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Banquete de boda

Emilia Pardo Bazán

Una noche de Carnaval, varios amigos que habían ido al baile y volvían aburridos como se suele
volver de esas fiestas vacías y estruendosas, donde se busca lo imprevisto y lo romancesco y sólo se
encuentra la chabacana vulgaridad y el más insoportable pato, resolvieron, viendo que era día
clarísimo, no acostarse ya y desayunarse en el Retiro, con leche y bollos. La caminata les despejó la
cabeza y les aplacó los nervios encalabrinados, devolviéndoles esa alegría espontánea que es la
mejor prenda de la juventud. Sentados ante la mesa de hierro, respirando el aire puro y el olor vago y
germinal de los primeros brotes de plantas y árboles, hablaron del tedio de la vida solteril, y tres de
los cuatro que allí se reunían manifestaron tendencias a doblar la cerviz bajo el santo suyo. El cuarto
-el mayor en edad, Saturio Vargas- como oyó nombrar matrimonio, hizo un mohín de desagrado, o
más bien de repugnancia, que celebraron sus compañeros con las bromas de cajón y con
intencionadas preguntas. Entonces Saturio, entre sorbo y sorbo de rica leche, anunció que iba a
contar la causa de la antipatía que le inspiraba sólo el nombre y la idea del lazo conyugal.
Es una de las cosas -dijo- que no pueden justificarse con razones, y no pretendo que me aprobéis,
sino que allá, interiormente, me comprendáis... Hay impresiones más fuertes y decisivas que todos
los raciocinios del mundo; he sufrido una de éstas... y la obedezco y la obedeceré hasta la última hora
de mi vida. Estad ciertos de que moriré con palma... de soltero.
Recibí la tal impresión cuando vivía en provincia, bajo el ala de mi madre. Tenía dieciocho años de
edad, no sé si cumplidos, cuando una mañana me anunció mamá que al día siguiente se casaba una
prima nuestra, a quien había traído su tutor de un convento de Compostela, donde era educanda, y
que estábamos convidados a la ceremonia en la iglesia y a la comidas de bodas, en casa del novio,
cierto notario ya maduro. Alegreme como chico a quien esperaba un día de asueto y jolgorio;
madrugué, y me situé en la iglesia de modo que no perdiese detalle. Cuando llegó la novia, entre el
run run del gentío que se apartaba para dejarle paso, y la vi de frente, me sorprendí de lo linda que
era, y sobre todo de su aire candoroso y angelical, y de su mucha juventud -una niña más bien que
una mujer-. No vestía de blanco; tal costumbre no existía en Marineda aún; llevaba un traje de seda
negro, una mantilla de blonda española y en el pecho un ramito de azahar artificial; pero su cara de
rosa y sus grandes y dulces ojos azules lucían más con clásico tocado español que lucirían bajo el
velo de Malinas.
De pronto retrocedí como asustado: acababa de aparecer el novio, don Elías Bordoy, cincuentón,
alto, fornido, grueso y calvo. Recuerdo que estuve a punto de gritar: « ¿Pero es este hipopótamo el
que se lleva esa criatura tan preciosa?» El movimiento que hice fue marcadísimo; lo advirtió mi
madre, y como estaba pegada a mí, me tiró de la manga y recuerdo que ¡la pobre! puso un dedo
sobre los labios, sonriendo con malicia y gracia, como si me dijese:
-¿Pero a ti que te importa? No te metas en lo que no te va ni te viene».
Si hubiese podido responder en alta voz y dejar desbordarse mis sentimientos, le gritaría a mamá:
«Pues sí me importa. Cuando se casa un hombre, idealmente se casan todos. El que es joven y hace
versos a escondidas; el que siente y le hierven las ilusiones, se ha figurado mil veces esta ceremonia
y el misterio que la acompaña, y lo ha revestido de todos los encantos de la belleza. El pudor, la
pasión, la incertidumbre, la esperanza, la felicidad que se sueña, menor, sin embargo, que la realidad
iluminan con tal aureola este momento supremo de la vida, que el espectador tiene derecho a silbar,
si el espectáculo es vergonzoso y grotesco». Mientras pensaba así, la novia, con voz clarita y
argentina, había articulado un sí redondo...
La hora señalada para la comida de bodas era la de las tres: don Elías vivía a la antigua española.
Nos introdujeron en una sala anticuada, con sillería de marchito color, en que cuadros de santos se
mezclaban con oleografías de pésimo gusto. Éramos, con los de la casa, quince o veinte personas
las que debíamos disfrutar del banquete. La novia, ya sin mantilla, pero con su ramo de azahar en el
pecho, charlaba con la hermana de don Elías, solterona avinagrada, que tenía una de esas bocazas
negras que parecen un antro sepulcral. El novio se había retirado, apareciendo pocos minutos
después despojado de la levita, con un macarrónico batín de franela verde, en zapatillas, y calada
