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Revista Número Cero Editorial Almadía Proveedora Escolar

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Mario Jursich Juárez, Oaxaca · Oficinas en Av. Independencia 1001, cp 68000. Col. Centro, Oaxaca
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Koulsy Lamko responsable: Guadalupe Nettel · Número de Certificado de Reserva otorgado por
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Guillermo Quijas por: Publicaciones Digitales S. A., con domicilio en Calzada Chabacano número
69, planta alta, Colonia Asturias, cp 06850, México, df. Fecha de terminación
de la impresión: febrero de 2010 · ISSN: en trámite.
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Fondo Editorial Ventura A.C. y el programa de Coinversiones del Fondo
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Gerardo Rodríguez Canales “Geroca” Revista Número Cero y sus editores.
HORA CERO
La enfermedad, su aceptación o la lucha contra ella, es uno de los temas
que más han dado qué decir a los escritores de todos los tiempos. Es bien
sabido que Thomas Mann, Hölderling, Pierre Michon, Antonin Artaud,
escribieron parte importante de su obra en sanatorios. Sin la presencia
constante de la migraña en sus vidas, ¿la obra de Virginia Woolf, Marcel
Proust o Lewis Carrol habría sido la misma? Esto es lo que se pregunta
Geneviéve Letartre en un ensayo inteligente y con gran de sentido del
humor en donde ella misma se reconoce como víctima de este padeci-
miento. En su quinta edición, Número 0 ha querido poner el dedo en la
llaga y escudriñar las supuraciones de nuestra sociedad. Aunque hemos
querido rendir homenaje a grandes clásicos como el ensayo de Susan
Sontag, La enfermedad y sus metáforas, casi todas las páginas que usted
encontrará aquí están dedicadas a los malestares de este nuevo siglo.
Vivian Abenshushan apunta con toda razón que una de las caracte-
rísticas de nuestra existencia es que, de tan ocupados y absortos que
vamos por el mundo, ya no nos queda tiempo para vivir. “En un par de
siglos, la velocidad se ha convertido en el gran absoluto alrededor del
cual se organiza todo el sistema, desde las teorías científicas hasta la
vida cotidiana, el trabajo, la educación, la comida, los sentimientos”. En
ese mismo sentido, Michel Houellebecq hace el elogio de la acción len-
ta en una larga entrevista que le hizo el escritor francés Marin de Viry y
enfatiza dos de los males mayores de su generación: el ansia por lo no-
vedoso y el hecho de no saber aceptar la vejez.
También la anorexia, la mitomanía, la gula, el alcoholismo y la obsesión
por el trabajo encuentran aquí un medio de expresión. Aunque el pano-
rama puede ser a primera vista desalentador, hay una gran ganadora en
todo esto y se trata de la literatura. Al menos eso es lo que se deduce del
diálogo que, en la sección A dos tintas, sostuvieron el escritor cubano
Pedro Juan Gutiérrez y Guillermo Arriaga, narrador y guionista mexica-
no, quienes consideran a las patologías –sobre todo las que determina-
ron nuestra infancia– como el origen de toda creación literaria. “Hay que
coger al lector por el pescuezo, nos dice Gutiérrez, y sumergirlo en la mier-
da social, en los basureros de la ciudad...” Sólo si conocemos el mundo en
el que vivimos podremos elegirlo o decidir de una vez por todas cam-
biar el rumbo de las cosas.
CONTENIDO

Ensayo Poesía Cuento A dos tintas

NOTAS CASI once POEMAS MOSCAS DIÁLOGO ENTRE


RÁPIDAS SOBRE José Eugenio Sánchez Bernardo Esquinca PEDRO JUAN
LOS ENFERMOS 43 58 GUTIÉRREZ
DE VELOCIDAD Y GUILLERMO
Vivian Abenshushan LA RODILLA EL SANTO VS. LOS ARRIAGA
6 POR MIRILLA SECUESTRADORES 87
Yael Weiss Gabriela Alemán
LA MIGRAÑA, 55 65
EL MERCK Y YO
Geneviève Letarte TRES FÁBULAS
19 MARRANAS
Julián Herbert
LA PATOLOGÍA ES 73
un CUENTO
Gloria Dada y UN PEQUEÑO CAMBIO
Victoria Compañ Vera Giaconi
37 79
Crónica En la mira Bazar Librero

MIS HOSPITALES ELOGIO DE LA una tarde EL MISTERIO DEL


FAVORITOS ACCIÓN LENTA compro un libro PRÓjIMO
Antonio Cisneros Marin de Viry Martín Kohan Luis Manuel
100 entrevista a Michel 112 Hernández Amador
Houellebecq 119
105 SUDORES DE
HIPOCONDRIACO El brillo de la
Luigi Amara creación
113 Daniela Tarazona
121
LA FURIA
DE LOS CANGREJOS De eros a €®O$
Ave Barrera David Horacio
114 Colmenares
123
DÍA MUNDIAL DE
LA PROCASTINACIÓN RETÓRICA QUE MATA
Eloísa Alcaraz Petra Sophia
116 126

Gabriela no es Bios
guapa pero cuando 128
la conoces te
parece lindA
Gabriela Wiener
116
ENSAYO

Vivian Abenshushan

NOTAS CASI RÁPIDAS


SOBRE LOS ENFERMOS DE VELOCIDAD

¿Y quién podría decirnos si no comenzaremos a can-


sarnos un buen día hasta de la propia velocidad?
Valery Larbaud

En 1849, Thomas de Quincey fue el primer europeo que describió, en un relato sor-
prendente por su lucidez anticipatoria, el carácter paradójico de la velocidad, esa
belleza trágica desprendida de movimiento autónomo, ajeno al esfuerzo del pro-
pio cuerpo, hacia el que conducían los anhelos del hombre desde la invención de la
rueda. “Uno de los mayores placeres de la vida es viajar en una carroza que corre a
toda marcha”, había dicho el Doctor Johnson en pleno siglo xviii, un elogio que resu-
me la aspiración de aquellos hombres que intentaban abreviar las distancias y los
días, acercándose (y entonces lo hacían tan lentamente) a la fugacidad del rayo,
aunque en el camino tomaran pocas precauciones. Un siglo después, De Quincey se
adhirió a la celebración de la velocidad, pero al mirar por primera vez desde el pes-
cante intuyó (“en un relámpago de terrible intuición simultánea”) que se trataba de
un placer ominoso, en cuyo fondo se asomaba la posibilidad de que el viaje acabara
mal, entre vehículos estrellados, ruedas y piernas retorcidas, en medio de una in-
comprensible confusión. Al fondo de la velocidad acechaba la muerte súbita.

6 * * *

Como ya lo había hecho antes con el tema del asesinato o con la belleza pura (ajena
a la moral) del incendio y los efectos del láudano, lo primero que advirtió De Quin-
cey frente a la llegada del mail-coach fue el acontecimiento estético, esos “grandio-
sos efectos visuales logrados entre la luz del coche y la oscuridad de los caminos
solitarios”, esa “gloria del movimiento” asociada a la sucesión de sus imágenes noc-
turnas. De Quincey amaba la amplitud de perspectivas que adquiría el mundo visto
desde el techo del vehículo y también la superposición de imágenes, la rapidez con
que se trasmitían las victorias de Waterloo y ese modo de mirar las horas pasar
desde la ventanilla. El movimiento del que permanece inmóvil, eso debió entusias-
marlo enormemente: la forma en que la quietud del interior era envuelta por un
escenario vertiginoso, exactamente como sucedía al comedor de opio con sus en-
sueños. He aquí cómo la velocidad (incluso aquella velocidad de once millas por
segundo que hoy nos parece ridícula) era ya percepción alterada del mundo, aluci-
nación instantánea (y sin síndrome de abstinencia) que había llegado para ampliar
las dimensiones de la ilusión. “El único vicio nuevo”, lo llamaría al cambio de siglo
Paul Morand, amante de los desplazamientos y los viajes con motor.

* * *
ENSAYO

Antes de que lo hiciera el cine, De Quincey inventó el artificio de la cámara lenta.


Después de todo, El coche correo inglés no es sino el relato obsesivo de un accidente
suspendido en el tiempo: el momento en que un coche, en el que viaja De Quincey,
está a punto de provocar la muerte de una joven pareja que marcha distraídamente
en un calesín. El hecho inevitable de la catástrofe tuvo un efecto tan brutal en la
imaginación siempre excitable de De Quincey –una imaginación que, además de
ser la mayor de sus facultades, se había robustecido de manera dramática gracias a
su afición al opio–, que tuvo una secuela de pesadillas durante varios meses, como si
algo en el fondo de su cerebro necesitara repeticiones continuas, y en ralenti, de aquel
momento impenetrable. Aunque elogiara la velocidad, De Quincey fue sobre todo
un habitante de la lentitud, la constelación del opiómano donde las horas pasan sin
pasar, pero también la estancia del escritor absorto, ajeno a los dictados del reloj.
Hombre de otro tiempo, aún no se adaptaba al vértigo de las grandes ciudades in-
dustriales: el opio y la escritura eran su defensa. Y su narración en cámara lenta,
atravesada por el ritmo vegetal del opio, es ya una crítica al exceso de velocidad.
7
* * *

No es casual que el siglo xix fuera simultáneamente el siglo de la revolución indus-


trial y la era de los grandes opiófagos. La llegada de la máquina cumplía los ideales
de la industrialización, producir más en menos tiempo, pero pronto dejó el confina-
miento de las fábricas para montar en cadena los ritmos de la vida urbana. En un
parpadeo, el torbellino de las ciudades sepultaba las costumbres que habían preva-
lecido durante siglos. La experiencia era vertiginosa, excitante, y al mismo tiempo
producía una alteración profunda, una incurable ansiedad. Tedio, desasosiego, spleen.
“El opio domesticado endulzará el dolor de las ciudades”, ese era el remedio que so-
ñaba De Quincey para los primeros enfermos de velocidad, una desintoxicación de
la realidad por vía de una intoxicación contraria: permanecer inmóvil en la cama,
entregarse a la vida contemplativa, renunciar a los horarios de una vida regida por
la producción.

* * *

De Quincey entendió muy pronto que la velocidad era una forma de mirar que exce-
día a la mirada humana. A ella se llegaba siempre demasiado tarde, como si la realidad
a toda marcha fuera inalcanzable y nunca se le pudiera arrojar la sonda del pensa-
miento. No había modo de armonizar la rapidez del accidente y la asimilación de la
experiencia, la lectura de los acontecimientos. Cuando De Quincey advierte la dificul-
tad insuperable de ver las cosas a través de las barreras de la velocidad, decide volver
al observatorio extraordinariamente más atento de la escritura, la única fuerza capaz
de manipular el instante y estudiarlo de cerca, como a un pájaro disecado en pleno
vuelo. Así se alivia el alma del shock de la velocidad. En su narración, la catástrofe pro-
gresa con un ritmo lentísimo, opuesto al de su violencia súbita, como si De Quincey
quisiera meterse en los personajes del calesín hasta hacerlos desprender su agonía.

* * *

“Entre ellos y la eternidad, para todo cálculo humano, no hay más que un minuto y
medio”. Conozco pocas frases más bellas y escalofriantes sobre la naturaleza del
accidente, ese minuto y medio amplificado en la narración de De Quincey antes de
que la muerte apareciera, de pronto, incontestable. Se trata de una frase que anti-
8 cipa aquella otra que recuerdo ahora, escrita en pleno imperio de la velocidad, el
siglo xx, por otro adorador del opio y sus propiedades para estirar el tiempo, Jean
Cocteau: “Un accidente de automóvil, una catástrofe de ferrocarril, son las obras de
arte de lo inesperado. ¡Si pudiéramos ver en ralenti cómo velocidad e inmovilidad
tuercen el hierro con dedos de modista!”.

* * *

Mirar en ralenti, detener la velocidad. Tal vez, como ha escrito el filósofo y urbanista
Paul Virilio, el proceso de aceleración del mundo sea irreversible, pero no por eso
debemos renunciar a pensar en él. Virilio mismo propuso, no hace mucho tiempo,
la creación de una nueva ciencia, la dromología, dedicada al estudio y análisis de la
velocidad, es decir, a la comprensión del trance descomunal en el que estamos me-
tidos desde que el Doctor Johnson comenzó a correr a toda marcha en su carroza.
La tarea parece no sólo fundamental sino urgentísima, como sucede con todo en
esta época ultrarrápida, pues estamos ya muy cerca de no darle alcance a esa no-
ción fugitiva (no olvidemos que hoy las telecomunicaciones utilizan la velocidad de la
luz, que es insuperable) para reflexionar sobre ella, cosa que, como intuía De Quincey,
toma su tiempo.

* * *

NOTAS CASI RÁPIDAS SOBRE LOS ENFERMOS DE VELOCIDAD


Vivian Abenshushan
ENSAYO

“Hemos de tener tiempo si es que queremos entretenernos con relojes”, escribió Ernst
Jünger en su hermoso libro consagrado al reloj de arena, el único tipo de reloj que
toleraba en su estudio, precisamente porque nada tenía que ver con el molesto tic
tac de un mundo demasiado ajetreado y demandante. El tempo del reloj de arena es,
para Jünger, la representación de nuestro tiempo más íntimo, un tiempo que está
“vivo no sólo en nuestros días de infancia, de vacación o de jardín, sino vivo en las
profundidades de nuestro ser, allá en lo hondo de él”. Es el tiempo que pasa el hom-
bre en su ocio o entregado a las tareas del espíritu, como sucede en aquel grabado
de Durero, San Jerónimo en su celda, que muestra al santo absorto en sus pensamientos
mientras a sus espaldas lo custodia, sin interrumpirlo, un reloj de arena. Se necesita
tiempo para pensar, nos dice Jünger, y su libro no es otra cosa que una dilatada re-
flexión, no exenta de melancolía, sobre la pérdida de la facultad de pensar, una pér-
dida asociada a la constante premura de la civilización mecanizada. “Quien vive
completamente inmerso en este orgulloso mundo nuestro de titanes, en sus goces,
sus ritmos, sus peligros, podrá llegar a realizar grandes cosas en él, pero lo que no
podrá hacer es criticarlo”. 9

* * *

Parece que deberíamos emprender cuanto antes ese estudio de la velocidad, como
propone Virilio, o el día menos pensado la realidad se extinguirá frente a nuestras
narices por exceso de velocidad, como ya sucede con buena parte de nuestra exis-
tencia que consiste en ir de un lado a otro sin parar, o sea, sin tiempo para vivir. En
un par de siglos, la velocidad se ha convertido en el gran absoluto alrededor del cual
se organiza todo el sistema, desde las teorías científicas hasta la vida cotidiana, el
trabajo, la educación, la comida, los sentimientos. El ritmo de la ciudad global, con
su horario 24/7 (a todas horas, todos los días), nunca se interrumpe. Durante la no-
che, mientras América duerme, las redes cibernéticas siguen dictando su mensaje
desde el otro lado del mundo y, al despertar, la secretaria del departamento de fac-
turación encontrará su bandeja de entrada con toneladas de correos electrónicos
por responder, es decir, de trabajo acumulado. No es extraño que hoy el tiempo se
haya encogido pavorosamente y la humanidad entera sienta que el día no le alcan-
za, que su ritmo, un ritmo demasiado humano, ya no corresponde a las exigencias
de una realidad dominada por el ímpetu de la máquina y ordenada bajo la cadencia
insensata del stock exchange. “¡No tengo tiempo para nada!”, he aquí el grito general
de un planeta enfermo de velocidad.
* * *

“Buscábamos el arte elemental de curar al hombre del frenesí de los tiempos”, eso
era lo que querían Jean Arp y los artistas de dadá al despegar el siglo xx, un siglo que
emplearía como ningún otro la fuerza de la velocidad no sólo para democratizar el
confort, sino para arrebatárselo al mundo rápidamente, gracias a la capacidad des-
tructiva de la Gran Guerra, esa violencia multiplicada por radares, bayonetas y avio-
nes, un arsenal ultra veloz que exiliaba al hombre de la vida, como lo hizo con Arp,
quien muy pronto huyó a Zürich, una ciudad pequeña y lenta y ajena a la guerra,
donde armaría un gran escándalo, y una revolución estética (una forma, decía, “de
restaurar el equilibrio entre cielo e infierno”), junto con sus amigos de protesta que
disolvieron las fronteras entre los lenguajes para darle un dinamismo, hasta enton-
ces desconocido, a la literatura y el arte, un dinamismo violento y explosivo como el
de “los émbolos ansiosos y el carbón que se quema”.

10 * * *

Hoy, como hace cien años, la dinámica de la aceleración sigue exiliando al hombre
de sí mismo, y hasta de la misma velocidad: ¿cómo no imaginar la decepción que su-
friría Marinetti en estos días, asomado desde su fulgurante auto inmóvil hacia el trá-
fico que paraliza a las ciudades? La velocidad que celebraban los futuristas nos parece
sin duda menos atractiva que entonces, tal vez porque ha dejado de ser un medio a
nuestro servicio para convertirnos en sirvientes. Eso hemos llegado a ser, los fogo-
neros agotados de la insolente rapidez. “Lo que hay en mí es sobre todo cansancio / un
supremísimo cansancio / ísimo, ísimo, ísimo, cansancio”, escribió Álvaro de Campos,
la encarnación del nuevo hombre con ojeras. “Yo, lleno de todos los cansancios... el
cansancio anticipado e infinito / el cansancio de mundos por coger un tranvía”. Como
valor supremo de una nueva economía desbocada, con sus autopistas, superpuer-
tos, túneles, macroaeropuertos, trenes-de-alta-velocidad reventando en todas las
direcciones a 300 km/h, la celeridad abstracta y loca ha perdido su dimensión hu-
mana y el hombre está fuera de su ritmo. Las avenidas se van poblando así de som-
bras nerviosas, hombres de pies cansados y semblantes aturdidos que han perdido
su rumbo y ya no quieren continuar. La era de la revolución del microchip se ha con-
vertido también en la era de los hombres exhaustos.

* * *

NOTAS CASI RÁPIDAS SOBRE LOS ENFERMOS DE VELOCIDAD


Vivian Abenshushan
ENSAYO

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Amilcar Rivera
Me he enterado recientemente de que al vocabulario de nuestros malestares se ha
agregado un nuevo término: time-sickness, la percepción obsesiva de que el tiempo
se desvanece, las horas extra ya no bastan y es necesario pedalear cada vez más
rápido para seguir (no se sabe hacia dónde, no se sabe por qué). Un nuevo mal para
este milenio lleno de males nuevos, que podría llamarse también Síndrome del Co-
nejo Blanco o Síndrome de Benjamin (en honor a Franklin, ese hombre infatigable y
presuroso, que además de haber sido uno de los padres de Estados Unidos, inventó
el pararrayos, negoció tratados con las confederaciones indias, formó una milicia
para construir fuertes fronterizos, fundó la primera compañía de seguros, el primer
cuerpo de bomberos y el primer periódico independiente y dibujó la primera carica-
tura política de su país, y después de todo eso aún le quedó tiempo, tal vez porque
dormía menos de seis horas diarias y vivía bajo un horario estrictamente regla-
mentado, de configurar la ética del trabajo que dominaría al mundo por los siglos
venideros, en libros como The Way to Wealth, donde apuntó: “¡Pero cuánto tiempo
desperdiciamos en dormir!”) En fin, no es extraño que en Estados Unidos, la patria
12 de la velocidad, el malestar del cronómetro se haya convertido en pandemia, según
las estadísticas proporcionadas por el doctor Larry Dossey, quien acuñó el término
time-sickness en 1982, después de haber padecido él mismo los efectos de nuestro
orgulloso mundo de titanes. Ahora la pandemia se extiende no sólo en Occidente,
sino en países orientales que habían vivido históricamente bajo la sabia filosofía de
la holganza, como China. En la medida en que la sofisticación tecnológica y la eco-
nomía global se han vuelto inescapables no hay fábrica u oficina en Taipei o Banga-
lore que no se haya contagiado finalmente de la angustia del tic tac. Faxes, celulares,
alarmas digitales, bippers, ringers, timers, esta es la imparable producción de artefac-
tos que no dejan de invitarnos a orar: “¡Oh, Dios mío, voy a llegar tarde!”, esa nueva
Liturgia de las Horas.

* * *

Hay una angustia de la velocidad que consiste en la renuncia radical al goce autén-
tico de la vida. Si bajo la estructura de la jornada de trabajo el tiempo ya no nos
pertenece sino que le pertenecemos a él, cuánto peor si esa jornada se prolonga
indefinidamente y nos sigue a todas partes con trabajo que se lleva a casa, notas
que se toman durante el viaje, llamadas que no cesan a la hora de comer. La angus-
tia de la velocidad es sacrificio del tiempo propio (el tiempo del sueño y la conversa-
ción, del amor y el cuerpo, de la contemplación y de todo lo que sirve al placer de la

NOTAS CASI RÁPIDAS SOBRE LOS ENFERMOS DE VELOCIDAD


Vivian Abenshushan
ENSAYO

gente libre), por tiempo ganado (el tiempo de los negocios). Ahorrar tiempo es ganar
tiempo, y si el tiempo es oro, el que lo ahorra y lo gana se enriquece. Y dado que
nuestra época ha obedecido como nunca a la exhortación de hacer dinero, se con-
sidera legítimo y hasta admirable desaparecer la sobremesa y convertir el restau-
rante en extensión de la oficina. Rendir a tope, eso es la velocidad. Dejar la siesta.
¿Quién entre los nuevos ascetas entregados a la sagrada causa laboral se opondría
hoy a una nueva reforma: la abolición del domingo?

* * *

Es la hora de las grandes impaciencias, de los desquiciamientos prematuros. Y el día


menos pensado, llega, implacable, el burnout: el cansancio de todos los cansancios, el
último cansancio, después del cual sólo queda un gran vacío. Ningún afán ya, las ma-
nos ya no toman nada. Suena el teléfono, nadie responde. El burnout es la postración
de un sistema nervioso exhausto, una resaca por sobredosis de eficiencia. Síndro-
me de Agotamiento Profesional. Sus efectos están más allá de la fatiga física, los do- 13
lores de cabeza, las úlceras, los insomnios, las irritabilidades. El burnout es el preludio
de la muerte del espíritu, el alto precio que pagan los soldados del deber, fustigados
por un reloj tiránico (cada vez más horas, cada vez más rápido, “casi bien no es sufi-
ciente”). El cuerpo cansado es un cuerpo que se rebela, un cuerpo que ha hecho el
paro y defiende su derecho natural a reposar. A través del agotamiento, el tiempo
biológico intenta imponerle un compás distinto al hombre del tiempo frenético; le
dice: “Detente...” Pero el burnout es una alarma tocada a destiempo, cuando el corre-
dor ya se ha desfondado, se ha deshumanizado hasta convertirse en un autómata, un
extraño de sí mismo. Lo que sigue parece más bien un freno inútil, un freno después
de la catástrofe. Ansiolíticos para ralentizar un cuerpo inerte. Y entonces los médicos
aconsejan una “cura de reposo” que devuelva la vida al paciente: conversar con los ami-
gos, ir al cine, beber una copa de vino de vez en cuando, jugar con los hijos, ensayar una
nueva gimnasia amorosa, apagar el celular. Como han dejado de ser hombres, los
soldados de la eficiencia requieren que sean otros quienes les recuerden que lo son.

* * *

Algo semejante advirtió Séneca sobre el hombre ocupado, un personaje anómalo en


la cultura latina: “¡Pensar que existe gente que tiene que confiar en otro para saber
si está sentada! Un hombre así no es un ocioso, hay que darle otro nombre: es un
Amilcar Rivera
ENSAYO

enfermo, más aún, es un muerto. Es ocioso aquel que tiene la sensación de su propio
ocio. Y vivo a medias el que necesita un indicio para darse cuenta de los hábitos de
su propio cuerpo. ¿Cómo puede éste ser dueño de tiempo alguno?” .

* * *

De Quincey intuyó que la velocidad se convertiría en la reina de la muerte súbita,


cuya variante laboral podría ser hoy el karoshi: hemorragias cerebrales, trombosis,
infartos del miocardio, el colapso repentino del cuerpo provocado por exceso de
trabajo, un ir más allá de las propias facultades, meter el acelerador a fondo hasta
hacer estallar los pistones del corazón. En 1969, en Japón, el monstruo asiático del
control de calidad, un empleado de veintinueve años que trabajaba horas extra en
una compañía periodística falleció a causa de un infarto. Se trataba del primer caso
conocido de karoshi después del cual no han dejado de producirse a todas horas (las
estadísticas del ministerio japonés del trabajo reportan diez mil muertes al año). Leo
en una página de Internet dedicada a la defensa de las víctimas de karoshi la histo- 15
ria del señor Yagi, un hombre que trabajaba catorce horas diarias y gastaba tres
horas y media en el tren para ir y volver de la oficina. Murió a los cuarenta y tres años;
en su diario personal escribió: “Al menos los esclavos tenían tiempo para comer con
sus familias”.

* * *

Un mundo que sólo vive para trabajar y trabaja hasta morir es un mundo de dispép-
ticos que se prepara para transformarse en un mundo de semi dementes. Con todo
ese rigor a marchas forzadas sólo se ha logrado que la vida ya no merezca ser vivida.
En Japón, al número de muertes causadas por exceso de trabajo se suma el número
de suicidios originados por su carencia. Durante su recorrido anual por los bosques de
Aokigahara, a fines del año pasado, la policía japonesa encontró setenta y tres cadá-
veres, la mayoría de jóvenes que se quitaron la vida porque no encontraban empleo
o habían sido despedidos. Las presiones que ejerce hoy la idea de la máxima produc-
ción (a mayor velocidad y con el menor costo) han obligado a las grandes empresas
a hacer recortes de personal y sobrecargar de tareas al señor Yagi, para ajustarse a
los costos internacionales. Y así, los que trabajan lo hacen bajo condiciones de pre-
sión inaceptables que soportan –dispuestos incluso a desfallecer– sólo por miedo
a perder la quincena, y los desempleados prefieren el suicidio a una vida vergonzan-
te (bajo la moral japonesa no hay peor oprobio que la imposibilidad de servir a la
sociedad).

* * *

Pienso en ese bosque de cadáveres al pie del majestuoso monte Fuji y recuerdo aque-
lla frase de Paul Morand: “La velocidad es una ruta sembrada de muertos, una sed per-
petua que nada sacia, un suplicio omitido por Dante”. Tal vez Aokigahara sea como
una fotografía ominosa, el emblema de un porvenir donde las aflicciones asociadas
a nuestro dinamismo sin fin se volverán habituales, si no crónicas. En los crepitantes
años veinte, Morand, que fue adorador de la velocidad hasta que empezó a amarla
un poco menos para intentar comprenderla mejor, se dio cuenta de que la velocidad
no siempre es un estimulante, sino también un deprimente “un ácido corrosivo, un
explosivo cuyo manejo es peligroso, capaz de hacer saltar, no sólo a nosotros mismos,
sino al universo entero, si no logramos conocerlo y defendernos”. Hay en la aceleración
16 algo irresistible y prohibido, decía Morand, una belleza trágica de incalculables conse-
cuencias, cuyo mayor peligro radica en que no tiene freno.

* * *

Por eso, junto al estudio de la velocidad que propone Virilio, sería oportuno que al-
guien se diera a la tarea de inventar una nueva máquina, la Máquina de la Lentitud,
un artefacto imposible, capaz de desacelerar el tiempo y de reconquistar las horas
de ocio, las caminatas morosas y sin rumbo fijo, las lecturas prolongadas en posi-
ción horizontal. Sería una máquina de dimensiones humanas que nos libraría al fin
del yugo de las máquinas y nos devolvería la posibilidad de meditar sobre este orgu-
lloso mundo de titanes (y sobre nosotros mismos). Tendría que ser un artefacto len-
to, torpe incluso, parecido a una bicicleta o un pesado molino donde la velocidad
sería finalmente domesticada. Al hacerla girar, la ciudad adoptaría un nuevo ritmo,
sin dejarse atropellar nunca más por la prisa y la fatiga extremas. Bajo su influjo li-
berador, el vaso de jugo duraría media hora y la gente aprendería a saborear el vino
en lentos sorbos, interrumpidos por deliciosas frases en la plática. Los restaurantes
de fast food permanecerían vacíos, y la gente se recostaría y se dejaría caer en suaves
sillones muy hondos. Los amigos aprenderían el arte de pasar toda una tarde en un
café y los lunes celebrarían la Carrera del Ciclista Más Lento, una prueba cuya única
finalidad, como en el aforismo de Wittgenstein (“en la carrera de la filosofía gana el

NOTAS CASI RÁPIDAS SOBRE LOS ENFERMOS DE VELOCIDAD


Vivian Abenshushan
ENSAYO

que puede correr más despacio”), sería llegar al último. Atentos a las minucias del
camino, los ciclistas rezagados se empeñarían en una proeza extravagante, coro-
narse en el pódium de la inmovilidad. Ninguno querría fatigarse, ni rebasar a sus
rivales; para estos atletas de la lentitud, la verdadera victoria consistiría en no cru-
zar la meta.

* * *

Quizás esa gran máquina, que imagino ahora con forma de reloj de arena, de donde
los acelerados saldrían sonrientes y andando en ralenti, ha existido desde que De Quin-
cey le puso pausa a la fatalidad, antes de dar un viraje equivocado sobre la carrete-
ra. Esa máquina de desaceleración, que hace avanzar al mundo en cámara lenta
hasta detenerse, es la escritura, donde el tiempo se vuelve elástico y parece incluso
que desaparece. Ahora que termino este ensayo, que se asemeja más bien a un in-
forme clínico, quiero pensar que la literatura tal vez no nos cure de la velocidad, salvo
momentáneamente (después de todo, para entrar en ella, es necesario bajar la mar- 17
cha), pero como escribir y leer son actividades que aún toman su tiempo, quizá pue-
dan ayudarnos a entender en qué nos estamos transformando y cuál es la dirección
imprevisible a la que nos va arrastrando el nanosegundo. “Lentitud, señal de ocio”, es-
cribió Valery Larbaud, “el viajero más lento” como lo ha llamado Enrique Vila-Matas,
quizá para contrastarlo con el andar sofocante de su amigo Paul Morand, que recorría
el mundo “como una nube que temiera llegar tarde a una tormenta”. Larbaud escri-
bió un ensayo sobre la lentitud que dedicó a Morand, que había escrito el suyo “De
la velocidad”, para insistir en la defensa de una existencia más pausada, como la que
llevaba su heterónimo, A.O. Barnabooth, poeta sin patria, ocioso y multimillonario,
que se daba el raro lujo de tener un tiempo propio. En aquel ensayo habla de un ex-
céntrico personaje que descubrió en una ciudad extranjera, un desertor de la veloci-
dad. Todas las noches, hacia las once y media, veía pasar desde su ventana un coche
silencioso, elegante y nuevo, que recorría la avenida tan suave y lentamente que pa-
recía a punto de descomponerse. Se trataba del coche del rey, el único hombre que
podía pagarse el lujo de tal lentitud.
Pienso a veces que la literatura podría ser ese vehículo silencioso y lento, recorrien-
do las avenidas de la noche a contracorriente, un vehículo quizá menos aristocrático,
más a la alcance de todo el mundo, un vehículo portátil y remiso.
* * *

¿Quiénes son hoy los únicos que no tienen prisa? Los vagabundos, los juerguistas,
los desocupados y los niños, que son los emperadores del tiempo verdaderamente
libre, ese tiempo que no ha entrado en la sala oscura de los interrogatorios. Todos
ellos se encuentran en posesión de su tiempo y mientras juegan o caminan despacio
hacia ningún lado no hay segundero que les recuerde la hora. Entre ellos se encuen-
tran también los perezosos, los que abandonan la tarea, los que desertan. La pereza
es eso, “una estrategia subjetiva para burlarse de las coacciones del reloj” (Barthes).
El perezoso es, según la etimología latina, un hombre lento. Alguien que desafía de
manera indirecta el dogma unificado de la prontitud, un rebelde pasivo: hace las co-
sas, es cierto, pero mal y con demora.

* * *

18 Diógenes celebraba el noble arte de dejar las cosas sin hacer. Nadie más digno de
admiración, decía, que el que iba a hacerse a la mar y no zarpaba, el que se disponía
a casarse y no se casaba, los que estaban preparados para aconsejar a los poderosos
y no se acercaban a ellos. Hace tiempo que persigo el rastro de esos pocos hombres de
paso lento e indeciso, esos prófugos de la acción. Me gusta imaginarlos detenidos
súbitamente en medio de todo, como si fueran los actores de una película inconclu-
sa, una película a la que se ha puesto pausa para siempre. Y hace tiempo también
que he querido escribir un relato sobre ellos. Sería el relato de un grupo anónimo de
meseras, cajeros, vendedores de seguros, editores de periódico, que el día menos
pensado, al salir a la calle a comprar cigarros para luego volver a la brega, simple-
mente no regresan y se quedan parados, inmóviles, en medio del frenesí caótico del
mundo. Una conjura de ciudadanos anónimos detenidos en las esquinas, contem-
plando el cielo, mientras el ajetreo de las avenidas y los automóviles les pasa de
lado. Algún día escribiré ese cuento, pero no llevo prisa: hace tiempo que arrojé mi
reloj al basurero.

