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Un camino a
casa
Nebulae - Primera Época - 109
ePub r1.0
Thalassa 06.09.16
Título original: A Way Home
Theodore Sturgeon, 1965
Traducción: Andrés Vergara
—Cálmate, recluta.
—Cálmate, dice —se enojó el
coronel—. Esto es… esto es…
La voz se le apagó en un farfulleo.
—Ya sé, ya sé —dijo el doctor
Simmons tratando de no sonreír—. Has
imaginado e imaginado, leyendo toda
clase de cosas fantásticas, ocultándote tu
incredulidad y haciendo planes como si
esas cosas pudiesen ocurrir. Te has
preparado para todas las posibilidades
estadísticas, y algunas más. Y tuvo que
empezar así.
—Todos saben que Japón es campo
neutral y lo será siempre. ¡No tiene
sentido! —gimió el coronel—. La
bomba ni siquiera cayó en una ciudad,
¡ni siquiera en un depósito! Sólo golpeó
la cima de una montaña en la región de
Makabe en Honshu. No hay una maldita
cosa allí.
—Yo diría que no hay nada allí
ahora. —El doctor rio entre dientes—.
Deja de decirme cómo te sientes y
oigamos lo que sabes. ¿Rastrearon la
bomba?
—¡Claro que sí! La seguimos con el
radar, todo el tiempo. Salió de esa nave,
no hay duda. Músculos, esa bomba era
algo insignificante. Poco más de ciento
veinte kilos. Pero qué explosión.
—Leí las noticias. Y conozco el
informe de los sismógrafos. Les costó
registrar la bomba de Hiroshima. Pero
no hubo dificultad con ésta. Setecientas
cuarenta veces más poderosa.
—Oficialmente —dijo el coronel—
bastante más de novecientas veces.
—Bueno, bueno —dijo el doctor
Simmons con el tono de un aficionado a
las orquídeas que descubre unas
manchas rojas en un nuevo híbrido—.
Disrupción, ¿eh?
—Disrupción, y cómo —continuó el
coronel—. Mira, Músculos. Nosotros
también tenemos bombas de disrupción,
ya lo sabes. Pero al estallar liberan la
mayor parte de su material antes que
pueda ser efectivo, lo mismo que las
bombas de fisión, y mucho más.
Comparadas con las bombas actuales,
las de la guerra pasada parecerían
húmedos fuegos de artificio. Las
superamos en un cuatrocientos por
ciento. Me parecía que era bastante,
pero esto… De cualquier modo,
Músculos, no lo entiendo. ¿Quién la
arrojó? ¿Por qué? Imagina cómo nos
sentiríamos si un huevo semejante
hubiese caído en alguno de nuestros
centros. Ninguna potencia en la tierra
puede ser tan descuidada. No acertar,
quiero decir. Por otra parte, no podemos
asegurar que no haya sido una jugada
disparatada de alguno de nuestros
aliados. En fin, ya lo sabes todo, y no
sabes nada, lo sabes por anticipado y lo
sabes demasiado tarde.
—Caramba, caramba —dijo
suavemente el doctor Simmons—. ¿Y la
nave?
—La nave —repitió el coronel, y se
le enrojecieron otra vez las mejillas—.
No puedo creer en esa nave. ¿Quién la
construyó? ¿Dónde? Tenemos vigilados
todos los sitios que valga la pena
vigilar. Músculos, de acuerdo con el
radar esa nave tenía quinientos metros
de largo.
—¿Alguien la fotografió?
—No, aparentemente. Quiero decir
que muchas cámaras dirigidas por radar
apuntaron a la nave, pero en las
películas sólo se vio un borrón.
—¿Cómo sabes entonces que era tan
grande? Es posible presentar una
pantalla al radar. No sé cómo, pero esto
podía ser camuflaje de alguna especie.
—Eso pensamos al principio. Hasta
que vimos el agujero que hizo en el
suelo al caer. ¡La nave era grande!
—¿Vimos? Entiendo que los rusos
rodearon el área y amenazaron con
bombardeos en masa si alguien se
acercaba a olfatear.
—Algo llamado Ojo-Espía —dijo el
coronel—, con un lente telescópico…
—Oh —dijo el físico—. Bueno,
¿cuánto quedó de la nave?
—No mucho. Estalló cuando le
acertamos, naturalmente. En apariencia
la mayor parte se evaporó sobre
Michigan. El Ojo-Espía vio sin embargo
que desenterraban algo.
—Cómo me gustaría tener ese
pedazo —dijo con nostalgia el doctor
Simmons—. Un análisis cualitativo
mostraría pronto de dónde ha venido.
