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¿Para qué sirve la literatura?

El reciente best-seller de Nuccio Ordine La utilidad de lo inútil (Acantilado,


2013) nos ha devuelto el debate sobre la utilidad de las ciencias humanas en la sociedad
occidental actual. Como es fácil comprobar, a pesar de las reediciones, su eco en la
sociedad (y sobre todo en la clase política) ha sido más bien escaso, por no decir nulo.
La cuestión del libro es determinar qué papel desempeñan las ciencias humanas y su
enseñanza en la universidad, frente a ese utilitarismo vacío de contenido que se nos
vende desde los gobiernos europeos. Las cuestiones de partida podrían resumirse en
dos: ¿Pueden tener cabida en la sociedad actual unas enseñanzas y unas actividades que
no crean empleo ni una riqueza inmediata? ¿Sólo se puede ser emprendedor y
convertirse en motor económico ‒pongamos de entre dos y cinco caballos, pues parece
que somos más materia de industria automovilística que seres humanos‒ que sirva para,
unidos a otros emprendedores, sacarnos de la crisis y hacernos más ricos, más felices y
más desalmados? Además, esta inutilidad de las ciencias humanas también alcanza a
otras ciencias consideradas “puras”, como la matemática teórica, la astrofísica o la física
cuántica, pongamos por caso.
Desde este punto de vista, toda ciencia que no desemboque en la creación de una
empresa (informática, farmacéutica, logística, etc.) está abocada al olvido, por lo que se
produce la paradoja de que la investigación debe estar orientada a resultados seguros y
que se transformen a corto plazo en una industria que cotice a la Seguridad Social y a la
Agencia Tributaria, cuanto más mejor. Pero si los resultados deben estar asegurados
para que los restos de lo que fue el Ministerio de Educación y Ciencia inviertan en ese
proyecto, ¿qué investigación puede existir?
Quienes nos dedicamos a investigar (incluso de la manera más modesta, como el
que suscribe) sabemos que toda investigación supone una aventura. Se parte del
conocimiento del investigador en su materia, su curiosidad y de una buena dosis de
intuición. Y después de meses e incluso años uno puede ver cumplida su hipótesis de
partida… o no. Aunque por el camino uno siempre encuentra bifurcaciones que pueden
conducir a otras hipótesis y a otras investigaciones posteriores. Descubrir una obra
desconocida de la Edad Media o del Renacimiento o una ciudad de la cultura micénica o
la justificación de un pasaje oscuro de Spinoza, o un nuevo sistema en una galaxia
remota, o una fórmula matemática que permita simplificar cálculos complejos, nos
enriquece como seres humanos, nos hace crecer, nos lleva a comprender que está aún
casi todo por descubrir, que no hay límites ni siquiera políticos o económicos para
seguir avanzando en esa inmensa empresa humana que llamamos conocimiento.
Y aquí también la creación desempeña un papel fundamental. ¿Sería un escritor
un emprendedor? Porque ‘emprender’ sí emprende, sea una novela, un libro de poemas
o una obra de teatro. Sin embargo, nos intentan convencer ‒de acuerdo con el juicio de
los responsables del extinto Ministerio de Cultura, perdido entre los restos del de
Educación y Ciencia‒ de que todo artista, crítico o estudioso de la literatura, la pintura,
la música, etc., pertenece al sector del ocio, no sabemos si porque piensan que
trabajamos poco o porque esta actividad va dirigida a un público ocioso, que se entrega
a tales menesteres tras una dura jornada de trabajo, ahora sí, útil para la sociedad (es
decir, para la Seguridad Social y la Agencia Tributaria). Desde el cegato punto de vista
de nuestros padres de la patria, entonces, ¿debería considerarse mejor escritor el que
más vende o lo sería en virtud de una calidad literaria certificada por los críticos y los
lectores (lectores expertos, es decir, veteranos)? Porque si nos centramos en el número
de ventas, Belén Estaban ocuparía hoy el centro del canon español, con ese libro no
escrito por ella, pero publicado bajo su firma. Es más, ¿para qué sirve la literatura?
Si la consideramos bajo parámetros meramente económicos, la literatura sirve
para que el balance de las grandes editoriales sea muy positivo. Llegamos así a la
boutade de Rafael Conte: “Literatura es lo que se vende en las librerías”. Lo que,
además, es inexacto, porque en algunas venden desde el Calendario zaragozano a
agendas y otros artículos ajenos a la literatura.
La literatura, como todo arte (autónomo por su propia naturaleza), no tiene más
finalidad que el goce estético, suscitar un juicio estético, si se prefiere a Kant. Por tanto,
desde el punto de vista utilitario-económico, es inútil. Sin embargo, quienes la
transitamos de uno u otro modo (como quienes transitan otras artes) sabemos que hay
algo más: nos enriquece en lo humano. La gran literatura (que no es cualquiera, se
venda en las librerías o en cualquier otro establecimiento) nos aporta algo a nuestra
naturaleza humana, a nuestro conocimiento, en virtud del conocimiento de los demás y
de nosotros mismos, nos conmociona (ahí el concepto de sublime) igual que esos sueños
que nos impresionan y que seguimos recordando muchos años después: sabemos que no
son reales, pero no por ello su incidencia ha sido menor en nuestra vida que una
experiencia real. La ficción nos ofrece, de este modo, mundos posibles que amplían el
nuestro, que nos conducen a una verdad tan cierta como lo que vemos y tocamos. La
verdad de las mentiras (parafraseando a Vargas Llosa) tiene más de verdad que muchos
de los mensajes y experiencias cotidianos. Hay, por tanto, una literatura que va más allá
de la cultura del ocio (es decir, de la cultura planificada para rellenar nuestro tiempo
fuera de la actividad laboral, sea en casa, sea en los trayectos en Metro o en las
vacaciones), una literatura que forma parte de nuestra cultura, entendida como aquello
que nos configura como individuos en un aquí y un ahora en una sociedad determinada,
que nos permite conocer algo más allá de nosotros pero que, en el fondo, es una parte
sustancial de nosotros. Y en ello poco importa que la obra sea de hace dos mil
quinientos años, doscientos años o dos días; que genere dos mil empleos, doscientos o
ninguno: no es esa su función y mucho menos su finalidad. Es cierto que esta es una
característica general de todo arte: siempre hay una vertiente intrascendente (lúdica,
para pasar el rato de manera más o menos entretenida) y otra vertiente trascendente
(cuya aspiración es la perdurabilidad, las lecturas múltiples, su capacidad de mostrar lo
humano). A la primera no le pedimos grandes alardes técnicos ni de contenido; a la
segunda, sí. Es lo que distingue un telefilm de una película de Bergman, un cuadro de
mercadillo para tapar una pared del salón con relación a un Vermeer o un Picasso, un
libro de Danielle Steel respecto de Cervantes o Thomas Mann, la canción del verano
respecto de una sinfonía. Confundir ambos campos es no saber distinguir el día de la
noche o el culo de las témporas. Aunque pedir a los políticos e instancias estatales un
grado tal de sutileza es como pedirle a Belén Esteban que escriba sus propios libros.

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