NOTAS CASI RÁPIDAS SOBRE LOS ENFERMOS DE VELOCIDAD


Vivian Abenshushan
ENSAYO

Geneviève Letarte
Traducción de Yael Weiss

LA MIGRAÑA, EL MERCK Y YO

Hoy en la mañana, por enésima vez en dos meses, me desperté con una migraña
espantosa. Automáticamente tendí el brazo hacia la mesa de noche donde estaba
mi Imitrex y me tomé un comprimido con un trago de agua. Me recosté de inmedia-
to, agotada y con náuseas, pero con la confianza de que la medicina surtirá efecto y
que en unas cuantas horas podré dedicarme a mis faenas como siempre. Este reme-
dio es muy eficiente, y aunque a veces suceda que la migraña reincida y que tenga
que tomarme una segunda tableta, puedo decir que desde que lo descubrí mi vida
cambió. Si bien aún no logro prevenir mis migrañas, por lo menos sé que, en situa-
ción de crisis, me puede salvar.
El síntoma principal de la migraña, en mi caso, es un dolor vascular intenso, del
lado derecho de la cabeza, acompañado con náuseas. Por lo general anunciado por
una sensación de presión en el ojo y una sensibilidad extrema del cuero cabelludo,
el dolor cobra amplitud rápidamente hasta volverse insoportable; sin embargo su
alcance se extiende más allá de esta zona precisa de mi cuerpo y muy pronto me
sumerge en un estado de debilidad generalizado, por no decir de melancolía y des-
amparo, que parece empeñado en separarme del mundo y aislarme en una burbuja 19
de sufrimiento y extravío, obligándome a marcar un alto y observarme a mí misma
como a un conejillo de Indias, un animalito del que sigo las huellas en busca de indi-
cios que me revelen el origen del mal. El dolor que despunta insidiosamente detrás
de mi ojo derecho para apoderarse de toda la cavidad orbital, como un guante de
béisbol que prensa la pelota, y que enseguida baja a lo largo del nervio trigémino
hasta el hombro, ese dolor, incluso cuando ha desaparecido gracias a la rápida acción
del Imitrex, me provoca, inevitablemente, una especie de depresión, abre un agujero
al que parecen acudir todos mis pensamientos negativos y mórbidos, como el senti-
miento de fracaso y la tristeza inconmensurable que me invaden, como si mi cuerpo
quisiera impugnarme rebajándome así, cobrarme un error fatal que habría cometi-
do y que, al parecer, todavía no he expiado.
Hay que reconocerle a la ciencia el mérito de sus descubrimientos, y me pondría
con gusto de rodillas frente al inventor de los triptanes (categoría de medicamen-
tos anti-migraña cuyo efecto es el de constreñir los vasos sanguíneos dilatados du-
rante una crisis), pero eso no quita que además de sufrir de dolores de cabeza, sufro
de no saber de dónde vienen, ni por qué surgen en tal o cual momento, y no en otro.
Porque la migraña, aunque banal, es un padecimiento misterioso. Mucha gente su-
fre de migraña (un millón de quebequenses, siete millones de franceses, veintitantos
millones de estadounidenses), pero parece que nadie sabe exactamente por qué. To-
dos los médicos que consulté mencionaron un “conjunto de factores”, de los cuales
el principal sería la transmisión genética, y todos me extendieron el mismo folleto
en que figura una lista de “elementos disparadores” que va del vino rojo al helado
pasando por el café, el chocolate, los plátanos, la charcutería y los quesos fuertes,
la fatiga, el ruido, la contaminación, la presión atmosférica, los cambios de rutina,
el estrés, y no sé qué tanto más. De modo que se recomienda a la persona aquejada
de migraña llevar un diario en el que debe anotar los eventos, pequeños y grandes,
que enmarcan sus crisis con el propósito de, quizás un día, prevenirlas. Ese diario, me
propuse cien veces comenzarlo, pero la verdad es que apenas me siento mejor se
me quitan las ganas de analizar mis padecimientos, y el aura de hiperconsciencia
en que me había envuelto el dolor parece haberse disipado al mismo tiempo que el
dolor en sí. Como un niño que se precipita con júbilo sobre el juguete que creía per-
dido, quiero aprovechar de inmediato mi energía recobrada, aunque es muy cierto
que, cuando no hay dolor, tampoco se resiente la necesidad de “cuidarse”. A la vez
paradójico y tan típicamente humano, este comportamiento parece confirmar la
idea de que “estar en buena salud, es poder abusar de su salud”,1 como lo observaba
20 el escritor Michel Tournier, precisando en otro lugar que es a menudo con “esfuer-
zos sobrehumanos” o “excesos de bebida, comida o drogas” que el hombre manifies-
ta su alegría de existir.
Pero el hecho es que la migraña ya forma parte de mi vida y que tuve que aceptarla
como otras personas se resignan al asma o la diabetes. De hecho, igual que estas
enfermedades, la migraña no suspende las actividades del enfermo por un tiempo
indefinido (la tableta de Triptán es para el enfermo de migraña lo que el Ventolín
para el asmático o la insulina para el diabético) pero, como esas enfermedades,
tampoco se cura realmente y parece que la persona que sufre de migraña tiene que
aceptarla no sólo como parte de su existencia sino de ella misma. Un médico que me
recibía en su “clínica de dolores de cabeza” y de quien esperaba por fin la clave de mi
problema, me dijo simple y sencillamente que tenía un “defecto de construcción”
heredado de mi madre (quien a su vez lo heredó de la suya), y que mis dolores de
cabeza terminarían probablemente cuando llegara a la menopausia. Después de so-
meterme a un interrogatorio detallado y a una serie de pequeños tests divertidos
(señalar con la mano izquierda y al mismo tiempo levantar la pierna derecha, cami-
nar sobre la punta de los pies y sobre los talones, mover la cabeza y levantar el brazo
simultáneamente, etc.), declaró que no estaba afectada lo suficiente como para te-
ner derecho a un tratamiento preventivo, y que no había mucho que hacer fuera de

1 Michel Tournier, prefacio a Écriture et maladie, “Du bon usage des maladies” (Arlette Bouloumié,
dir.), Imago, París, 2003.

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
ENSAYO

acechar las señales precursoras de mis crisis para intentar evitarlas. Salí del consul-
torio reconfortada de no tener un tumor en el cerebro, pero un poco consternada con
la idea de que tendría que continuar sufriendo mientras llegaba a la vejez. Así como,
durante el verano, uno duda en desear el final de la estación so pretexto de que hace
demasiado calor, una mujer de cuarenta años no tiene muchas ganas de pensar:
“¡Cómo me urge volverme para siempre infértil y reblandecerme porque entonces,
por fin, ya no tendré migrañas!”
Según el célebre escritor-neurólogo Olivier Sacks, la migraña, a pesar de ser “un
padecimiento específico y fisiológico”, “siempre tiene su origen en la vida de la per-
sona, en sus maneras de reaccionar, en las situaciones a que se encuentra expues-
ta, al exterior como al interior”.2 Si bien estas declaraciones carecen de consuelo,
tienen por lo menos la ventaja de ser claras: la migraña y su misterio serían el sínto-
ma de otro misterio, que me concierne a mí, y que yo sería incapaz de esclarecer o,
peor aún, que yo me negaría a esclarecer, y de ahí viene, quizás, el terrible sentimien-
to de fracaso que acompaña cada una de mis crisis: ¿por qué tengo que sufrir este
mal? ¿ahora qué hice para merecer esto? Como si el sufrimiento físico provocado por 21
la enfermedad no fuera suficiente, viene acompañado de un sufrimiento de orden
moral que hace que todo, en la vida con migraña que llevo, se vuelva motivo de cul-
pa: la copa de vino rojo bebida la noche anterior, el cigarro fumado después de la
cena, las hora de sueño de más o de menos, la comida que me salté a medio día, una
sesión de trabajo en la computadora demasiado larga, una emoción fuerte, un pla-
zo que cumplir, etcétera.

* * *

Las estadísticas nos revelan que 75% de las personas que sufren de migraña son
mujeres. ¿Significa esto que la migraña es una enfermedad específicamente feme-
nina? ¿Y quiénes son los hombres del 25% restante? ¿Presentan los mismos rasgos
de carácter que las mujeres con quienes comparten este mal, o su parte femenina
está más desarrollada que la de los otros hombres?
Entre los enfermos de migraña célebres, donde encontramos figuras como Hipó-
crates, el fundador de la medicina, y Freud, el inventor del sicoanálisis, se cuenta a
un alto número de escritores de sexo masculino como Maupassant, Gide, Balzac,
Alfred de Vigny, Barthes, Baudelaire, Lewis Carroll. A propósito de éste, se cuenta
que si la célebre Alicia del País de las maravillas exclama: “Me alargo... hasta luego pies
2 Olivier Sacks, Migraine, Éditions du Seuil, París, 1996.
míos”, es que, sufriendo de migrañas con aura, Carroll tenía visiones y, entre éstas,
la extraña sensación de ver que su cuerpo se alarga, se deforma, se aleja. Mientras
Maupassant confiesa ser desbaratado por “la migraña que tritura la cabeza, vuelve
loco, extravía las ideas y dispersa la memoria como polvo en el viento”, André Gide
anota en su Diario que “se esfuerza en escribir a pesar de [su] dolor de cabeza y de ese
como estupor que [lo] paraliza” y Alfred de Vigny describe de manera imaginativa,
por decir lo menos, la llegada de una crisis de migraña: “En el ángulo de la ceja están
agazapados cinco diablillos colgados del extremo de una sierra para que penetre más
adentro en mi cabeza”.
Es posible que por ser hombres de letras estos escritores no sintieron vergüenza
en darle nombre a su mal, o a la mejor se debe a que antaño la migraña tenía cierto
estatuto, como enfermedad, que hoy ha perdido. Por ejemplo, el hombre con quien
vivo sufre de migrañas pero nunca ha nombrado así los terribles sufrimientos que
lo asedian. Al principio de nuestra relación, al constatar que le dolía la cabeza con
frecuencia, le pedí que me describiera con detalle su dolor y, al verlo llevar su mano
22 en forma de copa sobre su ojo izquierdo exclamé (¿quizá con un tono demasiado triun-
fal?): “¡Eso que tienes es una migraña, no es un simple dolor de cabeza!” Mi diagnós-
tico se vio confirmado el día en que optó por tomarse un Imitrex, lo que le ahorró un
día entero de sufrimiento. Pero, negándose a formar parte de la gran familia de enfer-
mos de migraña, como si el hecho de darle nombre a su mal lo agravara, negándose,
en todo caso, a pasar del lado de los débiles, es decir del mío, no fue con un doctor para
que le prescribieran un medicamento. Unos días más tarde, en que sufría una vez más
de dolor de cabeza, me propuse explicarle el mecanismo de sus crisis con la ayuda de
un esquema que encontré en Internet: “El punto azul de arriba es el elemento dispa-
rador que provoca el aflujo de la serotonina en tu cerebro –lo ves, es esta línea roja,
ahí, que parece un cable eléctrico–, lo que tiene por efecto la irritación de los vasos
sanguíneos, que entonces se dilatan en exceso –, se ven ahí, dentro de un círculo
rojo –, entonces la sangre se pone a circular demasiado rápido en los vasos y eso es
lo que provoca el dolor pulsátil en tu cabeza, y luego el nervio trigémino se irrita
también –es esta línea negra que sigue la forma del cráneo, del ojo hasta el cuello –,
y los tejidos de meninges se inflaman también – ¿los ves? es la parte rosa, ahí, entre el
trigémino y el hueso del cráneo. Si el medicamento te alivia es porque tiene una
acción vasoconstrictora sobre los vasos sanguíneos, lo que regulariza la circulación
de la serotonina en la sangre... ¿Entiendes?”
Mi compañero me miraba con perplejidad, respondiendo con pequeños movi-
mientos de cabeza (¡que le dolía, después de todo!), y deduje que mi clase no había

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
23

Juan Antonio Sánchez Rull


dado frutos. Y así fue, cuatro años más tarde sigue intentando curar sus “dolores de
cabeza” con Tylenols con codeína, y estoy tentada de ver ahí la prueba de una dife-
rencia fundamental entre el hombre y la mujer. Para “él”, hay algo vergonzoso en
estar enfermo, como si mostrara una impotencia en controlar la maquinaria eficien-
te de su cuerpo; “mientras que ella, la mujer, descubre muy pronto que los engrana-
jes de su máquina no son impermeables entre ellos, y que la fuerza de su cuerpo se ve
inevitablemente acompañada de flaquezas”. Toda su vida, y a veces desde los doce
años, tendrá que aceptar las manifestaciones a menudo dolorosas de su condición, y
no le quedará más que interesarse en las diversas transformaciones de su cuerpo, que
se trate de cambios hormonales en la adolescencia, de un primer embarazo o, más
tarde, de los síntomas vinculados a la menopausia. Gran parte de la vida de las mu-
jeres es controlada por sus hormonas, y no tienen más opción que reconocerlo,
mientras que los hombres parecen tener la facultad de considerar su cuerpo más
bien como una suerte de envoltorio, que no tendría nada que ver con su identidad
profunda.
24
* * *

De mismo modo que a menudo se separa a los escritores para clasificarlos en cate-
gorías opuestas –los poetas y los novelistas, los bebedores y los abstemios, los mi-
litantes y los apolíticos –, se podría, en el ámbito de la salud, poner de un lado a los
“sanos”, gente como Balzac o Tolstoï, y del otro a los “sufrientes” como lo fueron Proust,
Kafka, Woolf. Pero no todo es tan sencillo, porque estos últimos bien podrían tam-
bién ser considerados unas fuerzas de la naturaleza al considerar la inmensidad de
la obra que lograron crear a pesar (o con) la enfermedad. Sea lo que fuere, resulta más
fácil encontrar ejemplos que figuren en la segunda categoría que en la primera.
¿Acaso la enfermedad, al desajustar el cuerpo, provoca también estados reflexivos,
y hasta excesos de conciencia, que favorecen la creación? O al contrario, ¿acaso la
frustración, el desamparo e incluso el sufrimiento vinculados a la enfermedad ha-
llarían en la escritura un exutorio particularmente valioso?
Estudios recientes emitieron la hipótesis de que Virginia Woolf era maníaco-de-
presiva. Como esa enfermedad no era conocida en aquella época, es posible que no
haya sido tratada de manera adecuada y por ende la escritora habría padecido los
estados depresivos que se conocen, y que la llevaron al suicidio. Si Woolf viviera
hoy, sin duda seguiría un tratamiento con litio, pero podemos preguntar lo siguien-
te: si hubiera tomado ese medicamento que, al regular los humores, arrasa con la

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
ENSAYO

libido, ¿habría entonces descubierto esa escritura “ubicuitaria” y agitada que sube
y baja, se pierde y se encuentra, se entusiasma y desespera a una velocidad demen-
te, como para conjurar no sólo la locura sino el Tiempo mismo? Del mismo modo,
podemos percibir el eco de la enfermedad en la obra de varios escritores. El epilép-
tico de Dostoievski creó personajes con voces jadeantes y movimientos espasmó-
dicos, que viven, sufren o mueren en relatos llenos de derrames cerebrales y palabras
exacerbadas. Por haber sufrido de tuberculosis durante su juventud, Thomas Bern-
hard descubrió la literatura en los hospitales y sanatorios, y es también ahí donde
redactó sus primeros poemas. Cuando se volvió novelista, volcó sobre el mundo una
mirada a la vez triunfante y herida cuya implacable lucidez seguramente no está des-
vinculada de aquella experiencia. Sumergido en el mundo de las palabras, fue enton-
ces incitado a explorar su propia realidad interior, aprendiendo a vivir sin los demás,
fuera de sus juegos y sus ruidos. ¿Cómo no pensar que sus años de juventud contri-
buyeron a convertirlo en el escritor sin concesiones que ahora es, y también en el
ser antisocial, el desgarrado solitario que fue o del que asumió la apariencia? Aque-
jada de lupus eritematoso, Flannery O’Connor trasfirió su enfermedad a ciertos de 25
sus personajes de ficción, por ejemplo al joven Asbury de El escalofrío interminable; y
en su correspondencia a menudo habló de su condición, como lo demuestra el si-
guiente cáustico comentario sobre la cortisona: “Debo mi existencia y mi alegría de
vivir a las glándulas pituitarias de miles de cerdos asesinados a diario en Chicago. Si
los cerdos usaran vestido, yo no sería lo suficientemente digna como para besarles
el dobladillo”. Katherine Mansfield, enferma de tuberculosis, permite vislumbrar a
través de sus cuentos, epístolas y diarios el drama de una mujer que, a pesar de ado-
rar la vida, sabe que no le queda mucho tiempo por vivir, y es con una voz a la vez
intensa y frágil, impregnada de humor y nostalgia, que se interesó en los mil y un
detalles de la existencia como para intentar revelarnos lo que tiene de inasible. En
cuanto a Carson McCullers, quien sufría de una artritis degenerativa cuyas com-
plicaciones le causaron terribles sufrimientos y terminaron por matarla, es quizás
algo de su condición de minusválida que transfirió a los personajes de Singer, el sor-
domudo de El corazón es un cazador solitario, y del enano de La balada del café triste.
Sería vano, por no decir ridículo, concluir que sin la enfermedad estas obras no
hubieran existido, pero junto con el sicoanalista Georg Groddeck, quien se deleita
en recordarnos que “la salud no siempre es el bien supremo”, podemos por lo menos
recordar el hecho de que “los Antiguos imaginaban que el poeta era ciego, lo que
nos da a entender que sus ojos deben mirar hacia dentro”.3

3 Georg Groddeck, La maladie, l’art et le symbole, Gallimard, “connaissance de l’inconscient”, París,


1969.
* * *

Se dice que las úlceras de estómago son el destino de los ansiosos, que los padeci-
mientos cutáneos son, por lo general, señales de estrés, y que el asma sería el mal
de los inquietos. ¿Qué podríamos entonces decir de la migraña? ¿A qué tipo de per-
sona ataca? Así como los perros se parecen a sus dueños, ¿podríamos imaginar que
nuestras enfermedades se parecen a nosotros o nosotros a ellas?
Como la migraña se vincula a un desajuste de los neurotransmisores, hay fuertes
probabilidades de que la persona que sufre de ésta también tenga un desbalance
químico más general, con su respectivo impacto sobre su vida sicológica, nerviosa,
afectiva. La acción del medicamento que regula la circulación de los fluidos en el cere-
bro (y que al mismo tiempo hace que desaparezca el dolor de cabeza vascular) sería
una metáfora de la impotencia de la persona para encontrar un equilibrio en su exis-
tencia, una regularidad en su relación al mundo. Sujeta a variaciones bioquímicas
imprevisibles, experimenta asimismo variaciones de humor, altas y bajas de ener-
26 gía física y mental que la hacen avanzar con sobresaltos, aguijoneada por grandes
impulsos seguidos de bruscas retiradas. Descuartizada por los esfuerzos que tiene
que desplegar para existir en el mundo y los movimientos de rechazo que suceden
a estos esfuerzos, termina por agotarse en un continuo ir y venir entre la voluntad
y la renuncia, el in y el out, el on y el off, lo que la exaspera y la sumerge en estados de
frustración tan fuertes que sólo encuentran exutorio en la migraña. “Mientras la idea
de inferioridad se aferre a la esperanza, ésta estimula la vida”, nos dice Groddeck,
“pero en cuanto se le asocia la duda, o incluso el desamparo, entonces [...] el “ello”
del hombre se distiende y lo sumerge en el agotamiento [...] y, mitad para disculpar-
se del fracaso, mitad para ganar el tiempo necesario al acopio de nuevas fuerzas, lo
azota con la enfermedad.”
En un corto ensayo titulado “En cama”, 4 la escritora Joan Didion logra un admira-
ble retrato de la migraña. Al enumerar las señales que preceden la llegada de sus
crisis, que comprenden síntomas físicos (“un flujo de sangre en las arterias cerebra-
les”, “una sensibilidad dolorosa a todos los estímulos sensoriales”, “un cansancio
súbito y arrasador”) como sicológicos (“una irritabilidad súbita e irracional”, “una
agotadora incapacidad a establecer vínculos entre las cosas más banales”, “una afa-
sia similar a la que puede provocar un accidente cardiovascular”), resume el extraño
estado en que se encuentra entonces: “Cuando estoy en una fase de aura migrañosa,
me paso los altos, pierdo las llaves de la casa, se me cae lo que traigo en las manos,
4 Joan Didion, “In Bed”, The White Album, Pocket Books, New York, 1980.

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
ENSAYO

soy incapaz de enfocar la mirada o de formar frases coherentes y, de manera gene-


ral, doy la impresión de estar drogada o ebria.”
Esa pérdida de control sobre las cosas más banales lleva a pensar que la enfermedad
ha logrado, en definitiva, sobreponerse, y no es de extrañarse, entonces, que la per-
sona se sienta conducida por una fuerza “otra”, una fuerza que, si bien forma parte
íntegra de ella, le parece sin embargo exterior, incluso ajena. Ese fenómeno se acom-
paña inevitablemente de un sentimiento de impotencia y de pérdida que puede tomar
proporciones dramáticas, como lo expresa la narradora de la novela Los ojos vendados
de Siri Husvedt. Presa de terribles migrañas, la joven protagonista evoca el estado
sicológico que antecede o acompaña sus crisis, mencionando una “terrible impre-
sión de fragilidad y ausencia”, una “desnudez irremediable”, un “lugar bruto y sin voz
[...] a donde uno no podría pedir que lo conduzcan sino solamente ser llevado”. Obse-
sionada con su padecimiento, para el que no encuentra ningún remedio, la heroína
desarrolla una verdadera fijación sobre la carencia que le parece define la vida de los
seres humanos, y la suya en particular. Al preguntarse si “no es peligroso darle un sig-
nificado a lo que, por esencia, es vacuo”, concluye que “no podemos evitarlo. Tapamos 27
los hoyos con la palabra, explicamos el vacío hasta que olvidamos su presencia”; y
mientras advierte que se manifiestan las señales de la crisis de migraña por venir: “mi
cabeza estaba adolorida y me sentía sin fuerza. Adivinaba que la misteriosa bruma
de la depresión me alcanzaba –bulto informe del que no lograba deshacerme”.
Paradójicamente, si la heroína de Los ojos vendados, cuando sufre de migraña, se sien-
te “abatida por una sensación de encierro en un cuerpo abandonado a sus caprichos”,
también tiene el sentimiento de ser responsable de su padecimiento: “Era claro a mis
ojos [...] que había yo misma creado el monstruo”, nos dice antes de ahondar: “Soy yo
quien creó esta enorme y dolorosa cabeza y, en general, quien provocó mi propia des-
integración”. Más racional, Joan Didion confiesa por su lado que “el hecho [de pasar]
uno o dos días por semana prácticamente desmayada de dolor [le parece] un secreto
vergonzoso, y no sólo la evidencia de un tipo de deficiencia bioquímica sino también
de todas [sus] actitudes nefastas, humores desagradables, pensamientos injustifi-
cados”. Sin embargo, a través de esas palabras auto-acusadoras despunta la “exigen-
cia personal” a menudo propia de los caracteres narcisistas. Al esbozar el retrato de
la migrañosa arquetípica, Didion habla de hecho de una persona “más bien ambi-
ciosa, centrada sobre sí, que no tolera el error, más bien rígida y perfeccionista”, y se
atribuye de buena gana a sí misma este último rasgo de carácter al admitir que “pa-
sar casi una semana entera escribiendo y reescribiendo sin producir un solo párrafo
es sin lugar a dudas una forma de perfeccionismo”. Un poco más lejos, como para con-
firmar la idea de que las personas llamadas “perfeccionistas” –en lucha con un ideal
estorboso del yo – tienen un umbral de tolerancia muy bajo frente a los deslices de la
vida ordinaria, la escritora reconoce que hay un vínculo entre sus crisis de migraña
y la acumulación de pequeñas frustraciones cotidianas: “Denme la noticia de que
mi casa se quemó, que mi marido me abandonó, que hay disparos en la calle [...], no
reaccionaré con un dolor de cabeza. No, la migraña viene más bien de la guerrilla
secreta que alimento en contra de mi propia vida, durante las semanas plagadas de
pequeñas confusiones domésticas [...], los días en que el teléfono suena con demasia-
da frecuencia y en que no realizo ningún trabajo. Es entonces que mi amiga se pre-
senta sin haber sido invitada”.
Habría pues un vínculo entre la migraña y una suerte de “intolerancia a la imper-
fección”, fenómeno que puede tener lamentables repercusiones en la vida de una
persona –sea en el trabajo, en la casa, con las amistades, o en el seno de la pareja. Por
mi parte, en varias ocasiones he pensado que mis migrañas se debían a los esfuer-
zos que tengo que hacer para adaptarme a la inevitable asimetría de mis relaciones
28 amorosas, agotándome por crear entre el otro y yo una armonía que, paradójica-
mente, desearía “natural”. Es justamente ese esfuerzo que termina volteándose
en mi contra y enfermándome, en el sentido más literal. Y podemos afirmar, en efec-
to, que el dolor que llega con la migraña tiene algo de la irritación, de la exacerbación,
y que por ello es una buena imagen de la desesperación sicológica que la antecede.
Quisiera que todo esté perfecto, bajo mi control, y me esmero en lograrlo lo más
que puedo. Pero tarde o temprano, inevitablemente, las cosas se me comienzan a
salir de las manos, y en vez de soltarlas y aceptar la superioridad de los eventos so-
bre mi voluntad, me aferro, resisto, y ese combate interno termina por destrozarme.
Y cuando no me queda más que rendirme, cuando por fin acepto mi impotencia para
cambiar las cosas alrededor mío y que una luz de cordura nace en mi espíritu, como
para decirme: “Deja ir, tenle confianza a la vida...”, entonces me encuentro invadida
de un cansancio eufórico que me vuelve casi feliz, orgullosa, sobre todo, de haber
logrado plegarme a lo que es más grande que yo, pero en mi cuerpo ya es demasiado
tarde, y la migraña se desata. Mis neuronas ya iniciaron el envío de mensajes de
pánico a través de mi organismo, y en el momento mismo en que creía relajarme,
colmada con mi nueva y bella aceptación de la imperfección de la vida, su fragilidad,
su imprevisibilidad, me encuentro súbitamente atrapada, lo siento, siento la sorda
pulsación que despunta detrás de mi ojo derecho, y sé que unos Tylenols extra fuer-
tes ya no surtirán ningún efecto, que ya rebasé la frontera del dolor de cabeza nor-
mal –de hecho, ¿acaso alguna vez tuve dolores de cabeza normales?

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
ENSAYO

Es exactamente esa batalla, seguida de ese mismo abandono, lo que exige la es-
critura. Para escribir, hay que saber luchar, pero también someterse, querer y tam-
bién no querer, saber y no saber. Podré “descender al fondo de las cosas” sólo cuando
me entregue totalmente a ellas, y la escritura tome el control del texto. “Todo lo que
puedo alcanzar en esta vida, es un punto de vista”, nos dice Hemingway. Mas, para
alcanzar un punto de vista, ¿hay que escalar la montaña o hay que entregarse a lo
que se encuentra aquí, bajo los ojos? A menos que la solución se encuentre en otro
sitio, en una tercera vía que sería a la vez la suma y la anulación de las otras dos,
porque la aceptación, condición esencial para toda forma de creación, no puede
advenir más que de la confrontación entre la voluntad y la renuncia. Es entonces, en
el transcurso de la batalla, a menudo contra sí mismo, que el escritor logra cons-
truir su relato, pero es gracias a la resignación que podrá poner un punto final, del
mismo modo en que, paradójicamente, es el agotamiento provocado por la enfer-
medad lo que puede conducir al restablecimiento. Si, como lo dice Groddeck, “uno se
puede representar el proceso del restablecimiento como una reconstrucción del or-
ganismo”, ¿no podríamos entonces considerar ciertos episodios de la enfermedad, 29
así como la escritura de ciertos textos, como etapas esenciales a la construcción de
un nuevo yo? Así, Joan Didion reconoce que sus crisis de migraña tendrían quizás una
función reconstructora, regeneradora: “Al principio, la más pequeña aprehensión es
amplificada, toda ansiedad se convierte en terror vivo. Luego viene el dolor, y me
concentro únicamente en él. Es ahí donde reside la utilidad de la migraña, ahí, en
ese yoga impuesto que es la concentración en el dolor. Porque cuando el dolor se va,
diez o doce horas más tarde, todo se va con él, todos los resentimientos secretos,
todas las vanas ansiedades.”

* * *

Cuando era niña, había en nuestra casa un libro titulado El Manual Merck de diagnós-
tico y tratamiento, que mi madre llamaba simple y sencillamente “mi Merck” y que con-
sultaba con regularidad para diagnosticar nuestros pequeños males, o los suyos.
Me acostumbré a hojearlo yo también, como se hojea una enciclopedia o un atlas
geográfico, sólo que en vez de mostrar imágenes de volcanes, planetas o animales
salvajes, este libro ofrecía descripciones detalladas de enfermedades, todas las en-
fermedades, desde las más comunes hasta las más insólitas, tanto físicas como
mentales. Obra de referencia para los médicos y que, por no sé qué razón, teníamos
en casa, el Merck era para nosotros un libro entre los muchos otros que mi madre
conservaba junto a sus libros de cocina o jardinería, y al que acabé teniéndole afec-
to a pesar su contenido intimidante. Lo recorría ávidamente, siempre lista para re-
conocer mis propios malestares en los síntomas descritos, y no sabría decir si fue su
presencia en la casa la que alimentó mi ligera tendencia a la hipocondría o si fue esa
tendencia la que me llevó a él. ¿Cuántas veces, al consultar ese libro, no me encontré
con un montón de padecimientos distintos a los que me habían llevado a consultarlo?
Al preocuparme por una comezón en el brazo, una punzada en la pierna o un simple
dolor de estómago, me creía de inmediato víctima de psoriasis, flebitis o colitis ner-
viosa, y descifraba con interés todos los detalles relacionados con la etiología, la sin-
tomatología, el diagnóstico o el tratamiento de cada uno de esos padecimientos.
A mí, que no soportaba ver sangre ni carnes abiertas, y que sobre todo odiaba estar
enferma (como leía mucho, tenía perrillas todo el tiempo, así como furúnculos en
las nalgas que mi madre tenía que exprimir con sus uñas largas para extraerles el
pus), me gustaba leer descripciones de enfermedades llenas de términos científicos,
y me asombraba el hecho de que, en este manual en que se codeaban los padeci-
30 mientos más ordinarios con los más extraños (del resfrío a la sífilis congénita pa-
sando por la neurosis histérica, la infección puerperal y la hernia del nucleus pulposis),
todos tenían derecho a la misma vitrina democrática, al mismo estatuto lingüís-
tico. Un banal resfrío resultaba ser una “infección viral aguda de las vías respirato-
rias, por lo general apirética con inflamación de una parte o del conjunto de las vías
aéreas”; un simple dolor de cabeza se transformaba en “cefalea, señal frecuente de
infección aguda sistémica o intracraneal, tumor intracraneal, traumatismos cranea-
les, hipertensión severa, hipoxia cerebral, y otros múltiples padecimientos del ojo,
la garganta, los dientes y las orejas”; y lo que llamábamos llanamente el hipo se ca-
racterizaba por “contracciones espasmódicas repetidas e involuntarias del diafrag-
ma seguidas por una oclusión brutal de la glotis”.
Al mismo tiempo que denotaba una forma benigna de hipocondría, esa atracción
por las palabras de la enfermedad demuestra sin duda también la eterna curiosidad
de los seres humanos frente al enigma de su propio cuerpo. Así como la ficción lite-
raria es a la vez el indicador y la pantalla de los sufrimientos humanos, podríamos
decir que el lenguaje vinculado a la enfermedad nos permite mantener a distancia
esa cosa que, al mismo tiempo que nos recuerda la belleza de la vida, nos revela
también su parte trágica. Como dice Susan Sontag, “la enfermedad no es una metá-
fora, pero múltiples metáforas se adhieren a la enfermedad”,5 lo que parece confir-
mar el escritor Grégoire Bouillier cuando confiesa su auténtico apego a una infección
5 Susan Sontag, La maladie comme métaphore, Éditions du Seuil, París, 1979.

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
ENSAYO

contraída durante la infancia: “Estafilococos áureos: esas nueve sílabas me fascina-


ron mucho tiempo. No sacaba poco orgullo de haber contraído algo que se revelaba
tan difícil de ortografiar, y me gustaba la obscenidad que había en el hecho de aven-
turarme tan lejos de mi vocabulario cotidiano. Era como decir una grosería en toda
impunidad”.6 La enfermedad sería entonces víctima de la misma prohibición que
pesa sobre la sexualidad y su lenguaje. Y esto, sin duda, porque al remitirnos al mis-
terio del cuerpo, la enfermedad nos remite al misterio de los orígenes. ¿De dónde
venimos, a dónde vamos? Pero también, ¿de qué estamos hechos?
Como a menudo sucede que las enfermedades sean historias de familia, puede
resultar útil interesarse por las que circulan dentro de la nuestra, ya que eso nos pro-
porcionaría una suerte de retrato “multipolar” de nosotros mismos. Cuando me dio
la vida, mi madre me dotó de diversos atributos –ojos azul gris, piernas sólidas y una
tendencia a la migraña, sí, –pero también me heredó ese amor de las palabras que
corre en mi familia de generación en generación. Sin duda conciente de que aquello
fraguaría parte de mi carácter, me introdujo desde temprana edad a las obras de las
que era aficionada, pero ¿sabía ella que, al hacer esto, me trasmitía también su deseo 31
de escribir? La herencia es una cosa curiosa que no se expresa en todos los casos ni
en todos los frentes. En lo que a mí se refiere, la trasmisión del virus literario que cir-
culaba en casa se produjo de manera tan inmediata como ineludible. Pasé mi infan-
cia con la nariz metida en libros, luego empecé a copiar páginas enteras de novelas
gracias a la hermosa Olivetti portátil de mi padre, y terminé, como si las palabras de
los demás no fueran suficientes, llenando cuadernos con las mías hasta que logré
escribir “libros de verdad”, publicados por un editor de verdad y todo eso.
Por mucho tiempo, no me cuestioné sobre del origen de esa manía, hasta el día en
que, sobre el diván de un sicoanalista, “recordé” que mi madre quiso algún día escri-
bir y, antes de ella, también su madre. A primera vista inofensiva, esta reflexión me
condujo a un cuestionamiento más incómodo. “¿Es por atavismo que tomé la deci-
sión de escribir?” Algo se derrumbó en mí con esta idea y, durante varios meses, fui
incapaz de escribir una sola línea. Luego regresaron las palabras, poco a poco, torpes
y frágiles, convalecientes. Mi voz no tenía la cadencia y la velocidad acostumbra-
das, ni la seguridad de siempre en el tono: era una voz que contenía vacío, silencio.
Pero, sobre todo, era mi voz. Sin saberlo, me había vacunado yo misma contra la en-
fermedad de la duda, que puede ser peor que la enfermedad de la escritura.

