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Grínor Rojo

Diez tesis sobre la crítica


Prólogo

En junio de 1996, algunos estudiantes de la Facultad de Filosofía y Hu-


manidades de la Universidad de Chile me invitaron a conversar con ellos
sobre el estado actual de la crítica literaria en nuestro país o, quizás si induci-
dos por el entusiasmo cosmopolita que les despertaba la transnacionaliza-
ción de los tiempos que corren, para conversar con ellos acerca del estado
actual de los estudios sobre la literatura, entre nosotros, en el medio académi-
co chileno y aun más allá. A mí la invitación de esos muchachos y muchachas
me atrajo por dos razones. Primero, porque me daba la ocasión de ocuparme
demoradamente de ciertos asuntos que me interesan, que son materia de los
seminarios de posgrado que enseño en la Universidad y respecto de los cua-
les hacía ya tiempo que yo deseaba organizar un cuerpo de ideas más o me-
nos sistemático; y, segundo, porque el convite del cual me hacían objeto se
producía cuando en uno de los medios de comunicación santiaguinos se esta-
ba ventilando algo así como un confuso debate en torno a la crítica literaria.
En lo que sigue, el lector encontrará una revisión y una profundización de los
conceptos que entonces expuse. Pero también debo confesarle que, aunque
aquel acalorado debate de los críticos públicos constituyó un acicate podero-
so para el desarrollo de mi pensamiento, no estuvo entre mis propósitos sus-
cribir o rebatir, ni en la exposición que hice ante los jóvenes universitarios ni
en las páginas que siguen, tales o cuales de las diversas opciones teóricas y
metodológicas con las que los polemistas midieron sus fuerzas. Me limito a
observar en el episodio en cuestión los síntomas de un desasosiego al que en-
tiendo inves ti gable y cuyas causas intuyo que podrían ser un poco más com-
plejas de lo que sus protagonistas dieron pruebas de percibir a lo largo de aque-
llas nunca obsoletas discusiones. Ala averiguación de cuáles pudieran ser tales
causas, así como al despliegue de un conjunto de problemas que yo no siento
que hayan sido parte de la disputa aludida, dedico el presente trabajo. Pienso
que las diez tesis que lo articulan, cuyos enunciados anoto en cursiva en los
comienzos de cada capítulo, pudieran aprovecharse como elementos de juicio
cuando se intente confeccionar el panorama de las tendencias que caracterizan
la etapa actual en la historia de la disciplina aunque, por otro lado, ellas sean
también el receptáculo de una posición y un argumento personales. En este
último sentido, no me parece prematuro adelantarle aquí al lector algo que él
descubrirá de todos modos: que mi escritura aparece a menudo coloreada
con los tintes de mis propias opciones, si bien después del muy largo trecho
que llevo ya recorrido en el transcurso de mi historia profesional no veo cómo
podría yo reivindicar para lo que afirmo una neutralidad en la que no creo y
a la que ni siquiera estoy seguro de que tenga derecho la lengua de las mate-
máticas. De vuelta de un verdadero torneo de cientificismo, pudiera ser que
la única cosa en la que estamos hoy de acuerdo los críticos chilenos de mi
generación sea la imposibilidad de desembarazarnos del sujeto que somos.
Hablamos como ese que somos, para acertar a veces, pero también para errar,
para dar en el clavo y para equivocarnos con toda la falibilidad que es inhe-
rente a la testaruda incerteza de nuestro trabajo.
Agradezco a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universi-
dad de Chile, que me becó en 1999 para escribir la última parte del manuscri-
to; también, a Rolando Carrasco, Marcela Orellana, Pablo Oyarzún, José Luis
Martínez, Naín Nómez, Manuel Ramírez y Leandro Urbina, que lo leyeron e
hicieron indicaciones que valoro; y, muy especialmente, a Lucía Invernizzi,
quien con su caritativa firmeza impidió que yo lo siguiera corrigiendo. El
libro lo dedico, como era de esperarse y corresponde, a mis estudiantes de las
Universidades de Chile y de Santiago de Chile.

GRINOR ROTO

La Reina, noviembre de 1999


1

La especificidad de los textos literarios con respecto a otros textos, lo que nues-
tros mayores IIamaban la «literariedad» o la «literaturidad» de la escritura, es hoy
dudosa. El postestructuralismo, cuyos antecedentes más remotos se pueden
rastrear en las boutades del joven Borges, pero realizado ya cabalmente en la
desconstrucción derridiana o en la más tardía de los profesores de Yale, ha
desdibujado, cuando no suprimido por completo, unos límites que hasta hace
no mucho tiempo se consideraban infranqueables. En 1971, sentenciaba Paul
de Man: «llamamo 'literario', en el sentido pleno de este término, a cualquier
texto que implícita o explícitamente significa su propio modo retórico y prefi-
gura su propio malentendimiento [misunderstanding] como un correlato de su
naturaleza retórica, esto es, de su 'retoricidad'. Puede hacerlo mediante una
afirmación [statement] declarativa o por inferencia poética». Y agregaba en
una nota al pie de página: «Un texto discursivo, crítico o filosófico, que hace
esto por medio de afirmaciones, no es más o menos literario que un texto
poético, que evita la afirmación directa. En la práctica, las distinciones se con-
funden a menudo: la lógica de muchos textos filosóficos se apoya en gran
medida en la coherencia narrativa y en las figuras del lenguaje, mientras que
en la poesía abundan las afirmaciones generales. El criterio de especificidad
literaria no depende de la mayor o menor discursividad del modo sino del
grado de consistente retoricidad del lenguaje»'.
Partiendo pues de una noción de dominio común, que entre otras cosas
cabe notar que forma parte del equipaje conceptual de la crítica angloamerica-
na previa al arribo del estructuralismo y que establece que todos o casi todos
los textos se hallan dotados de un excedente retórico, el que es origen de su
«malentendimiento», Paul de Man concluye que es ahí, en la proporción y
manejo de ese surplus figurativo, donde se aloja aquello a lo cual nosotros le
damos o podemos darle el nombre de literatura. Las etapas que cubre su ar-
gumento son tres: primero, de Man detecta la potencialidad metalingüística
que todo lenguaje posee de suyo y a través de cuyo despliegue ese lenguaje
va a experimentar con sus propios medios y para sus propios fines la eviden-
cia de sus límites o su «ceguera» significacional. Postula en seguida que es en
el conocimiento que de sus limitaciones acaba por tener el lenguaje donde
nosotros debemos buscar el domicilio de una contrapulsión compensatoria,
fuente ésta del surplus retórico. Y, por último, sostiene que es ese surplus retó-
rico el que genera un surplus extra o seudosemántico, el que, de acuerdo con
la sugerencia de I. A. Richards en The Philosophy of Rhetoric, sería la causa de
nuestro malentendimiento. El corolario que se desprende de un raciocinio
como el suyo es que lo que el lenguaje pierde en el plano de la potencialidad
«comunicativa» (Richards, otra vez), lo gana en el de la literaturidad.
Mi impresión es que, al construir su cadena de inferencias, de Man
llega a un resultado que es positivo en el nivel superficial y negativo en el
profundo. Si por un lado es cierto que su retoricismo lo habilita para defender
con eficacia la existencia de la literatura, basándose en una maniobra de
repliegue hacia las seculares compartimentalizaciones del trivium (que él apro-
vecha explícitamente en «The Resistance to Theo ry », donde fustiga la grama-
ticalización que se suele hacer del trivium a expensas de la retórica y propone
para combatir ese vicio «una 'verdadera' lectura retórica, que esté a salvo de
cualquier indebida fenomenalización o de cualquier indebida codificación gra-
matical o performativa del texto» 2 ), por otro no es menos cierto que ese reto-
ricismo pone en descubierto los escrúpulos que se apoderan de él cuando le
llega el momento de dar cuenta de «lo literario» de un modo que, como se
viene diciendo desde un tiempo a esta parte y no sin la más grande repugnan-
cia, se atenga a los protocolos de una definición «esencialista». Coincide así,
creo yo, en el ámbito de su discurso profundo, con un criterio ampliamente
difundido en los círculos de la lingüística contemporánea. Por ejemplo, Mi-
chael Halliday, un especialista inglés de renombre, quien ha concentrado sus
actividades profesionales en la investigación de las estructuras lingüísticas
que se levantan por sobre el nivel de la frase, dictamina que «no importa cuá-
les sean las configuraciones fpatterns] y propiedades especiales que pueden
hacer que nos refiramos a algo como un texto literario, ellas son por cortesía;
su existencia depende de configuraciones que ya están en el (nada simple)
material del que están hechos todos los textos [...] Hay pocas, quizás ninguna,
categorías lingüísticas que pueden aparecer en la descripción de los textos
literarios que no puedan encontrarse también en el análisis de los textos no
literarios»3
Evidentemente, a través del veredicto que acabamos de citar, Halliday
retorna y a la vez expande la opinión de los viejos retoces, por lo menos la que
ellos sostuvieron hasta los tiempos de la fusión entre retórica y poética, la que
se inaugura con Ovidio y Horado y se consolida en la Edad Media. Para la
retórica anterior a aquella simbiosis, sabemos que el objeto de estudio era
doble, lo que como en Aristóteles hacía de la retórica misma o bien una tejné
retoriké, que trataba «de un arte de la comunicación cotidiana, del discurso en
público», o bien una tejné poietiké, que trataba «de un arte de la evocación
imaginaria» 4 . Más aún: para aquellos maestros augurales el «material» lin-
güístico con que ambas técnicas trabajaban era neutro. Era el emisor quien,
merced al aprovechamiento que hacia de ese material, infundía en él su poder
«persuasivo» o «poético». Pero el posterior afinamiento en la inteligencia del
papel de la tejné poietiké y la identificación de los medios que, en el campo de
la organización y/ o el embellecimiento lingüístico, eran los más idóneos para
llevar a cabo una faena distinta a la meramente persuasiva, y los que con el
andar del tiempo fueron descritos, delimitados y codificados de la manera
que todos conocemos, apunta ya en una dirección que se aproxima a la con-
temporánea de Halliday y de Man, para quienes la virtud poética se encuen-
tra instalada en el interior del lenguaje mismo, como una de sus propiedades,
y actuando de una manera que es natural y profesionalmente rastreable en
cada nivel de su estructura. Convergen, por esta vía, el crítico de propensio-
nes medievalizantes, admirador nostálgico de la limpieza metodológica del
trivium, con el lingüista metafrástico y, en el horizonte de investigaciones vir-
tuales que se abre gracias a dicha convergencia, a nosotros nos cuesta poco
percatamos de que la literatura deja de ser un discurso con un radio de acción
que le pertenezca sólo a ella y que por el contrario se transforma en un atribu-
to cuantitativamente variable de todos los discursos.
No es que una caracterización cuantitativa sea del todo indigna de nuestro
aprecio, sin embargo. No lo será si nos ponemos de acuerdo en que también
se puede tender un puente entre el aspecto cuantitativo y el cualitativo de las
unidades que integran el espectro de las emisiones lingüísticas que nosotros
nos sentimos inclinados a indagar. Para que eso se produzca, es necesario
otorgarle prioridad no tanto a la «discreción» (al «número») como a la «conti-
nuidad» (a la «magnitud») de la relación que se advierte entre ellas 5 . El
empleo de este método de análisis permitirá que saquemos un mejor prove-
cho de las frases de Paul de Man que yo cité más arriba, minimizando la refe-
rencia que se hace en ellas a la cantidad (esto es, al monto de la retoricidad) y
maximizando en cambio la referencia a la relación intencional que establecen
las partes que componen el conjunto (es decir que estaremos poniendo así el
acento sobre el «grado de consistencia» de su común participación en el
despliegue retórico del texto, como dice de Man), lo que al cabo debiera auto-
rizarnos para dar el salto que conduce desde el peldaño inferior cuantitativo
hasta el superior cualitativo según la escala de las categorías.
Pero de todos modos creo que es de mínima justicia que convengamos
en este punto en que la metamorfosis de la cantidad en cualidad, aun cuando
abastezca al argumento de marras con una cuota de convicción que es menos
mezquina de lo que pudo parecemos a la luz del primer enunciado, no nos
entrega todavía una definición de inexpugnable fortaleza. Teniendo presente
los requisitos cuyo cumplimiento la lógica clásica le exige a todo aquel que
pretenda definir con rigor y que son requisitos que, como es bien sabido, de-
mandan el uso de un «predicado de definición», es decir, de un predicado que
expresa una propiedad esencial del sujeto, que pertenece a él y a nada o a
nadie más que a éI, lo que se logra calzando el genus con la differentia, no cabe
duda de que para buscarle un desenlace adecuado al discrimen que ahora
estamos ensayando nos hace falta un elemento respecto del cual sea legitimo
hipotetizar con confianza que él es patrimonio exclusivo de la literatura. Por-
que, si la diferencia en cuestión no es una diferencia específica, lo que
habremos seleccionado es una «propiedad no esencial» de la especie. Y así, si
decimos que la literatura es «lenguaje retórico», a la expresión «lenguaje
retórico» nosotros no podemos acordarle la jerarquía de un predicado de de-
finición, porque, aun cuando es incontrovertible que el adjetivo «retórico»
apunta a una propiedad de la especie literatura, esa propiedad en unión con
el género «lenguaje» no forma una síntesis esencial, o sea, no constituye un
predicado del que se pueda decir sin discordia que pertenece o corresponde a
ese sujeto y sólo a él.
Es en tales circunstancias que se puede echar mano del recurso «cuan-
titativo». Cierto, la literatura no es el único lenguaje retórico que existe en el
mundo, es lo que diremos entonces, pero es, sí, el más retórico de todos. No
sólo eso, sino que cuando decimos «más retórico» y acordándonos esta vez de
Paul de Man, no nos estaremos refiriendo exclusivamente a la cantidad ni nos
encerraremos sólo en el reducto de los «tropos» y «figuras», ya que al fin y al
cabo cualquier pasquín de prensa amarilla supera en ese regusto por la facun-
dia artificiosa a, por ejemplo, la poesía de Pound, Eliot y sus discípulos los
bardos «objetivistas» angloamericanos del medio siglo (o a la de sus parien-
tes entre nosotros, desde los sencillistas a los conversacionalistas, a los
antipoetas y a los contrapoetas). Hablaremos más bien del «diseño retórico»
del texto, de la «textura» o la «tesitura» del mismo, del trabajo que el escritor
ha hecho en o sobre esa dimensión del objeto y de la importancia que ello
tiene para una delimitación de algún modo de la identidad de la obra que nos
proponemos conocer.
Todo lo cual nos lleva a una reconsideración del aparentemente inofen-
sivo dictum de Jakobson en 1958, cuando en la conferencia de Bloomington
éste afirmó que «puesto que el principal objeto de la poética es la differentia
specifica del arte verbal en relación con las demás artes y con las otras clases
de conducta verbal» y que «puesto que la lingüística es la ciencia global de la
estructura verbal, la poética puede ser considerada como una parte integral
de la lingüística» 6 . Vemos que Jakobson definió en aquel legendario congreso
la diferencia especifica de la literatura por medio de la expresión «arte ver-
bal», una expresión en cuyo interior la palabra «arte» nombraba al género y la
palabra «verbal» a la diferencia, produciendo de esta manera una síntesis que
en sí misma a mí no me parece objetable. Pero no me inspira igual sentimien-
to de tranquilidad el primer corolario de la definición jakobsoniana: según
ese corolario, la «poética», que en la opinión del conferenciante y al parecer
siguiendo para ello a sus antiguos amigos los formalistas rusos, es la discipli-
na que tiene que ocuparse de los objetos de la literatura, también constituye o
debería constituir una parte de la «lingüística». Por mi lado, yo confieso que,
aun cuando sea cierto que el arte del lenguaje puede considerarse una
diferencia «interna» del lenguaje en general7 , no veo cómo ni por dónde la poé-
tica, que es y no puede ser sino una rama de la estética, podría llegar a ser
(¿además?) una rama de la lingüística. No ha habido aquí, es lo que se puede
intuir, una selección correlativa y satisfactoria del género próximo, malentendi-
do que deviene de las más graves consecuencias, porque apenas la poética pasa
a albergarse bajo el paraguas de la lingüística, los objetos que son de su incum-
bencia, esto es, los objetos literarios, tienden a definirse genéricamente no como
objetos de arte, sino como objetos de lenguaje. La dimensión estética, a primera
vista prioritraria en la expresión «arte verbal», pasa a un segundo plano de he-
cho, retrocede y acaba por esfumarse del mapa epistémico. Personalmente, y
sólo en el mejor de los casos, yo pienso que la lingüística se encuentra habilita-
da para dar cuenta de la literatura en cuanto «verbo». En ningún caso, estaría
dispuesto a conceder que ella pueda dar cuenta de la literatura como un «arte»
verbal. Lo que este segundo objetivo exige es que le demos cabida en la discu-
sión acerca de la naturaleza de «lo literario» a un razonamiento de otro orden,
que apunta hacia un genus alterno al lenguaje. Me refiero al genus que el propio
Jakobson sugirió en primer lugar, que introdujo en el texto de su definición y
del que después se olvidó yo no sé si por casualidad o porque él mismo era más
un lingüista que un crítico de literatura.
De ahí que de la doble plataforma teórica de la que Jakobson se sirvió
para definir el discurso literario en 1958, aislando como las dos llaves maes-
tras de su programa el predominio de la autorreflexividad del mensaje, el
aspecto cuantitativo del funcionamiento lingüístico desde nuestro punto de
vista (se trata aquí de la mayor cantidad de atención que el mensaje se dedica
a sí mismo) y la ley de proyección del principio de equivalencia desde el eje
paradigmático de la selección al sintagmático de la combinación, el aspecto
cualitativo (se trataría, en esta segunda instancia, de la postulación de la
metáfora como el mecanismo que caracteriza normalmente a la secuencia poé-
tica, lo que a su vez constituye una secuela necesaria de la teoría, si considera-
mos que ésta es la que patrocina un recobro en el territorio estético del predo-
minio de la autorreflexividad del mensaje), no se puede decir que ella sea una
plataforma «poética» hablando con la mínima precisión deseable. Jonathan
Culler, que captó esto bien y tempranamente, señaló que «Jakobson ha hecho
una contribución importante a los estudios literarios, llamando la atención
sobre la diversidad de las figuras gramaticales y sus funciones potenciales,
pero sus propios análisis están viciados por la creencia de que la lingüística
suministra un procedimiento de descubrimiento automático de los patterns
poéticos y por su fracaso para percibir que la tarea central consiste en explicar
cómo las estructuras poéticas emergen de la multiplicidad de las estructuras
lingüísticas potenciales»$
A eso y a otras razones tal vez no tan doctas, en las que no creo que sea
de caballeros insistir, se debe que Paul de Man, y no sólo Paul de Man, ya que
los formalistas rusos hicieron lo mismo mucho antes que él, apueste en su
argumento a la alternativa más segura de todas, atrincherándose detrás de
aquel rasgo que con más firme regularidad se repite entre los textos a los
cuales la experiencia de los lectores identifica como literarios: el componente
retórico. Una enciclopedia de lingüística, aparecida en Inglaterra hace menos
de diez años, funcionando con un haz de supuestos que son similares a los de
Paul de Man, es menos astuta (o más sarcástica) que él y recurre por eso al
expediente que los lógicos describen a menudo en sus manuales como una
definición ostensiva. Leemos en el artículo sobre «estilística»: «La distinción
entre lo que es y lo que no es literatura se cuestiona con frecuencia, pero es
posible seguirla manteniendo con un espíritu puramente práctico: hay algu-
nos textos que llegan a ser literatura porque se los trata de una manera espe-
cial, que entre otras cosas abarca su inclusión en los cursos de literatura...» 9.

Recordemos ahora que la raya que separa el texto literario del no litera-
rio se tiró también en el pasado haciendo un uso más o menos explícito del
criterio de ficción. Cualesquiera hayan sido los «estratos» o «niveles» de la
«obra» en los que los distintos teóricos pusieron el ojo, al escoger ellos esta
segunda avenida para el enfoque del problema que aquí nos convoca, la opo-
sición entre lo ficticio y lo real constituía la base de sus razonamientos. El
mundo de la literatura era ficticio y, por lo tanto, diferente del mundo real. El
lenguaje de la literatura era imaginario y, por lo tanto, diferente del lenguaje
real.
En el último cuarto de siglo, un grupo de prestigiosos contendores en las
disputas en torno a la naturaleza del texto, entre los que se cuentan Tzvetan
Todorov, Ter ry Eagleton, Mary Louise Pratt, Richard Rorty y sobre todo
Jacques Derrida, han puesto esta convicción en tela de juicio. No tanto para
desmentir el aserto de acuerdo con el cual aquello que la literatura nombra es a
unos entes que se alimentan de ficciones, cosa en la que todos o casi todos con-
cuerdan, como para dudar de que ese rasgo sea suyo en exclusiva. Es decir que,
si ponemos nuestras esperanzas en la colaboración del principio de la ficciona-
lidad, pensando que con ese principio vamos a construir una definición que
satisfaga nuestras aspiraciones cabalmente, nos veremos enfrentados por se-
gunda vez, si es que no con una derrota completa, en todo caso con una victoria
de Pirro. Por ejemplo, en el pensamiento de Derrida, quien como todo el mun-
do sabe ha hecho profesión de fe del ataque contra la pretensión del filósofo de
decir lo que dice con un lenguaje que no es literario —pues cuando es el filósofo
quien lo usa, ese lenguaje se trueca mágicamente en «serio», «literal» y «verda-
dero»—, el desmantelamiento de tan grande soberbia no es menos sistemático
que la soberbia misma. La desconstrucción que Derrida lleva a cabo del con-
cepto de verdad, encomendándose para tales propósitos a l'enseignement meta-
fórico de Nietzsche, y su manipulación del texto filosófico como si se tratara de
un texto literario más, ateniéndose para esto otro a los consejos de Paul Valéry,
son dos indicadores contundentes de ese trabajo suyo desestabilizador de certi-
dumbres monótonas al que ahora me estoy refiriendo. Advirtamos que la
teoría de lo primero, que se encuentra en muchas partes, adquiere una nitidez
excepcional en «Le facteur de la verité» (1975), en medio de la crítica que Derri-
da le hace ahí a la interpretación lacaniana de «The Purloined Letter», en tanto
que la de lo segundo puede seguirse muy bien en el bellísimo ensayo sobre
Paul Valéry, que forma parte de Marges de la philosophie (1972), y donde Derrida
concluye con una asertividad que no suele ser frecuente en su prosa: «Una tarea
se impone entonces: estudiar el texto filosófico en su estructura formal, en su
organización retórica, en la especificidad y diversidad de sus tipos textuales, en
sus modelos de exposición y producción —más allá de lo que previamente se
designó como géneros—, y también el espacio de sus mises en scene, en una sin-
taxis que no sólo será la articulación de sus significados, de sus referencias al
Ser o a la verdad, sino también el manejo de sus procedimientos y de todo lo
que en ellos se ha invertido. En una palabra, la tarea consiste en considerar
también a la filosofía como un 'género literario particular'» 1°. Como vemos, en
el pensamiento derridiano la filosofía termina siendo tanto o más literaria que
la literatura o, como ironizó Borges en «Tlón...», termina siendo «una rama de
la literatura fantástica»".
También, si para las necesidades de este despeje de nuestro teatro de
operaciones teóricas nos movemos hacia el costado de las convergencias y
divergencias entre literatura e historia, aquél cuya explicación inaugura la
Poética, comprobaremos que Hayden White efectúa una parecida faena de
zapa. La tesis que recorre todos sus libros de los años setenta y ochenta es la
del tropologismo que infesta invariablemente al lenguaje de la historia. Esta
tesis, que como la de Derrida respecto de la filosofía se estrena con el designio
de una pesquisa retórica, acaba deslizándose, también como la de Derrida,
debajo de las sábanas de la ficción. En las primeras páginas de «The Fictions
of Factual Representa tion», cuyo título desafiantemente oximorónico antici-
pa los contenidos del razonamiento por venir, White declara: «los artefactos
verbales llamados historias y los artefactos verbales llamados novelas son in-
distinguibles los unos de los otros. No se los puede distinguir fácilmente des-
de un punto de vista formal a menos que nos acerquemos a ellos con precon-
cepciones específicas acerca de las clases de verdades de las que se supone
que cada uno trata. Pero el objetivo del escritor de una novela tiene que ser el
mismo que el del escritor de una historia. Ambos quieren proporcionarnos
una imagen de la `realidad'. El novelista puede presentar su noción de esta
realidad indirectamente, es decir por medio de técnicas figurativas, en vez de
directamente, o sea registrando una serie de proposiciones que se supone que
corresponden punto por punto con algún dominio extratextual de ocurren-
cias o acontecimientos, que es lo que el historiador dice hacer. Pero la imagen
de la realidad que el novelista construye tiene el propósito de corresponder
en su bosquejo general con algún dominio de la experiencia humana que no
es menos `real' que el que no es referido por el historiador» 12 .
Es así como el análisis de White se resbala, con una facilidad que a los
historiadores de la vieja escuela ha de haberles parecido escandalosa, pero que
en último término hay que aceptar que no lo es, desde el terreno «formal», pura-
mente retórico, en el tratamiento de los textos que involucra su programa
cognoscitivo, a una consideración de las «imágenes de la realidad» con que
nos regalan el novelista y el historiador. En esta segunda etapa de la investi-
gación de White, a mí me parece evidente que su tesis pega un brinco, que
deja de referirse a la carga tropológica del discurso histórico, y se convierte en
cambio en una pregunta relativa a los procesos de desrealización (y de desve-
rificación) que, según él mismo nos deja saber, serían consustanciales al relato
del historiador.
En resumen: si de todos los discursos —de los literarios, pero también
de los filosóficos y de los históricos— se puede predicar que son ficticios o, lo
que es más grave, si de todos ellos se puede predicar que no son verdaderos, ya
sea porque la correspondencia con sus referentes extratextuales es indemos-
trable, como asegura Derrida, ya sea porque «el dominio de la experiencia
humana» con que trabaja el escritor de una novela «no es menos 'real' que el
que nos es referido por el historiador», como discurre White, la plataforma de
apoyo que este segundo grupo de nuestros maestros escogió para dar origen
a su trabajo especulativo es tanto o más sospechosa que la que pone sus hue-
vos en la canasta retórica 13

Para poner la cosa más cerca nuestro ahora, comprobemos que en la


historia de lateoríaa crítica latinoamericana moderna uno de los primeros
desarrollos de la tesis de la literariedad o de la literaturidad afianzada por
los buenos oficios de la ficción se encuentra en El deslinde, el famoso libro
del ensayista mexicano Alfonso Reyes, publicado en 1944, y uno de los últi-
mos en La estructura de la obra literaria, obra del académico chileno Félix
Martínez Bonati, cuya primera edición es de 1960. Hacia el fin del capítulo
cuarto del libro de Reyes, cuando éste hace un arqueo de lo que en el desa-
rrollo de su investigación lleva cubierto hasta ese punto y con una graciosa
pirueta de armonía clásica pone en relación el universalismo aristotélico con
el ficcionalismo platónico, leemos: «El análisis semántico que hemos em-
prendido, primero por cuantificación y luego por cualificación, nos lleva a
concluir la naturaleza universal de la literatura, a la vez que su naturaleza
ficticia con respecto al suceder real. Universalidad por ficción; ficción para
universalidad» 14 . En cuanto al libro de Martínez Bonati, en el comienzo de
su tercera parte nos topamos con el siguiente raciocinio: «La frase 'Pedro es
mi amigo', pronunciada por mí en relato directo, aquí y ahora, es, por cier-
to, un signo. Pero no es un signo lingüístico. Si lo fuera, significaría que
Pedro es mi amigo, lo cual evidentemente no es el sentido de lo relatado ni de
este signo no lingüístico [...] Ahora bien, la posibilidad de pronunciar (o
escribir) frases que no son tales, sino representantes de auténticas frases,
permite poner en el ámbito de la comunicación frases imaginarias. Esto es,
nos es dado pronunciar seudofrases que representan a otras auténticas, pero
irreales [...] Lo asombroso, frente a esto, es la aparición de pseudofrases sin
contexto ni situación concretos, es decir, de frases representadas, imagina-
das sin determinación externa de su situación comunicativa. Tal es el fenóme-
no literario» 15 .
No obstante la táctica de desplazamiento que Martínez Bonati emplea
para llevar a buen puerto su ejercicio filosófico, un ejercido al que como ve-
mos él saca del terreno de las «objetividades» representadas (uso su propia
jerga) para trasladarlo al terreno del signo, nosotros pecaríamos de inadver-
tencia culpable si no nos percatáramos que la base de su meditación no difie-
re sustancialmente de la que para sí había escogido veinte años antes el más
sonriente ensayismo de Reyes. Por eso, aunque me interesa mucho incluir en
mi libro las contribuciones que los latinoamericanos han hecho al asunto so-
bre el que estoy tratando de producir una línea nueva de comprensión y aun-
que nada menos que Roberto Fernández Retamar afirmó en su momento que
la de Martínez era «la única teoría literaria completa escrita en Hispanoamé-
rica» 16 yo me excusaré de infligirle en estas páginas un escrutinio minucioso.
,

Quedaré satisfecho si el Iector halla en La estructura de la obra literaria una


exposición óptima, puesta al día desde los énfasis sobre todo lingüísticos que
hicieron presa de la teoría crítica durante los años cincuenta y sesenta de nues-
tro siglo, de una perspectiva epistemológica de rancio y populoso respaldo.
Respecto del también excelente libro de Reyes, que en la mitad de la década
del cuarenta se autoasignó la tarea de desmalezar el camino que conduce des-
de la literatura como «literatura ancilar» a la literatura como «literatura en
pureza», lo cierto es que desde sus primeras lineas él se mostraba tan a la page
con los «progresos» de la disciplina en los países del Primer Mundo que uno
no puede menos que preguntarse cómo fue que un hombre de gustos clási-
cos, que además se notaba no sólo cómodo sino que al parecer sinceramente
complacido en sus tratos con el polvoriento conservantismo de la filología
española, llegó a pensar en tales términos. En realidad, el estar á la page de
Alfonso Reyes sugiere que el «isocronismo» que según Angel Rama pone en
marcha Darío entre la historia intelectual de América Latina y la historia me-
tropolitana correspondiente" pudiera ser, al menos en lo que atañe a esta
materia, menos antojadizo de lo que nos parece a los escépticos.

Por fin, y para no excusarmede retrotraer hasta sus orígenes el proble-


ma que me he propuesto abordar durante el curso de estos tanteos prelimina-
res, me gustaría insistir en que la tesis que encuentra en la ficción el elemento
que aporta la diferencia específica con cuyo auxilio se ha definido tantas ve-
ces la naturaleza esencial de la obra de arte literario no es un descubrimiento
moderno, producto del romanticismo o de alguna otra corriente artística poste-
rior, sino que se registra ya en el Mundo Antiguo, cuando debuta el concepto
de mímesis, elaborado primero y despectivamente por Platón, a quien como
sabe cualquier estudiante de licenciatura la poesía se le antojaba repudiable
en tanto que ella era sólo la imitación de una imitación y, por consiguiente,
una falsificación de segundo grado e inclusive una inmoralidad'$, y después,
si bien cambiando éste la carga axiológica desde el polo negativo al positivo,
por Aristóteles 19 . Aristóteles, quien juzga que la tendencia a imitar es una
tendencia humana universal, se opone, según nos enseña Gerald Else, a la
«visión elitista» de la naturaleza humana, que es la que por cierto motiva la
condena platónica, e insiste en que «la imitación surge del deseo de conocer que
existe en todos Ios hombres». «Así», sigue explicando Else, «estamos autorizados
para considerar que la poesía, qua imitación, es una actividad humana y que los
poetas son nuestros aliados naturales en la actividad de ser hombres» 20. En el
Mundo Moderno, por su parte, la estética romántica, con sus debilidades por
los prodigios de la «imaginación» y la «visión» (pienso en Hölderlin, en Blake y
en Shelley), hasta alcanzar el arco que va desde los simbolistas franceses a la
literatura de vanguardia (digamos que esto otro a través de los lazos de paren-
tesco artístico que unen a un Charles Baudelaire con, sin ir más lejos, un Vicente
Huidobro), redescubre su importancia a la vez que revitaliza y divulga su em-
pleo de una manera extraordinaria a cuyas no siempre felices exageraciones la
circunspecta mesura de los filósofos griegos no tenía por qué anticiparse. En
cuanto a los varios teóricos cuya autoridad yo invoqué en los párrafos anterio-
res de este capítulo, ellos son, reconózcanlo o no, continuadores o refutadores
de la tendencia moderna, la misma cuyo margen de eficacia pareciera hallarse
hoy en el último respiro de su agotamiento.
2