una especie de gorra grasienta, a pretexto de catarro y confianza; en realidad por no desmentir la
añeja y groserísima costumbre de sentarse a la mesa cubierto.
Figuraba entre los comensales uno de esos graciosos de oficio que no faltaban en ninguna ciudad, y
al ver al novio en tan extraño atavío, le soltó un ¡hurra! y le anunció que a los postres bailarían una
danza con mucho y remucho aquel... Al oír esta proposición miré a la novia con angustia. Cándida y
sonrosada, inclinando la cabeza gentil, la novia sonreía.
Una maritornes sucia, de arremangados brazos, anunció en voz destemplada que estaba «la comida
lista»; y don Elías nos enseñó a empellones el camino del comedor. «Nada de cumplimientos
-chillaba el cetáceo- ya saben ustedes que esa palabra significa cumplo y miento». Porque cedí el
paso a una señora, me llamaron señorito almidonado. Sentámonos a la mesa en tropel, y aquel
desorden hizo que me colocase enfrente de la novia y pudiese estudiar con afán su rostro; pero nada
advertí en él, más que el sencillo regocijo de una chiquilla salida del convento y que se divierte con el
barullo y la novedad de la situación.
La comida era espantosa en su abundancia y en su pesadez: un pecado de gula colectivo. La
hermana de don Elías, la de la bocaza sepulcral, sentada a mi lado, me hacía cucamonas
aborrecibles, empezando por destapar un soperón ciclópeo, y echarme en el plato una cascada de
tallarines humeantes y calientes como plomo derretido. El cocido le fue en zaga a la sopa: cada
fuente encerraba una montaña de chorizos, patatas y garbanzos, libras de tocino, una costilla salada,
y obra de dos rabos de cerdo.
Mis esfuerzos para abstenerse fueron inútiles: la terrible solterona, consagrada, según decía, «a
cuidarme», notó que me faltaban garbanzos, que estaba privado de tocino, y que nadie más
desprovisto de carne que yo, y remedió al punto estas faltas. Cuando uno es muchacho padece de
raras aprensiones: cree que tiene que hacer el gusto a los demás, y no el propio. Obedecí a la arpía,
y comprendiendo que me envenenaba, comí de aquellas porquerías grasientas. Era el tonel de las
Danaides; cuanto más tragaba, más me ponía en el plato. Apenas me descuidaba veía venir por el
aire una mano seca y rigurosa, y me llovía en el plato una media morcilla o un torrezno gordo. Y lo
que acrecentaba mi indignación hasta convertirla en furor, era ver a la novia, la del rostro angelical, la
de los ojos de luz y zafiro, comer con excelente apetito, y escoger como refinada golosina los mejores
bocados. Onzas de sangre daría yo porque apareciese desganada y meditabunda. ¡Desganada! ¡A
buena parte! Recuerdo que al ofrecerla su marido un platazo de aceitunas, exclamó hecha unas
castañuelas, de vivaracha: « ¡Ay, cómo me gustan! Y en el convento, espérate por ellas...».
Después de los innumerables principios, todavía trajeron un tostón o marranilla y un pavo relleno, de
inmensa pechuga, tersa como el parche de un tambor, un pavo que me pareció la cría de un elefante.
Destaparon el champagne, de pésima calidad, pero suficiente para alborotar las cabezas, y por
primera vez oí reír alto a la novia, con risa cristalina, impulsiva, pueril, que a poco me arranca
lágrimas... Sí; entre el calor, el vaho de la comida y el drama que se representaba en mi imaginación,
declaro que estuve a pique de soltar el trapo allí mismo. El novio se había retirado a aflojarse los
tirantes y volvía a la mesa hecho una fiera de puro feo, con el cogote rollizo, el rostro apopléjico y los
ojos inyectados. Era el instante en que las chanzas del gracioso de oficio adquirían subido color; en
que las señoritas y señoras, sofocadas, se abanicaban con periódicos, y en que empezaban a desfilar
con los postres los licores -noyó, naranja, kummel y «perfecto amor»-. De este último quiso el
gracioso escanciase el novio una copa a la novia, y aprovechando la algazara formidable que armó
esta ocurrencia, yo me levanté, me deslicé hasta la puerta sin ser visto, salvé la antesala, salté a la
escalera, bajé disparado y me encontré en la calle, respirando por primera vez desde tantas horas...
Al otro día caí en cama. La recia indigestión paró en fiebre, y fiebre de septenarios, tifoidea, que me
puso a dos dedos de la sepultura. Convaleciente ya, un día desahogué con mi madre los recuerdos
de la fatal comida. ¿Qué pasaba? ¿La novia había perdido la razón? ¿Se había escapado en bata del
domicilio conyugal?
-¡Qué bonito eres! -respondió mi madre-. La novia, muy contenta; y don Elías y su hermana,
entusiasmados. Entre meterse monja por falta de recursos o vivir hecha una señorona en casa de
don Elías, que no se deja ahorcar, de fijo, por un par de millones... ya comprendes la diferencia, hijo.

