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TRAUMAS GRAVES
1. Los fenómenos de repetición observables en los
análisis de pacientes marcados por traumas graves de
la infancia muestran que el objeto o, más bien, los objetos
parentales han desempeñado un papel activo y
han estructurado un conflicto muy diferente de los conflictos
observados en los neuróticos comunes.
NEUROSIS COMUNES
En estos
últimos, las pulsiones se expresan por medio de fantasías
producidas por los deseos inconcientes, que por así
decir dejan fuera de circuito la estructura del objeto.
4 Ib id .
5 Esta cita, como las que siguen, se toma del diccionario Robert,
articulo <ideal>.
dice que el ideal es el «conjunto de los valores estéticos,
morales o intelectuales (opuesto a intereses de la vida
material)». Y aun: «Lo que procuraría una satisfacción
perfecta a las aspiraciones del corazón o del espíritu».
De ello podríamos concluir que la idealización presupone
la sublimación, puesto que el proceso se desenvuelve
en dos tiempos: el primero es el estadio de la purificación
elevadora; el segundo, una vez producida esa
espiritualización, la elección de un modelo absoluto con
rango de perfección, al que se le atribuye procurar una
satisfacción sin mengua a aquello hacia lo cual aspiran
el corazón y el espíritu.
He de sostener más bien que las dos operaciones no
son sucesivas sino simultáneas, que se desenvuelven en
un único tiempo, pero agregaré que entre sublimación
e idealización existe una relación de desdoblamiento.
Dicho de otro modo, la sublimación separa lo espiritual
de lo material, pero la constitución de lo sublimado pasa
a ser un modelo, una aspiración como dice la lengua,
como si el cuerpo o la materia, tras haber conseguido
producir esta imagen de ellos mismos, la juzgaran superior
al estado corporal o material, y aun se esforzaran
por desaparecer enteramente en tanto cuerpo y materia
para asemejarse a esa figura ideal, dispensadora de una
satisfacción completa, absoluta, perfecta, sin duda incorruptible
e inmortal.
Así, para volver al psicoanálisis, es cierto que la sublimación
se referiría a las pulsiones, y la idealización, al
objeto, pero a condición de precisar que lo sublimado
pasa a ser un objeto ideal. Hasta cabría distinguir el
objeto de la sublimación, o sea, el objeto de las pulsiones
que experimentaron la sublimación, de lo sublimado, a
saber, el estado de trasformación de la pulsión (y no del
objeto), que se traduce en una cualidad afectiva singular:
la elevación, que puede ella misma llegar a ser un objeto.
Para dar un ejemplo familiar a todos, se dice de ciertos
sujetos que están menos enamorados de alguien que del
estado de enamoramiento que viven, mientras que el
objeto de su amor pasa, no obstante las apariencias, a
un segundo plano.
Este desdoblamiento así como esta investidura de un
estado pulsional que se pliega sobre el yo evocan, sin
ninguna duda, al narcisismo. Y ciertamente, Freud establece
la hipótesis de que la desexualización —el equivalente
de lo que antes llamamos la desmaterialización—
que opera en la sublimación debe ser precedida
por un retiro de la libido al yo, en consecuencia, por una
etapa narcisista. No tiene entonces nada de asombroso
que podamos descubrir dentro mismo de la sublimación
un objeto narcisista que se referiría entonces a lo sublime
tal como el yo lo experimenta para su propio placer,
y que sería diferente del objeto, si me atrevo a decir
objetal, de la sublimación.
Así, sublimación e idealización sólo serían procesos
distintos si se los mira con mucho aumento; examinadas
en detalle, las conexiones entre las dos nociones, y
aun su solidaridad, aparecen a plena luz. Hay más argumentos
para apuntalar la hipótesis que presentamos.
En la Metapsicologia, en 1915, Freud habla de un «yoplacer
purificado*. Escribe: «El yo ha extraído de él mismo
un componente que arroja al mundo exterior y siente
como hostil». ¿No se puede asimilar a la sublimación
este procedimiento extractivo? Y ello, aun si se trata de
un placer sexual. Desde ese momento, Freud sostiene la
proposición: «Lo exterior, el objeto, lo odiado, habrían
sido Idénticos al principio».6 Ahora bien, ¿no guarda este
«yo-placer purificado» una correspondencia estrecha
con el yo ideal? Es por lo tanto a partir de una desmentida
del objeto como se constituye el yo-placer purificado.
Estado narcisista ejemplar si es que hay tal, este
sólo es concebible, por lo demás, si el objeto provee a las
indispensables satisfacciones que garanticen a la vez la
supervivencia y el placer. En suma, el yo-placer purificado
se asemejaría bastante a la imagen de un ello que
no necesitara tener en cuenta a ningún yo, y todavía
menos a un superyó. Más precisamente, el yo en cuestión
no tendría otra función que la de ser satisfecho de
manera omnipotente gracias a la sumisión del objeto.
No obstante, la ausencia en Freud de una distinción
bien nítida entre yo ideal e ideal del yo —distinción que
otros autores después de él se empeñarán en establecer—
plantea el problema de la relación que pueda exis6
Métapsychologie, Gallimard. *Idees≫, pag. 39.
tir entre el yo que tiene por valores absolutos el placer y
la satisfacción (este será el yo Ideal de Nunberg y de
Lagache) y el yo que instaura una instancia de medida y
de auto-evaluación. Me parece indispensable comprender
que estos dos yoes son el resultado de un desdoblamiento,
y que el segundo trasforma el ideal de la satisfacción
en satisfacción del ideal. Hace falta entonces
invocar una suerte de «sobre-sublimación» para pasar
del primero al segundo, la que se acompaña de una desexualización
más radical todavía. En ciertos casos patológicos,
los ideales del yo están cargados de un potencial
letal que el yo es capaz de reconocer a veces, pero no
siempre, como en la «enfermedad de idealidad» descrita
por Janine Chasseguet-Smirgel.7
Estos apuntamientos preliminares llevan a reconocer
que sublimación e idealización descansan, ambas,
en una actitud mental doble que combina los efectos de
una depuración, y hasta de una amputación, y los de
una valorización. Pero se trata sólo de una condición inicial.
Relaciones dialécticas más complicadas deberán
determinar con mayor precisión la naturaleza de lo que
así es depurado y de lo que sostiene la valorización. Uno
de los intereses, y no de los menores, del cotejo entre sublimación
e idealización es que permite cerner mejor, a
partir de los estados afines de lo sublime y de lo ideal,
una condición singular de la pulsión y un tipo particular
de investidura del objeto.
El modelo del psicoanalisis
El psicoanálisis ha nacido de una sublimación y de
una idealización. Esto no equivale a sostener que sea el
producto de la sublimación y de las exigencias del ideal
del yo de Freud, aunque así fue en efecto. Antes bien, es
el método psicoanalítico, en lo que tiene de más especí-
7 J. Chasseguet-Smirgel, ≪Essal sur l'ldeal du Mol≫. 33“ Congreso de
Psicoanalistas de Lenguas Romances≫, Revue Fiancalse de Psychancdyse,
XXXVII, 1973, pags. 709-929.
fleo, el que prueba ser un sublimado y un ideal. Cuando
se considera el itinerario que va de la hipnosis al psicoanálisis,
pasando por la catarsis, no puede menos que
impresionar la «espiritualización» progresiva de la terapia
de las neurosis. Esto es sin duda menos evidente
para la hipnosis propiamente dicha que para el método
hipno-catártico. La hipnosis no suponía un contacto físico
directo entre el hipnotizador y el hipnotizado, a diferencia
de lo que Freud describe en Estudios sobre la
histeria acerca de sus relaciones con sus pacientes. Y
bien, en la hipnosis, sobre la cual Freud volverá en numerosas
ocasiones y, precisamente, en ese trabajo donde
tanto interesa el ideal del yo. Psicología de las masas
y análisis del yo, la mediatización del contacto entre el
hipnotizador y el hipnotizado pasaba por la fijación de
un objeto. Además, con motivo de la intimación de órdenes
por ejecutar se establecía un contacto mental directo
entre los dos participantes. Antes de inventar el psicoanálisis,
en el que se puede decir que las posiciones
prescritas por el encuadre sólo suprimen el objeto por
fijar in praesentia para remplazado por el cuerpo del
analista presente pero invisible, es decir, «infijable», y
cuya investidura no resulta de una orden impartida sino
de un movimiento interno inducido por la floración de
las representaciones y de los afectos, Freud tuvo primero
la idea de acentuar esta presencia —con la imposición
de la mano sobre la frente— y de sustituir las acciones
ordenadas por la obligación de acordarse. En comparación
con la hipnosis, había por lo tanto contacto sin
mediación —puesto que se abandonaba el recurso al
objeto simbólico sobre el cual el paciente debía movilizar
su atención— y, al mismo tiempo, orientación Interna
de los procesos mentales por exploración de los recuerdos
y de las representaciones que se solicitaban. El
movimiento de espiritualización estaba en marcha, pero
todavía lo estorbaba el impacto de la persona física
del médico. El nacimiento del método psicoanalítico es
narrado como un acto de heroísmo y de humanismo — el
equivalente, en la historia de los tratamientos psíquicos,
del desaherrojamiento de los alienados por Pinel y Pussin,
que ninguna historia de la psiquiatría omite mencionar,
aun si ese gesto pertenece a la leyenda.
Al inventar el cuadro, Freud produjo una acción de
sublimación con respecto a la medicina catártica: «desmaterializó
» la relación médico-enfermo y halló su modelo
ideal. Y mientras que en los cuarenta años durante
los cuales se extiende su obra nunca dejó de modificar
sus perspectivas teóricas, nunca cuestionó la pertinencia
o la validez del encuadre analítico establecido aquí
como prototipo ideal para el análisis de los procesos inconcientes.
Además, según hemos indicado en otro lugar,
la teoría del encuadre —que Freud nunca hizo— recibía
su coherencia de aparecer, aunque fuera involuntariamente,
como una aplicación práctica de la teoría
del sueño, tal como se la expone en el capítulo VII de La
interpretación de los sueños.8
Como se sabe, el descubrimiento de lo inconciente
data de La interpretación de los sueños. Y sabemos también
que, en esta obra, el análisis que Freud hace de sus
propios sueños ocupa la parte esencial, mucho más
grande que la del material onírico de sus pacientes.
También aquí hubo sublimación e idealización. En efecto,
en el momento en que Freud tuvo la intuición cierta
de la existencia de lo inconciente, por el abordaje del
tratamiento de los histéricos desde 1893 hasta 1899,
fue desbordado por un aflujo de ideas nuevas que se
compadecían mal con su saber anterior. Ahora bien, las
publicaciones pre-psicoanalíticas van desde 1888 hasta
1899.9 En consecuencia, durante todo un período operó
un doble pensamiento. ¿Hace el lector de Freud un esfuerzo
suficiente de identificación con aquel que estaba
destinado a dilucidar el método psicoanalítico, imagina
cuán agotador debió de ser su trabajo intelectual por
tener que adoptar estilos de reflexión tan alejados? Si el
Proyecto de 1895 es un documento irremplazable, sin
duda se debe a que representa la tentativa más acabada
de sintetizar dos modos de pensamiento. Este escrito es
ya — a pesar de sus referencias a la biología— la primera
teoría neuro-psiquica, puesto que para esa época Freud
ya se había inclinado hacia el lado de lo que después
8 Cf. en este mismo volumen >El'silencio del psicoanalista-.
9 Sin hablar de sus trabajos en biologia, que preceden a sus trabajos
en neurologia y en psiquiatria.
denominaría el aparato psíquico. El fracaso del Pmyec
to, que Freud fue el primero en reconocer, no se debió a
que formulara mecanismos psíquicos en un lenguaje
que seguía perteneciendo en gran parte a la fisiología del
sistema nervioso. Hoy resulta fácil, en efecto, «traducir*
esa terminología en el vocabulario del psicoanálisis. La
falla se origina en la tentativa de Freud de englobar lo
que él adivina de los procesos inconcientes en un sistema
que los incluye pero que embrolla su visión a causa
de no aislarlos suficientemente. Es que la ambición
del Proyecto abarca demasiados elementos: neurológlcos
y psíquicos, concientes e inconcientes, normales y
patológicos, en el niño y en el adulto, etcétera.
No es por azar que sólo con La interpretación de los
sueños la hipótesis de lo inconciente adquiera verdadera
fuerza de convicción. Aquí la sublimación ha adoptado
la forma del encierro voluntario de Freud en la vida nocturna,
apartada de las impresiones y del modo de pensamiento
de la conciencia, privada de las realizaciones
del acto, liberada parcialmente de las censuras que impone
la lógica racional del lenguaje —porque si el lenguaje
se apropia de los elementos tomados de la realidad
psíquica, la operación estratégica de Freud presenta
sin duda semejanza con aquella depuración de un
cuerpo sólido (en tanto sustrae al soñante de la realidad
exterior) al que se trasforma en vapor (esa «materia
de los sueños» de que habla Shakespeare) por calentamiento
(dejando al sujeto presa de la realización de los
deseos no satisfechos al mismo tiempo que no puede satisfacerse
en acto) — . Si Freud afirmó que la interpretación
del sueño es la ufa regia que conduce a lo inconciente,
sin duda se debe a que la vio como un método ideal,
susceptible de proporcionar una satisfacción perfecta a
sus aspiraciones intelectuales, producto de la sublimación.
Entre la definición del ideal: lo que es concebido o
representado en el espíritu sin ser percibido por los sentidos,
y la concepción para la cual es lo que se representa o
se prepone como tipo perfecto o modelo absoluto, se ha
efectuado una adecuación casi total en el caso del descubrimiento
de lo inconciente. Ninguna otra situación
es más propicia para cerner lo que se concibe o representa
en el espíritu sin participación de los sentidos
—puesto que estos quedan excluidos por las condiciones
del dormir—, y ninguna otra situación es más apta
para engendrar la satisfacción, puesto que el principio
de placer gobierna el curso de los sucesos psíquicos. El
análisis de los sueños de Freud aparecerá entonces en
la Traumdeiüung como un trabajo psíquico (por medio
de las asociaciones de representaciones) sobre un trabajo
psíquico (porque el contenido manifiesto del sueño
resulta de la elaboración onírica). Empero, el sueño no
es sino una aproximación al modelo absoluto, con excepción
de los sueños de niños, en los que, según Freud,
los deseos se realizan sin rodeos y sin disfraz.
Estas dos definiciones incluyen una referencia a la
representación. Es un nuevo argumento para tener al
sueño como soporte del ideal, tanto más cuanto que los
afectos sufren en él una inhibición. Dicho de otro modo,
si, como creemos, el modelo de la teoría del sueño se
ha encamado en la teoría del encuadre, el método psicoanalítico
obedece a una doble inspiración de sublimación
y de idealización. El lugar geométrico entre sublimación,
idealización, sueño y encuadre es la representación.
No obstante, si el análisis del sueño en el encuadre
es la experiencia crucial del ideal analítico, uno
y otro remiten a un concepto teórico axiomático del
que derivará todo el resto: la realización aluclnatoria del
deseo.
Que ahí esté el origen del ideal es algo en lo que se
puede convenir fácilmente. Lo que parece más difícil
admitir es que esta operación psíquica pueda ser considerada
una sublimación. No obstante, así es. La realización
alucinatoria del deseo no es la satisfacción del deseo
sino la reinvestidura de las huellas de una experiencia
de satisfacción. Los surcos inscritos en la memoria, de
nuevo recorridos, reevocan el recuerdo de una satisfacción,
lo que en modo alguno es equivalente a la experiencia
misma. Es en la diferencia entre el placer experimentado
y su evocación mental donde es preciso ver la
expresión de la sublimación. Con el paso del tiempo, se
ahondará la separación entre el resultado de la reinvestidura
mnémica del objeto y la espera de la satisfacción
que se supone procurará, lo cual obligará a la búsqueda
de otras soluciones. Sin duda, el objeto que procura la
satisfacción terminará idealizado porque habrá permitido
poner fin al displacer. A la satisfacción pulsional
vendrá a agregarse el haber dado satisfacción... a la representación
de la realización alucinatoria del deseo.