—No lo tendremos —dijo el coronel
enfáticamente—. No sin la cooperación
de los rusos, de todos modos.
—¿Eso podría ocurrir?
—¡Ciertamente no! ¡No son
estúpidos! Miden bien el valor de todas
las jugadas. Si averiguan de dónde vino,
y nosotros no…, un punto para ellos en
la guerra de nervios. Si la muestra
carece para ellos de valor, no lo
podemos saber hasta investigarla… y
desearemos investigarla. Así que se
guardarán la muestra para arrancarnos
alguna concesión. De todos modos nos
costará caro.
—Leroy —dijo el físico lentamente
—, ¿has oído hablar de las llamadas
señales de las bandas Jansky?
—Ya sé adónde vas —gruñó el
coronel—. La respuesta es no.
Realmente no. No es una nave del
espacio exterior. Registramos esas
señales meses atrás, y hasta apuntamos
con el telescopio de doscientas pulgadas
y toda una batería de detectores. La
señal aumentó, pero no vimos nada.
—Uh. Y cuando llegó no pudieron
fotografiarla.
—No… Oh. ¡Oh, oh!
—Bueno, tú mismo dijiste que si la
hubiesen construido en algún sitio de la
tierra, tú lo sabrías.
—Tu teléfono —jadeó el coronel—.
Quiero saber algo más de esas señales
Jansky.
Corrió a un rincón del cuarto.
—Callaron —dijo el doctor—. Sí,
Leroy. Las seguí todo el tiempo. Se
interrumpieron cuando bombardeamos la
nave.
—¿Se… se interrumpieron?
—Sí.
—Bueno… eso termina el asunto,
¿no? Aunque fuera algo del espacio…
—Pero —continuó el doctor
Simmons— ahora que limpiamos la
banda Jansky es posible oír nuevos
sonidos.
—Nuevos…
—Tres grupos. Por la amplitud,
juzgo que estarán aquí dentro de dos,
tres y cinco meses, respectivamente. —
El coronel abrió la boca—. Me parece
—añadió el doctor Simmons— que se
acercan con más rapidez que el primero.
—¡No puede ser! —aulló el coronel
—. ¿No tenemos bastante que vigilar sin
tener que ser al mismo tiempo Buck
Rogers? ¡No podemos librar nuestra
guerra terrestre y luchar a la vez contra
esos invasores!
—Vamos —dijo el doctor Simmons
suavemente—, ¿por qué no tratarlo en el
Consejo, Leroy? Están preparados para
todo. Así me dijiste.
El coronel lo miró furioso.
—No es hora de bromas, Músculos
—gruñó—. ¿Qué crees que va a ocurrir?
El hombre de ciencia pensó un rato.
—Bueno, ¿qué ocurriría si enviases,
digamos, un avión a investigar una isla?
El avión da una o dos vueltas y luego sin
aviso lo echan abajo. ¿Qué harías?
—Enviar una escuadrilla y
bombardear…
El coronel calló.
—Sí, Leroy.
—Pero… ¡ellos arrojaron la bomba
primero!
—¿Cómo sabes qué pretendieron?
Digámoslo de otro modo. Te paseas por
los bosques y tropiezas con un montículo
de tierra seca. Te preguntas qué será.
Hundes una vara en el montículo. —El
doctor se encogió de hombros—. Quizá
sea un hormiguero. Me parece que una
bomba atómica sería un método
excelente para investigar, rápidamente,
la composición de un planeta extraño.
La disrupción provoca todo un espectro,
ya sabes. Saca las radiaciones que
podrías esperar de tu bomba y obtienes
con el resto un buen análisis espectral
del objetivo.
—Pero debían saber que el planeta
estaba habitado. ¿Qué derecho tenían a
arrojar esa bomba?
—¿Causó algún daño?
El coronel guardó silencio.
—Y sin embargo echamos abajo la
nave. Leroy, no puedes esperar que eso
les guste.
El soldado alzó de pronto los ojos y
miró a su hermano.
—Fue tuya la idea de derribarla.
—¡De ningún modo! —exclamó el
doctor Simmons—. Me preguntaron
cómo podían hacerlo, y yo respondí.
Nada más. Alguien de tu Consejo dio la
orden. —Hizo un ademán de
impaciencia—. Esto es asunto aparte,
Leroy. No podemos salir de nuestras
cavernas en el nuevo mundo feliz de la
posguerra y contentarnos con culpar a
unos o a otros. En este momento el
problema es qué haremos cuando llegue
el próximo contingente. Es probable que
vengan cargados. La nave como tú
dijiste era grande, y arrojó una bomba
pequeña. Puedes imaginar qué pasará si
tres naves arrojan algunas cuantas
bombas como ésa, mil digamos.