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No objeté nada. Mamá tenía razón. Me guardé mi desilusión, convertida, poco a poco, en horror
profundo. Cada vez que pienso que pueden casarse conmigo como se casaron con don Elías... juro
concluir mi existencia entre un gato y un ama de llaves... ¡Solo... solo!... Mejor que mal acompañado.
-Comprendo -exclamó uno de los que oían a Saturio Vargas-. Se te indigestó la boda... y manjar que
se nos indigesta, ya no lo catamos.

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Emilia Pardo Bazán nace el 16 de septiembre de 1851 en La Coruña, ciudad que siempre aparece en
sus novelas bajo el nombre de "Marineda". Hija única de don José Pardo Bazán y Mosquera y de
doña Amalia de la Rúa Figueroa y Somoza, recibe una educación esmerada.

Lectora infatigable desde los 8 años, a los nueve compuso sus primeros versos, y a los quince su
primer cuento, Un matrimonio del siglo XIX, que envió al Almanaque de La Soberanía Nacional, y que
sería el primero de los numerosísimos -cerca de 600- que publicaría a lo largo de su vida.

Su formación se completó en la capital de España, donde solía pasar los inviernos la familia, debido a
las actividades políticas de su padre, militante en el partido liberal progresista.

El año 1868 supone un hito en la vida de Emilia: "Tres acontecimientos importantes en mi vida se
siguieron muy de cerca: me vestí de largo, me casé y estalló la Revolución de septiembre de 1868".
Emilia tenía 16 años, y su marido, José Quiroga, estudiante de Derecho, veinte. La boda se celebró el
10 de julio en la capilla de la granja de Meirás, propiedad de los padres de la novia.

En 1873 la familia Pardo Bazán -también los recién casados- abandona temporalmente España. El
viaje se prolonga por varios países de Europa, lo que despierta en Emilia la inquietud por los idiomas,
con el deseo de leer a los grandes autores de cada país en su lengua original. Su inquietud intelectual
va en aumento y, al regresar a España, entra en contacto con el krausismo a través de Francisco
Giner de los Ríos, con quien le uniría una gran amistad. El influjo de los krausistas la empuja a la
lectura de los místicos y de Kant, y éstos, a su vez, la conducen hasta Descartes, Santo Tomás,
Aristóteles y Platón.

En 1876, año del nacimiento de su primer hijo, Jaime, se da a conocer como escritora al ganar el
concurso convocado en Orense para celebrar el centenario de Feijoo. Son años en que todavía no ha
abandonado totalmente la poesía. Gracias a Giner de los Ríos se edita en 1881 el libro de poemas de
doña Emilia, titulado Jaime.

La afición al género novelesco no es temprana en doña Emilia, que consideraba la novela un género
menor, de mero pasatiempo, prefiriendo completar, siguiendo un orden, su formación intelectual, en la
que encontraba muchas lagunas.

Sin embargo, el conocimiento de las obras de sus contemporáneos la anima a escribir su primera
novela, Pascual López. Autobiografía de un estudiante de medicina, poco antes de aceptar la
dirección de la Revista de Galicia, en 1880.