Este es el trabajo que el sueño realiza sin el auxilio del
objeto, puesto que en una sola operación procede a representar
la realización alucinatoria del deseo como espera
de una satisfacción, y a representar su satisfacción por
medio del disfraz, tributo pagado a la censura.
Esta es sin duda la razón por la cual la idealización
del objeto que procura la satisfacción puede mudarse en
idealización del yo-placer purificado. El objeto es negado
sin peijuicio, puesto que seguirá satisfaciendo la omnipotencia
del yo; es que la madre se adapta con toda la
perfección posible a las necesidades del niño, y justamente
porque nunca lo consigue de manera perfecta el
aparato psíquico se ve solicitado a encontrar soluciones
que compensen esta inadaptación fundamental, en las
que la fantasía toma el relevo de la realización alucinatoria
del deseo. En el sueño, el soñante ha logrado ser a
la vez el yo que desea y el objeto que satisface el deseo.
El mismo es su propio ideal. Desde luego, este modelo es
ficticio. Basta con observar a un lactante durante unas
horas para comprobar lo contrario, a saber, que la menor
contrariedad a la realización de su deseo desencadena
cólera, gritos y lágrimas. Pero también, en las condiciones
más habituales, la cesación instantánea tan
pronto como obtiene satisfacción de lo que se presenta
a los ojos del observador como señal de una desesperación
incontrolable. Parece entonces que Freud tiene
razón cuando propone el modelo de un yo ideal o de un
yo-placer purificado, que nace de una exclusión por
la que es rechazado sin distinción lo exterior, lo malo, lo
odiado, sin duda porque no es posible la construcción
misma del aparato psíquico sin esta investidura fundadora
de un yo-placer que se viva como bueno, para
poder introyectar, es decir, aumentar su capacidad de
auto-investidura: todavía más de lo bueno.
No otra cosa dice Winnicott cuando destaca la importancia
de la ilusión. Melanie Klein sitúa además la idealización
del lado de la introyección del pecho bueno. Sin
embargo, se aleja de Freud porque ella no admite esta
primera fase de omnipotencia del yo-placer purificado,
puesto que considera simultáneas la existencia del pecho
malo y la del pecho bueno. La posición de Winnicott
parece situarse — como de costumbre— entre los dos. A
diferencia de Freud, no deja sitio alguno para la organización
narcisista — anobjetal— implícita en el concepto
del yo-placer purificado. Propondrá la solución de un
«objeto sujetivo» constituido sobre la Ilusión de la coincidencia
de las vivencias y de las percepciones cargadas
de proyecciones del niño y de la madre. Comoquiera que
sea, el término clave de lo que venimos apuntando es
purificado. El yo-placer no se puede constituir si no es
por una purificación negadora, lo que confirma mi hipótesis
de que la sublimación-idealización está presente
en el origen del desarrollo. Esto resolvería un problema
difícil con el que chocan todas las teorías de la sublimación.
Encuentran trabajoso explicar la mutación que
se instaura con este destino de pulsión tan diferente por
su naturaleza del conjunto de las operaciones psíquicas
entre las cuales se lo clasifica: represión, trastorno
sobre la persona propia, vuelta en lo contrario, introyección,
proyección, etc. Todos estos mecanismos se comprenden
con facilidad; elucidan a la vez una estrategia
defensiva contra la angustia y una construcción precaria
de la organización del sentido. La sublimación y la
idealización se aprehenden con dificultad mucho mayor,
y sin duda más la primera que la segunda, cuando se
las hace intervenir como procesos que darían testimonio
de cierto grado de evolución.
Por eso me parece fecundo situarlas como elementos
iniciales, diría casi como propiedades estructurales que
habrán de pesar sobre la vida entera del sujeto en carácter
de ejes organizadores de su vida psíquica. No es lo
menos sorprendente, sin duda, comprobar que esta dimensión
ha sido desconocida en la evaluación del método
psicoanalíüco.
La divergencia de los ideales
La tentativa de Freud de construir el modelo ideal del
análisis de los procesos inconcientes estaba destinada a
encontrar su límite, y su fracaso, que no eran sino los
del retorno de lo reprimido de lo que aquella había procurado
excluir: la trasferencia. Con frecuencia se repite
la lección sin comprender su sentido ni su verdadera
enseñanza. Cuando Freud descubre que debe transigir
con ese intruso, esa intrusión en su vida, que es la trasferencia,
el modelo ideal se desploma. Ya no es posible
sostener el sueño de un método «puro» de los procesos
inconcientes porque el analizando viene a enturbiar la
pureza del análisis con lo que Freud considera *niésalliance
» [casamiento impropio]. El término, en sí mismo,
muestra a las claras que el matrimonio ideal del analista
y del analizando trae consigo algo reprensible e inconveniente:
el amor de trasferencia. Cuando después Freud
pasa a modificar sus puntos de vista, poniendo al mal
tiempo buena cara, en uno de esos vuelcos que le son
habituales, hará de la trasferencia el motor de la cura.
Pero entonces, ¿por qué intentó recusar la trasferencia
en lugar de aceptarla?
No hay duda de que esta represión de la trasferencia
expresaba el deseo de terminar con la sugestión hipnótica.
Esta ruptura quedaba de aquel modo cuestionada.
La cientiflcidad del método se podía poner en entredicho.
¿Y si la curación no era otra cosa que una nueva
forma de sugestión disfrazada? Entonces, de Mesmer a
Freud, pasando por Charcot, ¿se trataría de lo mismo?
Había que admitir por lo tanto la trasferencia en la teoría,
integrarla con el retorno de lo reprimido, para tratar
de domesticar este amor salvaje que no renunciaba a
encontrar su objeto. Que la idealización del analista sea
parte integrante de la trasferencia no es sino demasiado
comprensible. Freud intentó primero justificarlo. Es
normal, decía, que un sujeto que recurre al analista
«caiga» necesariamente en la trasferencia, en el sentido
en que se dice que alguien se enamora. Insatisfecho con
su vida amorosa, como es el caso en todo analizando, es
inevitable que este dirija sobre el analista su esperanza
de ser amado. Esta explicación, a su vez, debía «caer» a
la luz de la experiencia cuando Freud descubrió la
compulsión de repetición que, recordémoslo, se apuntala
en tres argumentos: el juego del niño, la neurosis
traumática y la trasferencia. Parece muy probable que
Freud pensara ya en el análisis interminable.
La desilusión de la que es testimonio «Análisis terminable
e interminable» restringe todavía más el campo de
lo analizable. No obstante, Freud, tras haber examinado
los diferentes tipos de obstáculos que estorban la curación,
parece excluir la idea de una modificación técnica
que fuera susceptible de resolver las dificultades encontradas.
Se recordará la severidad con que juzgó las tentativas
de Rank, y sobre todo de Ferenczi, por buscar innovaciones
susceptibles de acelerar el ritmo de los análisis
o suplir las limitaciones del método. Hoy el debate
adquiere un sesgo apenas novedoso. Los freudianos se
oponen a los kleinianos, a los que reprochan su manera
de interpretar, la abundancia y el estilo de sus intervenciones,
puesto que las condiciones habituales del
encuadre se conservan. Hacia Winnicott, su actitud es
ambivalente. Reconocen el fundamento de algunas de
sus perspectivas teóricas, pero manifiestan extrema
reserva hacia los acondicionamientos del encuadre y las
libertades tomadas con este.
Un poco menos de cincuenta años después de «Análisis
terminable e interminable», la práctica psicoanalítica
oscila entre dos actitudes. La primera, que se esfuerza
por mantener el ideal de pureza del análisis, considera
que las indicaciones de la cura deben ser rigurosamente
sopesadas y que sólo pueden ser llamados al diván
algunos elegidos que —la expresión es verídica— «merecen
» el «oro puro» del psicoanálisis. Para los demás queda
el recurso al «plomo vil» de la psicoterapia.10 La segunda,
al contrario, se esfuerza por extender el campo
del psicoanálisis, por recurso a las modificaciones del
encuadre y del estilo interpretativo, modificaciones que
a sus ojos no ponen erí entredicho la calidad intrínsecamente
analítica del trabajo efectuado.
10 A punto tal que los Institutos de psicoanalisis se plantean muy
seriamente la cuestion de dispensar una ensenanza de psicoterapia,
para destinarla a los candidatos a quienes se rehusa el acceso a la
practica psicoanalitica.
Podemos caracterizar a estos dos clanes por dos concepciones
diferentes del ideal. Los sostenedores de la
ortodoxia analítica, por su parte, parece como si procuraran
defender una práctica sagrada cuyas leyes canónicas
fueran inmutables, destinada a la elite: de los analizables,
analizados por una clase no menos elitista de
grandes sacerdotes afianzados en su religión, para quienes
cualquier otra actitud es parte de la herejía o de la
magia. No hay salvación fuera de la «cura tipo». Tenemos
aquí una lógica implícita de la gracia: se la posee o no se
la posee y, si no se la posee, de nada vale correr tras ella
o hacer provisión de indulgencias yendo a pagarlas al
elevado precio de los cardenales del sillón. En sentido
opuesto, otros piensan que la cura tipo representa uno
de los modelos posibles de la actividad analítica; existen
otros no menos ricos en enseñanzas. Y hasta se situarían
en la fuente de todo progreso en el estudio del psiquismo.
Si los primeros pretenden ser conservadores
(en el buen sentido del término) de la herencia freudiana
y portavoces del ideal analítico cuyo profeta se obstinan
en ver en Freud —aunque su práctica para nada fue
rigurosa—, del mismo modo se puede afirmar que los
segundos pueden ser tachados, en su optimismo indefectible,
de idealistas ingenuos o megalómanos, puesto
que se afanarían en querer analizar lo inanalizable.
Es otra vez la presión de la trasferencia la que retorna
en esta querella. Recordemos que, para Freud, los
psicóticos no eran analizables por falta de trasferencia.
Cuando la experiencia clínica demostró lo contrario,
desde luego que en parte, se respondió a los analistas de
pacientes psicóticos, primero, que esa no era una trasferencia
«verdadera», y, después, que esta era intratable
en los dos sentidos del término. Lo que está en la base
de la discusión es la referencia implícita al predominio
afectivo en la trasferencia. En los casos a que aludimos,
todo ocurre como si las representaciones y el análisis
de estas no bastaran para producir la reanudación
de una actividad psíquica que se desenvuelva dentro del
marco de conflictos elaborables como en las condiciones
ideales. La trasferencia está aquí señalada por la intensidad
y el carácter paralizante de la angustia o de la
depresión, por la ocurrencia incontrolable de pasajes al
acto, por la fragilidad de la organización narcisista, etcétera.
En suma, mientras más nos aproximamos a un sistema
psíquico inconciente constituido por representaciones
acompañadas por su quantum de afecto moderado
(lo que permite hablar de psiconeurosis de trasferencla,
en las que la libido ha logrado su conversión en
Investidura psíquica), más la estructura (ideal) del analizando
armoniza con el ideal de la cura. Y mientras más
nos alejamos de aquel, más el método tropieza con su
límite; este método es sólo una situación ideal, lo que
deja sobrentender que sólo tiene un valor aslntótíco. Es
acorralado por un estado de las pulsiones que se quedaron
en estado salvaje, cualesquiera que hayan sido
las sublimaciones consumadas, que sólo al precio de
una escisión parecen haber alcanzado este resultado.
No hay análisis posible porque no se trata de un psicoanálisis
sino, si se me permite este neologismo, de un
corpo-análisis. a causa del no-desasimiento de las pulsiones
de su anclaje corporal, tal como lo atestiguan la
Intensidad de los afectos y las descargas por el acto o el
soma.
Tenemos que comprender que esta querella que divide
al mundo analítico actual,11 pero que ya en el pasado
había provocado serias discusiones, no es enteramente
vana. Porque es cierto que uno de los principales
peligros que amenazan la práctica analítica es la omnipotencia
del analista. Una de las cualidades fundamentales
del encuadre no es sólo la de «contener* la trasferencia
del analizando en la esfera de la palabra y de
la fantasía; es también la de proteger al analista de todas
las tentaciones de «salir» del análisis por diversos
pasajes al acto —que por otra parte eran habituales en
Freud— que siempre encuentran excelentes racionalizaciones
para justificarlos. En efecto, nunca faltarán
argumentos a un analista para explicar por qué y cómo
tal o cual ruptura del encuadre se Imponía en el caso
11 Como lo atestiguan las asperas discusiones del Congreso Internacional
de Psicoanalisis de 1975; vease íntematlonal Journal o f Psychoanalysls,
56, 1975, pags. 1-23, 87-98, y 57. 1976, pags. 257-60 y
261-74.
particular, y enumerará a continuación de su alegato los
progresos que de ello se siguieron para su analizando.12
Se puede decir, sin exageración, que el encuadre se
ha establecido para demostrar que inevitablemente, en
un momento u otro, las condiciones fijadas no serán
respetadas en su integridad por el analizando, pero tampoco
por el analista. Por esa razón, el encuadre encarna
el ideal del psicoanálisis.
Un ideal no pretende sólo mantenerse como una
referencia inmutable, sino también asegurar su trasmisión.
Y en ninguna otra parte está más presente este
cuidado que en la formación del analista —por lo tanto,
en el análisis de formación —. Lo que se comprueba, entonces,
es que los analistas que optan por tal o cual modelo
de formación, por detrás de un acuerdo superficial
—todos quieren que la formación sea la mejor, la más
completa, la más conforme al ideal analítico—, se oponen
en torno de concepciones por completo divergentes
en cuanto a los medios para realizar las condiciones de
esta idealidad.
La cuestión se complica más si reparamos en que el
contenido por dar a este ideal varía considerablemente.
Sin duda, es difícil escapar aquí a la esquematización, y
hasta a la caricatura, porque cada uno encuentra en los
otros el espantajo que le sirve para cultivar su predio. A
los americanos del Norte se reprochará la «ortopedia»
analítica, una normatividad opresiva; a los ingleses, el
maternaje abusivo, el deseo de hacer el bien; a los lacanianos,
la racionalización del fracaso, la cultura de
la desesperación, que se compadecen muy mal con la
consigna «no ceder en su deseo», que no puede conducir
sino a una perpetuación de vínculos sado-masoquistas;
para los no-lacanianos franceses se reservará una parte
de los reproches dirigidos a los anglosajones, mientras
que, para estos últimos, son los franceses en bloque los
considerados como analistas «sádicos» (a causa de su
silencio cruel), indiferentes al sufrimiento de los pacien-
12 La practica lacanlana, a la que por mi parte estimo Incompatible
con las condiciones minimas para que haya analisis, encuentra innumerables
argumentos para fundar teoricamente la sesion breve, el silencio
casi absoluto, y las violencias infligidas al analizando.
tes. que cultivan el individualismo con menosprecio del
respeto por el otro, etcétera.
Existe, en consecuencia, una ideología del psicoanálisis,
que obedece menos a la teoría que a los presuntos
objetivos del analista. No obstante, sin que esta afirmación
sea absolutamente verdadera, en la grandísima
mayoría de los casos los ideales proclamados por los
psicoanalistas invocan, casi todos, a Freud. Si divergen
entre ellos, es porque la interpretación de su pensamiento
puede llevar a que se valorice tal o cual aspecto
desarrollado en su obra, sin haber procedido a un examen
riguroso que pusiera en perspectiva: el ideal del
psicoanalista, el ideal de la práctica, y la concepción del
ideal en la teoría.