—Trescientas bastarían para que
este planeta se pareciese a la luna —
dijo el coronel, muy pálido.
—Recuerdo una conferencia que
escuché hace un tiempo —dijo el doctor
—. El conferenciante era un hombre
llamado doctor Szilard. Alguien le
preguntó si había alguna defensa contra
la bomba atómica. Szilard se rio y dijo:
«Ciertamente. Los japoneses la
descubrieron en ocho días».
—¿Una defensa? Oh, se rindieron.
—Eso es. Así impides que caigan
las bombas.
—¿Cómo te rindes a una fuerza con
la que no es posible comunicarse?
—Quizá podamos comunicarnos.
Pero desde su punto de vista nosotros
atacamos primero, y ahora
probablemente ellos atacarán en seguida
y hablarán después. Tú harías lo mismo.
—Sí —admitió el coronel—. Yo
haría lo mismo. Lo que debe hacerse,
Músculos, es organizar alguna defensa,
—¿En el estado en que se halla el
mundo? No seas tonto. Habría una
posibilidad si todos creyeran, si todas
las naciones cooperasen. Pero si nadie
confía en nadie…
El coronel corrió hacia la puerta.
—Haremos lo que podamos. Hasta
luego, Músculos. Nos comunicaremos
contigo… ¿Por qué diablos te ríes?
—No me hagas caso, por favor —
dijo el doctor Simmons, riendo entre
dientes—. No es nada.
—Cuéntame qué es esa nada, así
podré trabajar con la mente serena —
dijo el coronel, irritado.
—Bueno, he esperado tanto tiempo
la catástrofe atómica que he suprimido
en mí todas las emociones, menos una.
He sentido miedo, hasta terror. He
estado enojado. He estado disgustado.
Y… es divertido. Es divertido por todo
lo que habíais preparado, planeado. Y
mira ahora. Patos que esconden la
cabeza. Un enemigo que no se puede
imaginar, pesar, engañar, asustar. Era
inevitable; ahora hasta un soldado puede
entenderlo.
—Muy divertido —gruñó el coronel
calándose el sombrero—. De otro
mundo.
—¡Eh! —gritó el físico—. ¡Muy
bien, te felicito!
Riéndose, entró en el laboratorio del
fondo, el laboratorio donde no había
entrado ningún otro.
Llegaron.
El primero fue sólo una forma contra
las estrellas. Podía oírselo como el
aliento de un monstruo en un rincón
oscuro: wsh-h-h-t wsh-h-h-t wsh-h-h-t,
en la banda de sesenta megaciclos,
donde antes sólo se habían oído los
siseos sin significado de los ruidos
Jansky. Pero no se lo podía ver. No
realmente. Era sólo una forma. Un
borrón. No reflejaba muy bien las ondas
de radar; la respuesta era poco clara,
pero indicaba que la nave tenía el
tamaño y la forma del misterioso
bombardero que había lanzado el primer
golpe, terrible e inocuo.
El mundo enloqueció, pero con una
locura dirigida. Con la aparición del
Extraño concluyeron todas las charlas
sobre las posibles defensas. No era hora
de discutir prioridades.
Un hombre de ciencia del instituto
Curie anunció la fisión de metales
livianos. Un húngaro anunció un
elemento artificial de una densidad hasta
entonces inconcebible, que podía
moldearse en cámaras de fisión,
haciendo posible el esperado motor
atómico reducido. Un hombre de ciencia
ruso puso el pie sobre lo que parecía ser
el umbral de la antigravedad y lanzó un
grito que convocó un congreso de
grandes cerebros en Denver, con
hombres de todo el mundo. Estaba
equivocado, pero era un valioso
precedente. Se estableció una
Organización del Comercio Mundial con
control de materias primas y artículos
manufacturados. El control fue tan
completo que las tarifas se suspendieron
in toto, y como era realmente eficiente
medir a todos con la misma vara, se los
midió de tal modo que las objeciones
procedían por definición de los
intereses personales. Minerales rusos
empezaron a aparecer en fundiciones
británicas, y el carbón del Sarre era
descargado en los hornos de
Birmingham. Hubo algo más importante:
una verdadera fuerza de policía
internacional que apenas tenía trabajo.
Sus miembros iban de un lado a otro
libremente, vigilando todo aquello que
podía retrasar la producción mundial. La
injusticia, la alimentación pobre, la mala
vivienda, los bajos salarios pertenecían
a esta categoría, y eran males
rápidamente subsanados.