En 1881 publica Un viaje de novios, novela para la que utilizó las experiencias de un viaje a Francia, y
ese verano, en Meirás, acaba San Francisco de Asís, ya embarazada de su segunda hija, Carmen. El
prólogo de Un viaje de novios es importantísimo para comprender lo que significa el naturalismo en la
obra de Emilia Pardo Bazán, así como la serie de artículos que publica entre 1882 y 1883 bajo el
título de La cuestión palpitante, la del naturalismo, corriente literaria que dio a conocer en España.

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En esta línea naturalista se inscribe la tercera novela de doña Emilia, La Tribuna (1883), así como las
posteriores de Los pazos de Ulloa (1886), La madre naturaleza (1887) y La piedra angular (1891),
aunque entre La Tribuna y Los pazos de Ulloa escribe Emilia Pardo Bazán una novela en la que se
aparta de la técnica naturalista. Se trata de El cisne de Vilamorta, en la que conjuga la observación
realista con ciertos elementos románticos. Además, entre La madre naturaleza (1887) y La piedra
angular (1891) publica cuatro novelas que tampoco pueden considerarse naturalistas: Insolación y
Morriña, ambas de 1889 y ambientadas en Madrid, han sido consideradas por la crítica dentro de las
coordenadas del realismo, y Una cristiana y La prueba, las dos de 1890, como participantes de cierto
idealismo, tendencia que se observa también -con el paréntesis de La piedra angular-, en el ciclo de
Adán y Eva, formado por Memorias de un solterón (1891) y Doña Milagros (1894).

En 1891 emprende una nueva aventura periodística con Nuevo Teatro Crítico, revista fundada y
escrita completamente por ella, que tanto en su título como en su planteamiento misceláneo, cultural
en sentido amplio, y divulgativo quiere rendir homenaje a su admirado Feijoo, y ese mismo año funda
y dirige en 1892 la Biblioteca de la Mujer.

Desde tiempo atrás doña Emilia venía colaborando en numerosas revistas y periódicos, con crónicas
de viajes, artículos, ensayos y numerosísismos cuentos que agruparía en varias colecciones: Cuentos
de Marineda, Cuentos de amor, Cuentos sacroprofanos, En tranvía (Cuentos dramáticos), Cuentos de
Navidad y Reyes, Cuentos de la patria, Cuentos antiguos... Y también en la prensa, en La Lectura,
empieza a salir en 1903 su novela La Quimera, que dos años después vería la luz como libro.
Confirmando su criterio de que la novela debe reflejar el momento en que es escrita, pueden
apreciarse en La Quimera ciertos ecos modernistas y simbolistas.

En 1908 publica La sirena negra cuyo tema central es el de la muerte, que ha escrito en el Ateneo de
Madrid, donde ha sido nombrada Presidenta de la Sección de Literatura en 1906.

Viajera infatigable, continúa además consignando sus impresiones en artículos de prensa y en libros.
En 1900 van apareciendo en El Imparcial sus artículos sobre la Exposición universal de París, que
cuajarán en el libro Cuarenta días en la Exposición; en 1902 se edita Por la Europa católica, fruto de
un viaje por los Países Bajos. Todavía no había intentado llevar a la escena sus obras de teatro, y en
1906 estrena en Madrid, sin éxito, Verdad y Cuesta abajo.

Es doña Emilia una figura reconocida en la vida literaria, cultural y social. En 1908 comienza a utilizar
el título de Condesa de Pardo Bazán, que le otorga Alfonso XIII en reconocimiento a su importancia
en el mundo literario; desde 1910 era consejera de Instrucción Pública; socio de número de la
Sociedad Matritense de Amigos del País desde 1912... Dos años después se le impondría la Banda
de la Orden de María Luisa, y recibiría del Papa Benedicto XV la Cruz Pro Ecclesia et Pontifice... En
1916 el ministro de Instrucción Pública la nombra catedrática de Literatura Contemporánea de
Lenguas Neolatinas en la Universidad Central.

El 12 de mayo de 1921, una complicación con la diabetes que padecía le provoca la muerte. Al día
siguiente, toda la prensa hablaba de la escritora fallecida el día anterior, que fue enterrada en la cripta
de la iglesia de la Concepción de Madrid.

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