* * *
6 Grégoire Bouillier, Rapport sur moi, Éditions Allia, París, 2002.
Un día leí que Samuel Beckett “se interesaba” en las enfermedades. Cuando era jo-
ven y vivía en Dublín, parece ser que frecuentaba con regularidad el Rotunda Hospi-
tal donde uno de sus amigos era médico. El amigo en cuestión era siquiatra, y como
la salud nerviosa del joven Beckett era frágil, podemos suponer que buscaba res-
puestas a los enigmas de su propia psique, y hasta una fuente de inspiración para los
escritos por venir. Puede ser también que haya considerado la posibilidad de conver-
tirse en médico, quién sabe, y en ese caso no podemos más que regocijarnos con la
idea de que Beckett prefirió la literatura a la medicina. Sin embargo, no es imposi-
ble descubrir en su obra la equívoca “presencia” de la enfermedad, ni ver en los exce-
sos de su escritura –que oscila entre la abundancia y la depuración, la austeridad y
el delirio –, afinidades con los múltiples meandros y disfraces a que recurre la enfer-
medad para atacar al cuerpo humano. Según Michel Tournier, la noción de enferme-
dad habría llegado hasta nosotros bajo dos formas opuestas: una visión “cuantitativa”
que habríamos heredado de los griegos (la enfermedad tiene su origen en el exceso:
de calor o de frío, de resequedad o de humedad, etc.) y una visión “cualitativa” engen-
32 drada por los valores judeo-cristianos (la enfermedad es el resultado de un factor
patógeno que infecta el organismo). Si queremos ir más lejos en el paralelo estable-
cido entre escritura y enfermedad, podríamos decir que la crisis (existencial, moral,
religiosa) que da origen a la mayoría de las obras literarias es similar al elemento
patógeno que se apropia del cuerpo debilitado para volcarlo en una realidad “otra”,
y que los conflictos (estéticos, morales, sicológicos) que las obras acogen se empa-
rentan con los excesos y desbalances con los que lucha el cuerpo afectado. Al igual
que las nociones de salud y enfermedad se nos presentan en términos de bien y mal,
bueno y malo, normal y anormal, la obra literaria nos remite a las eternas paradojas
de verdadero y falso, realidad y ficción, finito e infinito. Kundera se encargó de recor-
darnos que el espíritu de la novela, al ser partícipe de un “mundo ambiguo y relativo” es
incompatible con “[un] mundo basado en una sola Verdad” que “excluye la relatividad,
la duda, la pregunta”.7 De la misma manera, podríamos decir que la noción de salud
que prevalece hoy en día difunde una verdad engañosa al presentarse como un dato
esencialmente “positivo”, “una suerte de exuberancia nimbada por la alegría de vi-
vir” (M. Tournier) que tiende a olvidar que estar vivo, es también ser capaz de sufrir,
como lo recuerda la siguiente fórmula de Freud: “Mientras sufra, el hombre puede
todavía seguir su camino”.
Si me llamó la atención el hecho de que Samuel Beckett se interesara en las enfer-
medades, es quizá porque, junto con mis recuerdos de lectura del Merck, me da tran-
7 Milan Kundera, L’art du roman, Gallimard, “Folio”, París, 1986.

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
ENSAYO

quilidad en cuanto a mi inclinación a la hipocondría, flaqueza de la que me burlo de


buena gana con mis amigos y familiares y que me gusta reconocer en los demás. En
efecto, cuál no habrá sido la sorpresa de una amiga mía cuando, disculpándose de
hablarme de sus dolores de cabeza, me escuchó replicar enérgicamente: “No, no, no
tienes de qué disculparte, ¡me gusta mucho hablar de enfermedades contigo!” Se me
quedó viendo con cara de perplejidad, pensando que me estaba burlando de ella, y
luego, como le reiteraba que, de verdad, esa conversación sobre nuestros dolores de
cabeza respectivos se me hacía mucho más interesante que el detalle de los mil y
un proyectos con que me hubiera agobiado cualquier otra persona, se echó a reír
y yo también.
Como se sabe, el hipocondríaco profesa un interés exagerado por las enfermeda-
des, las ajenas como las propias. Esa curiosidad puede manifestarse con un conoci-
miento casi (o pseudo) científico del mundo de la medicina, así como la compasión
extrema (y a menudo sospechosa) por los padecimientos del otro (pienso en esa
escena de la película Desconstructing Harry donde el personaje que interpreta Woody
Allen escucha las dolencias de un amigo con problemas cardíacos con el fin de poder 33
infligirle, inmediatamente después, el relato detallado e interminable de sus propios
achaques). Pero lo más frecuente es que el hipocondríaco se queje de sus propios sín-
tomas somáticos, de los cuales el Merck dice que están “casi siempre concentrados
en las vísceras abdominales, el tórax, la cabeza y el cuello” y son con frecuencia descri-
tos “con minucia y detalle en cuanto a su localización, calidad, duración). Para ter-
minar, sobra decir que la característica de tales quejas es que “no corresponden a
ningún cuadro sicológico identificable” y que, si la persona es sometida a un examen
somático, los resultados son negativos.
Pero existe la hipocondría enfermiza y la hipocondría ordinaria. Aunque algunas
personas sufren de la primera, “trauma neurótico caracterizado por una preocupa-
ción que se centra en los funcionamientos corporales y el temor mórbido a una en-
fermedad grave” (Merck), podemos decir que todos somos, en mayor o menor grado,
víctimas de la segunda, prueba de nuestra eterna y sin duda pueril necesidad de ser
mimados, asistidos, cuidados, en el sentido más amplio del término, como si fuera
absolutamente necesario pasar por ahí para poder requerir la atención de los demás.
La enfermedad, es el cuerpo hablando. Y el cuerpo necesita exultar, que sea a través
de la sexualidad, los juegos, el deporte o la sensualidad de la vida cotidiana, y si no
encuentra el camino al placer, la apertura de los sentidos o alguna forma de subli-
mación, entonces se enferma. De modo que la enfermedad sería uno de los aspec-
tos de la vida del cuerpo que no tendríamos ganas de compartir con los demás,
hablando de nuestros achaques como de una posesión valiosa, la expresión misma
de nuestro yo. Hablar de nuestros pequeños dolores sería una manera de hablar de
sí mismo, de ofrecerse al otro, una forma desviada de la sexualidad. De hecho, pare-
ce que tanto la hipocondría como la somatización mantienen estrechas relaciones
con una estructura de personalidad narcisista, lo cual se explicaría por qué el hipo-
condríaco, además de mostrar un apego exagerado por su persona (física), parece
buscar en los demás una forma de atención, incluso de amor, casi parental. No re-
sulta entonces sorprendente encontrar en Internet un número tan amplio de sitios
consagrados a la salud (o a la enfermedad, es lo mismo), frecuentados, según dicen,
por una cantidad increíble de internautas. En el curso de mis investigaciones para
escribir este texto, me impresionó la cantidad de informaciones que se encuentran
ahí. ¿Sufre usted de migraña, de gota, de dolor de espalda o de alergias de estación?
Basta con apretar un botón para entrar en contacto con otras personas que, sufrien-
do de los mismos dolores que usted, se complacerán en comunicarle los remedios,
recetas y soluciones que encontraron para aplacarlos. No pude evitar pensar que
34 en términos de popularidad, esos sitios compiten sin lugar a dudas con los sitios de
porno que, después de todo, ofrecen también servicios para apaciguarnos.

* * *

Es verano y hace calor. Atravieso el parque arrastrando los pies, desesperada de no


haber aún terminado mi texto para la revista. ¿Puede alguien tener realmente ga-
nas de escribir sobre los tormentos de la enfermedad y de la escritura cuando el suave
follaje de los árboles resplandece y el césped invita a recostarse? Aunque, pensán-
dolo mejor, noviembre, con sus días acortados y sus cortejos de resfríos, no hubiese
convenido mejor a este trabajo y, a modo de consuelo, pienso que el buen clima de
hoy me permitirá al menos tomar cierta distancia en relación con mi tema.
Llevo ahora más de dos semanas durmiendo mal, comiendo apenas y bebiendo
demasiado café, y la presión que comienza a punzar detrás de mi ojo derecho me
señala que la migraña no está lejos. ¿Me voy a enfermar por andar escribiendo este
texto? Estaría totalmente a tono con mi artículo, pero no estoy segura de que el re-
sultado sería mejor. Mientras vagamente considero esta cuestión, reparo de pron-
to en una colega escritora que no había visto en mucho tiempo. Toda vestida de lino
y caminando por el sendero a un paso indolente, me da la impresión de estar muy
en forma.
–¿Cómo estás?

La migraña, el merck y yo
Geneviève Letarte
ENSAYO

–¡Muy bien!, me responde con un tono jovial.


–¿Estás escribiendo una nueva novela?
Me mira con sorpresa:
–¿No estás al tanto? ¡Dejé de escribir desde hace un año! ¡Me siento tan bien ahora,
no tienes idea!
En efecto, no tengo idea. No sólo me ando arrastrando en plena canícula con un tex-
to inacabado en mi portafolio, sino que me estoy atormentando con la novela aban-
donada desde hace tres meses en mi mesa de trabajo.
Nos vamos, cada una por nuestro lado, y busco un lugar tranquilo para releer la
primera versión de mi texto. Sentada a la sombra de un árbol, me pregunto cómo
pudo mi amiga llegar a ese punto. ¿Qué hace ahora con su “visión del mundo”? ¿A
quién y cómo puede comunicársela ahora? Pero quizás esto no tenga importancia,
después de todo, y hace demasiado calor como para pensar en este tipo de cosas.
Además, ahora sí que me duele la cabeza, y puedo sentir en mi brazo derecho las
punzadas provocadas por la epicondilitis que ni siquiera me dio jugando tenis sino
manipulando el mouse de mi computadora. 35
36

Juan Antonio Sánchez Rull


ENSAYO

Gloria Dada y Victoria Compañ

LA PATOLOGÍA ES UN CUENTO

Un cuento que son muchos: el narrador de historias

No es oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron, sino como
debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente [...]
aunque haya de representar cosas sucedidas, no será menos poeta.
Aristóteles

Contamos historias. Contamos historias continuamente. Explicamos aquello tan


curioso que nos pasó ayer mismo y lo que le pasó a nuestro amigo, y esa anécdota
tan divertida de cuando teníamos cuatro años; contamos cómo conocimos a nuestra
pareja actual o cómo dejamos a la anterior y también relatamos el último cambio de
trabajo... y muchas cosas más. Continuamente. Son historias con protagonistas, con
episodios, con puntos álgidos en la narración, con giros discursivos, con un inicio, una
trama y un final. Contamos estas historias para los otros: para que nos comprendan,
para que nos conozcan, para que entiendan por qué actuamos de esta forma o de
esta otra, para sentirnos semejantes a ellos, para sentirnos diferentes... Pero tam- 37
bién nos contamos estas historias a nosotros mismos. Estamos solos, en la cama,
conduciendo, ante el ordenador, y recordamos estas historias, nos las contamos:
para comprendernos, para conocernos, para entender por qué actuamos así. Todas
esas pequeñas historias se van engarzando en una historia general: nuestra vida.
Una vida –una historia– en la que encontramos capítulos diferenciados, idiosincrási-
cos, personales.
Desde el final de la década de los 70 la noción del yo como narrador va cobrando
relevancia y son muchos los autores que hablan del ser humano como un contador de
historias, como un homo fabulus que da sentido al mundo que le rodea y a sí mismo a
través de las historias que ponen orden a la maraña de acontecimientos, sensacio-
nes o pensamientos que conforman incluso la existencia más anodina. Y es en este
continuo narrar historias donde surge la más importante de todas: la historia que
da sentido a la persona que soy, que he sido y que seré. Porque nuestras historias no
nos hablan sólo del pasado y del presente, y cuando Polkinghorne explica que el yo
es “una configuración de acontecimientos personales en una unidad histórica, que incluye no
sólo lo que uno ha sido sino también previsiones de lo que uno va a ser”, nos habla de cómo las
historias que contamos en tiempo presente también incluyen un verbo futuro im-
plícito. Esperamos que el sentido que le hemos dado al mundo siga siendo cohe-
rente con las historias que ya nos hemos contado antes, esperamos que el río siga
su curso.
Y así como la literatura nos ofrece grandes géneros que guían al escritor en la
elección de personajes, escenarios y formas narrativas, también en cada narrativa
vital puede reconocerse un melodrama, una comedia, una novela negra, un cuento
infantil.
Además, buscamos cómplices de nuestros significados... pues nuestras historias
también se entrecruzan con las de las personas próximas. La historia que cada año
se cuenta el mismo día en familia o con amigos es una historia que, independiente-
mente de si nos reconforta, nos entristece o nos enfada, nos recuerda irremedia-
blemente quiénes somos, y quiénes somos para los otros. Cada uno aporta detalles,
explicaciones, ocurrencias mil veces contadas y mil veces nuevas.
No importa mucho la veracidad de nuestras historias, ni importa que se ajusten
rigurosamente a aquello que sucedió. No importa la verdad histórica, importa la
verdad narrativa. ¿Qué significa? Que lo realmente importante es que nuestras histo-
rias sean coherentes, sean viables y apropiadas para nosotros y para nuestro en-
torno. Que nuestras historias encajen en nuestra vida, en la historia principal de la
38 persona que soy. La flexibilidad, la creatividad, resulta fundamental para que todo
cuadre en la historia (¿paradójico?). Cuando puedo rehacer mi historia, tomar en cuen-
ta acontecimientos que antes había pasado por alto, buscar alternativas, recrear
nuevos recuerdos, entonces puedo seguir mi historia para siempre. No se interrum-
pe, fluye. Porque los acontecimientos nuevos deben integrarse en la historia de los
acontecimientos previos. Y eso nos obliga a reescribir continuamente la historia.
Flexibilidad, creatividad, inventiva, imaginación: todo debe modificarse, para que
lo fundamental quede inalterable. Para que mi identidad permanezca intacta, para
que mi yo siga siendo por siempre. Porque nada hay más aterrador que dejar de ser
uno mismo... sentir que no me reconozco, que no sé quién soy, que he dejado de ser.

Uno de terror: la ruptura narrativa

La mente tiene su propio lugar por sí misma: puede hacer del infierno un
paraíso o del paraíso un infierno.
John Milton

Hay un yo que se reconoce a través de la continuidad narrativa, y de la historia que


se cuenta una y otra vez, que se valida una y otra vez, y que lo define ante sí mismo
y ante los otros.

LA PATOLOGÍA ES UN CUENTO
Gloria Dada y Victoria Compañ
ENSAYO

De acuerdo a la historia, a la experiencia previa, nos hacemos previsiones de lo


que sucederá en cada situación, desde la más cotidiana hasta la más trascendental,
así como un lector intuye lo que harán los personajes y el protagonista, y lo que
podría ocurrir en la siguiente página o en el próximo capítulo.
Pero la vida no es una mala novela, totalmente predecible. De hecho, son esos
eventos que se apartan de lo canónico, de lo previsible, aquellos que parecen lo más
interesante en un buen texto, y la narrativa personal no es la excepción.
Las emociones surgen ahí cuando aparecen elementos inesperados o simplemente
fuera de lo cotidiano: nos alegramos, nos sorprendemos, nos enamoramos, y también
nos entristecemos, nos asustamos, nos enojamos. Y esas emociones van dando ma-
tices y color a la historia, y forman parte luego del entramado narrativo.
Pero hay circunstancias y episodios que no se pueden asimilar ni integrar en la
narrativa personal, probablemente porque ponen en marcha emociones discrepan-
tes, que amenazan la continuidad de la imagen que el protagonista-narrador tiene de
sí mismo. La nueva experiencia, el nuevo párrafo que habría que añadirse no tiene sen-
tido en esta historia, o la historia perdería sentido al añadir este nuevo párrafo. 39
En un intento de preservar la coherencia, utilizamos aquello que Vittorio Guida-
no llamó el autoengaño, la manipulación de la experiencia para que aquello que no es
consistente pueda ser atribuido a otras personas, eventos o circunstancias, y no al
protagonista. El autoengaño es efectivo si unifica al protagonista –el yo que vive y
siente– con el narrador –el yo que percibe y cuenta la historia.
Pero cuando, por mantener la coherencia de la historia, se renuncia al yo que ex-
perimenta o al yo que cuenta, se da una ruptura entre protagonista y el narrador. Es
ahí, que surge el sufrimiento, es entonces que se origina la patología.
Bajo esta perspectiva, aquello que llamamos síntoma sería un intento –ciertamente
poco funcional– de salvar la trama narrativa en su coherencia y unicidad. El síntoma
no es el yo, es otra cosa, es algo que le pasa al yo. Y el narrador incluso busca indicios
previos en la historia, y eventos anteriores son reinterpretados a la luz de este nue-
vo, y encuentra “señales” que indicaban la presencia del síntoma, quizá en estados
prodrómicos, en el pasado. Ante la imposibilidad de interpretar el nuevo texto, se
intenta leer el texto anterior para adaptarlo a éste, y anticipar su continuación
hacia el futuro.
La patología, que surge como perturbación irremediable de la historia, ahora se
apodera de la historia. El texto no es patológico por su contenido, sino porque se rei-
tera sin dejar espacio a discursos alternativos que permitan una visión multifacé-
tica y rica de la experiencia. Encontramos entonces, como indica Oscar Gonçalves,
prototipos narrativos, invariantes temáticos que repiten escenarios, inicios, accio-
nes, metas, resultados, respuesta e incluso finales. En torno a estos prototipos se
organizan las narrativas presentes, pasadas y futuras, que logran una estéril unicidad
pagando el precio de la rigidez y de la redundancia. Esta narrativa inflexible y cerra-
da no admite revisiones, pues deja de lado todo aquello que no encaje en el mismo
molde. Se sufre, y se sigue sufriendo, porque lo que se vive como inflexible y repeti-
tivo no es la forma de narrar las cosas, sino la realidad misma y la experiencia, y se
tiene la sensación de que este sufrimiento no puede tener fin si se está condenado
a repetir la misma escena una y otra y otra vez. No se encuentra un final, aunque se
quiera. El escritor, el protagonista, el yo, busca y busca: el sufrimiento es verdadero.

Uno con final feliz: la re-elaboración

Mediante las narraciones construimos, reconstruimos y, en cierta for-


40 ma, reinventamos el ayer y el mañana. La memoria y la imaginación se
funden en el proceso.
Jerome Bruner

No somos sólo protagonistas, no somos sólo narradores; somos exégetas de nues-


tro propio texto. La historia vital no ha sido creada simplemente para documentar los
sucesos de los que hemos formado parte. No es un documento acabado sino un texto
vivo, que sometemos a reinterpretaciones continuas. El protagonista, mientras dura
la historia, vive, experimenta, siente. Y mientras tanto la experiencia aporta nuevos
conocimientos, se abren nuevos significados. Es a la luz de estos significados que se
puede reinterpretar aquello que no habíamos logrado integrar, y así recomponer
esa historia fracturada.
No se trata de negar el texto previo sino, como dice Bruner, de negar la interpre-
tación que antes le dimos. Una nueva interpretación más compleja, que tiene en
cuenta todos los matices de la experiencia. Una nueva interpretación más cohe-
rente con quien soy yo, con quien he sido y con quien quiero ser. No arrancamos las
páginas de nuestro sufrimiento, le damos un nuevo título.
Es el yo exégeta quien logra reconciliar a narrador y protagonista, deshilando el epi-
sodio para luego hilvanarlo en la historia. Lo hace mediante una lectura más com-
pleta que permite encontrar elementos de las vivencias que son compatibles con la
identidad.

LA PATOLOGÍA ES UN CUENTO
Gloria Dada y Victoria Compañ
ENSAYO

A veces el exégeta necesitará realizar un trabajo arduo, esforzándose por cons-


truir alternativas y plantearse hipótesis a las que dar respuesta. A veces son las pre-
guntas planteadas por otros las que le abrirán otras vías de significado. A veces, le
bastará sólo con cambiar de posición –intencionadamente o empujado por el curso
de la vida– para mirar otros ángulos y tener un cambio de luz bajo la cual se ven as-
pectos antes inadvertidos.
Independientemente del proceso, es en ese momento de reinterpretación que la
crisis –el sufrimiento, la patología– se convierte en oportunidad, permite enrique-
cer y dar complejidad a la historia y enlazar la historia antigua con las que espera-
mos que vengan. Ya no hay ruptura, ya no es un final inacabado que gira sobre sí
mismo inútilmente buscando un cierre, como un perro que intenta morderse la cola;
ahora es un elemento más, un inicio, una continuación, un punto y seguido.
Y quedarán siempre preguntas por resolver. ¿Por qué esta historia y ninguna otra
de las infinitas posibles? ¿Por qué el relato que escribo de la persona que soy es éste
y no otro? ¿Alguien continuará mi historia cuando yo muera? ¿Alguien empezó a
escribir la historia antes de que yo naciera? 41
¿Quién sabe?
Tan solo sabemos que no es necesidad de la persona el contar las cosas como suce-
dieron, sino como debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente;
aunque haya de reinterpretar cosas sucedidas, no será por eso menos persona.
42

Juan Antonio Sánchez Rull


POESÍA

José Eugenio Sánchez

EARTHEN

siempre he sido yo
y nunca he sido el mismo

43
cantan entre carcajadas de humo
e inhalan hasta la caspa de la solapa del cantinero 

los que no se mencionan


beben y algunos bailan
y muy pocos que no se logran emborrachar
ni se besan con nadie
la pasan bien 

(el yo censura el resto de las cosas) 
 
 


44

POESÍA DE JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ


POESÍA

ser yo me alegra

45
mañana va ser un tarro de mostaza
ayer fue una loción
hoy un sedán 

vive confundido 

luego será una pastilla


una bomba de tiempo
un teléfono inalámbrico
una urna 
 
 

46

POESÍA DE JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ


POESÍA

caigo
         de la
                 escalera  

garabato oscuro recordándolo todo 

(la gran luz blanca) 

pregunto:__________ 

yo olvida

47
mi yo no sabe de mí 
 
 

48

POESÍA DE JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ


POESÍA

regularmente sustituimos las cosas y a veces sustituimos la


vida: alguien espera que uno dormite descuide su rutina se
sienta desamparado frágil sin la menor idea –aturdido ren-
coroso– para ocupar nuestro lugar en la butaca del descon-
cierto: y en ocasiones a uno le corresponde ser sustituto:
manipulador de la frescura –nuevo paisaje– ritmo de ricas
posiciones y potentes conjuros: eficiente modelo del porve-
nir: la piel que debajo goza sin cesar: sustituimos lo oculto
por lo aparente: lo in por lo out: las papas por la cebolla la
tarde de ayer por el momento de hoy una cerveza fría por
otra más fría el ir y venir por un boleto de avión el espejo por
nuestro rostro: y viceversa

49
sí existen pero
inmediatamente se hacen tan antiguas
que no las alcanzo a recordar 


50

POESÍA DE JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ


POESÍA

el yo de súbito
un atardecer cualquiera
aparece recostado 

no entiende
no distingue 

se emociona 

horas después
agita una sonaja

51
escribo lluvia
y más abajo la palabra
paraguas
y abajo de ésta
escribo tu rostro
y borro una avenida
donde pocos vehículos
circulan hasta tarde
agrego plato de sopa
y muchas botellas de vino 

después no escribo nada


y paso horas con la mente en blanco 

antes de cerrar el cuaderno


52 anoto rápidamente
tus pelos iluminados
en la luz de la mañana 
 

POESÍA DE JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ


POESÍA

estoy más cómodo en tu cuerpo que en el mío

53
54

Juan Antonio Sánchez Rull


POESÍA

Yael Weiss

LA RODILLA POR MIRILLA

Un mundo de rodillas. En la sala de concierto, una hilera in-


terminable. Aderezadas con tos en los silencios. Trémulas
en los aplausos.

En los túneles carpianos del metro, dos muchachas


se secretean
De pronto la rodilla izquierda
de una
se separa de la rodilla derecha
de la otra
con un movimiento de sorpresa:
“Eres una botulínica”, dice la primera 55
“Y tú una condilona”, responde la otra.

Siento emoción en el cuádriceps.

Sobre cojines descansa dolosa


rodilla
Metro y medio más arriba
sucede
una elaboración mental de las compras.

Se acerca el momento.

Vestido matutino de agua caliente:


La rodilla camina, abre la llave y se esponja.
II

Separa las piernas y en cuclillas


acerca el sexo a la pierna estirada:
un hombre dormido

Se posiciona sobre la rótula

Encías pelonas
barbas
líquidas
y baja lentamente

sus labios hacen plotsch

56

el contacto es frío y se templa

Diartrosis suave. Leve articulación sinovial.

Cruje un cartílago. Disparo de sangre:


La mujer se yergue y gira robótica

Sacroíliaca

Eje ascendente

dos y rodilla uno:

un cuerpo aromático

POESÍA DE yael weiss


POESÍA

III

“Joven artrítica
se traga una tróclea”

Sinovial y hialina
la luna resbala y
se desemboca

son momentos paralíticos

57
CUENTO

Bernardo Esquinca

MOSCAS

Cinta 1

Usted sabe, doctor, para la mayoría de la gente las moscas son sólo eso: moscas.
Algo que espantar con la mano cuando rondan nuestra cabeza o un plato de comi-
da. Pero se equivocan. Son seres superiores, capaces de fornicar mientras vuelan, y
con decenas de ojos que nos vigilan desde cualquier ángulo. Esto usted no lo sabe,
pero esos bichos han estado en guerra con nuestra especie desde el principio de los
tiempos. Por cada nuevo insecticida que promete acabarlas, ellas se vuelven más
resistentes. ¿Le doy un dato para contar la próxima cena de trabajo o con amigos?
Aunque, le advierto, no es agradable, y tal vez provoque un silencio incómodo en la
mesa. Adoro los silencios incómodos, ¿usted no, doctor? Todo lo que implican. Lle-
nan el vacío con la fuerza de las palabras no dichas. Porque lo que no se dice a veces
es más inquietante. Pero me estoy desviando del tema... Este sofá es tan cómodo
que permite las divagaciones, debería pensar seriamente en cambiarlo. El dato: las
moscas han matado más seres humanos que todos los conflictos bélicos juntos.
58 Estamos en guerra, le decía. Y no hay manera de que la podamos ganar: nos llevan
millones de años de experiencia. Cuando nuestros ancestros las pintaron en las
cuevas de Lascaux, las moscas ya eran dueñas de la Tierra... ¿Sorprendido? Todo el
mundo aprecia los bisontes, ciervos y caballos registrados con maestría primigenia
en las paredes de la gruta francesa, pero también hay bichos. Y eso fue en el paleo-
lítico. Desde entonces no hemos hecho más que mantenerlas a raya. Y eso es un
decir, porque en realidad las convocamos permanentemente a nuestro lado. El
ochenta por cierto de la población mundial vive en medio de sus propias deyeccio-
nes... Me gusta esa palabra, deyecciones. Es magnética, ¿no le parece, doctor?
Lo cierto es que no hemos abandonado la Edad Media. Las moscas aman la mier-
da, y esta ciudad huele a mierda. No le hablaré de las pilas de basura que amontona-
mos en cada esquina, ni de los desechos que se acumulan en mercados, parques y
aceras. Hablemos de mierda. ¿Me creería si le dijera que una mañana vi correr sobre
la Alameda un nauseabundo río de excrementos? Se deslizaba de una alcantarilla in-
terior hacia el arroyo de la calle. Y sólo había dos opciones: sortear los automóviles
que pasaban por la avenida Hidalgo o esquivar los mojones flotantes. Ésas son las
alternativas a las que esta urbe nos orilla, doctor. Las moscas florecen en la mierda
y nosotros les hemos sembrado un jardín de veinte millones de intestinos.
CUENTO

Cinta 2

Por supuesto que les doy caza, doctor, incansablemente. Desde niño, aunque enton-
ces no era consciente de su poder y de sus –nunca mejor dicho– negras intenciones.
¿Sabe lo que hacía? Iba por la casa de mis padres con una pistola de ligas y les daba
muerte como un eficiente pistolero del Oeste. Mis padres veían una insana diver-
sión en ello, pero yo sentía que cumplía una misión. Por fortuna, nunca me lo prohi-
bieron, aunque sospecho que mi conducta era motivo de conversaciones en voz baja
en su cama después de que apagaban la luz. Mis hermanos –todos mayores que yo–
estaban demasiado ocupados en sus trabajos o preparando agotadores exámenes
universitarios, y no le dieron mayor importancia a la obsesión que crecía en mí. Los
hijos menores, los llamados “Benjamines”, están más expuestos que nadie a las pe-
ligrosas fantasías que germinan en la soledad. Eso usted lo sabe tan bien como yo.
Tan poca atención y en cambio tantas ocurrencias que se van acumulando... Como
un frasco lleno de moscas. Curiosa metáfora, ¿no le parece?
He matado muchas de ellas, más que cualquier otro ser humano que no se dedi- 59
que a ello profesionalmente. Y sé que mi aportación en esta guerra perdida es per-
fectamente inútil. Pero dígame una cosa: si un ejército enemigo invadiera sus tierras
y amenazara su propiedad, ¿no combatiría hasta el último aliento? Y aún más: si una
horda de asesinos amenazara a sus hijos, ¿se quedaría de brazos cruzados sólo por
el simple hecho de que el rival le supera en número? Yo no tengo hijos, es cierto, y las
pocas parejas que he tenido no supieron entender mi cruzada. En la oficina intenté
formar un Club de Amigos Exterminadores de Moscas, pero fracasé. Al principio, mis
compañeros de trabajo me miraron divertidos, pero cuando comencé a insistir en
el tema me dieron la espalda. Recibí incluso un memorándum del jefe pidiéndome
que “pusiera fin inmediatamente a una iniciativa tan absurda como perjudicial para el
ambiente de trabajo”. Así que estoy solo en esto, ¿se da cuenta, doctor? A veces pien-
so que es mejor así. Dejar al resto de la humanidad a merced de su propia ignorancia.

Cinta 3

¿Sabía, doctor, que en Tuxtla Gutiérrez hay una fábrica de moscas construida por los
gringos? No me extraña, es un dato poco difundido. Pero yo estuve ahí, y es un lugar
impresionante. Puede visitarse, siempre y cuando se tramite el permiso con antici-
pación. Hasta ofrecen visitas guiadas, pero no es precisamente el paseo con el que
sueña la mayoría. Es el único lugar del mundo en el que se cría y se produce indus-
trialmente la llamada mosca gusanera. La fábrica trabaja veinticuatro horas y le da
de comer a mil familias. ¿Y para qué carajos existe una fábrica de moscas?, se pregun-
tará usted, doctor. Para combatirlas, precisamente. Ésa es la genialidad del asunto.
Una plaga se erradica al introducir machos estériles en una población de machos
silvestres, en proporción de diez a uno. Eso provoca que las hembras tengan muy
pocas posibilidades de ser fecundadas en el único apareamiento de su corta vida.
Para bien y para mal, las moscas son... instantáneas. Ésa es su fortaleza y su debilidad
al mismo tiempo. En tres generaciones se acabó el problema. Por eso existe la fábrica.
De ahí salieron los machos estériles que salvaron millones de vidas en Libia a prin-
cipios de los años noventa. Moscas mexicanas, doctor. Utilizadas en contra de su
propia especie. El lugar es delirante: toneladas de carne podrida repletas de larvas
de mosca. Millones de ellas vuelan en una enorme jaula de vidrio, produciendo un
zumbido que compite con la turbina de un avión. Cuando llegué ahí, comprenderá
usted, me sentí como un peregrino que arriba a la Meca.
60

Cinta 4

Mentiría si le dijera que no practico ningún deporte. Por supuesto que no se trata
de futbol, natación, jogging o cualquiera de esas actividades que hacen sentir a la
gente menos culpable por lo que hace cotidianamente a su cuerpo. Créamelo: co-
nozco cocainómanos que van a correr a Chapultepec. El mío, como ya se podrá ima-
ginar, es algo peculiar y, estoy seguro, único en el planeta. Si el Club de Amigos
Exterminadores de Moscas hubiera progresado, otra cosa sería, pero como le dije,
mi iniciativa fue censurada. Este deporte –o pasatiempo, ¿no es lo mismo?– lo practi-
co una vez por semana, los viernes, cuando regreso particularmente estresado por
las tensiones acumuladas a lo largo de la semana. Lo preparo todo en la mañana,
antes de salir de casa. Dejo varios recipientes con carne cruda y sanguinolenta por
toda la casa, abro las ventanas y me marcho a la oficina. Cuando regreso, la casa es
un hervidero de moscas. Entonces cierro las ventanas, me aflojo la corbata y me
arremango la camisa, saco mi matamoscas favorito y me lanzo sobre ellas. A veces
precipitadamente, dando alaridos y golpes a diestra y siniestra; otras con giros de-
licados, como si interpretara algún ballet sobre hielo. Acepto que si algún extraño
me observara en esos momentos le parecería un espectáculo grotesco, pero yo lo
disfruto y, sobre todo, me hace mucho bien. Cuando barro la alfombra negra de ca-

MOSCAS
Bernardo Esquinca
CUENTO

dáveres, empapado en sudor y felizmente exhausto, el mundo me parece un lugar


mejor, y lleno de posibilidades. A veces regreso de tirar la bolsa repleta de moscas
en el contenedor de la calle y descubro que se me ha escapado una viva. Ah, doctor, es
indescriptible el placer que proporciona esa última cucharada de postre.

Cinta 5

Si le parece exagerado todo lo que le he dicho sobre las moscas, hacer un poco de
historia nos vendrá bien, doctor. No quiero parecer un presuntuoso ante usted,
pero la información es poder. Recuerdo a un maestro de inglés de la infancia cuya
mayor lección fue la siguiente: nunca proporcionaba el nombre de su perro cuando
lo llevaba a pasear al parque, para que así nadie pudiera llamarlo y alejarlo de su lado.
¿Entiende lo que le digo? Pero basta de distracciones, vamos a los datos: Belcebú
quiere decir “Dios de las moscas” en hebreo. Lutero, por su parte, las consideraba la
vanguardia de las legiones infernales. Según otras creencias menos cultas, las mos- 61
cas son siervas de las brujas, quienes las utilizan en sus hechizos y las envían para
espiar a sus enemigos. Por supuesto que yo no creo en esas supercherías: lo comento
para ejemplificar el temor atávico del hombre ante este bicho. Lamentablemente,
es el miedo equivocado. Cierto día, un vecino llamó a mi puerta horrorizado porque
había dejado la ventana de su baño abierta y se habían metido un montón de mos-
cas. Creía en verdad que una amante despechada le había hecho brujería. Su rostro
estaba deformado por el pánico, parecía un niño asustado por un programa de te-
levisión nocturno. Me pidió insecticida –él no sabía nada de mis actividades recrea-
tivas secretas, pero curiosamente acudió a mí, ¿nada es casualidad?– pero yo le dije
que no era necesario contaminar su casa con químicos. Salí armado con mi mata-
moscas y personalmente me encargué de eliminar la plaga. Tras ese episodio se me
ocurrió una idea: arrojar también pedazos de carne putrefacta a las casas de mis
vecinos y convertirme en el matamoscas oficial del vecindario; pero no estoy loco,
doctor, aunque probablemente a estas alturas usted ya tenga su veredicto. ¿Las mos-
cas enviadas del diablo? Tonterías. Tan sólo es la lucha de las especies, y no hay lugar
para todos. A los supersticiosos les tengo una noticia: si las moscas provienen en
efecto del infierno, entonces los humanos cometimos la estupidez de mudarnos a
su barrio.
Cinta 6

Ésta es la última vez que vengo, doctor. No quiero que mis palabras se conviertan
en moscas zumbando en sus oídos. Por otra parte, y no se ofenda, mis encuentros
con usted no han servido para mitigar mis inquietudes. Le he dicho antes que la
información es poder, pero en el fondo, conocer la verdad no sirve de nada. Mucho
menos si se es el único que la posee. En el mejor de los casos, la verdad se convierte
en una pesada losa; y en el peor, nos aísla y coloca la etiqueta de raros. Al menos me
queda el consuelo de que no moriré ignorante. Le confieso que me siento muy can-
sado. Otro médico –que también he visto regularmente, y que se encarga de mi
maltrecho corazón– me ha advertido sobre cierto padecimiento que requiere bisturí.
No pienso someterme al quirófano. El momento llegará cuando tenga que llegar;
aunque parezca ingenuo, sí creo en los designios. Los últimos viernes he sentido
que desfallecía mientras blandía el matamoscas. Cualquier otro tipo de persona de-
jaría de hacer esa actividad física tan demandante, pero yo no soy –y eso usted ya lo
62 sabe– cualquier tipo de persona. Mañana es viernes. Desde hoy en la noche dejaré
los recipientes con carne y las ventanas abiertas. He comprado el doble de cebo
de lo habitual. Y dos matamoscas: uno para cada mano. No intente detenerme. Lo que
hemos hablado aquí es secreto profesional, un código inquebrantable. Por eso y no
por otra cosa es que acudí a usted, doctor. Los grandes actores mueren en el esce-
nario. Imagine: un millón de moscas y un solo hombre en el centro del espectáculo.
Sólo espero tener tanta fortuna.