Por eso, en el vacío que genera este evento de apresurado repliegue


de la literariedad o de la literaturidad hacia el subterráneo de las ideas en
desuso, en vez de hablar de creaciones literarias o de hacernos cómplices de
cualquier otro sinónimo no menos cuestionado que ése, a mi me parece que pudie-
ra ser una mejor táctica y, por lo tanto, una medida que nos resulte al menos
temporalmente útil, hablar de textos y discursos sin más. Texto cuando lo que
deseamos es referirnos al continente que rodea y encierra a la totalidad
significativa que nosotros deseamos comunicar, cualquiera sea la indu-
mentaria semiótica que el mismo adopte (lo que significa que no tenemos
por qué restringir nuestra definición al lenguaje natural o articulado, ni
menos todavía a su variedad escrita, opción esta que deviene de la mayor
importancia para una cultura como la latinoamericana en la que la orali-
dad es un elemento de gravitación nada minúsculo), y discurso /s para
nombrar los desarrollos sémicos mayores, perceptiblemente unificados,
diferenciables por ende, y que a modo de vasos sanguíneos recorren el
cuerpo del texto (del latín «dis», separación, y «cursum», corriente). Se su-
bentiende, a partir de este doble distingo, que un texto puede (y suele)
alojar en su interior a más de un discurso y que esos discursos no tienen
que vivir en paz entre ellos. Pueden ser y son a menudo, discursos antagó-
nicos. Finalmente, la disciplina que se ocupa de los textos y los discursos
es, será, para nosotros, la teoría crítica.
Al pluralizar la segunda parte de la tesis que precede, yo espero haber
puesto de relieve que para mí la equivalencia ordinaria entre texto y discurso,
que da por supuesta la distribución de un discurso en o para cada texto, aun-
que pudiera producirse, no es una necesidad y ni siquiera una probabilidad.
Por supuesto, esta caracterización que he hecho del texto como el receptáculo
de un caudal discursivo de afluentes múltiples echa mano de una terminolo-
gía que desde los años sesenta en adelante ha sido objeto de un abuso despia-
dado. Derrida habla del advenimiento de la «destrucción del libro», el que
según anuncia «desnuda la superficie del texto»; Foucault de las «reglas del
discurso»; Habermas del «discurso filosófico de la modernidad»; y Fredric
Jameson, en un artículo que hizo época, se regala a sí mismo un field day dán-
dole con toda su alma a la «ideología del texto», para limitar esta lista (que de
otro modo sería excesiva) a sólo cuatro ítems todos ellos de credenciales inta-
chables 21 . Por mi parte y sin perjuicio de algunas precisiones que agregaré en
lo sucesivo, reconozco el vínculo que tiene mi trabajo no tanto con la perspec-
tiva foucaultiana, que como es sabido utiliza la palabra discurso en relación
con una matriz en la que se conjugan temas relativos al saber, la verdad y el
poder22, como con la de los llamados lingüistas «del texto» y «del discurso».
Entre los primeros, estoy pensando en teóricos como R. Beaugrande y W. V.
Dresler y los participantes en el llamado Proyecto de Konstanz, de los cuales
Teun van Dijk y Janos Petiifi son los más conocidos. Entre los segundos, en
Michael Halliday, John Sinclair y Malcolm Coulthard 23 . Asimismo, me parece
del todo aprovechable la distinción, que la mayoría de ellos emplea (la ver-
dad es que la toman de las investigaciones que inició Charles S. Peirce en el
siglo pasado, y que reanudan Charles Mor ri s y Rudolf Carnap en los años
treinta, cuarenta y cincuenta de nuestro propio siglo), entre el objeto de la
semántica y el de la pragmática, entre «lo que la oración significa» de suyo y un
suplemento significacional que se hallaría constituido por «lo que el hablante
intenta transmitir con su emisión de la oración» 24 . Por último, encuentro, como
podrá comprobarse en los párrafos siguientes, aportes interesantes, que con-
tribuyen al desarrollo de mi pensamiento, en los escritos de Umberto Eco,
Mijail Bajtín y los neogramscianos de Australia.
En A Theory of Semiotics, de 1976, Eco fija un límite que mantendrá inal-
terado en sus libros posteriores: «Digo que por lo común un sólo vehículo-
signo pone de manifiesto muchos contenidos entretejidos y que por lo tanto
lo que se denomina habitualmente un 'mensaje' es en realidad un texto cuyo
contenido es un discurso de múltiples niveles» 25 . Y en The Role of the Reader :
«lo que uno llama 'mensaje' es habitualmente un texto, esto es, una red de
mensajes diferentes que dependen de códigos diferentes y que funcionan en
diferentes niveles de significación» 26 . La aproximación de Eco es lingüística (o
semiótica), como el lector habrá podido darse cuenta, y con una orientación
que por lo menos en esta cita combina aspectos sintácticos y semánticos. En
general, yo creo que lo que puede decirse acerca de ella es que refleja bien una
postura de compromiso adoptada por Eco ante la evidencia de una problemáti-
ca de riesgos previsibles y que él ha preferido soslayar. En efecto, no encontra-
mos referencia alguna en las palabras del lingüista italiano a la posibilidad de
que el esfuerzo de significar se contamine con la falta de homogeneidad o
entereza que según declara ha descubierto en el texto. Aun cuando en el texto
del que él habla en 1976 caben «muchos contenidos entretejidos» y en el de
1979 toda «una red de mensajes», esa abundancia de contenidos y mensajes
no acarrea consigo una abundancia correlativa de discursos. En su plantea-
miento, el discurso sigue siendo uno para cada texto e incluso cuando ese
discurso se observa quebrantado por la coexistencia de «niveles de significa-
ción» diferentes.
Una perspectiva más audaz que esta de Eco es la que detectamos en los
trabajos de Mijail Bajtín. Para Bajtín la opulencia discursiva del texto consti-
tuye, como luego veremos, una certidumbre precoz. Espiguémosla nosotros,
sin embargo, desde una publicación de 1934 ó 1935. Me refiero a «El discurso
en la novela», el magnífico ensayo que sucede a su gran libro sobre
Dostoyevski, donde, con un argumento que desborda el marco de referencia
exclusivamente lingüístico, Bajtín contrapone a la orientación unificadora y
centralizadora, que es la que él siente que prevalece entre los lingüistas de su
tiempo, la realidad de que «en cualquier momento de su evolución, el lengua-
je se estratifica no sólo en dialectos en sentido estricto, sino también —y para
nosotros esto es lo esencial— en lenguajes que son socioideológicos: lenguajes
de grupos sociales». A mayor abundamiento, piensa Bajtín que «cada emisión
concreta del sujeto hablante es un punto sobre el cual confluyen fuerzas cen-
trifugas y centrípetas. Los procesos de centralización y descentralización, de
unificación y desunificación, se cruzan en la emisión; la emisión no sólo
obedece a los requisitos de su propio lenguaje, como la encarnación indivi-
dualizada de un acto de habla, sino que obedece asimismo a los requisitos de
la heteroglosia» 27 .
¿De dónde extrajo Bajtín la materia prima filosófica que lo indujo a
formularse estas preguntas durante el primer lustro de la década del treinta?
¿Cómo logró adelantarse a una perspectiva multidiscursiva del texto? ¿Cómo
a los presupuestos de la sociolingüística y de la lingüística del habla? Debo
decir que todo esto a mí me maravilla y me confunde, y mi sospecha es que su
neokantismo, su antisaussureanismo y su relación de amor y de odio con el
marxismo (y, en particular, con el Estado soviético) son todas condicionantes
a las cuales no debiéramos echar en saco roto pero que tampoco acaban de
resolver el enigma28 . Tal vez, y a lo mejor algo más que tal vez, convenga
retrotraer esa tesis bajtiniana de mediados de la década del treinta a un ha-
llazgo que la precede en unos cinco o más años. Me refiero al postulado de la
«multiacentualidad» del signo, que en 1929 hace su debut en El marxismo y la
filosofa del lenguaje, el misterioso libro de V. N. Volosinov, el que si es que
vamos a creerles a los que saben (o dicen que saben) no es mucho más que un
prestanombre para el joven Bajtín. El hecho es que en las páginas de ese libro
se insiste hasta lindar con la vehemencia en el valor que el exégeta del discur-
so ha de otorgarle a la «emisión concreta», al «fenómeno vivo del lenguaje», y
que consecuentemente se procede al despliegue de un ataque en regla, desde
posiciones marxistas o neomarxistas, contra el idealismo lingüístico de inspi-
ración saussureana (Bajtín/Volosinov hablan más bien de «objetivismo
abstracto» y vincula / n las operaciones del mismo a la lógica de las matemáti-
cas, a la que no le preocuparían «las relaciones del signo con la realidad real
que en él se refleja ni con el individuo que lo origina, sino la relación de signo a
signo dentro de un sistema cerrado» 29 ), inaugurándose así una línea de trabajo
que incrementada constante y consistentemente será la brújula que oriente
los ensayos posteriores del teórico y crítico ruso: «La existencia que se refleja
en el signo no sólo se refleja sino que se refracta. ¿Cómo se determina esta
refracción de la existencia en el signo ideológico? Mediante la intersección de
intereses sociales orientados de maneras diferentes dentro de una y la misma
comunidad sígnica, esto es, mediante la lucha de clases. / / La clase no coincide
con la comunidad sígnica, esto es, con la comunidad que forman la totalidad
de los usuarios del mismo set de signos para la comunicación ideológica. Así
varias clases diferentes usarán uno y el mismo lenguaje. A consecuencia de
ello, acentos orientados diferentemente se atraviesan en cada signo ideológi-
co» 30 .
De alcances no menos ambiciosos es el reciclaje de Gramsci, que en este
mismo sentido, aunque sistematizando mejor que Bajtín tanto la multidimen-
sionalidad social e ideológica del texto como la manera de organizar esa
multidimensionalidad dentro de una «articulación» coherente del material
discursivo, promueven Tony Bennett y un grupo de investigadores australia-
nos. Escribe Bennett en 1986: «Para Gramsci las prácticas culturales e
ideológicas tienen que ser comprendidas y evaluadas en términos de su
funcionamiento dentro de las relaciones antagónicas entre la burguesía y la
clase trabajadora, las dos clases fundamentales en la sociedad capitalista [...]
Cuando Gramsci se distancia de la tradición marxista previa es cuando razo-
na que las relaciones culturales e ideológicas entre la clase gobernante y las
clases subordinadas en las sociedades capitalistas consisten menos en el do-
minio de la primera sobre las últimas que en la lucha por la hegemonía —esto es,
por el liderazgo moral, cultural, intelectual y, por lo tanto, político del conjun-
to de la sociedad— entre la clase gobernante y, en tanto que es la principal de
las subordinadas, la clase trabajadora».
Y sigue: «Esta sustitución del concepto de hegemonía por el de
dominio no es, como lo han sugerido algunos comentaristas, meramente ter-
minológica; introduce una concepción por completo diferente de los medios
con los cuales se conducen las luchas culturales e ideológicas. Mientras que,
de acuerdo con la tesis de la ideología dominante, la cultura y la ideología
burguesas buscan reemplazar la cultura y la ideología de la clase trabajadora
y de esta manera llegar a ser directamente operativas en la articulación de la
experiencia de los trabajadores, Gramsci argumenta que la burguesía puede
transformarse en una clase hegemónica, conductora sólo en la medida en que
la ideología burguesa es capaz de acomodar, de encontrar algún espacio para
las culturas y valores de las clases que se le oponen» 31 .
Para el texto de la cultura popular, a cuyo estudio e interpretación se
dedican preferentemente Benne tt y su equipo de trabajo, las consecuencias de
la posición que él verbaliza de este modo son decisivas: al ponérselo en con-
tacto con un aparato teórico gramsciano o neogramsciano, ese texto popular
(y, potencialmente, todos los textos) deja /n de ser estructura / s monológica / s,
el o los espacios de un discurso que es una cosa y sólo una, a saber: la expre-
sión más pura de la conciencia de la clase trabajadora o el resultado nefasto
de la alienación que esa misma clase experimenta cuando es víctima del po-
der despersonalizante de los medios de comunicación de masas o de los
turbios manejos de la industria del espectáculo, y se convierten en el locus
de corrientes discursivas múltiples, todas las cuales coexisten en el espacio
textual pero sin que ninguna neutralice a las otras merced a su mayor fuerza
relativa. Si bien es cierto que alguno o algunos de esos hilos de discurso asu-
mirán finalmente una función de «liderazgo» y que imprimirá in a causa de
eso un cierto carácter a la totalidad, ello va a ocurrir sólo al cabo de un proce-
so de negociación y dentro de un pattern articulatorio que no constituye una
copia del discurso hegemónico y que por consiguiente les garantiza su no
exclusión a aquellos discursos que no coinciden con el espíritu de la ley.
No cabe duda de que Benne tt y su gente les están respondiendo de
esta manera a los seguidores de la polémica frakfurtiana y, más exactamente
aún, a los admiradores de la diatriba adorniana contra la cultura de masas",
para lo cual ellos erigen un tinglado teórico que reivindica el valor de los
objetos de esa cultura en contra de los prejuicios del aristocratismo estetizan-
te de los de Frankfurt, el mismo cuyos responsables no trepidaron ni siquiera
en exigir la instalación de un control oficial u oficioso sobre los medios". Ob-
servemos por nuestra parte que un retorno a las posiciones de Gramsci es el
que casi unánimemente permea el trabajo de los críticos culturalistas de la
nueva ola, sobre todo el que en esta dirección vienen produciendo los ingle-
ses y los norteamericanos, e inclusive el de algunos teóricos de la América
nuestra como se comprueba en las publicaciones de Néstor Garda Canclini y
Jesús Martín Barbero. En palabras de este último: «fuimos descubriendo todo
lo que el pensamiento de Frankfu rt nos impedía pensar en nosotros, todo lo
que de nuestra realidad social y cultural no cabía ni en su sistematización ni en
su dialéctica [...] Ahí se buscaba pensar la dialéctica histórica que arrancando
de la razón ilustrada desemboca en la irracionalidad que articula totalitarismo
político y masificación cultural como las dos caras de una misma dinámica».
En cuanto al antídoto contra el mandarinismo de Horkheimer y Adorno, Bar-
bero cree que hay que extraerlo, en primer lugar, «del concepto de hegemonía
elaborado por Gramsci, haciendo [que sea así] posible pensar el proceso de
dominación social ya no como una imposición desde un exterior y sin sujetos,
sino como un proceso en el que una clase hegemoniza en la medida en que
representa intereses que también reconocen de alguna manera como suyos
las clases subalternas» 34 .
Con todo, yo siento que tampoco puedo desentenderme de la distan-
cia que separa mi propia tesis de las que acabo de reseñar, entre otras cosas
porque la que yo suscribo procura moverse combinando instrumentos teóri-
cos de distinto domicilio y expectativas. Esta metodología transterritorial y
multisistémica, que atrae y procesa informaciones diversas, es por supuesto
la que mejor se adecua a la propensión antihumanística con la que paradóji-
camente se enfrentan hoy día las «ciencias humanas», pero si yola prefiero no
es tanto por esa razón, que según se verá oportunamente me parece discuti-
ble, como por las consecuencias de orden práctico que de ello se derivan,
porque me libera de ataduras disciplinarias odiosas, dándome la licencia que
necesito para proceder a un tratamiento productivo del tema. Es probable
que el peligro de contradicción sea así mayor que el que correría mi argumen-
to si se mantuviera circunscrito entre las riberas de una sola disciplina, soy el
primero en admitirlo, pero creo que las ganancias teóricas que se pueden ob-
tener escogiendo este otro camino justifican la temeridad del intento.
Me propongo proyectar por consiguiente el sentido de la tesis que aquí
propongo contra el trasfondo epistemológico que genera la colaboración con-
temporánea entre la lingüística, la teoría de la ideología y el psicoanálisis. Me
refiero en este último caso a la reflexión psicoanalítica que, desde los semina-
rios de Jacques Lacan en los años cincuenta, entra en un diálogo sostenido y
recíprocamente fecundo con esas otras disciplinas. Emile Benveniste, quien
hasta donde yo sé fue el primer lingüista contemporáneo que procuró eva-
luar el impacto que el freudismo y el lacanismo estaban teniendo sobre el
objeto y las metodologías de su quehacer profesional (a Lacan lo cita expresa-
mente en 1956, y mi sospecha es que la relectura freudiana de Lacan es ni más
ni menos que el gatillo que dispara la reflexión de Benveniste), lo tradujo en
estos términos: «En primer lugar, reconocemos el universo del acto indivi-
dual de habla, que es el de la subjetividad. A través del análisis freudiano, se
puede ver que el sujeto hace uso del acto de habla y del discurso para 'repre-
sentarse sí mismo' a sí mismo, como él quiere verse y como les pide a los otros
que lo observen. Su discurso es solicitación y recurso: una a veces vehemente
solicitación del otro, por medio del discurso en el cual él se figura a sí mismo
desesperadamente, y un recurso a veces mendaz dirigido hacia el otro para
individualizarse él a sí mismo ante sus propios ojos. Por el mero hecho de
dirigirse a otro, el que habla de sí mismo instala al otro en sí mismo, y por lo
tanto se aprehende, se confronta y se establece como él aspira a ser, y final-
mente se historiza en esta historia incompleta o fraudulenta. El lenguaje se
usa aquí por lo tanto como el acto de habla, convertido en la expresión de una
subjetividad instantánea y elusiva que constituye la condición del diálogo».
A eso añade Benveniste que «La lengua del sujeto provee el instrumento
de un discurso en el cual su personalidad se libera y se crea, sale al encuentro
del otro y se hace reconocer por él. Ahora bien, la lengua es una estructura
socializada a la que el acto de habla subordina para fines individuales e inter-
subjetivos, añadiéndole así un diseño nuevo y estrictamente personal. La
lengua es un sistema común para todos; el discurso es el portador de un men-
saje y el instrumento de la acción. En este sentido, las configuraciones de todo
acto de habla son únicas, realizadas dentro y por medio de la lengua. Hay así
una antinomia en el sujeto entre el discurso y la lengua. Pero para eI analista la
antinomia se establece en un plano muy diferente y asume un significado distinto. El
analista tiene que mostrarse atento al contenido del discurso, pero no menos
y especialmente a las lagunas que se producen en él. Si el contenido lo infor-
ma sobre la imagen que el sujeto tiene de la situación y sobre la posición que
él se atribuye a sí mismo en ella, el analista busca en este contenido un contenido
nuevo: el de la motivación inconsciente que procede del complejo soterrado.
Más allá del simbolismo innato del lenguaje, él percibirá un simbolismo espe-
cífico que se ha formado, sin que el sujeto lo sepa, tanto de lo que se omite
como de lo que se afirma. Y dentro de la historia en la que el sujeto se ubica, el
analista provocará la emergencia de otra historia, que explicará la motiva-
ción. Así, él tomará el discurso como la traducción de otro 'lenguaje', el que
posee sus propias reglas, símbolos y 'sintaxis', y que remite a las estructura
profundas de la psiquis».
Recurre Benveniste en seguida al juicio de Freud, cuando éste asevera
que ese «otro lenguaje» no sería privativo de la neurosis o los sueños, sino
que en general constituye un recurso característico del que se valen los
procesos de ideación inconsciente, siendo reconocible por eso, además, en el
folklore, los mitos populares, las leyendas, los modismos lingüísticos, la
sabiduría proverbial y las bromas. De aquí pasa el lingüista citado a una ca-
racterización del «área» de surgimiento del excedente extrasemántico, acerca
de cuya existencia a él no parece caberle ya ninguna duda, y esta vez hacién-
dose cosignatario de un fraseo que yo no sé si nos remite a Lacan de una
manera directa, pero que trae en todo caso a mi memoria las consabidas
regiones del mapa antropológico lacaniano: «esto establece exactamente el
nivel del fenómeno. El área en que aparece el simbolismo inconsciente, se
podría decir que es al mismo tiempo infra y supralingüística. En tanto infra-
lingüística, tiene su origen en una región más profunda que aquélla en la cual
la educación instala el mecanismo lingüístico. Hace uso de signos que no se
pueden dividir y que admiten variantes individuales numerosas, suscepti-
bles ellas mismas de acrecentarse mediante la referencia al dominio común
de una cultura o a una experiencia personal. Es supralingüística, en tanto
hace uso de signos condensadísimos, que en el lenguaje organizado corres-
ponderían más a unidades vastas de discurso que a unidades mínimas. Y una
relación dinámica de intencionalidad se establece entre estos signos que
supone una motivación constante (la realización de 'un deseo reprimido') y
que sigue los senderos indirectos más notables». Y concluye su planteamien-
to, pero a mi modo de ver frenando el ímpetu rupturista que exhibiera
durante la primera etapa del mismo, mitigando de ese modo sus alcances y
devolviéndolo al fin de cuentas hasta el corral de los lingüistas ortodoxos:
«Siguiendo esta comparación, uno se pone en camino de comparaciones pro-
ductivas entre el simbolismo del inconsciente y ciertos procedimientos
típicos de la subjetividad que se manifiestan en el discurso. En el nivel del
habla, se puede ser preciso: ellos son los recursos estílisticos del discurso» 35 .
Basándome entonces en esta reflexión de Benveniste, pero pidiéndole
también un poco más de lo que él me quiere dar de buena gana (en realidad,
pidiéndole a Benveniste que se olvide de una vez por todas de la «estilística»,
en cuya institucionalización se empeñó su colega Charles Bally desde los pri-
meros años del presente siglo, y que se constituya en cambio en precursor de
ese evento crucial que es la detección de un lenguaje dentro del lenguaje y de
unos mecanismos peculiares, «infra» y «supralingüísticos», a través de los
cuales el segundo lenguaje se estaría dando a conocer en las «lagunas» del
primero), yo daré por demostrado en lo que sigue que las dimensiones extra-
semánticas del texto no son o no son siempre conscientes (incluso que no son
o no son siempre postedípicas, como luego veremos), que ellas poseen un
peso ideológico inobviable tanto como unos medios expresivos propios y que,
además, tampoco son o no son necesariamente incrustaciones que el hablante
le hace a la significación de un único texto-discurso, sino que con frecuencia
ellas forman discursos completos, continuidades coherentes de signos, más o
menos opacas en un primer acercamiento, a menudo antagónicas y cuyo sen-
tido total es susceptible de ser re-producido por el estudioso o el crítico me-
diante su trabajo de interpretación.
Pienso también que esta postura que acabo de resumir, sin identificar-
se por entero con la de Julia Kristeva, se acerca a la de ella considerablemente,
beneficiándose de los resultados de investigaciones tales como Séméiotiké...,
La révolution du language poétique, Polylogue y demás escritos posteriores de la
autora. Como es sabido, a fines de los años sesenta y durante los setenta,
mientras que por un lado descubría a Bajtín para Occidente, por otro Kristeva
profundizaba en las consecuencias del giro lacaniano hacia la lingüística y
hasta procuraba fundar una ciencia lingüística nueva, a la que bautizó «séma-
nalyse» y de la que después se desentendió, pero con la que quiso añadirle a la
materia prima saussureana y jakobsoniana que utilizara Lacan diez años
antes que ella una serie de otros conceptos surgidos en capítulos posteriores
de la evolución de los estudios en torno al lenguaje. Hoy sabemos que en
efecto muchos de los conceptos pivotes de aquel sémanalyse kristeviano de
principios de los años sesenta se derivaban de la nomenclatura técnica de la
gramática transformacional de Chomsky, de la teoría de los campos
semánticos de Pierre Giraud y de los descubrimientos de la lingüística estruc-
tural de Greimas a Benveniste. De todo eso, sin embargo, mi impresión es que
la influencia de verdad perdurable sobre el trabajo de Kristeva fue la del últi-
mo de los nombrados, más que nada a través de su dicotomía entre la «len-
gua» y el «discurso» o, como el mismo lo establece, entre el «sistema de la
lengua» y el «habla humana en acción» 36 . No cabe duda de que con tales dis-
tinciones Benveniste estaba preparando el terreno para las exploraciones
siguientes de la teórica búlgara, poniendo a su disposición el dispositivo
conceptual y científico que, al menos en lo que concierne a la lingüística con-
temporánea (porque ya se ve que no hay que desentenderse de la poderosa
gravitación que sobre su trabajo de esos años tiene Mijail Bajtín, algo a lo que
nosotros nos referimos ya y sobre lo cual volveremos otra vez más adelante),
habría de distanciarla de Ferdin an d de Saussure y conducirla hacia una lin-
güística del habla o, como Kristeva preferirá decir, hacia una lingüística del
«sujeto parlante».
Uno de los principales frutos de esta incorporación de Kristeva en la
trayectoria teórico-crítica cuyo curso estamos tratando de cartografiar en las
páginas de este libro es la distinción que ella ensaya entre «genotexto» y «fe-
notexto». Escribe en La révolution du langage poétique: «Podemos examinar ahora
el modo cómo funcionan los textos. Lo que llamaremos el genotexto incluirá
procesos semióticos pero también el advenimiento de lo simbólico. Lo prime-
ro incluye pulsiones, su disposición y sus divisiones del cuerpo, más el sistema
ecológico y social que rodea al cuerpo, tales como los objetos y las relaciones
preedípicas con los padres. Lo segundo incluye la aparición del objeto y el
sujeto, y la constitución de núcleos de significación que involucran catego-
rías: campos semánticos y categoriales [...) Usaremos el término fenotexto para
denotar el lenguaje que sirve a la comunicación y que los lingüistas describen
en términos de 'competencia' y 'performance'. El fenotexto está constantemen-
te dividido y dividiéndose, y es irreductible a los procesos semióticos que
funcionan a través del genotexto. El fenotexto es una estructura (que puede
ser generada, en el sentido de la gramática generativa); obedece a reglas de
comunicación y presupone un sujeto de enunciación. El genotexto, por otra
parte, es un proceso; se mueve a través de zonas que tienen bordes relativos y
transitorios y constituye un sendero que no está restringido a los dos polos de
información unívoca entre dos sujetos plenos» 37 .
Opino yo que esta propuesta de Kristeva cancela algunos de los pudo-
res que detectábamos en la semiótica de Eco a la vez que amplía y complejiza
las observaciones de Bajtín, Bennett e incluso las de su primer maestro Emile
Benveniste. Puntos destacables en ella son la restricción de la competencia de
la lingüística tradicional a las operaciones que tienen lugar en el nivel del
fenotexto, el reconocimiento de que por debajo del fenotexto existe un segun-
do nivel, el del genotexto, que es un nivel que dicho sea de paso pertenece
también a la órbita del lenguaje pues abarca «procesos semióticos pero
también el advenimiento de lo simbólico», aun cuando sea por otra parte
inaccesible a los análisis que lleva a cabo el lingüista típico (Kristeva se ha
enterado obviamente de las especulaciones del autor de los Problemas de lin-
güística general en torno a la existencia de un «área infra y supralingüística»,
allí donde «los signos no se pueden dividir» y «admiten variantes individua-
les numerosas», que son «susceptibles de incrementarse» más aún, pero, al
contrario de lo que piensa Benveniste, entiende que los profesionales del len-
guaje, por muy «estilistas» que ellos sean, nada es lo que tienen que hacer en
semejante dominio), y el de que en este nivel del genotexto ni la información
es «unívoca» ni el sujeto del discurso es un «sujeto pleno».
Pese a todo, yo siento que la oposición freudiana entre conciencia e
inconsciencia se confunde en la propuesta de Kristeva peligrosamente con la
oposición lacaniana entre lo simbólico y lo imaginario (o «lo semiótico», como
ella lo denomina, apuntando más bien hacia el punto de partida preedípico
en el proceso de la construcción psicoanalítica del sujeto), y eso hasta el punto
de que no ha faltado el / la comentarista que equivocó su camino en el interior
de este laberíntico discurso 38 . El error era del /la comentarista, qué duda cabe,
pero facilitado por una falta de transparencia epistemológica de parte de la
propia Kristeva, por una indistinción entre niveles que es ella misma quien
promueve y que yo pienso que deviene inextricable de sus pronunciamien-
tos. Así, es Kristeva quien induce a sus lectores a perderse en las sinuosidades
de su teoría, borroneando las huellas que separan a una comarca de la otra.
También es consecuencia de esta misma estrategia oscurantista el que en su
concepción del texto los discursos subalternos tiendan a reducirse a un sim-
ple amago de lo que no ha llegado todavía, y quizás nunca llegue a ser, un
acto verdadero de comunicación. De donde proviene, en el dominio estético,
la propensión kristeviana a privilegiar, bastante más de lo que a nosotros nos
agrada y consideramos necesario, el estilo representacional de las vanguar-
dias.

Pero un segundo y aún más atendible corolario de esta tesis es el que


tiene que ver con las dificultades que el estudioso y el crítico de nuestros días
encuentran cuando ellos se aprestan a dar cuenta de la «unidad» de los textos
con los que trabajan. El viejo problema de la unidad de tal o cual poema (La
Araucana) o de tal o cual novela (El Quijote), casi un reflejo condicionado entre
nuestros profesores de literatura de antaño, y el que se agudizaba todavía
más por la huella que habían dejado sobre las adhesiones artísticas de esos
buenos maestros los rígidos patrones de la novela realista decimonónica
-pero que tampoco podemos desconocer que obedece igualmente a una causa
de orden más general, con lo que que me refiero a una problemática que aflo-
ra lo mismo en Aristóteles que en Kant, en Hegel que en Croce-, yo tengo la
impresión de que acaba convirtiéndose, si lo mantenemos prisionero dentro
de los confines del objeto, en un callejón sin salida. Es lo que les pasa, por
ejemplo, a los flamantes partidarios del «fragmento», quienes, al privilegiar
los derechos de lo incompleto y discontinuo por sobre los de lo completo y
continuo, o declaran su impotencia de facto para darle una solución más o
menos decorosa a la cuestión de la unidad o recuperan la unidad de un modo
oblicuo y, en definitiva, inconducente para cualquier otro fin que no sea el de
ponerlos a ellos en óptimos términos con el último grito de la frivolidad post-
moderna. «Desde los tiempos de Aristóteles que nos han enseñado a buscar
la armonía, el orden y la unidad a expensas de la discordancia, el desorden y
la dispersión», se quejaba uno de tales personajes en el «Prefacio» a un volu-
men colectivo de principios de los años ochenta. Pero este mismo filósofo a la
mode, como vemos tan dispuesto a entregar su vida por los derechos del des-
barajuste, no tenía después ni el menor reparo para declarar que «de parte
nuestra, el reconocer la fragmentación nos obliga a imaginar que la obra se
sostiene merced a un orden ideal subsumido, aunque a veces invisible» 39 . Per-
sonalmente, estimo que esto es apoyar una exhibición de incoherencia con
otra exhibición de incoherencia, lo que es un forma de ser coherente pero que
en mí no suscita ningún ansia emulatoria. Es afirmar que ha sonado por fin la
campana de la libertad y del caos, pero en el bien entendido de que a esa
libertad y a ese caos los «sostiene», aunque a primera vista no podamos no-
tarla, una (com)plenitud superior.
Una réplica similar a ésta me parece que podríamos darle al más próxi-
mo y no menos atolondrado alegato de Antony Easthope, quien en Literary
into Cultural Studies le reprocha a la estética de la modernidad el no haberse
atrevido a desafiar la misma tradición que el personaje de la cita anterior vili-
pendia, la que arranca desde Aristóteles y se aproxima al texto literario como
si éste fuera «una unidad autoconsistente, un elemento que ha de valorarse
de acuerdo con este criterio implicito» 40 . Por algo será, digo yo. Easthope,
quien se encarama sobre la palestra teórica con la intención de probarnos des-
de esa altura estupenda que la evaporación de un criterio para definir lo
literario es una consecuencia directa del «descubrimiento» postmoderno de
que el texto constituye una «totalidad heterogénea» (en rigor, lo que habría
que replicarle es que ni siquiera se trata de un descubrimiento postmoderno,
a menos que pretendamos retrotraer los orígenes de la postmodernidad al
colapso del integrismo premoderno y a las compartimentalizaciones del uni-
verso discursivo que se derivan de la intensificación de la división del trabajo
que promueve el nuevo tipo de productividad capitalista y que es algo que en
Occidente profundiza la filosofía de Kant), efectivamente confunde dos pro-
blemáticas distintas, extrapola conclusiones que pertenecen a un lado con
premisas que salen del otro y acaba haciendo de su argumento una performan-
ce intelectual que está muy lejos de ser impoluta.
Volvamos entonces a lo que de veras importa. Si el texto que aquí nos
interesa se encuentra habitado por más de un discurso, ¿dónde y cómo pode-
mos distinguir su unidad? Con Wayne C. Booth como su abanderado 41 , las
respuestas que se le dieron a esta pregunta hasta el primer lustro de la década
del sesenta fueron numerosas, aunque en el fondo ellas hayan sido todas ra-
mas de un solo tronco, y se movieron desde el autor real al ficticio, al implíci-
to y a otros constructos de parecido jaez, muchos de los cuales nosotros cono-
cemos porque los hemos conjurado en ocasiones diversas, por lo común en la
sala de clases, pero no sin darnos cuenta de que eran algo así como un premio
de consuelo habida cuenta de la carencia y la nostalgia que en nuestra prácti-
ca pedagógica provocaba la eliminación del autor. Respecto de su populari-
dad en el desempeño académico escrito, existe en estos momentos un buen
recuento de Paul Ricoeur, lo que a mí me ahorra la fatiga de proveer otro 42 .
Por eso, será suficiente que para añadir concreción y fortaleza a esta
parte de mi argumento yo traiga a la memoria nada más que a uno de aque-
llos artificios metodológicos, que he seleccionado en virtud de su lucidez y
elegancia, esto es, porque representa la que mi juicio es lá mejor respuesta
que el pensamiento de los años sesenta supo darle a la pregunta por la entere-
za del texto y porque además me parece dueño de un hermoso antojo de so-
fisticación. Fue propuesto por Gérard Genette, en un ensayo de 1964, que él
recogió después en el primer volumen de Figures. Allí el teórico estructuralis-
ta especuló sobre la existencia de un «principio de inteligibilidad objetiva», el
de la estructura que subyace a la obra, principio que él advierte que sería
«accesible únicamente por medio del análisis y de conmutaciones a una espe-
cie de espíritu geométrico que no es la concienda» 43 . Eran esos otros tiempos
sin duda, los del apogeo del estructuralismo en un París nouvelIe vague, que
no anticipaba (no tenía por qué hacerlo en realidad) los descalabrantes suce-
sos del 68. Pero tampoco se puede decir que la proposición de Genette fuera
inaudita. En el fondo, yo pienso que debemos ver en ella una tentativa postre-
ra, husserlianamente hábil y que por lo mismo no se encuentra muy lejos de
la de Martínez Bonati en Chile (ambas descansan sobre la hipótesis de que la
conciencia, la «intencional», o sea la que se dirige al objeto, según enseña
Husserl, es capaz de percibir esencialmente todo cuanto existe sobre la faz de la
tierra, dependiendo el desenlace irreprochable de esa actividad cognoscitiva
del ahuyentamiento previo de cualquier «presuposición» sea ésta filosófica-
mente formalizada o de sentido común. La metodología conforme consiste en
«suspender» las presuposiciones, poco importa el ascendiente o el prestigio
ideológico con el que éstas se adornan, y en poner «entre paréntesis» la pre-
gunta por el origen de la conciencia y el mundo), de darle al trabajo con la
literatura un objeto «científico», provisto de una «legalidad» que lo precede y
la que no depende de ningún observador particular.
Pero ya Barthes, en 1968, cuatro años después de esa publicación de
Genette, manifestaba sus dudas respecto de la viabilidad, sino de la legitimi-
dad tout court, del proyecto estructuralista. Se recordará que en «La muerte
del autor» Barthes observó que «el texto se compone de escrituras múltiples,
procedentes de muchas culturas y que entran en relaciones mutuas de diálo-
go, parodia o disputa». Esto, que como es de imaginarse desparrama al texto
centrifugamente, constituiría un problema ciertamente insuperable para nues-
tras tentativas de recuperación de su entereza si no fuera porque existe tam-
bién «un lugar en donde la multiplicidad se detiene y ese lugar es el lector y
no, como se ha dicho hasta ahora, el autor». Y sigue diciendo Barthes: «El
lector es el espacio en el cual todas las citas que hacen a una escritura se ins-
criben y sin que niguna se pierda; la unidad de un texto se encuentra no en su
origen sino en su destino»`.
Con estas frases, el imperativo de discernirle al texto una unidad, algún
tipo de unidad, estaba llegando hasta el último de sus paraderos posibles.
Después de eso, el espectáculo que se abría hacia el futuro era el de la inmen-
sidad de la pampa, un territorio carente ya de asignaciones territoriales de
cualquiera índole, sin demarcaciones ni cercos visibles, y ahí lo único que
quedaba por hacer era abandonarse en los brazos de la dispersión, algo con lo
que el mismo Barthes alcanzó a coquetear un poco antes de su muerte. Pero el
teórico a cuya autoridad nosotros estamos ahora apelando era el que todavía
se hallaba en el medio del camino, el que había dejado de derrochar su genio
crítico en la búsqueda de una «estructura subyacente» a la obra, abjurado en
consecuencia de las tersas elaboraciones de los Elementos de Semiología y el «Aná-
lisis estructural de los relatos», pero sin que eso supusiera aún un deslizamiento
de su muy ilustre persona por el despeñadero de una erótica del puro «inci-
dente» o la pura «sensación». La audacia de 1968, cuando Roland Barthes se
negó a seguirle reconociendo al texto su credencial de Iocus exclusivo de la
significación, constituye hoy por hoy una verdad de principio, en la que to-
dos o casi todos los practicantes de este oficio concurrimos si bien con grados
de entusiasmo que difieren de uno a otro individuo.
Porque hoy no nos parece que el problema de la unidad del texto pue-
da abordarse con esperanzas de éxito sino movemos el lugar de su realización
desde el ámbito clauso del texto mismo hacia la instancia de su «semiosis» o,
para decirlo con las palabras de Charles Sanders Peirce, hacia aquella instan-
cia de la producción del sentido en la que se reúnen e interactúan por lo me-
nos tres entidades Isubjectsl, que son el «signo», su «objeto» y su «interpre-
tant»45 . Dicho esto más sencillamente, prescindiendo por ende de los retorci-
mientos logicistas de la nomenclatura y la prosa peirceanas, de lo que se
trataría, en medio de la borrasca crítica por la que corrientemente estamos
navegando, es de poner el advenimiento del significado del texto en el punto
de encuentro entre los discursos que lo forman, sus objetos respectivos,
cualquiera sea la naturaleza de éstos, y un determinado «horizonte de expecta-
tivas» de intelección (el término es de Jauss), que es el que a nosotros nos
permite dar cuenta del contacto entre objetos y discursos y que además es el
factor desde el cual y con el cual algún / algunos discursos son puestos por
encima de los demás que con él/ellos entretejen la fábrica del texto (Peirce
tiene en mente, creo yo, el tertium comparationis de la antigua retórica).
Ese «horizonte de expectativas» semióticas, cuya naturaleza es cultu-
ral y que por eso debe contar con el endorso de una «comunidad de intérpre-
tes», si es que nos parece todavía utilizable para tales fines la noción que Stan-
ley Fish ha propuesto en varios sitios 46, da sentido a la obra y, durante el pro-
ceso de su darle sentido, ordena y jerarquiza de una u otra manera sus distin-
tos componentes y/o niveles. La tan a menudo mistificada eternidad de los
«clásicos», libros que no envejecen porque su potencial para decir excede a
las condiciones inmediatas de su producción y consumo, lo que suele atribuir-
se a un «universalismo» misterioso que se escondería en algún rincón del
libro mismo (el universalismo en cuyo encomio se regodea Alfonso Reyes,
por ejemplo), tiene pues esta otra y menos arcana explicación. Clásico es un
texto que está diciendo siempre" porque se engasta en la historia de la cultura de
una manera radical, de una manera que, si bien es cierto que no sobrepasa a las
condiciones generales de funcionamiento de esa cultura (mi acceso a los artefactos
semióticos de una cultura que no sea la mía es limitado, aunque los críticos
postcoloniales se empeñen en mantener lo contrario, y me parece que es un
gesto de honestidad intelectual el reconocerlo sobre todo en estos tiempos en
que la frescura antropologística hace que medio mundo se arrogue la facultad
de emitir opiniones llenas de presunción y ligereza acerca de la otra mitad),
sobrepasa sí a las inmediatas que ahí y entonces regulan el contacto presente
del lector con el texto, y por eso es que éste puede decir y volver a decir según
sean las renovadas promociones de individuos que en épocas diferentes se-
miotizan la radicalidad que lo posee empleando para eso sus «estrategias» de
lectura respectivas.
3

Los discursos que habitan un texto se relacionan hacia adentro, entre ellos, y
hacia afuera, con otros discursos. El primer hemistiquio de esta tercera tesis nues-
tra no debiera provocarle al lector ningún asombro si es que éste se ha resig-
nado ya a las consecuencias de la tesis previa, aquélla que hace del texto el
continente de una pluralidad de discursos. Si en un texto existen numerosos
discursos, es concebible e inclusive previsible que se forme algún tipo de en-
lace entre ellos. Más herético deviene por supuesto pensar que ese mismo
enlace se proyecta también «hacia afuera». Respecto de este costado no tan
complaciente de nuestra proposición, lo que nosotros sostendremos en el pre-
sente ensayo es que, así como los discursos que encontramos en un texto se relacio-
nan entre ellos, ellos se relacionan también con otros discursos que se pueden encon-
trar en otros textos. Muchos son los temas de debate que se abren a partir de
nuestra tercera tesis y mi sospecha es que habría que empezar por el más
obvio.
Presiento desde luego que al lector que haya sido adiestrado en el pen-
samiento crítico de antes de ayer una propuesta como esta que yo acabo de
hacerle le va a resultar bastante menos simpática que la anterior, pues nada
cuesta percatarse de que ella atenta desvergonzadamente contra un concepto
o un seudoconcepto que viene constituyendo ya, para dos o tres generaciones
de estudiosos de la literatura, un artículo de fe. Pienso en el dogma de la
autonomía de la obra literaria, en el extremo de cuyas presentaciones didácti-
cas cada texto, y pudiera ser que también cada discurso, si es que a ese
pensamiento que nos ha precedido se le hubiese ocurrido incurrir en seme-
jante distingo, abarcaba un todo autosuficiente que contenía dentro de sí cuanto
al lector le hacía falta para su goce y comprensión. En los libros de los neocrí-
ticos estadounidenses de los años cuarenta y cincuenta, los de Crowe Ron-
som (que fue quien le dio nombre a la tendencia, en The New Criticism, 1941),
Allen Tate, Yvor Winters, Cleanth Brooks, W.K. Wimsatt, Robe rt Penn Warren
y los demás, expuestos todos ellos a las persecuciones que fueron producto
del mcCarthysmo y la Guerra Fría, las que los predisponían para identificar
en los tratos con la historia el camino más seguro al infierno, es donde esta
brida axiomática alcanzó su formulación e imposición poco menos que abso-
luta. Su consecuencia necesaria fue la operación quirúrgica por medio de la
cual los facultativos más competentes dentro del grupo se dieron maña para
separar al texto del contexto y el anatema que tanto ellos como sus acólitos
nacionales (actitud que prestamente imitaron los internacionales 48 ) descarga-
ron sobre cualquier tentativa de introducir «conexiones sociológicas» en el
terreno del análisis concreto. En cambio, llamaron a que los estudiosos de la
literatura nos uniéramos en una cruzada a favor de una «crítica intrínseca»,
que desde su punto de vista sería la única acreedora de validación científica o
semejante puesto que era una crítica que se confesaba desde el comienzo pro-
clive a encauzar su desempeño epistémico haciendo suya la premisa de la
independencia del objeto o, para ponerlo en las palabras del guía espiritual
de la secta, el checo René Wellek, la premisa de que «el estudio literario debe
ser específicamente literario»49.
Ese llamado revelaba desde luego, es casi superfluo que yo lo señale, la
confianza sin límites que el maestro y sus discípulos tenían en sus habilida-
des para discriminar entre lo que era y no era literatura. A ello se debe que,
antecediendo al primer capitulo de la parte cuarta del caballo de batalla del
grupo, la Theory of Literature, destinada en su integridad a «El estudio intrín-
seco de la literatura», y que como se nos deja saber en el prefacio del libro es
de pluma y letra de Wellek, nos encontremos con una «Introducción» cuyo
escrutinio se presume que debiera dejarnos abundantemente persuadidos de
que «El punto de partida natural y sensato en los estudios literarios es la
interpretación y el análisis de las obras literarias mismas», ya que «sólo las
obras mismas justifican nuestro interés en la vida de un autor, en su ambiente
conlsocial
usió y en el proceso entero de la literatura» 50. Un poco más adelante, la
a la que llega Wellek es que «el verdadero poema debe concebirse
como una estructura de normas, actualizadas sólo parcialmente en la expe-
riencia real de sus muchos lectores», a lo que añade que esas normas constitu-
yen al fin de cuentas un sistema de varios «estratos, cada uno de ellos impli-
cando su propio grupo subordinado». La cita que sigue pertenece, como es de
suponerse, a Roman Ingarden 51 .
Como se ha visto al comienzo de estas notas, esa antigua y confortable
confianza ya no está con nosotros. Hoy no nos sentimos en condiciones de
decir, ni menos todavía con la seguridad con que lo hicieron Rene Wellek y
los neocríticos estadounidenses, qué sea eso del «verdadero poema».
En cambio, debemos contentarnos con el despliegue de una plataforma de
trabajo un poco menos ambiciosa que la que ellos propugnaron en su tiempo,
pero a la que intuimos defendible (si bien no inmodificable) y que dice relación
con lo que pudieran ser el discurso y el texto. Agreguemos a esto, como que-
dó establecido más arriba, que el texto en el que estamos ahora pensando se
encuentra ordinariamente habitado por más de un discurso, que los discur-
sos que lo ocupan se relacionan hacia adentro, entre ellos, y hacia afuera, con
otros discursos, y que en vista de tales antecedentes la autonomía y la autosu-
ficiencia, en cualquier caso de la manera beata en que las entendieron y apli-
caron nuestros predecesores de los años cuarenta y cincuenta, no pasan de ser
una superstición.
Más aún: consideramos que convertirse en un devoto de dicha supers-
tición y hacer historia literaria es un contrasentido de proporciones
bochornosas. Digo esto porque hacer historia literaria a base de un libreto epis-
temológico que admite desde la partida la total vanidad del ademán compara-
tivo o, mejor dicho, la obstinación estrambótica y sin destino que iría aparejada
a un esfuerzo mediante el cual lo que se busca es investigar a unos objetos
apelando a su voluntad de vinculo, que es algo que esos objetos supuestamente
no tienen o tienen sólo por añadidura, se aproxima, se comprende que caricatu-
rescamente, a los trabajos de Sísifo. De acuerdo con este predicamento,
historiar la literatura significa ni más ni menos que relacionar a unos textos que
son «autosuficientes», o sea que son textos que carecen historia o no la necesitan,
con otros textos a los cuales ni la compañía de sus pares ni su exposición a los
estímulos del tiempo parecen conmoverlos o serles de ninguna utilidad. La
única y desconsoladora moraleja que los interesados en el tópico podemos
extraer de un evangelio tan peregrino como ése es la que afirma que la histo-
ria literaria, si para algo sirve, no es para una mejor recepción de la literatura.
Otra vez, la opinión de René Wellek es la más enfática al respecto: «La histo-
ria literaria tiene delante suyo el problema análogo [análogo al de la pintura o
la música] de trazar la historia de la literatura como un arte, en un aislamien-
to comparativo [sic] de la historia social,52
las biografías de los autores, o la
apreciación de las obras individuales» .
En realidad, aunque no menos desconfiable, debo decir que resulta más
de mi gusto el cinismo del que hace alarde Paul de Man al ponerse a reflexio-
nar sobre este tema. A la pregunta sobre si es posible pensar en la historia de
una entidad tan «autocontradictoria» como la literatura, su respuesta acumu-
la una serie de tres negaciones y una afirmación. Considera Paul de Man que
no es posible pensar en una «historia positivista», de amontonamiento de datos,
por las razones que todos conocemos y no hace falta repetir; que tampoco es
posible pensar en una historia «intrínseca», a la manera de Wellek, porque ese
es un proyecto ingenuo, que a menudo presupone una noción de la historia
de la que el crítico mismo no se da cuenta (o no quiere darse cuenta, agregue-
mos nosotros); y, por último, que ni siquiera cabe proponerse la escritura de
una historia a partir de la «literaturidad», al modo de los estructuralistas fran-
ceses, porque ello da por existente en el objeto un fundamento esencial (y, por
lo tanto, una estabilidad) de la que éste carece. En tales condiciones, lo único
concebible y tolerable según piensa de Man es una historia que respete el
estatuto autocontradictorio de la literatura, la «aporta» literaria, dicho esto con
su propio lenguaje, y que se haga cargo así de la verdad y la falsedad del cono-
cimiento que la propia literatura nos entrega acerca de sí misma, distinguiendo
de manera rigurosa entre el lenguaje metafórico y el lenguaje histórico, y dan-
do cuenta de la modernidad literaria y de su historicidad a partir de dicha
distinción. Pero esto requeriría de la entrada en el debate teórico de una idea
de la historia que es distinta de todas aquellas que comúnmente se encuen-
tran en el mercado epistémico, lo que para de Man constituye una «empresa
desesperadamente vasta», aunque la misma pudiera ser un modelo, un «pa-
radigma» es lo que él escribe, para la historia en general, pues «al hombre,
como a la literatura, se lo puede definir como una entidad capaz de poner en
entredicho su propio modo de ser». Puesto de otra manera: olvídese usted de
la historia literaria como una disciplina que se ocupa de un objeto homogé-
neo, estable y acerca del cual se pueden postular algunas regularidades. En la
literatura, como en los seres humanos, la homogeneidad, la estabilidad y la
regularidad sólo existen para aguardar el instante de su autodestrucción 53 .

