de sus hazañas y las características de sus
virtudes, y que así se fueron erigiendo en todo el territorio romano como múltiples puntos
de referencia religiosa para el habitante de este imperio cristiano.

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Este rasgo se acentuaría luego de la caída del imperio y ya entrada la Edad Media, y
enrarecería el monoteísmo bíblico heredado por la iglesia cristiana, sin que la disquisición
semántica de los teólogos entre latreia (adoración debida a Dios) y douleia (veneración
debida a la virgen y a los santos) pueda realmente ocultar la persistencia cristianizada del
paganismo.

La compulsión al cristianismo, consecuencia del matrimonio entre Iglesia e Imperio, dio


por resultado a nivel individual, no un cambio radical, fruto del desarraigo de las creencias
idólatras y su consiguiente sustitución por la fe en Cristo, sino una alteración superficial y
nominal que no fue más que paganismo disfrazado. En la próxima columna vamos a ver la
otra cara de esta moneda.

3 PARTE

Finalizábamos la columna del martes pasado comentando las características de la


conversión compulsiva de los habitantes del Imperio Romano, lo que dio lugar a un
cristianismo superficial y nominal, con muchos elementos que sugieren la persistencia
disfrazada del paganismo anterior.

La contrapartida del este sombrío cuadro acerca de la Iglesia Imperial estuvo dada por
aquellos que, habiendo abierto su mente y corazón al mensaje cristiano, fueron
verdaderamente tocados por el amor de Cristo, toque demostrado en su inmensa entrega al
sacrificio por la salvación de los otros. Muchos de ellos formaron parte del elemento
pastoral y episcopal de aquella iglesia; quienes debieron enfrentarse a las responsabilidades
del aparente triunfo de la fe cristiana y abocarse a la instrucción de los nuevos cristianos,
que se contaban por centenares de miles, así como al desarrollo intelectual y teológico, a la
definición de las doctrinas, y a las controversias, que ácidas y a veces violentas, resultaron
de esta actividad. La historia de dicho desarrollo doctrinal y la narración de los sucesos que
jalonaron el transcurso de los dos siglos de la Iglesia Imperial están fuera del alcance de
este trabajo. Sí nos interesa observar cómo las enseñanzas del evangelio emanadas del
magisterio ejercido por estas personas impresionaron a las gentes, y a los mismos
eclesiásticos, conquistando efectivamente para Dios innumerables corazones, y despertando
voluntades que se tornaron por completo a la doctrina de Cristo, tal como la entendieron en
ese tiempo. Las palabras del apóstol Pablo a los gálatas de Listra no describieron solo un
período pasado y superado, sino que enunciaron un principio que a partir del inicio de la era
cristiana continuaría con vigencia renovada, y mantiene esa vigencia hasta el día de hoy:
“En las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar por sus propios caminos; si
bien no se dejó a sí mismo sin testimonio” (Hechos 14:16,17a).

En medio del politeísmo del mundo pagano, y aún en medio de la superficialidad,


perversión e inoperancia de la gran masa de gentes que conforman el pueblo de Dios, Israel
o la Iglesia, pueblo que tiene la misión de representar a Dios ante el mundo pagano, entre
esa muchedumbre espiritualmente inepta para esa noble función, Dios “no se dejó a sí
mismo sin testimonio”; es decir que Él se encargó de que no faltaran, en cada generación,
aquellos que fueran testigos del formidable poder de su amor perdonador. Muchos, tal vez
miles de esos ciudadanos romanos, fueron conmovidos en lo más profundo por el

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evangelio, e independientemente de su pasado demostraron por sus vidas consagradas la
grandeza de Aquel que los había conquistado. Las siguientes palabras provienen de un
cristiano de ese período: “¿Quién me dará que descanse en ti? ¿Quién me dará que vengas
a mi corazón y lo embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace a ti, único bien
mío? Di a mi alma: Yo soy tu salvación. Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba; y
deforme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas
conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y
resplandeciste y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté
de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz” (Seeberg R, Fundación del
dogma antropológico, doctrina de Agustín; Manual de Historia de las Doctrinas. Casa
Bautista de Publicaciones, 1967; pág. 308).

Aurelio Agustín es mejor recordado por la historia como San Agustín de Hipona, un
hombre de pasado oscuro pero conversión gloriosa. Agustín fue un obispo eficiente,
teólogo brillante si bien cuestionable, quién se erigió como uno de los grandes paradigmas
de la antigüedad en lo que se refiere a un cristianismo individual motivado por el amor,
como se desprende de los fragmentos de sus Confesiones. ¿Qué significó para un hombre
como Agustín, el ser cristiano? “Para mí, abrazarme a Dios es el bien, éste es todo el bien.
¿Quieres algo más? Lamento que lo quieras. Hermanos, ¿qué más queréis? Nada hay
mejor que asirse a Dios”. Esto es otra pequeña joya del tesoro espiritual que Agustín legó a
la posteridad, acerca de los que significó para él, ser cristiano.