La verdad
Que la verdad sea reivindicada por los psicoanalistas
como su ideal no parece discutible. Resta saber de qué
se habla. En el caso de Freud, la verdad en cuestión no
es sino científica.13 A condición de que la ciencia no
excluya de su campo las producciones individuales o
colectivas en las que se expresa la realidad oculta de lo
inconciente. La ciencia no podría ni desterrar de sus investigaciones
las formaciones de lo inconciente, ni tampoco
reducir la verdad a los criterios aplicables a la sola
verdad material. El delirio del paranoico esconde un
núcleo de verdad, como lo esconde el mito. Ni uno ni
otro son errores en sentido propio. Clasificarlos en la categoría
de lo falso no parece pertinente. Pero, ¿de qué
deriva su valor de verdad? De que son los testigos verídicos
del funcionamiento psíquico propio de un período
olvidado de la historia. Esos modos de funcionamiento,
conservados en la forma de huellas mnémicas, no sólo
no han sido suprimidos por la evolución ulterior, sino
13 ≪El psicoanalisis posee un titulo particular para abogar en favor
de la concepcion cientifica del universo*! ≪En tomo de una cosmovision*.
Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, Gallimard.
que todavía permanecen activos en una parte del psiquismo
inaccesible a la conciencia. Pueden aparecer
disfrazados en formas de expresión patológicas (el delirio)
o culturalmente compartidas (la religión). Mas no
por ello esta bipartición de la verdad en histórica y material
admitiría la igualdad entre los términos. La verdad
histórica debe llegar a ser verdad material. Es verdadera
sólo históricamente, no materialmente.
La lógica del razonamiento freudiano descansa en la
capacidad que el psicoanálisis tendría para reconstruir
el pasado, desmontar los mecanismos que rigen el psiquismo
infantil y superar las fijaciones a esos estadios
del desarrollo. El procedimiento, como se ve, está impregnado
del positivismo conquistador aún imperante.
Pero los hechos vienen a complicar este ideal metodológico
al servicio del ideal científico. «Construcciones en
el análisis» concedería que una gran parte del material
infantil permanecía recubierto por la amnesia. Freud
debe admitir entonces el carácter conjetural de la construcción
y contar con una convicción adquirida por el
analizando, la de que todo habría ocurrido en efecto así.
Pero, ¿cómo escapar aquí al espectro de la sugestión?
La incertidumbre que pesa sobre la autenticidad de
las reconstrucciones inverificables del psicoanálisis ha
conducido a Serge Viderman a defender la hipótesis de
una construcción por el análisis, a saber: lo que adviene
en la cura sólo existe por la formulación misma que lo
enuncia. Así, nos encontraríamos tomados entre una
verdad proclamada sin pruebas y una duda acerca de la
posibilidad de establecer la menor verdad. Pero la verdad
histórica sólo se refiere a acontecimientos; la mejor
prueba de su existencia es la permanencia de lo inconciente,
su persistencia que desconoce el paso del tiempo
y se manifiesta por la perennidad de las fantasías más
fundamentales y, sobre todo, por los modos de pensamiento
que le son propios. En cuanto a la realidad de los
acontecimientos invocados, baste decir que no es, no
puede ser y nunca será otra cosa que metafórica —lo
que pasado en limpio viene a decir que los acontecimientos
en cuestión deben todo su poder a ser simbólicos,
y que, en definitiva, no son sino el aspecto coyuntural
de las estructuras significativas a las que remiten
—. Así las cosas, la verdad en cuestión no es ni la del
analizando ni la del analista, sino la del consenso relativo
que se establece en torno de la aproximación sobre
lo que pudieron ser el sentido y el alcance de los hechos
que marcan un destino singular. En las construcciones
en cuestión, reaparecerá con constancia la gravitación
de ciertos temas fundamentales que remiten siempre a
las fantasías originarias y a los grandes ejes de la teoría:
relación amor-odio, bisexualidad, relaciones entre pregenital
y genital, efectos combinados de la palabra y de
la pulsión, etcétera.
En consecuencia, si el psicoanálisis reivindica ser el
heraldo de la verdad, en ningún caso puede tratarse de
una verdad trascendental, sino de la sola verdad de lo
inconciente. Su ideal es el de referirse siempre a la existencia
de este, a su poder de subversión, a las angustias
que provoca, a las defensas que suscita, la más importante
de las cuales es sin duda la racionalización del yo
conciente. Por eso la divergencia sobre los ideales desaparece
desde el momento en que nos decidimos a no
asignar al analista otra tarea que la de analizar, sin ningún
otro propósito —aunque todavía hace falta que la
concepción de lo inconciente pueda escapar ella misma
a la idealización.
La idealizacion de lo inconciente
Lo que se llama el pesimismo freudiano, que se afirmaría
a partir del «giro» de 1920, no es sino la consecuencia
de una «desidealización» de lo inconciente. La
sustitución de la primera tópica por la segunda lo relegó
al rango de una simple cualidad psíquica y lo remplazó
por el ello. Esta sustitución, además, relativizó el
poder del yo e introdujo el superyó, como efecto de la
división del yo, aunque anclado en el ello. Así, lo inconciente,
si se extiende al yo y al superyó, es empero despojado
de su título de instancia. Se puede sostener entonces,
puesto que el ello es el fundamento de la actividad
psíquica, que lo inconciente —distinto del ello— es
la consecuencia de la génesis del yo.
¿Qué significa en rigor esta modificación? La pulsión
está en el origen de toda la teoría del aparato psíquico.
Desde el comienzo, Freud no deja de precisar que una
pulsión no es ni conciente ni inconciente, y que es incognoscible.
Sólo sus representantes permitirán conocerla,
indirectamente cuando se trata de representaciones inconcientes.
Pero todo se presenta entonces como si lo
inconciente representara en cierto modo un sublimado
de las pulsiones, y como si, en el límite, cuando el análisis
hubiera tenido acceso a esas representaciones inconcientes
por vía de deducción, bastara en definitiva la
modificación de lo inconciente por la toma de conciencia
para gobernar las pulsiones a través de sus mandatarios.
El yo recuperaría así una parte del imperio que la
neurosis había conquistado. El giro de 1920 atestigua
por una parte que el yo —a causa de la naturaleza Inconciente
de sus defensas y de sus resistencias— es un
aliado poco seguro, y que el análisis de las representaciones
inconcientes tiene sólo un efecto muy relativo
sobre las pulsiones.14 Dicho de otro modo, la instancia
denominada ello se eleva como un enemigo temible,
sobre todo si se recuerda que, a diferencia de lo inconciente
de la primera tópica, constituido exclusivamente
por deseos sexuales, el ello de la segunda tópica es un
caldero al que hacen hervir juntas un hada y brujas
llamadas Eros y pulsiones de destrucción. Es decir: si lo
inconciente es un lugar de representaciones y de afectos,
un inconciente psíquico, el ello, por estar anclado en
lo somático, «rematerializa» lo inconciente y da más bien
testimonio de una estructura que se sitúa en la encrucijada
entre el psiquismo y lo somático. La sublimación,
en el sentido estricto, desexualiza lo inconciente sexual.
Pero lo inconciente sexual15 es a su vez una sublimación
del ello erótico y destructor.
Así se comprende mejor la conclusión de «Análisis
terminable e interminable». La roca «biológica» es el anclaje
del demonio indomeñable que habita el ello. El masoquismo
jaquea la curación en la medida en que existe
14 Cf. en este volumen ≪Introduccion: El giro de los anos locos≫.
15 Aunque este cargado de sadismo, es decir, de pulsiones de
destruccion Imbricadas.
bajo tres formas: masoquismo erógeno, masoquismo
ligado a la pulsión sexual, masoquismo moral, en el que
el yo no concibe otro ideal que el de ser esclavo de un
superyó resexualizado, masoquismo femenino, respecto
del cual es atinado recordar que su modelo se encuentra
en el hombre capturado en una identificación femenina
imaginaria, donde la mujer permanecerá como el eterno
niño, azotada, humillada por el Hombre-Progenitor. Porque
el goce masoqulsta devuelve al cuerpo todo el espesor
que las representaciones del alma le retiran por
evaporación.
Estas consideraciones explican, es cierto que en
parte, lo que denominamos los límites de lo analizable,
16 porque, ¿cómo definir de otro modo el sentimiento
contra-trasferencial del analista que tropieza con esas
neurosis rebeldes si no es por la idea de que lo que se
aferra aquí a la enfermedad —no se debe temer emplear
el término a propósito de ello—, ese sufrimiento que sólo
tiene parangón con la fuerza que impide su trasformación,
depende de la fijación a un masoquismo donde ello
y superyó son cómplices para servir al mismo propósito:
la satisfacción de deseos destructores, sea hacia el objeto,
sea hacia el yo?
El análisis contemporáneo nos ha quitado una ilusión:
la de que el destino más deseable de las pulsiones
es la sublimación. En efecto, la experiencia nos enseña
que numerosos sujetos situados «en los límites de lo
analizable» han logrado llevar muy lejos sublimaciones
en diversos dominios intelectuales o artísticos. Pero ello
sólo pudo consumarse por medio de escisiones que dejaron
intactos sectores enteros de la personalidad que
siguen poseídos por las pulsiones más crudas, las angustias
más desorganizantes, las depresiones más paralizantes,
y los afectos de persecución que los hacen
vivir en un infierno más o menos permanente y vienen a
recordarles con crueldad el fracaso de su idealización
del objeto o de ellos mismos.
Cuando Hanna Segal, siguiendo los pasos de Melanie
Klein, habla de ecuación simbólica, o Bion habla de
16 Vease el n' 10 (otono de 1974) de la Nouvelle Revue de Psychanalyse.
concretización del pensamiento, traducen en sus sistemas
teóricos esta particularidad estructural de las representaciones
que consiste en traicionar su función de
ser sólo representaciones. Reencontramos un eco de esta
idea si pensamos en Winnicott, quien señala que en
los análisis de los casos fronterizos el analista no representa
a la madre: es la madre. Pierre Marty, por su
parte, reencuentra en la patología del preconciente,
ilustrada por la clínica psicosomática, la desublimación
regresiva.17 Este haz convergente de argumentos que
provienen de horizontes diversos —y que sin embargo
tienen en común fundarse en la experiencia del análisis
de los psicóticos, de los casos fronterizos o de los pacientes
psicosomáticos— no se ha guiado por la idealización
de lo inconciente, y aun del análisis. La idealización del
análisis dará entonces testimonio de un vasto movimiento
de exclusión del campo clínico de todas las estructuras
no neuróticas: todo lo que no fúera psiconeurosis
(de trasferencia) no sería admisible en el encuadre
purificado, hábitat natural de la neurosis de trasferencia
—y si, por ventura, un clandestino hubiera conseguido
infiltrarse a pesar de la selección rigurosa de las indicaciones
de análisis, no se podría considerar el trabajo
como analítico, dados los acondicionamientos requeridos
por la situación—. Esta elección implica que un
modelo único —exornado con las virtudes de la idealización—
rige la práctica analítica. La no-neurosis no
sería sino el resultado de una corrupción, de una caída
que sin duda merecerían la compasión y la asistencia
caritativa, pero que se situarían fuera de los límites del
modelo tipo.
Esto implica que la técnica analítica se pliega también
a un ideal: el analista está obligado a permanecer
silencioso, embargado de neutralidad benévola — expresión
paradójica si las hay —, que es objeto de una vigilancia
estricta, mucho más del lado de la neutralidad
que de la benevolencia. La trasferencia del analizando se
supondrá moderada en su intensidad y en su expresión,
y sus capacidades de elaboración resguardarán de los
pasajes al acto. Las interpretaciones tendrán que ser
17 Cf. Pierre Marty, L'ordre psychosomatique, Payot, 1980.
raras, breves, claras y, sobre todo, se espera del analizando
que haga su análisis solo. Todas estas condiciones
se requieren para el establecimiento de una buena
neurosis de trasferencia que se liquide, por así decir,
sola.
Este análisis ideal de un analizando no menos ideal
da por sobrentendida la idealización del analista, pero,
peor todavía, del análisis mismo. Este modelo es aceptado
como tal. Se dice que define el análisis clásico,
garante de la ortodoxia. En lo que me atañe, nunca he
podido encontrarle justificación en ninguna parte. Sería
verdaderamente dar muestras de una idealización denegatoria
decir que deriva de la práctica de Freud.18
Esta idealización de la técnica es responsable, en mi
opinión, de muchos «no ha lugar» analíticos. Me refiero
al gran número de los que han hablado, durante años,
sobre el diván de un analista que permanecía casi mudo
y que «terminaron» su análisis —en muchos casos, por
otra parte, con el acuerdo de su analista— con un beneficio
casi nulo. No hablo aquí ni de curación ni de mejoría
de sus síntomas. Esos analizados parecen no tener a
poco más ninguna idea de lo que es el análisis ni de lo
que es lo inconciente que sigue manejando los hilos de
su existencia más frecuentemente para su desdicha que
para su felicidad. Ellos, como se suele decir, «salieron del
paso» y ya no saben a qué santo darse, porque siguen
empantanándose en una vida cuya dirección se les escapa
casi por completo. Los psicoanalistas, que nunca
18 No se echan de menos las paradojas cuando se consideran los
anatemas que se arrojan mutuamente los partidarios de las diversas
corrientes del psicoanalisis en el mundo. El modelo •clasico ≫ del analisis
que tienen en comun, no importa lo que se diga, los norteamericanos
y los franceses no lacanianos, no por ello aproxima las dos
orillas del Atlantico. NI de un lado ni del otro se guardan estima. En
Inglaterra, los kleinlanos. que pretenden ser los mas Intransigentes en
punto al rigor acerca del encuadre freudiano, no son juzgados muy
ortodoxos por sus colegas no kleinlanos. pero es en Francia donde la
contradiccion alcanza exacerbaciones con el movimiento lacanlano. Si
por un lado Lacan invoca —al menos en sus origenes— un 'retorno a
Freud≫ que le sirvio de consigna, por el otro la tecnica lacanlana es la
que se ha tomado las libertades mas grandes —donde la licencia se
vuelve a menudo licenciosa— con las reglas que rigen el encuadre
analitico.
andan cortos de explicaciones, justificarán ese «no ha
lugar» analítico sea con argumentos ad homínem, sea
también con una teoría que racionalice el fracaso. ¡Qué
importa! Lo que parece contar es el mantenimiento de
un ideal en el encuadre y en la teoría, que a menudo se
apoya en una idealización de Freud o de alguno de sus
epígonos que haya conseguido formar su propia secta
analítica.
El caso más extremo de la idealización de lo inconciente
y de su teoría —que contrasta con una práctica
todo menos ideal, que no desdeña ninguna solución de
fuerza, incluidas las patadas en el trasero— se presenta
con la versión lacaniana del psicoanálisis. La puja teórica
ha impulsado a Lacan no sólo a sostener que lo inconciente
estaba estructurado como un lenguaje, y a no
ver en ello más que un álgebra del significante dentro de
una topología de lo real, de lo imaginario y de lo simbólico,
sino a cerrar su obra en la radicalización de un
formalismo rabioso en que el materna destrona al significante.
Y cuando la divisa inicial de «retorno a Freud»
se volvió cada vez menos creíble, no se dejó de sostener
que el fundador del psicoanálisis había sin duda esbozado
algunas hipótesis interesantes, que en realidad no
llevó bastante lejos, lo que Lacan hizo después, felizmente
para nosotros.