Por su parte, Cedomil Goié, que entre los críticos latinoamericanos fue
aquél que se pronunció con mayor profundidad, coherencia y firmeza en de-
manda de una postura historiográfica «intrínseca», en la «Introducción» a su
Historia de la novela hispanoamericana pone el proyecto promotor de esta clase de
discurso historiográfico bajo la autoridad de Roman jakobson, el que según
refiere Goié con indisimulado alborozo se burló en cierta ocasión de los histo-
riadores literarios no «intrínsecos», o sea de los «extrínsecos», en la jerga de
Wellek, diciendo que ellos se asemejaban «a esos policías que cuando van a
detener a alguien detienen a todo el que encuentran en la habitación donde
vive e incluso a las personas que pasean por la calle próxima»54 . Yo tengo para
mí, sin embargo, que originariamente la intención de producir una historia de
la literatura que iba a hacerse responsable nada más que por las determinacio-
nes «inmanentes» de su objeto constituyó una suerte de second thought o de
concesión forzosa a la que contra sus naturales instintos se vieron arrastrados
los fundadores de esta última época en la historia de la crítica moderna de
Occidente, y me refiero a los formalistas rusos. Ello ocurrió cuando los repre-
sentantes de esa escuela empezaron a sentir el aprieto verdaderamente temible
en el que podían meterlos sus propios prejuicios o en el que podían meterlos los
prejuicios de otros que no sólo eran menos formalistas que ellos sino que ade-
más eran los dueños del poder en el nuevo Estado soviético.
Por eso, no es raro que sea el adalid del grupo, Victor Shklovsky, quien
publicita el nuevo objetivo, en 1923, precisamente en los momentos en que a
los miembros del Círculo Lingüístico de Moscú y a los de la Opoyaz de Petro-
grado la presión bolchevique por «historizar» sus planteamientos les estaba
llegando muy cerca del cuellos'. Ese mismo año Leon Trotsky había publicado
su libro Literatura y arte, en cuyo segundo capítulo observaba que «los forma-
listas (y el más grande de sus genios fue Kant) no miran hacia la dinámica del
desarrollo sino que hacen un corte transversal dentro de ella, en el día y la
hora de su propia revelación filosófica. En la intersección de ese corte, ellos
muestran la complejidad y la multiplicidad del objeto (no del proceso, por-
que no piensan en términos de proceso). Esa complejidad la analizan y la
clasifican. Le dan nombres a los elementos, los que de inmediato son transfor-
mados en esencias, en subabsolutos» 56.
Con más agudeza que muchos de sus camaradas de entonces y de des-
pués, deslizando junto con su crítica algún aplauso entre líneas, Trotsky des-
cubre en las palabras que acabo de citar el impacto que tenían o estaban te-
niendo sobre el programa del formalismo ruso algunas aspiraciones filosófi-
cas que son sus coetáneas. Pienso en aquéllas que son imputables por ejemplo
a la fértil siembra de la fenomenología o, más precisamente, al amplio crédito
que se les dispensó a las propuestas husserlianas desde la fecha de la primera
publicación de los dos volúmenes de las Investigaciones Iógicas, en 1901, entre
otras cosas porque su propósito era ahondar en los «contenidos inmanentes
de la conciencia», prescindiendo el observador para el deslinde de la materia
de análisis hasta del objeto mismo sobre el que había decidido centrar su
atención, «reduciéndolo», poniéndolo «entre paréntesis», así como también
.suspendiendo el juicio» respecto de aquellas determinaciones ideológicas
que a no ser que seamos cuerpos celestes (o celestiales) condicionan y restrin-
gen nuestro acceso al mundo real.
Con ello, en medio de este clima filosófico de belicoso antihistoricismo,
consiguió su salvoconducto el cambio de método que durante esos años se
empieza a producir en el dominio genérico de las investigaciones sobre el
lenguaje desde una postura diacrónica hacia otra sincrónica. Como advertía
Ferdinand de Saussure, circa 1912: «Lo primero que sorprende cuando se es-
tudian los hechos de la lengua, es que para el sujeto hablante su sucesión en el
tiempo es inexistente. Así el lingüista que quiere comprender ese estado tiene
que hacer tabla rasa de todo lo que lo ha producido y desentenderse de la
diacronía. Nunca podrá entrar en la conciencia de los sujetos hablantes más
que suprimiendo el pasado. La intervención de la historia sólo puede falsear
SU juicio [...] Después de conceder lugar excesivo a la historia, la lingüística
volverá al punto de vista estático de la gramática tradicional, pero con un
espíritu nuevo y con otros procedimientos» 57 . A decir verdad, no son pocos
los lingüistas que hoy achacan el título de «padre» de la «ciencia» sobre cuya
arena ellos exhiben sus destrezas y que clamorosamente depositan sobre la
persona de Ferdinand de Saussure, no tanto a la división entre «lengua» y
«habla» o a la teoría de las dos caras del signo lingüístico que el maestro pro-
puso, ni siquiera al estreno en sociedad del dadivoso principio de la «diferen-
cia», sino más bien al hecho de que, apoyándose en la premisa de que el obje-
to de conocimiento de la disciplina debe ser el lenguaje tal y como éste se
presenta en la conciencia del hablante, Saussure «fue el primero que alejó a la
lingüística europea de su ocupación exclusiva con las explicaciones históricas
de los fenómenos lingüísticos volviéndola hacia las descripciones de la es-
tructura del lenguaje en un punto dado del tiempo» 58 .
De ahí que Trotsky no sólo reconozca sino que también aprecie el pro-
yecto de sus compatriotas formalistas. Percibe las ventajas que tiene el ocupar-
se y el dar cuenta de «la complejidad y la multiplicidad del objeto», el trabajo
de «analizarlo» y de «clasificarlo». Esto porque, aun sin ser un especialista en
los laberintos lingüístico-literarios, es lo suficientemente culto como para darse
cuenta de que hay en todo eso un proyecto de productividad potencial más
que probable, que trae consigo el aval de un respaldo científico genuino, mere-
cedor de algún respeto, aunque por otra parte no les perdone a los interpelados
su ahistoricismo, la negativa a pensar los textos literarios «en términos de
proceso».
Los formalistas no le dieron la espalda a los fraternales consejos de la
némesis de Stalin y, habiéndose convencido de que no pensar «en términos
de proceso» era un programa de trabajo al que ellos podían acoplarle todos
los pergaminos de cientificidad imaginables pero que no por eso se transfor-
maba en una opción salutífera en la Rusia postzarista, inauguraron una línea
de indagaciones literarias que incorporaba la diacronía entre los asuntos que
eran susceptibles de convertirse en materia de estudio. De juzgarlo nosotros
desde la distancia que nos ofrecen los casi cien años transcurridos desde en-
tonces hasta ahora, ese cambio de rumbo no puede menos que parecernos
próximo a una abjuración de principios por cuanto los investigadores que se
mostraban endosándolo eran los mismos que hasta no mucho tiempo antes se
habían abstenido, con explicaciones diversas, de hacer efectivo cualquier
vínculo entre el arte y la historia. Cito ahora a Victor Erlich: «Los Formalistas
tenían toda la razón [aun cuando una razón maravillosamente oportuna, como
se ha visto] al apuntar al dinamismo interior del proceso literario, insistiendo
en que las tendencias artísticas no se pueden deducir mecánicamente de o
reducir a los datos de las otras 'series' culturales. Pero da la impresión de que
confundieron la autonomía con el separatismo cuando, en una reacción extra-
vagante contra la Falacia Reductiva, parecieron negar cualquier interacción
entre las varias partes del tejido social y construir así la evolución literaria
como si ésta fuera un proceso autocontenido por completo» 59 .
He ahí el acta de nacimiento, fruto de una circunstancia forzada, de
una polémica con las motivaciones no del todo descubiertas y de una
solución de los dientes para afuera, según comprueba el propio Erlich, del
proyecto de escribir una historia «intrínseca» o «interna» de la literatura. Pero
la posición de Shklovsky pudiera ser menos contradictoria de lo que Erlich
sugiere. Porque como se ha visto uno acaba arribando a la conclusión de que
la doctrina de la autonomía de los textos literarios no es un producto del libre
ejercicio de la conciencia crítica, de una decisión de conocimiento personal,
inmotivada y espontánea, por parte de todos aquellos que la suscriben, sino
que, muy por el contrario, ella depende (¡horror de horrores!) de un sistema
de determinaciones que son extrapersonales e inclusive, lo que es mucho peor,
extracientíficas.
No sólo eso, sino que, después de habernos tropezado con esta eviden-
cia preocupante por demás, a renglón seguido nos vamos a ver obligados a
conceder también que el tal sistema sobrepasa generosamente los límites del
escenario ideológico y político de la contemporaneidad. Es decir que los for-
malistas rusos no fueron los primeros en acusar el impacto sobre su labor
crítica de las pugnas del mundo moderno ni iban a ser los últimos tampoco.
Por eso, porque el autonomismo literario no es un capricho sino una perspectiva
congruente en sí misma y congruente además con muchos otros autonomismos,
y por lo tanto un elemento que forma parte de la urdimbre subterránea de
nuestra cultura, es que nosotros quisiéramos dedicarle, en las páginas que
vienen, un brevísimo excurso.

Y es que poseemos ya más datos de los que hacen falta para demostrar
que en la historia de Occidente, cuando en los albores de la modernidad el
dominio de «lo estético» reemplaza al dominio de «lo sagrado», ese relevo
llega a ser el que hoy día conocemos (y padecemos...) sólo después de un
descuento considerable en la caja de caudales del elemento sustitutor. A lo
estético se le asigna la tarea de reemplazar a lo sagrado en las conciencias de
los individuos de la nueva edad moderna, esto con el fin de contrarrestar el
estado de alienación que una filosofía reaccionaria y mitificadora de la edad
premoderna pretende que es el propio del cotidiano burgués, pero sin que
para la materialización de semejante encomienda se le destinen los recursos
que serían compatibles con la magnitud de la tarea: «Desde este punto de
vista, que es el que corresponde al arte en su más alta y verdadera dignidad,
queda claro de inmediato que el arte pertenece a la misma provincia a la que
pertenecen la religión y la filosofía. En todas estas esferas del espíritu absolu-
to, el espíritu se libera de las gravosas barreras de su existencia en el mundo
exterior, abriendo para sí una salida desde la contingencia de su existencia
mundana, y del contenido finito de sus objetivos e intereses allí, hacia la con-
sideración y completamiento de su ser en y para sí mismo» 60 .
Estas palabras de Hegel, que destacan la que a su juicio es «Ia más alta
y verdadera dignidad del arte», dan la impresión de haber sido escritas por el
autor de Estética en los revuelos de un arranque de euforia especulativa que
por lo menos en esa ocasión no tuvo en cuenta para nada el hecho de que en el
mundo social que era su contemporáneo y con respecto a la misma temática
de sus disquisiciones se estaba extendiendo una conducta que era muy dis-
tinta de la que él preconizaba6 1 . Así, aun si fuese verídico, y yo me atrevo a
pensar que no lo es o que lo es sólo a medias, que lo que pretende el orden
burgués es que los productores de artefactos estéticos cierren la brecha que
separa a lo particular de lo universal, al fin de los medios, al concepto del
objeto y al espíritu de la naturaleza, no es menos verídico que ese orden no
siente que le deba al artista un tratamiento que esté en relación con tales de-
mandase.
La indiferencia burguesa no es arbitraria. Por el contrario, proviene de
una idea del arte que, aunque no siempre se explicite con todo el candor que
sería deseable, es coherente, y que en el concierto ideológico de la moderni-
dad se nos aparece como la contracara perversa de las esperanzas de Hegel.
Según esa otra idea burguesa del arte, éste, que desde las primeras definiciones
del idealismo se concibió como un «juego», es decir, como una manifestación
del espíritu libre de unos sujetos casi angélicos, los que por razones que nadie
se explica consumaban su trabajo en el mundo absueltos de los constreñi-
mientos que en los demás seres humanos descargan las miserias de la mayoría
de edad, es, al mismo tiempo o por eso mismo, una ocupación ingrávida,
desprovista del peso que para sí reclaman la ciencia, la moralidad y la ley,
estas últimas las ocupaciones que junto con el arte conforman, según el razo-
namiento de Kant, el núcleo básico de la cultura moderna. A partir de esta
premisa de verdadera discriminación categorial entre aquellas actividades que
se llevan a cabo en el espacio simbólico entre cuyas coordenadas todavía vivi-
mos, a nadie debiera extrañarle que los buenos burgueses deduzcan que el
arte es una práctica no seria (en el fondo, lo que deducen es que es una no
práctica) y, por consiguiente, que es un afán prescindible o poco menos y con
respecto del cual tanto los individuos como las instituciones pueden desen-
tenderse sin desmedro ni perjuicio para nadie. La tarea del artista no consiste
en salvar al mundo sino en adornarlo. De la noción idealista de juego, hemos
pasado, casi imperceptiblemente, a la menos noble de decoración.
De manera que en el ámbito histórico de la modernidad el que se siente
realizando una faena indispensable para la salud espiritual de sus conciuda-
danos es el constructor de artefactos estéticos (o, para no ser tan excluyentes,
digamos que también son de ese mismo parecer aquéllos que como Hegel se
establecen y emiten su propio discurso reclamando para tales efectos un pun-
to de hablada que según se les ocurre es coincidente con o incluso pudiera ir
más allá que el del artista y de acuerdo con el cual, como hemos visto ante-
riormente, éste junto con ellos serían los sucesores de Dios). Pensándose a sí
mismos como los guardianes de la trascendencia («Pararrayos celestes, torres
de Dios...», es lo que exclama Darío en un poema de Cantos de vida y esperanza,
a lo que Neruda responde con su jactancioso «para mí que entro cantando
como con una espada entre indefensos...»), pero a cargo de unas funciones
que sus empleadores califican de supernumerarias en el mejor de los casos, el
artista y el filósofo modernos actúan obnubilados por un malentendido. Por
culpa de ese malentendido es que con su boca filosófica, que según él profiere
versículos que pertenecen a «la misma provincia» a la que pertenecen los del
arte y la religión, Hegel habla en el párrafo transcrito echándose en el bolsillo
la existencia de una postura que es paralela a la suya, y que además, como si
lo anterior no bastara, desde una historia que a él no puede menos que agra-
viarlo igualmente, es la que prevalece alrededor.
Porque, a despecho de lo que Hegel afirma, el artista y el filósofo mo-
dernos carecen del poder y ni siquiera concitan el silencio que sus antecesores
premodemos se granjeaban de parte de los miembros de sus comunidades res-
pectivas. Consecuencia de ese menoscabo degradante, cuyas manifestaciones
cuesta muy poco comprobar, es aquel déficit de «espíritu absoluto» que tanto él
como los que son como él detectan y repudian en el cotidiano burgués, un défi-
cit al que cualquiera de nosotros se puede exponer escuchando las banalidades
que difunden a diario los burócratas que dicen representarnos en las institu-
ciones de la república, lo que a los buenos burgueses (que son quienes al fin y
al cabo les encomiendan a aquellos otros el cuidado de la república) no los
perturba ni mucho ni poco. Por último, me parece asimismo al margen de
dudas que es de la creencia en los «plenos poderes» del arte, así como de la
creencia en el para ellos posible remedio gracias a sus servicios balsámicos de
las penurias espirituales de la modernidad, de donde exprime su entusiasmo
la entera familia de los poetas románticos y postrománticos. La inmensa nos-
talgia del paraíso perdido, así como el resentimiento derivado de sus tratos
con la bajeza y la barbarie que ocupó el lugar vacante, el mismo en el que
alguna vez reinó la dicha, eran, son todavía, el combustible no tan misterioso
que se encargaba y se encarga de alimentarles la pluma. Con él, a causa del
empeño que esos liridas ponen para vencer (para «sublimar» es lo que F re ud
hubiese escrito seguramente) su disgusto, trasladándolo hacia y metamorfo-
seándolo en el dominio de las expresiones lingüísticas que constituyen su
fuerza, ellos se aseguran un domicilio que les permite contrarrestar las des-
venturas de su inicuo destierro. Por razones que se vinculan con su pertenencia
a un cuerpo organizado de poder, que es la Iglesia, me gustaría que también
quedara claro en este punto que la situación del sacerdote moderno es muy
diferente a la del artista y que algo semejante es lo que puede comprobarse en
cuanto a la situación del filósofo académico.
Pero no sólo eso, ya que el orden burgués se encarga de disuadir tam-
bién al artista moderno de cualquier expectativa que él/ ella pudiese abrigar
vis-á-vis la redistribución de papeles que exigiría un funcionamiento «más
humano» de las nuevas estructuras históricas. La iniciativa, en la que Schiller
fatigó su ingenio filosófico hace algo más de dos siglos, y con la que como es
bien sabido él se propuso demostrar las bondades individuales y sociales de
una «educación etética del hombre», se cuenta entre los primeros intentos, y
puede que sea todavía el mejor de todos ellos (en América Latina, su émulo es
el maestro uruguayo José Enrique Rodó), destinados a imaginarle al artista
moderno una funcionalidad que, sin ser equivalente a esa otra de cuyas ven-
tajas disfrutaron sus predecesores premodernos, ofrezca un remedo puesto al
día, pero después de todo nada más que un remedo, de sus virtudes salvíficas. El
arte, que en el pensamiento schilleriano llega a ser un «juego serio», es tam-
bién, opina él, el único resorte del que el sujeto moderno puede echar mano
cuando lo que él/ ella anda buscado es un puente de integración consigo mis-
mo y con sus prójimos, el único instrumento de autoconexión y de interconexión
al que los habitantes de la modernidad podemos recurrir cuando los nexos
artificiales que la razón instrumental ha construido para el logro de un

54
rodaje menos problemático de la sociedad civil nos dejan ver la pobreza de
sus limites. En el pensamiento de Schiller, el arte moderno acabará así por
mostrarse como una ventana abierta que en una región muy precisa de su
contradictorio edificio la conciencia burguesa se ha administrado a sí misma
con el fin de facilitarle su libre curso al oxígeno no utilitario. En cuanto al
intercambio con el prójimo, Schi ller nos participa su convencimiento de que,
en todas las esferas que no son la del arte, el diálogo moderno es un diálogo
de sordos: «Todas las otras formas de comunicación dividen a la sociedad,
porque todas ellas se relacionan exclusivamente con la receptividad privada
o con la pericia privada de cada individuo, esto es, con lo que distingue a un
hombre de otro hombre; sólo el modo de comunicación estética une a la socie-
63
dad, porque se relaciona con aquello que nos es común a todos» .
Ocurre sin embargo que los sordos son muchos, innumerables más bien,
Schque
iler esos sordos no escuchan, no han escuchado ni escucharán jamás ni a
ni a los que son como Schiller (al Adorno de la Dialéctica de la IIustración o
al de la Teoría estética, sin ir más lejos), y que lo que sigue a este reconocimiento
de la descarnada elocuencia de los hechos es un desencanto profundo y, des-
pués de él, el ademán narcisista, el gesto de aquél que ha perdido la batalla y
que a causa de eso ya no mira sino que se mira mirar.
De ahí al aislamiento del creador de objetos arte, ala (auto)marginalización
de su persona (la bohemia es el ejemplo que descuella en la segunda mitad
del siglo XIX y el «marginalismo» hoy día tan en boga pudiera ser el que
corresponde a la segunda mitad del siglo XX) y a la mistificación de sus pro-
ductos hay un tramo muy corto. Ese tramo se cubre en poco tiempo, el «cam-
po del arte» se enrarece, la práctica estética se «autonomiza» y la producción
y recepción de las obras de esta clase adquiere las características de la puesta
en movimiento de una máquina de saberes especializados y cómplices. En el
análisis sociológico que nos ha dado a conocer Pierre Bourdieu en lo que toca
a las particularidades que este procedimiento adopta en el caso tantas veces
paradigmático de Francia, deviene por lo pronto tremendamente ilustrativa
su comprobación de que en ese país modelo los «progresos» del campo litera-
rio en pos del desiderátum autonómico se caracterizan por el hecho de que «a
fines del siglo XIX la jerarquía entre los géneros (y los autores) según los criterios
específicos del juicio de los pares es casi exactamente la inversa de la jerarquía
según el éxito comercial». A lo que agrega Bourdieu: «el campo literario tiende a
organizarse según dos principios de diferenciación independientes y jerarqui-
zados: la oposición principal, entre la producción pura, destinada a un mercado
restringido a los productores, y la gran producción, dirigida a la satisfacción de
las expectativas del gran público» 64 .
Casi no hace falta insistir en que, de acuerdo con este reordenamiento
de las «reglas del arte», que como vemos se completa en Francia durante los
últimos años del XIX, la «verdadera» literatura (y, en general, el arte
«verdadero») es/son los que pertenecen a la primera de las dos categorías
examinadas por Bourdieu en su estudio, a esa categoría en la que los productores
son los mismos que los consumidores. Llega a ser ostensible también, a partir del
análisis sociológico que Bourdieu realiza, cuáles son las motivaciones concretas
del proceso de ensimismamiento cada vez más absorto que desde por ejemplo
los experimentos escriturarios de Mallarmé se apodera del quehacer poético,
considerado el non plus ultra de la literatura. Ese ourobórico autoalimentarse
de la poesía con y por la propia poesía constituye, puede concluirse entonces,
al mismo tiempo un efecto que una causa de la doble conciencia que la bur-
guesía promueve en lo que toca a su comercio con el arte.
En una perspectiva de análisis que tiene algunos puntos de contacto
con la de Bourdieu, pero que también se aventura un poco más lejos, Ter ry
Eagleton, quien a comienzos de esta década procuró dar cabida a una posi-
ción marxista fresca respecto del tema autonómico, nos explica que si bien es
cierto que la noción moderna del artefacto estético es ideológica y que ella se
construye junto con la construcción de las demás formas ideológicas de la
moderna sociedad de clases, precisamente por poner el acento en la autono-
mía del objeto artístico esta noción termina constituyéndose en una especie
de metonimia/ metáfora de la noción (en último término, del tipo) de subjeti-
vidad, también autónoma, que el aparato económico capitalista requiere para
un mejor cumplimiento de sus designios de continuado crecimiento de las
fuerzas productivas, lo que no sólo no es tan espantoso como suena sino que
hasta pudiera ser, y valga la paradoja, celebrable.
Un poco más adelante, en el libro que ahora cito, el crítico británico nos
participa lo fundamental de su tesis. Dice ahí: «La emergencia de lo estético
como categoría teórica se liga estrechamente con el proceso material por cuyo
intermedio la producción de cultura, en una fase temprana de la evolución de
la sociedad burguesa, se convierte en 'autónoma' — se entiende que autónoma
con respecto a las varias funciones sociales que había desempeñado tradicio-
nalmente. Una vez que los artefactos de la cultura llegan a ser mercancías en
el mercado, ellos existen para nada y para nadie en particular, y en
consecuencia se pueden racionalizar, hablando ideológicamente, como si exis-
tieran entera y gloriosamente para sí mismos. Esta noción de autonomía o
autorreferencialidad es la que preocupa de manera prioritaria al nuevo dis-
curso de la estética; y es bastante claro, desde un punto de vista político de
izquierda [radical], cuán incapacitante [disabling] acaba por ser esa idea de la
autonomía estética. No sólo porque, como el pensamiento de izquierda ha
insistido de ordinario, el arte queda de esta manera secuestrado de las demás
prácticas sociales, convirtiéndose en un enclave solitario dentro del cual el
orden social dominante puede encontrar un refugio idealizado respecto de
sus reales valores de competitividad, explotación y posesividad material. Tam-
bién, con más sutileza, porque la idea de la autonomía —de un modo de ser
que se autorregula y autodetermina por completo— abastece a la clase media
con el modelo de subjetividad ideológica que esta necesita para sus operacio-
nes».
Pero es entonces cuando Eagleton se apresura a definir también los lí-
mites de su argumento y a demostrar que, no obstante su sesgo en primera
instancia «incapacitante», el concepto y la práctica de la autonomía poseen
además una fuerza de otro orden, suplementaria y antagónica, cuyos dividen-
dos no debieran descuidarse. En sus palabras: «[la autonomía] suministra un
constituyente básico de la ideología burguesa, pero también pone énfasis en la
naturaleza autodeterminante de los poderes y capacidades humanos, los mismos que
constituyen, en la obra de Karl Marx y de otros, la fundación antropológica de una
oposición revolucionaria a la utilidad burguesa» 65 .
En este argumento de Eagleton, lo que resalta, casi conmovedoramente
en mi opinión, es su deseo de salvaguardar la potencialidad humanizadora y
transformadora del arte. Para eso es que él apela a un cierto fundamento «an-
tropológico» de la doctrina autonomista, el que legitimaría las demandas de
validez de la misma, en lo que acaba teniendo todos los visos de ser un reci-
claje actual, pero hecho esta vez desde una posición politica de izquierda, y
sin duda que preocupada por la desconstrucción (y la descalificación)
postmoderna del humanismo y las ciencias humanas, del esfuerzo setentista
de Schiller.
En fin, independientemente del crédito que nosotros estemos dispues-
tos a otorgarle a las opiniones de Eagleton en lo que atañe a una debatible
«fundación antropológica» del autonomismo, yo estimo que su punto de
vista amerita ser escuchado en el contexto de un revival de las modernas dis-
ciplinas que se ocupan del hombre, un revival que Eagleton patrocina a con-
trapelo de las desconfianzas que simultáneamente lo asaltan respecto de la
vigencia del humanismo burgués, por cuanto ni a él ni a nadie se le escapa
que del recobro de las humanidades (de unas humanidades que no podrán
ser las humanidades burguesas, ni qué decirse tiene) depende la reformula-
ción de un nuevo proyecto de cultura y de vida, una tarea que a muchos de
nosotros nos parece que es, que está siendo ya, el gran imperativo de la histo-
ria del presente. Respecto de este asunto, de proyecciones que son mucho
más amplias por cierto, yo mismo me propongo allegar en una sección poste-
rior de mi libro dos o tres indicaciones que se me ocurre que a lo mejor pudieran
ser tenidas en cuenta durante el curso de una discusión fundamentada de
este problema, así es que por ahora me conformaré con recortar del razona-
miento que bosquejé más arriba sólo aquel sector que posee un interés
relevante para los fines de la etapa actual del análisis, a saber: el amarre que
Eagleton establece entre el «temprano» capitalismo, la moderna sociedad de
clases, la construcción de una nueva ideología y de un nuevo sujeto social, los
procesos de especialización que se generan y multiplican a causa de ello y el
autonomismo estético. Todo eso sin olvidarme ni por un segundo de que el
último de los fenómenos mencionados acarrea desde sus orígenes históricos
una carga diferencial y antitética, que no debe ni puede olvidarse, a la que por
el contrario hay que tener la precaución de percibir y distinguir como corres-
ponde y que es la misma que se seguirá profundizando en los siglos venide-
ros hasta llegar a extremos con los que los autonomistas de la época de aper-
tura ni siquiera soñaron.

En definitiva, ni los formalistas rusos ni losneocríticoss norteamerica-


nos ni los estructuralistas alemanes, franceses o criollos fueron los primeros
autonomistas de la historia de Occidente. Echarles a ellos la culpa de las
debilidades (y también de las fortalezas... ¿por qué no?) que se derivan de la
introducción en el dominio de los estudios literarios de las pretensiones del
autonomismo es restringir abusivamente sus alcances. En cambio, como lo
señalé en el principio de la sección anterior, yo creo que en la perspectiva
critica autonomista nosotros hemos de ver la prolongación hacia nuestra mesa
de trabajo de un proceso que se constituyó más atrás, que forma parte de la
estructura profunda de la conciencia moderna, con todas las modificaciones
que los diferentes dominios disciplinarios le introducen a la matriz original
durante la historia de su desenvolvimiento en el tiempo, y su mejor expresión
nos la suministra la situación del artista en la sociedad de nuestra época, de-
batiéndose entre las tensiones que para su desconcierto y su desgarro genera
esa sociedad al hacer que él/ella se presuma indispensable mientras que
realmente los dueños del poder lo/la ponen a cargo de unas funciones que los tales
saben mejor que nadie que podrían eliminarse sin perjuicio ninguno (al menos sin
perjuicio para ellos, para el progreso «natural» de sus propias actividades).
Agreguemos a esto que en América Latina, una ola de transformaciones con
características que son análogas a las que hemos descrito para el Primer Mun-
do se dispara en el último cuarto del siglo XIX, cuando se afianza la segunda
y más profunda inserción de nuestras economías en el mercado mundial y, en
el marco de esa inserción, se produce el florecimiento del sistema literario
«modernista», aun cuando, debido a las modalidades particulares de nuestro
desarrollo (o, más bien, de nuestro subdesarrollo), con las (en mala y en bue-
na hora) «diferencias» consabidas. «El rey burgués», de Darío, donde el poeta
abre sus «alas» al «huracán» y se jada de su don visionario, el que le permite
profetizar y cantar el «verbo del porvenir», aunque después el reyezuelo ca-
pitalista lo obligue a darle vueltas al manubrio de una caja de música y a
sacar del interior «valses, cuadrillas y galopas» para disfrute de sus convida-
dos 67 es, respecto del oprobioso malentendido a cuyas consecuencias me estoy
,

refiriendo, un siglo entero más elocuente que yo.


4

Las relaciones entre discursos pueden ser de complicidad, cuando los discursos
que habitan un texto colaboran, de coexistencia pacífica, cuando solamente se toleran,
o de contradicción, cuando hay conflicto entre ellos. Un programa de crítica
práctica que preste atención a estos distingos o, lo que es lo mismo, que al
preparar al crítico para su enfrentamiento posterior con las obras singulares
anticipe con sabiduría e ingenio los tipos de conexiones con los que éste va a
encontrarse necesariamente, será, creo, de algún beneficio. No sólo eso, sino
que también se puede anticipar que los análisis específicos que se ejecuten a
partir de semejante programa arrojarán luz sobre un número significativo de
misterios no resueltos y que constituyen paraderos asiduamente frecuenta-
dos por el quehacer contemporáneo con los textos. Misterios tales como el del
rupturismo vanguardista o tan sólo renovador que anima el paso de determi-
nadas obras por la historia, dada su actuación dialécticamente conflictiva
dentro de un paradigma de textualidad que se manifiesta ya caduco, o el de la
«doble voz» de la escritura femenina, por lo menos de la más tradicional 68,
podrían abordarse por ejemplo con una mayor competencia metodológica si
hacemos nuestra esta herramienta. También estimo que con su ayuda debiera
sernos posible resemantizar todo un elenco de oposiciones binarias de gaseosa
circulación en el pasado y que son oposiciones que sacan la cabeza en prosce-
nios críticos y paracríticos diversos. Una de ellas es la de Heinrich Wölfflin ,
entre el arte clásico, «lineal», «compacto», «tectónico», «equilibrado» (entre la
importancia equivalente que el arte clásico le asigna a las partes y la que le asigna
al todo) y «claro», de un lado, y el arte «barroco, «pictórico», «estratificado»,
0