¿Y qué significó para sus contemporáneos, quienes escucharon de uno de los obispos de la
Iglesia tales magníficas declaraciones sobre el vivir cristiano? ¿Qué impresiones provocó,
qué reacciones despertó? Muchos cristianos, conmovidos y subyugados por la vida y
ejemplo de Cristo, se lanzaron por entero a la búsqueda del ideal propuesto por Jesús; esa
búsqueda cristalizó en una idea que incendió los corazones y las conciencias de aquella
gente: el anhelo de perfección. Podemos imaginar las palpitaciones en el pecho de tales
hombres y mujeres cuando oían, en la lectura del evangelio, las palabras de Cristo y las
enseñanzas de los apóstoles, a quienes ya veneraban, en términos tales como: “Sean, pues,
ustedes perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48);
“Nosotros anunciamos a Cristo amonestando a todo hombre y enseñando a todo hombre
en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (Colosenses
1:28); “… que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios,
al hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13);
“… dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección”
(Hebreos 6:1a); “… el que guarda su palabra, en ese verdaderamente el amor de Dios se
ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él” (1 Juan 2:5). Este deseo profundo
de perfección que prendía en almas sensibles no es nuevo ni novedoso en la historia
cristiana, sino que es propio del genio del cristianismo, en cuanto que esta fe llama a sus
adherentes a santificarse; es decir, salir del mundo abandonando el pecado y el error, para
dedicarse a Dios. En esta época, este anhelo tomó forma en un movimiento o modalidad de
entender y practicar la vida cristiana que caracterizaría una amplia rama del cristianismo
desde entonces: el monasticismo. También escapa al alcance de este trabajo analizar las
corrientes religiosas y condiciones sociales que dieron origen al monasticismo; pero sí
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podemos aproximarnos a los sentimientos internos de aquellos a quienes la percepción que
tuvieron del evangelio los impulsó a la vida monástica.

Tampoco era novedoso para la iglesia en sus primeros siglos que algunos de sus miembros
se alejaran de las urbes a la soledad de los campos, o los desiertos, fundamentalmente para
escapar de las persecuciones. Filón, el filósofo judío de Alejandría, escribe en la primera
mitad del siglo I d.C., y es citado por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica, sobre
un grupo de hombres y mujeres, llamados los terapeutas, que llevaban una vida ascética en
los desiertos de Egipto. Y Eusebio, quién escribió en el primer cuarto del siglo IV, trata de
demostrar que se trataba de hebreos cristianos primitivos (Eusebio de Cesarea, Los hechos
que Filón narra acerca de los ascetas en Egipto; Historia Eclesiástica, Tomo I. Editorial
Clie, España, 1988; libro II, cap. 17, pág. 102-6), aunque en realidad es más probable que
fueran una rama de los esenios, grupo judío que habitó los desiertos del sur de Palestina;
estos eran una genuina secta monástica judía, y probables antecesores espirituales del
monasticismo cristiano.

Porque también es cierto que la vida ascética no es un invento cristiano, sino que tiene
antecedentes en el judaísmo, así como en ideas de grupos heréticos surgidos en los
primeros dos o tres siglos del cristianismo; ejemplos de aquellos son los esenios,
mencionados recién, y de éstas las creencias acerca del carácter intrínsecamente malo de la
materia, tales como se preconizaban entre los gnósticos y marcionitas. Esto derivaba entre
otras cosas en el repudio de la unión matrimonial (los marcionitas), la prohibición de comer
carne y beber vino (los encratitas), y prácticas extremas como la autocastración, en el caso
de Orígenes, tenido no obstante como un gran teólogo de la Iglesia Primitiva.