La propaganda se unificó y se centró
en boletines diarios acerca de los
Extraños. Todas las estaciones de radio
de la tierra incluyeron en sus señales el
triple y terrible siseo.
Y el Extraño seguía arriba,
esperando a sus cohortes.
—Es un expediente provisional —
dijo el doctor Simmons—, pero
resultará, sí.
El coronel dio un paso al costado y
miró la plataforma donde descansaba un
objeto de unos doce metros de largo,
que parecía un submarino en miniatura.
—¿Un satélite, dices?
—Ajá. Cargado de orientadores y
pequeños cohetes atómicos. Vigilará
continuamente el tránsito del Extraño, y
enviará la información a estaciones
monitoras en la tierra. Si una de las
naves dispara un torpedo, será detectado
en seguida, y el satélite lanzará un
cohete interceptor. Si la bomba o
torpedo se desvía, el cohete lo seguirá.
Mientras tanto interceptores mayores
pueden remontar vuelo desde tierra. Si
un torpedo se acerca al satélite, será
éste quien se desviará entonces. Si el
arma se acerca demasiado, el satélite
explotará violentamente, destruyendo el
torpedo. Planeamos instalar tres capas
de estas cosas, nueve en cada estrato,
veintisiete en total, bastante espaciadas
para mantener una vigilancia constante
en todas direcciones.
—Satélites, ¿eh? Músculos, si
somos capaces de esto, ¿por qué no salir
al espacio y atacar directamente las
naves?
El físico contó las razones con sus
dedos.
—Primero, porque si piensan
rodearnos, como parece, no necesitarán
acercarse más que la nave actual, que
por ahora no está a nuestro alcance.
Podemos asumir que sus naves, sí no sus
bombas, estarán protegidas contra los
cohetes de proximidad. Probaremos, por
supuesto, pero yo no tendría muchas
esperanzas. Segundo, no tenemos aún un
combustible bastante eficiente para
maniobras de alta velocidad sin
mortales aceleraciones, así que nuestras
posibilidades de enviar cohetes
tripulados al combate son hasta hoy
nulas.
El coronel miró con admiración el
satélite y el enjambre de técnicos que
giraba alrededor.
—Yo sabía que nosotros llegaríamos
a algo.
El hermano le lanzó una mirada
zumbona.
—No sé si comprendes realmente la
magnitud de ese «nosotros». El casco
del satélite es acero sueco. La
propulsión es una adaptación alemana
del motor de fisión húngaro. Los
circuitos de radio son norteamericanos,
excepto el relevador, que es ruso. Y
estos técnicos… Nunca vi una manada
semejante. Davis, Li San, Abdallah,
Schechter, O’Shaugnessy —viene de
Bolivia y sólo habla español—,
Yokamatsu, Willet, Van Cleve. Todos
estos hombres, todos estos diseños y
materiales, y todo el dinero que se gasta
en estos satélites han sido reunidos en
sitios de todo el mundo, en las últimas
semanas. En la segunda guerra mundial
hubo milagros de producción, Leroy,
pero nada que se comparase a esto.
El coronel sacudió la cabeza,
deslumbrada.
—Nunca pensé que lo vería.
—Verás aún cosas más raras —dijo
el hombre de ciencia animadamente—.
Bueno, tengo que volver al trabajo.
Aquella misma semana llegó la
segunda nave. Se detuvo en el sur
celeste, no en completa oposición con su
compañera, y se quedó allí, esperando.
Si hubo conversaciones entre las dos
naves, ningún receptor pudo detectarlas.
La nave era del mismo tamaño aparente,
y causaba el mismo asombroso efecto en
el radar y las películas fotográficas que
sus predecesoras.
—… la gendarmería y la marina
han suspendido sus advertencias. El
piloto de un transporte de la Pan-
American informó que el objeto
desapareció en el cenit. Fue visto por
última vez a veinticinco kilómetros al
este de la bahía de Normandy, Nueva
Jersey. Según informes del vecindario
volaba muy lentamente, con un
zumbido. Aunque casi ha rozado el
suelo varias veces, no se informó de
ningún daño. Inves…
—Qué te parece —dijo Iris
apagando el pequeño aparato portátil—.
Ningún daño.
—Sí. Y si nadie vio el choque, no
habrá investigaciones. Así que puedes
retirarte a tu blando lecho de la tienda.
Nadie vendrá a entrevistarte.
—¿Ir a dormir? ¿Estás loco?
¿Dormir en esa sucia tienda con ese
aullante monstruo ahí tendido?
—Oh, mamá, está enfermo. No nos
hará daño.