«atectónico», «desequilibrado» (esta vez a favor del todo y en desmedro de las


partes) y «disperso», del otro'.
Porque, como afirma el propio Wölfflin, el barroco es un arte de la «in-
quietud» o, si es que optamos por un fraseo de crónica roja y por debajo del cual
7
mlo
onstruida» que se transparenta es el prejuicio de la «antinaturaleza», es una «estética de la
. Ahora bien, el argumento que yo he estado desarrollando a lo
largo de este libro me predispone a dirigir la mirada hacia las raíces de esa in-
quietud y/o monstruosidad. Me pregunto en efecto si tales afirmaciones, que
intentan reducir la índole peculiar (en el fondo, rebelde a los dictados de la pro-
porción armónica y, por rebelde a tales dictados, espléndidamente transgresora)
del arte barroco, no obedecen a la coexistencia en aquellos textos en los que se
actualizan los códigos de esa corriente estética no tanto de una variedad muy
amplia de discursos como de discursos que entablan entre ellos relaciones de
máxima discrepancia. La identificación, la clasificación y el conocimiento de las
características propias que dichas discrepancias adquieren en distintas coyuntu-
ras del uso lingüístico, esto es, de la forma (en la acepción fuerte de este vocablo)
con que la conflictividad interdiscursiva se le hace disce rnible al crítico en este o
aquel escenario textual, creo que configura el cuadro de los pasos que pueden
preverse y aun programarse con antelación al momento del análisis práctico.
En este mismo sentido, y más próximo ami aprecio, en uno de los libros de
Rolena Adorno sobre Guamán Poma de Ayala descubro el párrafo siguiente: «La
declaración de Guamán Poma de la definición genérica de su obra como crónica
es significativa ala luz de su intención política. Sin embargo, la cuestión del género
suscita interrogantes que van más allá de su propia experiencia literaria inmedia-
ta para concentrarse en los actos creativos que constituyeron y asistieron al naci-
miento de la conciencia literaria hispanoamericana. Guamán Poma forma parte
de ese momento. Al escuchar su voz, podemos oír los ecos de varias de las forma-
ciones discursivas que caracterizaron la cultura escrita colonial. Escuchar simul-
táneamente todas esas voces obstaculiza la clara comprensión de cualquiera de
ellas. Así, desentrañar sus resonancias, una por una, es labor de la investigación»".
De estas observaciones mayormente empíricas de Adorno sobre los
problemas que plantea una exégesis de la Nueva coronica..., yo saco en limpio
que ese libro de tanta importancia para la historia de la cultura de América
Latina es un texto complejo, surcado por discursos de asunto y composición
muy disímiles, aunque todos ellos hayan sido la obra de un solo individuo (si
esto no es cierto, como se ha denunciado hace poco, más certero aún sería el
juicio de Adorno), y que las relaciones que tales discursos forjan entre sí po-
seen, asimismo, un índice muy grande de complejidad. Y, como nos advierte
esta distinguida colonialista, proponerse un análisis crítico de esa compleji-
dad es o tendría que ser equivalente al despeje de las varias «formaciones
discursivas» que confluyen en la fábrica del texto.
En una posición similar a la de Adorno, aunque referida al ámbito de
los discursos de mujeres, encontramos a la excelente crítica chilena Adriana
Valdés. Releyendo Tala, el libro cumbre de Gabriela Mistral, en 1990, Valdés
se propone hacerlo «no como el establecimiento de una identidad poética
determinada, sino como el campo de batalla de varias; como el titubeo; como
la oscilación de la identidad». En cuanto a la obra total de Gabriela, Valdés
postula que «El primer fundamento de la identidad estaba en el nombre del
Padre, en la ley de ese Padre, manifestada en el valle [el de Elqui] y su lugar es
Desolación». Después de Desolación, e incluso en ciertos momentos de Desola-
ción, «esa identidad se va perdiendo junto con la residencia en el valle, y junto
con el clamor de un Dios presente y personal, hebreo y cristiano». Las identi-
dades múltiples que afloran a partir de dicho quiebre y que según Valdés dan
origen a una escritura mistraliana heterológica, son la de la sacerdotisa
fantdessexuada,
sm72 la sibila-bruja-sabia, el nosotros latinoamericano, la loca y la
.
De ahí que mi argumento en este minuto necesite insistir en la perti-
nencia del principio teórico que se opone a la imagen de un discurso
encapsulado en sí mismo, autosuficiente (prolongación de la doctrina de la
autosuficiencia de la obra literaria, al fin y al cabo), sosteniendo que las rela-
ciones interdiscursivas existen en efecto y que, por lo tanto, los bordes que
circundan al discurso no son infranqueables. En el interior del texto, el dis-
curso actúa siempre o casi siempre rodeado por otros discursos. Ahí se pliega
o se sustrae a las demandas de complicidad con que esos otros discursos lo
acosan, entregando, negociando o defendiendo su diferencia, pero sin
comprometer, y ni siquiera cuando su vocación es de franca indisciplina, la
efectividad del contacto que él mantiene con el conjunto o con algunas de
aquellas piezas que, dispuestas a una distancia mayor o menor respecto de su
propia localización, constituyen al conjunto. Si no fuera así, el texto dejaría de
ser el que es. O, empujando este planteamiento que a mí me parece capital
hasta sus últimas consecuencias, digamos que si el texto va a seguir forman-
do parte de la historia de nuestra cultura con la identidad que él ha tenido
hasta ahora, si lo que esperamos obtener con nuestro análisis no es el reemplazo de
ese texto por uno nuevo, el que habremos transado por el que presumiblemente era el
objeto de nuestro trabajo en primer término (o lo que es lo mismo, si lo que pre-
tendemos no es abandonarnos a los placeres de la esquizocrítica, lo que sin
duda también es factible, aunque al embarcarnos en esa otra aventura del es-
píritu nuestro domicilio teórico habrá dejado de ser el que fue), entonces el
reconocimiento del vínculo entre los discursos que lo integran se transforma
en un sine qua non metodológico. Bajtín tiene por lo tanto razón cuando pro-
clama y aplaude el advenimiento de la democracia textual, aunque en esa
proclamación y en ese aplauso no quede nunca claro cómo él resuelve los
problemas que se derivan de la mantención (irrenunciable, a su juicio y tam-
bién al mío) de la unidad en la diversidad.
El argumento democrático de Bajtín se puede reformular y precisar,
sin embargo, sin temor de tergiversarlo y, por el contrario, haciendo que se
destaquen con mayor nitidez sus grandes méritos, si nosotros lo colocamos
dentro de un marco de referencia psicoanalítico, además de sociológico y
lingüístico. De acuerdo con esta metodología transdisciplinaria, que según
se ha visto nosotros pretendemos que es la que más conviene a los objetivos
de este ensayo, podemos cotejarlo, por ejemplo, con la versión lacaniana
de la textualidad. Porque, si como enseña el autor de los Écrits la conciencia
es un texto, también el texto es una conciencia. En el capítulo segundo del
presente libro, se recordará que nosotros echamos mano de las reflexiones
de Emile Benveniste, hechas por él en los comienzos de la revolución laca-
niana, a propósito no tanto de las consecuencias de la absorción de la lin-
güística por parte del freudismo como a propósito de las consecuencias de
la absorción del freudismo por parte de la lingüística. Profundicemos ahora
lo que adelantamos en aquella oportunidad, comprobando que el aporte de
mayor envergadura que el psicoanálisis lacaniano le ha hecho a la lingüísti-
ca del texto consiste en su concepción del mismo como una estructura cuya
frágil y transitoria identidad es compatible con y homóloga de la no menos
frágil y transitoria identidad del sujeto. Benveniste nos enseña que «Es en y
a través del lenguaje que el hombre se constituye a sí mismo como sujeto», y
un par de páginas después de haber dado forma a ese aserto importantísi-
mo lo reitera y refuerza precisando que «el yo se refiere al acto de discurso
individual en el que se pronuncia y con el que designa al hablante. El yo es
un término que no se puede identificar, excepto en aquello que hemos lla-
mado en otra parte una instancia de discurso, lo que importa sólo una
referencia momentánea» 73.
El lenguaje es, pues, según esta teoría de Benveniste, la heideggeriana
casa del ser», una casa endeble y fugaz, como vemos, pero que no importa
cuánto lo sea, de todos modos constituye el espacio de nuestra anagnórisis.
Es en el lenguaje donde los seres humanos llegamos a ser quienes somos, es
ahí donde el «yo» se estructura como un signo y ahí es donde nosotros nos
estructuramos como personas. Esto explica que, refiriéndose a la crítica derri-
diana de Lacan, Elizabeth Wright se pregunte: «¿Dónde está la diferencia entre
los dos?» Y que responda: «Uno dice que el inconsciente se encuentra activo
en el lenguaje todo el tiempo (viendo al texto como una psiquis). El otro man-
tiene que el inconsciente entero está estructurado como un lenguaje (viendo a
la psiquis como texto)». Concluye Wright: «Es una distinción de énfasis más
que una desavenencia de fondo» 74 .
Con lo que irá quedando claro que la falta de uniformidad que el psico-
nálisis descubre en la conciencia del sujeto se refleja en y es reflejada por la
falta de uniformidad que nosotros estamos postulando ahora que es un atri-
buto distintivo del texto. Si la gallina fue primero que el huevo o al revés, es
un asunto que les incumbe a otras personas, pertenecientes a otros ámbitos
disciplinarios y pudiera ser que hasta policíacos, y ni a W ri ght ni a mí tiene
por qué preocuparnos. Lo decisivo es que, así como la doctrina psicoanalítica
distingue en la fábrica de nuestra conciencia un discurso manifiesto y otro u
otros denegados o reprimidos, no constituye un despropósito ni debiera ser
un motivo de espanto hipotetizar que la misma distinción puede llevarse
mutatis mutandis hasta el plano del texto. El texto participa de la fractura del
sujeto y también (o por consiguiente) de su méconnaissance, comprobación esta
última que a los críticos con alguna experiencia en el oficio no tendría que
sobresaltarnos como el hallazgo de una gran novedad, puesto que ninguno
de nosotros ignora, porque lo ha visto muchas veces y porque ha tenido que
habérselas con los innumerables malentendidos que en ello tienen su génesis,
que los textos no son entidades impasibles (o desapasionadas), sino que sa-
ben de sí, pero lo que saben de sí o lo que quieren que los demás sepan de sí es
sólo aquello que su discurso manifiesto contiene. De acuerdo con dicho dis-
curso es cómo cada texto aspira a ser leído, y el crítico que haga eso y nada
más terminará dándole al texto, como decía don Ricardo Palma en tiempos en
los que la morfina se vendía sin receta en la botica, en la vena del gusto.
Al crítico tradicional, a ése que entiende que sus obligaciones laborales
se acaban con un descubrimiento y un refraseo de lo que el texto mismo le
confiesa de motu proprio, cabría insinuarle entonces los riesgos (y los deleites)
de una conducta más osada. Confieso que lo que a mí me gustaría es que ese
crítico cayera en la cuenta de una vez por todas de que, así como en el domi-
nio de la práctica psicoanalítica se puede afirmar que no existe peor terapeuta
que aquél que da por bueno lo que el paciente le refiere acerca de su neurosis,
es muy posible que en el dominio de la práctica de las actividades que a él le
conciernen no exista peor crítico que el que da por bueno aquello que el texto
mismo le sopla en lo que toca a la «correcta» interpretación de su mensaje.
Entre la ingenuidad y la pereza, un trabajo de lectura que se da por satisfecho
con lo que respecto de su significación el texto le deja saber de primera mano,
es un trabajo que no sólo autolimita su capacidad de conocimiento innecesa-
riamente sino que también corre el peligro de convertirse en víctima de la
desinformación y del fraude. Pudiendo aspirar a más, se declara contento con
las noticias que le llegan desde la superficie demótica del texto, con la repre-
sentación que éste hace conscientemente de sí, para sí y para todos aquéllos
que se manfiestan dispuestos a inclinarse ante no importa cuál sea el poder
que hegemoniza su estructura.
A nuestro juicio, leer de este modo es incurrir en un esfuerzo intelec-
tual inane, si es que no decididamente cuestionable, y que justifica la tacha de
parasitaria que se le puede endilgar, y que en efecto se le endilga a menudo, a
la labor crítica. Puestos en un trance de tan oscuro pronóstico, a quienes nos
preocupa que lo que pensamos y escribimos sea dueño de alguna sustancia
no nos queda más remedio que hacernos a la idea de que escogiendo seme-
jante camino no sólo estaremos muy lejos de haber dado con el mejor de los
arbitrios para coronar tales deseos, sino que lo cierto será que a las cuartillas
que tan sudorosamente generamos las habremos hecho pasibles de un vere-
dicto de prescindibilidad. Paradójicamente, el único que a lo mejor podría
eximirse del menosprecio que a los especialistas en literatura nos despierta la
restricción de la crítica a las trivialidades de la glosa es entonces el recipiente
habitual de nuestros desprecios, el crítico público, puesto que las crónicas
que él/ella estampa en el periódico (o donde sea, lo mismo da), al contrario
de lo que producimos nosotros, los glosadores académicos, constituyen un
trabajo cuya utilidad a nadie se le ocurriría poner en cuestión, porque lo que
el crítico público hace «sirve» para algo, porque cualquiera puede ver que es
gracias a ese trabajo suyo que el ciudadano común «se informa» sobre lo que
se encuentra disponible en el mercado de libros y pudiera ser de su apetencia.
Pero, ¿es esta la única función de la crítica? O, mejor dicho, ¿se reduce la labor
de la crítica a la confección periodística de resúmenes semanales o mensuales
sobre las novedades que le ofrece al ciudadano común el comercio del ramo?
Para escapar a los consecuencias de un destino profesional tan depri-
mente, yo estimo que la mejor si es que no la única salida practicable consiste
en admitir que el texto es siempre más de lo que él conoce y /o nos da a cono-
cer de o sobre sí mismo: que es más de lo que contiene y dice su discurso
manifiesto -y que se entienda bien que con ello estoy circunscribiendo mis
observaciones al espacio de aquel discurso que al lector medianamente edu-
cado le resulta accesible sin la participación esclarecedora de nadie-. Pierre
Macherey, que al darse cuenta de esta circunstancia tomó nota de su grave-
dad y se adelantó a especular sobre sus ramificaciones, postuló en 1966 que la
parte de su mensaje que el texto no acepta o no quiere aceptar, «el lado opues-
to de lo que está escrito», para reproducir literalmente sus palabras, es «la
historia». Dice: «Para que exista un discurso crítico que es más que una reprise
superficial y fútil de la obra, el hablar que el libro almacena debe hallarse
incompleto; puesto que no lo ha dicho todo, queda la posibilidad de decir
algo más, de otra manera. El reconocimiento de un área de sombra en o alrede-
dor de la obra es el momento inicial de la crítica [...] Parece útil y legítimo
preguntarle a toda producción que es eso que involucra tácitamente, qué es lo
que ella no nos dice [...] Debemos mostrar una especie de quiebre en el inte-
rior de la obra: esta división es su inconsciente, en la medida en que posee
uno -el inconsciente que es la historia, la actividad de la historia más allá de
sus bordes, metida en esos bordes: por eso es posible trazar la ruta que lleva
desde la obra perseguida a aquello que la persigue. De nuevo, no se trata de
incrementar la obra con un inconsciente, sino de revelar en los gestos mismos
de expresión lo que no está. Entonces, el lado opuesto de lo que está escrito
será la historia misma»75.
No estoy yo inamoviblemente convencido de que «la historia», en el
sentido políticosocial que Macherey le adjudica a este vocablo, sea el solo
contenido encubierto por el mecanismo represor de la discursividad trans-
gresora, porque eso es algo que me obligaría a parangonar la parte con el
todo, estableciendo una relación especular, de intercambio o de permuta, en-
tre el material ideológico y el material inconsciente. De lo que sí estoy seguro,
sin embargo, y en lo que concuerdo con Macherey por completo, es de/en la
tesis de la existencia es(ins)crita en el texto de un excedente discursivo del
cual el texto mismo no puede o no quiere hacerse responsable. Es de cara a
esa sobrecarga de suplemento semántico o extrasemántico (y sobre todo prag-
mático. Lingüísticamente, cabría entretener la hipótesis subsidiaria, aunque
es muy posible que también intolerable desde el punto de vista de los crite-
rios de la lingüística convencional, de que lo que el texto sabe de y dice sobre
su significación es su contenido semántico y lo que no sabe o no quiere saber
y no dice es su contenido pragmático) donde yo opino que debemos colocar-
nos preferentemente quienes nos ganamos la vida en esta profesión.

Tratando de operativizar el planteo precedente y de describir a la vez la


doble naturaleza de todo discurso hacia el interior de sí mismo, yo he estrenado en
mi libro sobre Gabriela Mistral 76 una tipología de cuatro modos discursivos ejem-
plares, y ello a partir de las combinaciones que se pueden establecer entre
cuatro variables, dos de las cuales delimitan relaciones opuestas de carácter
psicosocial y dos relaciones opuestas de carácter representacional (adverten-
cia terminológica: el vocablo «representacional» se utiliza en los párrafos que
vendrán en lo sucesivo en la acepción que al mismo le asigna la estética kan-
tiana, para denominar aquello que en la representación sensu lato no es o no es
sólo de carácter conceptual y que puede por ende, para decirlo con el lengua-
je de la Crítica del juicio, ser causa de placer o displacer 77 ). Me refiero a la
apropiación consciente y la representación mimética ende los contenidos re-
ferenciales del caso (ya insistiré sobre la índole de estos contenidos en el
análisis que pienso dedicar en el capitulo siete al tema de la referencialidad
ideológica), a la apropiación consciente y la representación no mimética, a la
apropiación inconsciente y la representación mimética y a la apropiación in-
consciente y la representación no mimética. Mi concepto de mimesis es com-
patible, como el lector informado lo percibirá sin problemas, con el de Eric
Auerbach".
Ahora bien, en la primera de estas modalidades, el discurso funciona
consciente y reflexivamente con respecto a sus contenidos referenciales; en la
segunda, funciona consciente pero no reflexivamente; en la tercera, no sabe
que lo que está haciendo es reproducir los contenidos referenciales de una
manera reflexiva; y en la cuarta, no sabe que los está reproduciendo ni menos
sabe que la retórica representacional de cuyos servicios ha acabado por apro-
vecharse no es congruente con la forma cómo esos contenidos se nos revelan
de ordinario en la conciencia.
En el desarrollo de nuestro proyecto crítico sobre Gabriela Mistral, el
empleo de estas cuatro variables nos permitió tratar, esperamos que con algu-
na dosis de eficacia, temas tan escurridizos como son el de la disposición
amorosa que permea la poesía mistraliana, su maternalismo, su religiosidad,
su nacionalismo, su americanismo y la que ella misma denominaba su «locu-
ra», tanto como los variados matices de su estética: el melodrama romántico,
el modernismo, el realismo regionalista y social, el surrealismo y el objetivis-
mo de su producción más madura. Más aún: las capacidades combinatorias
del esquema analítico que estamos ahora presentando fueron las que hicieron
posible para nosotros la investigación de las superposiciones que pueden
producirse y que de hecho se producen entre uno y otro de los dos niveles
básicos del funcionamiento ideológico de los poemas mistralianos: el nivel de
la ideología patriarcal, directamente asumido por muchos de sus textos, y el
de la ideología a o antipatriarcal, indirectamente refutado. Aunque no hayamos
descubierto en el estudio que mencionamos todos los secretos que guarda la
producción de la poeta, nos sentiríamos orgullosos si hubiésemos empujado
de este modo la frontera de la discusión crítica hacia una nueva comarca,
avanzando un poco más en el recobro de la complejidad de sus discursos, la
misma que hasta hace no muchos años se manifestaba cautiva de lecturas
poco atentas.
No se me escapa que el cuadro tipológico que he propuesto es aún ru-
dimentario y por lo mismo vulnerable, pero si lo acogemos como un punto de
despegue provisional, y abierto en consecuencia a toda clase de revisiones
ulteriores, creo que podría despejarnos el camino hacia el diseño de una for-
malización que fuese finalmente más exhaustiva y estricta. Las variables pu-
dieran entonces aumentar o cambiar y también, por supuesto, pudiera au-
mentar o cambiar el número de las combinaciones. Por ejemplo, en vez de la
oposición auerbachiana mimético versus no mimético, que nosotros elegimos
más arriba para dar satisfacción a las necesidades de la dimensión estética del
discurso, y que es también la que inauguramos en el estudio sobre Gabriela
Mistral (en verdad, habría que reconocer que como siempre la práctica fue ahí
más lejos que la teoría), se puede recurrir para estos mismos propósitos a la
oposición entre la no autorreflexividad y la autorreflexividad del mensaje, al
modo de Jakobson y sus alumnos, o quizás si con más y mejores esperanzas
de acierto, a la oposición entre el aspecto no figurativo y el figurativo del
lenguaje, a la manera de la retórica antigua —lo que por lo pronto es una forma
más tradicional y menos técnica de decir lo mismo que Jakobson...
Si nos inclinamos por este último procedimiento, creo que no debiera
ser difícil tender un vínculo proporcional entre la figuratividad del discurso,
en el plano de la representación, y la represión de los contenidos referencia-
les, en el plano psicosocial (pudiéramos poner esto también en los términos
de una proporción inversa: a menor contenido autorizado, mayor será la
influencia del espesor retórico). Para una interpretación psicoanalítica del dis-
curso, la consecuencia casi predecible de este retorno lingüístico del reprimi-
do no puede ser otra que la distorsión de la representación y, por ende, el
predominio en la estética de esa clase de discursos de un barroquismo más o
menos pronunciado". Puede sumarse a lo dicho, si también nos detenemos
en la capilla teórica que arranca de La interpretación de Ios sueños, que retorna
Jakobson y que sacraliza Lacan, que, cuando esa distorsión es exclusivamente
trópica, ella se bifurca en metafórica, si obra por similaridad, y metonímica, si
obra por contigüidad. Esto nos reenvía hacia el plano «mimético» auerba-
chiano. Si la distorsión se produce de acuerdo a una legalidad metonímica,
corresponderá, o lo anticipable es que corresponda, a un estilo de representa-
ción realista. Si se produce de acuerdo a una legalidad metafórica, ocurrirá, o
debiera ocurrir, lo contrario.
Pero la distorsión tampoco tiene que ser sólo trópica. Sin contar con
aquellos recursos retóricos que no son tropos, Jakobson nos puso en guardia
hace mucho tiempo respecto de la existencia de una «poética de la gramáti-
ca» 80 y tal vez lo mejor que se puede hacer en consecuencia es mover el foco
del análisis puntual con suficiente flexibilidad entre los conceptos de distor-
sión y desviación, confiándole al segundo de estos conceptos los atributos de
la clase y al primero los de la especie.
De lo que se desprende que la distorsión metafórica sería sólo una en-
tre las posibilidades de desviación que se le ofrecen al lenguaje figurativo para
que éste lleve a cabo aquellas operaciones de productividad simbólica extra-
conceptual que, como nosotros ya hemos visto, son las que lo distinguen del no
figurativo. En cuanto a la caracterización de la clase, dejando de lado las
reticencias que manifiesta Paul de Man relativas a la «gramaticalización» con-
temporánea de los mecanismos propios de la retórica, yo juzgo enteramente
legítimo recurrir al distingo de Hjelmslev, entre el nivel denotativo y el conno-
tativo del lenguaje, al de Benveniste, entre el sujeto del enunciado y el de la
enunciación, y al de Austin y Searle, entre el aspecto locutivo y el ilocutivo de
las emisiones concretas, pero teniendo también presente que los diversos fe-
nómenos que acabo de enumerar no son ocurrencias exteriores al signo lingüísti-
co81 y que la poesía se destaca, incluso para sus lectores ingenuos —y de ahí las
dificultades que éstos tienen para relacionarse con ella—, por su riqueza con-
notativa, enunciativa e ilocutiva, cuyas repercusiones visibles en /sobre el signo
no son otras que una densidad (espesor) extrema / o del significante unida / o
a un incremento igualmente extremo de la rebeldía o ambigüedad del signifi-
cado. Pero, para las necesidades de este capítulo, con lo expuesto se me ocu-
rre que basta.
5

Después de lo que llevo expuesto hasta aquí, me parece de ineludible


necesidad retomar el tema de la diacronía o «evolución literaria» (o textual, si
es que vamos a ser congruentes con el receso táctico en el que pusimos «lo
literario» al comienzo de nuestras notas). Porque hablar de la existencia de modos
discursivos ejemplares equivale a hablar de la existencia de un repertorio de virtualida-
des de forma y contenido (no olvidemos que las distinciones que se hicieron más
arriba se concentran en la forma de tales discursos ejemplares, y esto quiere
decir que los contenidos deberán ser determinados en y para cada investiga-
ción particular, v.gr.: el crítico tendrá que discernir/ decidir en cada oportunidad
qué es aquello que el modo discursivo que a él le interesa muestra o reprime,
referencialmente hablando, y con qué programa representacional lleva a cabo
esa faena 82 ) que se haIIan disponibles en la historia de antemano, que los autores y los
lectores identifican primero, en las cuales se educan después y que por fin pueden/
logran operativizar durante la performance de las actividades que según ellos entien-
den son las que mejor se adecuan a sus posiciones dialógicas respectivas en relación con
cualesquiera que sean los textos del caso. Poco importa que la práctica de la produc-
ción y/ o la de la lectura de textos se ponga /n en pugna con lo que ya existe, con
la «legibilidad» de lo que se escribe ose textualiza durante una época concreta,
para decirlo con arreglo a la fórmula barthesiana de S/Z. De hecho, como lo
comprendieron los formalistas rusos hace casi cien años, el cambio histórico
depende de la aparición y el desenlace de tales contradicciones.
Como se habrá observado en nuestra tipologización de los mismos,
los modos discursivos ejemplares a nosotros se nos aparecen con una
doble (y en otro sentido triple: si además nos hacemos eco de la subdivisión
del lenguaje figurativo entre trópico y no trópico) constitución. Agreguemos
ahora que también estamos convencidos de que esos modos discursivos ejem-
plares se hallan provistos de una vida histórica documentable, es decir, que
nos sentimos en condiciones de demostrar que ellos nacen, se desarrollan y
mueren (y hasta resucitan, en aquellas oportunidades en que un modo dis-
cursivo nuevo recupera y recicla parcial o totalmente elementos que pertenecen o
pertenecieron a un modo discursivo anterior pero que en esa etapa de la his-
toria se encuentra en un estado de congelación o decadencia. Con todo su
conocimiento y experiencia crítica, mi colega y amigo Naín Nómez me hace
ver que la novedad antitrascendentalista y burlona de la antipoesía parriana
de los años cincuenta y sesenta en Chile resucita treinta o cuarenta años
después el antitrascendentalismo y la irreverencia sarcástica de la poesía post-
modernista de un Carlos Pezoa Véliz. Parecidas son, añado yo de mi propia
cosecha, las conclusiones a las que podría llegarse si lo que nos proponemos
es realizar un examen de la huella de Pedro Prado en el sector trascendentalista
y no contestatario de la poesía chilena del siglo XX) y que a causa de eso, cuan-
do, en el desempeño de nuestro papel de historiadores del texto, nosotros
efectuamos un corte en el continuum cronológico sobre cuya pista habremos
dispuesto los textos que estamos considerando, nos es dable sorprender a
esos modos en fases disímiles de su desarrollo: en una etapa de formación a
veces, en una de florecimiento en otras o inclusive en una de desintegración,
siendo esta tercera posibilidad aquélla que Raymond Williams denomina de
«pervivencia residual» y sobre la que se explaya velozmente en uno de los
capítulos más enjundiosos de Marxism and Literature: «lo residual, por defini-
ción, ha adquirido su forma en el pasado, pero sigue activo todavía en el
proceso cultural, no sólo, y a menudo no en absoluto, como un elemento del
pasado sino como un elemento del presente» 83 .
Recapitulando: nosotros pensamos que el lector de estas páginas va a
estar mejor pertrechado para reconocer la forma de los modos discursivos ejem-
plares que le hemos propuesto si él/ella se los imagina como estructuras genera-
les y abstractas, que combinan elementos conceptuales puros con elementos
figurativos (tropos y no tropos y aun, más allá de eso, habría que reconocerle
también el peso que incuestionablemente le corresponde en este procedimiento
a la «poética de la gramática» de la que hablaba Jakobson y a la que noso-
tros aludimos en el capítulo anterior), y gracias a los cuales la práctica
particular y concreta de los productores tanto como la de los receptores
históricos de textos resulta posible. Y algo en lo que necesito insistir aquí
con la mayor energía es en el hecho de que estos modos discursivos ejempla-
res se encuentran muy lejos de constituir esencias inmutables, incrustado
cada uno en su tibia hornacina del empíreo platónico. Por el contrario,
ellos son entidades dinámicas, que se articulan desde la historia y para la
historia, y que por eso se sostienen siempre en un estatuto de equilibrio
precario. Es precisamente un manejo experto de esa dinamicidad lo que
habilita al historiador para dar cuenta de (para construir) los modelos es-
pecíficos con los cuales él/ella lleva a cabo su trabajo narrativo.
Parte importante de ese trabajo narrativo consiste en la periodización
del material. En lo que concierne a este asunto, una manera de periodizar, que
según pronto comprobaremos no es la única pero a la que tampoco nos con-
viene desactivar totalmente, es la que actúa recurriendo al concepto de for-
mación discursiva. Este concepto, que es una adaptación foucaultiana de un
concepto marxista clásico y que ha tenido una circulación un tanto floja en el
intercambio teórico de los últimos años, todavía puede dispensarnos algunos
dividendos interesantes.
Así, nosotros entenderemos por formación discursiva a una estabilización
significacional y cronológica de la materia histórica concreta o, más precisa-
mente, de la materia histórica textual concreta, que se produce a consecuencia de
la imposición sobre esa materia de un cierto orden y una cierta jerarquía. El que
ello ocurra involucra la coexistencia en un mismo tiempo de textos hegemónicos
y textos subalternos y el que esos textos sean una cosa o la otra depende de la
coexistencia también simultánea de modos discursivos ejemplares articulados
ellos igualmente de una manera organizada y jerárquica. Todo esto «dentro» de
la formación discursiva que sea del caso. Por otro lado, en la panorámica más
amplia sobre la que habría que proyectar los resultados de esta investigación, no
cabe duda de que el mayor y menor vigor de los modos discursivos ejemplares,
su propio estatuto hegemónico o subalterno en el interior de las conciencias de
los individuos que hacen uso de ellos, se liga a los avatares de la historia social, en
el sentido más lato, yen el más estricto, a las escaramuzas de la llamada lucha por
la «hegemonía cultural» 84 . Una formación discursiva cambia así por razones que
son tanto internas como externas, dando origen de ese modo a un período histórico
nuevo, lo que ocurre tan pronto como la articulación de los modos discursivos que
están por detrás suyo se rompe y el equilibrio que se mantenía en vigencia hasta
ese momento se destruye. Este acontecimiento se produce porque una práctica
individual o grupal se ha puesto en contradicción con lo que existe, porque esa
contradicción genera una transformación en la historia concreta y porque esa trans-
formación cambia la composición y jerarquía de los modos de discurso que se ha-
llaban disponibles para las necesidades de esa época, haciéndolos entrar en un
proceso de reacomodo o reajuste.

Pero acabamos de escribir la expresión «para las necesidades de esa


época». Nos topamos así nuevamente con la dialéctica, de la que no podemos
hacer caso omiso después de haber empujado nuestro argumento hasta esta
nueva frontera en sus capacidades de generación de sentido, entre produc-
ción y consumo o, para designarlo con una nomenclatura ya consagrada, entre
producción y recepción discursivas. El planteo que nosotros hemos hecho re-
cién es, como cualquiera puede verificarlo, uno que cristaliza después de una
reflexión de varios años en torno a los factores que intervienen en el proceso
de la producción de los textos 85 . Pero, como también lo hacíamos ver en el
capítulo dos de este mismo trabajo, desde comienzos de la década del setenta
aproximadamente todos o casi todos los que nos ganamos la vida en el
gremio crítico estamos persuadidos, aunque con grados de vehemencia dis-
tintos, de que el texto (literario o no) existe con su recepción, lo que incluye en
primerísimo lugar a la recepción del propio autor en su papel de lector. Tanto
es así que el campo de los estudios acerca de la textualidad se hallaba quince
anos después, según lo documenta Elizabeth Freund, abarrotado con teorizantes
de diversos colores y lenguas y cada uno de los cuales les garantizaba a sus
lectores el estar transmitiendo la palabra de Dios acerca del tema.
Propagáronse, por esos años, sin la menor compostura al decir de
Freund, las que ella denomina «personificaciones» del lector, y que incluían,
entre otros, al «lector mímico» de Gibson, al «lector implícito» de Booth e Iser,
al «lector modelo» de Eco, al «súper lector» de Rifaterre, al «lector inscrito o
encodificado» de Brooke-Rose, al «narratario» de Prince, al «lector ideal» de
Culler, al «literante» de Holland, al «lector actual» de Jauss y al «lector infor-
mado» o la «comunidad interpretativa» de Fish86 . Quienes hayan seguido de
cerca la evolución de la teoría crítica contemporánea podrán percatarse, creo
que no sin algún regocijo, de que la multiplicación afiebrada de la que habla
Freund estaba remedando, esta vez en el polo receptivo del circuito dialógico,
a aquella otra que había tenido lugar veinte o treinta años antes en el polo
productivo de ese mismo circuito. Con esta alusión me refiero a la edad de
nuestra inocencia «científica», cuando casi todos los de la partida andábamos
ala siga de autores implícitos, narradores ficticios, etc. Idéntica aglomeración
e idéntico despliegue de conjeturable ingenuidad y falso asombro. Con todo,
tampoco se puede negar que, habiendo iniciado su trámite en calidad de igua-
les entre iguales, cuando por fin se decantaron las aguas del hallazgo recep-
cionista unas cuantas de las propuestas de los años setenta y ochenta acaba-
ron siendo más iguales que las demás. Estoy pensando en los libros de Hans
Robert Jauss, Wolfgang Iser y Umbe rto Eco, en Europa, y en los de Stanley
Fish y Norman Holland, en Estados Unidos, todos ellos enfrascados en el
proyecto de definir con precisión y finura el carismático «papel» del lector.
A nosotros, esta circunstancia nos lleva a ponderar los méritos que
pudieran estar contenidos en la introducción en la tesis que ahora estamos
desarrollando de un modelo de comunicación textual que sea más versátil
que el seductivamente produccionista —el que por lo menos en nuestro
trabajo debió su perduración antes que a cualquier otra cosa a una deferencia
demasido prolongada para con la perspectiva filosófica althusseriana de los
años sesenta—, aunque con discreción, pues no queremos ser víctimas de la
trampa en la que han caído y siguen cayendo hasta la fecha algunas de las
formulaciones menos cautas sobre el particular. Porque nos damos perfecta
cuenta de que el mismo unilateralismo que resultó deficitario desde el punto
de vista de la estética de la producción puede reaparecer en gloria y majestad
desde el punto de vista de una estética de la recepción. La reductio ad absurdum,
entre las muchas calamidades que esta línea de pensamiento auspicia y fomen-
ta, se produce cuando se incorpora entre los aliños del debate teórico una
concepción del signo lingüístico postmoderna, que hipertrofiando la arbitrarie-
dad del contrato entre significante y significado o, en rigor convirtiendo ese
principio en uno nuevo, el de la autonomía absoluta del significante, deduce que
el texto no es ni puede ser otra cosa que una plataforma material de lanza-
miento para que desde ahí se eche a volar la imaginación del intérprete. Por
este camino, es inevitable que el texto acabe siendo sólo un significante a la
espera de la aparición de otro nuevo. Si esa profesión de fe ultrasaussurearia
pudiera defenderse con todo el rigor que su admisión por nuestra parte re-
quiere, ello querría decir que el texto obtiene su significación enteramente
desde la conciencia de quien lo interpreta, que esa significación es obra única
y exclusivamente de la libre «creatividad» (o de la creatividad por la libre) del
individuo que lee y que esa atribución de la significación no tiene tope, hasta
el punto de que aun la más disparatada de sus realizaciones estarla en su
justo derecho si reclama el mismo trato que las otras.
En términos de historia textual, se puede verificar sin demora que se-
mejante maniobra imposibilita desde su incepción no sólo la posibilidad de
una historia basada en los autores (y eso pase, otra vez. Digámosle adiós,
entre otras alternativas más antiguas y menos robustas, a aquellas historias
literarias que para segmentar el continuum de la diacronía textual recurren al
ciclo de las generaciones, o sea, a las fechas de nacimiento y a la «sensibilidad
vital» que a causa de eso se dice que acompaña a los individuos que escriben
los textos), sino también la posibilidad de una historia basada en la sucesión
cronológica de los textos mismos. Mejor dicho: si los textos significan sólo
para mí hoy, o incluso si significan sólo para la comunidad que conmigo parti-
cipa de los presupuestos de una misma «formación lectiva o de lectura» $', ni falta
que hace decir que una historiografía de esos textos deviene, si no equivocada
totalmente, desdeñable en cualquier caso. Pero también hay que reconocer
que una historiografía que se construye a partir del principio de que los tex-
tos carecen de sustancia tendrá bien poco de historiografía y sí mucho de
preocupación adventicia.
Wolfgang Iser se dio cuenta de esta contradiccción en los años setenta y
se enfrentó con sus peligros argumentando que así como «la obra misma» no se
puede reducir ala «realidad del texto», tampoco cabría reducirla ala «subjetivi-
dad del lector», lo que a mí me parece aceptable pero más bien como un subter-
fugio o una declaración de buenas intenciones tendiente a atenuar el dolor de
cabeza que a Iser debió haberle provocado el impasse textual postmoderno que
como una solución efectiva del mismo. Discípulo de Ingarden, fenomenólogo
autodesignado, es evidente que Iser no quiso echarse a la espalda el costo
filosófico que para él iba a suponer el tomar una decisión o a favor del objeto
o a favor del sujeto del conocimiento. De ahí que haya resuelto no arriesgarse
y poner la obra, como él dice, «en algún lugar entre los dos» 88 . Si nosotros
tomamos en serio esta argucia iseriana, el paso que sigue debiera consistir en
la determinación del dónde, exactamente, se encuentra ese tercer «lugar», que
según él nos asegura debiera situarse en algún punto equidistante entre el
autor y el lector, lo que en su teoría es (y seamos circunspectos de nuevo)
bastante difícil. Pero aún menos creíble que este ontologismo topográfico de
la obra literaria, cuya eficacia Iser se afana en demostrarnos, es el modelo de
estructura que él mismo introdujo para aterrizar su teoría, modelo que, como
si se tratara de una resurrección anacrónica y un tanto sosa de Ingarden y
Wellek, postula que el texto es una configuración potencial con múltiples «in-
determinaciones», esto es, con múltiples «agujeros» y «vacíos», los que debe-
rían ser llenados por la actividad del lectorS 9 . Es este un planteo que, por lo
menos cuando se lo formula de ese modo, a mi no me parece abrumadora-
mente diáfano, y no sólo a mí, pues algunas de sus insuficiencias fueron de-
nunciadas también por Stanley Fish a su debido tiempo 90 .
El caso es que una mejor manera de aminorar las desazones teóricas que
nos provoca esta inserción del «papel del lector» en el proceso de la interpretación
y finalmente en la formulación de los principios metodológicos que pudieran
apuntalar una historiografía textual sin caer en el más desenfrenado de los
subjetivismos, se me ocurre a mí que pudiera hallarse retomando cuando
menos el espíritu del relato magistral que Eco construye en torno al com-
portamiento del signo lingüístico, el que, pongámoslo en evidencia nosotros
de inmediato, proviene de una interpretación suya de ciertos aspectos esen-
ciales de la semiótica peirceana. Eco vuelve una y otra vez sobre las indicacio-
nes de Peirce relativas a la producción de la significación. Particularmente,
le fascina un párrafo tardío, el 2228 de los Collected Papers, donde Peirce
especifica que «Un signo, o representamen, es algo que está [stands] para
alguien por algo en algún respecto o capacidad. Se dirige a alguien, esto es,
crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o quizás un signo más
desarrollado. Ese signo que crea yo lo llamo el interpretant del primer signo.
El signo está en lugar de algo [stands] y ese algo es su objeto. Está en el lugar
de ese objeto no en todos los respectos, sino en referencia a una especie de
idea que yo he llamado a veces el piso [ground] de la representación» 91 .
Como vemos, este párrafo de Peirce expande el trío que nosotros men-
cionamos en el capítulo dos del presente trabajo y lo transforma en un cuarte-
to. Además del «objeto», del «signo» y de su «interpretant», el precursor de la
filosofía analítica introduce en el párrafo 2228 un «piso» kground»] relativa-
mente a cuya solidez conceptual (es «una especie de idea», aclara él mismo) el
signo se estaría conduciendo. En 1979, a Eco le parece que esta observación de
Peirce es un andamio teórico sobre el cual él puede encaramarse con relativa
confianza. Si la idea del «interpretant» como un signo lo autoriza para abrirle
la puerta al carnaval postmoderno de la multiplicación infinita de las inter-
pretaciones, al sueño de una «interminable semiosis», al de la «obra abierta»
y todo lo demás que divulgan las personas de moda, el «piso» es aquello con/
en lo que él anda el signo, confiriéndole la cuota de sustantividad que no se
muestran dispuestos a otorgarle los partidarios de la farándula interpretacio-
nista, puesto que para ellos cualquier insinuación de sustancia deviene en el
ominoso equivalente de una trampa «metafísica». Responde Eco: «El piso es
un atributo del objeto en tanto que él (el objeto) ha sido seleccionado de cierta
manera y sólo a algunos de sus atributos se los ha hecho pertinentes, constitu-
yéndose así el Objeto Inmediato del signo» 92 . A continuación de este ajuste de
cuentas con la propuesta de los saussureanos ultras y como un resultado del
mismo, Eco desenfunda su idea de un Lector Modelo, inserto en el texto y con
el cual los lectores históricos tendríamos la oportunidad de comunicarnos.
Debo confesar que a mí la idea de un Lector Modelo me complica tanto
como cualquiera de las demás «personificaciones» denunciadas por Elizabeth
Freund, aun cuando en lo esencial estoy de acuerdo con Eco. En rigor, más que su
alegato de 1979, me intriga el de 1990, cuando el <piso» peirceano es puesto por él
en comunicación con el principio de coherencia textual que expone San Agustín
en su De Doctrina Christiana : «cualquier interpretación que se le dé a una cierta
porción de un texto puede aceptarse si se confirma y debe rechazarse si se ve
desafiada por otra porción del mismo texto. En este sentido, la coherencia textual
interna controla a las de otra manera incontrolables pulsiones del lector» 93 . Me-
nos esencialista que Peirce y que el propio Eco, percatémonos nosotros de que la
sustantividad del texto es producida gramscianamente por el santo de las Con-
fesiones a base de su coherencia o, en otras palabras, a base del sistema de su
articulación discursiva. Poco cuesta movilizarse desde aquí hacia una definición
del piso de Peirce por la vía de la diferencia: lo que cabe dentro de la sistematici-
dad que le forja su articulación es parte del texto, es el texto. Lo que no cabe, no lo
es. El texto es su no ser lo que son los otros textos. Si no sabemos lo que es, por lo
menos sabemos, tenemos la obligación de saber, lo que no es.
Con lo que el problema de la significación se puede volver a acomodar
en el mapa de nuestra pesquisa, pero esta vez sin recurrir al artilugio dema-
siado gravoso del Lector Modelo y diciendo que la misma se produce en el
punto de encuentro entre la articulación de los discursos que forman el texto
(habida cuenta de su diferencia con las articulaciones respectivas que se for-
man en el interior de otros textos), más un lector y una mediación cultural (el
misterioso «interpretant» de Peirce), que es la/el que faculta al lector para
que éste acceda a una percepción totalizadora de lo que ha leído. Para Eco, el
«interpretant» son o parecen ser los «códigos» que habilitan la lectura. Para
mí, son los modos discursivos ejemplares, ésos que los lectores tanto como los
autores alojan en sus respectivas conciencias y con los cuales, dada la forma-
ción discursiva a la cual ellos pertenecen, tendrán que hacer sus diligencias
semiótico-productivas individuales.
E igual cosa se puede concluir acerca de la formación discursiva. Si ésta
se halla, como nosotros hipotetizamos más arriba, constituida por un menú
determinado de textos, su existencia como totalidad significativa y también como
totalidad historiable depende de la existencia de un grupo de lectores que, por las
razones que sean, concuerdan en ciertas maneras de leer o, más precisamente
aún, en el uso que para leer hacen de un menú finito de modos discursivos
ejemplares. Como sabemos, los modos discursivos ejemplares, que no existen
fuera de la formación discursiva, son los que fijan al mismo tiempo su contorno".
Dentro de ella, algunos lectores (como los autores, en su propio momento)
activarán algunos modos discursivos y no otros, lo que desmembra a la
comunidad de los lectores que integran una misma formación discursiva
y en un mismo período en comunidades menores cada una de ellas habili-
tada con su propia posición respecto del corpus textual disponible. En esta
situación debemos buscar nosotros el origen de las discrepancias acerca del
canon, tanto como el de la lucha por su imposición, que son dos cuestiones
respecto de las cuales yo tengo en la mira exponer mi propio punto de vista en
los capítulos con que se cierra este ensayo.
Finalmente, los lectores pueden pertenecer a la misma formación dis-
cursiva de la que ha surgido el texto o a otra posterior. Entre los lectores pos-
teriores, se encuentra el historiador, quien, como los lectores que le
antecedieron, leerá también desde una cierta formación discursiva, que es la
suya propia, esto es, la del lugar y tiempo en los que a él le toca vivir, así como
también desde una determinada posición dentro de esa formación discursiva,
la que le dan los modos de discurso que ese historiador activa en sus lecturas,
que pueden ser iguales o semejantes a los que activan otros dentro del colec-
tivo amplio que forman sus contemporáneos, pero que no tienen por qué ser,
y lo más probable es que no sean, iguales o semejantes a los que activan todos
ellos.
Si abordamos el asunto de esta manera, a mí se me ocurre que los extre-
mos erradicables en nuestro programa de crítica práctica van a ser por una
parte la historiografía arqueológica, que quiere delimitar el carácter del pe-
ríodo a partir de la dialéctica entre un grupo de textos y los lectores de la
época en la que esos textos fueron producidos (v.gr.: «el barroco es el arte de la
Contrarreforma»), y por otra la historiografía, ¿cómo llamarla?, «presentis-
ta», que da por supuesto que lo único que puede hacer el lector de hoy es
desengañarse de que el texto posee una sustantividad, poco importa cuál sea
la definición que a ésta se le dé, así como también del hecho de que ese texto
ha sido leído por otros individuos desde el día primero de su redacción,
lecturas que a lo mejor subsisten en la experiencia potencial del mismo en
calidad de «huellas» o «rastros» (Freud, Derrida, Hillis Miller), y lee por ende
a la formación discursiva (y, por consiguiente, recorta el período) desde su
propia sensibilidad, esto es, desde el punto de vista de la escena textual del
momento (v.gr.: «el barroco es un arte postmoderno» o un «arte de la indeter-
minación de la significación» o cualquier otra lindeza por ese estilo).
Personalmente, yo descreo de ambas políticas o, mejor dicho, pienso que
cada una de ellas es el producto de una media verdad y también, aunque no sé si
por lo mismo, el producto de una media mentira. La pura arqueología, además
de ser dudosamente deseable, es ciertamente imposible. Se asemeja demasiado a
las pretensiones de Leopold von Ranke, cuando éste declaraba con toda seriedad
que la obligación del historiador era contar como ocurrieron las cosas «realmen-
te», wie es eigentlich gewesen, ateniéndose de este modo a la «estricta presentación
de los hechos», puesto que ésa y no otra debía ser su «ley suprema» 95 .
En cuanto a lo de ponernos a historiar desde el hoy y nada más, hay en
ello una presuposición que yo encuentro contradictoria desde el momento en
que se la lanza sobre la arena historiográfica, por cuanto implica, como espe-
ro haberlo demostrado convincentemente en los párrafos anteriores, una
propuesta de conocimiento histórico que contiene la renuncia de hecho a lo
mismo que se está proponiendo. Renuncia a esperar que podemos tener al-
gún acceso al país del pasado y su reemplazo, como tal vez les gustaría a los
nietzscheanos fanáticos, por el libérrimo ejercicio de la subjetividad. Ergo: la
salida prudente, si se me autoriza para ponerlo en esta forma, es trabajar con
independencia y sin prejuicios, pero sin perder de vista el doble sistema de la
detección/ atribución de la significación. Hacemos historiografía y construi-
mos la historia desde la historia misma, desde la detección de su sistema
textual (desde la detección de la realidad diferencial que componen sus textos:
como producción y como consumo o como producción y recepción) y tam-
bién hacemos historiografía y construimos la historia desde nuestra propia e
insoslayable atalaya, desde la o las atribuciones de significado que a nosotros
nos permite nuestra propia formación discursiva y, dentro de ella, los modos
de discurso que habremos optado por seleccionar teniendo en cuenta la
peculiariadad de nuestra inserción en el marco de una historia cultural y social
que no es inocua. Historiografía sin demasiada pureza para los gustos objeti-
vistas de un Ranke, eso es cierto, o sin demasiada libertad, para el subjetivismo
nietzscheano, eso es cierto también, pero con la pureza y la libertad suficien-
tes como para que quienes nos hayamos comprometido con sus principios le
sigamos siendo fieles a la conjetura de que alguna vez en el pasado sucedie-
ron ciertas cosas, que esas cosas fueron y siguen siendo significativas y que
esa significación que ellas poseyeron y poseen aún nos pide que la recupere-
mos, aunque ello sea con las limitaciones que son inherentes a nuestros po-
bres recursos humanos.
*
Un aspecto que este capítulo en torno a los problemas de la «evolución
literaria» o «textual» ha dejado sin resolver es el de cómo un o unos modos
discursivos ejemplares se imponen por sobre (determinan a) otros. Más
adelante, durante el examen de una problemática análoga en el plano del
funcionamiento intratextual, a nosotros nos va a ser imprescindible retornar
sobre este aspecto de la teoría con mayores precisiones. Por lo pronto, conten-
témonos con decir que una perspectiva acerca de la periodización que haya
sido construida a partir de las bases que ahora estamos sugiriendo nos pro-
porcionará instrumentos metodológicos que acaso pudieran permitirnos tra-
tar la textualidad y la contextualidad ecuánimemente, evitándonos el doble
defecto de separar a la primera de la segunda, como hace el formalismo, y de
forzar a la segunda sobre la primera, como hace el determinismo.
6