La vida ascética fue la forma elegida para alcanzar el ideal de perfección. El


protestantismo es radicalmente contrario a la vida monástica, pues no se halla base clara
para el mencionado estilo de cristianismo en la Biblia. Con todo, es interesante ver cómo
desde muy temprano en la primitiva historia cristiana se dejan ver elementos que formarían
parte del ideal ascético, como rasgos de una vida más “espiritual”. Uno de los más
destacados es el celibato. En el siglo II d.C. la virginidad era un elemento fundamental en la
vida ascética; el vocablo griego monajós, del que se deriva el término monje, tuvo su
significado más temprano como soltero o célibe. Si vamos al Nuevo Testamento, de hecho
encontramos algunos precedentes en los inicios del cristianismo; Juan el Bautista fue un
hombre célibe, y Jesús de Nazaret nunca se casó. El apóstol Pablo da veladas referencias a
su condición de hombre célibe, y si bien algunos piensan que quizás haya enviudado en la
juventud, dichas referencias hacen más probable la interpretación de que él haya sido, por
propia y libre decisión, un soltero empedernido toda su vida (1 Corintios 7:8; 9:5). El tipo
de vida ascética de Juan el Bautista, de quién se dice que “… estaba vestido de pelo de
camello, tenía un cinto de cuero alrededor de su cintura, y su comida era langostas y
miel silvestre” (Mateo 3:4), y acerca del cual Jesús dijo que “ … ni comía ni bebía”
(Mateo 11:18; seguramente referencia a prolongados períodos de ayuno), ha hecho surgir la
hipótesis de que Juan haya tenido alguna conexión con la comunidad ascética de Qumram,
los esenios, ya mencionada.

Otro elemento a tener en cuenta es el desprendimiento de sus bienes que practicaron los
creyentes de la primitiva iglesia de Jerusalén, quienes entregaron el producto de la venta de
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sus propiedades, pasando a formar parte de un sistema de vida en común. Este sistema se
volvió impracticable cuando el número de cristianos en Jerusalén se contó por miles;
además, el desprendimiento de los bienes incidió negativamente en la situación de dicha
Iglesia cuando Palestina fue azotada por el hambre en los días del emperador Claudio; tanto
que las iglesias de Grecia debieron colaborar con la de Jerusalén a través de una ofrenda.
Pese a todo esto, el principio de entregar todas las propiedades a la comunidad, o repartirlas
a los pobres, sería un requisito para ingresar a la vida monástica en el cristianismo de siglos
posteriores.

En la próximo y última entrega hablaremos un poco más de este antiguo ideal, la vida
ascética, practicado aún por algunas ramas del cristianismo como medio de alcanzar la
perfección en la vida cristiana.

4 Parte

Continuando con la consideración del ser cristiano en aquellos siglos que precedieron la
Edad Media, cuando el Imperio Romano se conceptuó cristiano, proseguimos hablando del
ascetismo, el camino elegido por los cristianos de aquellos tiempos como medio de alcanzar
la perfección cristiana.

Ya mencionamos antes a un teólogo de la estatura de Orígenes, que desarrolló su carrera en


la primera mitad del siglo III, y quién, interpretando literalmente Mateo 19:12 se mutiló a sí
mismo los órganos genitales. El mundo griego en que el cristianismo se desarrolló tenía
como premisa de su filosofía un dualismo estricto: toda carne y toda materia se consideraba
mala, y el espíritu libre como lo único bueno; este dualismo formaba parte de la filosofía
platónica, si bien era de origen muy anterior (movimiento órfico), y se perpetuó en el
neoplatonismo, una corriente filosófica del siglo III que influyó en muchos pensadores
cristianos. Este dualismo estaba presente también en sectores del gnosticismo; algunos
gnósticos eran rigurosamente ascéticos, mientras que otros consideraban que la posesión de
la gnosis los hacía tan espirituales que podían entregarse a los placeres de la carne sin
corromperse. Contra esta última posición, y a favor de la adopción del ascetismo como
ideal de vida cristiana perfecta, estaba la presión legalista de los judeocristianos, presente
desde los días de Pablo.

Por otro lado el maniqueísmo, nacido en la Persia del siglo III de un llamado “apóstol de
Jesucristo” (Manes), fue una religión sincretista que mezcló elementos gnósticos,
zoroástricos, budistas y cristianos. El maniqueísmo preconizó un dualismo absoluto, y estas
ideas también infiltraron el cristianismo. También la reforma montanista del segundo siglo,
anterior al maniqueísmo y surgida entre otras causas como reacción frente a la
mundanalidad que había invadido la iglesia, preconizó las prácticas ascéticas, considerando
obligatorio el ayuno estipulado en ciertos días, que para el resto de los cristianos era
voluntario, y teniendo en elevada estima el celibato. Esta proliferación de ideas y corrientes
filosóficas y religiosas rodeaba el cristianismo, y fue permeando el pensamiento de sus
teólogos, y de los creyentes en general.