Esto es lo inverso de la evolución de Freud, quien por
su parte hizo la dura experiencia de las impasses de la
idealización de lo inconciente y no se arredró ante las
revaluaciones indispensables para devolver a lo noconciente
su espesor, su opacidad y su fuerza. Abandonando
el sueño de un inconciente formado de representaciones
de objetos y de afectos, confirió su poder indomeñable
al ello constituido por las solas mociones pulsionales,
y del que está ausente toda idea de contenido
(por lo tanto, de representación). Cuando recordamos,
en fin, que la hipótesis de las pulsiones de destrucción
hace del ello el lugar de una violencia que no es solamente
erótica, no podemos menos que darle la razón,
porque la experiencia psicoanalítica contemporánea coincide
sin duda en mostrar que los casos situados en los
límites de lo analizable son precisamente aquellos en
que las pulsiones de destrucción dominan la psique y
socavan —¡y con qué eficacia! — el trabajo analítico.
Cuando se tiene la suerte de ver que el análisis evoluciona
favorablemente —lo que sucede más a menudo de lo
que se esperaba—, ello sólo ocurre gracias a un incesante
análisis de los procesos destructores: el odio, la
envidia, el masoquismo, la depresión y la persecución
bajo forma de angustia desorganizante. Aquí, la idealización
del inconciente, o la del análisis, están fuera de
lugar. Cuando aparecen los indicios de una idealización
del analista en la trasferencia seudoamorosa, el analista
debe prestar oídos para escuchar, más acá de la escisión,
el discurso del objeto perseguidor. Este discurso
puede no aparecer nunca a causa de la complicidad silenciosa
del analista —se tratará entonces de una forma
de «no ha lugar» analítico—, o se manifestará al fin — a veces
tras un período muy largo—, y serán duros los tiempos
para el analista, quien se verá incluso obligado a
sacrificar la pureza del análisis para conservar el carácter
psicoanalítico de la relación.
En modo alguno soy partidario, durante esas fases
difíciles, de abandonar la actividad interpretativa que
sigue siendo, para mí, la esencia del trabajo analítico.
Sostendré, al contrario, que las modificaciones técnicas
eventuales (paso de la posición acostada a la posición
sentada, aumento de la frecuencia de las sesiones y de
su duración — nunca su acortamiento—, respuesta a llamadas
telefónicas o a cartas del analizando) tienen un
solo propósito: mantener el poder de una palabra liberadora
por medio de la interpretación. Esta es la prueba
de que la relación de trasferencia continúa, aun en las
condiciones más difíciles, lo que no significa que las
interpretaciones deban ser siempre «de trasferencia» ni
necesariamente «profundas».
Que el analista, en estas condiciones, pierda su estatuto
idealizado, he ahí algo inevitable y, sin duda, deseable.
Que cometa errores, conceda demasiado o no lo
bastante, revele sus límites en la comprensión de lo que
ocurre, y aun —¡horresco referensl— deje filtrar en su
interpretación afectos contra-trasferenciales negativos,
tiene poca importancia. Lo sabemos desde Winnicott y
Searles. No porque él se revelara falible y por lo tanto
humano —esto no siempre es percibido así por el analizando—,
sino porque al menos permanece vivo, pensante
y hablante... No es raro que parezca loco a los ojos
del analizando, quien, en fin, encuentra ese receptáculo
para su locura proyectada, etapa quizá necesaria antes
que sea capaz de medir la profundidad de su propia locura,
lo que sólo ocurrirá con posterioridad. El analista
sólo está verdaderamente loco si pretende mantener una
imagen idealizada que le es ajena, o si pretende salvar el
ideal del modelo analítico de la cura clásica en detrimento
del único análisis digno de ese nombre: la escucha del
discurso latente y su comunicación verbalizada.
La necesidad imperiosa del paciente de forzar al analista
a salir de la idealidad encuentra a menudo su fuente
en la necesidad de revivir un conflicto con un progenitor
a quien había idealizado, o que se había erigido
en ideal a los ojos del niño, o también que había idealizado
a su hijo con desdén de su individualidad.
Pero es cierto que todavía no hemos elucidado verdaderamente
el mecanismo que rige la idealización y su
estructura paradójica, tanto es cierto que en manera alguna
tenemos buena opinión sobre un ser que careciera
de ideal, al mismo tiempo que desconfiamos un poco de
aquellos de quienes decimos que idealizan su objeto.
Una lengua de Esopo más en el psicoanálisis: ellas son
legión.
Yo-ideal, ideal del yo19
La estructura contradictoria de la función del ideal
obedece a que concierne a la vez a una organización
narcisista anobjetal derivada del solo yo (el yo-ideal) y a
una idealización del objeto parental por medio de la
identificación (ideal del yo). Ya hemos recordado los
nexos que existen entre el yo-placer purificado y el yoideal.
Ahora bien, si el yo-placer purificado puede cons-
19 Para mas detalles. *Le narcisslsme prlmalre: structure ou etat? ≫,
en Narcisslsme de ule. narcisslsme de mort, Edltions de Mlnult, 1982,
pag. 104 y slg. [≪El narcisismo primarlo: estructura o estado-, en Narcisismo
de vida, narcisismo de muerte, Buenos Aires: Amorrortu editores,
1986, pag. 78 y sigs.l
ütuirse englobando en la misma desmentida lo exterior,
lo malo y lo ajeno, no se debe sólo a que el objeto provee
a sus satisfacciones permitiéndole incorporar e introyectar
lo que el niño necesita y cuya falta le provoca una
tensión desagradable, penosa y hasta dolorosa, que induce
por contragolpe el sentimiento de omnipotencia; se
debe también —es importante señalarlo— a que el objeto,
a su vez, lo idealiza. Se constituye entonces entre el
yo y el objeto un circuito idealizante. No hay más que recordar
la expresión de Freud «hís Majesty the Baby».
Freud destaca la sobrestimación de la elección de objeto,
en un todo como en el enamoramiento: «Al niño se
atribuyen todas las perfecciones, su sexualidad infantil
es desmentida. El narcisismo primitivo del padre despierta
de ese modo, toda la experiencia de la vida resulta
anulada de un golpe ante la perspectiva de este nuevo
comienzo en la vida, por procuración. Enfermedad,
muerte, renuncia al goce, restricción a la propia voluntad,
no valdrán para el hijo, y como las leyes de la naturaleza
y de la sociedad se suspenden, él será realmente
de nuevo el centro y el núcleo de la creación».20
¿Cómo decir mejor la colusión entre el restablecimiento
del yo-ideal en el progenitor, proyectada sobre el
hijo, y la instauración del yo-ideal del niño, que sólo
existe en la medida en que el progenitor la vuelve posible?
He ahí la situación extraña del objeto al comienzo
de la vida del niño. Aquel es omnipotente porque de él
dependen la vida y el bienestar del niño, y sin embargo
su existencia es negada por este, que debe atribuirse y
apropiarse esta omnipotencia para construir su identidad.
Es como si hiciera falta (Winnicott ha insistido sobre
este punto) comenzar por dar a la ilusión su mayor
despliegue para aceptar la inevitable desilusión de la
cual la separación del objeto es el primer signo. Que el
objeto sea conocido en el odio nos indica que es por un
movimiento solo y el mismo que se reconocen la imposibilidad
de una satisfacción pulsional absoluta, la necesidad
de tolerar la frustración por inadecuación inevitable
del objeto, y el odio como consecuencia de la frus20
S. Freud, ≪Pour introduire le narcisslsme≫, en La ule sexuelle.
PUF. pag. 96.
tración y de la separación del objeto. El yo-placer puede
seguir existiendo; lo que dejará de ser será la purificación.
En lo sucesivo, la violencia pulsional interna encontrará
un eco en el odio dirigido al objeto.
Se comprende entonces que el nacimiento del yoideal
descanse en la satisfacción automática, inmediata,
plena, entera (que quizá nunca existió salvo en una fantasía
retrospectiva de la experiencia de satisfacción
como modelo perfecto creado con posterioridad). Que el
yo-ideal, lo mismo que el yo-placer purificado, dependa
de un mito constitutivo de la organización psíquica nos
Induciría a pensar que en la psique existiría una función
del ideal totalmente originaria, que hallaría su expresión
en el estado de naturaleza sinónimo de felicidad y de
inocencia. El paraíso terrenal, de que se hace eco el Antiguo
Testamento, no seria un mito tan potente si en los
humanos anclara en una creencia tan arraigada desde
los tiempos más remotos.
Lo que más interesa destacar aquí es el desdoblamiento
al que esta fantasía procede cuando erige ese
mito originario como patrón con cuyo rasero el yo evaluará
todas sus experiencias. En efecto, el yo-ideal —acabamos
de verlo con ocasión de su resurgimiento con
motivo de la paternidad— no desaparece nunca. Ni siquiera
hace falta esperar al nacimiento de un hijo para
verlo renacer de sus cenizas. Baste con evocar el enamoramiento,
siempre temporario, que servirá perpetuamente
de referencia evaluadora cuando el amor adopte
formas más atemperadas pero también menos aisladas
de la realidad, y sea más vulnerable a las limitaciones
que esta impone a la pareja que se ama. La justificación
de muchas infidelidades conyugales invoca el deseo —y
a menudo la ilusión— de restablecer por medio de un
nuevo enamoramiento la idealización recíproca del estado
inicial que ya no es más que un recuerdo en los esposos
que han sufrido los estragos del tiempo. El amor rejuvenece,
se afirma. Si disipa la usura del tiempo, no
sólo devuelve a la adolescencia sino a ese yo-ideal de los
tiempos preteridos.
Por un vuelco total de perspectiva es como se consuma
el paso del yo-ideal al ideal del yo. La desmentida
del objeto propia del yo-ideal es remplazada por el
reconocimiento del objeto, su sobrestimación, y la identificación
con este objeto sobrestlmado. Cuando Freud
descubre la identificación con el padre tomado como
ideal, piensa primero en el padre muerto: no se puede
dejar de notar que «Introducción del narcisismo» sigue
muy de cerca a Tótem y tabú. En esta obra, punto de
partida de su reflexión sobre la religión e hilo conductor
de sus escritos socio-antropológicos, Freud, cuando trata
del amor hacia el padre, que a su juicio es raíz de toda
formación religiosa, muestra con gran abundancia de
argumentos la ambivalencia de que este es objeto, ya en
proporción a las conmemoraciones colectivas del asesinato
de que fue víctima, muerto por sus hijos.
No obstante, en El yo y el ello, en el capítulo «El yo y el
supeiyó» («Ideal del yo»), Freud enuncia un Juicio que ha
dado lugar a comentarios polémicos acerca del nacimiento
del ideal del yo, tras el cual «se esconde la primera
y más importante identificación del individuo: la
identificación con el padre de la prehistoria personal».
Una nota muestra la vacilación de Freud: «Acaso sería
más prudente decir "identificación con los padres", pues
antes del conocimiento cierto de la diferencia de los
sexos, de la falta de pene, padre y madre no reciben un
valor diferente». Y el texto continúa de este modo: «Esta
[la identificación con el padre prehistórico] al comienzo
parece no ser el resultado o el desenlace de una investidura
de objeto: es una identificación directa, inmediata,
más precoz que cualquier investidura de objeto. Pero
las elecciones de objeto que pertenecen al primer período
sexual y conciernen al padre y a la madre parecen,
en ese desarrollo normal, encontrar su desenlace en
una identificación semejante, que así viene a reforzar la
identificación primaria».21 Identificación directa y primera,
anterior a toda investidura de objeto. Ya en el
capítulo referido a la identificación, dos años antes, en
«Psicología de las masas y análisis del yo», Freud escribía:
«El varoncito da muestras de un Interés particular
por su padre, querría llegar a ser como él, ocupar su lugar
en todos los órdenes. Digámoslo tranquilamente:
21 ≪Le Mol et le Qa≫, en Essats de Psychanalyse, Petite Blbllotheque
Payot, 1981, pags. 243-4.
toma a su padre como ideal».22 Y agrega que esta actitud
no se ha de atribuir a una feminidad o a una pasividad
hacia el objeto paterno. Es anterior al complejo de Edipo,
del que constituye la base.
Freud tiene los ojos Ajados en el padre. El texto de
1921 que acabamos de citar no toma la precaución de
decir «ambos padres» como el de 1923 lo precisará prudentemente.
Por otra parte, aun en este último caso,
Freud terminará diciendo que, si él se ocupa sólo de la
identificación con el padre, es «para simplificar la exposición
». ¿Por qué estas vacilaciones? Sin duda se aducirá
el falocentrismo incurable del fundador del psicoanálisis.
No obstante, existe un medio de explicar la situación
de otro modo. Si Freud prefiere, en toda circunstancia,
tratar la relación del hijo varón con el padre,
es porque esta pareja está unida por una doble relación.
Por una parte, la que liga al hijo varón con su imagen en
tanto «igual» sobrestimado, lo que corresponde a la preocupación
por ligar este tipo de relación con el amor narcisista.
Por otra parte, esta identificación con un ideal se
ve favorecida por el hecho de que entre el varón y su padre
la identificación es tanto más inmediata cuanto que la
relación es mediata, es decir que no pasa por los cui
dados matemos y la dependencia del cuerpo del hijo del
cuerpo de la madre.23 Por lo tanto, es esta relación esencial
la que se trata de aprehender en la identificación
22 *Psychologle des foulcs et anaiyse du Mol-, en Essats de Psychanalyse,
cap. VII, pag. 167.
23 Es sabido que, en la pslc o patologia de la vida cotidiana, las
madres que se han desvivido para ocuparse de los hijos durante toda
la Jornada en ausencia del padre, dedicado a sus ocupaciones, se irritan
un poco, cuando este regresa al atardecer, al ver que los ninos
cambian de actitud. No solo le hacen fiestas y se apartan de la madre,
sino que ademas se vuelven repentinamente juiciosos y obedientes a
la primera orden paterna. El prestigio del padre es proporcional a su
ausencia y a su escasa participacion en las tareas triviales de lo cotidiano.
Por otra parte, el padre deseoso de hacerse amar rehuira las
manifestaciones de autoridad que la madre espera de el: tambien por
esto la madre se quejara de tener la exclusividad de las puniciones, o
sea, de llevar todo el peso de las frustraciones por infligir. El hecho de
que, en la sociedad contemporanea, las madres tambien trabajen afuera
apenas modifica la situacion puesto que la relacion camal con la
madre permanece inmodlficada.
con el progenitor corno Ideal; dicho de otro modo: la
atracción ejercida sobre el niño por la figura agrandada
de él mismo, que él percibe a través de un padre a quien
imagina emancipado de toda traba para la satisfacción
de sus pulsiones, sea que tenga la posibilidad de calmarlas
sin demora, sea que tenga el poder de no ser esclavo
de ellas.
Por eso mismo un hilo une Tótem y tabú. Psicología
de las masas y análisis del yo y Moisés y la religión mo
noteísta, que dedicará un capítulo al «gran hombre».
De la misma manera como la identificación con el
progenitor es, según lo vio Lacan desde su trabajo sobre
el estadio del espejo, una mediación indispensable para
la unificación del yo hasta entonces proclive a la fragmentación,
el amor por el gran hombre es responsable
de la reunión de los individuos de una masa en un grupo
organizado. El padre unifica la masa bajo su leader
shlp, del mismo modo como el cuerpo se forma en torno
del centro constituido por el sexo, gracias a la imagen de
la madre. Es más fácil asumir esta posición para el varón,
reasegurado por la comprobación visible de su pene,
y ciertamente aquella es diferida en la niña, quien asegura
su identidad en torno de lo invisible interior, santuario
protegido en espera del bebé por venir, destinado
a cumplir el programa ideal que sueña para él. Por esta
razón, no es posible evitar una psicología diferencial de
los ideales. Si estos se concentran en la mujer en el destino
que dibuja para sus hijos, en el hombre, en cambio,
los ideales (heredados de la madre) son de una índole
más abstracta».24 Esta abstracción masculina puede
ser reivindicada por la mujer a través de una identificación
fálica. Pero, las más de las veces, se convierte en
causa de conflictos entre los sexos, porque las mujeres
reprochan a menudo a los hombres su «abstracción»
que los aparta de la vida.