Para volver ahora sobre las generalidades del funcionamiento interdis-


cursivo, yo abrigo la esperanza de que las reflexiones precedentes hayan puesto
de manifiesto que hablar de un discurso no sólo no nos impide sino que nos
obliga a hablar de los demás discursos que se conectan con él hacia adentro y
hacia afuera del texto. Por lo mismo, pienso que no sería inapropiado que
tarjáramos de una vez por todas esta última expresión, ciertamente equívoca,
«hacia afuera», y que acto seguido conviniéramos en que, además de relacionar-
se con el nuestro, con eI que a nosotros nos preocupa prioritariamente, los discursos
«exteriores» a aquel al que nos estamos refiriendo son con él, que él es con ellos, que
ellos son (también) parte de su texto. Es, como vemos, una recuperación, ahora
en el marco de nuestro propio argumento, de aquella idea del texto que se
resiste a concebirlo como un simple receptáculo, como si él no fuera sino un
continente material en el interior de cuyo perímetro inerte se aloja el mensaje,
lo que reactiva de inmediato el significado de una de las más sugerentes me-
táforas borgeanas. Me refiero a la metáfora del texto como un conjunto de
«citas», según lo supo el gran argentino desde los años de su infancia en la
casa de Palermo, la de la «ilimitada biblioteca de libros ingleses»%, y lo pro-
clamó Roland Barthes en la «cita» que de «La muerte del autor» nosotros
extrajimos y copiamos en el capítulo segundo. De lo que resulta la tesis que
nos proponemos explorar a continuación, una tesis que se pronuncia a favor no
sólo de la conveniencia sino de la inevitabilidad de una critica intertextual.
Como han acabado por admitirlo hasta los críticos menos sensibles a
las seducciones de la moda, hacer crítica intertextual no es lo mismo que ha-
cer «crítica de fuentes». Para iniciar nuestra pesquisa en torno a este tema,
aclaremos de inmediato que el término «intertextualidad» procede de las lec-
turas que Kristeva hizo de Bajtín en la segunda mitad de los años sesenta y
cuyos resultados quedaron expuestos en un legendario artículo suyo, escrito
en 1966, cuando tenía apenas veinticinco años, y publicado poco después en
la revista Critique. Estoy pensando en «Bakhtine, le mot, le dialogue et le
roman»g'. Como sabemos, Bajtín venía de la literatura clásica, del comparatis-
mo, del neokantismo de Cohen, del marxismo (un marxismo muy sui generis,
por cierto, ése que él inaugura con la máscara de Volosinov) y de la lingüística
de la lengua (contra la que se había rebelado. Esa rebelión paraleliza su rebe-
lión contra el marxismo dogmático, dicho sea de paso). Por su parte, Kristeva
acudía hasta su rendez vous con el teórico ruso encandilada con los descubri-
mientos de la lingüística del había, que para esas fechas ya había dejado atrás
a la lingüística de la lengua. En cuanto a los postulados de la lingüística del
habla, yo dije oportunamente que tengo la sospecha de que Kristeva los cono-
ció por primera vez en el aula de Benveniste y/o en las páginas de la opera
magna de éste, los Problemas de lingüística general. De su encuentro entonces
con la herencia bajtiniana, más el aprendizaje hecho a la sombra de las leccio-
nes orales o escritas de Benveniste y el psicoanálisis lacaniano (furor parisién
de los años cincuenta y sesenta) iba a surgir la concepción del texto que Kris-
teva enarbola en los ensayos que escribió durante aquella época y que se re-
unieron y publicaron en Séméiotiké: recherches pour une sémanalyse y PolyIogue,
en 1969 y 1977, respectivamente.
Con diferencias que a mi juicio no enturbian las certidumbres kriste-
vianas de fondo, esta concepción del texto es la que termina por imponerse en
un número no despreciable de los críticos actuales. Pieza central en el progra-
ma que éstos comparten (compartimos, habría que decir) es una noción de
intertexto que es por completo incompatible con la doctrina autonomista, que
nos obliga a prescindir de sus servicios sin mayor dilación, y abriendo de esta
manera condiciones propicias para un replanteo de la relación entre texto y
contexto. Ahora bien, basta tener en cuenta el clima de ruptura epistemológi-
ca que el advenimiento de tales eventos puso de relieve, incluso en los tanteos
iniciales del proceso que ahora estamos reseñando, allá por los años sesenta,
para llegar a la conclusión de que nada sería más erróneo que identificar la
crítica de fuentes que produjeron los viejos filólogos con la nueva crítica in-
tertextual. Ni siquiera cabe entender a esta última como una amplificación,
como una puesta al día, por así decirlo, de aquélla. Los designios que guían a
uno y otro tipo de actividad son entre ellos como el día respecto a la noche.
El trabajo de los viejos filólogos funcionó sobre la base de premisas que
eran a la vez humildemente arcaicas, cuando por razones eruditas el crítico se
limitaba a rastrear aquellos textos que un autor había frecuentado durante el
proceso de la elaboración del suyo propio, y ambiciosamente modernas, cuan-
do ese mismo crítico confesaba que su agenda secreta, la de veras inmodesta,
consistía en el descubrimiento de la originalidad o de la falta de originalidad
del autor en cuestión. Estoy seguro de que muchos de nosotros recordamos
esas curiosas y no siempre desagradables lecturas que nos ponían al corriente
sobre los hallazgos y las frustraciones que experimentaban algunos catedráti-
cos (así se llamaban los profesores universitarios entonces) de formación
empecinadamente positivista, casi todos españoles, y a los que nosotros su-
poníamos muy viejos y muy sabios, en su rastreo de las fuentes de los textos
medievales (en mi biografía estudiantil, los de Berceo, Juan Manuel..., etc.),
con el fin de probar su diferencia o su falta de diferencia con respecto a estos
o a aquellos predecesores europeos, árabes, sánscritos o de cualquier otra es-
tirpe.
Ni una cosa ni la otra son de un interés irresistible para la crítica de
nuestro tiempo. No lo son porque los textos que un autor puede haber cono-
cido y aprovechado de adrede en la confección del suyo propio constituyen,
en el mejor de los casos, la punta de un iceberg y, en cuanto al tema de la
originalidad, si nosotros hemos dicho para empezar a conversar que un texto
es él más todos los otros que se relacionan con él, su detección, que en la
estética de la «alta modernidad» o «modernidad tardía» acabó convirtiéndo-
se en un criterio de valor, se transforma en una empresa sin mucho brillo.
Por otra parte, la introducción del «papel del lector» dentro de la teoría
cuya armazón lógica estamos tratando de delimitar en este libro contribuye
también con lo suyo a un cambio brusco en las reglas del juego. Porque si lo
que pretendemos es tomarnos en serio la afirmación de que el lector «cuenta»
para los efectos del esclarecimiento semiótico, entonces no nos interesan, no
nos pueden interesar, sólo los contextos que son anteriores al texto. Nos inte-
resarán también los posteriores. A causa de estas consideraciones acabamos
arribando al planteamiento de que contemporáneamente no se puede leer el
Quijote «bien», o sea que no se lo puede leer con la «competencia» literaria
que esa lectura requiere, si no tenemos en mente, aunque sea de una manera
mecánica y más o menos difusa, algunos de los esquemas interpretativos que
son producto de los casi cuatrocientos años de producción crítica que en
torno a esa obra maestra se han acumulado desde 1605 hasta hoy, o sea, desde
la percepción cervantina de su propia creación como una burla de las novelas
de caballería hasta el consumo actual de la misma como una payasada filosó-
fica o, más audazmente aún, como una «sátira polifónica».
De lo que se sigue que el trabajo de la crítica intertextual es la prolonga-
ción en la práctica de una teoría que excede con mucho al anciano deporte de
la caza de «influencias», pero que, como quiera que sea, comparte con aquel
nada inocente pasatiempo la convicción de que el texto no es la celda de clau-
sura que hizo de él la superstición autonomista. Homenaje que nuestra época
le rinde, después de una temporada de torpe desdén, a una lectura de las
obras sin mutilaciones y de lo cual un T. S. Eliot, quien proclamaba que los
instrumentos indispensables de la crítica eran el análisis y la comparación, o
un Borges, para quien toda lectura es una relectura, son un par de cómplices
prestigiosos.
Eliot, especialmente, creo que debe traerse al primer plano de nuestras
cavilaciones en este capítulo. Su tesis de que «ningún poeta, ningún artista de
ningún arte, alcanza solo su completo significado» y que su significación, su
apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas
muertos», lo que para él constituye «un principio de crítica estética y no sim-
plemente histórica» 98, es impresionante hoy y debió serlo todavía más en el
momento de formularse. Si en el punto de partida de las reflexiones de Eliot
acerca de este tema desempeñó su papel habitual la crítica de fuentes, la
detección de «influencias», que tiene que haber constituido un motivo peda-
gógico de turno entre quienes le infligieron al joven estudiante de Harvard,
Oxford y La Sorbona su educación literaria, no cabe duda de que su pensa-
miento abarcó a la postre un continente teórico que era mucho más vasto y
cuyas reales dimensiones sólo hoy estamos en condiciones de medir. Porque
para Eliot la posterioridad, la textualidad que es posterior a la obra, afecta a ésta
también, y tanto como la textualidad anterior. A su juicio, la necesidad de que una
obra nueva sea coherente con lo que ya existe «no es unilateral». Por el
contrario, según observa en un apartado famoso de «Tradi tion and the Indi-
vidual Talento, la obra de arte nueva, cuando lo es de veras, cuando posee los
atributos renovadores que los críticos esperan que ella tenga, revoluciona la
historia entera de los objetos de su mismo género. Reproduzco ahora un solo
párrafo: «lo que acontece cuando se crea una obra de arte nueva es algo que
les acontece simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron.
Los monumentos existentes constituyen entre ellos un orden ideal, el que se
modifica por la introducción de la obra de arte nueva (la realmente nueva)
entre ellos. El orden existente está completo antes de que llegue la obra nue-
va; para que el orden siga existiendo después de la superposición de la
novedad, el todo existente debe, aunque sea levemente, alterarse; de esta ma-
nera las relaciones, las proporciones y los valores de cada obra de arte con
respecto al todo se reajustan; y en esto consiste la conformidad entre lo viejo y
lo nuevo. Quienquiera que apruebe esta idea de orden, de la forma de la lite-
ratura europea, de la literatura inglesa, no encontrará absurdo que el pasado
sea alterado por el presente tanto como el presente es dirigido por el pasa-
do»". Más adelante, en ese mismo ensayo, Eliot agrega que si bien es cierto
que el arte «no mejora», no es menos cierto que el material del arte «nunca es
el mismo». La mente de Europa, la mente de cualquier país, «cambia» m.
En definitiva, convengamos en que este doble movimiento de la
intertextualidad, hacia atrás y hacia adelante del texto, está o debe estar
garantizado en cualquier programa de crítica práctica al que hoy queramos
concederle autoridad. Garantía que no sólo se extenderá a los tiempos y a los
lugares de desarrollo de la empresa crítica, sino también a la amplitud y el
desprejuicio que ha de poseer la gestión de quienquiera sea el agente de esa
empresa o, en otras palabras, a la apertura mental con que éste debería situar-
se frente a la potencialidad semiótica que despliega ante sus ojos una
abigarrada galaxia de intertextos. Esto significa que el desafío con el que nos
enfrentamos los críticos contemporáneos consiste no sólo en abrir las páginas
del texto a la visita de su parentela más cercana, como hicieron Richards y los
neoaristotélicos de Chicago durante los años cincuenta, quienes autorizaban
las «comparaciones» intergenéricas (las de la lírica con la lírica y las de la
épica con la épica. No había autorización aún para entablar conversaciones
entre la poesía y la novela, obsérvese); o como hizo Shklovsky mucho antes
que eso, cuando se mostró dispuesto a considerar las relaciones interliterarias
en su totalidad; o como hizo Wimsatt, de nuevo en los años cincuenta, cuando
se abrió hacia la aceptación de los contactos interestéticos y, si mucho lo
presionaban, hacia los interculturales además (entendiendo por cultura sólo
a la «alta cultura», ni que decirse tiene). Más allá de esos timoratos gestos
antiseparatistas o, como decían los neocríticos norteamericanos menos dog-
máticos, «antiatomicistas», nosotros pensamos que en nuestro propio progra-
ma de trabajo la relación que establezcamos con el dominio intertextual habrá
de hacerse con las puertas y las ventanas abiertas de par en par, disponiéndo-
se de esta manera el intérprete para recibir e incorporar en el ámbito de su
interpretación todas aquellas «citas» que obran en su conocimiento, el que
ojalá sea lo más grande que pueda darse habida cuenta de las circunstancias
de lectura, y que ese individuo siente que agregan profundidad a su cometi-
do. El adverbio «con las puertas y ventanas abiertas de par en par» posee,
aquí, por lo tanto, un triple filo. Apunta hacia los textos que en su tiempo se
contactaron con aquél con el que nosotros estamos trabajando, a los que se
han venido contactando con él posteriormente y por último a aquellos que
gravitan hoy, en este lugar yen este tiempo, sobre nuestra conciencia de lecto-
res y de los cuales no debemos ni podemos desprendernos. En el entendido
ahora de que cualquier discurso que muestre algo en común con el que a
nosotros nos interesa preferentemente tiene derecho a exigir consideración en
el escrutinio intertextual, sin que a nosotros nos importe que él sea del mismo
género (o tipo) ni de la misma época del discurso que concita nuestra aten-
ción prioritaria, pero teniendo presente también la imposibilidad de hacernos cargo
de todos los discursos que rodean a ése sobre el que habremos situado el foco de nues-
tro análisis, el problema, el verdadero problema, consistirá en decidir cuál o
cuáles de entre ellos es el / son los más relevante / s para nuestro trámite críti-
co y cómo, de qué manera y en qué niveles de funcionamiento discursivo,
nosotros vamos a procesar tal relevancia.

Porque es obvio que el requisito de la relevancia le crea una dificultad


a nuestro argumento. No sólo por la introducción del factor cuantitativo,
porque el discurso primordial con /en el que estamos trabajando se nos
presenta flanqueado desde ya por una amplísima constelación de otros dis-
cursos, algunos de los cuales son sus contemporáneos y otros no, y porque
eso discursos son ellos mismos de una oriundez muy diversa, disciplinaria,
ideológica, estética, etc., sino también por el peso específico que tendrá en
el procedimiento que nos aprestamos a seguir el factor cualitativo, porque
hablar de relevancia es hablar de valor y de selección y las palabras valor y
selección cuentan hoy con escasos simpatizantes. Pero la construcción de
una teoría supone nuestra militancia en un partido epistemológico y estéti-
co determinado, supone nuestro reconocimiento de que la necesidad de ele-
gir y de actuar consecuentemente constituye el remate lógico del argumen-
to que habremos (que hemos) suscrito con anterioridad en torno a una pro-
blemática cuya solución nos importa buscar de la manera más rigurosa po-
sible y es seguro que no por primera vez en la historia de este mundo1 01
Me parece a mí que en términos generales los criterios que el pensa-
miento que nos ha precedido pone a nuestra disposición para escoger el o los
discursos a los cuales queremos /podemos considerar relevantes se bandean
entre la fe metafísica y el «buen sentido» empirista. Dicho de otra manera:
entre la adopción por nuestra parte de una perspectiva filosófica que obedece
a una cierta concepción y ordenación axiomática del mundo, que nos llega así
formalizada de antemano, perspectiva esta que nos obligará a buscarle a nues-
tro discurso sus principales filiaciones dentro de una esfera discursiva y no
de otras, o puede hacerse apelando a la experiencia del crítico (y no es que
por detrás de esa experiencia no haya también una «perspectiva del mundo»,
lo que pasa es que tal caso nos estamos refiriendo a una perspectiva no
concientizada y que probablemente no ha sido objeto aún de un embate for-
malizador).
Dos buenos ejemplos de la primera solución nos los proporcionan la
crítica marxista, que le busca al discurso sus filiaciones en la esfera económica,
aunque ello sea después de múltiples «mediaciones» y/o «en última instan-
cia», y la crítica nietzscheana, más del gusto de los connaisseurs durante estos
últimos años, autoproclamadamente libre de las gabelas metafísicas de la otra,
pero que en realidad prefiere localizar la clave del contacto entre prácticas
discursivas distintas en el «poder» que algunas ejercen sobre las demás que
constituyen con ellas la fábrica del texto. Esto aun cuando el más connotado
de los exponentes de esta hipótesis, Michel Foucault, se niegue a identificar a
los sujetos que son los propietarios del capital discursivo, ya que todo ocurre
en su pensamiento como en el interior de una cámara oscura en la que se
sienten los estropicios derivados de los actos de dominio que los suso(no)dichos
propietarios del poder protagonizan pero sin que se sepa jamás quiénes son
ellos. Conviene insistir, de todas maneras, en que tanto la alternativa «metafí-
sica», independientemente de sus variedades, que como hemos visto pueden
ser muchas y de muy distinta naturaleza, como la del «buen sentido» empi-
rista se han desenvuelto la una junto a / contra la otra a lo largo de toda la
historia de la modernidad con las grandezas y miserias que muchos conoce-
mos y por las que hemos pagado más de una vez un alto precio. En ciertas
logias del llamado territorio discursivo postmoderno, yo me temo que la se-
gunda es la que tiende a predominar, acaso por la confianza, entre interesada
e ignara, como se verá en el siguiente capítulo, de que hoy estamos viviendo
la época del fin de las ideologías y que por ende es necesario volver a confiar
en la verdad de la experiencia.
Dentro de este mismo orden de cosas, un segundo interrogante, al que tam-
bién debemos hallarle una respuesta satisfactoria, es el que se refiere al concepto de
determinación. Este concepto se entrevera con el de totalidad estructurada y, en el
último análisis, con el de causalidad, y de ese modo con la intención de hacer de la
literatura o de la escritura o de la textualidad materia de estudio científico.
Para que una totalidad estructurada exista, no es inaudito suponer que
debiera existir un discurso que la constituya como tal, ordenando y jerarqui-
zando a los demás que se asocian con él dentro del espacio del texto,
imponiendo sobre ellos su peculiar hegemonía. Por lo tanto, el reto que nos
aguarda a los críticos actuales no consiste sólo en escoger al o a los discursos
al/los que vamos a considerar relevantes respecto de aquél que para sí recla-
ma el momento de apertura de nuestra atención, sino además en decidir —si es
que no estamos dispuestos a abandonarnos al festineo «postmo» de la hetero-
geneidad y el fragmento—, cuál de entre todos ellos es el que determina al
conjunto, determinando a los otros en segunda, en tercera o en última instancia.
Pero ocurre que, en esta coyuntura de la historia de la crítica moderna, el
fantasma del escepticismo recorre las galerías del alma de nuestros colegas. Como
apunta Gab rielle Spiegel en un brillante artículo, la tendencia actual de los investi-
gadores literarios es «a poner el problema de la causalidad entre paréntesis», pre-
tendiéndose encontrarle así «una salida a las falacias reductivas y al determinismo
que trastrocaron a la crítica historicista positivista de viejo cuño» 102 . Es, como ve-
mos, una fresca reincidencia en el antiguo y deleznable consejo de la avestruz: sino
estás en posesión de las armas que te hacen falta para hacerle frente al peligro que
te acecha, y entre los críticos literarios contemporáneos, sino estás en posesión de
las armas que te hacen falta para hacerle frente al monstruo «historicista» y «positi-
vista», lo que tienes que hacer es hundir la cabeza en la tierra. Por otro lado, parece
que hubiera consenso a estas alturas en cuanto a que el manejo del concepto engel-
siano y sartreano de «mediación», que para tales efectos desempolvó Fredric Jame-
son en 1971 103 (y lo mismo podría argüirse respecto del concepto también
engelsiano de «determinación en última instancia», reivindicado por Aithusser y
su escuela por esos mismos años), no cambia y sólo demora el reconocimiento de la
determinación, como se dieron cuenta hace ya mucho hasta los marxistas más lerdos.
Doy ahora un ejemplo que procura obedecer a y esquivar esta proble-
mática simultáneamente: habiendo aceptado desde el comienzo la premisa
de la relación del discurso con otros discursos, hacia adentro y hacia afuera
del texto, Stephen Greenbla tt, el cabecilla de los neohistoricistas estadouni-
denses, prefiere hablar en seguida de «negociación» entre discursos
(él escribe negociación entre «creadores», pero para el caso es lo mismo. En
rigor, la relación entre texto y contexto que Greenbla tt promueve pasa por lo
que Spiegel denomina en su trabajo una «textualización del contexto» 104 y es
menos desatinado de lo que parece presumir que para el académico de Berkeley
el creador también es un «texto») y no de determinación. Dice: «la obra de
arte es el producto de una negociación entre un creador o una clase de
creadores, equipados con un repertorio de convenciones, y las instituciones y
prácticas de la sociedad» 105 .
Con esta maniobra G re enblatt reconoce cuartel junto a la tradición empi-
rista, que es la que mejor se acomoda a las suspicacias antiteóricas de la acade-
mia estadounidense, en especial entre los hijos y los nietos de los neocríticos,
por una parte, y por otra, atenúa, si es que no desmantela por completo, la
influencia del determinismo marxista. Para él, los discursos van a relacionarse
de una manera horizontal, sin que existan entre ellos jerarquías a priori, y casi
azarosamente, sin que existan entre ellos determinaciones a priori. La clave de
esta relación es su carácter de vínculo «negociable», es decir, su ser un vínculo
cuya intensidad puede acrecentarse (y enfatizarse) en mayor o menor grado
dependiendo de las circunstancias que rodean al discurso. Fruto de esta políti-
ca negociadora del (con el) determinismo, somos testigos de la retención por
parte de Greenblatt, aunque muy debilitada y por eso mismo postmoderna sólo
a medias, de la noción de estructura. Ella acabará constituyendo en su pensa-
miento no mucho más que la reunión, basada en su personal «buen sentido»,
de un conjunto de discursos yuxtapuestos.
Mi opinión es que lo que ha hecho Greenbla tt, desde su escritorio de
California, es resucitar la hipótesis del historicismo «contextualista», cuyas
blandas premisas, desde otro escritorio, también de California, desarrolló Ste-
phen Pepper en 1948i 06 . Como es de suponerse, la «hipótesis contextualista
del mundo», de la que Pepper se transformó en portavoz hace ya de esto
cincuenta años, se encuentra plagada con toda clase de invocaciones a su «prag-
matismo». En efecto, estamos hablando aquí de un libro en el que su autor no
escatima las invocaciones ala autoridad de una doctrina filosófica de domicilio
conocido y por demás prestigioso en el medio académico angloamericano,
doctrina para la cual el «mundo» constituye «un espectáculo siempre cam-
biante» y «el desorden» un rasgo tan radical de la realidad «que ni siquiera
excluye al orden» 107, lo que a mi juicio pone al historiador que presta oído a
esos cantos de sirena deweyanos en la orilla misma de su descalabro, como si
dijéramos ya a punto de abandonarse a la práctica espontánea y sin vergüen-
za de la histoire événementieIie. No sin transparentar una considerable
simpatía para con esta modalidad de trabajo, su trasfondo ideológico no se le
escapó a Hayden White en 1973: «El compromiso con las técnicas dispersivas
del formismo y del contextualismo refleja únicamente la decisión por parte de
los historiadores de no intentar la clase de integración de la información que
el organicismo y el mecanicismo adoptan sin problemas. Esta decisión parece-
ría apoyarse a su vez sobre opiniones sostenidas precríticamente en cuanto a la
forma que una ciencia del hombre y la sociedad tiene que tener. En general, tales
opiniones parecieran ser de naturaleza ética y, específicamente, ideológica»168.
Desde la izquierda del espectro crítico, este mismo problema se ha pues-
to sobre el suelo ciertamente fecundo que nos ofrece el recobro del proyecto
teórico gramsciano. Tony Benne tt, a quien nosotros mencionamos en este en-
sayo ya un par de veces, y su grupo de trabajo en Griffith/Open University
en Australia (en el fondo, esta gente, más que a Gramsci, sigue o seguía hasta
hace muy poco tiempo la lectura que de Gramsci hizo Laclau en Politics and
Ideology in Marxist Theory. Y, así como Laclau acabó después con Gramsci, a
nadie debiera causarle estupor que, a través de un demasiado oportuno ejer-
cicio de autocrítica, Benne tt repita aquel ejemplo preclaro y que se pase con
camas y petacas al bando de Foucault: «... Habrá quedado claro que el tenor
general de mi argumento hasta ahora despliega una inclinación hacia formas
foucaultianas de análisis...» 109), insisten en las virtudes renovadoras que tiene
para ellos el concepto de hegemonía. Este concepto, que como todos sabemos
Antonio Gramsci discurrió cercado por las paredes de la cárcel, entre 1927 y
1935, pese a las muchas incertidumbres que aún subsisten respecto de su al-
cance y proyecciones, nos entrega los elementos de juicio que son necesarios
para formarnos una idea de la totalidad que, sin acabar con ella, flexibiliza y
complejiza la relación entre las partes que la integran. El problema preciso de
Gramsci era, según observó Raymond Williams en Marxism and Literature, el
de las «distribuciones especificas del poder y la influencia en el 'proceso so-
cial total' que es la 'cultura'». Reinterpretado el concepto gramsciano de este
modo, refiriéndolo a la problemática que determinó las circunstancias de su
nacimiento, se trataría de un mecanismo que eficientemente mitiga el carác-
ter totalitario y al fin de cuentas inútil de la idea tradicional de «dominio», al
aseverar que el poder hegemónico no es un poder monolítico e impenetrable,
sino que, por el contrario, no puede menos que verse «contaminado, resisti-
do, limitado, alterado, desafiado por presiones que de ningún modo le son
propias». Esas presiones son las que provienen de poderes «contrahegemónicos»
e incluso, como creen algunos (Jesús Martín Barbero o el propio Williams)
«hegemónico-alternativos» 10 .
El caso es que el traslado de esta perspectiva al plano del texto es lo que da
origen a la idea de una totalidad textual en la que el despliegue de la fuerza física
o ideológica se transmuta en un proceso de articulación, esto es, en un pacto entre
discursos y dentro del cual, aun cuando el/los discurso /s hegemónico/s
determine / n el carácter de la totalidad (lo que Bajtín/Volosinov llamaron el
«tema de la emisión»"'), no neutralizan o no neutralizan del todo la eficacia
de los discursos alternativos, los que debido a eso tendrán la posibilidad de
transformarse tarde o temprano en discursos resistentes, evitándose así lo que
el mismo Bajtín despectivó como el «monologismo» textual. Escribe Janet Woo-
llacott, una investigadora perteneciente al grupo de Bennett: «Las teorías de
la hegemonía hacen uso de la idea de articulación de una manera particular
para sugerir que, dentro de un modo de hegemonía dado, el asentimiento
popular se gana y se asegura en torno a un principio de articulación, el que
garantiza el establecimiento y la reproducción de los intereses de los grupos
gobernantes mientras que al mismo tiempo recaba el asentimiento popular.
El éxito del dominio ideológico hegemónico puede juzgarse entonces por el
grado hasta el cual el principio de articulación garantiza una ordenación de
discursos ideológicos diferentes y potencialmente opuestos» 1 i 2 . Es así como,
más que el disfraz de las mediaciones o el de la determinación en última ins-
tancia, el ejercicio variable pero nunca obliterante de la determinación dentro de
este programa gramsciano-bennettiano-woollacottiano parece adecuarse un
poco mejor al funcionamiento de la democracia multidiscursiva del texto,
aun cuando también sea cierto que la determinación no deja por eso de exis-
tir.
Las dos cuestiones a las que nosotros quisiéramos darles un corte en
este apartado son entonces las siguientes: primero, la de la relación de hege-
monía que unos discursos establecen con otros en el interior de un texto al
que ya no será posible considerar como el simple continente material de un
mensaje y de la cual depende la entereza de este último. A esta primera pre-
gunta cabria responder desde luego que de la existencia de esa hegemonía no
se puede prescindir, visto que de su actividad depende la existencia del texto
como tal, o sea, la existencia del texto en cuanto texto, pues lo que está más
allá es el fragmento. Recordemos que la «cohesión» es una de las tres o cuatro
demandas esenciales que los lingüistas metafrásticos (Halliday y Hasan, por
ejemplo) le hacen al texto para que éste tenga derecho a reclamar ese nombre.
En segundo término, y no es exagerado vaticinar que la respuesta a esta otra
pregunta va a ser congruente con la respuesta que le demos a la pregunta
anterior, también tendremos que ocuparnos del problema de la hegemonía en
el ámbito de los modos discursivos ejemplares.
El primero de estos dos problemas es de carácter crítico y afecta a la
totalidad textual. El segundo es de carácter histórico y afecta a la totalidad
cronológica: a la formación discursiva o, en otras palabras, a la posibilidad de
sistematizar la fisonomía y los límites del período e inclusive, a mediano o
largo plazo, a la posibilidad de sistematizar la fisonomía y los límites de una
historia de los textos.
Como lo he sugerido en los párrafos anteriores, mi propia posición res-
pecto de uno y otro de esos dos escenarios teóricos es que la renuncia a toda
determinación equivale a una renuncia a la práctica de la disciplina. En el
primero, ella nos priva de un objeto de conocimiento, ello en la medida en
que nos reduce al fragmento y cualquier definición del fragmento que ensa-
yemos deberá partir, indefectiblemente, o por el reconocimiento de que el
fragmento es parte de una totalidad implícita, en cuyo caso no es fragmento,
o por la admisión de que el fragmento no es nada. La apología del fragmento
con la que se pisaron la cola Lawrence Kritzman et al en 1981 y que nosotros
citamos en el capítulo dos de este libro, o el más reciente repudio de la unidad
textual, en cuya justificación aventura el porvenir de su escurridiza inteligen-
cia el británico Antony Easthope, son, a decir verdad, posiciones teóricas sin
mucha enjundia y que no requieren de una extensa consideración de nuestra
parte. El texto es, o debiera ser, por consiguiente, nuestra última frontera.
Todo lo demás es bulla.
En el segundo escenario, si no disponemos del concepto de determina-
ción, cualquiera podrá darse cuenta de que no vamos a estar en condiciones de
establecer totalidades históricas. El texto solo (y eso si es que contamos con él
todavía, si es que no se ha completado ya el proceso de su desintegración post-
moderna...) carece de historia. Su historia llega a ser realidad sólo a través de la
dinámica de su interacción con otros textos, de su existir entre ellos, con ellos. Y,
como la de los discursos en su interior, esa relación del texto con otros textos
también posee un contorno que es susceptible de delimitación por parte del
crítico. Lo que se ajusta a ese contorno, lo que cabe dentro del círculo de tiza
caucasiano que él traza —y eso porque a los textos involucrados dentro de ese
círculo nosotros les hemos podido distinguir un carácter homogéneo, el que a
su vez se deriva de la relativa homogeneidad de la historia concreta, es decir, de
una cierta forma de articulación histórica que estabiliza tanto la cancha como
las reglas de acuerdo con la cuales se entabla la lucha por la hegemonía cultural,
como dicen los neogramscianos y también Guillermo Mariaca—, es el período,
es decir, es una unidad cronológica (y las puede haber mayores y menores,
dependiendo de la eficacia y duración del principio articulatorio: eras, épocas,
periodos, etapas, fases, etc.), gradas a cuya existencia el desarrollo temporal
deja de ser, y ojalá que no por puro voluntarismo nuestro, una cadena de acon-
tecimientos absurdos.
7