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La forma más temprana de vida ascética fue la de los ermitaños, también llamados
anacoretas, es decir, los que se retiraban; éstos se alejaban hacia las soledades de los
desiertos con el propósito manifiesto de “triunfar sobre la carne mediante la oración,
contemplación y mortificación” (Williams CP, “Anacoreta”, artículo en el Diccionario de
Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 49). También las persecuciones
tuvieron su parte en este éxodo temprano de cristianos desde las regiones habitadas, y
tenían el antecedente de los paganos que se alejaban de la sociedad para escapar de las
presiones fiscales, en un imperio que durante el siglo III estaba en plena crisis. Paradigma
de este tipo de vida eremítica cristiana fue Antonio, el cual en la segunda mitad del siglo III
d.C. se internó en las desérticas montañas de su Egipto natal, y llevó una existencia de
anacoreta por el resto de sus días, salvo ocasionales apariciones en la civilización, que
fueron motivadas por causas específicas. El ascetismo de Antonio se componía de una
rigurosa austeridad, que lo llevó a vivir en condiciones que a nosotros nos resultarían más
que precarias. Su vida cristiana se componía de oraciones y ayunos en la soledad, en la que,
según los registros de aquel tiempo, mantenía una lucha permanente con los demonios del
desierto; tal era el modelo de vida cristiana que Antonio mostraba a los múltiples
seguidores que su fama, sus milagros y el rumor de sus experiencias sobrenaturales le
atrajeron (Wright DF, “Antonio”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia.
Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 63-4).

Cruzado el umbral de época que representó el fin de las persecuciones, la oficialización del
cristianismo, y la invasión de la iglesia por muchedumbre de nuevos cristianos
“convertidos” pero sin convicción, y con la enorme relajación de la moral y la disciplina
que esto representó, se habla de una “gran huida” hacia la soledad durante los siglos IV y
V. Otro aspecto de relevancia para los cristianos celosos de su fe en un período posterior al
fin de las persecuciones, era la equiparación de las austeridades del asceta con la
experiencia del mártir: El asceta (especialmente en el desierto, territorio de los demonios)
contiende en la misma lucha que un mártir. Se prepara para la muerte despreciando el
cuerpo y se imagina apresurando la venida del reino derrotando a la carne” (Wright DF,
“Ascetismo”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA,
1989; pág. 93-4).

Entonces, el panorama del cristianismo en ese período es diverso: recorre un amplio


espectro que va desde la simple nominalidad de quienes permanecían paganos de corazón, a
los extremos de celo espiritual y fanatismo de los que elegían la vida del anacoreta o del
monje, entregándose a formas de existencia elementales, algunos viviendo como animales,
y otros desarrollando extravagancias inauditas, como los santos estilitas, que vivían
encaramados en columnas.

Quizás sea pertinente al cerrar este ciclo, y dado que este es un trabajo evangélico, dar una
apreciación sobre el fenómeno del monasticismo que cristaliza en este período de dos
siglos, y que ha caracterizado desde entonces a las ramas católicas, romana y ortodoxa, del
cristianismo. El cristianismo protestante en su vasta mayoría ha repudiado el monaquismo,
y si bien este trabajo no intenta ser una refutación teológica de las bases que dan lugar a esa
manera de entender la vida cristiana, será útil señalar algunos aspectos desde el punto de
vista con el cual está encarado este ciclo: el significado individual y las implicancias
personales del ser cristiano.
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¿Qué implicó ser cristiano para los monjes y anacoretas de aquellos siglos?

Por mucho que podamos criticar el monasticismo en todas sus formas, y a aquellos que en
éste se enrolaron, estos personajes, la inmensa mayoría oscuros y desconocidos, no dejan de
tener un cierto atractivo, y las historias personales de muchos de ellos son apasionantes,
desde que son los ejemplos que nos ofrece la antigüedad cristiana de hombres y mujeres
que se consagraron a Cristo más que ningún otro de su tiempo. Antonio, a quién ya
mencionamos como el principal exponente del monaquismo eremita, fue un joven
acaudalado, hijo de cristianos ricos, que a la edad de veinte años, ya fallecidos sus padres,
oyó en la iglesia las palabras del evangelio: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que
tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.” “Así que no os
angustiéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su propia
preocupación. Basta a cada día su propio mal.” (Mateo 19:21; 6:34). Al oír esto, Antonio
entregó sus propiedades a los pobres, proveyó lo necesario para el cuidado de su hermana,
y comenzó su vida de ermitaño, la cual se prolongaría por otros ochenta y cinco años. Es
difícil penetrar la mente de un hombre que vivió en un tiempo y en una cultura tan diferente
a la nuestra, para acercarnos a los pensamientos y las impresiones provocadas por las
palabras de Jesús, que desencadenaron un cambio tan radical en su modo de vida. De igual
modo Pacomio, otro de los grandes nombres del Egipto cristiano de esos días, un
contemporáneo más joven de Antonio, convertido durante su servicio militar, inició una
vida de anacoreta, y después reunió a otros ermitaños para iniciar lo que se llamó el
monaquismo cenobita; esto es, grupos de monjes que aislándose del resto del mundo,
desarrollaron una vida en común. Basilio el grande contribuyó a establecer el monaquismo
cenobita en el Ponto y Capadocia, así como a su extensión subsiguiente. Agustín en el siglo
siguiente estableció a su clero en una comunidad reunida alrededor de la iglesia. El punto
aquí es que el cristianismo que llega al siglo IV es entendido de tal manera, que una entrega
a Dios se interpreta como la necesidad de huir de la sociedad corrompida y voluptuosa, para
buscar la perfección personal a través del ascetismo solitario del anacoreta, o del ascetismo
comunitario del monje cenobítico.