Existe en Freud una coherencia notable en torno de
esta función de un padre falóforo. «¿Quién si no es su
24 *Es preciso admitir entonces que el gran hombre ejerce su influjo
sobre sus contemporaneos de dos maneras diferentes: por su personalidad
y por la idea que defiende≫. L'homme Moíse et la religión monothéiste,
Gallimard, 3ra. ed.T pag. 164.
padre, en efecto, puede parecer "grande" a los ojos del
niño?».25 Esta grandeza proviene de lo que Lacan denomina
la metáfora paterna, que en Freud se dice más
simplemente: el triunfo de la espiritualidad sobre el testimonio
de los sentidos, la preeminencia otorgada a la
paternidad sobre la maternidad. ¿Pero no equivale esto
a decir también que el padre, a diferencia de la madre,
no está ligado al hijo por la misma relación carnal subyugante?
El amor que se le tiene en la identificación primaria
ya está espiritualizado: sublimado e idealizado.
La evolución de esta relación amorosa hacia el ideal del
yo consuma lo que ya estaba en germen en la identificación
primaria. Sin duda por eso la relación amorosa
de los Individuos de la masa con el leader es para Freud
una regresión. El ideal del yo, que se había desasido de
su lazo con el objeto parental por lnternalización y desexualización,
se resexualiza, puesto que el amor hacia el
objeto retoma el imperio bajo las formas de la psicología
colectiva.
¿Cuál es entonces el paso dado con la constitución
del ideal del yo? Consiste en una inversión de los valores
del yo-ideal. Si el yo-ideal nutre la fantasía de una satisfacción
total, inmediata, perfecta, el ideal del yo se constituye
sobre el sacrificio de la satisfacción pulsional, sin
frustración, sin pesar ni resentimiento amargo, porque
el yo extrae orgullo de su renuncia a satisfacer la pulsión
y pretende experimentar un bienestar igual o incluso
superior a esa renuncia en favor de un objeto cuya
«grandeza» parece sobrestimada. Me parece que este
proceso es inseparable de la sublimación de las pulsiones.
El mismo desdoblamiento ya ocurrido en el momento
en que se constituyó el yo-ideal, que servirá de rasero
para medir las satisfacciones ulteriores del yo, se produce
aquí entre el yo y el ideal del yo. Así, el yo sigue un
difícil camino, navegando entre la Caribdis del yo-ideal y
la Escila de su sombra invertida, el ideal del yo. Se ve tomado
entre la búsqueda de la satisfacción absoluta y la
de la renuncia absoluta, entre la nostalgia del objeto primario
y la aspiración hacia el «gran» objeto; este último
23 Jbid.. pag. 165.
puede desencarnarse totalmente y convertirse en una
gran Idea: el psicoanálisis, por ejemplo, para los psicoanalistas,
y la cura clásica como ascesis.
Idealizacion del amor, idealizacion del odio
La idealización tal como la hemos considerado no es
en consecuencia un destino tardío de la investidura del
objeto sino, al contrario, un dato originario constitutivo
del funcionamiento pulsional, lo que justifica, entre
otras cosas, la concepción de Melanie Klein. A ella no le
arredra invocar la nostalgia de un estado prenatal como
raíz de la idealización: «Podemos ver en esta nostalgia
— universal— de un estadio prenatal la expresión de
una necesidad de idealización».26 Así se comprende mejor
su concepción de un pecho bueno idealizado correlativo
del pecho malo perseguidor. Cuando la idealización
domina la secuencia de la evolución psíquica, se
funda en la desmentida del objeto malo. Reparemos
entonces en las diferencias con respecto a la concepción
freudiana. En Melanie Klein, la idea de un yo-placer
purificado con exclusión del no-yo, de lo exterior y de lo
malo, no tiene cabida. Tampoco el objeto es conocido en
el odio. El amor y el odio nacen juntos y sus objetos existen
simultáneamente con sus correlatos: el yo bueno y
el yo malo. Si en ella la escisión desempeña idéntica función
de exclusión, su fracaso es patente, como lo muestra
la identificación proyectiva. Además, y este es el
rasgo diferencial más importante, la idealización recae
primero sobre la madre y sobre el objeto parcial que la
representa: el pecho.
Pero cabe preguntarse si Melanie Klein, a su vez, no
idealiza el pecho, por ejemplo cuando escribe: «El análisis
de nuestros pacientes muestra que el pecho bueno
es el prototipo de la bondad materna, de la paciencia y
de la generosidad inagotables, así como de la creatividad.
Son precisamente estas fantasías y estas necesidades
pulsionales las que enriquecen el objeto original
26 Melanie Klein, Envíe etgratüude, Galllmard, 1968, pag, 15.
hasta el punto de constituirlo como el fundamento de la
esperanza, de la confianza y de la creencia en el bien».27
Es innegable que este discurso tiene resonancias religiosas.
Sobre todo, hace pensar, como a menudo se lo
ha reprochado a Melanie Klein, que todo el mal vendría
de las malas pulsiones del niño. Sabemos que justa*
mente contra esa interpretación Winnicott puso de re*
lieve el papel de las carencias maternas. Si la idealización
no está ausente tampoco de la concepción de
Winnicott —en la constitución del objeto subjetivo nacido
de una idealización recíproca de la madre y del
hijo—, nos parece que sobre todo el área intermediaria
se convierte en el soporte de los fenómenos de idealización
con la creación de los objetos transicionales. Que
Winnicott haya visto en esta área transicional el lugar de
la experiencia cultural demuestra una vez más que no
podríamos separar de una manera absoluta idealización
y sublimación. En todos los casos, me parece que la
idealización descansa en dos nociones estrechamente
ligadas: la sobrestimaclón y la desencarnación. Existen,
no obstante, idealizaciones sexuales que son de naturaleza
carnal. El propio Freud hizo observar que las perversiones
eran idealizadas por sus adeptos. Esto es innegable.
En el caso del amor, la idealización carnal sólo encuentra
su justificación a través de la fe en una suerte
de trascendencia en que la carne está al servicio de un
objetivo elevado: la relación sexual pasa a ser el acceso a
una comunión espiritual, bien alejada de los fundamentos
pulsionales en que se origina. Después de todo, hubo
prostitutas sagradas en la Antigüedad. La idealización
perversa se presenta las más de las veces como revelación
de la verdad del ser. El proselitismo, elemento
fundamental de la perversión, es justificado siempre por
la idea de que la perversión es por esencia inocente, que
sólo aspira a la realización de los sujetos normalizados
por la sociedad, que pagan su adaptación con una mutilación
de su ser profundo. Esto se aplica sólo a una pequeña
parte de la categoría de los perversos, y sin duda
a aquella que es más compatible con la evolución de las
27 Ibid., pag. 17.
costumbres y de la moral. Pero existe otra parte que la
primera querría negar: la de las perversiones infiltradas
de pulsiones destructoras, en que la dominación del objeto
y su reducción al estado de cosa figuran en el primer
plano del cuadro clínico.
A este respecto, cabe pensar que las perversiones serían
afines a la paranoia. Tendrían en común con esta
una idealización del odio. Me refiero a esos casos en que
la escisión es tan intensa que el odio resulta por completo
desculpabilizado, justificado por ideales del yo que
no se conforman con promover el bien al que entregan
toda su fe, sino que se preocupan sobre todo de purgar
el mal que envenena el mundo por la pestilencia de los
individuos que lo encarnan. El fanatismo religioso o
político se anota aquí. Abundan los ejemplos en la historia
o la literatura. Baste pensar en lo que significó
Cartago para Roma, en las víctimas de la Inquisición, de
la Reforma o de los regímenes totalitarios; el Dios del
Antiguo Testamento, como el del Corán, no escapan de
este absolutismo. Tal es el precio de la Revelación. La
idealización del odio prosigue hasta en nuestras sociedades
modernas: campos de concentración, deportación
de poblaciones, exterminios; las figuras del mal se
encarnan con una notable eficacia y son comúnmente
admitidas por los grupos más diversos: naciones, clases,
etnías, adeptos de una religión... la lista es larga.28
En 1913, Dide publicó una obra sobre los idealistas
apasionados,29 situados en la frontera de las personalidades
psicopáticas y de la paranoia. Idealistas enamorados,
grandes místicos, reformadores religiosos, doctrinarios
políticos, anarquistas, propagandistas activos,
magnicidas se incluyen en esta clase nosográfica. Una
línea de separación divide este conjunto. Si los enamorados
apasionados son vírgenes y los grandes místicos
son contemplativos, los reformadores religiosos se sitúan
en la frontera de esta idealización del odio. De los
doctrinarios políticos a los magnicidas, se pasa al acto
bajo formas más o menos radicales.
28 Cf. en este mismo volumen ≪.Por que el mal?*.
29 Vease el resumen de esta descripcion en la obra de su alumno Paul
Gulraud: Psychlatrie clinlque, 3ra. ed.. Le FranQols, pags. 298-300.
La gran literatura ha esbozado personajes Inolvidables.
El Miguel Kohlhaas de Kleist, el Pedro Verkhovensky
de los Demonios, padre espiritual de nuestros terroristas
contemporáneos, son sus paradigmas elocuentes.
El analista no suele acostarlos sobre su diván, porque
con razón desconfía de la paranoia, y anticipa el momento
en que el paranoico, sin mediar provocación, se
convierta en el perseguidor. Estos hechos muestran a
las claras que Melanie Klein no se equivoca en ligar idealización
y persecución. No obstante, en los casos fronterizos
observamos con gran frecuencia estructuras idealizantes
en que la desmentida del objeto malo retorna
por medio de angustias paranoides y estructuras persecutorias
que ocultan paralelamente toda idealización del
objeto al que ellos rinden el sacrificio de su vida. La trasferencia
revela esas organizaciones desautorizadas por
lo conciente.
Bien pudiera suceder que la reacción terapéutica
negativa tuviera por fundamento una idealización del
odio inconciente, dicho de otro modo, que el masoquismo
que está en la base del aferramiento a la enfermedad
dé testimonio de una captación recíproca del yo y del
objeto, que tenga el propósito de satisfacer una venganza
eterna, efecto de un mal irreparable, con exclusión de
toda solicitud hacia el objeto juzgado responsable de
todos los infortunios del sujeto. La desmentida del objeto
bueno infiltra toda la psique, que conoce un solo
propósito: gemir por los desastres ocasionados por una
ímago parental indigna de su tarea. No son raros los
casos en que la desmentida es doble: desmentida del objeto
bueno y desmentida de toda posibilidad de amar al
objeto. Tenemos en ese caso la depresión crónica.
La medida del ideal
Que el ideal revele ser en fin de cuentas una norma
con cuyo rasero el yo juzga sus actos así como sus pensamientos,
que pueda erigirse en el tirano más inmisericorde
con quien se estará perpetuamente en deuda, y
que a contrario la ausencia de ideal —que después de
todo puede no ser más que una fijación al yo-ideal— nos
dé la impresión de que los hombres desprovistos de él
faltarían a su humanidad, nos hace tomar conciencia de
la dificultad de entrar en armonía con la idealización. Al
ideal, como medida inplacable, es decir, como desmesura,
el analista sólo puede oponer un ideal de la mesura.
El desdoblamiento únicamente narcisista, evaluador
con la medida de lo absoluto, debería poder sustituirse
por el desdoblamiento en dos inconcientes, un inconciente
de investiduras narcisistas, y otro, de investiduras
de objetos. El ideal supone la adhesión a un valor
que se considera único e irremplazable, tal como se inviste
el objeto en el enamoramiento. Ahora bien, cualquier
reflexión sobre el objeto en el psicoanálisis no puede
menos que desembocar en la conclusión de que existe
siempre más de un objeto en la morada de la psique,
y que es siempre objeto de amor y de odio. En cualquier
situación, invocar el objeto es reconocer su doble diferencia,
en tanto no-yo y otro sexuado. Si el yo necesita
un rasero para orientar sus investiduras, evaluarlas,
distribuirlas, repartirlas, creer en la posibilidad de semejante
logro cuando sabemos que las pulsiones son
hijas de la hybris, sería sin duda caer en la idealización.
Y puesto que la medida es inevitable, conviene evitar lo
inconmensurable.
La acción subversiva de los Ideales obedece a su
pertenencia al narcisismo. Lo que significa no sólo que
la relación de objeto se empobrece en el monto que el
narcisismo desvía en su provecho, sino también que el
ideal no siempre se conforma con retrotraer al yo las
investiduras del objeto, puesto que la idealización trae
consigo también la necesidad de hacer coincidir el objeto
con el ideal proyectado sobre él. La tiranía del ideal
no se limita, en consecuencia, a la idealización del yo,
sino que fuerza al objeto a renunciar a su identidad para
volverlo conforme al soberano bien que se ha elegido en
su lugar. Esto explica los nexos entre psicología individual
y psicología social, y sin duda que no se debe al
azar que Freud desarrolle en Psicología de las masas y
análisis del yo su teoría de los ideales comparando enamoramiento,
hipnosis y organización de las masas. Pero
él descuidará la idealización del odio que lleva a la multitud
a poner fuego a las efigies que admiraba y a derribar
las estatuas de aquellos a quienes amaba como a
padres.
El análisis de los ideales del yo no es cosa sencilla,
tanto es cierto que el yo queda identificado con sus proyecciones
idealizadas, que se le antojan propias de la
naturaleza de su ser. Semejante análisis consiste, con
empeño en remover las escisiones, en restablecer una
mejor circulación entre las instancias que limitan recíprocamente
sus tendencias a apoderarse del poder absoluto
y a gobernar el aparato psíquico bajo su férula.
Cuando este trabajo analítico se ve coronado por el
éxito, el yo puede entonces librarse de la tenaza que lo
mantiene prisionero entre el orgullo y la humillación.
Entre la gracia y la caída, debería haber lugar para una
común medida.
Hay que tranquilizarse: no hay peligro de caer en la
mediocridad —preocupación principal de los idealistas
—, porque la pasión idealizante arderá siempre como
el fuego bajo la ceniza. Pudiera ser que en fin de cuentas
el ideal de mesura hacia el cual tiende el análisis no
tuviera otro sentido que el del reconocimiento del Otro
como límite irreductible al designio sujetante del sujeto.
3..La doble frontera
(1982)
Cuando Freud Introduce el pensamiento en la teoría,
con una clara reticencia se ve constreñido a abordar la
cuestión, como si hubiera preferido omitirla.1 Fue sin
duda así como ocurrieron las cosas. El descubrimiento
tardío del Proyecto nos ha revelado la parte considerable
que el pensamiento ocupaba en ese primer esfuerzo de
sistematización teórica desechado por su autor.
Fue sin duda el análisis de las Memorias de Schreber
el que obligó a Freud a completar la teoría por medio de
una reflexión psicoanalítica acerca del pensamiento.
Ausente del ensayo sobre Schreber, encontrará lugar en
un escrito contemporáneo a su redacción: «Formulaciones
sobre los dos principios del acaecer psíquico». Esta
exposición, calificada de introductoria, desconcertó a
los psicoanalistas que la habían comprendido, y con
razón, puesto que lo ignoraban todo acerca del puesto
que ocupó el problema del pensamiento en la prolongada
germinación privada que Freud comenzó en 1895
y que sólo se resolvió a hacer pública en 1911.
Pensamiento y realidad irán aunados en las elaboraciones
posteriores de Freud y pasarán a ser preocupaciones
de importancia creciente en la parte terminal de
su obra, donde tiene cada vez más presentes la psicosis
y los mecanismos psicóticos. Esto no autoriza a decir
que haya existido una genuina profúndización de las hipótesis
Iniciales. El progreso parece venir más bien del
marco conceptual en el que es resituado el pensamiento
(«La negación», 1925). Las anotaciones de Freud sobre el
pensamiento nunca dejan de ser incidentales. Si bien no
1 Vease la conclusion del articulo de Freud ≪Formulaciones sobre
los dos principios del acaecer psiquico≫.
puede eludir el problema, tampoco se demora en él, lo
que no le impide volver repetitivamente sobre la cuestión.