Todo discurso es la representación semiótica de una ideología, entendida ésta a


la manera althusseriana, como la experiencia misma, como «lo vivido». Esta séptima
tesis nuestra es compatible desde ya con el planteamiento Volosinov/ Bajtín,
según el cual «el dominio de la ideología coincide con el dominio de los
signos. Ellos equivalen el uno al otro y dondequiera que un signo se halle
presente, la ideología lo está también». «Todo lo que es ideológico posee valor
semiótico», insisten Volosinov/Bajtín, ello hasta el punto de que «la conciencia
misma puede erguirse y llegar a ser un hecho viable sólo en la corporización
material de los signos» 13 . Por consiguiente, tampoco resulta improbable y no ten-
dría que producir en nosotros un rechazo fulminante el que, como predica Foucault, a
la experiencia (o sea, a la ideología) nosotros no podamos vivirla si no es en la efecti-
vidad de sus discursos. No es que lo real no exista, por supuesto. Ni siquiera el
sagaz obispo Berkeley logró probar su inexistencia con sincero convencimiento.
Lo que queremos decir con esta tesis es que nuestro comercio con la realidad
se encuentra mediado por la ideología, que vivimos inmersos en ella y que lo
real se nos presenta no como lo que es (si es que algo es, para decirlo con la
broma siniestra de Borges), sino a través de un filtro ideológico. Ese filtro
ideológico es, al mismo tiempo y no puede sino serlo, un filtro textual y dis-
cursivo.
Dos criterios conductores quiero escoger a propósito del detour que
con la afirmación que he hecho recién estoy tomando en pos de la zona de la
referencialidad o, como hubiese dicho Peirce, del «piso» (ground), ése que
según él nos enseña sostiene el objeto seleccionado del signo. Primero, me
gustaría que el lector de estas notas estuviera de acuerdo conmigo en cuan-
to a que ninguna experiencia es o puede considerarse pura y que por eso la
promesa del empirismo se encuentra completamente a salvo del peligro de
cumplirse. Toda experiencia es ideológica, y la denuncia de que algunos
individuos, ellos, viven ideológicamente y otros, nosotros, no, repetida hasta la
náusea en los círculos de la política profesional contemporánea, no debería
privarnos del sueño. Oscila, como si se tratara de un dilema de florecimientos
estacionales, entre la frivolidad astuta, de parte de quienes la profieren, y la
estulticia más burda, de parte de quienes la comparten.
En igual sentido, y a despecho de un racionalismo con el que yo no
puedo menos que estar de acuerdo, me veo también en la dura obligación de
diagnosticar como necesitada en cualquier caso de unas cuantas restricciones
la esperanza habermasiana de una politica inspirada en la «acción comunica-
tiva». La verdad es que a mi posición relativa a la naturaleza ideológica de
toda experiencia se le hace cuesta arriba aceptar sin mayores preguntas un
planteo en el que se da por de contado que la ideología constituye no mucho
más que una circunstancia anómala en el circuito de la comunicación normal,
algo así como una interferencia en la línea telefónica que utilizamos a diario
para comunicarnos con el otro, por lo que la mejor alternativa de contacto y
de cambio habría que cifrarla en la habilitación (¿por quién o por quiénes?) de
«esferas públicas» ascépticas, es decir, de espacios neutrales, en los que se
proceda a la eliminación del «ruido» ideológico y que de ese modo hagan
factible que los seres humanos participen en discusiones que les conciernen a
todos en una atmósfera libre de coerción y dependencia: «Un acuerdo
comunicativo logrado posee una base racional; ninguna de las partes puede
imponerlo, instrumentalmente, mediante una intervención directa en la si-
tuación, o estratégicamente, influyendo en las decisiones de los oponentes. El
acuerdo se puede en efecto obtener por fuerza; pero eso que tiene lugar mani-
fiestamente a través de la influencia externa o del uso de la violencia no
puede contar subjetivamente como un acuerdo. Un acuerdo descansa sobre
convicciones comunes. El acto de habla de una persona tiene éxito sólo si la
otra acepta la oferta que él contiene, tomando (aunque sea implícitamente) la
posición 'sí' o la posición 'no' respecto de una demanda de validez que es
criticable por principio. Ambos, el ego, que hace la demanda de validez con su
emisión, y el alter, que la reconoce o114
la rechaza, basan sus decisiones sobre
fundamentos o razones potenciales»
Es esta tu-ta línea de pensamiento, que, apelando a la base «racional»
que existe o existiría en el fondo de cualquier contacto entre personas, abre
camino a una posibilidad de vincularse e incluso de actuar en condiciones
que le restituyen a la conversación su sentido profundo, reivindicando la ca-
pacidad potencial que ésta tiene para sustraerse no sólo al ejercicio de la fuer-
za sino también a la influencia de la ideología. A mí debo decir que esta idea
me parece atractiva, y muy atractiva, pues repone en el centro de la discusión
contemporánea la figura de un sujeto autónomo, que sin embargo no es autis-
ta, que recibe la información que le es proporcionada, que la estudia, la clasi-
fica, la jerarquiza y actúa en consecuencia. La posibilidad de que exista esa
clase de personaje, dueño de sí, lúcido y potencialmente rebelde, tanto como
la posibilidad de que él desempeñe un papel protagónico en la preservación,
el fortalecimiento y la expansión de una democracia con espíritu crítico a la
vez que solidario, a mí no pueden menos que resultarme tremendamente alen-
tadoras. Con todo, ello no obsta para que me dé cuenta de que la esperanza
habermasiana es problemática, y no tanto por sus expectativas generales, las
que como se ha visto yo comparto en gran medida, como por las dificultades
políticas de su implementación.
Vuelvo, entonces, sobre la plataforma de Aithusser, pero no sin antes
hacerle algunas sustracciones y añadidos importantes. Primero, revisemos lo
que dice Aithusser con algún cuidado. Su tesis básica es, como sabemos, la de
que la ideología es intercambiable con lo vivido, que los seres humanos
vivimos en la ideología: «la relación 'vivida' de los hombres con el mundo,
comprendida en ella la Historia (en la acción o inacción política), pasa por la
ideología, más aún, es la ideología misma» 75 . Esta, por otra parte, constituye
una representación imaginaria de la relación que los seres humanos tenemos
con nuestras condiciones de existencia y, en última instancia, con las relacio-
nes de producción que dominan dentro del sistema económico-social en el
cual nos encontramos insertos. Por el contrario, la «realidad» es, sería, tiene
que ser, a pesar de la resistencia althusseriana a dar cabida en su pensamiento
a las impurezas de lo real, la verdadera, o sea, la no imaginaria relación que
los seres humanos mantenemos con nuestras condiciones de existencia y la
cual, como vamos a ver en seguida, no es para él accesible a nuestra experien-
cia de (como) sujetos.
Porque según Althusser a la realidad sólo se puede acceder con el auxilio
de la ciencia, lo que quiere decir que el paso desde el dominio ideológico al
dominio científico importa un paso desde el dominio de la imaginación al
dominio de la ciencia: «el reconocimiento sólo nos da la conciencia de nuestra
práctica incesante (eterna) del reconocimiento ideológico —su conciencia, esto
es, su reconocimiento—pero de ninguna manera nos da el conocimiento (científico)
del mecanismo de este reconocimiento. Ahora bien, este es el conocimiento
que tenemos que lograron'.
Con todo, el tráfico desde el dominio ideológico al dominio científico
se efectúa, sólo puede efectuarse, agrega él, desde el interior de una ideolo-
gía: «mientras hablamos en la ideología, y desde dentro de la ideología,
tenemos que esbozar un discurso que trata de romper con la ideología, para
atreverse a ser el comienzo de un discurso científico (esto es, sin sujeto) sobre
la ideología» 17 . Tempranamente, en Pour Marx, Althusser caracterizó este es-
cenario de doble tarima con la ayuda del psicoanálisis freudiano:
desplazarse de la ideología a la ciencia era ahí equivalente al desplazamiento
psicoanalítico de la inconsciencia a la conciencia: «En realidad, la ideología
tiene bien poco que ver con la 'conciencia', sise supone que este término tiene
un sentido unívoco. Es profundamente inconsciente, aun cuando se presenta
bajo una forma reflexiva» 118 . Pero, otra vez en la perspectiva de Freud, despla-
zarse de la inconsciencia a la conciencia no supondría un abandono de la
inconsciencia o que la inconsciencia desaparezca por entero. Significa que es-
tamos añadiendo al primer nivel de nuestra trayectoria vital, para Althusser
el nivel de nuestra trayectoria vital en tanto sujetos, la posibilidad de un
segundo nivel, para Althusser el nivel de nuestra actuación desubjetivizada
(lacanianamente, la cosa es aún más grave, porque para Lacan la inconscien-
cia es la contrapartida dialéctica de la conciencia. Es la conciencia la que origi-
na a la inconsciencia por obra de la instalación del reprimido). Esto significa
que nunca abandonamos la ideología, que lo que ocurre es que suplementa-
mos el nivel de la ideología, que es el de lo imaginario inconsciente, con un
nivel otro, el de lo real consciente.
El tráfico sigue existiendo, por ende, pero no como un reemplazo sino
como una suma. ¿Cuándo y cómo se produce esta suma? La respuesta a esta
pregunta nos obliga a dar por verdadera la polémica hipótesis de que hay
ideologías que se encuentran más cerca de o que facilitan el acceso a lo real,
esto es, a la práctica de la ciencia y a nuestro encuentro, por ese camino, con la
luz de la conciencia. Tales serían las ideologías «progresistas», las de aquellas
clases cuyas vidas se hallan en óptimos términos con el desarrollo de la histo-
ria cuyas leyes la ciencia investiga y prescribe: «los que están en la ideología
se creen a sí mismos por definición fuera de la ideología: uno de los efectos de
la ideología es la denegación práctica del carácter ideológico de la ideología
por la ideología: la ideología nunca dice: 'Soy ideológica'. Hace falta estar
fuera de la ideología, esto es, en el conocimiento científico, para ser capaz de
decir: Yo estoy en la ideología (un caso bastante excepcional) o (el caso más
común): Yo estuve en la ideología» 19 . Y en el «Prefacio al volumen primero
del Capital»: «Dos tipos de lectores se enfrentan con el Capital: aquellos que
tienen una experiencia directa de la explotación capitalista (sobre todos los
proletarios o trabajadores asalariados en la producción directa, aunque tam-
bién, con matices de acuerdo a su lugar en el sistema de producción, los
trabajadores asalariados no proletarios); y aquellos que no tienen experiencia
directa de la explotación capitalista, pero que están, por el contrario, goberna-
dos en sus prácticas y conciencia, por la ideología de la clase dominante, la
ideología burguesa. Los primeros no tienen dificultad ideológico-política para
entender el Capital puesto que es una discusión directa de sus vidas concre-
tas. Los segundos tienen gran dificultad para entender el Capital (aun si son
muy 'leídos', y yo iría más lejos hasta el extremo de decir, especialmente si
son muy 'leídos'), porque hay una incompatibilidad política entre el contenido
teórico del Capital y las ideas que ellos llevan en sus cabezas, ideas que ellos
'redescubren'
120.
en sus prácticas (porque ellos las habían puesto allí en primer
lugar)»
Pienso yo que, aunque haya aspectos de este razonamiento althusse-
riano que son controvertibles y muy controvertibles, lo esencial del mismo se
sostiene. Ahora bien, ¿qué es eso que a mí me parece esencial en él? Por lo
pronto, la tesis básica, la que afirma que nuestra existencia en tanto sujetos,
que nuestra constitución y desempeño como tales, es ideológica. De ahí se
desprende que el alegato relativo al fin de las ideologías es una necedad sin
remedio, que lo fue hace cien años, cuando se formuló por vez primera, que-
volvió a serlo en las décadas del cuarenta y del cincuenta, que son los años en
que el mcCarthysmo lo utilizó sin tapujos, y que lo sigue siendo en nuestro
tiempo, cuando sobre todo los medios de comunicación de la derecha insisten
en él con un regusto francamente deshonesto. Nadie que tenga una forma-
ción teórica mínima ignora que la naturalización de la capa ideológica por
parte de quienes detentan el poder constituye un acontecimiento habitual en
las sociedades de clases. Por eso, aun más interesante que el alegato de la
derecha, es que ese alegato sea él mismo de inspiración ideológica.
Pero si la tesis básica de Althusser es sostenible de alguna manera, no
ocurre igual cosa con su presuposición de que el plano ideológico es imagina-
rio y que existe como su antítesis una esfera de lo real, cuyo conocimiento
estaría, según ya hemos visto, reservado sólo a la ciencia. Aun cuando la pri-
mera parte de esta propuesta es aceptable y la segunda aceptable con algunos
ajustes, la tercera, la que encierra a lo real en el reducto de la ciencia, no lo es
en absoluto. Es más: yo me temo que esta tercera parte de la propuesta de
Althusser responde a una lectura defectuosa suya de Freud y, especialmente,
de Lacan. Parece que Althusser superpone a la oposición lacaniana entre lo
imaginario y lo simbólico la oposición marxista clásica entre la ideología (el
«reconocimiento») y la ciencia (el «conocimiento») o, lo que viene a ser lo
mismo, la oposición entre lo ilusorio y lo real. Aun cuando trate afanosamen-
te de evitar el contacto entre la ciencia y la realidad, con el argumento
antiempiricista de que el objeto de conocimiento de la ciencia es siempre un
objeto teórico, ello no constituye óbice para que también declare que «En la
ideología, los hombres expresan, en efecto, no su relación con sus condiciones
de existencia, sino la manera en que ellos viven su relación con sus condicio-
nes de existencia: lo que supone a la vez una relación real y una relación
'vivida', 'imaginaria'» 121 .
Esto quiere decir que hay efectivamente una realidad de la relación de
los hombres con sus condiciones de existencia y que la ciencia es el medio
para conocerla, pues el conocimiento que ésta produce no puede ser el mismo
que el que produce (o reproduce: «reconoce») la ideología. Freud, y Lacan
aún menos que Freud, no pueden pedir cartas en esta brisca por supuesto.
Para Lacan, lo real es «lo imposible»' 22 y, por lo mismo, lo inaccesible. La exis-
tencia humana se desenvuelve según él entre el «orden» de lo imaginario y el
«orden» de lo simbólico y ni el uno ni el otro son órdenes reales, en tanto
cuanto ambos constituyen construcciones de la imaginación humana. Ahí es
donde nos incorporamos en algún momento de nuestra niñez, ahí es donde
seguimos viviendo más tarde y de ahí no podemos salir nunca, aun cuando
también sea efectivo que podemos desplazarnos dentro del repertorio no equi-
valente de las alternativas de vida que ellos mismos nos ofrecen. En cuanto a
nuestra residencia en el orden simbólico, Lacan la explicó o trató de explicarla
en su «Discurso de Roma» con la claridad un tanto lírica que él se permitía en
ocasiones. Dijo ahí: «Los símbolos envuelven la vida del hombre en una red
tan total, que, antes de que él llegue al mundo, se unen los que lo van a
engendrar en 'carne y hueso'; tan total, que llevan a su nacimiento, junto con
los regalos de las estrellas, si no con los regalos de las hadas, la forma de su
destino; tan total, que le dan las palabras que harán de él un devoto o un
renegado, la ley de los actos que lo van a seguir hasta el lugar mismo donde
no está todavía y aun más allá de su muerte; y tan total, que, a través de ellos,
su fin encuentra su significado en el día del juicio, donde la Palabra absuelve
o condena su ser —a menos de que él logre la realización subjetiva del ser-
para-la-muerte»lu.
Si Lacan está en lo cierto, entonces nosotros no podemos sino concluir
que la ciencia opera también en el dominio de la ideología, que ella es una de
sus manifestaciones, como lo son el arte y la vida cotidiana. Tema éste de la
omnipresencia u omniinclusividad de la cobertura ideológica, que es muy de
nuestro tiempo pero que deviene contencioso en grado sumo, sobre todo para
la inmodestia cada vez más extrema del cientificismo y el tecnocratismo, y
respecto del cual no es poca la tinta que se ha derramado en años recientes. El
mejor argumento negativo reza así: estar preso de la ideología es estar des-
provisto de capacidad de «agencia» [agency], esto es, de la capacidad que a los
seres humanos nos faculta para actuar en el mundo no reproductiva sino
productivamente. Y esto porque dicha acción supone para materializarse un
principio que no es imaginario, que es real, incluso cuando la que se encarga
de la definición de lo real es la metafísica platónica. Como ejemplifica Louis
Montrose: «Los críticos que subrayan las posibilidades de una agencia efecti-
va por parte de los sujetos individuales o colectivos contra formas de domi-
nación, exclusión y asimilación han impugnado enérgicamente a los críticos
que acentúan la capacidad del temprano Estado moderno, personificado por
el monarca, para contener gestos aparentemente subversivos
124.
o incluso para
producirlos precisamente con el fin de contenerlos»
Para sacar su argumento del área de influencia de la segunda de las dos
posiciones delineadas por Montrose en las frases que yo acabo de citar, políti-
camente impalatable desde luego, y para ponerlo en línea con la primera de
ellas, políticamente «correcta», es que Althusser se abandona, aunque sea a
pesar suyo, según hemos visto, en las comprometedoras manos del progre-
sismo, del cientificismo y del realismo decimonónicos. Todos vivimos en la
ideología, todos vivimos en la no realidad, nuestra existencia como sujetos es
inconsciente y ese es nuestro estado normal, del que sólo la ciencia, facilitada
por la ideología de la clase proletaria, es capaz de extricarnos. Cuando la cien-
cia proletaria ha hecho su trabajo (y cuando lo ha hecho bien, agreguemos
nosotros), entonces y sólo entonces es cuando salimos de la ideología y accede-
mos eo ipso a la realidad y a la conciencia. Mis dudas acerca de la sustentabilidad
de este planteo coinciden con las que ha expresado Paul Hirst: «Creo que lo que
Althusser tiene que decir acerca de las 'relaciones sociales ideológicas' es
revolucionario en sus implicaciones, alejando al marxismo de los modos re-
duccionista y sociologista de manejar la ideología, mientras que la teoría del
conocimiento de Althusser me parece muchísimo más problemática» 125 .
Porque la verdad es que no hace falta incurrir en este ejercicio de retor-
no a las convicciones filosóficas del siglo XIX para defender la capacidad de
acción productiva que los seres humanos poseemos. Digamos entonces que,
incluso de aceptar nosotros que nuestras acciones tienen lugar en o desde la
ideología, no tenemos por qué aceptar con ello que la ideología constituye un
monolito uniforme, compacto, incontrarrestable e inescapable. En primer
lugar, vivir en la ideología es vivir interpelado por alternativas ideológicas
diferentes (Volosinov/Bajtín es/son en esto inambiguos), ninguna de las cua-
les constituye para nosotros un destino sin salida. Muy por el contrario, esas
alternativas nos deparan la oportunidad de escoger posiciones ideológicas
que no son, o que no son necesariamente, las que dominan o, para decirlo con
el lenguaje gramsciano, las que ejercen hegemonía y administran el principio
articulatorio en el ambiente cultural y social que nos circunda.
Escoger entonces, pero ¿escoger desde dónde? Desde la «realidad» y la
«verdad», obviamente. Pero ¿desde qué realidad y desde qué verdad? Este es
el momento en que Ter ry Eagleton, por ejemplo, a sabiendas de que para el
desencanto postmoderno «en los seres humanos hay algo crónicamente
torcido, una especie de pecado original que determina que toda percepción
incluya la mala percepción, toda acción involucre la incapacidad y todo cono-
cimiento sea inseparable del error» y habiéndose alejado él mismo de la tesis
althusseriana relativa a las virtudes develadoras del conocimiento científico,
desentierra al Lukács de Historia y conciencia de clase para el cual la realidad y
la verdad se encuentran no en los veredictos de la ciencia sino «en la más
plena conciencia posible de una clase históricamente 'progresista'», y termina
apostando junto con ese Lukács a la legitimidad126y a la potencia de lo que
Eagleton llama un «conocimiento emancipatorio» . Es decir que para Eagle-
ton escogeríamos desde la superioridad que unas ideologías manifiestan por
sobre otras en aquello que tiene que ver con la esperanza que simultánea-
mente estaremos poniendo en la posibilidad de un acrecentamiento de la vida,
en la intuición de una cierta plenitud o en la aproximación a la intuición de
una cierta plenitud acerca de cuya absoluta conveniencia cualquier persona
bien nacida pudiera estar llana a explayarse fervorosa y latamente. En nom-
bre de esa apertura de la conciencia y del conocimiento liberador que con ello
se logra, es que imaginamos soluciones, fijamos criterios, construimos el mun-
do: «Ningún izquierdista que mira fríamente la tenacidad y la invasividad de
las ideologías dominantes puede sentir optimismo respecto de lo que es nece-
sario para aflojar esa garra letal. Pero hay un lugar sobre todo donde tales
formas de conciencia pueden transformarse casi literalmente de un día para
otro, y ese lugar es el de la lucha política activa. Este no es un pietismo de
izquierda sino un hecho empírico. Cuando los hombres y las mujeres se com-
prometen en formas modestas, locales, de resistencia política, se encuentran a
sí mismos empujados por la dinámica interior de tales conflictos, en
confrontación directa con el poder del Estado, y se hace entonces posible que
su conciencia política se altere definitiva, irreversiblemente. Si una teoría de
la ideología tiene algún valor, es en tanto ayuda a iluminar los procesos me-
diante los cuales esta liberación de las creencias que comercian con la muerte
puede llevarse a cabo de una manera práctica» 727 .
Santo y bueno, digo yo, aun cuando no pueda dejar por eso de escar-
bar un poco más en el tema. Porque, si bien cierto, como ironiza el mismo
Eagleton, que «no necesitamos del acceso intuitivo a las Formas Platónicas
para saber que el apartheid es un sistema social que deja algo que desear», no
es menos cierto que los griegos consideraban que la esclavitud era una insti-
tución admirable. Esto sólo debiera llevarnos a admitir que el testimonio de
la experiencia ni es inmediato ni es necesariamente liberador, que también él es
de naturaleza ideológica. Otra cosa es que con el transcurso del tiempo la expe-
riencia ideológica llegue a formar parte de la realidad de los sujetos que la
viven hasta que llega el momento en que éstos acaban asumiéndola como si
ella constituyera un dato más de la naturaleza. Con todo, de ese testimonio de la
experiencia conviene advertir que él se mueve, que nunca es el mismo, en tanto
constituye una certidumbre que se produce en el marco de un desplazamiento
dialéctico (el mismo Eagleton habla de una «dinámica interior» de los
conflictos), al cabo del cual lo que se genera es lo nuevo, tanto en el mundo
como en nuestra conciencia, y que es aquello que hace factible que cuando se
nos presenta la necesidad de hacerlo nosotros podamos identificar y
combatir la falacia ideológica dondequiera que la sorprendemos. Vivimos en
la ideología, como vivimos en el capitalismo, pero ni la ideología ni el capita-
lismo existen sin fracturas y, lo que es más importante, ninguno de los dos se
nos presenta como un constructo a prueba de contradicciones. Y no son la
ciencia, el proletariado o las «clases progresistas», aquellos/as que viajan en
la cresta de la ola de la historia, los/las que nos hacen reconocer y denunciar
la torpeza ideológica y desear su erradicación. Eso es confundir los efectos
con las causas. Nos ponemos del lado de la ciencia, del proletariado o de las
clases progresistas porque, habiendo hecho uso del potencial de conocimien-
to y de acción que nos asiste por la doble circunstancia de vivir en el mundo
en el que vivimos y de ser los seres humanos que somos, colejimos que esas
son las entidades donde o a través de las cuales se canalizan las expectativas
más adecuadas que hoy se pueden tener en cuanto a un mejoramiento del
tránsito de la especie humana sobre la tierra. Esas expectativas, repito, no
habrán surgido desde un afuera «imposible» (Lacan), sino que serán el resul-
tado del movimiento interno de la cultura y la conciencia.
Devolvernos a nosotros mismos la capacidad de desmarcarnos de
aquellas ideas que nos invalidan, produciendo lo nuevo y ojalá lo mejor, es
pues un imperativo irrenunciable, y más aún en este momento, cuando los
aparatos de poder que pretenden hacerse cargo de nuestros cuerpos y nues-
tras mentes son de una sofisticación y una potencia tecnológica tales que a
veces nos dan la impresión de ser infinitamente más poderosos que nues-
tras capacidades de réplica. El ideologismo postmoderno, el de la muerte
del sujeto y todo lo demás que acompaña a su sepelio (me refiero a enuncia-
dos como el de la descentralización de la estructura, el fin de los grandes
relatos, el vaciamiento del sentido, la reducción de las estrategias de resis-
tencia a las acciones puramente locales, el predominio del borde, el margen
y el fragmento, etc.), lo único que hace es congelar el proceso dialéctico en
un coitus interruptus de oposiciones binarias sin pasado y sin futuro, absolu-
tizando y universalizando a causa de ello un desánimo histórico. Ese
desánimo existe, y los noticieros nos hablan de sus razones cada noche. Pero
ello no significa que tengamos que aceptar al mismo tiempo la prédica irres-
ponsable de su esencialización, convirtiendo a las que no son más que sus
manifestaciones estacionarias en algo así como los atributos del ser. El recla-
mo de la necesidad y la posibilidad que los seres humanos tenemos de co-
municarnos racionalmente y de llegar de esa manera a acuerdos no coerciti-
vos es, por lo tanto, legítimo (Habermas dixit, y nosotros estamos de acuerdo
con él), pero siempre que no se nos pierdan de vista las condiciones adver-
sas que hoy obstaculizan la materialización de esa propuesta, las que
estorban y enturbian el diálogo, las trabas múltiples con que un proyecto
como el habermasiano se topa cotidianamente y, sobre todo, sin que se nos
pierda de vista el hecho de que tales dificultades no sólo autorizan sino que
requieren, junto con la reivindicación de un sujeto agente, la reivindicación
del significado de la acción colectiva, esto es, de aquella acción que Eagle-
ton reclama y que nada más que el conjunto de los sujetos agentes es capaz
de realizar.
Quedamos entonces en que ni la telaraña ideológica es una ni la capa-
cidad de «agencia» se extingue por causa de sus actividades mediadoras.
Tampoco, vamos a agregar nosotros ahora, se extingue por la concretización
de esa telaraña en el discurso y en el texto. Nietzsche y Foucault alimentaron
con leña abundante la nunca apagada hoguera del irracionalismo moderno,
pero fueron contestatarios pese a todo, procurando que su postulación de la
realidad como un orden intervenido por constructos retóricos o discursivos
no acarreara consigo, al mismo tiempo, la postulación de una parálisis en el
ánimo disidente de los individuos que chapoteamos en ella. A eso se debe
que ambos elaboraran su pensamiento con vistas a un desenganche del su-
jeto de nuestra época de los herrumbrosos grilletes que había echado sobre
sus tobillos una actividad política y social represora. Foucault lo declara
expresamente en su conferencia del 14 de enero de 1976, reproducida más
tarde en la Microfísica del poder : «El poder se emplea y se ejerce a través de
una organización que tiene las características de una red. Y los individuos
no sólo circulan entre sus hilos; también están siempre en la posición de
experimentar y ejercer este poder. No sólo son su blanco inerte y aqui
escente; también son los elementos de su articulación. En otras palabras, los
individuos son los vehículos del poder, no sus puntos de aplicación»' 28. El
mismo Lacan, si leemos bien la cita que incluimos algunos párrafos más
atrás, advierte que los símbolos no son todos de una sola laya y que, por lo
tanto, ellos pueden hacer del individuo que los vive o un esclavo del siste-
ma (un «devoto» del mismo) o su contrincante (un «renegado»). Así, habida
cuenta de que los miembros de la especie no somos sujetos naturales sino
culturales y de que nuestro ser sujetos culturales importa un ser simultá-
neamente sujetos ideológicos y lingüísticos, lo que uno debiera exigirse a
uno mismo es lucidez. Si a nuestra experiencia, cualquiera que ella sea, la
recubren la ideología y el discurso, cualesquiera que ellos sean igualmente,
bueno es que sepamos que, como del discurso mismo, tampoco se puede
decir de la ideología que ella sea una totalidad uniforme, compacta y a sal-
vo de contradicciones. Esto significa que en rigor no existe ideología sino
ideologías, que ellas se están movilizando permanentemente, que por lo
mismo se despliegan en un campo de lucha y que no a todas nosotros tene-
mos la obligación de darles nuestro visto bueno ni menos aún tenemos la
obligación de creer que todas valen lo mismo en la viña del Señor.
8

Además, los discursos que son objeto de nuestra atención crítica pueden
volcarse, y se vuelcan, en continentes textuales de distinta factura semiótica. El len-
guaje escrito, el continente casi único de la literatura en el campo de los viejos
estudios literarios (se hablaba también en aquella época de «literaturas ora-
les», pero hasta los estudiantes bisoños no tardaban en enterarse de que por
debajo de esa esplendorosa etiqueta reverberaba una contradicción asaz gro-
sera, por lo que a la hora de decir en qué consistían las literaturas orales sus
profesores o no lo hacían o lo hacían caminando cuanto más rápido mejor),
pierde, a partir del recorte epistemológico que estamos describiendo, su ex-
clusividad. Para fortuna de una región del planeta en la que contamos con un
vastísimo repertorio de sistemas semióticos alternativos, e incluyéndose den-
tro de éstos a cientos de lenguas naturales que no son los llamados «idiomas
patrios», y que también (pero esta vez no por fortuna) es una región del pla-
neta en la que en lo que concierne al empleo más o menos competente de esos
llamados «idiomas patrios» los porcentajes de analfabetismo o de semialfabe-
tismo han sido y siguen siendo indesmentiblemente obscenos, nuestro objeto
actual son los textos, no importa cuál sea su factura semiótica, y dentro de
ellos, el o los discursos que los colman. En cuanto a estos últimos, el factor
estético puede o no formar parte de la composición. Como nosotros lo hici-
mos ver en el momento oportuno, a alguien como Hayden White pudiera
ocurrírsele argumentar que el mismo forma parte de ella por necesidad. De
darle nosotros acogida a las palabras de White (o a las de aquellos que son
como White), y yo me inclino porque se la demos, nuestros análisis tendrán
que hacerse responsables por las consecuencias de esa decisión, haciendo uso
del esquema tipológico bifronte que propusimos en el capítulo cuatro de este
documento o de algún otro similar.
El caso es que, con el cambio de guardia que nos ha sobrevenido, en
los recintos ceremoniales del oficio estamos asistiendo con suma frecuencia a
unos actos de despedida (los que nosotros profetizamos que se prolongarán
hasta que un proyecto histórico nuevo acuda a poner orden en la Babel del
presente) no sólo de la ciencia de la literatura sino también del canon literario
que instituyeron los magistris Iudi de otrora. Puede comprobarse en efecto que,
entre aquéllos que oficiamos en los recintos mencionados, somos ya un grupo
grande los que no sólo no hacemos ciencia de la literatura, como nuestros
maestros esperaban que la estuviéramos haciendo a la edad que tenemos, ni
tampoco hacemos ciencia de los textos escritos o pronunciados en el lenguaje
«oral» (en verdad, la ciencia de los textos pronunciados en el lenguaje oral era
también una ciencia de los textos escritos, sólo que de unos textos escritos en
los que a menudo se imitaba la retórica del lenguaje de la oralidad, como a
propósito del Martín Fierro y demás poemas de su mismo tipo lo estableció
Borges en «La poesía gauchesca» y «En el escritor argentino y la tradición» 129 .
Muy lejos nos encontrábamos en aquella época de las investigaciones señeras
de un Martin Lienhard o de una Regina Harrison en este sentido), sino que
hacemos interpretación de artefactos semióticos de variopinto plumaje.
Pero, al afirmar que los objetos que contemporáneamente despiertan
nuestra apetencia interpretativa son artefactos semióticos sin más, abstenién-
donos de incurrir en especificaciones mayores, le estamos abriendo la
puerta de nuestra casa disciplinaria a una legión de solicitantes exóticos.
La única condición que les habremos puesto a esos muchos reclamantes, para
darles cabida en un espacio de conocimiento al que no sin optimismo segui-
mos considerando nuestro, es que ellos se atengan a los requisitos del signo
lingüístico. El que sean además signos de la lengua natural, oral o escrita, o
de otras «lenguas», y el que posean tal o cual valor estético, no tiene ni la
menor importancia. En rigor, cuarenta años después de pronunciado su discur-
so de Bloomington, pareciera ser que, de las dos perspectivas que Jakobson
utilizó en 1958 para sintetizar «lo literario», cuando caracterizó a la literatura
como un «arte verbal», la única que ha sobrevivido es la segunda: el verbo.
Trátase en el fondo de un síntoma más de esa «invasión» de la lingüística a
cuyos progresos el propio Jakobson contribuyó con denuedo, de la que habla-
ba Derrida ambiguamente en 1966t 30 y de la que vuelve a hablar, pero esta vez
sin ni una pizca de complacencia, Gabrielle Spiegel en 1994. Cito a esta última
porque su diagnóstico me parece que va a dar en el blanco: «Cuando se exa-
mina el clima crítico actual desde la posición ventajosa de un historiador, la
i mpresión que se apodera de uno es la de una disolución de la historia, de
una huida de la 'realidad' hacia el lenguaje, entendido éste como agente cons-
titutivo de la conciencia humana y la producción social de sentido [...] Lo que
une a estas variantes pre y postestructuralistas es su fe en una epistemología
que tiene al lenguaje por modelo, al que considera no como un reflejo del
mundo aprehendido mediante palabras, sino como constitutivo de ese mun-
do, es decir, como 'generativo' antes que'mimético'»t 3 '.
La «invasión de la lingüística», entonces, que empezó por reducir la
literatura al signo y a las operaciones del signo, hizo después lo mismo con
las demás artes, reduciéndolas también a ellas, si es que no al signo lingüísti-
co, en cualquier caso al signo semiótico. Por eso, el apretón analítico al que
nosotros sometimos inicialmente el planteo de Jakobson del 58, cuando veri-
ficamos que el punto de llegada de su raciocinio en aquel año no coincidía
con el punto de partida, necesita ser recuperado en este tramo de nuestro
relato. Se recordará que nosotros concluimos en el capítulo primero de este
libro que la lingüística y la semiótica podían dar cuenta de las artes como
sistemas de signos, pero que no pueden ni podrán dar cuenta nunca de las artes
como artes. A esa incapacidad constitucional a la que se hallan sometidas tanto
la lingüística como la semiótica para abarcar las dos variables que supone nuestro
trabajo crítico con la literatura y el arte, estimo yo que puede atribuirse, al
menos en el área chica del campo de juego (en el área grande, cabria referirse
además a la complicidad entre el pre y el postestructuralismo, como bien
anota Spiegel en el artículo citado, y eso sin contar con los factores histórico-
generales que existen sin duda y en los que nosotros no podemos demorarnos
aquí), la confusión de papeles y fronteras, entre lo alto y lo bajo, lo principal y
lo secundario, lo central y lo marginal, que hoy estamos contemplando. La
consecuencia lógica de esta confusión no es otra que el advenimiento de un
tiempo de los «subversivos» y, a partir de ello, la puesta en marcha de un
tobogán de reivindicaciones tan desabotonado que muchas veces nos induce
a preguntarnos si es que no estamos poniendo de cabeza lo que hasta ayer
anduvo de pie y sin afectar en absoluto las bases estructurales del sistema. Es
por esta esquina de la reflexión por donde hace su entrada en la escena, con
todo el peso de sus connotaciones, no sólo estéticas sino también sociales y
políticas, el debate acerca del canon.

Vivimos en tiempos de cuestionamiento del canon, es lo que se escucha


al respecto. En pocas palabras, este cuestionamiento consiste en poner a los
textos en los que hasta ayer depositábamos nuestra confianza sobre la parrilla
y en reputar en cambio, como merecedores de la confianza que a ellos les
estamos sustrayendo, a una multitud de otros textos a los que, por cuales-
quiera sean los motivos, no les habíamos dado hasta ahora la oportunidad
que ellos consideraban que les era debida para presentar sus credenciales en
la oficina de partes disciplinaria. En verdad, no sabemos qué, de todo lo ante-
rior, continúa siendo válido, y se nos ocurre que más de algo de lo que ahora
nos reclama admisión pudiera serlo. Todo ello porque hemos dado de baja
aquellos criterios que en el pasado nos sirvieron para reconocerle a los textos
una dignidad estética que fuese un poco más allá de su clasificación como
simples artefactos de lenguaje. Es decir que el nuevo evangelio crítico une a
su magnitud a o anticientífica una magnitud a o antiestética, ahora en el al-
cance axiológico de este difícil vocablo132
Como observábamos recién, el argumento con el que entran en batalla
las huestes del anticuaron es técnico en principio y político en el último análi-
sis. Desde el punto de vista técnico, el tópico en el que van a coincidir sus
representantes más conspicuos es la crisis del concepto de literatura. Nadie
que no sea Harold Bloom se atreve en los tiempos que corren a definir qué es
«lo literario» ni menos todavía a delimitar, jerarquizar, tirar rayas, levantar y
cortar cabezas en nombre de esa definición. En su controvertido libro de 1994,
Bloom empuja sus distinciones hasta el extremo de argüir que la «fuerza esté-
tica», que para él constituye el corazón de la literatura, «se compone primor-
dialmente de la siguiente amalgama: dominio del lenguaje metafórico, origi-
nalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción»' 33 . Pero es un
hecho que ninguno de los tres criterios que avalan toda la teorización occiden-
tal existente alrededor de este problema, a los que se ajustan de una u otra
manera todas las distinciones bloomianas, y sobre los que como se recordará
nosotros intentamos un recuento más o menos rápido en el comienzo de estas
notas, el criterio de retoricidad, el de ficcionalidad y el de universalidad, pa-
rece ya digno de crédito. Si mucho apuramos a quienes dudan de su validez,
y sólo en esa circunstancia, es posible que los tales pudiesen mostrarse dis-
puestos a concederle/s el pase a alguno o a algunos de dichos criterios pero
circunscribiendo la extensión de su consentimiento al aspecto cuantitativo.
Sí, refunfuñarán los interpelados entonces, el texto literario es «más retórico»
que otros textos, o es «más ficticio», o es «más universal». La contribución de
Hayden White en el campo de la teoría historiográfica, la de Derrida en el de
la filosofía y la subida de las acciones de unos cuantos novelistas del tercer
mundo en la bolsa de valores de la frivolidad internacional, novelistas que de
«periféricos» de ayer se han transformado en «centrales» de hoy, han sido
suficientes para hacer que mucha gente dude que la literatura sea «deslinda-
ble», que se pueda seguir «deslindando», con los mismos patrones de antaño.
Pero el argumento es además, y pudiera ser que al fin de cuentas, un
argumento político. La decisión entonces respecto de qué sea lo literario y qué
no, y por consiguiente también la decisión respecto de cuáles son los textos que
valen y cuáles los que no valen entre los producidos por esta praxis humana, y
poco importa a qué familia pertenezcan los medidores de aprecio que uno
favorezca para dar cumplimiento a la faena evaluativa, dependen en último
término, nos dicen los que participan en la batalla desde esta segunda trinchera,
de variables que rebasan el terreno de la literatura. La posesión y la administra-
ción del poder devienen a renglón seguido en el punto neurálgico del debate.
Esos que lo tienen, es decir, algunos individuos solitarios (por no importa qué
causas: económicas, sociales o de otra índole), los gobiernos, los ministerios, las
universidades, los medios de comunicación o determinados grupos dirigentes,
culturales, políticos o financieros, son los que, nietzsnscheanamente, para de-
cirlo por medio de una invocación al santo patrón de la orden, cuadriculan el
mundo. Vemos así como la nada desdeñable capacidad de fuego de la teoría
postestructuralista se endereza hoy no sólo contra los valores tal y como ellos
existen o han existido históricamente, sino contra la posibilidad misma de emi-
tir juicios de jerarquía y / o de definición (esto último porque se da por sentado
que todo juicio de definición esconde un juicio de jerarquía), echando mano de
un raciocinio de acuerdo con el cual para la ejecución de una actividad de esa
clase no hay en el mundo ningún correlato cuya existencia se pueda demostrar
fehacientemente. El principio lógico de la adequatio intellectus et rei queda de
esta manera deshauciado y los juicios de valor o de definición se truecan en
meras fabricaciones y, por lo mismo, en resultados egregios del ejercicio del
poder. Es cierto que este argumento puede mitigarse un poco, si sostenemos
que no nos es posible determinar con exactitud el locus del poder, a la manera
de un Deleuze o de un Foucault, y bloqueándose de ese modo la introducción
en el horizonte teórico de una perspectiva a la que en último término no nos
queda otro remedio que calificar de fascistoide. Pero, al margen de los benefi-
cios que un paliativo como ese pudiera reportarles a sus inquietos usuarios,
hay que admitir que lo principal del raciocinio se mantienen en pie, a saber: el
alegato de que no existe en ningún lugar del universo una fundamentación que
sea capaz de otorgarle su respaldo al veredicto ético, estético o similar. De acep-
tar nosotros como válida esta petición de principio, se entiende que no poda-
mos aceptar la existencia de un criterio de legitimidad para la confección de
listas de obras y autores ni menos aún para su imposición.
De lo que se olvidan los apasionados adherentes a esta doctrina es que
para Nietzsche los valores tienen con frecuencia su origen en el costado opuesto
al del poder, en el costado al que él mismo designaba (y en francés) como el
del ressentiment. O sea que la postulación de la excelencia ética y estética pro-
viene o puede provenir, por lo menos para el filósofo de La genealogía de la
moral, de una movida sublimatoria por parte de aquéllos o de algunos de
aquéllos que, habiéndose quedado con la mano estirada cuando se repartie-
ron las parcelas del poder, se regalan a sí mismos con los deleitosos consuelos
de una «venganza imaginaria». Pero qué se le va a hacer, si no están ya los
tiempos para distingos sutiles. Por eso, el canon ético o estético aparece, en
mucho de la teoría que hoy se perpetra sobre esta materia, sólo como la obra
de los poderosos, de esos mismos que nos han hecho a los que no lo somos (y
que por cierto que somos los más) comulgar con las ruedas de carreta de su
voluntad soberana.
El resultado de este desengaño filosófico es un llamado furibundo a la
subversión, y su manifestación más preclara la constituye el ataque contra el
canon, del que según asevera el sector más pendenciero de los flamantes sub-
versivos sería saludable deshacerse de una vez y para siempre. En cambio, se
nos pide que reconozcamos la amplitud, la diversidad y el derecho a expre-
sarse de todo cuanto, sosteniéndose sobre sus extremidades inferiores,
aplana la superficie del globo terráqueo. Especialmente, se nos conmina a
que hagamos nuestras las prerrogativas del excluido o, más concretamente, a
que nos preocupemos de potenciar su discurso, que escuchemos de una vez
por todas la voz de aquéllos que, al contrario de los que se suele creer, la
tienen en efecto pero no han gozado hasta ahora de la oportunidad de hacer
de la misma un uso libre y suficiente.
Una vez más, sólo Harold Bloom puede oponerse a una convocatoria
de tamaña persuasividad democrática, arguyendo la existencia en la crítica
contemporánea de un complot sedicioso, en el que si hemos de prestar oídos
a la reciente acusación de un comentarista catalán del académico de Yale, éste
«amontona a feministas, afroamericanistas, marxistas, neohistoricistas, des-
construccionistas y, en fin, a todos los que ejercen la crítica cultural» 131 . No
existe semejante complot, por supuesto. O, mejor dicho, ojalá que existiera.
Porque yo tengo para mí que, si en el transcurso de esta contienda teórica noso-
tros somos capaces de detectar una maniobra inconfundiblemente siniestra,
esa maniobra no va a ser la que se origina en el lado de allá del campo de
batalla, sino la que proviene desde su interior y de acuerdo con la cual a «los
de afuera» se los está alentando para que construyan sus ghettos propios,
ahora no sólo físicos sino también políticos y culturales, para que se distrai-
gan y disfruten con el espejismo de una vida humana próspera y dichosa en
el espacio feérico de sus «zonas liberadas». Es así como se les otorga a los
excluidos luz verde para que malgasten su tiempo en las tareas del «barrio»,
abocados al diseño de unas embusteras estrategias de «poder local», dispensán-
doseles con la mejor de las sonrisas el agujero que ellos mismos se buscaron
para enclaustrarse dentro de él, para acurrucarse en la engañosa tibieza de su
propia exclusión, para asumirla con viento a favor, sintiéndose autónomos,
independientes y enteros, y hasta se aplaude la sabia determinación que ellos
anuncian de elegir a sus propios héroes. Todo esto a cambio de un reforzamien-
to del status quo, de que lo principal del status quo se mantenga intocado, como
fue, como es y como debe ser. Si los subversivos abandonan la partida, mejor
para todos aquellos que la siguen jugando.