CUADERNO DE NOTAS

Repasé las cintas de x. el fin de semana y me quedé inquieto. Atiendo a muchos


pacientes extraños como para que algo me sorprenda, pero en su caso hubo algo
que me dejó sumido en pensamientos sombríos. No sabría explicar exactamen-
te qué los provocó, lo único que se me ocurre es que se trató de una especie de pre-
monición. Los siquiatras no debemos involucrarnos con nuestros pacientes más
allá del consultorio, pero en este caso rompí las reglas siguiendo un impulso. La
primera vez que nos vimos, x. me dejó su tarjeta, así que el lunes por la mañana
llamé a su oficina y me informaron que no había llegado, y que aún no se comuni-
caba. Le dije a la secretaria la verdad: que era su siquiatra, que estaba preocupa-
do por él y que me gustaría darme una vuelta por su casa para comprobar que todo

MOSCAS
Bernardo Esquinca
CUENTO

63

Juan Antonio Sánchez Rull


estuviera en orden. No sé si me creyó o si sólo se quería deshacer de mí, pero me dio
la dirección.
Conduje mi automóvil hasta una antigua vecindad en la colonia Condesa, un ba-
rrio hasta hace poco colonizado por artistas y bohemios, pero que ahora es el sitio
ideal para oficinistas pretenciosos. La puerta de acceso general estaba abierta, y el
edificio solitario: lo dicho, a esa hora todos los inquilinos trabajaban detrás de un
cubículo por un sueldo que seguramente se les iba en pagar la renta. Las ventanas
de su departamento estaban abiertas, como él me había dicho que haría. Me intro-
duje, cerciorándome de que nadie me viera, y recorrí con cautela los pasillos de
mosaicos estilo art decó. En el aire flotaba un olor dulzón a descomposición, como
cuando la fruta se pudre a la intemperie. Recordé lo que x. me dijo de la carne; había
recipientes, pero estaban vacíos. Al entrar a la sala lo vi: tirado en el suelo, en man-
gas de camisa, y con la corbata aflojada y recostada sobre su hombro derecho, como
una lengua gigante. Tenía los ojos abiertos y fijos en el techo, y a su lado yacía el
matamoscas. A pesar de la contundencia de los hechos, sentí que algo no encajaba.
64 Todo era demasiado obvio; parecía que x. estaba representando una obra de teatro
exclusivamente para mí, y que mi llegada marcaba justo la caída del telón. Pensé:
ahora se levantará y se reirá en mi cara. Pero eso no ocurrió, y tampoco fue el final
de esta historia. Fui hasta donde estaba x. y miré de cerca su cara. Lo primero que
noté es que tenía el abdomen mucho más abultado de lo que recordaba. Después
escuché un rumor sordo que brotaba del interior de su cuerpo, algo parecido al so-
nido que producen los cables de alta tensión. Luego su boca se abrió. No creo en las
cosas del cielo, ni en las del infierno, pero lo que de ella salió ha puesto en duda mi
propia salud mental: un torrente de moscas que cubrió el techo como la más negra
de las noches, y que se reagrupó para desaparecer por la ventana en cuestión de
segundos. Después abandoné el edificio y realicé una llamada anónima para infor-
mar del cadáver.
Dos días más tarde, un contacto en la oficina del forense me pasó una copia de la
autopsia: infarto fulminante. No le conté a nadie lo que había visto esa mañana en
casa de mi paciente, y ése sí fue el final de esta historia. Dije antes que dudaba de mi
cordura. La locura es peligrosa porque se contagia. Pero esas dudas se disiparon
hace unos momentos, en una pausa que hice mientras escribía estas notas. x. se
equivocó, los bichos son cosa del infierno: sentí un espasmo en el estómago, me
puse la mano sobre la boca y eructé. Cuando la retiré una mosca salió volando.

MOSCAS
Bernardo Esquinca
CUENTO

Gabriela Alemán

EL SANTO
VS. LOS SECUESTRADORES
para Álvaro Enrigue

Es una historia obvia, tan obvia como la fragilidad de un castillo de naipes; por eso
nadie la quiere tocar. Díganme, ¿no tiene sentido? Un rey midas del cine, el tipo que
llena teatros de este y el otro lado de América, el que repleta arenas con sus luchas
y hace rebosar las cajas registradoras. Y usa una máscara. La época abarca la deca-
dencia de los Estudios Churubusco, las exigencias delirantes de los sindicatos del
cine, la proliferación descontrolada de la televisión unida a la prohibición terminante
de pasar luchas por ella, la tercera edad de las estrellas de la época de oro. Vamos,
¿a nadie se le iba a ocurrir? Díganme que ningún empresario lo pensó. ¿Cuánto cobra-
ba El Santo? Demasiado. Era un negocio redondo. Piénsenlo. Si denunciaba que no
era él en la pantalla, que no era él quien hacía rebosar las cajas registradoras de Peli-
Mex (la distribuidora estatal) en Honduras, Panamá, Ecuador, Perú y Bolivia, ¿quién
era? Tendría que sacarse la máscara, reconocer tu identidad, perder su misterio, re-
nunciar al mito. Para defender el honor, la verdad y ciertos principios. Denunciar a
PeliMex equivalía a hacer lo mismo con el pri, que la financiaba. ¿No es perfecto? Es
perfecto. Es tan perfecto porque además responde al capricho de una tela. Una más-
cara que no esconde una identidad sino que la crea y permite que se reproduzca. Es 65
la operación de Dios omnipresente. Un superhéroe que está (que puede estar) en
cualquier y en todo lado. ¿Ah?
La primera clave apareció hace ocho años en un periódico de Mexicali, cuando
buscaba un dato del primer cuatrimestre del setenta y seis. Allí vi esa nota mínima
que hablaba del encuentro fronterizo de lucha libre entre Black Shadow y el Caver-
nario Galindo contra El Santo y Blue Demon, en Tijuana. La nota decía que la lucha
se protagonizaría de uno y otro lado del Río Grande para promocionar las películas
de El Santo en los drive-ins norteamericanos. Hubiera sido sólo un dato curioso si no
hubiera sabido que, en esos mismos meses, El Santo filmaba en Ecuador una muy
publicitada cinta en la Mitad del Mundo: El Santo contra los secuestradores. Lo anoté en
mi libreta, fotocopié la página del recuadro y seguí con mi infructuosa investiga-
ción y luego me olvidé de lo que había leído o aduje que el periodista leyó mal el
cable o que la filmación en Ecuador fue en el segundo y no en el primer cuatrimestre
del setenta y seis. Pasaron años, hasta que un viaje de negocios a México me permi-
tió comprar las revistas de colección que una amiga me había pedido para su hijo y
que, aburrida, en el regreso en el avión revisé. Una de ellas traía una filmografía com-
pleta de todas las películas protagonizadas por las estrellas de la lucha libre de los
sesenta y setenta. El equipo de investigación era enorme y, debido a la gran canti-
dad de cintas, dudaba que alguien se hubiera tomado el trabajo de revisar las fechas
de estreno y rodaje para cotejarlas. Yo lo hice, recordando el curioso dato que volvió
66

Juan Antonio Sánchez Rull


CUENTO

entonces a mi cabeza. Descubrí que El Santo rodó seis películas en el setenta y seis.
Me dirán que las películas eran de dudosa calidad, que una película B se filma en
tres semanas, que eso era más que posible, que además esas cintas más que produ-
cirse se ensamblaban. Ajá. Una se filmó en Estambul, la otra en Quito y Guayaquil,
otra se filmó en San Juan, la siguiente en Antigua y ciudad de Guatemala, la otra en
el df y la última en Machu Pichu. Recuerden que estuvo un mes cerca de Tijuana en
ese año y que, según revisé en los archivos de la Federación de Lucha Libre de Méxi-
co, protagonizó más de tres luchas al mes durante todo el setenta y seis en diversas
arenas del país. Fotocopié la revista antes de entregársela a mi amiga.
Me parecía que había una historia ahí. La historia no involucraba redes de corrup-
ción en la federación de lucha libre, ni los despropósitos de una industria que termi-
nó por devorarse a sí misma y menos la de desenmascarar a El Santo. No, ahí había
otra cosa (sólo que no sabía qué). Descubrirlo no se convirtió en una obsesión, no
me dediqué a cazar a representantes, ni a acosar a los directores y guionistas de las
películas pero, cuando podía, cuando pisaba tierra azteca, hacía algunas llamadas,
concertaba entrevistas, conseguía copias de las películas que me interesaban. Mien- 67
tras eso ocurría acepté un trabajo como relacionista pública de una red de radiodi-
fusoras continental que me dio acceso a esos eslabones del poder donde una casi
puede rozar la verdad. Escuché algunas historias, nadie me permitió grabar pero al-
guien que era amigo de alguien me contó otras cosas. Había llegado demasiado tar-
de para entrevistar al enmascarado y su hijo se negaba a contar algo, si es que lo
sabía (lo cual dudaba). ¿Más de un Santo? Por favor. Y, entonces, caprichosamente,
mientras negociaba los derechos de una marca de champú y buscaba toda la publi-
cidad que se habían filmado utilizándola, la vi. Era una muchacha venezolana que
se lavaba una larga cabellera negra (luego supe que fue Miss Carabobo en el seten-
ta y cinco) bajo una cascada paradisíaca en las selvas costarricenses. Era la misma
que había protagonizado la película ecuatoriana de El Santo. Pasó cerca de un año
hasta que di con ella, se había quedado a vivir en Ecuador en un pueblito en las mon-
tañas del norte del país. Cuando llegué a Cauasqui me tomó varias horas ubicarla
pues la descripción que dí de ella era la de la chica que había visto en la pantalla y no
la de la matrona de piel curtida y cabellos entrecanos guapa, guapísima, que tenía
enfrente. Tenía dieciséis hijos o los había tenido, ahora vivía sola. Hablé con ella mien-
tras alimentaba sus gallinas. Me respondió con el mismo tono desconfiado en el que se
habían desarrollado todas mis entrevistas. Legitimando mis sospechas. ¿Por qué
todos se comportaban igual si no había nada ahí? Nunca pensé que lo que para mí
pasaba por ser un simple cuestionario sobre un superhéroe del pasado, pusiera en
duda al pasado entero y terminara operando como un veneno corrosivo. El presente
dejaba de ser sólo eso y se convertía en otra cosa. En algo similar a un palimpsesto,
¿a quién se le ocurría descascararlo para buscar algo abajo que ya no existía? Pero
no lo pensé y sus respuestas volvieron a asegurarme en mi hipótesis, se sentía incó-
moda. Me preguntó demasiadas veces por mi interés: ¿cuál era mi interés particu-
lar en esa historia? No me creyó cuando le respondí que ninguno y, como no tenía
una respuesta elaborada que ella pudiera creer o, más bien, no había fabricado una
mentira libre de agujeros que sonara verosímil, me despachó luego de contarme
cuatro boberías: que la película se filmó en el Hotel Quito, que ella hacía de cabarete-
ra, que El Santo era el protagonista, que Ernesto Albán se encargó del humor. Nada
que no supiera si hubiera visto la película. Le agradecí y busqué donde pasar la no-
che, el camino hasta el pueblo era de tierra y cuatro puentes de madera a punto de
caer me separaban de la ciudad más cercana y la Panamericana. El teniente político
tuvo la amabilidad de darme las llaves de la casa de una tía suya que vivía en Ibarra,
en el pueblo no había hoteles, y me proporcionó un plato de sopa para recalentar en
68 la casa de su pariente. No me cobró. Tomé el caldo y prendí los grifos de la tina, con la
vaguísima esperanza de que hubiera agua caliente. No la hubo. Estaba por desves-
tirme cuando escuché los golpes en la puerta. Al principio pensé que eran los rasgu-
ños de un gato que, viendo luz, pensó que la dueña de casa había vuelto antes de hora,
y los ignoré. Cuando escuché un cierto ritmo impreso en el sonido me acerqué. Es-
taba en la puerta, cubría su rostro con una mantilla.
–¿Él la mandó? –me preguntó.
–¿Qué? –fue lo único que atiné a decir.
–¿Le pregunto si él la mandó? –el tono de su voz anticipaba algo.
–¿Quién?
–Él –volvió a repetir.
–Perdone pero no sé de quién me habla –le dije.
–El Santo –me dijo, sus ojos apenas se mantenían a flote.
–¿No sabe?
–¿Qué? –me respondió, tenía sus manos cerradas en dos puños y había logrado
cortarse la circulación; su piel era de color marfil.
La tomé por sus dedos helados y la conduje a la sala, le busqué un asiento.
–El Santo murió en el ochenta y cuatro.
Su rostro se tensó y soltó el suspiro que había retenido desde que la conocí y le hi-
ciera la primera pregunta. Me paré y le acerqué un vaso de agua pútrida que fue lo
único que salió de la cañería atascada de la cocina.

EL SANTO VS. LOS SECUESTRADORES


Gabriela Alemán
CUENTO

–Gracias –me dijo, y dejó el vaso a un costado.


Yo no sabía qué decir, ni sabía si quería saber lo que ella estaba a punto de contar-
me pero, por primera vez, parecía que alguien iba a decir algo que estaba fuera de
libreto. Algo que no había sido ensayado y que gracias al uso había adquirido una
pátina de verdad. Eso que a veces resulta suficiente para seguir viviendo, eso que
permite no descascarar el presente y que deja imaginar que lo que se ve es lo único
que hay.
–Cuando me partió la mejilla no debieron llevárselo –fue lo primero que dijo.
Hablamos hasta el amanecer, sólo paró el momento en el que se fue a preparar café.
Ella no lo tomó, luego la acompañé a su casa y seguimos hablando mientras arregla-
ba el cascarón de la casa inhabitada donde ocupaba un cuarto en el patio. Al medio-
día me acompañó al bus, nos abrazamos y luego regresó por el mismo camino de
tierra que utilizamos para llegar a la parada, al rescoldo que reviví. Cuando llegué a
Quito saqué la copia de la película y la vi cuatro veces seguidas. Todo lo que ella me
había dicho hacía que las cosas encontraran un orden. Me fijé en las otras cintas que
tenía y confirmé que lo que decía El Santo en esas seis películas era doblado. Los la- 69
bios no estaban en sincronía con el sonido. Podía ser que no recordaba los diálogos
y lo doblaban o, también, que fuera una manera astuta de disimular las voces de dis-
tintas personas.
Fueron tres actores diferentes o tres luchadores o, más bien, dos que trajeron de
México y uno que pudo haber llegado del Quinche, apenas abrió la boca y estaba ahí
para hacer escenas de relleno. Cambiaron la historia siete veces, la dejaron sin ter-
minar y luego consiguieron más dinero y volvieron mientras nos dejaban de prenda
en el hotel. Tuve que actuar en el bar, hacer mi papel de cabaretera en la vida real,
para poder comer. Insistía en que me contaran la dirección de El Santo en México,
necesitaba saber cómo estaba pero los productores locales sólo sabían señalarme
el substituto que habían traído (que para lo mucho de lo que estaba enterada podía
ser el verdadero, ahora libre de compromisos; tenía una cierta aura de dignidad que
el primer Santo echaba en falta) mientras los empresarios mexicanos me amena-
zaban. Comenzaron hablando del manicomio, hasta me llevaron a la puerta de en-
trada de San Lázaro, un magnífico edificio colonial con dos patios interiores en el
centro de Quito, poblado por hombres desdentados y mujeres cubiertas de lodo, y
continuaron con la cárcel. Tenían mi pasaporte, no me habían pagado, debí callar
pero –aquí bajó el tono de voz y ésta se le puso ronca– estaba enamorada. Entonces
le pregunté si le había visto el rostro y me dijo que no y en tono algo guasón, debo
reconocerlo pero se lo pregunté a la cinco de la mañana, inquirí sobre lo que había
visto en él. Que había visto en el hombre enmascarado. Los ciegos guiando a los
ciegos. Él necesitaba alguien, yo necesitaba que me necesitaran. Fue lo que me res-
pondió. Por eso aceptó que le dejara el cuerpo esculpido a golpes y coronado de
moretones, que le partiera la mejilla (que fue, en la lógica de su relato, su única
equivocación); los productores lo echaron del set, lo devolvieron al df o a San Miguel
de Allende o a Toluca o de donde fuera. No lo hicieron para protegerla, eso quedaba
claro. Lo hicieron porque tuvieron que parar el rodaje hasta que se le desinflamara
el rostro y, además, porque era un tiro al aire. No podían saber qué iba a hacer. Tal
vez la próxima vez rompía el espejo de su habitación o le partía el cráneo a un cama-
rero y ya no tendrían presupuesto para comprar el silencio de los directivos del ho-
tel. ¿Cómo te diste cuenta?, le pregunté algo fuera de tono, como si se me fuera la
vida en ello. ¿De qué?, me respondió mientras se sobaba la mejilla, rememorando
un estado de ánimo más que una sensación. Que te necesitaba. Fue cuando dejó la
escoba y se dio vuelta. No lo podía leer en su cara mi niña, me lo tuvo que decir, me
susurró y con ello estableció un monólogo de sueño que pertenecía a otro orden de
70 cosas. Tenía problemas con la filmación. En México, cuando hacía una película, gra-
baban las luchas en la propia arena: en la Nacional, en la México, en la Coliseo. Acá,
aunque había peleas, no eran semanales y como el presupuesto era de última, tu-
vieron que armarlas en un cuarto lleno de focos que dejaban sombras en las pare-
des. Mala iluminación, pésimos técnicos. Así era eso pero daba igual, total, tenían
al enmascarado. Como no había arena, no había público y a él le hacían falta los
gritos. Era lo único que lograba ahogar el torrente de palabras que circulaba por su
cabeza día y noche. Si dejaba de pensar, paraban sus dudas y si dejaba de dudar,
podía actuar, pelear, ser otro para ser él mismo (eso era lo que decía sobre su más-
cara). Echaba en falta eso en Ecuador. Estaba volviéndose loco. ¡Queremos sangre! Era
lo primero que le gustaba que gritara cuando entrábamos al cuadrilátero. Me volví
su público: ¡Mátalo! ¡Acábalo! ¡Friégatelo! ¡Destrózalo! ¡Chíngatelo! ¡Pícale los ojos! ¡La quebra-
dora, cabrón! Era un poco bruto y entraba en trance cuando, a su pedido, se lo gritaba
o se le desconectaba el cerebro, eso era lo que me decía. Si los insultos servían para
calmarlo también los tomaba literalmente, no sabía disociar. Y, aunque siempre me
gustó el juego rudo, y una jalada de pelo y una nalgada eran algo que podía pedir, lo
de las trompadas, piquetes y quebradas fue una novedad. Pero no había gran cosa que
hacer por las noches en Quito y su predisposición parecía mejorar después de esos
catch-as-catch-can nocturnos. ¿Qué sacabas tú?, le dije tomándola desprevenida.
Sacudió la cabeza, con ello logró apagar una chispa en su mirada; me pareció, en ese
interludio de segundos, por la manera en que giró la cabeza, que era una pregunta

EL SANTO VS. LOS SECUESTRADORES


Gabriela Alemán
CUENTO

que nunca se había hecho. Y, de pronto, dijo, me daba una razón de ser. ¿No es sufi-
ciente? No me digas que nunca has sentido eso, lo dijo sin gusto como si mascara
un trozo de corteza pero cerró los ojos y arqueó la espalda. El corazón atropellado,
la respiración densa, la pupila dilatada. Todo agazapado, listo para ser detonado y,
paró. Nadie se siente más vivo que cuando está a punto de estallar. Sonreía, sus
ojos clausurados en algún lugar de terror. No quise seguir escuchando, no sabía si
esa era la historia que había estado buscando desde que di con la noticia en ese
sótano claustrofóbico que albergaba el archivo del Diario de Mexicali. Lo que sabía, lo
único, era que lo que ella me había contado tenía forma de flecha y que lo que yo
elucubrara sobre su trayectoria sólo iría a parar en un blanco de mi construcción.
Pero la distancia que separaba una cosa de la otra iba a seguir ahí, falto de una lógica
interna que sólo ella podía proporcionar. Ese vacío no me atrajo. Ni la flecha, ni la
trayectoria, ni el blanco. Menos lo que podía hacer con ello. Que se fueran todos a
la chingada. Después de ocho año s lo único que tenía era la certeza de que El Santo se
reprodujo al infinito y tocó con su mano justiciera la vida de medio continente. Pro-
liferaron los contrincantes, las tenazas se extendieron largas y tenaces y sus luchas 71
se volvieron réplicas de la vida. El Juicio Final llegaba junto al último campanazo
para imponer esa justicia extraterrenal que nada tenía que ver con Scotland Yard o
la FBI a quien el Santo era tan dado en ayudar. Eso justificaba los golpes, eso los
volvía necesarios: eran la metralla purificadora. Quien estaba atrás de esa máscara
daba igual, la identidad eternamente pospuesta era la solución a todo. Pregunten si
no a los productores, a los empresarios, a Miss Carabobo, a las abarrotadas arenas
de Norte, Centro y Suramérica. Y, si no, miren El Santo contra los secuestradores. Ahí
están todas las claves: ahí está El Santo salvando al mundo en Ecuador de una crisis
económica con efecto dominó de irreversibles consecuencias, ahí está el cómico
nacional por excelencia, Ernesto Albán, borracho como una cuba probándose la más-
cara y siendo secuestrado porque al encarnar al mito uno se vuelve el mito y claro,
a la undécima hora, la llegada de El Santo para salvar el día. El mecanismo es perfec-
to, el engranaje preciso, el castillo de naipes liviano y, ¿la historia?, redonda.
© Foto de obra: Francisco Lubbert

Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”


CUENTO

Julián Herbert

TRES FÁBULAS MARRANAS


(A PARTIR DE OBRAS PLÁSTICAS DE GEROCA)

EL DIVINO MARIO (Megalomanía)

El puerquito Mario –sagaz, emprendedor, inteligente como ninguno– tenía dos as-
piraciones en la vida: obtener su doctorado en filosofía y poner un negocio. Por las
mañanas, su genio se concentraba en resolver cifras y planear estrategias publicita-
rias vinculadas al ámbito empresarial que más le satisfacía: el gremio restaurantero.
Por las noches, en cambio, se desvelaba y embizquecía frente a la laptop intentan-
do componer la más aguda tesis doctoral en torno a la figura del presocrático Em-
pédocles, aquel que se arrojara a los abismos del Etna con tal de pasar entre sus
paisanos por un dios inmortal. El puerquito Mario –inquieto, visionario, sacrificado
como ninguno– llegó, luego de una breve temporada de ayuno (que por fortuna para
nosotros no alcanzó a enflaquecerlo del todo) a una conclusión extraordinaria: lo
que tenía que hacer para triunfar era unir sus dos pasiones en un solo gesto. Así, fun-
dó un restaurante de carnitas estilo Michoacán y, la noche de la inauguración, se
sazonó a sí mismo y se arrojó decididamente al cazo rebosante de grasa hirviendo.
Y aún más: entre los estertores que le provocaba la directa lumbre, alcanzó a mor- 73
derse el pecho y decir a su asistente: “¡Échame más naranjas, échame más naran-
jas!”... Con lo que todos quedamos conmovidos.
Aquella fue una comilona memorable.
Desde entonces acudimos religiosamente al exitoso restaurante de carnitas fun-
dado por el Divino Mario. Exclamamos: “¡Esto deveras es un manjar de dioses!”... Para
conmemorar su origen, el local ostenta un hermoso fresco en el que un cerdo se coci-
na a sí mismo dentro de un cazo de cobre.
Moraleja: si quieres ser un dios y poner un buen negocio, alimenta a la gente con tu
carne y tu sangre.
74

© Foto de obra: Francisco Lubbert


Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”
HADA DE LA ESTRELLA AZUL (Mitomanía)

Era toda una generación de cerdos muy finos pero de muy malas costumbres: men-
tían patológicamente. Mentían tanto que la nariz les creció y les creció y les creció...
Pero ni así abandonaron el vicio que les caracterizaba. Por el contrario, todos a una
y sin ponerse previamente de acuerdo, empezaron a practicar el más elaborado
embuste: convencer al mundo de que en realidad no habían nacido siendo cerdos
sino pequeños y sonrosados elefantes. Con el dinero de sus padres –hay que aclarar
que estos chanchitos de chanchullo eran los hijos de Grandes Cerdos: poseían empre-
sas telefónicas, trasnacionales televisivas, cadenas hoteleras, siderúrgicas y fábri-
cas de vidrio– volaron a San Antonio o a Los Ángeles o a Panamá y se operaron las
orejas. Luego contrataron un maestro de canto que cobraba muchísimo dinero por
enseñar, en secreto, a barritar (claro que, por tratarse de toda una generación de
cerdos muy finos pero de muy malas costumbres, el secreto se mantuvo sólo entre
la gentuza).
El final de la odisea es de sobra conocido: siguen siendo unos cochinos embuste- 75
ros. Pero cuando los vemos en las páginas de sociales, dándose un besito de narices
o ligando entre las mesas de lujosos cafetines (donde son atendidos por cerdos como
nosotros ataviados con elegante corbatín) exclamamos:
–Ah, mira: acá viene la foto de uno de esos pequeños y sonrosados elefantes.
En nuestro fuero interno, sabemos que es mentira. Pero resulta cansado y aburrido
sostener en la calle una verdad inútil.
76

© Foto de obra: Francisco Lubbert

Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”


ON A DIET (Bulimia)

¿Quién no ha visto alguna vez las lágrimas y risas de una sebosa puerca solitaria
que, con su blusita a cuadros rojos, se sienta frente al aparador de una pastelería y
engulle un pastel de cumpleaños, un pastelito albísimo decorado con dulce mierda
hecha exclusivamente de carbohidratos, sí, a puñados y mordiscos, por supuesto,
desesperada puerca, enadipándose más de lo que de por sí, pobre y cerdosa y pútri-
da la panza, deprimida en su éxtasis, sola como solamente sola puede estar una
cerda incapaz de vomitar lo que se come, incapaz de aguantar seis sesiones de nu-
triólogo, incapaz de ponerse una gasa en la lengua o una faja de yeso en el vientre o
una liga quirúrgica en el esófago; quién no ha visto a una genuina y verdadera ma-
rrana lamentarse y lamerse a solas su pastel de cumpleaños, arrinconada pero ex-
hibida desde el otro lado –transparente– de un vulgar aparador?...
Curiosos cuinos sabios como somos, tenemos la certeza de que en esa postal ra-
dica lo sublime: una hembra abandonada cayéndole a mordiscos a un poquito de
masa. Una belleza que, de tan bárbara, nos inhibe. Todos sabemos que ella lo ha dado 77
todo (todo: el amor, la salud, la dignidad, el morcón) por diez tazas de azúcar. Y que
hay que ser muy hembra para ser así, tan macha –es decir: tan estúpida.
Pero, aún así, no le hacemos ningún caso: la escena ni nos conduele ni nos seduce
o mortifica. Es que estamos ocupados escribiéndole un recadito amoroso a la brava
perra flaca de enfrente. Ésa que lo vomita todo.
78
CUENTO

Vera Giaconi

UN PEQUEÑO CAMBIO

Ema no quería ir, le había dicho “No quiero ir”, pero a la hora de empezar a prepararse,
Teo entró en el dormitorio y dijo:
–Mejor te vas vistiendo.
Ema, desde de la cama, de donde no se había movido en todo el día, lo miró como
se mira a una enorme mosca verde que se golpea contra una ventana cerrada. Teo
salió del cuarto sin esperar una respuesta ni atender a su gesto, y no pudo ver que a
ojos de Ema se había convertido en una enorme mosca verde, ciega y estúpida, que
se golpeaba contra una ventana cerrada. Teo era la mosca, Ema era la ventana, y
cada golpe les dolía a los dos.

* * *

–Esta noche vas a tener que comer, aunque sea un poco –le dijo Teo durante el desa-
yuno–. Ya sabés cómo se ponen Diana y Graciela si no comés nada. Encima Diana se
la agarra conmigo. Revolvé un poco el plato, masticá mucho cada bocado y cuando
te quieras acordar ya va a ser hora de irnos. Graciela encantada, Diana tranquila y 79
yo en paz.
Ema prometió algo que no era precisamente “Voy a comer”, sino “Voy a hacer que
nadie te moleste”. Sorbió un trago más de su té y se levantó de la mesa sin siquiera
hojear los chistes del diario. Se acostó con tres almohadones bajo la cabeza, para
estar más erguida y ayudar a que el líquido oscuro baje por su garganta y se aloje en
algún lugar de su cuerpo y se quede ahí, un rato al menos.
Minutos más tarde sintió la rebelión en sus tripas, el inconfundible amargor del
regurgite quemándole el esófago y a la carrera llegó hasta el baño, se agachó frente
al inodoro y después de dos, tres arcadas, vomitó. Vio el líquido oscuro, la bilis ama-
rillenta y babosa, y también trozos de algo que había sido comida. No podía recor-
dar cuándo había sido la última vez que había comido algo sólido. ¿Una semana? ¿Dos?
Había vomitado todos los días, desde hacía una semana, al menos dos veces por día.
Siempre bilis y agua. ¿Entonces qué era eso? ¿De dónde había salido? Lo miró con cui-
dado pero no pudo advertir un color, una forma que le diera alguna una pista. ¿Su
cuerpo era capaz de guardar durante tanto tiempo algo sólido y sacarlo un día cual-
quiera, porque sí? ¿Estaba devolviendo comida o aquello era otra cosa, quizá trozos
diminutos de sus propias entrañas? Sí, podía ser eso. Era posible que su cuerpo es-
tuviera haciendo una cuidadosa selección de órganos útiles, vitales, y de aquellos
que ocupaban espacio para nada. Quizá estuviera haciendo una purga y hubiera
empezado a eliminar poco a poco sus ovarios. Hacía meses que no menstruaba,
¿para qué conservarlos?
No podía molestarse. Ella habría hecho lo mismo. Eso al menos era lo que hacía con
su ropa cada vez que cambiaba la estación. Bajaba la ropa de otoño, por ejemplo, y
antes de meter en bolsas la que había estado usando ese verano, separaba todas las
prendas que no había pensado en ponerse ni una sola vez y las metía en una caja
que después sacaba a la calle.
“La supervivencia del más apto”, bromeaba Teo cuando la veía inspeccionando el
interior del placard, rodeada de paquetes de naftalina, lustramuebles y desodoran-
te para la ropa. Ella, en cambio, lo pensaba como una selección estratégica: debía
deshacerse de aquello que ocupaba espacio y no tenía ningún futuro.
No eran muchas las veces que se encontraba de humor para salir a comprar ropa
nueva y, a pesar de los regalos de Teo, en los últimos tres años –luego de tres prima-
veras, tres veranos, tres otoños y tres inviernos– su lado del placard se había vaciado
notablemente. No le quedaba demasiado para elegir, y las pocas opciones que so-
80 brevivían cada purga se reducían aún más en la purga siguiente.
A Ema le resultaba divertido que su gusto y el placer que la ropa le proporcionaba es-
tuvieran a punto de desaparecer. ¿Qué iba a hacer cuando no quedara nada? Había
pensado en eso, y casi se había convertido en un objetivo. Cuando al fin llegara el día en
que los estantes estuvieran vacíos iba a meterse en la cama, desnuda, y a permanecer
allí, sin necesidad de elaborar una nueva excusa cada vez que Teo le dijera “¿Salimos?”.
Porque entonces, ella simplemente podría decir: “No tengo nada que ponerme”.
Ema se levantó, tiró de la cadena y se paró frente al espejo. Abrió la canilla, puso las
muñecas bajo el agua y esperó a que el frío le calara las venas y comenzara a circular
por su cuerpo mientras canturreaba una vieja canción de la que recordaba sólo la
primera estrofa. Teo estaba al otro lado de la puerta y apoyó una mano en la made-
ra al escucharla cantar como si así pudiera tocarla a ella. Ema se lavó la cara, se lavó
los dientes, hizo gárgaras con el enjuague de menta y volvió a la cama. Teo no estaba
en el pasillo y no lo vio escabullirse en el living para espiarla cuando ella salió del
baño, por eso caminó como caminaba cuando sentía que estaba sola: agitando los
brazos a los costados de su cuerpo para sentir el aire fresco en la piel.

* * *

Había empezado a oscurecer cuando Teo volvió al cuarto a preguntarle si necesita-


ba algo. Esperaba encontrarla vestida, o al menos limpia. Pero Ema seguía bajo las

UN PEQUEÑO CAMBIO
Vera Giaconi
CUENTO

frazadas y parecía dormida.


