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19/1/2017 En aguas de Nadie | Cultura | EL PAÍS

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En aguas de Nadie
Con Odisea se desplegó ante los griegos un modelo de actuación en ese nuevo universo que era
el Mediterráneo
ÓSCAR MARTÍNEZ

24 JUL 2016 - 00:05 CEST

Fue en una noche bañada por el cielo del Mediterráneo cuando el marino sin nombre que había naufragado en la
enigmática isla de los feacios oyó recitar una historia que le resultaba de sobra conocida: Un viejo cantor narraba
la noche en la que mediante la estratagema de un caballo de madera el ejército griego había conquistado Troya.
En ese momento, el peso de un recuerdo se abatió sobre el corazón del marino, quien, alzándose ante los
presentes, proclamó entre lágrimas ser Odiseo, el destructor de Troya, el guerrero que había naufragado mientras
navegaba de regreso a Ítaca. Es en mitad de esa noche, cuando el marino comenzó a relatar a los hospitalarios
feacios su odisea por un mar que, lejos de sentirlo tan consabido como ahora, era un misterioso universo habitado
por cíclopes y sirenas.

Compuesta hacia el siglo VIII a.C., la Odisea coincide en el tiempo con el singular fenómeno de expansión que llevó
al pueblo griego a sembrar las costas mediterráneas de una constelación de ciudades. Impulsados por la
necesidad o por audaces iniciativas colectivas, los griegos se aventuraron en busca de nuevos paisajes y
oportunidades en un mar que se transformaba ante sus ojos a un ritmo vertiginoso. Por eso, a pesar de los
intentos de plasmar el itinerario de la Odisea sobre un mapa, el interés de su público original no debió de centrarse
tanto en la geografía como en el tipo de situaciones que aguardaban a quienes se veían forzados a cambiar la
azada por el remo. A través del relato de su regreso, Odiseo desplegará ante los griegos no sólo un fascinante
relato de aventuras, sino también un modelo de actuación en ese nuevo universo.

Tras su salida de Troya, Odiseo y sus hombres llegan a golpe de tormentas al país de un extraño pueblo de adictos
     
al loto, una sustancia embriagadora que amenaza con hacerles olvidarse del regreso, el primer temor del marino.
Pero ésta es solo la antesala de un peligro mayor, porque tras huir del país de los lotófagos alcanzan las costas
menos civilizadas concebibles por un griego: la tierra de los cíclopes. Caníbales de un solo ojo que desconocen que
la hospitalidad es un deber sagrado. Así, aunque sus compañeros le ruegan a Odiseo marcharse de inmediato,
éste se dirige al cíclope rogándole hospitalidad, a lo que Polifemo responde comiéndose a dos marineros.
Rápidamente la proverbial inteligencia de Odiseo se pone en acción, fraguando uno de los momentos estelares de

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la literatura: “Cíclope, ¿preguntas por mi nombre? Te lo diré. Mi nombre es Outis”, es decir, “Nadie”, palabra
fonéticamente parecida a “Odiseo”. Con su respuesta (“A Nadie me comeré el último”), Polifemo pervierte la ley
de la hospitalidad, pues allí donde le piden de comer, él se come a sus huéspedes. Sin embargo, el final de la
historia es bien sabido: Ulises y sus compañeros emborrachan y ciegan a Polifemo, y cuando el resto de cíclopes
acuden a socorrerlo él sólo puede gritar que Nadie le ha cegado.

De nuevo en movimiento, el hospitalario dios Eolo entrega a Odiseo el odre de los vientos, que no debe ser abierto;
sin embargo, en la creencia de que contiene riquezas sin fin, es desatado por sus codiciosos compañeros,
perdiendo nuevamente la senda del regreso cuando ya avistaban las costas de Ítaca. Como consecuencia, llegan a
los exóticos dominios de Circe, la hechicera que con su varita mágica convierte en bestias a los extranjeros que
llegan a sus costas. Sin embargo, Odiseo, que cuenta con la ayuda de los dioses, logra convertir a la hechicera en
su aliada y ésta le indicará el camino al país de los muertos. Ésta es la estación más lejana en su viaje a lo
desconocido, y el lugar donde un oráculo le marcará el camino de regreso. Allí, entre las sombras de los héroes
con los que luchó en Troya, aparece el fantasma de su propia madre, de cuya muerte no tenía noticia, y que se
desvanece al intentar retenerla en un abrazo.

Una vez llegado al punto más extremo, sólo cabe dar la vuelta, y así se llega a otra etapa del imaginario explorador
de los griegos: los monstruos marinos. El primero que se presenta ante ellos es el hechizo de las sirenas, cuya voz
es un peligro para los que se dejan seducir por ella. No se trata de las sirenas con cola de pez, sino que tienen
cuerpo de ave y rostro de mujer que a lo largo de la tradición irán perdiendo sus plumas y adquiriendo un aspecto
acuático. Con sus cantos atraen a los marinos hasta su costa donde son devorados por ellas, o bien se consumen
escuchándolas olvidados del regreso. Pero Odiseo, mediante el truco de atarse al mástil y poner cera en los oídos
de sus marinos, consigue escuchar la valiosa información que éstas ofrecen en su canto.

Tras una nueva tempestad en la que perece toda su tripulación, Odiseo naufraga en la isla de Calipso, donde
probará el sentimiento de la nostalgia. Calipso ofrece a Odiseo la inmortalidad junto a ella, pero la inmortalidad es
demasiado tiempo para quien ya no es nadie; el horizonte de su regreso definitivamente se ha perdido y, retenido
junto a Calipso, llora cada tarde ante el mar convertido en el primer nostálgico: «Sentado en la orilla, consumía su
vida añorando el regreso y desgarrando su ánimo con llantos y pesares». Nostos y algos,“regreso” y “pesar”: ahí,
echándose de menos, aparecen por primera vez los componentes de la palabra nostalgia.

Atendidos sus ruegos por los dioses, un último naufragio lo lleva al reino de los feacios, el punto donde comenzó
su relato. Si la tierra de los cíclopes era el peor escenario posible, el país de los feacios es el lugar donde le brindan
no sólo hospitalidad, sino también un próspero futuro cuando el Rey le ofrece la mano de su hija. Sin embargo,
Odiseo sólo piensa en Ítaca, por lo que pide al monarca que lo lleve a su patria en sus mágicas naves. Con su
llegada a Ítaca como un extranjero sin nombre y con la reconquista de su reino mediante las armas, sólo falta que
su esposa Penélope le reconozca como Odiseo para completar su viaje. Esto ocurre cuando él héroe da señas a
Penélope de conocer un íntimo secreto: sólo Odiseo puede saber que el lecho nupcial está construido a partir de
un tronco de olivo que lo mantiene anclado a la tierra. Sólo cuando Penélope y Odiseo se abrazan, con el abandono
del remo por el olivo, el héroe de un mundo en perpetuo movimiento sabe que ha llegado a su destino. Gracias al
viaje de Odiseo, los griegos aprendieron a negociar su lugar en el Mediterráneo y a encajar la imagen de este nuevo
universo en su viejo mundo.

     

Óscar Martínez es profesor de griego en el IES Julio Caro Baroja de Fuenlabrada y presidente de la delegación de
Madrid de la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Es traductor de Homero y autor de Héroes que miran a los
ojos de los dioses

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