A nosotros, todo esto nos obliga a volver sobre las opiniones que
en torno a la problemática del canon ha expuesto un crítico de juicio tan
respetable como Walter Mignolo. En una serie de influyentes trabajos,
todos ellos dados a conocer durante la última década, Mignolo, además
de pasar revista al proceso de desestabilización de las obras canónicas
que ha tenido lugar en América Latina desde fines de los años setenta
(un libro de Carlos Rincón, de 1978, El cambio de la noción de literatura,
podría ser el primero de una ya larga serie), insiste en cuánto mejor sería
que nosotros nos acostumbráramos a pensar los temas relativos a la «for-
mación del canon» desde el punto de vista de una suerte de neutralidad
cientificista («epistémica», dice él). No contento con eso, a poco andar de
su trabajo Mignolo termina abogando (y ahora abiertamente) por un cam-
bio de objeto, por la conveniencia de que disasociemos el corpus del
canon, y dando a entender que este último es bien poco lo que interesa o debie-
ra interesar a las personas de nuestra profesión. Dice sobre el tema: «Me gusta-
ría partir del ámbito del habla y de la diversidad de sistemas de escritura en los
que se enmarcan expresiones humanas complejas y en los que se establecen las
condiciones para la existencia misma de interacciones semióticas. Me gustaría,
en suma, pensar en el campo de estudio como en un corpus de interacciones
semióticas más que como en un canon de obras literarias y ver a este último no
como una alternativa sino como una subclase del primero. El canon, en otras
palabras, es una parte del corpus y no su antítesis» 135 .
Esto significa que, si nuestra orientación es epistémica y no «voca-
cional» (uso las palabras del propio Mignolo), nosotros, al asumir las
consecuencias de semejante orientación, nos autodespojamos, debiéramos
autodespojarnos, de cualquier prurito selectivo, estético o ético, permitiendo
que nuestro objeto de conocimiento por excelencia sea el corpus de los
textos en su integridad (y, en el caso de que fuese el canon aquello que
todavía nos llama la atención, se subentiende que nuestra curiosidad
quedará circunscrita al tratamiento de problemas tales como el de su for-
mación y su transformación, su representatividad o sus designios menos
obvios). Habrían pasado así los buenos tiempos en que este oficio nues-
tro pudo asumirse como si él nos proveyera con los medios para correr
nosotros mismos las alambradas del canon, moviendo hacia allá unos
cuantos ítems desde el espacio del corpus. De lo que ahora se trataría es
de desenfatizar, por lo menos para los efectos de un funcionamiento dis-
ciplinario de carácter cognoscitivo y no vocacional, los problemas del
canon. En el último de los textos de Mignolo que yo he leído acerca de
este asunto, el veredicto fatídico es que «si se acepta que en el campo de
los estudios literarios tiene cabida Biografía de un cimarrón y la sublitera-
tura, se acepta que los estudios literarios no se definen por el contenido
del campo de estudio sino por los principios metodológicos e ideológi-
cos de la práctica disciplinaria». «Hay», sigue explicando Mignolo, «una
diferencia radical entre canonizar Biografía de un cimarrón (o ejemplo se-
mejante) con la buena voluntad de hacerlo ingresar en el panteón de los
estudios literarios, por un lado, y liberar los estudios literarios de las
garras del canon para abrirlos a las incertidumbres del corpus (narrativa
testimonial, subliteratura, cultura popular, etc.), por otro» 1 .
¿Cuáles son las consecuencias de esta posición de Mignolo? Pienso
yo que ella nos muestra con inmejorable pulcritud una de esas despedi-
das a las que me referí en las páginas iniciales de este capítulo. Ni ciencia
de la literatura ni estética literaria. En cambio, semiótica textual, inter-
pretación de textos semióticos y con criterios de validación que estarían
basados en los «principios metodológicos e ideológicos de la práctica
disciplinaria».
Pero tampoco puedo yo pasar por alto, en la última frase de Mig-
nolo que cité, algo así como la insinuación de un repliegue. Porque, si
interpreto bien sus palabras, lo que él nos está proponiendo al fin de
cuentas es que erradiquemos la problemática del canon de nuestros pla-
nes de trabajo (en cualquier caso, que la erradiquemos de nuestros
planes de trabajo «epistémico»), es decir, que eliminemos la selección y
la jerarquía para los efectos de nuestro funcionamiento como investiga-
dores y exégetas del discurso y del texto, no importa cuáles sean sus
versiones concretas, y que para esos mismos efectos (pues otra cosa sería
la vigencia del canon dentro de un «contexto curricular: ¿qué se debe en-
señar y por qué?)»t 37, nos quedemos nada más con el corpus. Pero he aquí
que Mignolo le asigna luego a la disciplina la obligación de establecer
ella misma (¿y para qué?, es lo que me pregunto yo ahora) ciertos enig-
máticos «principios metodológicos e ideológicos». Parecido al trastabillen de
Catherine Belsey, que nosotros registramos en nuestro capítulo seis y
quien, después de decir que la historia cultural que ella patrocina «no
rehúsa nada», acaba abogando por el establecimiento de ciertos «princi-
pios de selección» 138, yo tiendo a ver en este repliegue de Mignolo el
indicio de que operar dentro de una textualidad sin limitaciones es o
puede ser también una forma de limitación.
Tal vez me esté pasando de listo, pero si como sospecho la metodología
enmascara en el discurso teórico de Walter Mignolo a la ciencia y la ideología a
la estética, no es imposible que las líneas citadas contengan la vaga nostalgia de
un orden, de algún orden, y que no tiene por qué ser el mismo que Mignolo
menciona al final del artículo de marras, cuando, con un sarcasmo del que yo
comparto sólo en lo que dice relación con el aprecio por la caricatura, él habla
de «la firme entidad e identidad de un sujeto cognoscente o de la comprensión,
139
que vive todavía bajo el callado espejismo de un sujeto trascendental» .
Todo esto ocurre porque la función de la crítica literaria moderna con-
sistió, desde su nacimiento en medio de las grandes conmociones políticas y
culturales que tuvieron lugar en el siglo XVIII, en establecer unos «princi-
pios» (si no los establecemos nosotros, quién va a hacerlo...) y en diseminar a
continuación un conocimiento de la literatura que, afirmándose sobre dichos
principios, cerraba el circuito de sus actuaciones reingresando en la arena
social. En el primer paradero de este periplo, en el que como digo hemos de
ver uno de los sucesos característicos de la historia de la modernidad, aun
cuando no pueda negarse que los principios de la crítica literaria tienen su
punto de origen en la arena social, no es menos innegable que ellos no nacen
ahí con el aspecto con que los veremos actuar posteriormente. Lo que emerge
desde la arena social y llega luego hasta la mesa del crítico es sólo un cúmulo
de aspiraciones confusas de parte de los consumidores de libros, quienes no
saben bien cómo seleccionar y jerarquizar una masa bibliográfica que los
atemoriza, y la que es o será tanto más grande cuanto mayor llegue a ser el
desarrollo de la tecnología de la reproducción mecánica. En tales circunstan-
cias, lo que esas personas desean es disponer entre el objeto y el sujeto de
conocimiento la máquina de destrezas especializadas a la que nosotros nos
referimos en el capitulo tres, máquina ésta que se supone que los críticos esta-
mos en condiciones de producir (o de entender) y sin cuya mediación se da
por un hecho que el polo receptivo de la textualidad moderna no funciona
como es debido.
No intento yo decir con esto que las intenciones del público conforman
un sistema de demandas homogéneo, que eso quede bien Jaro. La disciplina
crítica responde de maneras diferentes a demandas que también lo son. Res-
ponde y envía de vuelta sus respuestas hacia el entorno comunitario, el que
las utiliza con el apego a la letra que cada uno de sus múltiples componentes
estima que es el más legítimo o el más útil para sus propios fines.
Por otra parte, la distinción entre una crítica académica o universita-
ria, que como sabemos hace su debut en Francia a mediados del siglo XIX, en
las cátedras de Villemain, Brunetiére y otros, y una crítica pública, procede
con más o menos lucidez del reconocimiento de una dualidad funcional que
concibe a la primera como un origen y a la segunda como un puente o una
correa transmisora del saber especializado, y sin perjuicio del adelgazamien-
to que como a todos nos consta implica la divulgación periodística. Esto quiere
decir que más establecida allí donde más profunda llega a ser la división del
trabajo intelectual, y por ende donde más firme llega a ser la entronización de
los llamados «estudios literarios» en el interior del establecí miento universita-
rio, la crítica académica ha sido un referente indispensable de la conciencia
ilustrada desde hace ya un siglo y medio. Por lo tanto, resulta preocupante (y
deprimente) que ese orden de cosas tienda a revertirse en la actualidad, y que
sean hoy por hoy los periodistas los que nos fijan el canon. Pero es preciso
dejar establecido en este punto que esos mismos periodistas rara vez hablan
(o escriben) desde el adentro de sus propias preferencias técnicas o valóricas,
limitándose por lo común a servir de portavoces para las preferencias
técnicas o valóricas de otros, en definitiva para las de aquéllos o algunos de
aquéllos que constituyen el aparato financiero, de poder y comunicacional
del que dependen sus actividades profesionales. Por eso, porque ese aparato
constituye hoy una mancha de aceite que crece y se expande hacia y hasta los
rincones más insospechados del cuadro social y cultural (el estado lastimoso
de la universidad contemporánea contribuye a esta crisis de una manera que
a nosotros nos duele personalmente), es que los vasos comunicantes que otro-
ra conectaban la crítica académica con la crítica pública tienden a funcionar
en un sentido que es inverso al que adoptaban en aquellos tiempos fundacio-
nales. Invalidado el ascendiente universitario sobre las opciones del público,
no cabe duda de que el territorio queda libre para la introducción de unos
adefesios discursivos de los cuales en otras condiciones no habría sido me-
nester ni siquiera enterarse.
Yo siento que, pese a todo su semioticismo, a mi colega y amigo Walter
Mignolo le cuesta renunciar a las expectativas de aquel programa de la época
primigenia, el que a nuestra práctica profesional le fijaron las aspiraciones
civilizadoras de la modernidad (tanto como le cuesta a Cathe ri ne Belsey, más
aún considerando que ella adhiere al credo de los «B ritish Cultural Materia-
lists, quienes tienden a acentuar la subversión mucho más que la contención»
y que a esa subversión le resulta indispensable poseer un instrumento de dis-
crimen sobre la cual apoyarse. Si todo es igual, ¿contra qué y para qué nos
«subvertimos»? 140) y no me parece nada de malo que así sea, aun cuando por
otro lado sea el mismo Mignolo quien precisa que los estudios literarios
latinoamericanos del presente «se auto-representan y auto-definen por la ma-
nera de analizar las prácticas discursivas, y no por la cualidad de las prácticas
discursivas que141analizan» y que tales cambios cuentan con su «aceptación» y
su «adhesión»
No quiero yo herir los sentimientos de nadie, menos aún rasgarme las
vestiduras, pero es sobre este suelo teórico incierto, jabonoso hasta causarnos
verdadera zozobra, donde nos encontramos parados en los días que corren.
En un libro colectivo, que se titula Canons, así, en plural, lo que desde luego
adorna al volumen con una señal de advertencia, y que se publicó en Estados
Unidos en 1984, la autora del primer ensayo, después de lamentarse de que el
valor, que es un «objeto digno de exploración teórica, histórica y empírica», se
haya perdido «para la investigación seria», ponía fin a su trabajo con el pinto-
resco descubrimiento de que «el valor de una obra literaria es producido y
reproducido continuamente por los mismos actos de evaluación implícita y
explícita que se invocan a menudo como si ellos 'reflejaran' el valor y fueran
su evidencia. En otras palabras, lo que comúnmente se consideran los signos
del valor literario son, en efecto, sólo sus resortes [springs]. La duración de un
autor canónico clásico, como Homero, se debe no al pretendido valor univer-
sal o transcultural de sus obras, sino, por el contrario, a la continuidad de su
circulación en una cultura particular» 142 . Poco antes había puntualizado ella
misma que «la 'supervivencia' o la 'duración' de un texto —y su logro de un
alto status canónico no sólo como 'obra literaria' sino como un 'clásico'— no se
debe a una fuerza objetivamente conspiracional (en el sentido marxista) de
parte de las instituciones del establishment, ni tampoco al aprecio continuo de
las virtudes intemporales de un objeto al que han fijado generaciones sucesi-
vas de lectores solitarios, sino, más bien, a una serie de interacciones
continuas entre un objeto variablemente constituido, condiciones emergentes
y mecanismos de selección y transmisión cultural. Estas interacciones son, en
alguna medida, análogas a aquéllas en virtud de las cuales las especies bioló-
gicas se desarrollan y sobreviven» 143 . Pero, ¿no es este un parto de los montes?
Nos lamentamos del desdén que la crítica académica de los últimos cuarenta
o cincuenta años ha mostrado por la evaluación de los textos con los cuales
ella trabaja y, cuando queremos reintroducir la evaluación entre los hábitos
de esa crítica, no encontramos nada mejor que postular que el valor de las
obras depende de la frecuencia con que quienes lo confieren así lo declaran y
de la aptitud cuasi biológica de dichas declaraciones para «sobrevivir». Nada
increíblemente, el título del ensayo que acabo de citar es «Contingencias del
valor». Más contingencia, imposible.

Con lo que va quedando claro que, al ponerse en jaque la doble exten-


sión científica y estética de la práctica, se pone en jaque a la práctica misma, a
la disciplina como un todo y aun a la institución que la cobija. Todos somos
testigos de que los departamentos de literatura, los seminarios de teoría lite-
raria y estética, la ciencia de la literatura y nuestra propia «supervivencia» en
la sala de clases, ya que de «supervivencias» es de lo que estamos hablando,
atraviesan por una etapa de intimidante peligro. Por todas partes, nos salen
al paso unos textos frente a los cuales difícilmente nos hubiésemos sacado el
sombrero hace no muchos años y de los que se supone que debemos ocupar-
nos con la misma responsabilidad profesional con la que nos ocupamos de
los poemas de Pablo Neruda o de los cuentos de Jorge Luis Borges. Pero si la
heterodoxia de esos textos nos confunde y nos abruma, la verdad es que
también nos estimula, porque, aunque sea cierto que lo que algunos de mis
colegas que son mejores lectores que yo de Thomas Kuhn han dado en llamar
el nuevo «paradigma» de la disciplina está a punto de dejarnos sin empleo,
también es cierto que la crisis nos abre un campo de trabajo que es más es-
pléndido que el que lo precedió. Todo el espectro de la cultura, en el entendi-
do de que la cultura son los lenguajes simbólicos con los que damos forma al
mundo, es o puede ser hoy un blanco legítimo de nuestro asedio crítico.
9

¿Por qué sorprendernos entonces de que la clarinada del día sean los «estudios
culturales»? La cuadratura del círculo nos la suministra, como en otras ocasio-
nes, Jonathan Culler, ahora en las páginas de un manual aparecido en 1997:
«Pudiera decirse que los dos van juntos», escribe ahí, «la 'teoría' es la teoría y
los estudios culturales son la práctica». Y remata esa observación, escribiendo
con cursiva que «Los estudios culturales son la práctica de la cual lo que llamamos
la 'teoría' para abreviar es la teoría»'".
Proliferan, en efecto, en los últimos años, las publicaciones en las que
se plasma esta nueva (y vieja: texto cultural es, dicho de una manera todavía
inconsulta, todo lo que no es el texto literario, histórico, filosófico, etc., en el
sentido que tradicionalmente se les daba a estas compartimentalizaciones)
clase de estudios críticos, trabajos más y menos extensos y más y menos
sesudos acerca de discursos de tanta trascendencia para el bienestar y la per-
duración de la raza humana sobre el planeta como son las bitácoras de los
exploradores del Polo Norte o las películas de Rambo protagonizadas por
Sylvester Stallone. «Profesores de francés que escriben libros sobre los ciga-
rrillos o sobre la manía norteamericana con la gordura; shakespeareanos que
analizan la bisexualidad; expertos en el realismo que están trabajando sobre
los asesinatos en serie...»', la verdad es que nada pareciera hallarse a salvo
de la avidez pantagruélica de los estudios culturales. Si por ejemplo nos aproxi-
mamos a la que bien pudiera ser la más popular entre las varias antologías
que ya circulan acerca del tema, veremos que sus editores la introducen pro-
clamando una amplitud del objeto tan espléndida que prácticamente carece
de fronteras. «Categorías mayores» de ese objeto son, según ellos, «la historia
de los estudios culturales, el género y la sexualidad, la nacionalidad y la
identidad nacional, el colonialismo y el postcolonialismo, la raza y la etnici-
dad, la cultura popular y sus públicos, la ciencia y la ecología, la política de la
identidad, la pedagogía, la política de la estética, las instituciones culturales,
la política de la disciplinariedad, el discurso
146
y la textualidad, la historia y la
cultura global en una edad postmoderna»
En resumen, todo o casi todo. Agreguemos a eso que, a causa del a o
antidisciplinarismo radical que se advierte en las expresiones más represen-
tativas de la tendencia, la amplitud en lo que concierne al método no es
menor. Se proclama acerca de este particular el disfrute por parte del estudioso
de una libertad máxima en el uso de los medios de conocimiento ya existen-
tes, el marxismo, el feminismo, el psicoanálisis, o en general las estrategias
epistemológicas del postestructuralismo y el postmodernismo, junto con de-
jar muy bien sentado que por su parte los estudios culturales «no tienen una
metodología que les sea propia, ningún tipo de análisis estadístico, etnometo-
dológico o textual del que puedan llamar suyo» y que ni siquiera «los estu-
dios culturales pueden garantizar cuáles son las preguntas importantes en un
contexto dado o cómo responderlas» 147
Con todo, los editores que estoy citando detectan en estos nuevos
estudios (y en estos nuevos estudiosos) un cierto interés por la conexión
entre las prácticas culturales y el poder y subrayan por eso mismo una
ostensible preferencia por todo aquello que hasta hace algunos años solía
ser enviado al patio de atrás, así como también el deseo de mantener un
resquicio (al menos eso) a la posibilidad de la intervención del intelectual
en los negocios de la polis, por muy contextualizada y efímera que ésta
sea. Todo lo cual dificulta una definición enormemente, pero ellos no se
amedrentan y la acometen de todas maneras. Va así: «Los estudios cultu-
rales son un campo interdisciplinario, transdisciplinario y a veces contra-
disciplinario que opera en la tensión entre sus tendencias para abrazar
tanto una concepción de la cultura amplia, antropológica, como una más
ceñidamente humanista. Al revés de la antropología tradicional, sin em-
bargo, ha surgido de los análisis de las sociedades industriales modernas.
Es típicamente interpretativo y evaluativo en sus metodologías, pero al
revés del humanismo tradicional rechaza la ecuación exclusiva de la cul-
tura con la alta cultura y argumenta que todas las formas de producción
cultural necesitan ser estudiadas en relación con otras prácticas culturales
y con las estructuras sociales e históricas. Los estudios culturales están de
este modo comprometidos con el estudio de un espectro entero de las ar-
tes, creencias, instituciones y prácticas comunicativas de la sociedad» 14 $.
Por supuesto, esta indeterminación de los estudios culturales con res-
pedo a sí mismos no es casual. No es que estos estudios (o estos estudiosos)
no tengan la habilidad que se requiere para administrarse un objeto o unos
procedimientos metodológicos, lo que pasa es que no quieren hacerlo. Porque los
estudios culturales surgen en el vacío que deja la imposibilidad, cuando no la
indisposición voluntaria por parte de las disciplinas del humanismo moder-
no para dar cuenta de una agenda de asuntos que cada vez las presionan con
mayor impaciencia. Es evidente que esas disciplinas tradicionales se han re-
sistido hasta ahora prestar oído a tales presiones. No sólo la crítica literaria,
sino también la historia, la sociología, la antropología, la filosofía, la piscolo-
gía, etc., son todos quehaceres especializados que trazan, cada uno con su
propio sistema de pesos y medidas, el perímetro de su pertinencia o, para
decirlo con más precisión aún, su política de inclusiones y exclusiones. En
conjunto, esas políticas forman o formaron la política de inclusiones y exclu-
siones de las llamadas humanidades o ciencias humanas durante los últimos
trescientos o más años de la historia de Occidente, la que no era inmotivada.
Por detrás de ella, lo que se alzaba era una cierta idea del hombre. Esa idea
del hombre era la que autorizaba y desautorizaba, la que protegía y excomul-
gaba. En el último análisis, lo que los estudios culturales están combatiendo
es la legitimidad y, por lo tanto, la autoridad de ese constructo ideológico
básico, el mismo que respalda aún a las prácticas del humanismo contempo-
ráneo.
Pero hay algo más. Como Mignolo y Belsey en el debate sobre el ca-
non al que nosotros nos referimos en el capítulo precedente, pareciera ser
que los culturalistas de los años ochenta y noventa se han convencido de
que su tarea no consiste en desconstruir el programa de las disciplinas cu-
yas respuestas ya no los satisfacen, para reconstruirlo después, refraseando
así los estatutos exclusionistas que las constituyen de una manera «actuali-
zada». No sólo sienten que habría en ello un proyecto de desenlace por de-
más conjeturable, sino que el intento mismo importaría, a juicio de sus más
escuchados portavoces, un cazabobos a carta cabal, cuyo fruto previsible no
es otro que el reemplazo de un set de exclusiones insatisfactorio por otro set
de exclusiones igualmente insatisfactorio o que, en el mejor de los casos, con
algo de suerte, podría ser un poco menos rígido que el anterior. Una reflexión
de Fred ri c Jameson, en Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism,
aclara bien el sentido de esta suspensión, al parecer sine die, de las viejas ba-
rreras disciplinarias. Escribe Jameson ahí: «argumentar que la cultura carece
hoy de la relativa autonomía de la que disfrutó una vez, como un nivel entre
otros en momentos anteriores del capitalismo (y ni qué decir de las socieda-
des precapitalistas), no implica necesariamente su desaparición o su
extinción. Por el contrario, debemos ir más allá y afirmar que la disolución de
una esfera autónoma de la cultura ha de ser imaginada en términos de una
explosión: una expansión prodigiosa de la cultura a través del ámbito social,
hasta el punto en que acerca de todo en nuestra vida social —desde el valor
económico y el poder del Estado a las prácticas y a la estructura misma de la
psiquis— se puede decir que ha llegado a ser 'cultural' en algún sentido nuevo
y todavía no teorizado» 19
Miradas entonces desde el punto de vista de este rebalse formidable
de aquellos saberes que las humanidades empezaron a reputar como su-
yos desde el Renacimiento, revueltos todos ellos en el caldero sin fondo
de «la cultura», lo que el análisis de Jameson comprueba alegremente,
como vemos, se entiende por qué para muchos de los participantes en la
discusión culturalista contemporánea estas disciplinas, en la forma que
ellas conservan aún o en cualquiera otra, no tienen salvación. No es de ex-
trañar entonces que los prosélitos del culturalismo opten por refugiarse
en los extramuros del juego intelectual, por establecer tienda aparte, por
ponerse en una orilla de indeterminación aposta con respecto a los proto-
colos del quehacer académico establecido, y que es una orilla desde la cual
al investigador de la cultura debiera serle posible continuar con su trabajo
sólo que ahora sin correr el riesgo de que el policía disciplinario venga y le
diga que lo que está haciendo no tiene cabida dentro de los parámetros
que autoriza la Ley.
También es comprensible que a la mayoría de los teóricos que manifies-
tan interés en este tema la falta de un objeto y un procedimiento precisos no les
preocupe seriamente. Menos aún les preocupa a aquellos otros que, dentro del
mismo sector, han sido atraídos hacia él por un interés predominantemente
político y que se concentra de preferencia en los grupos humanos a los cuales la
legalidad filosófica anterior dejó, como dice Luce Irigaray respecto de las muje-
res, sin representación o con una representación apropiada por los dueños del
poder 150 .
Pero, para poner las cosas en su justo lugar, es preciso que nos haga-
mos cargo también de que la atmósfera intelectual que abrió paso a la popu-
laridad de los estudios culturales es muy anterior a los trastornos ocurridos
durante estos últimos años. En el fondo, lo que aquí estamos ponderando
son las consecuencias de una doble crisis. A fines de la década del cincuenta
y comienzos de la del sesenta, una crisis del marxismo, que tiene como esce-
nario a Inglaterra, donde se inicia una polémica desde la izquierda contra el
marxismo ortodoxo, especialmente contra su economicismo; y en las décadas
del ochenta y noventa, una crisis generalizada de las compartimentalizacio-
nes disciplinarias en el entero territorio de las humanidades, resultado este
nuevo proceso de un movimiento general dentro de la historia contem
poránea y de sus secuelas respectivas. Es en el marco de esta situación his-
tórica nueva, con características marcadamente desestabilizadoras, que se
genera una brecha filosófica de dimensiones diz que insalvables entre los
supuestos del humanismo moderno y el sentir de algunos connotados re-
presentantes de la teoría crítica. Pero para no olvidarnos del primero de los
reajustes mencionados, anotemos aquí que él tuvo por protagonistas a gen-
te como Raymond Williams, en Culture and Society (1958) y The Long Revolu-
tion (1961); Richard Hoggart, en The Use of Literacy (1958); y E. P. Thompson,
en The Making of the English Working Class (1963). Del segundo reajuste, cu-
yas ambiciones son como se ha visto bastante más radicales, creo que se
pueden encontrar no sólo primicias sino contribuciones de una envergadu-
ra que no es despreciable en la crítica del eurocentrismo que en la práctica
antropológica llevaron a cabo Lévi-Strauss y sus discípulos en la década del
cincuenta, en la preocupación por la cultura del grupo de Frankfurt —pre-
ocupación de Horkheimer y Adorno principalmente—, en la relectura que
Lacan hizo de Freud a partir de los años cincuenta y en la profesión de fe
agresivamente antihumanista con la que iba a presentar sus credenciales el mar-
xismo althusseriano. Pero cuando el temporal arrecia con más fuerza es en el
curso de los años setenta, ochenta y noventa, ahora debido al cuestionamiento
postestructuralista y postmoderno, de la plataforma teórica y operativa del
humanismo y las humanidades.
Cuesta poco comprobar que, en la primera de sus apariciones en
público, aquélla que se remonta al segundo lustro de la década del cin-
cuenta en Inglaterra, los estudios culturales intentaron dar respuesta a una
problemática de límites circunscritos a través de una actitud crítica que en
su disputa con el pasado no pretendía hacer tabula rasa. Bien mirado, ese
culturalismo inglés de los años cincuenta obedeció básicamente a un
prurito de reforma: a la puesta en evidencia de aquellas necesidades «su-
perestructurales» de las que el marxismo había prometido hacerse cargo
en algún momento de su zigzagueante trayectoria, pero a las que acabó, si
es que no renunciando por completo, en cualquier caso disolviéndolas den-
tro de una praxis en la que el factor económico y de clase se llevaba la
parte del león. Raymond Williams, Richard Hoggart y E. P. Thompson,
que se dieron cuenta de las consecuencias menoscabantes que ese déficit
de una reflexión sobre la cultura tenía para los propósitos transformadores
de la ciencia de Marx, pusieron en marcha entonces el proyecto culturalis-
ta británico de izquierda. Williams sobre todo, a partir de su libro Culture
and Society, de 1958, fue el que desarrolló la tesis del «materialismo cultu-
ral», basándose en la premisa de que la cultura encierra a «la totalidad de
la vida», por lo que no se la debe tratar como si ella fuese la cara opuesta y
desechable de la materia (de la economía para el reduccionismo stalinista
del que Williams tenía un ejemplo tan patente como heroico en el malo-
grado Christopher Caudwell).
Por el contrario, la cultura va a constituir para Williams la materia
misma de que la vida está hecha, el espacio donde todo, incluido el dato
económico, se presenta indefectiblemente. Explicó en 1958: «Nunca ob-
servamos el cambio económico en condiciones neutrales, de la misma manera
en que no podemos observar la influencia exacta de la herencia, la que
sólo se halla disponible para su estudio cuando está ya incorporada en un
ambiente. El capitalismo, y el capitalismo industrial, que Marx pudo des-
cribir en términos generales mediante el análisis histórico, aparece sólo
dentro de una cultura existente. La sociedad inglesa y la sociedad francesa
se encuentran ambas, hoy, en ciertos estadios del capitalismo, pero sus
culturas son perceptiblemente diferentes y por razones históricas sólidas.
El que ambas sean capitalistas puede ser determinante al fin, y ello puede
constituirse en una guía para la acción social y política, pero es claro que,
si lo que nos proponemos es entender las culturas, nos debemos al modo
de vida como un todo» 151 .
Hoy, aunque Wil li ams sigue siendo objeto de veneración en diversas
capillas teóricas, su trabajo ha sido revisado y vuelto a revisar varias veces. La
continuidad en Inglaterra de su proyecto y del de Hoggart, que se cumple a
través del Centre for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, pasó a
manos de los culturalistas postestructuralistas, Stuart Hall, Dick Hebdige y
otros, que como los iniciadores de la tendencia están interesados en la poten-
cialidad transformadora que la cultura posee de suyo, pero sintiéndose cada
vez más distantes del objeto y los métodos de la ciencia marxista. Si Williams
quiso reformar el marxismo desde adentro, sus descendientes prefieren insta-
larse en otro sitio.
Pero he aquí que de pronto, en lo que toca a esta manera de acercarse a
la problemática políticosocial por parte de la familia culturalista, en el centro
de su último libro, The Location of Culture, Homi K. Bhabha, uno de los nom-
bres de más ancho cartel entre los varios que parecen disputarse el liderazgo
de la corriente, acusa: «La posición enunciativa de los estudios culturales con-
temporáneos es compleja y problemática. Pretende institucionalizar un es-
pectro de discursos transgresores cuyas estrategias han sido elaboradas en
torno a lugares no equivalentes de representación, donde una historia de dis-
criminación y de falsa representación es común entre, digamos, mujeres, ne-
gros, homosexuales e inmigrantes del Tercer Mundo. Sin embargo, los 'sig-
nos' que construyen tales historias e identidades, género, raza, homofobia,
diáspora de postguerra, refugiados, la división internacional del trabajo, etc.,
no sólo difieren en contenido sino que a menudo producen sistemas incom-
patibles de significación y se involucran en distintas formas de subjetividad
social» 152
Bhabha escribe estas palabras desde su posición de culturalista postco-
lonial, una posición a la que nosotros nos referiremos dentro de algunos mi-
nutos pormenorizadamente. Pero lo que nos está descubriendo, aun en ese
sector más acotado de la corriente culturalista at large, es que la revoltura
indiscriminada de «signos» disímiles dentro de un mismo caldero teórico
obstaculiza un examen responsable de las diferencias. Si es efectivo que las
antiguas disciplinas humanísticas bloquearon el conocimiento de tales o cua-
les regiones de la realidad (y, peor aún, de la humanidad), no es menos efecti-
vo que la indiferenciación culturalista amenaza con devolver el conocimiento
del hombre que hasta ahora habíamos logrado acumular hacia 153
épocas que
son anteriores a la gran renovación de los siglos XVI al XVIII
¿Cuál es, entonces, la sustancia del «texto cultural», de ese texto que
según hemos visto habría llegado hasta el antiguo recinto de las ciencias
humanas para reemplazar con evidentes ventajas al texto literario, al filo-
sófico, al antropológico, etc.? De las frases de Bhabha yo colijo que la atri-
bución de un «signo» homogéneo a todas las experiencias que tales textos
nos están tratando de comunicar, si bien podría justificarse desde el punto
de vista político, y aun eso es dudoso, no se puede justificar de ninguna
manera si lo que deseamos es hacer abandono de una vez por todas (y es
como si nunca lo hubiéramos hecho) de ciertas generalizaciones más bien
bastas, como podrían ser las del tercermundismo sesentista de nuestros
años mozos o las del liberalismo sensible de algunos intelectuales metro-
politanos —transidos éstos de la más conmovedora benevolencia—, y dar
cuenta en cambio, con precisión y finura, de las diferentes «formas de sig-
nificación» y de las diferentes «subjetividades sociales» de los grupos pos-
tergados. ¿No estará esto prefigurando la etapa que sigue, esa etapa con la
cual Homi Bhabha no ha querido hasta ahora comprometerse?