–No vamos a llegar, es tardísimo –dijo Teo mientras encendía la luz del velador y
descorría las frazadas.
Estaba acostumbrado al nuevo cuerpo de Ema, pero a veces sentía una oleada de
calor cuando descubría otro cambio. Esta vez fueron las uñas de los pies, o lo que
quedaba de las uñas de los pies de Ema, ahora amarillentas y cuarteadas.
–Te vas a tener que poner las botas –le dijo mientras iba al baño para abrir la ducha.
–¿Las negras? –preguntó Ema sin abrir los ojos.
Teo volvió del baño y comenzó a hurgar en el placard, entre las cajas de zapatos.
–Ahí no están –dijo Ema–, las tiré.
–¿Cuándo las tiraste? Si te las regalé hace un par de semanas.
–Ah, ésas, están en la parte de arriba, en la caja azul.
Teo bajó la caja azul y dejó las botas junto a la cama, mientras Ema se levantaba y
caminaba hasta el baño para meterse bajo la ducha.
–¿Te parece la pollera marrón y el suéter verde? –preguntó Teo desde la puerta del
baño. 81
–Un colorinche –dijo Ema–. Mejor el pantalón negro y la remerita de hilo.
–¿La remerita negra?
–Sí.
–Horrible, vas a parecer una viuda.
–Soy una viuda –dijo Ema.
El agua tibia corría por su cuerpo y le hacía sentir cada músculo herido por la in-
movilidad; le molestaba especialmente en la espalda, como si allí no tuviera piel para
protegerla. ¿Era posible que se le hubieran formado escaras en la espalda, que estu-
viera en carne viva y no se hubiera dado cuenta? Sintió una puntada placentera en
la vejiga y se aflojó para dejar que el pis fluyera y se escurriera entre sus piernas, que
tiñera de amarillo el agua que se acumulaba antes de perderse por la rejilla. El olor
del pis desapareció bajo el perfume del shampoo.
Cuando salió de la ducha desempañó el espejo con la toalla y trató de mirarse la
espalda. Estaba colorada pero no había escaras, ni ampollas. Se secó, se envolvió en
la toalla y se sentó en el inodoro para esperar a Teo, que entró unos segundos des-
pués con el secador de pelo en una mano y un cepillo en la otra.
–¿La señora viuda desea algún peinado especial? –preguntó intentando una sonrisa.
Ema se levantó, lo miró a los ojos –los ojos verdosos y aguados de ella, los ojos ma-
rrones y enteros de él–, le dio un beso en la punta de la nariz y volvió a sentarse.
–Me alcanza con que no me arranques los mechones –dijo.
82

Juan Antonio Sánchez Rull


CUENTO


* * *

Teo eligió para él el traje gris de media estación, una camisa blanca, la corbata azul de
pintas marrones y los zapatos marrones recién lustrados. Se puso unas gotas de per-
fume detrás de las orejas y en la base del cuello. Se inspeccionó ante el espejo y acomo-
dó el nudo de la corbata, que había quedado ligeramente torcido hacia la izquierda.
Ema lo dejó hacer mientras lo veía desde el borde de la cama, todavía envuelta en
la toalla. Teo era un hombre alto y bien formado. Ya tenía más de cuarenta y el vello
del pecho estaba encaneciendo, pero los músculos, la piel, la postura no mostraban
el paso del tiempo. A Ema le gustaba verlo, porque era como ver una roca, o un pai-
saje, algo que se podía horadar pero nunca destruir. Confiaba en él por eso.
Con un gesto de la cabeza, Ema aprobó cada una de las decisiones que Teo consul-
taba con una mirada rápida, y esperó a que estuviera listo para decirle que odiaba
esos zapatos pero que eran perfectos para el conjunto. Teo agradeció con una reve-
rencia y dijo:
–Su turno. 83
Ema miró la ropa que Teo había dispuesto para ella sobre la cama recién tendida.
Faltaba la ropa interior.
–Falta la ropa interior –dijo.
De su portafolio, Teo sacó una cajita de cartón roja con una cinta rosada. No era
difícil adivinar que adentro había un conjunto nuevo de lencería, algo negro, con en-
caje. El corpiño era un talle más chico que los que Ema había estado usando desde
hacía al menos un año. Pensó que no debía resultar sencillo encontrar lencería fina
en talles para púberes. Sin agradecerlo, y luego de dejar la toalla en el piso, Ema se
puso el corpiño. No le molestaban las costuras; se prendía al frente, entonces tam-
poco le molestaba el broche. Había pensado en todo. La bombacha también era un
talle más chica. Teo le pidió que diera una vuelta para verla. Ella se negó y enseguida
se cubrió con la remera de hilo y se puso los pantalones.
–Dame las medias del cajón.
Se puso las medias y, al calzarse las botas, supo que algo no estaba bien. Había
algo decididamente malo en esas botas. Eran demasiado altas, demasiado inestables.
Se imaginó desparramada en el piso de Diana y Graciela por intentar seguirlas en
alguno de los muchos movimientos de la coreografía que preparaban para cualquie-
ra que fuera invitado a cenar a su casa. Una copa de champán en la terraza con unos
bocaditos calientes. Cena y postre en el comedor. Café y licores en el living. Kilos de
comida transformados en pañuelitos de hojaldre, guarniciones coloridas, rellenos
saborizados con especias exóticas, carnes a medio cocinar, texturas en contraste,
salsas aromáticas. Fuentes y fuentes, cubiertos de plata. Porciones ínfimas pero de
una composición tan exquisita y proporcionada que resulta imposible disimularlas
mezclando los ingredientes o amontonándolos en el borde del plato. Copas de cris-
tal que alguien siempre está llenando con más vino, más agua, más licor de café.
Lo baños son un castigo. Cada uno engamado en colores pastel, con toallas de al-
godón egipcio y perfumados con fragancias que nunca están a la vista. Cada baño a
metros y metros de la terraza, del comedor, del living. La coreografía que avanza por
los mejores cuartos de la casa y cada traslado es escaleras y desniveles, pisos de már-
mol, de parquet recién encerado, de cerámicas lustrosas, pasillos y estrechos corre-
dores que desembocan en saloncitos de distribución abarrotados de cuadros y
floreros cargados de flores frescas y el perro, el perro, el asqueroso caniche negro
que anda como una sombra atrás de cualquiera, o se agazapa en una esquina y apa-
rece de pronto y encara al que sea con su mal carácter y peores modales.
–Con estas botas no voy a ningún lado –dijo Ema mientras se sacaba no sólo las
84 botas sino también el pantalón.
Teo la atrapó al vuelo, antes de que se metiera de nuevo en la cama, bolsa blanca
en la mano izquierda, y dijo:
–Te compré esto también –imposible saber en qué momento se las había ingenia-
do para hacer aparecer semejante bolsa de papel en sus manos.
Eran unos zapatos cerrados, negros, de punta angosta y taco bajo, que tenían
una delicada terminación de charol en los talones. Perfectos. Insufribles. Muy del
gusto de Teo. Ya podría deshacerse de las botas antes de haberlas estrenado, pero
esos zapatos sobrevivirían al menos hasta la primavera en su placard, eran dema-
siado cómodos.
–Te abrigás y salimos –dijo Teo y desapareció del cuarto.
Ema se lo imaginó en el recibidor, chequeando que tuviera dinero suficiente para
el taxi y para el ramo de flores que siempre compraba para Diana y Graciela camino
de su casa, guardando en el bolsillo interior del saco la billetera, el pañuelo, la foto
que había prometido llevarles en la última visita, sosteniendo en su mano derecha
las llaves mientras repasaba mentalmente si la casa estaba bien cerrada, si no era
una noche que anunciara tormenta como para cerrar también las persianas de la
planta alta y la ventanita del lavadero, repitiendo el mejor camino para darle todas
las precisiones al chofer y no perder un minuto más de los interminables minutos
que ya había tenido que perder con ella, usando el teléfono de la entrada para lla-
mar a la empresa de radio taxis.

UN PEQUEÑO CAMBIO
Vera Giaconi
CUENTO

–Ya llamé al taxi, ¿estás?


–¿Lobo está? –susurró Ema y sacó dos pastillas del pastillero que había en el segun-
do cajón de la cómoda, una amarilla y otra verde, y se las tragó sin agua, haciendo
un buche con su propia saliva.
Del mismo cajón sacó un blíster con pastillas blancas, tan pequeñas y redondas
como perlas, y las guardó en el bolsillo con cierre de su carterita. Se prendió hasta
el último botón del abrigo, porque se sentía helada, se miró una vez más en el espe-
jito de mano y decidió que los aros no le quedaban, que hacían demasiado ruido, que
eran innecesariamente llamativos.
–¡Vamos! –gritó Teo.
En el dormitorio, Ema se había quitado los aros, el abrigo y los zapatos y estaba en
cuatro patas hurgando el interior del placard.
–¡¿Bajás o subo?! –gritó Teo para apurarla.
Ema salió del placard cargando una caja de zapatos dorada. La abrió y sacó unas
botitas de gamuza color hueso que sostuvo entre sus manos como si fueran zapati-
llas de cristal. Se ajustaban a sus pies como si hubiera nacido con ellas; lo recorda- 85
ba del día que las había comprado. Recordaba el placer en sus pies mientras caminaba
por el amplio local, la alfombra beige inmaculada, la imagen de las botitas apare-
ciendo y desapareciendo de los pequeños espejos que había a ras del suelo. Las ha-
bía comprado por su cuenta, puro capricho, la última vez que salió sola a la calle, y
todavía no las había estrenado. Sobrevivieron las tres purgas pasadas porque, si bien
era fácil deshacerse de la ropa que no usaba, o que había dejado de usar, o que le
había regalado Teo, le resultaba imposible desprenderse de un capricho antes de ha-
berle dado su oportunidad.
No se había dado cuenta, pero estaba sentada en cuclillas frente al espejo que pro-
curaba evitar: el espejo de cuerpo entero del interior del armario. Vestida de negro,
con la remerita de hilo de escote amplio sin mangas y con el pantalón ajustado con
pinzas a sus caderas, el esqueleto de Ema cobraba el protagonismo que merecía, por-
que ya no era algo cubierto de músculos y piel sino todo lo que quedaba de su cuerpo.
“Una bolsa de huesos”, pensó. Desde lo más profundo de las cuencas, sus ojos se
iluminaron.
–Diana y Graciela se van a llevar el susto de sus vidas –dijo a los gritos, para Teo,
que se encontraba a kilómetros de distancia, pensando en demoras, y tormentas y
cambio chico.
–¡¿Qué?!
–¡Que no parezco una viuda, parezco la parca!
–¿Estás bien?
Ema no respondió, porque las carcajadas se le escaparon de la garganta como bac-
terias extrañas que debían ser expulsadas de su organismo. Se retorció de risa, con
hipos y arcadas y un tirón en la boca del estómago que se transformó en calambre.
–¿Subo? –quiso saber Teo.
Ema hizo un esfuerzo por controlarse.
–Ya bajo.
Se quitó los pantalones y la remera de hilo. Estaba agitada y debía administrar muy
bien el aire para lograr lo que se proponía. Aspiró hondo y soltó un suspiro que se
llevó el calambre y los restos de risa.
De un porta trajes sacó un pantalón amplio de tafeta italiana color chocolate, des-
colgó una blusa lila de seda con escote cerrado y mangas acampanadas y buscó la
chalina color marfil que había sido de su madre y que ninguna de las dos había usado
nunca. La encontró en el fondo del segundo cajón, envuelta en un paño blanco, im-
pecable. ¿Cómo no había pensado antes en la chalina si ahora le resultaba indispen-
86 sable para soportar la previa en la terraza y después la interminable cena a la luz de
velas en el comedor con los ventanales abiertos de par en par para “apreciar las deli-
cias del parque a esta hora”? Escuchó los pasos de Teo en la escalera y se apuró a
decir:
–Estoy bajando.
El sonido de los pasos desapareció en la retirada.
Lo último que se puso fue una gargantilla de gruesas perlas, que ocultaba las cla-
vículas salientes y la piel reseca de la base del cuello. En ese momento sonó el tim-
bre. No le tuvo miedo al espejo cuando volvió a mirarse: las telas finas, los colores
claros, el corte amplio de las prendas eran un escondite perfecto.
Bajó las escaleras. La puerta de calle estaba abierta y el taxi esperaba con las lu-
ces del interior de la cabina encendidas. El taxista era un hombre gordo ceñido por
una camisa blanca y una corbata negra que caía a un costado de su enorme vientre.
El hombre giró la cabeza y vio a Ema: ¿era asco esa mueca o una sonrisa? Teo la miró
de arriba abajo, pasando lista a cada cambio y atento a la forma en la que combina-
ba el conjunto; parecía sorprendido pero satisfecho. No dijo nada. Sólo cuando es-
tuvieron en el taxi, en camino, le susurró al oído:
–No te conocía esas botas.

UN PEQUEÑO CAMBIO
Vera Giaconi
A DOS TINTAS

Diálogo entre Pedro Juan Gutiérrez y Guillermo Arriaga

EL ORIGEN DE LA CREACIÓN

Pedro Juan Gutiérrez

Nació en Matanzas Cuba en 1950. Él y su familia vivían a dos pasos de La Marina


que casualmente era también el barrio de las putas. Durante su infancia,
uno de sus pasatiempos favoritos era sentarse por las tardes a observarlas
en su búsqueda de clientes. Durante sus estudios de periodismo en la uni-
versidad de La Habana, ejerció oficios muy diversos: heladero, diseñador in-
dustrial, soldado, dirigente sindical, locutor de radio entre otros. Autor
de libros tan indispensables como El rey de L a Habana, la Trilogía sucia de L a Habana, El
nido de la serpiente, Animal tropical que han sido galardonados con prestigiosos

premios. Su literatura aborda con una fuerza sorprendente, un humor bas-


tante negro y un estilo original temas como la violencia, el hambre y sus
estrategias, el sexo o la muerte. Desde hace varios años, Pedro Juan Gutié-
rrez colabora con varias revistas de América Latina y de Estados Unidos y
vive entre La Habana y las Islas Canarias, alternando su tiempo entre la pin-
tura y la escritura.
87

Guillermo Arriaga

Nació en 1958 en Ciudad de México. Desde muy chico se aficiona a las peleas ca-
llejeras y más tarde a la caza con arco o con puñal que practica apasionada-
mente. De pequeño no leía novelas sino enciclopedias y libros de historia. En
la secundaria, estudió teatro, y sólo más tarde se acercó a la literatura inten-
tando compensar su increíble timidez.
Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellos Escuadrón guillotina
y Un dulce olor a muerte. En 2000 se editó El búfalo de la noche y Retorno 201. Precisa que
su desempeño en el mundo del cine ha sido siempre como “escritor”, y no como
“guionista”. Ha recibido reconocimientos de la crítica en más de diez países por
su colaboración con el director de cine Alejandro Gonzaléz Iñarritu, para el
cual escribió Amores Perros (2000), ganador del Gran Premio de la Semana Inter-
nacional de la Crítica del Festival de Cannes 2000, y 21 Gramos (2003), ganador del
British Awards al mejor guión. Lejos de la tierra quemada (2008) es su primera pelí-
cula, como director.
Guillermo Arriaga también es director de documentales y cortometrajes,
y productor de programas radiofónicos y televisivos.
© 2929 productions, Richard Foreman
A DOS TINTAS

Pedro Juan Gutiérrez: Supongo que hablar de guí leyendo todo el resto de su obra hasta la
patologías puede generar un diálogo infinito muy traumática Carta al padre. Adoro a Kafka y
que podríamos continuar en nuestras próximas a Cortázar (pero el cronopio argentino es otra
vidas. Así que propongo concentrarnos en nues- historia). Kafka es uno de los escritores más pa-
tras patologías personales, propias, aplicadas tológicos del mundo, título difícil de obtener
a la creatividad, usadas en la creación. porque creo que en nuestro gremio todos esta-
Creo que “patología” es, para muchos, sinóni- mos medio quimbaos o quimbaos completos.
mo de infierno. Para mi no. Pienso que es como Basta recordar que es el oficio que más finales
el Ying y el Yang de mi vida. No puedo vivir ni atroces genera. Una buena parte de los escri-
escribir sin mis patologías. I love you, pathologies!!!! tores terminan sus días con el suicidio, o con
Yo sé que vas a hacer lo que te dé la gana, como cirrosis hepática o locos como una cabra. Es el
buen mexicano, al fin y al cabo, pero yo me ce- oficio más destructivo que se ha inventado. Y
ñiré rigurosamente, como un suizo-alemán, a es que todos utilizamos nuestras pesadillas,
esa frontera que me impongo. fobias, miedos, aversiones y terrores para pro-
Recuerdo que el primer libro que me propor- ducir nuestra obra. Lo cual es masoquista e hi-
cionó un pánico patológico, miedo y angustia, permachacante. Al menos en mi obra están pre- 89
fue La metamorfosis de Kafka. Siempre he leído sentes de manera continua. A veces los disfrazo
ad libitum. Nunca tuve, en mi infancia y adoles- y pongo a los personajes a templar entre ellos
cencia, quien me guiara, así que con trece años para que se diviertan un poquito y no se me
leía a Kafka, Sartre, Engels, Wright Mills, Arnold agoten demasiado en medio de mi obsesión pa-
Hauser, Marcuse y un largo etcétera que inclu- tológica fundamental que es el miedo a la po-
ye a Capote, Hemingway, Faulkner, y Caldwell. breza total.
Puede sonar pedante que a esa edad leyera todo Estoy marcado desde la infancia por el fraca-
eso y más. No es así. Era sólo ignorancia, ino- so económico de mi familia (y mi país). Y ese
cencia, ingenuidad y una ansiedad permanente miedo a ser pobre, a no tener comida, a no te-
por alejarme, por la vía intelectual, del pequeño ner nada, a tener que aguantar humillaciones
pueblo provinciano donde nací, Matanzas, que, de todo tipo, a vender el cuerpo de la mujer que
aunque era llamada la Atenas de Cuba, era un vive conmigo para poder sobrevivir y yo tener
lugar aldeano más. En esa locura de lecturas dis- que ser el chulo, simplemente. Esa huida cons-
paratadas cae en mis manos el libro de Kafka. tante de la pobreza me marca y se expresa en
Cuando leí las dos primeras líneas: “Gregorio tantos caminos dentro de mis libros que a ve-
Samsa despertó en su cama convertido en un ces hasta yo me pierdo en el laberinto. Me jo-
cucarachón”, me aterré tanto que escondí el li- den mucho los lectores que sólo ven sexo en mis
bro para no verlo más. Sólo me recuperé veinte libros porque no entienden ni cojones. Leen lo
años después y entonces me atreví a cogerlo que quieren leer y no lo que yo quiero que lean,
de nuevo y leí desesperado hasta el final. Y se- los muy cabrones. Les estoy hablando del ho-
rror de la pobreza, de lo humillante que es la mi- caos fue la pérdida casi total del olfato a los tre-
seria total, y los muy cabrones se regodean solo ce años. Demasiadas peleas contra más gran-
con los personajes quimbando y bebiendo ron des o varios. También reprobé diversas mate-
y no comprenden nada más. rias en la primaria, sobre todo aquellas donde
Y lo peor son los otros, los que sólo ven políti- había que aplicar reglas: matemáticas, gramá-
ca y creen que yo estoy contra fulanito y menga- tica. Mis maestros me daban por caso perdido
nito. No estoy en contra de nadie ni a favor de y consideraban mi coeficiente intelectual como
nadie. Estoy contra el proceso civilizatorio de- definitivamente bajo. La consecuencia más te-
predador de la humanidad, que es una mier- rrible del déficit de atención no es la incapaci-
da. Nos hemos convertido en nuestros propios dad de entender procesos lógicos, sino una au-
depredadores desde que salimos de la cadena toestima mutilada y difícil de rehacer. Es tal la
ecológica. Ya nadie nos come pero nosotros nos frustración, son tales las humillaciones, sobre
comemos a todo el resto de los seres vivos. todo en esa época donde un trastorno como el
Nada se salva cuando llegamos nosotros. que me afectaba no era entendido en lo más
Así que por ahí van los tiros de mis patolo- mínimo, que la conciencia de ti mismo queda
90 gías asociadas: a toda el hambre que he pasa- estallada en pedazos que luego es imposible
do en mi vida, que ha sido mucha. Ya algún día volver a pegar. Pero tuve suerte. Varias perso-
lo contaré en unas memorias si tengo tiempo nas me ayudaron a reconquistar la autoestima,
para escribirlas. entre ellos reconozco a mi hermana Patricia y
a Fernando Alarid, mi profesor de deportes en
Guillermo Arriaga: Si algo me ha sorprendido primero de secundaria. Ambos me ayudaron a
de tu literatura, Pedro Juan, es la inmensa hu- descubrir qué fortalezas había detrás de mis
manidad que desparrama por todos lados. A la debilidades.
mayor parte de los escritores contemporáneos Y lo bueno de este famoso trastorno es que,
no les creo. Falta algo en sus páginas que a ti te si bien no entiendes la lógica de nada, puedes
sobra: dolor, solidaridad, amor, sexo, semen, va- resolverlo por intuición. La lógica se resuelve por
ginas, odios. Repito: humanidad. pasos. La intuición por saltos. Y así, a saltos men-
Yo agradezco mis patologías. La primera, la tales, es como he llegado a escribir y construir
que de verdad me permitió escribir, es lo que todo lo que he hecho.
ahora llaman “trastorno del déficit de atención”.
Una incapacidad total de niño por entender PJG: Por cierto, hablando de patologías compul-
procesos lógicos, mi constante eran saltos men- sivas, y de depredadores, supongo, Guillermo,
tales de un lugar a otro sin orden ni secuencia, que tienes mucho que contar porque tú eres
una impulsividad a veces fuera de control lo un cazador compulsivo. Supongo que tienes tus
que ocasionaba que no tuviera medida del pe- patologías más o menos identificadas en rela-
ligro y hacía lo que no debía. Resultado de ese ción con la pulsión de matar. Hace poco me de-

GUILLERMO ARRIAGA Y PEDRO JUAN GUTIÉEREZ


A DOS TINTAS

cías que la última onda es lanzarte contra un sigues el rastro de sangre, lo hallas, lo rematas,
jabalí sólo con un puñal en la mano y que los lo abres en canal, lo limpias, lo pones al fuego y
chorros de adrenalina te inundan el cerebro y te te lo comes. He conocido decenas de personas
vuelven loco en ese momento en que te lo jue- que comen res y nunca en su vida han tocado
gas todo. Yo pensé: Guillermo es tremendo men- una. No saben a lo que huele un animal de cerca,
tiroso o tremendo cojonú. Una de dos. Segura- no ven sus cicatrices, los parásitos que corren
mente fuiste un tigre de Bengala en una vida por su piel. No saben lo que son los estertores,
anterior, digo yo. Supongo que también ten- el viscoso olor de la sangre, la carne caliente que
drás vicios patológicos como el de tocar el ca- se enfría con la muerte. No saben del dolor
dáver caliente o abrirlo con un puñal para sa- que los seres humanos causamos a otros seres.
carle las entrañas y lanzarlas a los zopilotes que Un cazador sí lo sabe. Uno de verdad, porque
se acercan nerviosos y dando saltos sobre la yer- también hay quienes asesinan animales, no los
ba mientras tú te alejas en la camioneta, con la cazan. Los masacran a mansalva sin darles opor-
pieza dando tumbos atrás, satisfecho como un tunidad de nada. Un cazador respeta la vida
depredador astuto y superior... porque sabe de dónde viene, sabe que duele
quitarla, sabe que ha creado una herida en el 91
GA: Coincido contigo: somos los grandes de- mundo.
predadores. No hay acto humano que no escu- Yo no podría escribir si no cazara. Mis perso-
rra sangre. Estamos sentados en un trono de najes, todos, en novelas, cuentos o películas, ac-
sangre. Pero lejos de horrorizarme, lo asumo. Y túan como cazadores. Están llenos de parado-
la paradoja en ello es que me ha hecho respe- jas, acechan, atacan. Y caminan sobre el borde
tar más la vida. Cazar es una actividad terrible, de la vida y la muerte.
quitas la vida a animales hermosos que nada Sólo cazo con arco y flecha. Me tardé en ha-
te han hecho. Pero entiendes también que la cerlo y hoy me parece inconcebible volver a ca-
naturaleza es terrible. Y cazando se aprende una zar con un rifle. Cazar con arco requiere pacien-
lección honda: también los seres humanos so- cia, conocer a fondo al animal que persigues.
mos naturaleza. Cuando cazas entras al terri- Requiere que a veces te arriesgues de verdad.
torio profundo de las contradicciones: muerte- Es tal la cercanía con la presa que en cualquier
vida, belleza-crueldad, civilización-naturaleza. momento puede volverse a ti y arremeter con
Al cazar descubres tu identidad en el mundo, su justificable furia. He llegado a estar rodeado
reconoces que perteneces a un orden natural de marranos alzados, esa fiera combinación de
de las cosas. Para mí cazar es mi antídoto con- jabalíes europeos y puercos que escaparon hace
tra la alienación que te impide cerrar círculos. siglos, a menos de cinco metros de distancia.
El cazador va a la tierra, busca al animal, lo per- Un error y la piara descarga en unísono contra
sigue durante días, lo halla, trata de acercarse, ti. No puedes cometer estupideces.
le apunta, le dispara, le hiere, el animal huye,
92

© Lola del Castillo


A DOS TINTAS

PJG: Yo de niño me escapaba en casa de mis le. Escribes no sólo desde la experiencia perso-
abuelos en el campo, cuando mataban un cer- nal, sino desde el matiz único de tu mundo
do. Era terrible. Veía cómo le metían el puñal interior. Tu obra tiene tus huellas digitales por
hasta el corazón y cómo se desangraba entre doquier. Se sabe que es tuya y únicamente tuya.
berridos espeluznantes, y después lo abrían y lo Cuántos autores leo ahora que carecen de iden-
limpiaban y sacaban sus mondongos. Uff. Des- tidad. Sus libros pueden haberlos escrito uno o
pués no podía ni comer un pedacito de aquella el otro. No los tuyos.
carne porque me caía mal y agarraba una indi-
gestión. Es una de mis fobias patológicas: la PJG: Sí, Guillermo, como dijo alguien: “La infan-
muerte violenta. No sé si te has fijado que en cia es la única patria que tenemos”. Para conti-
mis libros casi no hay muertes violentas. Para nuar con el strip tease: yo fui gordito y tímido
escribir el final de El rey de La Habana estuve cua- hasta los trece años. A esa edad lo único que ha-
tro días escribiendo y llorando como un bebé cía en cuanto a sexo era masturbarme cuatro o
por lo que estaba pasando y ya no podía reme- cinco veces al día mirando a la vecina: una mujer
diarlo. Fue tan terrible escribir eso que jamás alta y delgada, con dos niños pequeños, un mari-
he podido leer el libro de nuevo. do que nunca estaba en casa, y abundante vello 93
negro en las axilas y el pubis. Teníamos los patios
GA: No hay historia tuya, Pedro Juan, que no me aledaños y una verja muy baja. Ella, todo el día
haya conmovido. Has dicho que el hambre, la con una bata blanca casi transparente. Tenía que
pobreza, la desesperación, han marcado tu vida lavar muchos pañales. Y yo, entre las plantas de
y por tanto tu literatura. Sólo leer esas líneas mi casa, mirándola con sus grandes pechos cho-
tuyas me ha conmovido. Y lo que más sorpren- rreando leche y masturbándome como un loco,
de es que lejos de ser un nihilista, dotas a la deseando oler sus axilas sudadas y peludas.
vida de infinitas posibilidades. Tus personajes A esa edad, a los trece, un amigo me invitó a
no se derrotan. En cambio van al lado más pro- remar en un kayak doble, en el río San Juan, a
fundo de la naturaleza: el sexo, el encuentro con unos pasos de la escuela secundaria. Y esa fue
el otro, el amor, la amistad. Tus personajes no mi salvación porque pude haber acabado loco.
se aíslan, no son autistas sociales. Al contrario, Todas las tardes, después de clases, nos íbamos
buscan al otro. Encuentro que el sexo para ti es a la casa de botes, en el río, y remábamos, hacía-
el conductor más poderoso hacia la ternura y mos ejercicios y nos cansábamos. De ese modo
la solidaridad. Sexo, amor, muerte y poder son dejé mi timidez. En seis meses me puse atléti-
los únicos temas de la literatura según Faulk- co, fuerte y atractivo. Las muchachitas de la se-
ner. De esos cuatro, el poder es el que menos cundaria empezaron a salir conmigo, y me libe-
creo que a ti y a mí nos interesa. ré de la timidez y del gordito poco atractivo. Me
Y dije que te creo. No es fácil creerle a un au- puse tan macho y arrogante que siempre tenía
tor. Puedes admirar lo que escribe, pero no creer- varias novias al mismo tiempo.
Claro que esos años marcan también mi lite- todas las materias, incluida deportes. El maestro
ratura, creo yo: el deseo de seguir siendo atrac- de educación física me hizo marchar toda la pri-
tivo, de tener una capacidad sexual desmesu- maria y me hizo creer que yo no serviría nunca
rada, de sentir alegría por la vida, impregna a para el basquetbol, el futbol o nada. Todo cam-
buena parte de mis personajes. bió en la escuela secundaria a la que llegué. Fer-
En cambio, algo muy diferente es lo que me nando Alarid, tío lejano –porque todo Alarid del
intriga en tus libros y películas. Por un lado la mundo es pariente mío–, se pasó varias clases
violencia extrema e implacable. Por ejemplo en enseñándome lo que el otro imbécil no me en-
Amores perros y 21 gramos. Y, por otro, el laberin- señó y terminó por convertirme en un muy buen
to perfecto en que a veces caemos los seres hu- basquetbolista. Y como había torneos y compe-
manos, con un destino de tragedia griega, es tencias, las niñas se sentaban alrededor de la
decir, inapelable, como en El búfalo de la noche, y cancha y los que jugábamos disfrutamos de
sobre todo en tu última película: Lejos de la tierra nuestros quince minutos de fama. Y con el tiem-
quemada. Es una historia tan implacable como la po aprendí a pelear. Y a pelear bien también. Y a
vida. Con la ruptura del hilo narrativo lineal das no tener miedo. Como a los dieciocho descubrí
94 una visión de conjunto desde muchos ángulos el valor que tiene la rapidez de puños. Con mi
diferentes que permite expresar totalmente a tamaño, mi peso y mi rapidez me convertí en un
cada personaje dentro del todo.  muy buen peleador. Y cometí la estupidez ma-
yor: empecé a disfrutarlo. No importaba cuán-
GA: Pues mi querido Pedro Juan, yo también tos eran los rivales, yo me aventaba a pelear y
tengo alguien enterrado. Yo no fui gordito, pero ganaba. Ya nunca más volví a perder. Adicción a
sí de una timidez tremenda. Te digo que el ma- la adrenalina del pleito: patología imbécil, pero
yor riesgo de los que tenemos trastorno del dé- que de alguna manera reivindicaba los abusos a
ficit de atención es la manera desmesurada en los que fui sometido. La entrada directa al mun-
que se erosiona la confianza en uno mismo. Lle- do de los Alfas.
gas a creer que de verdad eres retrasado men- Y en esta época entran mis otras patologías.
tal. No entiendes nada, mientras tus compañe- Una: la rebeldía continua. Dos: un incansable y
ros de clase todo lo resuelven con exactitud y absurdo deseo de competir. La rebeldía la traigo
rapidez. Así que poco a poco me fui enconchan- desde chico. No me gusta que me digan qué ha-
do. Además resulté muy malo para los golpes, cer. No lo soporto. Esa es la razón por la que no
con una torpeza tal que terminé perdiendo el bebo, no fumo y nunca jamás me he metido una
olfato. Para colmo, a los trece años medía lo que droga. No por moralista, sino por rebeldía a la
mido ahora, 1.86, así que llegaban los grandes a moral del cliché y el lugar común. Que si para
ponerme tales golpizas. Y si a ti te salvó el cano- ser hombre había que tomar, pues en adelante
taje, a mí me salvó el basquetbol. Fui expulsado demostraría ser hombre sin una gota de alco-
de la primaria después de haber reprobado casi hol. Y me negué a ir a antros. Le rehuyo a todo

