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La mquina

Al final del verano, empezamos a construir una mquina.


Nos sentamos muy inspirados, quizs por el buen tiempo;
tanto, que trabajamos febriles y con gran aplicacin, pero sin
plantearnos en ningn momento para qu poda servir. La
terminamos pronto, a finales de septiembre, y una gran ale-
gra nos embarg. Solo entonces nos preguntamos, perple-
jos, para qu demonios servira. Dudamos antes de encen-
derla, pero haba sido un trabajo apasionante y sentamos
urgencia por comprobar el resultado.
Encendimos la mquina. Funcionaba a la perfeccin.
Nos felicitamos, estbamos exultantes. Creo que con ningn
otro de nuestros trabajos habamos obtenido una satisfac-
cin as. Pero quedaba sin resolver el problema de su fina-
lidad. Le dimos muchas vueltas, pero nos esperaban otros
trabajos. Casi todos nosotros debamos colaborar con otros
equipos, cambiar de compaeros, y no sabamos cundo
iramos a coincidir todos de nuevo en otro proyecto. As que
decidimos guardarla esconderla, olvidarla? bajo tierra.
Yo an trabajo aqu, muy cerca del lugar que elegimos
para enterrarla. A veces paso sobre ella, caminando, y la s
ah abajo: perfectamente operativa, aunque la tierra no deje
escapar de su vientre su ruido, su pequea msica repetitiva
y mecnica. Me basta con saber que sus motores y engranajes
insisten dando vueltas, y arrastrando sus correas y los mbo-
los. Me basta con saber que van a hacerlo siempre. Ya no me
me proporciona solamente alegra, al pensarlo, sino tambin
seguridad. De hecho, saber que esa mquina funciona toda-

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va es lo nico que me hace sentir seguro, la nica garanta de
que la realidad va estar ah cuando despierte, cada maana.
S que los otros constructores, desde sus rincones res-
pectivos del planeta, tambin piensan en ella en estos trmi-
nos. Sospecho que, como yo, tienen miedo. Miedo de que,
alguna vez, la mquina se pare. Que deje de funcionar. Y que
el resultado sea impredecible, desastroso.

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