Pero, antes de embarcarme en una discusión de las señales que presa-


gian el advenimiento de esa otra etapa, yo siento que una versión en el límite
del desempeño culturalista es la que en estos mismos momentos nos están ofre-
ciendo los críticos «postcoloniales», de los que Bhabha es voz de mando y a
cuya empresa cognoscitiva me parece que no puedo dejar de referirme en este
mismo contexto. Porque me temo que lo que tenemos por delante en este caso
no es es una prolongación de la escritura anticolonialista y antiimperialista de
los años cincuenta y sesenta, la que autorizaron Aime Césaire, Franz Fanon,
Albert Memmi o Roberto Fernández Retamar, como pregonan algunas voces
simplificadoras'm, sino el producto de una rebelión de los intelectuales resident
aliens y, por extensión, de todos aquellos intelectuales subalternos (sub-alter-
nos) que cumplen funciones dentro de los confines de la cultura metropolitana,
pero que no tienen ninguna gana de verse cooptados por esa cultura o por lo peor de esa
cultura. Trátase en efecto de un tipo de trabajo culturalista que se produce ma-
yormente dentro de la coterie ghettificada hasta la asfixia de los intelectuales
periféricos que residen en el centro del mundo. Como sabemos, la tarea que a
esos intelectuales se les confió en el pasado fue la de servir de «informantes», la
de garantizar con su presencia y su palabra la verdad de los juicios que acerca
del «otro» tercermundista emitían los intelectuales «ciudadanos» dentro de
aquella misma región. Era cómico, desde luego, considerando que la mayoría
de tales individuos había hecho su mutis de las selvas del Tercer Mundo mu-
chos años atrás y que la idea que de él conservaban era con frecuencia obsoleta.
En nuestro campo, ellos eran los latinoamericanistas latinoamericanos, los que
validaban incluso con sus historias de vida lo que los latinoamericanistas no
latinoamericanos decían acerca de un paisaje natural y social que a estos últimos
les quedaba un poco lejos, por el que no siempre les era fácil movilizarse con
comodidad (demasiado desorden, sobre todo), pero cuyas complicaciones se
les hacía necesario reducir y domesticar a corto plazo echando mano de fórmu-
las de interpretación que aparecían y desaparecían con la rapidez con que sue-
len hacerlo las modas ideológicas del Primer Mundo.
Mi impresión es que lo que de un tiempo a esta parte está sucedien-
do entre esos antiguos informantes es un episodio de desobediencia
protegida. Hartos de su papel de segunda fila y a la sombra de algunos
cambios ideológicos y políticos que hacen su estreno en sociedad en las
naciones del Primer Mundo a partir de los años sesenta, v.gr .: el adveni-
miento de la nueva antropología, el apogeo del «multiculturalismo» y la
ideología de la «diversidad», el reflujo marxista y las libertades filosóficas
que son causa y consecuencia del postestructuralismo, principalmente en
sus versiones derridiana y foucaultiana, los informantes de otrora han
empezado a construirse una posición discursiva propia cuya piedra de toque es
la reivindicación a cualquier precio de su «diferencia» profesional y per-
sonal. Profesionalmente, a lo que ellos aspiran es a expresarse con una voz
crítica que no sea conmutable con la de los intelectuales del mundo que
dejaron atrás hace tiempo ni tampoco con la de los de aquél en el que aho-
ra residen. Personalmente, reivindican su no identificación para con
ninguno de tales sitios.
Desde aquí entonces, desde estas nuevas «posiciones», lo que
los críticos postcoloniales pretenden es producir una lectura «desco-
lonizada» de unos cuantos textos que tienen su origen de ordinario
entre los grupos marginales y/o subalternos, tanto los de afuera como
los de adentro del espacio geográfico ocupado por el establishment hegemó-
nico. El proyecto no empezó así, sin embargo. No era eso lo que se
proponía Edward Said en Orientalism, su libro fundacional de 1978.
Como saben sus buenos lectores, lo que Said procuró hacer en aquel
libro fue sacar a luz los códigos de acuerdo con los cuales, en el marco
del imperialismo, como su causa y su consecuencia, Occidente había
leído a Oriente durante el siglo XIX. Hoy, ya no interesa tanto la lectu-
ra que Occidente ha hecho de Oriente, ni en el siglo XIX ni después,
sino leer, con el mismo ojo descolonizador que usó Said en el 78 (aun-
que ahora sin la impronta foucaltiana, de la que él se sacudió más
tarde, en Culture and Imperialism, de 1993), las lecturas que el Tercer
Mundo ha hecho de sí, y no tanto las que se mueven dentro de la órbi-
ta del discurso imperial como aquellas otras que, por pertenecer a sus
sectores secundarios o secundarizados, se salvaron presumiblemente
de toda contaminación.
Hemos pasado así desde Orientalism, de Said, a Imperial Eyes. Travel
Writing and TranscuIturation, de Mary Louise Pratt, y a In Other Worlds:
Essays in Cultural Politics, de Gayatri Spivak. Y con un añadido: el Tercer
Mundo del que ahora se habla es el de afuera y también el de adentro del
Primer Mundo. Esta segunda pata del proyecto postcolonial, que se refiere
a los marginales y a los subalternos del interior del sistema hegemónico,
es de suprema importancia, pues de ahí sale el justificativo que permite la
incorporación, en este selecto club de intelectuales tercermundistas que
viven en el Primer Mundo, de algunos de sus colegas que nacieron y cre-
cieron en ese mismo mundo, pero que viven o dicen vivir como en el Ter-
cero. Es un Cornel West, que se conecta con las «masas negras» de los
Estados Unidos a través de «narrativas e historias cristianas» que les son
«familiares», aunque aprovechando al mismo tiempo para la confección
de su discurso ensayistico los «desarrollos intelectuales que van de Toc-
queville a Derrida». O es un Stuart Hall, que se explaya acerca de las
miserias del subproletariado inglés bajo el gobierno de Margaret Thatcher
desde una sensibilidad y una postura que no pueden ser sino de izquier-
da, aunque haciendo uso de un lenguaje que se sacude de la ortodoxia
marxista y la reemplaza por la lógica «arbitraria» y «no natural» del signo
lingüístico 155
De igual manera, definiéndose a sí mismos como «el otro» de la cultura
postmoderna y poniéndose rápidamente por encima de la oposición centro /
periferia, por lo menos en su significado geopolítico y geoeconómico, los cul-
turalistas de la generación posterior a la de Said practican e incluso teorizan
su condición de extranjeros en las academias metropolitanas. Hacen así de
una circunstancia de evidente menoscabo el plus que les estaría permitiendo
decir lo que dicen desde una zona blanca, expresión rediviva del discurso del
filósofo cuyo lenguaje se constituye al margen de toda compulsión. He ahí la
ventaja de la no pertenencia. La posición del intelectual postcolonial-resident-
alien no es, en definitiva, para estos teóricos de la última vanguardia, ni la del
«intelectual colonizado», ideológica y técnicamente backwards, que tiene unos
ideales y que habita en un territorio que en el mejor de los casos siguen sien-
do «modernos», ni la del «intelectual colonizador», asimismo contaminado
ideológicamente, si bien por otras razones, pero técnicamente al día y por lo
tanto ciudadano legítimo en el territorio de la postmodernidad. La doble dis-
tancia con respecto a unos y a otros la fija Gayatri Spivak con meridiana
limpieza en el ensayo número doce de In Other Worlds... («Subaltern Studies.
Deconstructing Historiography»), donde le enmienda la plana al Grupo de
Estudios Subalternos de la India, por no ser sus miembros lo suficientemente
postestructuralistas, y en «Can the Subaltern Speak?», su influyente artículo
del 88, donde hace lo propio con Deleuze y Foucault, pero por no ser esos
otros lo suficientemente marxistas (de un marxismo presumiblemente tercer-
mundista, se entiende). A buen recaudo de los desaciertos a los que conducen
los discursos críticos que son tributarios de cualquiera de esos dos costados
aborrecibles, la posición del intelectual postcolonial-resident-alien es la del que
está también al día, y muy al dfa, puesto que vive en el territorio de la postmo-
dernidad a prueba de dudas y debilidades, pero sin que eso (y he ahí lo que lo
diferencia de los Deleuze y los Foucault de este mundo) le signifique un
compromiso con los supuestos ideológicos y / o técnicos que dominan en
dicha cultura.
En cuanto a lo primero, como ellos se preocupan de hacérnoslo saber, a
veces con demasiada insistencia, se nos advierte que el intelectual postcolonial
no es un ciudadano de la metrópoli. Es decir que es alguien que está en ella, pero
que vive ahí de prestado y que por consiguiente no tiene los mismos derechos ni
tampoco experimenta las mismas obligaciones (esto es lo mejor naturalmente)
que tienen los intelectuales que son ciudadanos. En cuanto a lo segundo, el uso
que el intelectual postcolonial-resident-alien hace del instrumental técnico post-
moderno no es un uso ortodoxo sino heterodoxo, pues él/ella emplea ese instru-
mental cuando quiere, donde quiere y sobre todo como quiere.
En el último libro de Spivak que yo conozco, Outside in the Teaching Ma-
chine, encuentro la versión que el postcolonialismo ha compuesto sobre la reali-
dad de aquellos países que están viviendo la experiencia postcolonial. Según
esta autora, «las demandas que son más urgentes en el espacio descolonizado
se reconocen tácitamente como codificadas dentro de la herencia del imperia-
lismo: nacionalidad, constitucionalidad, ciudadanía, democracia, socialismo y
aun culturalismo. En el marco histórico de la exploración, de la colonización,
de la descolonización, lo que se demanda efectivamente es una serie de conceptos
políticos reguladores, la narrativa supuestamente autorizada de la producción
de lo que fue escrito en otra parte, en las formaciones sociales de Europa Occi-
dental [...] la nación nueva se hará funcionar de acuerdo a una lógica regulado-
ra que se deriva de una reversión de la antigua colonia dentro de la episteme
del sujeto postcolonial: secularismo, democracia, socialismo, identidad nacio-
nal, desarrollo capitalista. Hay, sin embargo, un espacio que no comparte la
energía de esta reversión, un espacio que no tuvo una agencia de tráfico
firmemente establecida con la cultura del imperialismo. Paradójicamente, este
espacio está también fuera del movimiento obrero organizado, debajo de las
tentativas por revertir la lógica del capital. Convencionalmente, este espacio se
describe como el hábitat del sub proletario o del sub alterno» 156 .
Con esto, el objeto de los discursos críticos postcoloniales más
próximos a nosotros queda bien establecido. Los blancos de la actividad
cognoscitiva del intelectual postcolonial del presente son la marginalidad,
por un lado, y la subalternidad, por el otro (es necesario mantener los dos
términos, porque se subentiende que hay subalternos que no son o no son
necesariamente marginales, v.gr.: las mujeres), principal aunque no exclu-
sivamente en ese mundo que él/ ella dejó atrás alguna vez, puesto que esa
marginalidad y esa subalternidad se habrían librado de la mala influencia
de la cultura ilustrada, europea, «reversionista», en el sentido derridiano
de una mala desconstrucción, del que padece el resto de la humanidad
tercermundista e incluyéndose dentro de ella a un amplio sector de los
explotados y los oprimidos de siempre. De otra parte, quien busca esa mar-
ginalidad y esa subalternidad y posee los instrumentos técnicos como para
descodificar sus mensajes con propiedad y competencia es el intelectual
postcolonial que reside en la metrópoli, pues él/ella tiene la ilustración
necesaria pero duda de ella, es dueño / a de una educación europea que no
lo/la convence y no es «reversionista» sino desconstruccionista de veras.
A mí todo esto me produce, y soy muy franco al declararlo, una sensa-
ción de irrefrenable disgusto y hasta un poco de vergüenza ajena. No sólo
porque la posición ideológica que acabo de documentar reinventa y lleva hasta
sus últimas consecuencias la falacia de un hablar desideologizado (en las dos
puntas del espectro: en los marginales y subalternos periféricos, que se presu-
me que se salvaron de saber, y en los intelectuales postcoloniales, que de
tanto saber estarían de vuelta de eso mismo que saben), sino, lo que es aún
más inquietante, porque además hace del exilio, de la desposesión de la expe-
riencia de la patria, que es en último término el origen de lo que Gayatri
Spivak ha llamado la «condición diaspórica del intelectual postcolonial» 757,
una situación de privilegio.
A quienes hemos estado en el exilio de verdad y a quienes lo hemos
sufrido con el dolor y la cólera de vernos despojados de un país que nos per-
tenece mucho más que a las clases oligárquicas y burguesas que lo han
señoreado, porque quienes lo construyeron fueron nuestros padres y nues-
tros abuelos con su trabajo, y cuyas banderas como bien dice Douglas Hübner
no tenemos razón alguna para querer regalarles, esta «teoría» nos resulta in-
aceptable. Por consiguiente, el colmo del desatino (¿o es otra cosa?) nos /me
parece que es aquél del que hacen gala nuestros propios intelectuales nativos,
cuando ellos se declaran a su vez postcoloniales. Retoman entonces el viejo
papel del informante, sólo que un informante que en las circunstancias actuales
valida no a los colonizadores metropolitanos de antaño sino a los postcolo-
niales metropolitanos de hogaño. El mejor ejemplo en este caso pareciera ser
el de la escritora bengali Mahasweta Devi, en la descripción que de sus ficcio-
nes hace Spivak en el libro que hace poco mencioné, pero que como quiera
que sea es una descripción respecto de cuya confiabilidad yo no tengo los
conocimientos que serían necesarios para dar un testimonio fidedigno ni
tampoco el tiempo que me hace falta para adquirirlos. Podría, en cambio,
ejemplificar mi acusación con los dechados latinoamericanos correspondien-
tes, con los varios intentos que entre nosotros se han hecho, desde unos quin-
ce años a esta parte, para «hacer hablar a los que no tienen voz» y en los que
han rivalizado profesores y periodistas de muy distinto calibre. Con todo,
también voy a abstenerme de hacer eso porque la verdad es que me interesan
mucho menos los personajes de esta novela que la lógica de su desarrollo.
Prefiero entregarle por eso, en lo que sigue, la palabra al crítico africano
Anthony Appia Kwame, cuyas expresiones coinciden en todo con mi pensa-
miento: «La postcolonialidad es la condición de lo que no muy generosamente
podríamos llamar una inteligencia compradora: un grupo relativamente pe-
queño de escritores y pensadores, de estilo occidental y entrenados en Occi-
dente, que son mediadores del comercio de mercancías culturales del
capitalismo mundial en la periferia. En el Oeste, ellos son conocidos por el
Africa que ofrecen; sus compatriotas los conocen en cambio por el Occidente
que ellos le presentan al Africa, así como a través de un Africa que ellos han
inventado para el mundo y para el Africa también» 158. No sólo se presumen
de esta manera nuestros postcoloniales «de adentro» individuos incontami-
nados por la experiencia de la colonización sino que lo hacen desde el medio
de los jugosos beneficios que esa misma colonización les depara.
10

En El discurso filosófico de la modernidad, al concluir su crítica del borro-


neo derridiano y rortyano de las fronteras entre la filosofía y la literatura, así
como también su crítica de la disolución que ambos pensadores suscriben de
los lenguajes disciplinarios específicos dentro del mar sin orillas del texto y la
escritura, Jürgen Habermas afirma que «Derrida y Rorty están equivocados
en lo que concierne al status único de los discursos que se diferencian de la
comunicación ordinaria y que se confeccionan con vistas a una sola dimen-
sión de validez (la verdad o el deber normativo) o a un solo complejo de
problemas (cuestiones relativas a la verdad o a la justicia)». Y añade en segui-
da, para echar agua en su propio molino y haciéndose eco de los consejos del
esquema kantiano: «En las sociedades modernas, las esferas de la ciencia, la
moralidad y la ley han cristalizado en torno a tales formas de argumentación.
Los sistemas de acción cultural correspondientes administran capacidades para-
resolver-problemas de una manera similar a aquélla de acuerdo con la cual las
empresas del arte y la literatura administran capacidades para-el-despliegue-del-
mundo 159
He ahí un llamado a la sensatez de parte de uno de los pocos filósofos
que continúan apostando a los beneficios que les reporta a las vidas de las
gentes el cultivo del jardín humanístico, y que es un filósofo cuyas ideas, al
margen del desasosiego que despierta en nosotros el tema de su implementa-
ción, nos parece que merecen ser tenidas en cuenta. Porque, mirado este asunto
desde nuestro punto de vista, nos vamos a dar por satisfechos sise nos concede
que, cualesquiera hayan sido y sean los grandes excluidos de la compartimentalización
de la experiencia y el saber que se produjo a través de la constitución de las distintas
prácticas intelectuales durante los trescientos o más años que se prolonga ya la histo-
ria de la modernidad y cualesquiera sean los efectos de enrarecimiento que ello provocó en
el campo de las actividades estéticas, no se puede negar que esa compartimentalización ha
sido también eI origen de algunos servicios estimables, que contrapesan sus deficien-
cias decorosamente y, Io que es más importante, tampoco se puede negar que la
misma constituye una precondición no sólo para el mejoramiento de esta sociedad
en la que ahora vivimos sino incluso para la aparición de cualquier proyecto de
sociedad futura.
Por un lado, el cuento de la entereza física y metafísica del hombre
premoderno no pasa de ser un mito reaccionario, de escaso o ningún interés
para los ciudadanos del presente, y la aspiración a un futuro histórico que se
autoimponga la finalidad de su recobro constituye una locura de marca ma-
yor. O de marca poética. O de marca heideggeriana, lo que viene a ser la mis-
ma cosa. O, también, como vimos en otra sección de este libro, constituye un
motivo que yo no sé si con entera conciencia del quebradero de cabeza adon-
de van a parar indefectiblemente sus proposiciones, asoma en los discursos
de los críticos postcoloniales. En segundo lugar, para mal, pero también para
bien, hemos llegado a convertirnos en lo que somos por obra en parte de esa
misma división del trabajo y por obra de ella podríamos, tal vez también en
parte, llegar a ser algo más o, en cualquier caso, algo diferente de lo que ahora
somos y que es lo que parece no gustarnos demasiado. Más aún si a los em-
brollos actuales en el terreno específico de las disciplinas que a nosotros nos
incumben les sumamos las muchas desventuras que provienen del panorama
histórico amplio. Por ejemplo, de la aplicación urbi et orbi de las recetas inso-
lidarias del ideologismo neoliberal, así como también del dominio, por fin sin
contrapeso, de la soberbia imperialista.
No obstante, que el secularismo, que la democracia, que el socialismo,
que la identidad nacional y hasta el desarrollo capitalista son menos malos
que las guerras religiosas, que la matanzas étnicas o tribales (e incluido ahí el
autosacrificio de las viudas en las piras funerarias de la India, para no hablar
de otras costumbres de tan poco favorables consecuencias para la entereza
física y espiritual de sus víctimas como son la cliterectomía africana y la con-
culcación de los derechos de las mujeres en Afganistán) y que la hambruna
acatada por todos aquellos que la sufren como si ella fuera una prueba inexor-
cizable de la ira de Dios a mí no me cabe ni la más mínima duda. Tampoco me
cabe ninguna duda acerca de la sinceridad y pertinencia del discurso que
comprueba que el menú racionalista de la Ilustración no está pasando co-
rrientemente por el mejor de sus momentos y que los criterios de legitimación
y compartimentalización de las prácticas que componen el cuadro de la cul-
tura de Occidente andan bastante a mal traer. Pero frente a eso considero asi-
mismo que la que hoy estamos experimentando es una más entre una media
docena de coyunturas críticas que la modernidad ha debido sortear en el cur-
so de su trayectoria, ello dentro de una lista larga y de componentes muy
variados, y la que por ende no es (y no tiene que ser pensada como) otra cosa
que una etapa de transición. El orden simbólico inmediatamente anterior al
actual, del que alguna vez se dijo que iba a ser un factor puesto al servicio del
progreso y el ennoblecimiento de los seres humanos, se convirtió, a la larga y
por causas que no son indiscernibles, en el tibio refugio de un burocratismo
letárgico cuando no flagrantemente represivo. Un repudio de esa circunstan-
cia era deseable y él es el que nos ha puesto donde estamos.
Pero en lo que además habría que concordar es que este lugar en donde
estamos no es propiamente un lugar. La propuesta de una cultura de los «bor-
des», de los «intersticios» y la «instantaneidad», que por ahí se publicita con
gran éxito, y la que en sus peores empleos se apoya en la ontología negativa
de unas oposiciones binarias que los mismos que las descubren desean tiri-
tando en el fondo de su concha sin resolverse jamás, es menos la propuesta de
una cultura verdaderamente nueva que un indicio del temor a formularla y a
pasar de esa manera 16
hacia un «territorio» y un «tiempo», hacia un «beyond»,
como dice Bhabha o, en el que a los miembros de la especie debiera sernos
posible vivir unas vidas más interesantes y satisfactorias. En el departamento
de la crítica de textos, cuyo cuidado a nosotros nos concierne de manera di-
recta, esto significa que a lo mejor conviene que empecemos a pensarnos como
habiéndonos internado ya en la recta final de la fase de transición, lo que nos
pone en la antesala de un esfuerzo reconstructor de los fundamentos episte-
mológicos de nuestro quehacer. Si esto es así, si ese proceso reconstructivo va
a tener lugar en efecto y si en algunos ámbitos precursores está teniéndolo ya,
lo que se ha de pedirles a quienes lo impulsen es que los criterios en los que
ellos fundan sus actuaciones no sean iguales a los que sustentaron el progra-
ma que dejamos atrás, programa aquél que se hizo al fin de cuentas tan es
trecho que no nos dejaba respirar.
No queremos darle pues nuestro espaldarazo a una «reversión» más
o menos maquillada de unos cuantos axiomas filosóficos desprovistos de
vitalidad, como acusa Gayatri Spivak, o, si es que nos sentimos más a gusto
con la retórica de Walter Mignolo, no nos interesa reponer en el más allá
epistémico «la firme entidad e identidad de un sujeto cognoscente o de la
comprensión, que vive todavía bajo el callado espejismo de un sujeto tras-
cendental». De los aprietos en que tales mistificaciones nos pusieron había
que escapar más temprano que tarde, eso es algo en lo que todos concorda-
mos, pero no para quedarnos a residir en la calle (o «desnudos en el tejado»,
como apuntan Skármeta y Beckett en el epígrafe que encabeza mi libro).
Porque si la casa simbólica que existe no nos place, en cualquiera de sus
cuartos o en la reunión de todos ellos bajo un solo techo, lo que corresponde
no es quedarse sin casa ninguna sino edificar una nueva. No perpetuarse en
el mientras tanto preedípico, en el de la subalternidad y el margen, donde
previsiblemente no existen ni el espacio ni el tiempo, donde todo es puro
«borde», puro «intersticio» y pura «fluidez», sino seguir investigando en las
oportunidades que nos brinda el ancho mundo hasta encontrar en él (o has-
ta expropiar en él) un sitio idóneo sobre el cual levantar un mejor domicilio.
Creo sin embargo que no se podrán reconstruir la experiencia y la
comunicación especializadas a menos que se reconstruyan al mismo tiempo
la experiencia y la comunicación ordinarias o, mejor dicho, si no nos mos-
tramos capaces de imaginar un modelo de existencia humana en el que la
dialéctica entre uno y otro planos esté eficaz y justicieramente implementa-
da. En otras palabras, pienso que lo que hoy nos hace falta es proceder a un
despliegue educado y enérgico de nuestra potencialidad creadora, precisa-
mente la clase de cosa que no es de ninguna manera esperable de los obtu-
sos manejos de la tecnocracia y la burocracia reinantes. Con la ayuda de un
ejercicio de esa índole debiéramos poder estrenar un proyecto ideológico,
político y económico nuevo, que sea inclusivo tanto cuanto las circunstan-
cias de la historia nos permitan concebirlo, y que acompañe, como una
renovada garantía de crecimiento de lo humano, al nuevo paradigma disci-
plinario. Pero es a esta certidumbre de que lo particular no existe sin lo
universal a la que mis colegas le dan hoy vuelta la espalda con una descon-
fianza a la que alimentan por partes iguales las comezones de una ambición
desaforada y el desconsuelo de no poder satisfacerla, y creo que a eso se
debe el que los tecnócratas y los administradores se estén arrogando más
atribuciones de las que sería bueno. Sabido es que cuando falta la ciencia,
abunda la técnica, y cuando falta el pensamiento, florece la administración.

Es casi ofensivo que para poner fin a estas notas le reitere a mi inteli-
gente lector cuán poco sabia resulta la pretensión de captar la intencionalidad
significativa de los discursos que estamos estudiando, pero voy a hacerlo de
todas maneras porque, a pesar de los sudorosos trajines de W. K. Wimsatt Jr. y
Monroe C. Beardsley en 1954 161 , la falacia intencional goza aún de excelente
salud y no es una pérdida de tiempo añadir algo en contra suya cada vez que
se presenta la ocasión.
De cuanto dejo escrito en este libro se concluye que yo juzgo recomen-
dable pensar en lo que los discursos nos comunican como si se tratara de
síntomas o, dicho con el vocabulario saussureano, de significantes, a los que
nosotros debemos leer consistentemente, esto es, acoplándoles un significado
que transforme el elemento referencia) al que nos remite ese síntoma en un
eslabón más dentro de una cadena semántica que forma parte de un universo
de significaciones históricamente pactado y solidariamente compartido, que
es pesquisable por lo tanto y que espera que nosotros lo recorramos con con-
tinuidad y sapiencia. Con lo que quiero decir que a nosotros nos corresponde
leer a esas manifestaciones del «fundamento» sémico dentro del marco de
inteligibilidad-del interpretant, de los códigos, de los modos discursivos ejem-
plares o como quiera llamársele-, que rodeó al texto primero o, puesto con
otras palabras, de acuerdo con las virtualidades significativas y expansivas
que el texto trae consigo, pero sin perder de vista por ello la más o menos
larga historia de las lecturas posteriores a su entrada en el conocimiento pú-
blico (lo que por supuesto pone un límite a nuestro trabajo de intérpretes: no
es cosa de descubrir América otra vez, quinientos años después de que fue
descubierta). Finalmente, de lo dicho en el espacio de estas páginas se
desprende que también vamos a tener que leer el texto en relación con las
demandas de sentido que nos habrá hecho nuestro propio tiempo, que es el
tiempo en que el texto se deslizó en nuestras manos y con el suficiente discer-
nimiento respecto de las posibilidades y limitaciones que nos impone nuestra
«estrategia» de lectura para re-producir, o sea, para volver a producir, su prin-
cipio unitario.

*
Con el fin de lograr lo anterior, la semió ti ca (desde Peirce y Saussure en
adelante), el nuevo psicoanálisis (Lacan et al ), la desconstrucción (Derrida o
los críticos de Yale), el recepcionismo (éste en sus dos o tres especies, la
norteamericana de Fish y Holland y las europeas de Jauss, Iser y Eco), el
bajtinianismo (un bicho interesante, pero escurridizo) y la teoría de la ideolo-
gía, a partir de Althusser, de los neomarxistas (Jameson, Eagleton), de los
neohistoricistas (Greenbla tt, Montrose), de los neoculturalistas (de Williams
y Said a Hebdige y Hall), de los neogramscianos (Laclau, Mouffe y Benne tt, el
tercero antes e incluso después de su conversión al evangelio de Foucault), de
quienes teorizan los discursos de género (Showalter en Estados Unidos, pero
también las teóricas francesas y las latinoamericanas cada vez más despiertas
e incisivas) y de quienes teorizan los discursos postcoloniales (Spivak, Bha-
bha), son unas cuantas de las ofertas que el mesón teórico contemporáneo
pone a nuestra disposición. De más está decir que, al ponernos a trabajar en
no importa cuál sea el texto acerca del cual se nos antoja producir claridad,
nosotros podremos hacer uso de cualquiera de estas ofertas, pero ojalá que
por esta vez lo hagamos evitando una recaída los deplorables episodios del
pasado reciente, cuando las neurosis puristas de algunos investigadores y
críticos latinoamericanos los hacían apegarse tan al pie de la letra al recetario
del almacén de ultramarinos respectivo que, cuando llegaba a generarse un
corto circuito en el mecanismo de la «trasferencia de tecnología», eso les pro-
vocaba un ataque de parálisis «científica» tan brutal e indomeñable que era
milagroso si lograban reponerse, y eso sin haber tenido la astucia suficiente
como para percatarse de que el recetario que les estaba sirviendo de biblia era
en sus lugares de origen bastante más laxo y efímero de lo que ellos creían.
Más papistas que el papa, nuestros predecesores de antaño produjeron
camisas de fuerza a granel, tanto a la (los de la) diestra como a la (los de la)
siniestra. Tratando de escapar del monstruo positivista y del monstruo im-
presionista (en nuestro país, en Chile, sólo a partir de los años cincuenta),
acabaron aferrándose a cuanto «modelo de análisis» se les cruzó por delante,
modelos que primero fueron españoles, después alemanes, más tarde france-
ses y por último norteamericanos, y los que le dieron patente de corso a un
tecnocratismo vulgar e inmaduro.
Por lo tanto, acaso lo peor que pudiera hacerse en la coyuntura crítica
por la que estamos hoy atravesando es asumir los varios ofrecimientos que
recién mencioné como el último capítulo dentro de esa poco airosa comedia.
Considerando la monserga repetida hasta la náusea durante este nuevo ciclo
en la historia del desarrollo imperialista, y me refiero ala monserga de la globa-
lización y sus efectos homogeneizantes, los que como es bien sabido acabarán
haciendo de todos nosotros personas altas, rubias y de ojos azules, ello no ten-
dría nada de raro. Pero no se trata de eso, aunque tampoco se trata de mudarse
hacia el lado opuesto dentro del abanico de las posibilidades de enunciación
que hoy se nos ponen por delante y de concluir que tales ofrecimientos teóricos
carecen de validez para nosotros los latinoamericanos, porque ellos nada tie-
nen que ver con «nuestra idiosincrasia», porque son «importaciones foráneas»,
«doctrinas ajenas a nuestra tradición», a «nuestro modo de vida» o, lo que es
aún más pecaminoso, a «nuestra esencia». En cambio de ese autoctonismo tan
evidentemente tosco, lo que tendríamos que intentar a mi juicio es asumir se-
mejantes constructos como los hitos de una reserva cultural disponible para
que los latinoamericanos hagamos con ella lo que nuestras necesidades, nues-
tro saber y nuestra perspicacia crítica nos dictan. Porque esa reserva cultural no
es otra que la de la modernidad de Occidente, un macrosistema de discursos
que son nuestros también, que no queremos que dejen de serlo y que tampoco es
posible que dejen de serlo, pero que no por eso se encuentran a salvo de la discusión,
de la censura e inclusive del rechazo cuando su utilización resulta ser de nuestra parte
el arbitrio más lúcido. En ese proceso calificador del patrimonio cultural que nos
envían desde afuera, el que como quiera que sea convendría darse cuenta de
que tampoco constituye un sistema estático e inconmovible, los intelectuales
latinoamericanos no sólo tenemos el derecho sino la obligación de participar.
No es cosa de producir así, en la hora en que estamos viviendo, un referente
cultural al que como a la figura mítica del ouróburos le basta para alimentarse
con los jugos que extrae de su propia cola. El mundo de hoy está constituido
por una trama de intercambios, y nosotros tendremos que hacernos partícipes
de esos intercambios, querámoslo o no. La historia actual es una historia de
flujos, de flujos materiales y flujos culturales, y nosotros vamos a tener que saber
funcionar en el marco de sus presupuestos, convirtiéndolos en nuestros, pero
con inteligencia y finura, de manera de hacer con ellos lo que mejor se adecue a
nuestros requerimientos, a veces aceptando y en otras rehusando sus atencio-
nes oficiosas y múltiples, y en esta segunda circunstancia en nombre no de
prejuicios que podrán ser todo lo honorables que se quiera pero que de nada
sirven a la hora de expresarnos con nuestras mejores razones.

Con lo que puedo hacerme cargo aquí también de la proposición de


los años sesenta de construir para América Latina una teoría de la literatura
propia. El proyecto es conocido, y su formulación más acabada pertenece a
Roberto Fernández Retamar, gran figura de nuestras letras, a quien yo con-
sidero mi camarada y mi amigo, por quien siento una admiración y un afec-
to sinceros, pero con quien me veo obligado a discrepar, al menos en lo que
dice relación con el área más cuestionable de su planteamiento: «Una teoría
de la Iiteratura es la teoría de una Iiteratura», escribió Fernández Retamar en
1972 162, subrayando él mismo la trascendencia que le atribuía al núcleo duro
que da forma a ese dictamen y desatando con ello un temporal retórico nues-
tramericanista que aún no amaina y que yo no creo que ni en sus peores
pesadillas él haya podido prever.
No obstante todas las salvaguardias que Fernández Retamar interpu-
so en el momento de redactarla, y que uno percibe a través de descargos tales
como el de que «tampoco es cuestión de partir absurdamente de cero e igno-
rar los vínculos que conservamos con la llamada tradición occidental, que es
también nuestra tradición, pero en relación con la cual debemos señalar nues-
tras diferencias específicas» 1 6 3, el gran problema en el planteamiento del poe-
ta y ensayista cubano no era el de su falsedad (que no hay tal) sino el de la
férrea cerrazón sobre sí mismo. El particularismo a ultranza que como hemos
visto aporta el hilo conductor de su argumento le otorgaba al usuario del
mismo todas las facilidades a las que éste podía aspirar con vistas a una trans-
formación del principio lógico de la necesidad en un equivalente espurio de
la suficiencia. De la mano de esa confusión ominosa nada costaba inferir que
cualquier teoría de la literatura no sólo es, siempre e inescapablemente, la
teoría de una literatura sino que es eso y nada más. De lo que a fortiori se deduce
o puede deducirse que las categorías críticas, las modalidades historiográfi-
cas y los criterios valóricos tienen que ser peculiares también. Eso, y no otra
cosa, es lo que a pesar de Fernández Retamar sacaron en limpio los impulsi-
vos de siempre y la cifra total de su balance fue la que tenía que ser: la teoría
de la literatura con la que los estudiosos y los críticos habíamos operado hasta
entonces en América Latina (o en Hispanoamérica, como escribe Fernández
Retamar...) era ni más ni menos que la teoría de un objeto radicalmente distin-
to al que crece en nuestras selvas y praderas y, en vez de seguirla utilizando,
lo que teníamos que hacer era deshacernos de ella a corto plazo, arrojándola
en el canasto de los papeles, si es que no en un sitio peor, y crear una teoría
nueva que se adecuase por fin a la edénica singularidad de lo nuestro.
Pues bien, la creencia de que la solución de nuestro problema crítico-
literario depende de las ilusiones separatistas del autoctonismo (y la creencia
de que la solución de todos nuestros problemas depende de las ilusiones sepa-
ratistas del autoctonismo) era entonces, cuando se puso sobre la mesa por
primera vez, errónea y hoy lo es mucho más, tan errónea en efecto como la
que presentemente nos comunica el bullado discurso de la marginalidad. Como
lo señaló Ángel Rama en su Transculturación narrativa en América Latina, la
respuesta latinoamericana a la presión «aculturante» no ha consistido, no
consiste y no puede consistir en la lucha por la mantención siempre idéntica a sí
misma de la cultura autóctona o vernácula. No sólo eso, sino que según
comprueba el mismo Rama, las más altas cotas de originalidad que son iden-
tificables en el desarrollo de la historia cultural de América Latina no han surgido
de otro sitio que de un esfuerzo «transculturador» (Fernando Ortiz dixit), me-
diante el cual, luego de la «desculturación parcial» que se produce en el
comienzo de cada oleada modernizadora y a través del ejercicio doble de la
«selectividad» y la «invención», la amenaza aculturante cambia de signo y se
transforma en el motor de una «neocultura». Es así como la embestida exterior
sobre los comportamientos, los hábitos y las instituciones ya existentes en nuestro
espacio comunitario no sólo no inhibe sino que despierta y desencadena dialéc-
ticamente potencialidades creadoras de las que las personas que se encuentran
involucradas en ese trance inestable no tenían noticia y que pueden ser y son
(es el caso de la narrativa de José María Arguedas, en el ejemplo específico que
Rama discute) la fuente generosa de un cambio legítimo'".
Según veo yo las cosas, sin embargo, la más grave implicación del falso
conflicto entre modernización (aculturación) y autoctonismo (o separatismo
o marginalismo) es que ninguno de los extremos que articulan esa trampa
binaria a nosotros nos abre la puerta para participar creativamente en los
debates por la hegemonía ideológica en el espacio mayor, unos debates que
sobre todo en la actualidad debieran importarnos tanto o más que los que se
libran en el espacio menor, pues de sus resultados depende que aquellos prin-
cipios y normas de los cuales nosotros habremos sido el punto de arranque y
por los cuales habremos bregado más tarde con voluntad y con celo lleguen a
incorporarse en el teatro de una cultura universal a cuyos desafíos no tene-
mos razón para restarnos. Por otra parte, el que hasta el momento en que yo
pergeño estas lineas una teoría diferente de la literatura hispanoamericana
(yo prefiero decir latinoamericana a estas alturas, y ya se ha visto que tampo-
co estoy dispuesto a hablar aún de una teoría de la literatura en sentido
estricto, sino que prefiero concentrarme hasta nuevo aviso en una hipótesis
preliminar en torno al texto y al discurso) no haya debutado todavía, y que
menos hayan debutado todavía los conceptos especiales que debieron
acompañarla en el despliegue de su trámite práctico, es un dato al que cabe
prestar atención. Aunque no pruebe nada por sí solo, ese dato pone en descu-
bierto las tremendas dificultades de la empresa, las que provienen no tanto
de su tamaño, que es desorbitado por demás, como, y esto sin ánimo de
ofender a nadie, de su redundancia. Menos que del nuestramericanismo mar-
tiano, al que me he referido en otra parte in extenso y que estimo legible de
una manera no tan primitiva, yo me atrevo a sugerir que el planteo que estoy
aquí considerando debe su inspiración al tercermundismo de hace tres déca-
das, a una plataforma ideológico-política que combinó contradictoriamente
el socialismo con el nacionalismo (o el regionalismo), la ortodoxia marxista
con el autoctonismo cultural. Era ése el fin de una era sin duda, el último
lapso en el que la diferencia latinoamericana iba a poder reivindicarse ape-
lando al socorro de esa clase de argumentos.
Hoy la coyuntura se ha movido y, aunque no hayamos renunciado a
nuestra pasión latinoamericana, al reclamo ardiente de nuestra diferencia, es
claro que el asumirla y el explicarla en ella misma, en su peculiaridad o su
diversidad, no debiera empujarnos a creer que con eso hemos descendido en
la escala de nuestras obligaciones téóricas hasta toparnos con el último ítem.
Tenemos que actuar de un modo distinto al de hace tres décadas entonces,
aun cuando de un modo que no es enteramente inédito. En tal sentido, yo estoy
seguro de que una mirada comparativa sobre algunos de los textos clásicos
del siglo XIX latinoamericano debiera ser aleccionante. Podríamos, por ejem-
plo, releer el latinoamericanismo de Martí, el ídolo del autoctonismo, a la luz
del latinoamericanismo de Bello, considerado por la historiografía oligárquica
chilena un intelectual conservador. Cuando leemos que Martí recomienda que
se injerte en nuestras repúblicas el mundo, pero que «el tronco ha de ser de
nuestras repúblicas» 765, es menester recordar que treinta años antes de que él
pronunciara esa sentencia preclara, en las páginas del «Discurso de instala-
ción de la Universidad de Chile» y respondiéndoles a los simplificadores de
su propia época, Bello declaraba que la universidad americana «toma presta-
das a Europa las deducciones de la ciencia», pero que «no confundirá las
aplicaciones prácticas con las manipulaciones de un empirismo ciego» y que «la
opinión de aquellos que creen que debemos recibir los resultados sintéticos de la
ilustración europea, dispensándonos del examen de sus títulos, dispensándonos
del proceder analítico, único medio de adquirir verdaderos conocimientos,
no encontrará muchos sufragios en la universidad» 166.
Yo no veo mayor contradicción entre estas dos posiciones. Es posible
que Bello ponga el acento en la «selectividad» mientras que Martí subraya la
«invención», como Ángel Rama lo hubiese descubierto complacido, pero am-
bos defienden nuestra diferencia con el mismo e intenso fervor con que la
defendieron Mariátegui, Neruda, Arguedas, Fernández Retamar y el propio
Rama. No menos importante es que ninguno de los nombrados se manifieste
dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva, cerrando los ojos a una reserva sim-
bólica que ha acompañado a nuestras culturas desde hace ya cinco siglos y de
la que no conviene ni es posible desprenderse. La posición que amerita
nuestra confianza es pues una sola, de sus altos propósitos poseemos antece-
dentes luminosos en la historia cultural de América Latina y ellos deben
servirnos de inspiración. Creo que sólo cuando estemos listos para hacer que
esa historia nos pertenezca de veras, a través del legado de todos los que la
representan con profundidad y grandeza, será cuando habremos salido ver-
daderamente del subdesarrollo y cuando los «modelos de análisis» del
discurso, del texto y a Io mejor de nuevo de la literatura, que como sabemos nos
llegan desde afuera periódicamente, empezarán a ser lo que siempre tuvieron
que ser: herramientas que se juntan con las que en América hemos estado
produciendo por nuestra propia cuenta, para que en su conjunto nos sirvan
ellas a nosotros y no nosotros a ellas.
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Índice

Prólogo 7

Tesis uno
La especificidad de los textos literarios con respecto a otros textos,
Io que nuestros mayores llamaban la "literariedad" o la "literatu-
ridad" de la escritura es hoy dudosa... 9

Tesis dos
En vez de hablar de creaciones literarias o de hacernos cómplices
de cualquier otro sinónimo no menos cuestionado que ése, a mí me
parece que pudiera ser una mejor táctica y, por lo tanto, una medida
que nos resulte al menos temporalmente útil, hablar de textos y
discursos sin más... 23

Tesis tres
Así corno los discursos que encontramos en un texto se relacionan
entre eIIos, ellos se relacionan también con otros discursos que se
pueden encontrar en otros textos... 43

Tesis cuatro
Las relaciones entre discursos pueden ser de complicidad, cuando los
discursos que habitan un texto colaboran; de coexistencia pacifica, cuan-
do solamente se toleran; o de contradicción, cuando hay conflicto
entre ellos... 61

Tesis cinco
Hablar de la existencia de modos discursivos ejemplares equivale a
hablar de la existencia de un repertorio de virtualidades de forma y
contenido que se hallan disponibles en la historia de antemano, que
Ios autores y los lectores identifican primero, en las cuales se edu-
can después y que por fin pueden/logran operativizar durante la
performance de las actividades que según ellos entienden son las
que mejor se adecuan a sus posiciones dialógicas respectivas en
relación con cualesquiera que sean los textos del caso... 73

Tesis seis
Además de relacionarse con el nuestro, con el que a nosotros nos
preocupa prioritariamente, los discursos "exteriores" a aquel al que
nos estamos refiriendo son con él, él es con ellos, ellos son (también)
parte de su texto. De lo que resulta una tesis que se pronuncia a
favor no sólo de la conveniencia sino de la inevitabilidad de una
crítica intertextual... 85

Tesis siete
Todo discurso es la representación semiótica de una ideología, enten-
dida ésta a la manera althusseriana, como la experiencia misma, como
"lo vivido". Tampoco resulta improbable y no tendría que producir en
nosotros un rechazo fulminante el que, como predica Foucault, a la
experiencia (o sea, a la ideología) nosotros no podamos vivirla si no es
en la efectividad de sus discursos... 99

Tesis ocho
Los discursos que son objeto de nuestra atención crítica pueden
volcarse, y se vuelcan, en continentes textuales de distinta factura
semiótica... 111

Tesis nueve
[Debido a todo lo anterior] no tiene nada de raro que la clarinada
del día sean los estudios culturales. O, como también escribe Culler,
"Los estudios culturales son la práctica de la cual lo que llamamos
la 'teoría' para abreviar es la teoría"... 125

Tesis diez
[Pero] cualesquiera hayan sido y sean los grandes excluidos de la com-
partimentalización de la experiencia y el saber que se produjo a través
de la constitución de las distintas prácticas intelectuales durante los
trescientos o más años que se prolonga ya la historia de la modernidad
y cualesquiera sean Ios efectos de enrarecimiento que ello provocó en
eI campo de las actividades estéticas, no se puede negar que esa com-
partimentalización ha sido también el origen de algunos servicios
estimables, que contrapesan sus deficiencias decorosamente y, lo que
es más importante, tampoco se puede negar que la misma constituye
una precondición no sólo para el mejoramiento de esta sociedad en la
que ahora vivimos, sino incluso para la aparición de cualquier pro-
yecto de sociedad futura ... 139
Bibliografía 151

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