GUILLERMO ARRIAGA Y PEDRO JUAN GUTIÉEREZ


A DOS TINTAS

lo que apesta a lugar común, a diversión progra- donde necesitaré más sosiego, serenidad, pa-
mada, a hombría acartonada. Que los demás ciencia y ecuanimidad. De joven, lo que predo-
se metan heroína, alcohol, lo que sea, me tiene minó fue el impulso, la energía física ciega, la
sin cuidado. Es más, defiendo el libre derecho locura hasta el abismo, el ansia de vivir en el
de cada individuo por introducir a su cuerpo lo infierno como único modo de romper todos los
que desee. Pero no me interesa a mí alterar mi límites, todas las fronteras, todas las amarras.
estado mental sólo para demostrar que estoy Una locura patológica por alejarme de aquel
en la corriente de los demás. No soporto que muchachito gordo, tímido, educado y amable
me impongan nada. que aprendía arqueología de los indios caribes,
Y lo de competitivo raya en lo ridículo, pero en La Habana, con un tío millonario y profun-
no lo puedo evitar. No soporto perder. Cuando damente culto. Me he pasado la vida jugando
subo a un avión tengo que ser el primero en ha- con muchos naipes, menos con ese. El naipe del
cerlo. El primero en bajar. El primero en la fila. niñito tímido lo escondí en la manga y me alejé
Hasta con mi hijo Santiago, con todo el inmen- de la mesa de póquer para que no me descu-
so amor que le tengo, nunca le permití ganar. brieran el truco y me dediqué a jugar sólo a la
Nunca. Lo peor del caso: lo hice tan competiti- ruleta americana. Creo que todos ocultamos 95
vo como yo. La última vez que jugamos luchitas nuestras patologías más oscuras. Del mismo
casi me mata. Me hizo una llave que por poco modo en que ocultamos nuestras fantasías eró-
me rompe la traquea y que me dejó sin poder ticas, que son síntomas de esas patologías. Nos
hablar y sin poder tragar varios días. Cuando se avergüenza reconocer los abismos negros en
le pasó el susto de verme sin respirar, se paró que nos escondemos.
desafiante y me dijo: “ahora si me la pelas ca- A veces los periodistas me preguntan si es-
brón”. A sus dieciséis años se vengó de todas cribir funciona como una catarsis curativa. Les
las veces en que le gané. digo que no. Todo lo contrario. Creo que es ma-
soquista escribir sobre esas oscuridades que
PJG: Los dos sabemos que es mejor no tratar debíamos olvidar y ocultar. Pero al final parece
de entender lo que hacemos, lo que escribimos. que viene bien sacar la basura a la calle y no se-
Pero cuando se llega a cierta edad (acabo de guir escondiéndola en el patio trasero. Iluminar
cumplir sesenta el 27 de enero), es inevitable de ese modo la oscuridad. Después de todo
comprender parte de lo que hacemos. Porque aquel niño gordito y educado era un muchacho
escribir es un proceso continuo de pensamien- inteligente y maravilloso, que se escondió asus-
to y reflexión sobre nosotros mismos y quienes tado ante aquel tipo fuerte y musculoso, de 1.80
nos rodean. La literatura es conflicto y antago- m de estatura, que apareció y lo suplantó en
nismo. Yo al menos estoy en ese punto: quiero pocos meses. Y que además lo trató desprecia-
entender mejor mis antagonismos y conflictos tivamente y en algún momento aprovechó que
porque estoy entrando en una etapa de mi vida yo no estaba presente y lo amenazó: “¡Piérdete
de aquí y que no te vea jamás, mira a ver dónde acto racional. Se nos escapa a ti y a mí y a cual-
te metes porque te voy a rebanar el pescuezo!”. quier filósofo que ha intentado explicarla. Y
Así que nadie sabe. Quizás ahora, al cumplir como bien dijo Marguerite Duras: nada nos
los sesenta años, emprendo una excursión len- prepara para la hoja en blanco, ni siquiera nues-
ta, sin prisas, para encontrar y rescatar al gor- tras obras previas. Todo acto de creación em-
dito. Y sobre todo protegerlo del grandulón abu- pieza bajo cero, no importa si antes has gana-
sador. Los tres tenemos derecho a irnos juntos do un premio Nobel. Hemingway lo supo mejor
para la playa y nadar por las tardes cuando el que nadie. Rulfo lo supo. William Faulkner lo pa-
agua está tibia. deció de manera terrible: sus mejores obras las
realizó en el breve periodo comprendido entre
GA: Hay escritores que derivan su literatura de los treinta y los cuarenta años.
otros libros, de la experiencia de la palabra es-
crita por otros. Nosotros no. Creo que no pode- PJG: El escritor es un explorador que va delante
mos evitar colar entre nuestras líneas quiénes y debe abrir nuevos caminos. Sólo el cobarde o
somos y porqué, qué queremos y qué deseamos. el mediocre no se atreve y se queda en las ra-
96 Escribir es un acto de arrogancia. Es creer que mas. Dicho de otro modo: toda persona está
lo que expresas vale tanto que merece la pena construida con luz y oscuridad. Tú has tenido
ser leído por otros. Pero no nos fustiguemos la suerte –por terquedad y rebeldía– de no be-
aún. Hay una gran arrogancia en la especie hu- ber, no fumar, no consumir drogas. Tu camino
mana: el maestro que cree que sabe demasiado oscuro va por otro lado. Pero has sido afortu-
y puede enseñar a otros; el policía que cree es- nado. Yo, en cambio, escribí la Trilogía sucia de La
tar del lado de la rectitud y el decoro; el actor Habana a lo largo de tres años, de 1994 a 1997,
convencido de que su rostro y sus gesticulacio- borracho siempre, por las noches y madrugadas.
nes nos interesan; el político, que cree poseer Igual El rey de La Habana y los otros libros que
la autoridad para gobernar. Y así podemos se- siguieron, al extremo de que muchas veces me
guir y seguir. Pero la arrogancia del escritor es parece que no fui yo quién escribió sino alguien
derrotada por dos hechos demoledores (y esto que me utilizaba. Sobre todo en esos dos y en
lo dijo un brillante crítico francés cuyo nombre Animal tropical. Estoy convencido, pero no quie-
en este momento se me escapa) en el arte no ro hablar de ese tema aquí ni en este momento.
hay voluntad y en el arte no hay progreso. Si Ahora he logrado controlar bastante el alcohol
hubiera voluntad cualquiera se apartaría un y de paso la furia y agresividad asociadas. No
momento para escribir una obra maestra. Si quiero dejar esta vida tan pronto. Así que lo es-
hubiera progreso, el último libro publicado se- toy logrando. Me tomo una cerveza, un poco
ría mejor que El Quijote o Hamlet. Así, nuestra de vino. Y nada más. Creo que me quedan mu-
arrogancia queda a merced de fuerzas inexpli- chas historias que contar. He vivido tan inten-
cables. No hay lógica en la creación, no es un samente que mis sesenta años a veces me pa-

GUILLERMO ARRIAGA Y PEDRO JUAN GUTIÉEREZ


A DOS TINTAS

rece que son ciento veinte ó doscientos. La vida superior de nuestra Naturaleza. Hace años leí
es tan maravillosa que la agradezco infinita- en un libro de Deepak Chopra que el alcoholis-
mente día a día. mo es una búsqueda espiritual por un camino
Después de hablar un poco de nuestras pato- equivocado. Ese concepto me ayudó mucho. Esa
logías particulares y cómo se erigen en la base búsqueda mística, poética, misteriosa, inexpli-
de la creación, hay una pregunta que me ha in- cable, es lo que ha guiado siempre a los seres
quietado siempre: ¿Es necesario alimentar al humanos. De un modo u otro. Por una u otra vía.
demonio para poder crear? Y, sobre todo: los lec- Muchos lo hacen inconscientemente, otros sin
tores o los espectadores ¿necesitan realmente comprender a fondo por qué intentan ser mejo-
de esos libros o películas violentos, agresivos, res personas. Y hay otros muchos que jamás des-
escritos desde la furia? Hace poco encontré la cubren esa veta mística en su interior y conti-
respuesta, que es simple: sí, son necesarios. Hay núan por su estrecho camino infernal hasta
que bajar al infierno como parte del aprendiza- tener una muerte atroz. Ejemplos de esto últi-
je. Hay que transitar entre el fuego como parte mo hay miles en el mundo del arte y la literatu-
de este camino mágico y misterioso que es la ra, pero siempre recuerdo con especial amor y
vida. Si uno es escritor está en la obligación de compasión a la extraordinaria fotógrafa neo- 97
descender al infierno, enfrentar a los monstruos yorquina Diane Arbus. Como todos los artistas
y después escribir y arrastrar a los lectores. Eso de verdad, se hizo a sí misma, pero se obsesionó
fue en esencia lo que hizo Homero en La Ilíada. de un modo tan feroz con su arte que hacía lo
A partir de ese libro toda la literatura es un re- que fuera necesario para obtener una foto tre-
make continuo. Después, cada uno decidirá si menda de la oscuridad de un ser humano. No
debe quedarse para siempre en el infierno o si, abundo en el tema porque hay buenas biogra-
en cambio, necesita una recuperación espiri- fías sobre ella. Llegó un momento en que esta-
tual a través de la religión o “con medios pro- ba tan decepcionada y asqueada que no pudo
pios” sean los que sean y que habitualmente más y se cortó las venas dentro de una bañera.
consisten en crear una religión particular para Y es que el escritor verdadero, el artista verda-
uso privado. Creo que todo ser humano es un dero, lo menos que pretende es entretener a su
místico. Lo que sucede es que es más fácil y di- público. No quiere entretener a nadie. Para en-
vertido –y necesario cuando se es joven– dejar- tretener están los artesanos, es decir, los fabri-
se caer hasta el infierno a gozar de todo lo pro- cantes de novelitas falsas de amor o de miste-
hibido, que es muy sabroso. rio o de suspense. Yo al menos sólo quiero coger
Sólo después que pasan los años y comien- al lector por el pescuezo y sumergirlo en la mier-
zan los achaques físicos y mentales algunos se da social, en los basureros de la ciudad: “¡Ven,
deciden a hacer un esfuerzo espiritual y ascen- ten valor, ven conmigo! Para que veas los límites
der desde la bestialidad hasta la luz, la compa- últimos a los que puede descender un ser hu-
sión, el amor, el Buda, o como se llame esa fase mano. Y después sí hay camino de regreso. Tú
sólo te fortalecerás y llenarás tu corazón de amor Al terminar fuimos al centro de Oxford. En una
y compasión, fuerza y coraje y piedad. Porque librería compré un raro volumen: las memorias
entonces sabrás que no merece la pena vivir de John Faulkner, el hermano de William. Leí
como una bestia si podemos hacer algo mejor. con asombro. Para John el mundo desgarrado
Tú eliges, tú decides. Y lo tienes que hacer tú de William era un producto más de su imagina-
solo porque lamento decirte que no hay nada ción que de la realidad. Los negros y los blancos
fuera de ti. Todo está en tu interior. La luz y la eran amigos, no había gran violencia. Quizá fue
oscuridad, el infierno y el Buda”. una lectura apresurada, pero así lo recuerdo.
¿Qué había en los ojos de William Faulkner que
GA: Tienes razón Pedro Juan, el escritor tiene que veía un territorio de sangre y muerte y hombres
ir a donde nadie va. Un amigo mío lo describía desesperados, confundidos por la raza y la reli-
como un explorador que se interna en lo más pro- gión y el peso de la historia diferente a los ojos
fundo del bosque, adonde nadie ha ido y regresa de su hermano John que veía amistad, buenos
con una cubeta llena de algo que nadie ha visto muchachos, gentileza sureña, negros alegres y
antes. La creación es un misterio incluso para blancos compasivos? ¿La patología de William
98 quien crea. No sé si necesariamente escribir sea Faulkner? Si es así, bendita patología.
lidiar con tus demonios. A veces es de las circuns- Se dice que todo escritor cuenta sólo con un
tancias más felices de donde surgen las obras. galón de tinta. Y varios vivimos con la angustia
La oscuridad entonces no siempre viene de de que algún día se nos acabe. De que alguien des-
los mismos infiernos, ni de los mismos abismos cubra que en realidad somos un fraude y termi-
o túneles. Cada quien entra a lo más oscuro de su ne por desenmascararnos. ¿Se puede rellenar
propio bosque y está en tu decisión saber cuán- ese galón de tinta? Hemingway decía que sí, que
to arriesgas. Alguna vez llevé a mis hijos, cuando las experiencias vitales le inyectan del preciado
eran pequeños, a peregrinar a la casa de William líquido con el que escribimos. Mentira. Senta-
Faulkner en Oxford. La legendaria Rowan Oak. do en la sala de su casa en Idaho apenas ama-
Como se hallaba en reparación, el acceso a la neció, el buen Ernest supo que nada le devolve-
casa se encontraba cerrado. No nos importó. Nos ría la tinta desparramada en tantas y tantas
brincamos la cerca y fuimos a tocar a su puer- páginas. Esa mañana tomó su escopeta de dos
ta. Es una sensación extraña estar parado fren- cañones para poner el punto final.
te al mismo pórtico donde mi tocayo contem- No sé tú, querido Pedro Juan. Pero a mí las his-
plaba el mundo de linchamientos, asesinatos, torias se me agolpan en la garganta y si no las
incestos, degradación humana. Miramos a nues- escribo se me oxidan en la garganta y entonces
tro alrededor: un bosque no muy amenazante me atenaza una mano envenenada que no me
circundaba la casa. En el camino trasero del deja vivir en paz. Las historias están ahí adentro,
jardín varios estudiantes pasaban caminando furiosas, añejándose por años hasta que por fin
o trotando. dejas que salgan. Todas mis historias son profun-

GUILLERMO ARRIAGA Y PEDRO JUAN GUTIÉEREZ


A DOS TINTAS

damente personales. Las que escribo en forma de


novelas, las que escribo en forma de películas. Eso
es algo que nunca entendió González Iñárritu.
En algún momento alguien descalificó la no-
vela como un entretenimiento burgués. Si así
fuera hace rato que yo –y tú, seguramente– hu-
biera dejado de escribir. La vida me ha demos-
trado que los lectores aparecen en los lugares
más alejados del cliché del lector. He recibido
cartas de reos en remotas cárceles de la selva
brasileña. De niñas francesas que no deberían
leer mis libros y que descubren con terror el
mundo al que quizá vayan a pertenecer, viejos
que han visto en mis libros espejos donde la
muerte se distingue de manera más  nítida y
cierran los ojos para imaginarse como náufragos 99
próximos en el inmenso mar de la nada. Nunca
jamás he recibido una carta que cumpla con el
dogma del lector burgués que imaginan los crí-
ticos de la novela. Nunca. Les haré a esos lecto-
res la pregunta que formulas: ¿necesitan real-
mente de esos libros, de esas películas?
Yo, como tu lector, te voy a contestar a ti, es-
critor: tus libros me son necesarios. Todos. Cada
uno de ellos. Y aún me sacude la hermosa ima-
gen del pasaje de una novela tuya que parafra-
seo desde la memoria: las hormigas entraban
al condón lleno de semen y devoraban con sus
tenazas a los pequeños seres humanos (sé que
no la escribiste así, sólo la recuerdo así). Ese
breve pasaje tuyo lo he repetido decenas de ve-
ces. Dentro de mí cabeza y en conversaciones y
en cenas y en momentos en que no sé como ex-
plicar qué es la naturaleza y cómo pertenecemos
a ella. Seguiremos escribiendo libros, mi herma-
no cubano. Creo que no nos queda de otra.
CRÓNICA

Antonio Cisneros

MIS HOSPITALES FAVORITOS


para Alberto Cubas

Fue la Seguridad Social inglesa la culpable de mi malsana vocación por los médicos
y los hospitales en general. Toda amenaza de infarto, malaria africana, trombosis o
derrame podía ser conjurada a cualquier hora del día o de la noche, sin gastar un co-
bre, con sólo trasponer las altas puertas de algún nosocomio londinense. Mágicos
recintos donde me libré de grandes y súbitos males, siempre minutos antes de la
aparición del primer síntoma. Eran impecables.
El Saint Mary, de Old Brompton Road, se hallaba a la vuelta de mi casa. Y, claro está,
fui su parroquiano más asiduo. Aunque, en verdad, la oferta era variada. Todos los
hospitales de Londres tenían sus entradas de emergencia a mi disposición. Algu-
nos eran modernos y otros más bien vetustos edificios victorianos. Pero me acos-
tumbré a no hacer distingos. Así, como quien compra cigarrillos, les caía de sorpresa
y de manera estrepitosa cada vez que, a mi ver y entender, la insolente Parca me
hacía una señal.
Al principio, los galenos se mostraban incrédulos. Tuve que ingeniármelas para
ofrecer, dado el caso, algunos malestares convincentes. Con el tiempo me volví un
100 experto. No era cuestión de quejarse, así nomás, sin ton ni son. Yo bien sabía que de-
trás del esternón irradiaba el dolor del infarto, que la úlcera al duodeno (aunque us-
ted no lo crea) se podía anunciar en el hombro derecho y que un simple hormigueo
podía dar inicio a un sólido derrame cerebral. En aquellos días, el olor del ácido mu-
riático y los fríos metales del estetoscopio hicieron parte de mi felicidad.
Digo parte porque, si bien los tópicos de emergencia tienen su encanto, no dejan
de ser modestas antesalas que, por lo demás, no duran mucho tiempo. La verdadera
aventura anida en los vericuetos hospitalarios. No hay punto de comparación entre
un paciente interno, con su bata, sus amistades, su cama propia, y un triste sujeto
ambulatorio, por más dramática que sea su dolencia.
Además, es bueno recordar que muchos hospitales no son, en exclusiva, lugares
de maltratos y penurias. En honor a la verdad, suelen ser con frecuencia una pascana
en medio del camino de la vida. Privilegio que logré, años más tarde, en la Costa Azul
francesa.
En Inglaterra nunca pasé de las salas de emergencia. Salvo una vez que, por error,
permanecí tres días en un policlínico de Southampton. Nada digno de mención.
Lo malo del asunto fue que, con tantas idas y venidas, los médicos del Saint Mary
de Old Brompton Road terminaron por perderme la fe. En un momento dado me
negaron la camilla. Luego, la silla de ruedas. Y, a las finales, con un gesto displicente
se limitaban a darme una aspirina, un vaso de agua y la espalda. Entonces comprendí
que nuestra bella amistad había llegado a su fin.
CRÓNICA

La cosa se complicó. Pues, si bien Londres abunda en hospitales, las distancias se


convertían en un nuevo y peligroso inconveniente. A la inminencia de los sucesivos
ataques se sumaba, canalla, la angustia de no llegar a tiempo. Así y todo tuve que,
haciendo de tripas corazón, organizar fríamente una cierta rutina.
Empecé, como es lógico, por los hospitales aledaños. Hammersmith, Kensington,
Chelsea. El de Chelsea era el mejor. Pero esta vez, dejando de lado banales prefe-
rencias, me cuidé de repartir con tino mis visitas. Además, cada cierto tiempo
efectuaba incursiones, audaces yo diría, en distantes hospitales suburbanos. Cla-
ro que no siempre la ronda se cumplía como estaba prevista. Algunas veces termi-
naba en hospitales insólitos, carentes de gracia o, simplemente, ignorados. En una
suerte de posta, cerca de Clapham Common, encontré un altar dedicado a San
Martín de Porres.
Por un buen tiempo, cual visitador médico puntual, cumplí el itinerario. Al final, en
parte por fatiga, mis síntomas fueron perdiendo creatividad. Me reduje al infarto y
a unos cuantos problemas respiratorios. Y todo terminó en el Prince Albert Memorial
cuando un médico hindú, dada la indiferencia de los ingleses, me prestó 15 chelines 101
y me extendió una orden para el hospital psiquiátrico de Londres.
No fue cuestión de hospitales, por cierto, pero después de cuatro años decidí de-
jar Londres. Había conseguido una plaza de asistente en la universidad de Niza.
Puse mis bártulos en el Vokswagen y crucé el Canal de la Mancha, proa a los encan-
tos de la Costa Azul.
La Seguridad Social francesa era más complicada que la inglesa y tuve, por fuerza,
que cambiar mis antiguas costumbres. Sin embargo, a los pocos meses fui invitado
para un fin de semana a una villa solariega de Frejus. Madame Clemmensy, bella
dama cuarentona y especialista en Goya, era profesora principal en la universidad y
estaba casada con un antiguo oficial de la guerra de Argelia. Excelentes anfitriones,
sabían ofrecer los vinos en las debidas cantidades, y a la hora precisa. Sin mencio-
nar los platos de mariscos, las ensaladas y los filetes a la Provenzal. Todo era felici-
dad en aquella casona del pueblo de Frejus.
Mas a tanto placer tanto castigo, suelen decir los dioses. Y así fue. De pronto, a las
horas crepusculares del domingo, sentí en la nuca algo tan feroz como el martillo
de picar hielo que, en su oportunidad, acabó con la vida de Trotsky, y antes de que
cante un gallo me encontré, sin saber cómo, en una rauda y chillona ambulancia,
rumbo al hospital de Brouissalles, el mayor de la ciudad de Cannes.
De la primera noche, en medio de altísimas fiebres, apenas si recuerdo a una her-
mosa enfermera (el retrato de Julieta Jones) que me enjuagaba la frente y musitaba
palabras de consuelo. Y, a pesar de mi delirio, puedo jurar que me besó en la penum-
bra varias veces, no exenta de ardiente pasión.
A la mañana siguiente, algo recuperado, empecé a reconocer la habitación. Era de
color verde Nilo, dotada de amplios ventanales y una terraza. Afuera se veían unos
pinares, el jardín de claveles y hacia el fondo, brillante y manso, el mar Mediterráneo.
Mi bucólica contemplación fue interrumpida por el médico principal acompaña-
do, cual el pato Donald y sus sobrinos, por los jóvenes internos. Luego de una rápida
rueda de preguntas, que ninguno de los muchachos absolvió, el principal dio el diag-
nóstico definitivo. Miró burlón de reojo mi vieja cicatriz de apendicitis, dio instruc-
ciones a la enfermera y continuó su marcha veloz. El paisaje, menos mal, seguía en
la ventana.
En los días sucesivos me afané por hallar al ángel de los besos nocturnos. Pero aquel
ángel no volvió a aparecer. Y estuve, más bien, al cuidado de una anciana bondado-
sa con labio leporino. Había sido voluntaria en la Guerra Civil española, del lado re-
publicano, y soñaba con América Latina. Pobre mujer.
102 Apenas pude abandonar la cama, encaminé mis torpes pasos a la conquista de la
sala de baño. Después traspuse el corredor dispuesto a fisgonear en los cuartos ve-
cinos. Aunque muy pronto, armado de valor, emprendí notables caminatas más allá
de los vastos horizontes. El mundo se me abría. Pasadizos, ventanas, ascensores, sa-
las de espera, quirófanos, jardines, cuartos a media luz, capillas, dormitorios, salas de
emergencia, pabellones, cafeterías, baños, cocinas, laboratorios y una serie de pai-
sajes prohibidos ahí donde comienzan las zonas más oscuras.
Siempre en pos de la bella Julieta Jones, ángel del nosocomio. Cada paso presuro-
so de enfermera me la recordaba. No hubo rincón donde no creyera verla. La busqué
hasta en la sala de cuidados intensivos. Se la había tragado la tierra. A la semana,
resignado, cesé mis pesquisas. Pero no la olvidé.
Jamás pude aceptar que había sido apenas producto de mi mente febril. Existió, yo
lo sé. Sin duda, aquella noche de pasión fue sorprendida por alguna enfermera en-
vidiosa, o el médico de guardia, y arrojada a la calle sin piedad. En nombre de alguna
ley que, supongo, prohíbe besar a los enfermos moribundos en horas de servicio.
El hospital era moderno, luminoso y alegre. Demasiado, tal vez. La clientela, salvo
un par de señores, consistía en obreros, artesanos y campesinos de la Provenza y los
Alpes marítimos. Gente de buen trato y sonrisa fácil. Igual que en los cruceros tra-
satlánticos, la vida era apacible, sin mayores sorpresas y ordenada, tan sólo, por las
horas de comida. Con la excepción del desayuno, toda colación venía acompañada
por su garrafa de vino, un clarete Côte de Provence así no más.

MIS HOSPITALES FAVORITOS


Antonio Cisneros
103

Juan Antonio Sánchez Rull


La dulce monotonía fue interrumpida por el festival de cine. Cannes, capital de
luminarias. Poco a poco, los pabellones fueron invadidos por el séptimo arte. Las
enfermeras, emisarias del mundo exterior, adquirían un aire mundano cada vez
que informaban sobre la marcha del festival. Y hasta las modestas barchilonas, go-
bernantas de chatas y papagayos, adquirían un tono rutilante describiendo deta-
llosas su encuentro, a casi un metro con Elizabeth Taylor.
La Croissette, sus hoteles de lujo y sus palmeras, se instaló definitivamente en la
vida cotidiana del hospital que, salvo en la sección de cuidados intensivos y los qui-
rófanos, se hallaba adornado con afiches cinematográficos. Abra la boca, respire, abra
la boca, Alain Delon se ha peleado con Nathalie en la puerta del Carlton. Dése la
vuelta, no le va a doler, usted tiene un aire a Robert Redford. Ponga su brazo, apriete
el puño, la película de Truffaut puede ganar. Aunque también la de Nicholson, y nada
de botar las cápsulas al water.
El festival cerró con broche de oro. Estrellas y paparazzis levantaron anclas. La vida,
como era de esperarse, siguió apacible entre los rayos x, las biopsias, los enemas
104 vespertinos.
Hasta que la administración, dado mi honrado oficio de escritor, tuvo a bien pres-
tarme una máquina de escribir. Lo que me otorgó un aire institucional en medio de
los dolientes. Pronto dejaron de palmearme afectuosos en el hombro (Et alors mon
garcon!) y sus saludos se hicieron fríos y solemnes. Mi estatus de paciente peligraba.
Y la cosa fue peor cuando un campesino de Saint Raphaël, después de muchas vuel-
tas, decidió pedirme una postal para su señora. Inútil explicarle que no sabía escribir
en francés. Que esa máquina escribía también en español. Nada que hacer. Y terminé,
no sé cómo, por aceptar mi papel de Cyrano de Bergerac. Ahí aprendí que los toma-
tes en el sur de Francia son las manzanas del amor y la esposa se llama la patrona.
El éxito fue total. Y durante varios días recibí los encargos más diversos. Desde
cartas procaces, hasta largas excusas de alguna construcción. Y, por supuesto, las
postales de amor. Claro que, a esas alturas, ya no confiaban en mi inspiración y me
traían las misivas escritas a mano. La madre del cordero era la máquina de escribir.
Había recuperado mi sitio bajo el sol. Y así pasaron los días absurdos y fraternos en
torno a una mesa de ajedrez. Tan sólo interrumpidos, pocas veces, por alguna inyec-
ción o una visita a los laboratorios, instalado en mi silla de ruedas como un príncipe
antiguo. ¡Ah, Broussailles! Tiempos de ocio impune, amado y protegido igual que
una mascota. Hasta que llegó la tarde inevitable en que me dieron de alta. Y, a pesar
de mis llantos, fui arrojado a este mundo cruel. El mío y el suyo, querido lector.

MIS HOSPITALES FAVORITOS


Antonio Cisneros
EN LA MIRA

Marin de Viry
Traducción de Eloísa Alcaraz

ELOGIO DE LA ACCIÓN LENTA


ENTREVISTA CON MICHEL HOUELLEBECQ*

En esta entrevista que otorgó a la revista francesa Revue des Deux Mondes,
Michel Houellebecq, uno de los escritores actuales más interesantes y
controvertidos de Europa, establece un retrato de nuestra sociedad y los
males que la aquejan.
Marin de Viry: A menudo usted hace un inspirado elo- –Bernanos decía que todo intelectual debe ser consi-
gio de lo conservador. Quisiéramos saber en qué sen- derado como un imbécil antes de que haya demostrado
tido el conservadurismo es para usted una virtud. lo contrario. ¿Para usted, ocurre lo mismo en literatura?

Michel Houellebecq: El conservadurismo sur- –Sí.


ge en mi caso de mi formación científica. Los
científicos son conservadores por naturaleza: –Usted es prudente pero en ocasiones también se
mientras la teoría permita explicar los datos contradice...
empíricos, no hay razón para cambiarla. La teo- –No creo tener la voluntad de contradecir a mis
ría no se modifica a menos de que sea realmen- contemporáneos. Sin embargo, a veces me su-
te indispensable. Y cuando esto ocurre, nunca cede porque, cuando uno está creando, no pue-
dan marcha atrás. En literatura, conviene no en- de tomar en cuenta lo que van a pensar los con- 105
comiar lo nuevo, intentar defender lo más po- temporáneos. No se puede concebir la creación
sible lo que siempre se ha hecho. Pero hay casos si no se tiene la aptitud de no tomar en cuenta
en los que esto se vuelve totalmente imposible. lo que piensan los contemporáneos. Cuando lle-
Por ejemplo en su libro, Le Matin des abrutis 1, hay ga el momento de la relectura, claro que me doy
una escena muy sorprendente de reunión de cuenta de que me estoy buscando problemas
empresarios: el vocabulario que utiliza, no co- adicionales... Y el editor puede intervenir para
rresponde para nada a lo que se conocía en li- convencerlo a uno de que no publique un pá-
teratura hasta ese momento. Entonces, sí, se rrafo que le ocasionará conflictos innecesarios.
vuelve indispensable hacer otra cosa para po- Pero cuando se trata realmente de elegir, lo que
der hablar de esto. Cuando escribí Extensión del predomina no es un criterio de verdad sino un
campo de batalla, me parecía que la descripción criterio estético. Cuando el párrafo salió muy
que suelen hacer las novelas de la economía de bien, uno no puede quitarlo, aunque sea injus-
las relaciones sexuales era realmente de una to, estúpido o provocador. Pienso concretamen-
estupidez exagerada, al punto que ya era inso- te en el párrafo del egipcio en Plataforma que ha-
portable. No se deberían cambiar las cosas mas cía reír a todo el mundo. Es un poco tonto, el
que cuando la situación se vuelve insostenible: párrafo ese, pero es chistoso. Seguramente fue
para mí la actitud conservadora consiste en eso. por eso que nadie me pidió que lo quitara.

1 Marin de Viry, Le Matin des abrutis, JC Lattès, 2008.


–Pero no siempre es lo chistoso lo que predomina en el cular. En Las Partículas elementales, preciso que
momento de la elección estética. Al ver la película ins- lo que más asusta no es tanto la muerte sino el
pirada en La posibilidad de una isla me sorpendió que envejecimiento. Algo más general y más flácci-
usted haya conservado la esencia del cuestionamien- do. En algún momento, la idea de que la vejez
to filosófico que hay en la novela, el proyecto de una otorgaba sabiduría, y respeto desapareció. En-
eternidad concreta... vejecer se convirtió en un horror absoluto. Mire,
–Me parece interesante que esta entrevista se es muy agradable que la gente diga cosas en
lleve a cabo justo ahora, porque lo que a Iggy Pop lugar de uno. A la pregunta que me hizo un pe-
(cuyo último disco, Préliminaires, se inspira de La riódico holandés: “¿Cómo vive usted el hecho
posibilidad de una isla) le fascinó fue la historia de envejecer?”, Pascal Bruckner respondió por
atroz entre Esther y el narrador, más que el dis- mí: “Extremadamente mal”. La adquisición de la
curso sobre la eternidad. A Esther le gustaría sabiduría ya no es un consuelo para la decaden-
amarlo pero, al mismo tiempo, ya no es capaz cia física.
de amar. ¿La generación a la que pertenece re-
nunció o no al amor? no lo sabemos... No quie- –Por momentos, usted hace referencia a lo que podría
re amar porque amar nos hace débiles y ella llamarse una cultura antigua del amor, contraria a esta
quiere ser fuerte. Si adoptamos el punto de vis- evolución que nos hace despreciar a la vejez. Pienso por
ta del narrador, hay un momento en el que él se ejemplo en el personaje luminoso de la abuela del na-
da cuenta de que no es el más fuerte: es un mo- rrador de Las partículas elementales. Efectivamen-
106 mento importante en una vida. Y se expresa ma- te, en su obra se trata de un mundo ya extinto. ¿Cómo
ravillosamente en el disco de Iggy. Es un hom- analiza usted la destrucción de la cultura del amor?
bre de sesenta y dos años, que seguramente ya –Quiero subrayar el hecho de que, aun si a veces
vivió ese tipo de cosas: creer que uno es el más disfruto “haciéndome el ensayista”, en el fon-
fuerte en una relación con una mujer más joven, do no soy un intelectual. Sobre ese tema, reac-
y constatar que no lo es... Volviendo a la pelícu- ciono como novelista. Tengo un amigo –a quien
la, siento que, a pesar de todo, hay un equili- dediqué La posibilidad de una isla–, un ser realmen-
brio entre el humor y la reflexión sobre la eter- te bueno. Un día, me dijo que iba a invitar a un
nidad, como se puede ver en la elección decisiva coloquio a una filósofa americana que trabaja-
de Patrick Bauchau (el actor) quien tiene una ba sobre este tema: “¿Por qué existe la bondad?”
verdadera dimensión de profeta pero también Se trata, en efecto, de una pregunta fundamen-
una gran capacidad para hacer el ridículo... tal a la que no tengo una respuesta inmediata.
Se podría decir que la religión es un entrena-
–¿Existe alguna relación –quizás hasta pueda genera- miento para hacer el bien. Pero personas que
lizarse– entre ese sentimiento de debilidad que tiene no tienen ninguna noción religiosa manifiestan
el narrador durante su relación con Esther, y su deseo a veces una bondad espontánea. Resulta pro-
de inmortalidad? blemático, porque en cuanto uno trata de ser
–Honestamente, no. Pienso que el deseo de in- intelectualmente honesto sobre este asunto, se
mortalidad es un deseo general de la historia topa con un misterio. Una vez me sucedió algo
que vivimos en este momento, y que es inde- muy extraño y nunca he tenido la oportunidad
pendiente de una situación psicológica parti- de incluirlo en una novela: ocurrió durante un

ENTREVISTA CON MICHEL HOUELLEBECQ


Marin de Viry
EN LA MIRA

periodo de grandes huelgas, en Francia, en 1986, y la novela se alimentan del dolor humano, y
durante el cual ya no se podía circular en tren. muy difícilmente puede ser celebración pura.
Alguien me subió a su coche, me llevó a donde Para responderle de manera directa, yo creo
quería, gratis, y alejándose cien kilómetros de que sí podemos establecer una jerarquía. Sien-
su destino, mientras que otras personas, en las to claramente que el amor que le tengo a la no-
mismas circunstancias, empezaban a hacer su vela es real, pero se debe a una capacidad que
agosto en las estaciones de tren. Era casi una si- considero un poco sospechosa tanto en mí como
tuación de guerra. El carácter moral de la gen- en todos los novelistas dignos de ese nombre:
te se manifiesta en esos momentos de forma la de inventar criaturas, personajes a los que da-
muy violenta y contrastada, sin que uno pueda mos vida. La operación tiene un lado sucio. Un
referir esto a una creencia religiosa. Por eso las ser humano no es algo precisamente bonito y,
personas que vivieron una guerra muchas ve- por eso, para inventar a alguien que dé la impre-
ces escriben libros buenos: de repente todo se sión de existir, uno tampoco puede ser precisa-
vuelve tan claro... Cuando hay mucha violencia mente bonito. No es una actividad muy moral
unos son muy buenos y otros muy malos. Y la que digamos. Hay que entrar en detalles roño-
reflexión casi no cuenta.
 sos. La iglesia canonizó a Fra Angelico, pero nun-
ca canonizará a un novelista, y con toda razón.
–Pareciera que usted tiene una teoría sobre la violen- Mientras que la poesía... Vi el Libro de Kells, una
cia que usted no tiene sobre la bondad. En La posibi- magnífica ilustración de los Evangelios hecha
lidad de una isla, usted muestra una humanidad que por monjes irlandeses de principios del siglo 107
concluyó su ciclo de violencia, en términos que recuer- viii. Me los imagino muy bien en su monaste-
dan a la teoría mimética de René Girard... rio húmedo, en un estado de éxtasis permanen-
–Conozco a René Girard sobre todo por una te- te y produciendo belleza todos los días. La poe-
sis, que considero falsa, y que se enuncia así: sía puede sobrevivir en ese tipo de ambiente...
“deseamos lo que el otro desea”. Para mí, las co-
sas son más simples: deseamos lo deseable. El –Preguntémonos ahora sobre la relación que hay entre
cuerpo de una mujer joven es deseable en sí mis- los diferentes sentidos que puede tener una vida y la
mo. De hecho, observo una invariabilidad rela- duración de ésta. Usted abordó el tema en un artículo
tiva del cuerpo deseable, a pesar de lo que se sue- publicado en su blog: usted dice ahí que no es posible
le decir al respecto. El 90-60-90 sigue siendo decir que un escritor decide el momento de su muerte,
el motor universal del deseo masculino. pero que tampoco se puede decir que esta idea no tiene
ningún sentido...
–Si dejamos la novela, territorio de drama, por la poesía, –Sí. Por ejemplo, Hervé Guibert, que a mi me
nos da la impresión de que para usted el lenguaje poé- gusta bastante, entró en una actividad frenéti-
tico se sitúa en la cumbre de una jerarquía artística... ca antes de su muerte efectiva. Lo mismo le pasó
–Hay una pregunta general que me interesa teó- a Lovecraft. Estas personas tenían consciencia
ricamente: ¿Puede existir el arte en un mundo de lo que ocurría en su interior. Ningún autor es
sin drama? Pintura sí, sin lugar a dudas. Poesía, infinito. Es así de simple. Los escritores tienen
yo pienso que también. Sobre la música y la no- un determinado número de cosas que decir. Tra-
vela, no estoy tan seguro. Pienso que la música tan de decirlas, y a veces el tiempo apremia, y
108

© Alberto Ibañez “El Negro”


EN LA MIRA

tienen una actividad frenética. Otras veces du- se vislumbraba ahí... Era pura repetición. Y, sin
ran demasiado, también puede suceder. Para ser embargo, se trata de un animal inteligente...
honesto, me gustaría jubilarme, aunque la idea Yo no abordé este asunto en mis novelas, pero
me parce un poco repulsiva. No estoy seguro de constato que algunas personas se sienten feli-
que lo vaya a hacer, por el momento todavía no ces de hacer siempre lo mismo. La gran desdicha
me es posible. de los hombres no consiste, como decía Pascal,
en no poderse quedar quietos en una habita-
–Entonces usted considera que hay un vínculo entre ción, sino en no poder hacer siempre lo mismo,
la duración de su vida y su vocación. Porque si usted con una felicidad renovada. Ese deseo de nove-
piensa que no va a jubilarse, significa que, para usted, dad es una catástrofe.
decirlo todo es más importante que retirarse...
–Yo mismo soy un gran amante de la literatura –Entonces como novelista, usted todavía no ha explo-
y sé lo que significa que a uno le guste un escri- rado la hipótesis de una eternidad concreta. ¿Puede
tor. Una vez que ya amamos al autor, cuando imaginarse una vida del alma sola?
esto ya ha ocurrido, nos interesa todo lo que –¿La eternidad del alma? No. No me la imagino.
escribe. Lo consideramos un testimonio único Podría imaginarme un relato de la percepción
sobre el mundo, que proviene de un ser único. pura. Me gusta el final de Las Partículas elemen-
No queremos que el autor deje de escribir jamás. tales sobre todo cuando el personaje percibe el
Por ejemplo, yo leo cualquier cosa de Dostoievs- mundo exterior. Podría hacer un relato separa-
ki. Su diario es aburrido, es cierto, pero aun así, do del individuo percibiendo. De hecho, quizá 109
es un placer estar con él. Dan ganas de leerlo sería bastante aburrido. Virginia Woolf lo inten-
todo... tó un poco en Las olas. El alma no es una palabra
que se pueda evacuar, aunque todo me impulse
–Vayamos a la cuestión de la eternidad. En La posibi- a evacuarla. Es parte de mi formación científica.
lidad de una isla, usted describe una eternidad con- Varias cosas llamaron mi atención por ejemplo
creta que resulta muy aburrida. ¿Usted puede imaginar me acuerdo de Alain Jouffroy, viejo poeta surrea-
esa misma eternidad como algo alegre? lista que me decía: claro que tenemos un alma,
–La eternidad no debería ser aburrida. La posibi- pero no es inmortal. Maurice Dantec cree ab-
lidad de una isla es la descripción de un fracaso por solutamente en el alma. Yo no lo sé, a veces me
volver interesante a la eternidad. Pero todavía da la impresión de que no tengo alma, pero la
no he dicho mi última palabra al respecto. Por gente, por ejemplo en los países del Este, me
ejemplo, el perro, presentado como un ser ente- dice que estoy lleno de alma, entonces no sé qué
ramente positivo, no sufre con la eterna repeti- decir...
ción de lo mismo. Me acuerdo que durante la fil-
mación de un documental que se hizo sobre mí, –Si su ánima es el principio que a usted lo anima, po-
la directora jugaba con mi perro en la escalera, dríamos atribuirle el hecho de que usted, como escri-
lanzándole una pelota y a él no sólo le gustaba tor, contempla la posibilidad de no jubilarse mientras
que le lanzara la pelota siempre de la misma que, como individuo, quisiera tener un retiro...
manera, sino que además corría siempre igual –Sí, sí, efectivamente.
para alcanzarla. Ningún tipo de aburrimiento
–Existe una representación simbólica de los hombres yo sobre estimo a la gente. Quizá vivan simple-
que me parece muy semejante a sus propias creacio- mente como animales.
nes, la de los seres con dos sexos en la teoría del amor
que desarrolla Aristófanes en El Banquete. –En sus novelas a usted le interesa la figura del profe-
–Sí, de hecho es la única teoría del amor que que- ta y también el tema de la revelación. Según usted, ¿el
da del Banquete. Es de una belleza inquietante. interés por los profetas y por la palabra revelada co-
Lo tentador sobre todo es el hermafrodismo que rresponde a un simple deseo de inmunidad que tienen
hay en ella. Esos seres perfectos. los hombres, o bien a un deseo más noble?