Tenemos entonces retardo y reticencia, evitación y
malestar, como si se tratara de no dejarse desviar, en todos
los sentidos del término, porque lo esencial de la problemática
psicoanalitica se sitúa en otra parte. El pensamiento
no forma parte, a los ojos de Freud, del cuerpo
de conceptos fundamentales del psicoanálisis: las pulsiones,
lo inconciente, la represión... de los que deriva,
sin que pueda pretender la condición de una hipótesis
básica.
Lo que el psicoanálisis tenga para decir sobre el pensamiento
no rebasa, me temo, el marco de las relaciones
entre lo impensable que es la pulsión y la elaboración de
que es objeto por el lenguaje, que permite al pensamiento
desasirse. Aun si es con ocasión de las relaciones con
la realidad como el psicoanalista se ve constreñido a tomarlo
en cuenta, el objeto de la teorización será siempre
el problema de las fuentes del pensar y de su arraigo en
la vida pulsional. Por eso interesa no equivocarse en
cuanto a esta conjunción entre pensamiento y realidad,
que para el psicoanalista nunca es sino un nexo constrictivo
pero secundario.
Con Bion es con quien se inaugura una verdadera
teoría del pensamiento, nacida de la experiencia psicoanalítica
con los psicóticos, en quienes las perturbaciones
del pensamiento se registran en el primer plano. En
verdad, la obra de Bion procede a una íntegra reformulación
de la teoría psicoanalitica. Si reanuda el hilo interrumpido
por Melanie Klein con las ideas de Freud,
Bion redeflne la actividad psíquica a partir de un punto
de vista situado en la extremidad opuesta del escogido
por el fundador del psicoanálisis, porque la elaboración
teórica ya no parte del neurótico, sino del psicótico. No
obstante, hay que señalar que el esfuerzo de rigor y la
fantasía de una matematización de la teoría, que habita
a Bion como asedió a Lacan, se disuelven en la parte terminal
de su obra, como si el autor alentara cierto escepticismo
hacia su tentativa de teorización anterior.2 No
2 Cf. A Green, ≪Au-dela? En dega? de la theorte≫, • Prefacio* de los Entretiens
psychanalyttques de W. Bion, Galllmard, 1980.
obstante, sus lectores permanecen más fieles justamente
a esta parte de su trabajo.
Me parece que hoy los analistas, que se encuentran
cada vez más con pacientes llamados difíciles, se ven
constreñidos a abordar el problema del pensamiento
por consideraciones prácticas, porque, aun cuando no
sean psicóticos, los pacientes que constituyen la población
analítica actual tampoco son neuróticos. Aunque
las perturbaciones del pensamiento no se presenten en
el primer plano de sus cuadros clínicos, no hay duda de
que imponen un esfuerzo de pensamiento al analista,
lo que deja adivinar la existencia más o menos latente en
ellos de una problemática de este tipo. La resistencia, la
compulsión de repetición, el carácter rebelde de las pulsiones
no lo explican todo respecto de la dificultad de
estos análisis. Parece que debieran intervenir otros conceptos.
Al pesquisar a través de los trabajos de Freud, de
Melanie Klein, de Bion y de Winnlcott los ejes teóricos
que debieran entrar enjuego para una clínica y una teoría
del pensamiento, me ha parecido que, de manera
más o menos explícita, en la práctica todos ellos toman
como referencia instrumentos teóricos cuyo alcance ordenador
no siempre valorizan. Son estos instrumentos
los que me propongo considerar en el presente trabajo.
Por ahora me limitaré a enunciarlos:
1. La frontera. Ninguna teoría sobre el pensamiento,
aunque no siempre lo diga, puede prescindir de plantear,
como algo previo, el problema de la frontera entre el
adentro y el afuera. Esto es algo implícito cuando se
considera el problema de la proyección en la perspectiva
clásica de Freud, o el de la identificación proyectiva de
Melanie Klein y de Bion, o también el de la forclusión lacaniana.
La dificultad está aquí en articular las relaciones
de esta frontera entre lo interior y lo exterior con la
que separa a los sistemas Conciente-Preconciente e Inconciente.
Lo cual no es más que la formulación teórica
de un problema clínico y técnico referido a las modalidades
de la trasferencia en los pacientes no neuróticos,
por la función que en ella desempeña el objeto, donde la
frontera está siempre en juego y siempre en cuestión,
dentro de relaciones de reunión y de separación respecto
de aquel.
2. La representación. Concepto dominante de la teoría
freudiana, abarca, como mínimo, un doble campo:
representación de cosa y de palabra, lo que obliga a tomar
en cuenta el movimiento de abstracción que lleva
de la una a la otra y su retroacción dentro del proceso
regresivo que conduce a tratar las palabras como cosas.
La representación no puede evitar la referencia al modelo
óptico de la psique, aunque todo el problema sea
aquí el del paso de una estructura reflexionante —necesariamente
deformante— a un mundo donde la representación
no representa nada más que relaciones. Desde
que propuse con Jean-Luc Donnet el concepto de psicosis
blanca,3 me ha parecido cada vez más que la función
de representación es el referente del trabajo pslcoanalítico.
Cualesquiera que sean las modalidades que
obliguen a acondicionar el encuadre psicoanalítico, lo
esencial de la acción psicoanalítica irá dirigido en ñn de
cuentas a la representación de los procesos psíquicos,
intrasubjetivos e intersubjetivos. El resto corresponde a
una reorganización propia del sujeto, en la que el analista
no tiene parte. Hasta sugeriría que los acondicionamientos
del encuadre no tienen otra función que facilitar
la función de representación. Esto que propongo no
niega la referencia que de ordinario se hace a la trasferencia
para justificar las modificaciones técnicas, en la
medida en que no se trata sino de traer la trasferencia al
nivel de lo que es representable, elaboración primera y
3 J.-L. Donnet y A. Green, L ’Enfant de Qa: Psychanalyse d'un enfrenen,
la psychose blanche, Minult, 1973. Este trabajo Incluye una larga
elaboracion sobre el pensamiento, algunos de cuyos puntos se retoman
en el presente articulo. No obstante, las perspectivas que ahora
desarrollo estan mas bien tomadas del analisis de los casos fronterizos.
Aclaro que empleo aqui el termino ≪representacion≫ en el sentido
conceptual mas amplio, incluyendo el afecto ligado a la cadena representativa
(representante afecto), pero excluyendo a los afectos que no
pueden acompanar a ninguna representacion o aun se le oponen. Ahora
bien, la paralisis del pensamiento proviene de la no admision de las
representaciones en el preconclente, o del sentimiento de no poder dar
una forma representable a ciertos estados afectivos en extremo angustiantes.
punto de partida de las elaboraciones ulteriores. Para
que haya insíght, hace falta primero que haya algo representable.
3. Ix l ligazón en su nexo con la desligazón, que es quizás
el concepto más general del psicoanálisis, puesto
que se aplica tanto a las energías como a los contenidos
y a los diferentes materiales que Ies sirven de vehículos.
La cuestión rectora es aquí la orientación que preside a
la ligazón, es decir, su finalidad. Representar es ya ligar,
pero pensar es re-ligar las representaciones de un modo
no especular. Si el análisis sigue siendo el proceso esencial
por el cual pueden advenir en el aparato psíquico las
trasformaciones de las ligazones, no se debe desconocer
que tropieza con síntesis, más o menos elementales y
más o menos compactas, que pueden estorbar las recombinaciones
esperadas. Referiré la simbolización a
los procesos de ligazón como caso particular de esta
función: simbolización interna en el psicoanálisis de
inspiración estructuralista de Lacan, que difiere de la
concepción kleiniana en tanto parece descansar en fundamentos
innatos, mientras que en Melanie Klein es
el producto de una evolución; simbolización para la articulación
del afuera y el adentro en Winnicott, en el
espacio potencial donde una nueva reunión preside la
separación.
Al problema de la ligazón, es preciso referir no sólo
los regímenes donde esta funciona de manera diferente
[primaria o secundaria), sino también los procesos que
presiden la comunicación entre esos diversos tipos de
funcionamiento, porque ninguna teoría del pensamiento
en psicoanálisis puede conformarse con tratar sólo de
los productos terminados de los pensamientos sin anudar
estos a sus formas de organización inconciente y a
su anclaje en el material más en bruto de donde el pensamiento
emerge.
4. La abstracción. Es el carácter sin duda más específico
del pensamiento. Supone una «depuración» de los derivados
pulsionales y de la carga afectiva por la cual se
manifiestan. Me parece que no se puede concebir el advenimiento
de la abstracción sin hacer intervenir el «trabajo
de lo negativo» —de la forclusión a la negación—,
cuyas consecuencias son a la vez económicas y simbólicas.
4 Todas las teorías existentes intentan explicar
esta evolución de los representantes de la pulsión hacia
la abstracción a través de una serie de operaciones más
o menos inscritas en la continuidad, cuando un examen
atento muestra que la abstracción es el fruto de una
mutación respecto de la representación, que sólo puede
explicarse por una ruptura que instaure una discontinuidad,
con borradura de esta. En este punto es donde
hay que hacer desempeñar a la alucinación negativa su
papel conceptual, porque de lo contrario se tropezará
siempre con un misterioso «salto a lo intelectual» que
permanecerá inexplicado. Pero también aquí se planteará
el problema de la orientación, de la finalidad de la
abstracción, porque el pensamiento y la abstracción van
unidos con el ejercicio de un poder de dominación y de
apoderamiento — de lo cual es testimonio la omnipotencia
del pensamiento— que recibe la prueba de su plena
eficacia cuando sus objetivos se limitan a la exploración
del mundo físico, en tanto que resulta infinitamente más
discutible cuando su objeto es el mundo psíquico. Uncido
al conocimiento de este universo, el pensamiento debe
obedecer a la doble tarea de alejarse lo suficiente de los
derivados pulsionales donde nace, sin dejar de mantener
el contacto con sus raíces afectivas que le confieren
su peso de verdad. He ahí una estructura paradójica del
pensamiento en psicoanálisis, que no puede ser rebasada.
Me parece que estos cuatro parámetros ciñen el mínimo
de condiciones aptas para satisfacer una teoría del
pensamiento en psicoanálisis. Pero debo agregar enseguida
que, entre ellos, el que concierne a la frontera domina
a mi parecer a los otros. Más aún, es aquel en torno
del cual los otros se ordenarán. Insisto en ello porque
me parece que ha resultado el menos esclarecido en los
trabajos dedicados al pensamiento, a pesar de que estos
lo implican siempre.
4 Veanse las reflexiones de Freud sobre este tema en su articulo
titulado -La negacion≫.
En este trabajo he de tratar sobre todo del parámetro
de la frontera, considerando los otros con relación a él.
La concepción psicoanalítica del pensamiento está
determinada por el artificio que estructura la experiencia
psicoanalítica, a saber, el encuadre. No es contingente,
desde luego, la observación de que los pacientes que
presentan dificultades de elaboración en el dominio del
pensamiento, y aun, en ciertos casos, un rehusamiento
deliberado a pensar, son también los que toleran mal
el encuadre. Ejercen una presión sobre este, tentados
siempre, en el momento de las reactivaciones conflictuales,
de hacerlo estallar. Aun cuando parecen aceptarlo,
hacen trampa con él, de una manera que sobrepasa
en mucho los acondicionamientos interiores que
observamos en el neurótico. Lejos de poder utilizarlo con
los beneficios regresivos que de él derivan, luchan con él
como si estuvieran enredados con algún enemigo invisible
que sacara ventaja de la situación, sea para entregarse
a un ataque contra su yo, sea para abandonarlos
a su derrelicción en algún desierto donde no pudieran
esperar socorro alguno, o que se poblara sólo de presencias
monstruosas.
Hemos mostrado en otra parte5 que la invención del
encuadre por Freud derivaba del modelo del sueño. En
las condiciones habituales, el encuadre tiende a favorecer
la producción de un pensamiento no-pensado, de
que nos da el ejemplo el trabajo del sueño. No obstante,
sabemos hoy que no hay nada menos seguro que el trabajo
del sueño, y que las otras formas de la vida psíquica
nocturna (insomnios, sonambulismo, pesadillas,
sueños blancos, etc.) atestiguan su puesta fuera de circuito
o su fracaso. Y aun cuando parece producirse, su
resultado depende de la organización mental del soñante.
6 Ahora bien, esta organización mental está es5
Vease el capitulo siguiente.
fi Asi, el sueno del Hombre de los Lobos, que da pruebas de un trabajo
indudable, no dice nada sobre su organizacion mental, sobre el
papel que en el desempena la escision o la desestimacion que siguen
siendo duenas del juego psiquico.
tructurada por la doble relación entre el afuera y el
adentro, por una parte, y la que rige las instancias Cc-
Prcc e lee, por la otra.
El encuadre no determina solamente las condiciones
de un espacio de trabajo, sino que modifica la economía
de las fronteras. La clausura que instaura pone en tensión,
en su interior, las fronteras entre analizando y
analista. Constriñe al analizando a reestructurar su
identidad, amenazada por la intensidad de los intercambios,
y a vigilar constantemente las fronteras de su psique
contra la invasión interna (por las pulsiones) o externa
(por el objeto), aunque a veces confunde las dos.
En las estructuras no neuróticas, lejos de que se trate
de superar las limitaciones impuestas por la realidad
al deseo, encontrándole satisfacciones desviadas, la investigación
psicoanalítica enseñaría más bien que lo
esencial de la actividad psíquica se empeña en mantener
una relación con el objeto, siempre amenazada de
destrucción recíproca. Se supone que sólo una vigilancia
de las fronteras puede proteger una autonomía arduamente
adquirida puesto que debió sacrificar las satisfacciones
pulsionales objetales en beneficio de las
satisfacciones narcisistas, aunque el término satisfacción
sea aquí discutible, puesto que se trata sobre todo
de reaseguramientos en los que la movilidad garante de
la independencia del sujeto o su compromiso en la acción
constituyen una de las modalidades de esta autonomía,
y que, en el otro extremo, es sobre todo la sobreinvestidura
intelectual, producto de sublimaciones alcanzadas
a fuerza de puños, la que señala un vano y
efímero triunfo contra la vida pulsional. Esta hace efracción
periódicamente, con un particular salvajismo, y
desencadena en el nivel del yo angustias narcisistas
contra la intrusión interna de un objeto del que el repliegue
solitario alimentado solamente por la sublimación
creía haberse librado. Sexualidad y agresividad se
reúnen en la idea de una violencia impuesta desde el
interior, que es la violencia misma atribuida al objeto interno
que prohíbe el pensamiento. El afán de mantener
la identidad se sitúa en el centro de estas relaciones de
objeto. La autonomía del pensamiento —y esto no deja
de crear grandes dificultades para la trasferencia y la
receptividad a las interpretaciones del análisis— se convierte
en la presa de un combate librado por el analizando
para asegurarse de su identidad, es decir, para
defender el territorio de su yo, como único lugar donde
se puede mantener una constancia de ser, batallando
contra las usurpaciones de un objeto que nunca puede
coincidir por completo con ese mismo yo, pasado cierto
nivel de investidura limitada o parcial. No se trata de la
búsqueda de una identidad en el sentido de una coincidencia
entre una representación y una percepción,
sino de una lucha encarnizada por mantener una identidad
interna siempre amenazada por un objeto exterior,
siempre extraño al yo, inasimilable por él. Es en efecto
aquí donde la frontera entre lo interior y lo exterior, que
se pretende adquirida, está lejos de encontrarse asegurada,
de donde el repliegue sobre una problemática
identitaria interna para garantizar la diferencia con el
objeto.