No deja de ser válida la refutación presentada en siglos posteriores acerca del carácter no
bíblico del monaquismo, fundamentalmente desde el cristianismo evangélico: el carácter
honroso del matrimonio (Hebreos 13:4); la aprobación de Dios a la sexualidad humana
(Génesis 1:27,28,31); la recomendación pero no imposición del celibato por parte del
apóstol Pablo (1 Corintios 7:8,27b,32-34,38), contrapesada con sus consejos acerca del
carácter necesario y genuino del matrimonio (1 Corintios 7:2; 1 Timoteo 3:2,12; 5:14), así
como del amor que debe caracterizar a un auténtico matrimonio cristiano (Efesios
5:25,28,33), en consonancia con el general contexto de la Biblia sobre el tema (Proverbios
18:22; 1 Pedro 3:7). Frente a la frase del ermitaño: “Estoy matando al cuerpo porque me
está matando a mí” (Wright DF, “Ascetismo”, artículo en el Diccionario de Historia de la
Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 93-4), ya antes había sido escrito en el Nuevo
Testamento: “… nadie odió jamás a su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida,
como también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:29). Frente al propósito manifiesto de
“triunfar sobre la carne mediante la oración, contemplación y mortificación” (Wright DF,
“Antonio”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989;
pág. 63-4), había sido también escrito por el apóstol Pablo: “Si han muerto con Cristo en
cuanto a los rudimentos del mundo, ¿porqué, como si vivieran en el mundo, se someten a
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preceptos tales como: No uses, No comas, No toques? Todos estos preceptos son solo
mandamientos y doctrinas de hombres, los cuales se destruyen con el uso. Tales cosas
tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría, pues exigen cierta religiosidad,
humildad y duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la
carne” (Colosenses 2:20-23).

Resulta interesante en este sentido el hecho de que alrededor de cien años antes que
Antonio y Pacomio comenzaran sus acrobacias ascéticas, un escrito anónimo citado por
Eusebio en su Historia Eclesiástica llamaba escándalo a las prácticas ascéticas de un tal
Alcibíades de Lyon.

Este cristianismo monástico que se inicia en los siglos IV y V, fue bien distinto del
cristianismo del primer siglo, del ideal bíblico de vida cristiana e Iglesia, y también distinto
del concepto de cristianismo que tenemos los protestantes del siglo XXI, un concepto
pretendidamente basado en el Nuevo Testamento. No obstante todo esto, uno recoge la
impresión de que este monaquismo fue la mejor expresión que el genio y la vitalidad de la
fe cristiana pudo producir en esa época, en esa geografía, en ese momento de la historia, y
en esa civilización. Cabe preguntarse si ese Imperio Romano cristianizado por decreto, un
estado en decadencia y al cual le estaba llegando el tiempo de su derrumbe, habría admitido
otra expresión, tal vez del tipo que nosotros conocemos y nos es más familiar, mil
quinientos años después. Desmoronado el imperio y transformado su extenso territorio en
un mosaico de reinos guerreros, la mayoría dominados por bárbaros incultos, y estando la
humanidad a las puertas de la Edad Media, los monasterios se mantuvieron en pie como
antorchas que iluminaban el desierto de una civilización en retroceso, e irradiaron orden,
estabilidad, cultura y vida espiritual.

Los cristianos evangélicos deberíamos conocer estas lecciones de la historia de nuestra fe, y
recoger las enseñanzas de las mismas, surgidas de las vidas de personas que, en otra época,
entendieron el evangelio cristiano de una manera quizás diferente, pero que en esa
comprensión que a nosotros se nos antoja extraña, entregaron todo de sí por servir a Cristo.

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a


Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor,
médico internista y profesor universitario.

Fuente: RTM Uruguay: 1 Parte – 2 Parte – 3 Parte – 4 Parte

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