–Ambas son ciertas. Me fascina el asunto de las
–A veces usted demuestra sentirse fascinado por la ve- creencias religiosas más que el tema de los pro-
locidad a la que se desintegran las religiones...
 fetas. En el caso de Raël, por ejemplo, propone
–Está muy relacionado con los países en los que una alternativa que puede tener sentido. Qui-
he vivido. Radico ahora en Irlanda y compré un zá porque la ciencia, ni nadie, entiende nada,
departamento para las vacaciones en España: justo por eso la ciencia se puede adoptar como
eran los dos países más católicos de Europa. Es una fe. La última vez que vi a Raël, llevaba una
alucinante para alguien que no es católico, pero camiseta que decía “Science is our God”. Por qué
que de todas formas imagina muy bien qué se no pensar que la ciencia nos va a hacer felices y
siente ver que la religión desaparece tan rápi- que además es buena? Pero, más allá de eso,
do; realmente resulta espectacular. En España lo que me parece fundamental en el fenómeno
110 ya es sabido, existió “la movida”, a la gente le religioso es la idea de que, a pesar de las apa-
interesaba mucho el sexo. Pero en Irlanda no riencias, todo está bien y que Dios nos ama. Si
pasa lo mismo, lo único que les interesa es el Pascal, uno de los hombres más inteligentes de
dinero... Y, sin embargo la caída es la misma, y la historia fue tan importante en mi vida, es por-
ocurre a la misma velocidad. Hablo y hablo de que entendía bien el problema que Dostoievski
esto, pero me asusta, porque yo mismo crecí expresó a su manera nerviosa aunque menos
sin una “gran” estructura, sin “gran” explicación fulminante: si Cristo estuviera contra la verdad,
del mundo. Hubo un poquito de comunismo yo estaría con Cristo contra la verdad. En un sen-
en mi formación, y aunque era un sistema de tido, esas elecciones irracionales tan fundamen-
asistencia social y de vida en comunidad muy tales coinciden con la pregunta que ya nos he-
bueno, nunca lo abarcó tanto como hace el ca- mos formulado: a nadie le conviene hacer el bien,
tolicismo, que lo engloba todo: el comporta- y sin embargo algunos lo hacen. A todo el mun-
miento privado, el calendario, etc. La gente vive do le convendría ser un personaje cínico a la
dentro de eso y, de repente, en pocos años, to­ Maupassant. Sobre asuntos de religión tengo,
do desaparece: me pregunto cómo no se vuel- antes que nada, una actitud de escritor. Admiro
ven locos.
 frases como la de San Pablo: “Si Cristo no resuci-
tó nuestra alegría es vana”. La pronunció en una
–¿Pero las personas pierden la fe o la cultura católica? época en la que ya no había testimonios de la
–Lo que despareció en España fue la creencia en resurrección. Y esto es justamente lo que vuel-
Dios y en la inmortalidad. Y la gente no se ha ve tan fuerte la expresión de su apuesta total.
vuelto loca. Tal vez la verdad de todo esto es que Escribí Rester vivant, méthode, mi primer libro, in-

ENTREVISTA CON MICHEL HOUELLEBECQ


Marin de Viry
EN LA MIRA

fluenciado en gran parte por San Pablo. Tiene a la inacción, al revés de lo que podría pensarse
una violencia, un nerviosismo: ¡Eso es un escri- de forma superficial, sino que incita a una ac-
tor! Me doy cuenta que, desde un punto de vista ción lenta. Una acción conservadora, dejando
cristiano, decir “¡San Pablo, qué escritor!”, puede las cosas tal y como están, mejorándolas lige-
parecer un poco blasfemo, pero no lo puedo evi- ramente cuando es posible, sin intentar bascu-
tar... Uno de los libros que más me han marca- lar todo cuando es inútil. Para hacer una analo-
do en la vida, es el proyecto de guión de Pasolini gía, le diré que recientemente leí a Tocqueville.
sobre la vida de San Pablo. Es más, probablemen- ¡Hay que ver, todo lo que le achaca a Lamartine!
te Pasolini sabía que eso no iba a ser una pelícu- Tocqueville da la impresión de ser un tipo hones-
la, quizá por eso cuidó tanto la forma escrita. to, que hace lo que le parece correcto en una
situación, mientras que Lamartine –por lo me-
–¿Qué le inspira a usted un personaje como san Fran- nos en su descripción– parece capaz de hacer
cisco de Asís, que piensa que Dios provee a todos, que cualquier cosa, con una irresponsabilidad que
se niega a considerar que haya una carencia, al punto raya en lo criminal, en pleno periodo de insurrec-
en que se negó a pensar en el porvenir y que agradecía ción, para que la situación se vuelva más inte-
al cielo incluso cuando lo extorsionaron?
 resante o más divertida.

–Al escucharlo hablar, me siento como una má-
quina, porque me estoy diciendo: “Ah sí, qué per- –Para terminar, hablemos de Graziella, de Lamartine,
sonaje más bello habría que desarrollarlo”. Sí, a la que usted se refiere como su primera lectura deci-
creo que existen ese tipo de personajes... En un siva, a los diez años. Lo que llama mucho la atención en 111
libro de ya no sé cuál escritor católico, el perso- ese texto, es la relación que existe entre la confesión de
naje acepta la muerte como algo bueno; pues- indignidad de Lamartine y la belleza del texto. Usted,
to que Dios es quien la otorga sólo puede ser que a veces se considera indigno, ¿piensa que existe una
buena... “Yo te saludo, oh muerte corporal”, etc. relación entre esa confesión y la belleza de un texto?

Quizás en uno de mis mejores momentos po- –Reconocerse indigno y dar testimonio de ello
dría lograr un personaje así. forma parte de la higiene general de un escri-
tor. No estoy formulando una ley general, pero
–En Cosmos Incorporated, de Dantec, el narrador hay una gran cantidad de cosas consensuales
describe un mundo completamente averiado, contami- desde ese punto de vista, en la novela contempo-
nado, en el cual, sin embargo, la creación sigue siendo ránea. Saber que uno es indigno está bien. Pero
bella... Piensa que la belleza de la creación nos acom- no es más que algo previo. Luego hay que saber
pañará hasta el fin de los tiempos. rendir homenaje a lo que es digno. Es quizás lo
–Los budistas, por su lado, piensan que el mun- que encontramos en Graziella, porque el relato
do es perfectamente tal y como debe de ser. termina con un magnífico poema, “El primer re-
mordimiento”. Intenté hacer el paso de la no-
–Y si hubiera que escoger entre ser Leibniz o Voltaire, vela al poema. Lamartine logra ese salto esté-
respecto al temblor de Lisboa, usted sería más bien tico, impresionante y natural a la vez.
Voltaire, ¿no?

–Sí, más bien Voltaire, pero me equivoco. Pues la * Texto de Marin de Viry para la Revue des Deux Mondes
idea que dice que el mundo está bien no incita (Derechos reservados. Este texto no está sujeto a la
licencia Creative Commons).
BAZAR

una tarde dio como si pudiese mirar, y por ende le-


vantar la mirada. Yo, lector, le correspon-
compro un libro do: me acerco y lo sostengo entre las ma-
nos. Por supuesto que miro la portada,
Llevo conmigo perfectamente anudados, que leo la contratapa, que pispeo la sola-
fusionados como siempre, el deseo y el pa; sé también de qué se trata más o me-
deber. Entro en una librería sin sentir zo- nos el libro y quién fue el que me habló
zobra alguna. No hay por qué: más que del autor. Pero todo eso viene después,
nada en la lectura, en la vida que dedico después de que el libro se dio a ver, des-
a leer, consigo hacer que coincidan, sin pués de que se hizo percibir porque fue
esfuerzo y hasta con soltura, lo que ten- capaz de percibirme. Ya existe una rela-
go que hacer y lo que quiero. Los libros ción entre este libro y yo, ya no va a po-
me reciben por eso con el aire reposado der decirse que no tenemos nada que ver.
del que tiene mucho tiempo. En las me- Me interesó; si lo dejara ahora en su sitio,
sas o en los estantes, en la vidriera o en si lo devolviera a la mesa y me olvidara de
los exhibidores, se ofrecen sin mayores él apenas al salir a la calle, sería ya de to-
urgencias; si no es hoy, será mañana: al- das formas el libro al que renuncié, el libro
guna vez nos veremos. Entro y miro por del que desistí, el libro que me perdí de
costumbre, pero traigo mis ganas de lec- leer porque habría querido leerlo.
112 tor delineadas por completo, desde aquí –Lo llevo –comento al librero con apa-
hasta donde alcanza la vista. Esto leo rente calma. Me consulta si es para re-
para comentar en una reseña bibliográ- galo y respondo que no, que es justamen-
fica, esto para enseñarlo en el sur, esto te lo contrario.
para las clases de agosto, esto para el Voy a leer este libro muy pronto. Cuan-
artículo que no admite prórrogas, esto do lo lea, mientras lo lea, voy a tratar de
porque tendría que haberlo leído hace definir si acaso puedo reseñarlo, o si pue-
mucho, esto para dar la charla aquella. do enseñarlo en el sur, incluirlo en las cla-
Pobrecitos los que son prisioneros de esa ses de agosto, mencionarlo en el artícu-
guerra que tantas veces sostienen la pa- lo que debo, o agregarlo a la charla aquella
sión y las obligaciones. En mí firmaron que tengo que dar en un tiempo. La unión
hace tiempo un armisticio inmejorable, y cabal del deseo y el deber es demasiado
se aliaron de inmediato como potencia vital para mí como para que deje de cui-
invencible. No obstante, yendo y viniendo dar su alimento.
en la calma de la librería de siempre, al-
canzo a distinguir desde un costado esa Martín Kohan
clase de señal que no puede confundirse.
A veces la da una persona que quiere que
la conozcamos, a veces la da un amigo
que nos distinguió y que se acerca. A ve-
ces la da un libro. Acaba de darla ése: la
BAZAR

SUDORES DE Tan dañinas para la salud como las corrien-


tes de aire frío son esas tardes en que nos
HIPOCONDRIACO refugiamos frente a la chimenea, en un
mullido sillón, bajo el efecto de un sedan-
Durante la enfermedad uno está como te. Dejan afónica la voz de la conciencia.
nunca cerca de su cuerpo y a la vez aleja-
do de sí mismo. * * *

* * * Un malestar crónico no tarda en adoptar


la forma de una mascota, a la que malde-
La necesidad obsesionante de salud ter- cimos pero también hemos aprendido a
mina por vampirizar las capacidades del querer. Todos los días la sacamos a pa-
enfermo impidiendo su mejoría. sear con nosotros, y aunque nos lamen-
temos de su obstinación y servilismo, no
* * * vemos el momento de acariciarla con cier-
to arrobo y presunción en los encuentros
Hay un tipo de enfermedad insidiosa que sociales.
podría compararse con un bastón: estor-
bosa y molesta, nos ayuda a mantener- * * *
nos en pie. 113
Embotamos nuestro espíritu con toda
* * * suerte de tóxicos y ofuscaciones quizá
porque tememos que un exceso de clari-
Las enfermedades imaginarias pueden dad termine por arrojarnos a la náusea o
llegar a ser la forma más constante del la locura.
amor propio.
* * *
* * *
La sensación de bienestar y lucidez, des-
La postración es propicia para la intros- pertarse una mañana endemoniadamen-
pección y el autoconocimiento, de allí que te radiante, tan lleno de proyectos como
casi nadie quiera ser vencido por un pa- de efervescencia, son cosas que uno ter-
decimiento. mina por entenderlas como síntomas,
como advertencias, como pájaros de mal
* * * agüero de algo sin duda grave.

Luigi Amara
BAZAR

LA FURIA retahíla de comentarios y anécdotas


amarillas: que si le nació el niño muerto,
DE LOS CANGREJOS que si una enfermedad de esas feas, que
si vomitaba y vomitaba, que si se le vol-
Me gusta tejer porque puedo quedarme tió la matriz como calcetín viejo. Los pa-
como ida en el movimiento de las agujas, sillos de los hospitales son sin duda el
el uno dos de cada puntada y no pensar. mejor lugar para andar confesando enfer-
El hilo, esa prolongación constante, lineal medades ocultas; casos propios, de algún
–tono de tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii que pareciera familiar o de quien sea; diagnósticos ver-
infinito–, de pronto entra en el juego de daderos, inventados o exagerados. Gana
los ceros y los unos, derecho revés, dere- el que logre causar más pena. La pena es
cho revés, derecho revés, para crear un la moneda que aquí se gasta, así es como
orden que puede ser de suéter o de pon- se obtienen sillas, sábanas extra, raciones
cho con barbas. La señora de al lado bor- dobles de gelatina. Aunque, a decir ver-
da flores azules de punto de cruz en una dad, sí hay quien se pone a hablar nomás
servilleta, que para el caso es lo mismo. por puro gusto. De todas maneras no hay
Yo tejo una bufanda que nadie se va a po- forma de hacer oídos sordos. Es imposi-
ner en Navidad. El color es tan feo: guin- ble no escuchar, como es imposible no
da, casi marrón. A nadie que yo conozca ver, por más que se haga ojo de hormiga.
114 le gusta el guinda, pero ahí estaba la bola Va uno por el pasillo y se cuela por el rabi-
de estambre en el cajón chiquito de la má- llo del ojo la vista entre las cortinas tiesas
quina de coser y quería entretenerme con que ponen entre una cama y otra, y que
algo. Ya sé, van a decir y por qué no mejor nunca cierran bien; uno hace como que
te pones a leer, de perdida una revista, o no mira pero sí mira: piernas así, piernas
a llenar un crucigrama. Pero aquí no se asá, chichis arrugadas y pitos de viejito
puede, no hay manera de que la mente oreándose, abanicados apenas con un
se vaya a perseguir piratas y rosacruces. cartón de caja de zapatos. Bonita me ve-
Hay que estar al pendiente por si el doc- ría yo aquí con mi libro de poemas, que
tor pasa visita o si llega la enfermera y vergüenza, iban a decir: y esa vieja paya-
pregunta a qué hora se le puso el medi- sa qué, se cree intelectual o qué. Así que
camento. Entonces aviento el tejido para mejor me entretengo con esto del tejido,
donde sea; hay que ponerse a las vivas aunque estemos en pleno verano y las
para cachar instrucciones, ver si por ahí manos me suden. Se teje para esperar,
uno puede agarrarse de algún gesto, de pienso. Tejen chambritas las mujeres em-
alguna palabrita para hacer preguntas y barazadas y nidos de paja los pájaros para
saber algo, de preferencia esperanzador. sus huevos; las hijas que esperan la muer-
Luego está que la que cuida al de la cama te de sus madres también tejen. Es como
de al lado siempre es una cotorra parlan- ir trenzando el camino de regreso. Un
china, y con que uno le dé los buenos días tiempo suspendido en la espera a que la
ya es motivo para que se suelte con su vida acabe de llegar o de irse. ¿Qué tiene
BAZAR

tu mami?, pregunta la cotorrita que cui- los ojos abiertos y me apuro a preguntar-
da al de la cama de al lado. Un... as-tro- le ¿Necesitas algo? ¿Quieres agua? Como
cito-ma difuso, le digo leyendo el cartón no sé si me escucha atiendo a sus ges-
escrito con plumón verde sobre la cabe- tos, a los pedacitos de palabra que diga,
cera. Ah. Pero se ve que ya está mejor, aunque casi siempre diga una cosa por
¿edá? Debe estar bien contenta de que otra. Si cabe la cabeza, cabe todo el cuerpo,
viniste a verla –suspira–. Hay que pedirle dice clarito mirando hacia la rendija de
mucho a Dios, mija, él todo nos concede. la ventana. No digas eso, ma, le digo, y le
En lugar de decir cualquier cosa, digo que acaricio la frente. Ella afirma con los ojos
sí con la cabeza y pongo una sonrisa boba. muy abiertos como si hubiera dicho la
Con la uña le rasco a la bufanda una man- cosa más ocurrente y repite ¡Sí! Si cabe
cha de comida que se hizo costra. la cabeza... cabe todo el cuerpo. Me pongo a
De noche, ya tarde, me gusta pasear tejer para hacerme tonta aunque tenga
por la sala de espera. Ahí hay una máqui- calor y me suden las manos como dos
na de dulces con un parche de cinta mé- llaves de agua. ¿A quién se le habrá ocurri-
dica en la ranura para el dinero, sillas do pegar en uno de los barrotes de la cama
puestas contra los muros. La gente se las una estampita de Bart Simpson arrodi-
ingenia para dormir más o menos acos- llado, rezando, con una sonrisa grande y
tados: se hacen taco en una cobija cua- amarilla? La cotorrita se levanta y arras-
drada estirada hasta la coronilla como tra los pies de camino al baño: Se desper- 115
si fueran indigentes, porque no importa tó tu mami, ¿edá? Ei, si se ve que ya está
que tengan un poquito de dinero y una mejor, bendito sea Dios, hasta la oí que
casa, todos aquí parecemos indigentes; hablaba, ¿Qué fue lo que te dijo? Le con-
le vamos perdiendo la pena y el asco al testo cualquier cosa y veo hacia la ven-
piso, a los baños, a los vasitos desecha- tana. Del otro lado flotan las cruces de
bles. Vuelvo a la habitación aunque no neón de las iglesias. Cruces verdes, azu-
tiene caso dormirse todavía. Tarda más les, rojas y anaranjadas suspendidas en
uno en acomodarse en la silla, cuando ya el aire oscuro de la noche.
le agarró otra vez la punzada a algún fu-
lano y se puso a dar de gritos, y eso des- Ave Barrera
pués de que uno ya se acostumbró a las
toses, los ronquidos, la luz mediana que
a veces zumba y parpadea. Cabeceo a ra-
tos con el tejido sobre la panza y de pron-
to me llega un airecito fresco con olor a
lluvia que me despabila. Alguien abrió la
ventana del cuarto. La rendija que se pue-
de abrir porque tiene un tope que no deja
que la ventana se recorra más de treinta
centímetros. Descubro a mi mamá con
BAZAR

DÍA MUNDIAL DE causa, asegura que se trata de todo me-


nos de una consigna, el día mundial de la
LA PROCASTINACIÓN procastinación es la oportunidad de apre-
tar el botón de pausa. Un día para el distan-
Entregar el trabajo que prometimos para ciamiento y la relfexión.
hace una semana, terminar el reporte de
actividades del mes, la factura de la luz, Eloísa Alcaraz
la declaración de impuestos... ¿y si final-
mente, y sin ninguna culpa usted decide
dejar todo para después, y participar en Gabriela no es
el día mundial de la procrastinación, progra- guapa pero
mado para el 25 de marzo?
Esta palabra de origen inglés con sono-
cuando la conoces
ridades tan impúdicas consiste simple- te parece linda
mente en dejar para mañana lo que puede
hacerse hoy. Un comportamiento seduc- Wiener quiere decir “vienés”. Yo soy algo
tor en muchos sentidos pero que fácilmen- así como Gabriela “de Viena”, como una
te puede volverse patológico, a menudo salchicha. Mi tatarabuelo se llamaba
insoportable para quienes nos rodean y Char­­les Wiener Mahler, y era de naciona-
116 algunas veces llega a ocasionar graves lidad austriaca. Llegó a Perú en 1875, en-
consecuencias materiales. viado por el gobierno francés como par-
¿Firmar la boleta de calificaciones de te de la Gran Exposición Universal. Como
nuestro hijo mayor? Mañana. ¿Hacer la era de esos viajeros ilustrados de media-
verificación del coche? La semana que vie- dos del xix, se levantó en peso cuatro mil
ne. ¿Hacer cita con el dentista? El próximo piezas arqueológicas que ahora ocupan
mes. ¿Revisar para el extraordinario? En una gran vitrina en el Museo Etnográfico
las vacaciones. ¿Visitar a los abuelos? Lue- de París y gracias a ello le dieron una me-
go. El escritor François Weyergans, víc- dalla. Por desgracia, no tengo ni idea de
tima de la procastinación, asegura en su si soy descendiente del compositor del
novela Trois jours chez ma mère: “La procras- tema de Muerte en Venecia. Lo más pro-
tinación, es una defensa inmunitaria para bable es que no. Pero del Wiener sí. Lo
hacer frente a una sociedad extremada- único que sé es que mi tatarabuelo, des-
mente ruda”. pués de pasar brevemente por esas tie-
Contra la velocidad y el frenesí que nos rras, se regresó a Francia con un niño indí-
aqueja, David d’Equainville, fundador de gena, espero que no para ponerlo también
la editorial Anabet, acaba de crear un si- en una vitrina, al estilo King Kong. Un ami-
tio de Internet dedicado a esta práctica go que sabe mucho sobre esas cosas me
y editó en Francia un libro sobre el tema: dijo que los “indios” que eran llevados a
Demain, c’est bien aussi (también mañana Europa no sobrevivían mucho tiempo.
está bien). Como buen militante de su Yo ya llevo seis años y me parece un mi-
BAZAR

lagro. Volviendo a la época de mi tatara- linda, dijo la amiga 1 a la amiga 2. Yo es-


buelo, el hombre se fue con un indiecito cuché  ese diálogo, o me lo contaron, da
pero dejó a un niño que a su vez tuvo otro igual. A lo que voy es que cuando uno es-
hijo que a su vez tuvo diez hijos, uno de cucha la frase “no es guapa” lo primero
los cuales a su vez tuvo a mi abuelo que que se te ocurre es que no están hablan-
a su vez tuvo a mi padre que me tuvo a do de ti. Por lo general, se da por descon-
mí. En Perú a los que desentierran teso- tado que en el mundo hay feos pero ni se
ros preincaicos se les llama huaqueros, te ocurre que puedas estar en ese grupo.
aunque sean muy intelectuales, o lleven En el peor de los casos, es cuestión de gus-
las piezas a museos de Europa o a los sa- tos o es una cuestión de puntos de vista,
lones de sus casas. Los huacos son piezas o la belleza es subjetiva o eres el patito
milenarias de cerámica, piedra o metal feo o un feo con suerte, o no eres tan feo
de gran valor arqueológico y artístico. Al- o eres un cisne. Pero creo que esa fue la
gunas veces me han dicho que tengo una primera vez que me vi desde fuera o que
cara muy parecida a la de un huaco retra- me di cuenta de que alguien más, además
to. Desde que estoy en España, siempre de mí, había pensando que yo no era bo-
me encuentro con gente que le dice a al- nita. Cuando alguien me soltaba alguna
gún amigo “no pareces peruano” y de in- cosa horrible en el colegio, yo solía volver
mediato voltean a mirarme y me dicen a casa devastada. Mis padres entonces
como haciéndome un gran descubrimien- me decían bonita, para consolarme, eres 117
to: “en cambio tú sí tienes cara de perua- bonita, Gabriela. Yo en el fondo les creía,
na”. Será porque la familia de mi madre quería creerles. Mentían, claro, siempre
es de la costa norte del Perú, territorio mintieron, lo supe desde esa vez. Nadie
donde siglos atrás y mucho antes del im- quiere ser simpática, ninguna mujer quie-
perio de los incas, se desarrolló una cul- re ser solo agradable. Hay pocas cosas
tura llamada Mochica, cuya especialidad tan en desuso como la belleza interior.
eran los huacos costumbristas y eróticos, Yo lo he hecho mil veces, quiero decir
una manera muy light de llamar a estas que yo me he aplicado al ejercicio de juz-
pequeñas esculturillas pornográficas. Hay gar estéticamente a otros, como una gran
algo en esta mezcla perversa de huaque- entendida, y no suelo ser tan benigna co­
ro y huaco que corre por mi sangre, algo mo aquella amiga. El escarnio bien prac-
que me desdobla. ticado es hasta artístico pero vilipendiar
el aspecto del prójimo no. Eso está mal
* * * visto. Eso sí que es feo. Pero yo lo hago, no
importa con quién, con cuántos. Y sobre
No hay que ir al cielo ni a la peluquería todo conmigo misma. Todos sabemos que
para tener el privilegio de escuchar que para la gente realmente guapa éste no
hablen de uno en términos crudamente es un tema de conversación. Los guapos
estéticos. A mí me pasó. Gabriela no es de verdad ni se dan cuenta de lo gua-
guapa pero cuando la conoces te parece pos que son. Para la gente fea tampoco.
BAZAR

Para los feos no es un tema, es el único Duermo con un sicario. Es fácil para mí.
tema. De hecho, alguien que no habla del He leído que los feos (una vez más, los
físico de los demás, aunque no sea una otros) son producto de la selección na-
persona guapa, solo por la abstención ya tural y que su físico es débil y su genéti-
puede considerarse un poco guapa. En ca pésima. No obstante, Humberto Eco,
cambio, a alguien ni fu ni fa, e incluso a un feo clarísimo, en su Historia de la Feal-
alguien semiguapo, le afea bastante ha- dad citaba a Marco Aurelio –apodado “el
blar de la belleza o la fealdad de los otros. sabio” y no “el guapo”– reconociendo la
Yo soy fea, no horriblemente fea, aunque belleza de lo imperfecto, “como las grie-
según qué espejos puedo verme franca- tas en la corteza del pan”. Otra fea llama-
mente horrible, pero no soy guapa. Como da Alejandra Pizarnik, la poeta argenti-
dijo aquella amiga, soy linda si me cono- na suicida, escribió: “Te deseas otra. La
ces. Nadie se siente atraído por mí a pri- otra que eres se desea otra”. La frase me
mera vista y esto puede ser muy moles- define en el Facebook. Nunca unas pala-
to en un mundo donde casi la mitad de bras (sacadas de su contexto), me habían
la población tiene una anécdota acerca explicado mejor. En una época me dibu-
de un amor fulminante. De hecho creo jaba, en realidad construía collages con
que siempre he sido yo la que me he acer- fotografías recortadas, unías partes de mi
cado a los demás, pocas veces ha ocurrido imperfecto cuerpo con recortes de cuer-
118 lo contrario. Y claro, cuando me conocen pos de modelos increíbles. En uno de mis
sí, me conocen y ven que tengo algunas autorretratos tengo un rubí en el pezón
cualidades, incluso mi físico puede dar y mi cuerpo es el de una heroína de cómic
cierto morbo, con ese punto de exotismo, erótico de los setenta. Soy una muñeca
sobre todo desnuda, parezco una nati­ recortable y tricéfala al que le he cortado
va amazónica recién capturada, eso da el cuerpo y le he dejado los vestidos. Si
morbo, morbo colonial, sí, eso dicen mis esas dos perras hubieran dicho: “Gabrie-
amantes, pero puede ser otra mentirilla la es guapa pero cuando la conoces te
de esas. Me he filmado y no me veo nada parece feísima”, entonces sí, ahí sí que
atractiva, últimamente menos, de hecho me hubiera parecido bien. Atajo bien las
mis amantes se ven peores que yo en los críticas a mi modelo de virtud, pero un
vídeos, pero da igual, considero que si mis poco menos todas las demás. Lo que di-
amantes son feos también es un proble- jeron, por último, las convierte de inme-
ma mío, mis amantes feos me afean más. diato en no guapas. Y a mí en una efímera
Me pasa lo mismo con lo que escribo. Lo preciosidad. 
 