Es frecuente que el objeto se viva abiertamente como
hostil o nefasto: casi siempre se trata de la madre, de la
que es preciso defenderse porque es invasora y no se
puede confiar en ella. Pero lo que revela entonces el
análisis es, a pesar de todas las tentativas de puesta a
distancia en la realidad, una imanación del yo atraído
por ese objeto que lo excita por su misma intrusión. Tal
excitación es aprovechada para ofrecer al yo la ocasión
de rehacerse en el combate y de reforzar su coherencia,
como si abandonarse al placer amenazara con traer
alguna disolución de la identidad: el peligro es entonces
la pérdida de todo poder oposicional.
Pero hay otros casos donde pasa al primer plano la
situación inversa, en que se supone que la unión con el
objeto materno consuma la armonía del yo, el acuerdo
del yo consigo mismo.
Durante mucho tiempo, el análisis acaso haga creer
que ese acuerdo sólo era posible con lo que provenía de
la madre, porque cualquier otro objeto presentaba caracteres
de ajenidad que lo volvían amenazador y suponían
el riesgo de romper el lazo con aquella. Pero
cuando el análisis prosigue, la idealización de la imago
materna revela su naturaleza defensiva. En realidad,
justamente la imago materna es la percibida como ese
objeto amenazante e intrusivo frente al cual es preciso
preservar la identidad. ¿Significa esto que estamos ante
dos momentos diferentes del desarrollo, y que el analizando
trata entonces de preservar algo adquirido duramente
que le permitió la separación respecto de la
madre, y ahora intenta poner el espacio psíquico —que
él logró conquistar contra la usurpación de ella— a salvo
de su intrusión? Sería quizás una visión demasiado
simple. La existencia de una idealización primitiva parecería
mostrar, al contrario, que la madre fue siempre
una extraña con la que sólo un self falso podía armonizarse
creando esta identidad de desmentida que era la
condición previa para el establecimiento de una relación
de objeto. Es así como podemos adivinar la existencia de
un pensamiento, en extremo sutil, que utiliza la doble
negación más que la negación atríbuible a la represión,
para preservar los secretos de un yo extraño al objeto.
Este debe de continuo velar por la no revelación de los
pensamientos frente a un objeto cuyas capacidades intuitivas
atestiguan el mantenimiento de un lazo estrecho
cuasi simbiótico con él, siendo que el exceso de esta
intuición podría revelar un deseo de ruptura para adquirir
su libertad.
¿Qué falta a este pensamiento que se funda en la
preservación a toda costa de la autonomía psíquica para
ser un pensamiento? Es tan celoso de su propiedad que
se consume en afirmarse no como un pensamiento, sino
como mi pensamiento. La defensa frente a la avidez intrusiva
que buscaría poseer al objeto y controlarlo se
manifiesta por medio de su contrario: el repliegue sobre
«su propio» pensamiento. Esto sólo atañe a las relaciones
de proximidad con el objeto trasferencial o sus equivalentes
laterales. Por otro lado, el sujeto puede mostrarse
por entero cooperador hacia la comunicación y el intercambio
cuando no traigan consigo ninguna implicación
subjetiva. ¿Hay que ver en esto una variante del narcisismo?
Es posible pensarlo, pero me temo que se interprete
mal el sentido de este funcionamiento, porque,
si bien el narcisismo nunca está ausente de este tipo de
organización, me parece que la investidura del sujeto
recae más bien sobre el control de sus fronteras, que
percibe amenazadas en todo momento, y esto aun sin
que se entregue a proyecciones delirantes. El objeto de
su Dreocupación es, al contrario, el aferramiento a la
realidad, así como la necesidad de hacer compartir y
reconocer por otros una visión real a la que no habría
nada que objetar —en cuanto tal— si el analista no percibiera
que esta realidad es investida de manera delirante
sin que ninguna «idea delirante» se revele nunca.
Por lo demás, puede ocurrir que la interpretación dirigida
a lo que en esta realidad ilustra, de manera metafórica
o simbólica, esas fronteras amenazadas, se admita
sin que ello modifique el vivenciar. En estas estructuras,
es preciso siempre que la agresión —intrusión en el yo,
en el sexo o en el pensamiento se responden en eco—
venga de afuera. La interpretación en términos de identificación
proyectiva, que sin duda es la más acertada,
tropieza con una viva resistencia, pues reduciría al sujeto
a reconocer que el movimiento parte de él, lo que
contradiría la referencia a la realidad exterior que supuestamente
se le impone. De lo real es de donde parten
todas las iniciativas. El Otro es real y, si hubiera que
interrogar a un funcionamiento psíquico, sería al de él.
La habilidad de estos pacientes para detectar los movimientos
contra-trasferenciales que ellos inducen y a los
que el analista debe ceder en ocasiones, pues se ve
arrastrado a una contra-identificación proyectiva para
aliviar su propio aparato psíquico de una tensión extrema,
les sirve de confirmación de la necesidad de consolidar
las defensas narcisistas contra una alteridad
que es hostil en la medida en que el otro no se limite a
refrendar el contenido manifiesto del discurso del analizando.
En estas condiciones, la frontera afuera-adentro
ha servido de ocultación para los conflictos que se
desenvuelven en el adentro. Estos reaparecen cuando,
de nuevo solo, el analizando es presa de angustias destructoras,
en ausencia del objeto, que exigen la verificación
de su integridad y la prueba de su supervivencia.
En contraste con el «delirio» de la intrusión, es en este
caso el vivenciar depresivo de la pérdida el que deja al
pensamiento incapaz de funcionar.
Todo ocurre como si lo que se presenta en el curso de
una relación embrollada —el embrollo de los pensamientos—,
imprecisa, incierta, fragmentada, en que las
secuencias asociativas sugieren a la visión del analista
imágenes carentes de relación entre ellas, persiguiera
un objetivo paradójico: por una parte, se establece una
forma de relación fusional en la que, al parecer, se da
por supuesto que al analista no le harán falta las mediaciones
necesarias para la inteligibilidad a fin de formarse
una idea de lo que en este momento se trasmite y, por
la otra, esta relación de apariencia fusional es el medio
que el paciente ha encontrado para volver inaccesibles
al analista sus pensamientos. En ese momento quizá
sea importante no comprender demasiado lo que se
comunica. Esto explica también que semejante proceso
de representaciones de un pensamiento extra lenguaje
pueda instalarse en el analista en el caso inverso: aquel
en que el refinamiento del pensamiento generador de la
confusión persigue el mismo fin, el de ser entendido más
allá de las contradicciones múltiples del discurso, y pensarse
indescifrable, protegido por el muro del lenguaje y
de las ejecuciones que es capaz de consumar en vista de
una lógica inasible.
La omnipotencia del pensamiento no es aquí la de la
realización de un deseo; más bien seria del orden de una
magnitud negativa: la de un pensamiento que nunca
pudiera ser pensado por el otro. Por ello la referencia
con la que conviene abordar el problema no es la del deseo,
sino la del objeto, la del pensamiento del objeto en
tanto nunca debe absorber al pensamiento del sujeto,
so pena de aprisionarlo en él. La idea de continente,
formulada por Bion, ha permitido, en un primer tiempo,
acrecentar nuestra comprensión, si bien hay que completarla
con lo que la experiencia le aporta. Un continente
puede no ser aceptable para el caso fronterizo,
salvo a condición de que se adapte perfectamente a los
contenidos del paciente, como si fuera propio de él. Es
decir, como si se pudiera sostener la ilusión de que el
paciente encuentra su propio continente en el analista,
con olvido de su función de alteridad. El triunfo del paciente
está entonces en sentir que ha conseguido hacer
del otro, otro él-mismo; dicho de otro modo: que ha revertido
el peligro de intrusión del objeto, consecuencia
de una interpretación de una parte de él por alguien que
no es él, por medio de una intrusión —inconciente— en
el otro, sus representantes o sus producciones, que ha
conseguido volver idénticos a él mismo.
No obstante, el estado de separación no es más tolerable
que el de intrusión. El silencio del analista que pretendiera
ser respetuoso de la preocupación del paciente
por asegurar su separación y su identidad propias provoca
la exigencia consabida: «¡Diga algo!», «Muéstreme
que piensa en algo y que el estado de separación no le ha
provocado la muerte». Todo parece desenvolverse aqui
en el vaivén de un pensamiento que debe asegurarse de
no perder nunca su nexo con su santuario inviolable, al
mismo tiempo que debe darse la prueba de la existencia
del otro de manera indefinidamente renovada dentro de
una relación donde sin cesar se cuestionan su proximidad
y su alejamiento. La angustia, sin duda, justifica
estas oscilaciones que ocupan el lugar de lo que serían
investiduras verdaderamente vivas. Pero estas son amenazadoras
para el narcisismo. La vida es peligrosa, la
muerte es peligrosa. La procura de un estado entre vida
y muerte es con frecuencia lo que se busca en la experiencia
del pensamiento. Quiero decir con esto que toda
experiencia de pensamiento supone una puesta a distancia
del cuerpo y del objeto, que suspende la vida y da
a todo pensamiento, por exaltador que sea, la impresión
de que sólo se adquiere a través de una renuncia que es
como el comienzo de una muerte. La situación analítica
exaspera esta tarea. Es que el pensamiento, en análisis,
exige a la vez la separación respecto del cuerpo y su constante
reunificación con él. Ahora bien, el cuerpo aqui
nunca es, para estos pacientes, eso presente-ausente
que debería ser. Ora está excluido, ora se anega bajo la
forma de la angustia. Esta angustia del cuerpo es confundida
con el objeto. Es percibida como si viniera del
analista, de su cuerpo-pensamiento que es preciso o
bien aniquilar, o bien padecer en una relación aniquilante.
Resulta difícil para el paciente reconocer la proyección,
porque todo su empeño está puesto en establecer
su límite con el otro. Y este límite sólo se puede asegurar
por esta puesta afuera del objeto que deja muy
poca actividad psíquica disponible para discernir el sentido
de la maniobra. Ahora bien, hay que contar además
con la frontera que deslinda el adentro, cuya función de
contra-investidura flaquea a menudo. Ella deja entonces
brotar, no, como se ha pretendido, procesos primarios
que infiltren los procesos secundarios, sino procesos
que se asemejan a los procesos primarios pero que
difieren de estos en tanto se encuentran corrompidos, o
sea que buscan menos la satisfacción de deseos eróticos
que su destrucción, destructividad que recae tanto sobre
los contenidos expresados como sobre el pensamiento
que los expresa. No comprenderíamos nada de
estos pacientes si no percibiéramos que se trata para
ellos de una cuestión vital. Todos sus logros sociales y
sublimatoríos tendieron a la constitución de esta doble
frontera que el análisis ahora cuestiona. La lucha agotadora
se reanuda en este marco, después que había
parecido que la realidad proporcionaba pruebas suficientes
de que este esfuerzo había sido coronado por el
éxito.
La lectura de «La negación» de Freud en la perspectiva
que nos ocupa es sin duda la guía más esclarecedora
para continuar nuestra reflexión. Las formulaciones
ya conocidas acerca del pensamiento se retoman en
ese trabajo, pero insertas en un marco más amplio. Se
esboza allí una prehistoria del pensamiento, que se debe
tomar como un mito de origen.
Es sin duda esta frontera originaria la que Freud traza
primero con la operación inaugural del juicio de atribución.
La decisión que confiere su cualidad buena o
mala a un objeto es aquí contemporánea de un movimiento
por el que se constituyen un adentro y un afuera,
aunque, en este último caso, se trate más de un movimiento
de excorporación: eyección radical que divide el
mundo en dos y constituye un yo escindido de lo que le
es ajeno y es malo. Ahora bien, cuando Freud retoma la
cuestión en el nivel del juicio de existencia, que debe
decidir, con ayuda del yo-realidad definitivo surgido del
yo-placer originario, si la división interior-exterior coincide
con la que separa lo subjetivo y lo objetivo, lo que de
nuevo se plantea es el problema de la diferenciación entre
representación y percepción. La concepción freudiana
del pensamiento se completa con la referencia a la
representación: «La oposición entre lo subjetivo y lo
objetivo 110 existe desde el comienzo. Ella se establece
sólo por el hecho de que el pensamiento posee la capacidad
de volver de nuevo presente lo que una vez se
percibió, por reproducción en la representación, sin que
el objeto tenga que estar todavía presente afuera».7 El
trabajo activo del pensamiento, su palpación motora
con ayuda de las pequeñas cantidades, persigue el reencuentro
del objeto para asegurarse de su realidad y autorizar
por fin la descarga que pone en marcha el proceso
de satisfacción. Sigue siendo el pensamiento del Pro
yecto el que habita este texto treinta años posterior.
Pero lo que Freud omite decir es que entre la constitución
de la frontera originaria y la puesta en práctica
del pensamiento se ha instaurado una segunda frontera
que deslinda el adentro. Porque el acto de exorcismo que
expulsó lo malo fuera del cuerpo no resolvió nada. Es
preciso todavía dominar el retorno de esas impresiones
primeras bajo la forma de recuerdo de esta experiencia
dolorosa, lo que justificará la operación de la represión.
Pero con esta gran diferencia: la represión se consuma
en nombre del yo. La frontera originaria no es la acción
de un yo-realidad del comienzo, que se limitara a situar
la fuente interna o externa de la excitación. Un yo así
está siempre tentado de tratar las fuentes internas como
si fueran externas, y por eso pone en práctica la expulsión
que supone liberadora. Sólo puede alimentar la
ilusión de la eficacia de su procedimiento porque la madre
aporta de todos modos la satisfacción esperada,
pero entonces el objeto-madre es confundido con el yoplacer
originario que se constituye en esta ocasión y que
es sin duda la cuna de un yo-ideal omnipotente. Sin embargo,
el trabajo psíquico se instaura según normas
diferentes. La selección de las excitaciones se establece
entonces según la modalidad agradable-desagradable
para el yo, cuando el objeto bueno ya no se confunde
con el yo. El placer del yo ya no está ligado al sentimiento
de autarquía, nacido de la fusión del yo y del objeto
susceptible de refrendar el movimiento de expulsión por
el advenimiento de una experiencia de satisfacción que
7 ≪La negacion≫, en Résultats. Idées. problémes, vol. II, PUF, 1987,
pags. 137-8.
le fuera consecutiva. ¿A qué se debe que el objeto se constituya
en el exterior, dicho de otro modo, que se pierda?
Una argumentación descriptiva presenta el proceso como
gradual. Una argumentación metapsicológica sólo
retiene el hecho consumado de su constitución exterior.
Es la constitución de un objeto bueno interno la que permite
la constitución correlativa de un yo suficientemente
investido por capacidades de ligazón, que, permite
pensar el objeto ausente fuera de él. Un yo así es capaz
de trabajar sobre la realización alucinatoria del deseo
porque ha remplazado la discontinuidad originaria, que
lo obligó al movimiento expulsivo, por un sentimiento de
continuidad que autoriza la espera, la demora. No se
trata todavía de un yo-realidad definitivo, sino, exactamente,
de un yo capaz de formar representaciones de
cierta duración y de jugar con esas representaciones. La
constitución de un preconciente requiere que se haya
establecido esta frontera interna que permita admitir
ciertas representaciones del inconciente, evitar otras y
proceder a movimientos de una parte y de la otra de esta
frontera interna.
La hipótesis que establezco es que entre este juego de
la representación y el nacimiento de un pensamiento
propiamente dicho debe instituirse una alucinación negativa
de la representación del objeto (la madre o el pecho)
para que advenga, no una representación más o
menos realista, como lo sostiene Freud, sino una representación
de las relaciones en el interior de una representación
y entre diversas representaciones.8 Porque, si la
representación es un prerrequisito del pensamiento,
nunca el pensamiento derivará en línea recta de la representación.
La discontinuidad primitiva que condujo
a excluir el objeto malo no liberó a la psique. Un agujero
se constituyó en ella, como una playa vacía, un blanco
que en los mejores casos resultará parcialmente colmado
por la experiencia de satisfacción, y lo que reste de
él debe ser afectado al trabajo del pensamiento.
8 De ahi la Idea, que Freud defendio siempre, de un pensamiento
inconciente que trabaje a distancia de los restos perceptivos originarios.
Me parece que el distanclamiento no basta para crear las condiciones
de este trabajo, sino que es preciso postular una borradura
de la representacion.
La psicosis nos ofrece la versión caricaturesca de
esta desinvestidura de la realidad, siempre amenazante
por el vacío que deja en el sujeto; en ella la experiencia
de satisfacción es remplazada por el delirio, que es una
tentativa desenfrenada de dar un sentido a la invasión
anárquica del ello, con ayuda de lazos que permanecen
cautivos de las mociones pulsionales. Bajo la forma más
limitada de una experiencia puntual en ese caso fronterizo
que es el Hombre de los Lobos, tenemos la alucinación
del dedo cortado.9 De estos hechos clínicos, justamente,
podemos deducir el prototipo normal, en que
la experiencia de discontinuidad inaugural está representada
por la alucinación negativa — representación de
la ausencia de representación—, a partir de la cual se
constituirán pensamientos discontinuos que se unirán
por medio de lazos no materiales. Que el lenguaje, cuyas
unidades son discontinuas y excluyentes, según la observación
de Freud, tome el relevo de estas operaciones,
que pase a ser una actividad de investidura privilegiada
porque es capaz a la vez de representaciones y de representaciones
de relaciones, es lo que confiere la conciencia
a una parte del pensamiento.
Ahora bien, el lenguaje impone sus constreñimientos
para que quede garantizada su consistencia. Por lo tanto,
el relevo que toma del pensamiento deja fuera lo que
no pueda entrar en las mallas de su lazo. Es una limitación
de la teoría no poder utilizar sino el lenguaje para
dar razón de un pensamiento inconciente que permanece
en su mayor parte insusceptible de ser contenido
por los procesos lingüísticos.
En el análisis de los casos fronterizos, aparece el
blanco del pensamiento. No son los mismos analizandos
los que dicen «Tengo un blanco» y los que dicen «No pienso
en nada». Este blanco que comunican no es evocación
de la represión. Y, aun si, como en el caso de la represión,
es un pensamiento de trasferencia el que se ex9
A. Green. ■L'hallucinatlon negatlve*. en L'Evolution Psychlatrique.
42. 1977, pags. 645-56. Senalo en ese trabajo que la alucinacion del
dedo cortado del Hombre de los Lobos, generadora de terror, supone
una negativacion de la sangre que deberia manar de la herida, que
solo angustia por el vacio que separa al dedo, retenido por un simple
fragmento de piel, de la mano.
presa negativamente de este modo, lo que muestran al
analista es un pensamiento sin contenido pero que deben
comunicar, que no puede conformarse con el silencio,
sino que debe ser trasmitido como una representación
de la ausencia de representación. Ese blanco fue
necesario para que se estableciera el pensamiento. Pero,
en las situaciones analíticas que mencionamos, lo que
se representa es una incapacidad de pensar, siempre
amenazante porque esta incapacidad de pensar, o de representar,
deja el campo libre a pulsiones, por donde el
cuerpo aprovechará esta vacancia del espíritu para precipitarse
en el yo. El blanco no pudo ser integrado a la
ligazón de los pensamientos y de las representaciones;
dicho de otro modo: lo negativo ya no es la fuente de un
trabajo, es un resultado por sí mismo, una suspensión
de actividad psíquica, una muerte puntual del espíritu.
El neurótico y también a veces el caso fronterizo se
conforman con un suspenso del habla, acompañado de
un «No sé». En el psicótico, la respuesta es obligada. En
el caso fronterizo, ese suspenso no es ni una pausa, ni
un suspiro; es una solicitación urgente dirigida al yo o
al analista para que llene el espacio psíquico amenazado
por el vacío o por la intrusión de una pulsión, más
que por una representación indeseable.
A diferencia del obsesivo, en quien la duda es el revés
de una compulsión que prescinde de cualquier decisión
del yo, le dicta su pensamiento y el acto que él debe realizar,
el fóbico, por su parte, se constriñe a no proceder
nunca a la síntesis asociativa. ¿Se trata por ello de una
perturbación del pensamiento? Sin duda que seria posible
creerlo, si no fuera porque, a diferencia del obsesivo,
cuyo pensamiento está sexualizado —en tanto continente—,
en el fóbico es el acto terminal de la síntesis el
que recoge toda la excitación, por lo cual equivale a un
orgasmo.
¿Por qué se se sustrae de él, si no es porque semejante
orgasmo es siempre incestuoso y porque en la fobia
encontramos aquel mismo miedo de ser absorbido
por el otro, pero limitada al orgasmo únicamente? La
repetición de las experiencias de frustración garantiza al
fóbico contra esta posibilidad de satisfacción gozosa en
la que tendría la sensación de ser absorbido por el otro,
respecto de la cual la castración, que adopta aquí la forma
de una imposibilidad de recuperación del pene imaginario,
no es sino el primer tiempo. La fusión sólo es
anhelada cuando no se puede producir, esto es, con un
objeto edípico totalmente investido como tal, o sea, en
tanto implica todas las fantasías ligadas al coito de una
escena primitiva que debe ser una escena de concepción.
La síntesis de las asociaciones toma este valor de
«concepción», por eso no ocurre. Aquí no hay blanco del
pensamiento, sino un suspenso siempre inacabado que
se ha de completar en modalidades autoeróticas. Pero el
suspenso es el heredero de ese blanco.
Volvamos a «La negación» y a esta frontera originaria.
Freud la refiere al lenguaje «de las más antiguas mociones
pulsionales», las pulsiones orales. Lo que hoy podemos
aprehender bajo el texto, esencial para comprender
la mutación kleiniana, es que esta frontera no constituye
verdaderamente un afuera.
Lo expulsado es un abismo, el revés de una boca primitiva
que, vomitando psíquicamente, se expulsa a sí
misma y querría absorber al sujeto desde afuera. Lo así
expulsado es el odio, o algo que ni siquiera lleva este
nombre demasiado diferenciado. La actividad de una
cavidad sin límite que quisiera atraer hacia sí toda la
psique en una aniquilación mortífera. No es el psicótico
quien mejor nos lo muestra, porque a veces está más
allá: en la inercia o, al contrario, en la colmadura de este
vacío por la multiplicidad de las significaciones del delirio
más o menos profuso. No; son los casos fronterizos,
siempre amenazados por el abismo, el agujero, el vacío
sobre el cual se proyecta el deseo de absorberlos y arrastrarlos
hacia báratros insondables, los que nos hacen
sentir, más que representárnoslos, los abismos donde el
pensamiento se pierde.
Desde la eyección primaria que divide el mundo del
sujeto en dos, hasta la negación en el lenguaje, es siempre
la misma operación la que se repite, el mismo acto
psíquico portador del mismo sentido: expulsar para purificar,
purificar para ligar. Ahora bien, incluso cuando
está justificado por las peores angustias de aniquilación
o de muerte, es siempre un fragmento de vida el así
eliminado de la psique. Por lo tanto, es siempre un trabajo
de muerte el que se consuma: desde el negativismo
de los grandes psicóticos hasta la negación necesaria
para el principio de no contradicción. Este trabajo de la
muerte es resguardo de la vida, pero es siempre una
vida más o menos empobrecida, tanto más cuanto que
la sucesión de las operaciones se produce siempre más
hacia el interior. Pero cada operación efectuada para
constituir ese Interior es seguida de una doble amenaza:
por una parte, lo exterior expulsado tiende siempre a
reconquistar su patria de origen: por otra parte, en lo
interior así constituido, advendrá una nueva división
que tratará a una parte de ese adentro como no «agradable
» por proscribir de eso interior, a lo cual intentará
investir sin descanso. Nunca el trabajo de lo negativo
deja al sujeto, a pesar de sus exorcismos repetidos. Así,
cuando las representaciones de palabras se liberan de
sus lazos con las representaciones de cosas, el lenguaje
retoma en su interior el acto de la represión mediante el
uso de la negación.
Tal vez se encuentre paradójico que adjudiquemos a
la muerte lo que es tan necesario para la supervivencia,
para la vida, pero sería plantear mal la cuestión porque
es preciso comprender que los procesos de vida sólo son
viables por la integración de las fuerzas de muerte. Domesticar
la muerte es obligarla a ligarse a la vida. La represión
repite el acto de eyección radical de la psique,
con la diferencia de que constituirá algo reprimido que
atraerá sobre sí lo que resulte rechazado por una operación
de apariencia semejante a la eyección primitiva:
la atracción dentro de lo reprimido preexistente. La alucinación
negativa romperá el lazo con la representación
de cosa, pero la discontinuidad que ella crea en la psique
será puesta al servicio de las ligazones del lenguaje.
La negación consigue liberar el gasto en represión, pero
ella es una manera de reconocer lo que niega. En fin de
cuentas, contra la ligazón pura y simple invocada por
Freud en una serie de operaciones continuas desde la
pulsión hasta el pensamiento, el trabajo de lo negativo
permite reconocer la importancia de una función que
escapó a Freud. Porque, así como el principio de realidad
no se propone encontrar el objeto sino reenconIrarlo,
se puede decir que el pensamiento no consiste en
ligar procesos sino en re ligarlos, después que una borradura
los separó.
¿Dónde situar entonces, dentro de una perspectiva
psicoanalitica moderna, el trabajo del pensamiento? Si
no queremos adoptar una posición teórica que asemeje
el pensamiento al pensamiento operatorio de los psicosomatólogos
—cosa que evocan irresistiblemente las
formulaciones de Freud —, es preciso, dentro de un modelo
metapsicológico, situarlo en una encrucijada: entre
adentro y afuera, por una parte, y entre las dos partes
separadas que dividen el adentro (frontera de los sistemas
Cc-Prcc e lee). Es así como se podrían reunificar los
dos grandes sectores de la psicopatología: psicosis y
neurosis, eon todo el espacio ocupado por las estructuras
no neuróticas, no psicóticas. Para ello, es preciso
tratar la frontera como un concepto.10
Si de manera muy esquemática construimos ese modelo
por medio de una división vertical —frontera del
adentro y del afuera— y dividimos lo interior del adentro
en dos por medio de una frontera horizontal que figure
la separación entre Cc-Prcc e lee, los procesos de pensamiento
se localizarán en la intersección de estas dos
líneas. Reencuentro aquí mi hipótesis de los procesos
terciarios, cuya función es instituir un vaivén entre procesos
primarios y procesos secundarios. Pero a esta
función, ya descrita, agrego la comunicación entre el
adentro y el afuera.11
Una teoría psicoanalitica moderna del pensamiento
ya no puede conformarse con asignar a este una tarea
de exploración del mundo exterior solamente, puesto
que la condición de validez de esa exploración es hoy relacionada
con aquello que la precede: el trabajo psíquico
interno, que desemboca en la constitución del sistema
10 Cf. A. Green. *Le concept de limite≫, en La folie prtvée, Galllmard,
1990. |≪E1 concepto de fronterizo≫, en De locuras privadas, Buenos
Aires: Amorrortu editores. 1990.)
11 Cabe apuntar que Freud nunca establecio la articulacion entre
sus Ideas sobre los procesos Inconcientes de pensamiento y lo que teoriza
bajo el nombre de pensamiento (posposicion de la descarga, accion
experimental de sondeo con ayuda de pequenas cantidades, etc.).
de representaciones inconcientes y su comunicación,
por intermedio del preconciente, con la conciencia.
¿Qué nos autoriza a enunciar esta hipótesis? Ciertamente,
la experiencia adquirida con los casos fronterizos
acerca de la relación con el objeto analítico trasferencial
nos permite reconocer la imposibilidad de disociar
—como en el caso del neurótico— el trabajo intrapsíquico
y el trabajo intersubjetivo dominado por una
preocupación constante por las fronteras y la distancia
óptima. Pero también es esta una visión un poco objetivista,
como si el analizando pudiera pensarse en sí,
fuera del trabajo que efectúa el analista. La fuente principal
de estas reflexiones es el trabajo del analista, que
siempre consiste en un trabajo de pensamiento. En verdad,
la descripción que Freud ofrece del pensamiento
podría ser rehabilitada si la aplicáramos al trabajo
del analista. Por su análisis personal se volvería capaz
—salvo situaciones críticas— de esta reducción cuantitativa,
de la posibilidad de diferir la descarga (interpretativa),
de sondear periódicamente el material volviendo
sobre sí, de formarse una representación de los procesos
psíquicos que operan en el paciente, y de religar, por
el lenguaje, el trabajo de la representación. La alucinación
negativa no está ausente de este trabajo: corresponde
a todos los momentos en que el analista no comprende
nada del material, no puede ni representarlo, ni
descubrir nexos en él. Por eso Bion retoma de Freud
—como Lacan invita a desconfiar de una comprensión
demasiado rápida— la necesidad de enceguecerse para
dejar surgir la interpretación «impensable». Aquella opera
también en la discontinuidad de los pensamientos
que ha procedido a desmantelar la linealidad del discurso.
El analista sabe entonces que pensar es doloroso
para el analizando porque puede sopesar en sí mismo el
considerable esfuerzo de pensar a que obliga su trabajo.
Y esto no concierne sólo a los logros más acabados del
pensamiento, a aquellos que pone en práctica cuando
redacta un trabajo donde da razón de su experiencia,
sino que, al contrario, designa las formas incoativas y
embrionarias de un pensamiento que no logra decirse.
El sentimiento de fracaso que comunican las elaboraciones
teóricas refinadas que encontramos en Bion
—quien tuvo conciencia de ello— o en Lacan —quien
sólo encontró salvación en una fuga hacia adelante— se
debe probablemente al hecho de que seguimos siendo
incapaces de concebir las elaboraciones de un «protopensamlento
» que perdura en un aparato psíquico que
pareció apartarse de él para proseguir su evolución y
mostrarse apto en producciones de alto nivel.
Freud, al final de su trabajo sobre el Hombre de los
Lobos, había presentido el problema en toda su complejidad.
Porque nos inclinamos demasiado a teorizar el
pensamiento como un trabajo que extrae de un elemento
lo que posee en germen, como si sólo se tratara de dilucidar
la implicación de que es secreto portador. Cuando
discute el efecto de la escena primitiva en su paciente,
Freud escribe: «Es difícil rechazar la idea de que una
especie de saber difícil de definir, algo como una preciencia,
actúa en estos casos en el niño. No podemos
imaginarnos en modo alguno en qué puede consistir semejante
“saber", para ello sólo disponemos de una sola
analogía, pero de una analogía excelente: el saber Instintivo
tan amplio de los animales».12 Este patrimonio
instintivo —agrega— «conserva la fuerza de atraer a sí
procesos psíquicos más elevados».
Las formas Incoativas del pensamiento no sólo están
tomadas entre la proyección y la elaboración analítica,
sino que son anticí pato rías; por eso las producciones
psicóticas de los niños, así como las construcciones
delirantes de los adultos, se anticipan a veces a intuiciones
del pensamiento que nos resulta difícil llevar hasta
el final en la construcción teórica. Es así como Freud
debe justificarse por haber descubierto en el delirio de
Schreber una visión metaforizada de su propia teoría.
Es sin duda la persistencia Inalterable de este protopensamiento
la que nos obliga a repetir de continuo
ese trabajo de lo negativo a través de la doble frontera
para no dejarnos invadir por él, para dejar que se Instituyan
con el prójimo, y con nosotros mismos, relaciones
aceptables, sacrificando una parte demasiado exuberante
de esta vida en exceso.
12 Clnq psychanalyses, PUF. pag. 419.