 
 
 
 
 
que escribo siempre me afea. No hablaré
aquí del odio que le tengo a las escrito- Gabriela Wiener
ras que además de escribir bien son por-
tentos femeninos. Tengo a una enterrada
en mi jardín. La belleza mata. Como todas
las veces que lo hago, sobran las palabras.
LIBRERO

el misterio del prójimo


muerte en la rúa augusta, de Tedi López MiLls

“Todos los géneros son géneros poéticos”, advierte en un ensayo el poeta Antonio Gamoneda. El
comentario bien podría aproximarnos a una definición de la obra que tenemos enfrente. Por más
que pretendamos delimitar en parcelas: decir esto es una novela, es una crónica, es un cuento;
estamos ante la poética de un arte inventado y verdadero al mismo tiempo. Pero encontrar una
obra cuya lectura pueda ser dilucidada desde diversos ángulos con la suficiencia de la mirada
pertinente es menos común.
Desde hace tiempo, Tedi López Mills (Ciudad de México, 1959) se da a la tarea, ardua y afortuna-
da, de responder en cada nuevo libro con una arriesgada forma del trasvase poético. La también
ensayista y traductora que nunca conoció personalmente a Xavier Villaurrutia, recibe este 2009
el premio que lleva su nombre con Muerte en la rúa Augusta, libro publicado por editorial Almadía.
Cuesta trabajo creer que este libro, en 148 páginas y 34 capítulos o secciones,  nos abisme en las
posibilidades que acontecen en un poema narrativo que es una novela que transcurre en versos
y, simultáneamente, un melodrama contradictorio y desdoblado que es, también, una suerte del
espejo secreto que podemos llegar a ser.
Muerte en la rúa Augusta narra un fragmento de biografía con destellos de diario: los apuntes
alucinantes de Gordon Smith, un oficinista de Fullerton, California que cierta mañana de oficina, 119
súbitamente, pierde el hilo del mundo y se adentra en la locura que es el zaguán de su exterminio
en la soledad solo comprensible por la caminata del sabio o del loco, como decía Walser. He aquí
la vida de Gordon vista en sus últimos capítulos. La bitácora interior de un hombre a la vez ama-
do y traicionado por su mujer y su mejor amigo; obsedido en el deseo de un jardín “largo, negro,
hondo y enraizado”, que acaba delirando en un paisaje de albercas. Pero la trama de este libro es
algo más que una intriga y no menos que un juego narrativo donde se aceitan los mecanismos
con que nos provoca una autora.
López Mills juega en este libro, con vocación de equilibrista desdibujando las orillas del lengua-
je que enuncia rumbo a muchas puertas. Si la entrada de la obra es una muerte y una nota indes-
cifrable, nos incita a seguirla y a perdernos para encontrar nuestra propia brújula de los hechos.
Yo di con varias y los caminos me llevaron desde la orilla de una alberca a Lisboa (salto que arran-
ca en la primera página y aterriza en la última), pasando por la historia clínica conjetural y labe-
rintos de sueño.
Una breve historia de Gordon bien podría formar parte de El hombre que confundió a su mujer con
un sombrero, donde Oliver Sacks convierte en narraciones los padecimientos otrora inexplicables,
sin narración, a la sociedad y a buena parte de la comunidad médica. Sacks, avezado neurólogo,
pareciera referirse a Gordon cuando aduce que “las alucinaciones psicóticas, ya visuales o auditi-
vas, lo dirigen a uno, lo acusan, lo seducen y humillan, se ríen de uno y se llega a interactuar con
ellas”. Entonces no se trata de una consecuencia de la imaginación sino de un destino no dirigido.
Lo dijo Pessoa cuando escribió: “con una falta tal de gente con la que coexistir, como hay hoy,
LIBRERO

¿qué puede un hombre de sensibilidad hacer, sino inventar sus amigos, o cuando menos, sus
compañeros de espíritu?” Así lo vive inevitablemente Gordon con la llegada de Anónimo, su yo
que es él que es mí que es su desdoblamiento asomado al incontrolable teatro de su cuerpo y de
su alma. Porque en el trayecto, incapaz de recobrar la confianza en nadie, el universo sólo le con-
cede dos amigos genuinos: Anónimo y don Jaime, un anciano jardinero a quien Gordon ve como
su “alma gemela, alma de los jardines”.
Gordon se atribula como lo hace el lector al indagar en las páginas del libro: uno no sabe a cien-
cia cierta si es testigo de una producción onírica o de una alteración metafísica. Gordon atesora
su biblioteca con tres volúmenes: “Cómo emplearse sin empleo”, “Manual de jardinería para prin-
cipiantes”, “El abc del origami” y su “Guía del viajero; España y Portugal”, libros que le había rega-
lado Ralph, amigo suyo y de su esposa (a quien le espeta una tarde en un arrebato de lucidez
iracunda: “Te gusta Ralph, Donna, es lo que pasa, estás enamorada de él...” Mientras ella, a la vez
amorosa y aterrada, sólo puede asumir el cuidado musitante de un “Qué tonto, Gordon, ¿cómo pue-
des pensar así?”, ante el asombro sostenido de quien “sabía muchas cosas, había oído una plática
en voz baja, en la sala entre Donna y Ralph; había visto el roce de sus rodillas en equilibrio con los
ojos declinantes de Ralph que se encaminaban hacia el escote de Donna, al unísino los ojos, sus
dos faros mezclados en un solo trayecto de luz blanda; había visto cómo Ralph le agarraba la
mano mientras ella le decía los secretos de su vida con Gordon: ay, Ralph, ya no sé qué hacer... se
corta en el jardín, me escupe, habla solo, me amenaza, me acosa por las noches en la cama”).
120 Sin otra salida, el destino de Gordon es garabatear el mundo en sus cuadernos con albercas y
jardines, mientras los secretos de su mente y de su corazón permanecerán para siempre, salvo en
el viaje que prodiga este libro a partir de una nota, como un misterio de indescifrable lectura
para el prójimo.

Luis Manuel Hernández Amador


LIBRERO

El brillo de la creación
sobre EL DOCUMENTAL UNA CIERTA VERDAD, DE ABEL GARCÍA ROURE

En el mundo de hoy, el significado de las palabras bulle y sus vapores dan pie a una virtualidad
delirante. La crisis, los medios electrónicos, la globalización y la añeja muerte de Dios –su cuerpo
descompuesto ya es polvo–, hacen ver abismos o falsos retablos de maravillas ante cualquier
manifestación de principio o génesis. Ahora los significados se corrompen de manera arbitraria
o fantasiosa.
En el documental Una cierta verdad (2008, Dir. Abel García Roure), conocemos la metamorfosis
patológica del significado en la mente de seis esquizofrénicos; el protagonista es Javier.
Las primeras imágenes del circuito cerrado de televisión del hospital Parc Taulí, en Barcelona,
retratan a los enfermos en las pantallas al modo de un reality show en el que, de cuando en cuando,
se escucha al fondo el grito de un hombre, un grito de dolor sostenido, como si sus pensamientos
le hirieran el pecho.
Poco a poco, la sinrazón y las ideas inconexas en la mente de aquellos fascinantes enfermos,
muestran con tino de qué modo la locura es la construcción de un mundo habitable.
Javier se desprende de la realidad tras desconocer a sus hijos como descendientes, pues cree
haber sido engañado y agredido por su mujer. Entonces, convierte esa inquietud en fantasía y
busca ver más allá de lo evidente e investigar lo oculto ¿qué hay detrás de los hijos que no se ase- 121
mejan a sus padres? se pregunta Javier con desesperación. Entristece ver, más adelante, que los
ojos de Javier pierden su brillo por efecto de la medicación, entonces se convierte en un hombre
normal.
Él pinta figuras geométricas con flechas que señalan el movimiento de la materia (o lo que él
considera la materia) y tiene un cuaderno de ensayos que le muestra a un terapeuta durante la
visita a domicilio: allí anota equivalencias de significado. Para él la palabra “mesa”, significa “puzle”
y la palabra “lápices” también significa “puzle” –¿Las dos palabras tienen el mismo significado?
pregunta el terapeuta. Pero Javier parece no darse cuenta de ese detalle; es simple: él cree que
sus fantasías son reales. Los significados en la mente esquizofrénica se forman a partir del azar,
y gestan así un discurso ilógico, aleatorio y confuso, por lo tanto, poco efectivo.
En la mente esquizofrénica una palabra encierra a todas las demás. Para el enfermo, el lengua-
je se apresa a sí mismo y no hay distinción entre el desajuste de estos significados y la realidad
que, en consecuencia, se desordena.
Sin embargo, Javier desea asir lo oculto por medio de sus conjeturas patológicas.
Al final del documental, la siquiatra Carmen Gallano, dice que el miedo de Javier se origina en
el terror que le produce ser padre. Y, en otro momento, sabemos que Javier intentó matar a su
madre y por eso fue internado. Su confusión y su sufrimiento están sujetos a la inmaterialidad de
ideas obsesivas, de ideas irreales.
El malestar del protagonista se acrecienta porque está convencido de poseer un “alto grado de
conocimiento de las cosas”, y la idea le da dolor de cabeza.
LIBRERO

Alberto, otro esquizofrénico del hospital, es un joven que, ante el pánico que le produce el fra-
caso, su inseguridad y la fragilidad humana –exacerbada en él–, guarda su rostro bajo la capucha de
una sudadera roja, como si quisiera permanecer escondido dentro de sí mismo, a pesar de procu-
rar ser un monje devoto y pasar desapercibido. Pero la locura está dentro de él, y no afuera.
En el hospital, las individualidades triunfan sobre cualquier sentimiento de comunidad, por-
que cada enfermo cree contar su propia y cierta verdad que se encima a la vida de los otros. El
esquizofrénico no tiende a practicar el consenso.
Javier tiene ochocientos libros y cree que su locura se debe a haber leído mucho. Ante esta con-
fesión una doctora le pregunta: ¿exceso de fantasía?, y Javier asiente. Dice frases cortas sin sen-
tido, por ejemplo: “la idea de la granja me vino de un estafilococo de mi ex”, o afirma que existe “el
lenguaje del hierro”. Las acciones de Javier y sus pensamientos responden a los mensajes de lo que
él llama “radio mental”: las voces que lo rigen.
Los médicos que aparecen a cuadro aseguran que la construcción de la personalidad de un es-
quizofrénico sucede al sentirse habitado por otro. Aquí, pareciera que la esquizofrenia es semejan-
te a algunas situaciones amorosas, pero no es así, ya que las dos personalidades están separadas
dentro de la mente esquizoide, quizá para el enfermo la palabra “habitar” incluya “dividir” y nutris-
te de manera disparatada de la realidad.
Hacia el final del documental, los siquiatras están reunidos y describen el sacudimiento anímico
del prototipo del enfermo: su interior eclosiona, dicen, entonces se desestructura su pensamiento
122 y su lenguaje.
El esquizofrénico habita a la manera de un Avatar contemporáneo, una especie de realidad vir-
tual o reino de los avatares, con multitud de hologramas, voces y caracteres que parecen reales
que conviven como si fueran reales. Una mente a modo del símil de una mente. En su mundo, la
existencia humana es expuesta en textos breves e hipervínculos, donde todo está relacionado
con el resto y por medio de muchas imágenes, también entreveradas; sin embargo, los textos
aislados tienen un sentido propio que los distingue: allí está la realidad.
Sucede que la palabra “realidad” hoy no se interpreta de la misma manera que antes de la exis-
tencia de los medios electrónicos. La realidad se conserva como el hecho primigenio (en el Dic-
cionario de la Real Academia. Realidad: 1. f. Existencia real y efectiva de algo. 2. f. Verdad, lo que ocurre
verdaderamente.) pero deriva en dobleces vistos de manera arbitraria, en interpretaciones escindi-
das, esquizofrénicas. La realidad virtual engaña la vista porque, en el significado original de la pa-
labra “realidad” siempre estará contenido lo inasible: el misterio del soplo vital, de la vida única,
de la naturaleza inimitable, de lo que no se puede copiar. Tal como no podremos copiar la mente
atormentada y luminosa de Javier sino, apenas, referirla.
El mundo virtual, de las visiones fragmentarias en turno, que pretende definir a la condi-
ción humana por sus pedazos ¿volverá virtual a nuestra existencia o la enriquecerá de realidad?
y para el arte ¿pedirá un imposible virtuosismo electrónico en lugar de la incertidumbre verdade-
ra y maravillosa de los creadores?

Daniela Tarazona
LIBRERO

De eros a €®O$
€®O$ de Eloy Fernández Porta

Martin Heidegger dedicó sus últimos años, retirado en su cabaña en la Selva Negra, a meditar so-
bre la técnica. Ni su conocido desdén por la ciencia –”ese calcular que no piensa”, escribiría–, ni el
arrobamiento filobucólico de su elegía sobre el ocaso de la metafísica, obstarían para que el maes-
tro de Alemania concluyera que en la “pregunta por la técnica” se jugaba el futuro de todo pensar.
Yendo más lejos que sus críticos ilustrados –afincados en un humanismo nostálgico– Heidegger
creía que la técnica, lejos de dejarse pensar en términos instrumentales, como una extensión de
la praxis humana, era un evento que había trastocado por completo el orden del mundo, afec-
tando sobre todo eso que la tradición había denominado “naturaleza humana”. Ésta no podía ya
suponerse ni como fundamento de toda reflexión, ni como el principio que rige y ordena la expe-
riencia. Perdida la antigua unidad, el viejo humanismo parece haberse refugiado en el discurso
sobre las emociones, en las que tanto la mentalidad popular como buena parte de la crítica sigue
reconociendo la marca inconfundible de lo humano.
Si para Descartes las emociones eran prácticamente el exceso excremencial de un mundo regido
por la física, en la imaginación de nuestra época las emociones retienen un aura privilegiada,
como los atributos esenciales de la individualidad, el reducto último de la libertad y la autentici-
dad humana. Incluso para una pensadora como Martha Nussbaum, situada en la estela de los 123
estoicos –para quienes las emociones eran poco más que juicios cognitivos– los afectos se rigen
por una ley autónoma, son intraducibles y sólo se dejan representar por el arte y la literatura.
€®O$, el nuevo libro de Eloy Fernández Porta, ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2010,
es ante todo una violenta y festiva recusación de todo discurso humanista sobre las emociones.
Su programa –la exploración de las vicisitudes de los afectos en eso que Fernández Porta ha dado
en llamar la Era Afterpop– se coloca bajo la advocación de su título, de chocante tipografía: las
emociones han pasado de ser fuerzas primitivas irreductibles (el reino clásico de Eros) a ser fun-
ciones complejas en las que se articulan una diversidad de componentes que, por separado, son
todo menos “afectivos” (el reino de €®O$, con sus connotaciones económicas evidentes). Un úni-
co aliento, piensa Fernández Porta, hermana la actitud ingenua del ciudadano promedio, con-
vencido de la autenticidad de sus sentimientos, y las disciplinas académicas de inspiración
marxista o ilustrada, con su lenguaje de alienación, fetichismo y mercantilismo: la idea de que
el mundo de las emociones constituye una suerte de “reino de los fines” kantiano, la heredad no
enajenable del sujeto, acosada desde fuera por el poder corruptor del mercado, que en este rela-
to comportaría el reverso deshumanizado de lo afectivo.
Fernández Porta se demarca de esta lógica –y de sus correlatos críticos, que son la ironía letra-
da y el diagnóstico como ejercicio de la buena conciencia– para sostener una idea radical: que los
afectos no preexiste a su codificación; que estos no remiten a una interioridad pura, sino que se
articulan en un contexto enteramente exterior, donde juegan lo mismo las fuerzas del mer-
cado que los massmedia. El papel de estos, de acuerdo a Fernández Porta, es fundamental. Si
LIBRERO

los afectos no pueden ser considerados ya como el contenido espontáneo de un sujeto, sino
como efectos de superficie, no puede decirse, en rigor, que éstos sean “descubiertos” o “sentidos”,
sino que deben ser “reconocidos”: percibidos afuera, como en la famosa fase especular de Lacan.
En este sentido, las emociones aparecen como el objeto “Afterpop” por definición: objetos cultu-
rales que lejos de ser banales, constituyen dispositivos complejos, contradictorios, esenciales.
Las repercusiones de este giro vertebran el nuevo libro de Fernández Porta, confiriéndole toda su
originalidad y su proyección. La desaparición de toda noción de una verdad escondida, o un ori-
ginal aún recuperable, viene aparejada de un abandono de toda hermenéutica de la sospecha.
Fernández Porta se decanta por un inusitado ejercicio de superficies: es justo en la pantalla de
los massmedia, en la televisión basura, el mundo de la farándula y el deporte, en el Internet o la
música, donde se juega lo esencial. Si la verdad, como escribiría Zizek citando el eslogan de los
Expedientes secretos X, se encuentra allá afuera, el pensamiento no puede dedicarse a pasar juicio
desde una ceñuda toma de distancia, ni a entonar las exequias de aquella época dorada para la
cual la República de las Letras aún creía poseer la clave. Es por esto que el libro de Fernández
Porta es mucho más que un ejercicio de “crítica cultural”, y su escritura serpentea entre el discur-
so teórico, el comentario y el análisis, pero también por el pastiche, la narración en clave y la
abierta farsa.
El libro de Fernández Porta toma como punto de partida la siguiente paradoja: “es justo ahora,
cuando la subjetividad y sus expresiones están más codificadas y previstas, cuando emergen con
124 más fuerza los discursos que hablan de la liberación de las pasiones”. Con esto, Fernández Porta se
hace eco del último Foucault, pero sobre todo de Zizek, para quien el capitalismo se define menos
por la represión libidinal o afectiva que por un extraño mandato a disfrutar siempre de manera
más intensa, sobre todo en aquellos ámbitos tradicionalmente considerados más íntimos: el
amor familiar, el erotismo. Si en la imaginación popular el amor aparece como lo más privado y
auténtico, el dique de lo humano frente a los embates deshumanizantes de la sociedad de consu-
mo, lo cierto es que dicha sociedad de consumo sólo se sostiene como fantasía operante si postula
un exceso afectivo, un contenido emocional presuntamente inmaculado: lo que Lacan denominó
jouissance, la imagen de un placer o emoción mucho más plena que cualquier placer verdadero. Así,
lejos de oponer capital y disfrute, lo propio del capitalismo es fundar la productividad y el consu-
mo en una liberación absoluta –y por tanto siempre fantasmal– de la afectividad. El personaje
ideal de la psicofantasía liberal-capitalista es un ciudadano de bien, no demasiado involucrado
en la política, padre ejemplar, amante entregado de su familia, cuyas relaciones amorosas y de
amistad son intensas y auténticas, aún si para esto debe abandonar Buffalo para pasar un vera-
no en la Toscana.
Fernández Porta rastrea el peculiar destino de la vida emocional en el capitalismo trazando la
historia de lo que él denomina «el imperio financiero de los afectos», es decir, el predominio del
lenguaje económico en el discurso amoroso contemporáneo. El paso del ars amandi clásico a la
moderna ingeniería de los afectos plenos es el paso del discurso poético-romántico antiguo al
discurso de los massmedia contemporáneos. En este paso, la imaginería mercantilista juega un
papel principal. Fernández Porta rastrea el uso de este registro de imágenes (el avaro, el usurero,
LIBRERO

el dadivoso, los regalos más correspondidos, etc.) desde los poetas clásicos como Tibulo y Ovidio,
hasta su figura ya plenamente moderna en los sonetos de Shakespeare, en los que la imagine-
ría no nombra el fin del vínculo sino su verdad cotidiana, su esencia. El giro final del capitalismo
avanzado será despojar ese lenguaje de todo signo negativo, transformarlo en el ejercicio de una
nueva plenitud, articulada por el intercambio, es decir, realizar en sentido estricto una “economía
libidinal”, donde afectos, objetos de consumo, y su devenir imaginario en la pantalla de los medios
conformen una realidad indisociable.
El magnífico libro de Fernández Porta, dueño de un registro teórico insuperable, una imagina-
ción delirante, una mirada sagaz y una recreación sugerente y festiva del presente más apremian-
te, merece con creces, en nuestra opinión, la distinción que se la ha conferido.

David Horacio Colmenares

125
LIBRERO

RETÓRICA QUE MATA


la enfermedad y sus metáforas, DE SUSAN SONTAG

Desde la lepra hasta la gripe porcina, pasando por la tuberculosis, el cáncer, las pestes, el ébola,
el vph, el sida, la esquizofrenia y el trastorno bipolar, las enfermedades nos produce horror. Con
mayor razón cuando desconocemos la causa y la cura. Como consecuencia tendemos a ocultar,
callar, crear metáforas, eufemismos, mitos que expliquen lo que el cuerpo padece y la razón no
alcanza a comprender.
En 1975, cuando a Susan Sontag le detectan un avanzado cáncer de seno, decidió dar una feroz
pelea contra la enfermedad que acabaría minando su vida veintinueve años después. La mejor
manera de contrarrestar al enemigo era desmitificarlo, despojarlo de toda embestidura y para ello
blandió el arma que mejor conocía: la literatura. Publica en 1978 un ensayo implacable: La enfer-
medad y sus metáforas, cuyo propósito era privar de significado al mal que la aquejaba. Explica ella
misma en una segunda edición del ensayo: “Mi finalidad era, sobre todo, práctica. Porque des-
graciadamente había comprobado una y otra vez, que las trampas metafóricas que deforman la
experiencia de padecer cáncer tienen consecuencias muy concretas: inhiben a las personas im-
pidiéndoles salir a buscar tratamiento a tiempo. Quería ofrecer a los demás enfermos y a quienes
cuidan de ellos un instrumento que disolviera estas metáforas [...] que debían considerar el cán-
126 cer como una mera enfermedad. No una maldición, ni un castigo, ni un motivo de vergüenza. Sin
significado”.
Han pasado treinta años desde entonces, y la ciencia ha cambiado de manera radical el pano-
rama de este padecimiento. La prevención y cura de la mayoría de los tipos de cáncer son cada
vez más asequibles. Cabría no obstante revisar hasta donde nuestra mente sigue formulando
paradigmas equivocados que tal vez sin darnos cuenta hemos llegado a asumir. Pasaron muchos
siglos antes de que nos convenciéramos de que las enfermedades no son castigo de los dioses
–y sin duda habrá quien todavía lo piense–; tal vez todavía hará falta un poco más de reflexión
consciente para asumir de manera plena que enfermedades como el cáncer son alteraciones fí-
sicas, manifestaciones de un desorden explicable, lógico y hasta cierto punto remediable, y no la
consecuencia de juicios, represión y traiciones que podamos ejercer sobre nosotros mismos.
Para desmenuzar con tremenda frialdad el mito, Sontag no recurre a la experiencia personal.
Al contrario. Desde un primer momento surge la literatura como espejo, y como herramienta de
análisis el paralelismo entre las dos enfermedades que “conllevan, por igual y con la misma apa-
ratosidad, el peso agobiador de la metáfora: la tuberculosis y el cáncer”. Es así como simultánea-
mente se construye una segunda lectura del ensayo en la que se analiza y contrasta el papel de
estas dos enfermedades (y otras que tuvieron también peso simbólico en su momento) en la lite-
ratura de los siglos xix y xx, así como el peso argumental que representaron en innumerables
obras literarias, su función en la caracterización de los personajes, paradigmas y arquetipos que
de manera tan dócil se prestaban para hacer literatura. Aquí una pequeña muestra:
LIBRERO

“Uno tiene adentro un cuerpo opaco que hay que enviar a un especialista para ver si hay cáncer.
[...] Los tuberculosos pueden observar sus radiografías y hasta quedarse con ellas: los internos
del sanatorio de La montaña mágica llevan sus radiografías en el bolsillo” o: “Novalis [...] define el
cáncer, junto con la gangrena como ‘parásitos acabados, crecen, son engendrados, engendran,
tienen su estructura, secretan, comen’ es una gravidez demoníaca”.
Al final Sontag vaticina, no sabemos todavía si con acierto, que “el cáncer como metáfora caerá
en desuso mucho antes de que se resuelvan los problemas que tan persuasivamente supo refle-
jar”. No nos queda sino esperar que la literatura y la ciencia sigan sus respectivas rutas. De cual-
quier manera bien merece dar una mirada en retrospectiva a este ensayo, que aunque no ha sido
reeditado recientemente en español, se puede leer completo en la página de Scribd:
http://www.scribd.com/doc/10264498/Susan-Sontag-La-Enfermedad

Petra Sophia

127
colaboran en este número

Vivian Abenshushan Gabriela Alemán Andrés Cisneros roja y Los niños de paja. Está
Nació en 1972 en la Ciudad Escritora ecuatoriana, Nació en Lima en 1942. incluido en la antología
de México. Ha colaborado nació en Río de Janeiro. Poeta, periodista, cronista, Grandes hits vol. 1 Nueva gene-
en las revistas Letras libres, Formó parte del grupo guionista, catedrático y ración de narradores mexica-
Paréntesis y Tierra Adentro. Bogotá39. Recibió la beca traductor. Es autor de va- nos (Almadía 2008). Escribe
Es autora del El clan de los Guggenheim en el 2006. rios libros de poesía entre crítica de cine en Letras
insomnes, libro con el que Ha escrito seis libros, ellos: Destierro (1961), David Libres, y sobre pornografía
obtuvo el Premio Nacional entre ellos: Álbum de cromos (1962), Comentarios reales y nota roja en sensacio-
de Literatura Gilberto (La Propia Cartonera, (1964), Canto ceremonial nald.blogspot.com.
Owen 2002. Ha impartido Montevideo, 2010), Poso contra un oso hormiguero
los talleres “Del ensayo y Wells (Ed.Eskéletra, 2007) (1968), Agua que no has de Vera Giaconi
sus alrededores” y “Taller de y Body Time (Planeta, 2003). beber (1971), Como higuera Nació en Montevideo en
literatura portátil”. Es Sus cuentos han aparecido en un campo de golf (1972), El 1974, pero vivió toda su vida
detractora del “fast en: Les bonnes nouvelles de la libro de Dios y de los húngaros en Buenos Aires. Cursó la
thinking” objetora de Amérique Latine, Ed. (1978), Drácula de Bram Stoker carrera de Letras en la Uni-
conciencia del derecho de Gallimard, 2010 y El Nuevo (1991), Las inmensas pregun- versidad de Buenos Aires
autor tradicional y siente Cuento Latinoamericano, tas celestes (1992). Un crucero y trabaja como editora y
debilidad por el fuego Editorial Norma, 2009. a las islas Galápagos (2005). correctora para diferentes
cruzado entre las artes. Ha publicado también editoriales de la Argentina.
Junto con Luigi Amara fun- Ave Barrera varios libros en prosa como
dó Ediciones La Tumbona. Nació en Guadalajara, El arte de envolver pescado Pedro Juan Gutiérrez
Jalisco, 1980. Es editora y (1990), El libro del buen Nació en Matanzas, Cuba,
Eloísa Alcaraz escritora. Actualmente es salvaje (1997), Cuentos idiotas en 1950. Es reconocido
Nació en Tepotzotlán, becaria del programa (2002), Los viajes del buen internacionalmente por su
Morelos, en 1976. Jóvenes Creadores, del salvaje (2008). Su obra Trilogía sucia de La Habana
Estudió traducción e fonca, en la rama de novela. poética está traducida a que contiene Anclado en
interpretación. Es miembro del consejo de catorce idiomas. Ha ense- tierra de nadie, Nada que hacer
redacción de Número 0. ñado en diversas univer- y Sabor a mí. También es
Guillermo Arriaga sidades del Perú, Estados autor de El Rey de la Habana;
Nació y creció en México David Horacio Unidos y Europa. Ejerce el Animal Tropical; El insaciable
df en 1958. Es el coautor de Colmenares periodismo en prensa, radio hombre araña y Carne de
los guiones de Amores perros Nace en la Ciudad de y televisión. Actualmente perro. Además es poeta y
y 21 gramos, además de ser México, en 1979. Estudió es director del Centro pintor. Vive en el centro
productor asociado en literatura y filosofía en Cultural Inca Garcilaso del de la Habana desde donde
ambas películas. Ha escrito Puebla, Katmandú, Lovaina Ministerio de Relaciones construye el universo que
el guión de la película que Barcelona y Brown donde Exteriores del Perú. a la crítica le ha dado por
ha supuesto el debut como vive actualmente. Ha sido llamar realismo sucio.
director de Tommy Lee colaborador de editoriales Gloria Dada 
Jones. Con Los tres entierros como Anagrama Mondado- Nació en San Salvador en Julián Herbert
de Melquíades Estrada, arriaga ri, Acantiado y Destino. Ha 1978, y creció en la Cuidad Nació en Acapulco en 1971
ganó el Premio al Mejor traducido a Anthony de México, volviendo a su pero vive en Coahuila desde
Guión en Cannes 2005. Burgess (Vacilación, 2009), país de origen en la adoles- 1980. Es autor de los libros
Entre otros también es autor a James Merrill (Un nido cencia. Estudió psicología de poemas El nombre de esta
de las novelas Escuadrón de bobos, 2008), a William en la Universidad Pontificia casa (Tierra Adentro, 1999),
guillotina; Un dulce olor a Saroyan (El tigre de Tracy, en Salesiana de Roma y se La resistencia (filodecaballos,
muerte (llevada al cine por preparación), entre otros.  formó en psicoterapia 2003), Autorretrato a los 27
Gabriel Retes) y el Búfalo de constructivista y en el tra- (Eloísa Cartonera, Buenos
la noche (Llevada al cine por Victoria Compañ tamiento de los trastornos Aires, 2003) y Kubla Khan
Jorge Hernández Aldana). Nació en Alicante en 1979. de la conducta alimentaria (Era, 2005). Ha publicado
Arriaga dirigió su primera Estudió en la Universi- en Barcelona. Ha sido también la novela Un mundo
película en 2008. Con Lejos dad de Valencia y en la becaria del Ministerio infiel (Joaquín Mortiz,
de la tierra quemada, probó al Universidad de Barcelona. de Asuntos Exteriores de 2004) y el libro de cuentos
público que es tan capaz de Trabaja como psicóloga y España y de la Generalitat Cocaína (manual de usuario)
escribir guiones como de psicoterapeuta, y colabora de Cataluña. Actualmente (Almuzara, España, 2006).
dirigirlos. Ahora sólo queda en diferentes proyectos realiza estudios de docto- Compiló junto a Rocío
a Alejandro González de investigación sobre el rado en la Universidad de Cerón y León Plascencia
Iñárritu probarnos que el papel del significado en el Barcelona.   Ñol el volumen El decir y el
director puede funcionar sin sufrimiento humano en la vértigo. Panorama de la poesía
las historias del guionista Universidad de Barcelona. Bernardo Esquinca hispanoamericana reciente
que ayudó a encumbrarle. Es co-autora del libro La Nació en Guadalajara, Jalis- (1965-1979) (filodecaballos,
experiencia del dolor. co, en 1972. Es autor de Los 2003). Obtuvo el Premio
escritores invisibles, Belleza Nacional de Literatura
BIOS

“Gilberto Owen” 2003 en Geneviève Letarte En más de una ocasión lo Monstruario de Ana
la rama de poesía y el V Nació en Montreal. Ha han querido encarcelar Romero, para editorial
Premio Nacional de Cuento hecho una carrera artística por pintar feo. Nadie sabe Alfaguara juvenil. En 2009
Juan José Arreola (2006). singular donde la relación su vida amorosa. Medio gana el premio de la Feria
Es miembro del Sistema entre la música y la sordo, medio mudo, medio Internacional de Libros
Nacional de Creadores de literatura es indisoluble. miope, podría pasar por de Artista en el marco de
Arte. Es vocalista del grupo Autora de las novelas autista si no fuera porque Fotoseptiembre.
de rock Madrastras. Souvent la Nuit tu te réveilles ya entrado en las mieles de
(l´Hexagone, 2002) y Les lúpulo y cebada se descose Daniela Tarazona
Luis Manuel Hernández Vertiges Molino (Leméac, y despotrica en voz bajita Nació en la Ciudad de
Amador 1996) y de un libro de poesía contra una u otra cosa. México en 1975. Realizó
Nació en Oaxaca, en titulado Tout bas très fort estudios de doctorado en
1975. Estudió la carrera (Écrits de Forges, 2004). Petra Sophia literatura en la Universidad
de Arquitectura. Durante Es integrante del colecti- Nació en Granada en de Salamanca, España
más de seis años dirigió la vo de poesía y música Le 1979. Estudió religiones (1999-2001). Desde 2002 es
Biblioteca del Instituto de Band de poètes y miembro comparadas en Santiago colaboradora de suplemen-
Artes Gráficas de Oaxaca, del comité editorial de la de Compostela. Ha pasado tos y revistas de México
iago. Autor del poemario revista de ensayo y creación gran parte de su vida en y España, y ha trabajado
Contiene material inefable, así l’Inconvénient. monasterios budistas.  como editora, redactora
como de diversos artículos y promotora cultural. En
y reseñas publicados en Amilcar Rivera José Eugenio Sánchez 2006 obtuvo la beca
medios locales y naciona- Munive Vaquero regiotapatío del Jóvenes Creadores del
les. Es becario del Fondo Nació en la Ciudad de 65, inventor del fenómeno fonca. En 2008 publicó
Estatal de Creadores de México en 1975. Después de poético underclown. Entre la novela El animal sobre la
Arte de Oaxaca. Escribe pasar por varias disciplinas sus libros se encuentran La piedra (Almadía), que fue
el libro Fragmentos de un llega a Jalapa, Veracruz a felicidad es una pistola calien- bien recibida por la crítica.
cuaderno atribuible. estudiar Artes Plásticas; te, Physical graffity, El azar es En 2009, la editorial Nostra
ya graduado se dedica de un padrote y Tentativa de un publicó su ensayo titulado
Michel Houellebecq tiempo completo a la sax a medianoche. Obtuvo el Para entender a Clarice
Nació en Saint Pierre, pintura y el dibujo. Ha Premio Internacional de la Lispector.
Isla de Reunión en 1958. vivido en Eslovaquia, Fundación Loewe a la Joven
Misántropo, conservador y Polonia y actualmente en Creación. Fue invitado por Marin de Viry
artífice de su propio fenó- Barcelona. Su trabajo ha el U.S. State Department Crítico literario, periodista
meno. Es el autor francés sido expuesto en diferentes al International Writing y cronista de la Reveue
más amado y repudiado. países. amilcarriveram. Program donde recibió el des deux mondes. Es autor
Sus novelas Las partículas com título de Honorary Fellow de los libros Le matin des
elementales y Plataforma se Writer de la University of abrutis (JC Lattes) y Pour en
convirtieron en el centro de Gerardo Rodríguez Iowa. Fue becario de finir avec les hebdomadaries
un debate a fuego cruzado Canales “Geroca” Jóvenes Creadores del (Gallimard). Ganó el premio
entre la crítica especiali- Nació en Saltillo, Coahuila fonca y es Miembro del Ciorán en 2007.
zada, la prensa diaria y los en 1955. Vivió un tiempo en Sistema Nacional de
lectores. El escándalo más Monterrey pero regresó a Creadores de Arte. Yael Weiss
reciente se desprende del su tierra natal cuando ya no Nació en el DF en 1977.
diálogo público que sostu- pudo cruzar a pie las vías Juan Antonio Estudió Química en la
vo con el filósofo Bernard- rápidas y de multicarriles Sánchez Rull unam y Letras en la
Henri Levy. El escritor vive de la ciudad. Arquitecto de Nace en 1968 en México df, Sorbona. Escritora y
en Cabo de Gata, Almería. profesión, monero de ofi- Estudió la licenciatura en traductora. Publicó Cahier
cio, sus cartones aparecen comunicación en la de violence (París, 2009).
Martín Kohan en los periódicos de Grupo Universidad Iberoameri- Becaria de novela en el pro-
Nació en Buenos Aires en Reforma. Diariamente cana, posteriormente se grama Jóvenes Creadores
1967. Es autor de ocho no- frecuenta las cantinas de especializó en fotografía del fonca, 2009-2010.
velas. Con Ciencias Morales los barrios viejos de Saltillo en el Centro Cultural Arte
(2007) se hizo acreedor al y los domingos visita Contemporáneo, la Escuela Gabriela Wiener
premio Herralde. Además algunos de Monterrey. En Activa de Fotografía y Es periodista, poeta y co-
tiene publicados varios esos lugares, le suelta diversos talleres en el rresponsal en Barcelona de
libros de cuentos y ensayo. la rienda a sus hobbies Centro de la Imagen, ha la revista Etiqueta Negra. Es-
Es profesor de teoría lite- favoritos: Tomar cerveza sido seleccionado en la cribe crónicas y reportajes
raria en la Universidad de y dibujar, dibujar, dibujar. sexta Bienal de Fotografía para revistas y diarios de
Buenos Aires y en la Univer- Es un hombre pequeñito, y en Arte Joven en los años España y América Latina.
sidad de la Patagonia. 48 kilos de humanidad noventa. Como ilustrador Ha publicado los libros
metidos en una guayabera. está por publicar el libro Sexografías y Nueve lunas.

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