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El siguiente es el retrato parcial y a trazos gruesos —iniciado con el impulso que nos ha dejado
una semana de emociones inesperadas— de una faceta que apenas se ha asomado en el debate
sobre las consecuencias culturales de la dictadura chilena. En septiembre de 1973, la Junta
Militar se hizo cargo de un país que ebullía de creatividad musical, y que al fin lograba
afirmarse en una continuidad de publicaciones, figuras y festivales como los que laten en todo
país sano. A punta de balas, exilio, censura y vulgaridad la administración de Pinochet silenció
todo aquello, y obligó a que la música popular chilena se viera obligada a reconstruir a pedazos
una identidad que aún no logramos afirmar por completo. Pero, claro, para esa denuncia no hay
Corte a la que acudir.
La Nueva Canción Chilena había sido un movimiento artístico tan íntimamente asociado a la
UP, que la Junta Militar consideró su extinción un asunto de primera necesidad. Las oficinas
con el estudio de DICAP (sello disquero de las JJ.CC. y catálogo para casi todo el movimiento),
en calle Sazié, fueron allanadas la misma semana del Golpe. Los militares buscaban armas, e
incautaron, rompieron y/o quemaron cintas con música aún inédita, según recuerda Ricardo
Valenzuela, entonces director general del sello, detenido horas después del bombardeo a La
Moneda. Hoy que los audios se guardan en computadores desconocemos el valor único que
entonces tenían las llamadas cintas-master, cuya inexcusable destrucción explica una de los
mayores taras de nuestra memoria cultural. No se ha efectuado aún el debido catastro de todo lo
que desapareció en esos meses, tanto en sellos pequeños como en trasnacionales.
Aunque no recuerda la fecha exacta, el productor Camilo Fernández cuenta de una reunión
que hacía fines de 1973 se realizó en el edificio Diego Portales, y a la que el entonces ministro
Secretario General de Gobierno, coronel Pedro Ewing, lo convocó junto a los mayores
ejecutivos de las tres principales disqueras con sede en Chile: EMI, Philipps y RCA:
“Su interés era que dejásemos de grabar música que, en sus palabras, atentaba contra la
nueva institucionalidad. De modo especial, nos pidió abstenernos de difundir folclor
nortino”.
La razón del recelo hacia la también llamada “música andina”, se explicaba en parte por la
difusión masiva que durante la UP había tenido el tema instrumental “Charagua”, de Inti-
Illimani, como cortina característica de Televisión Nacional.“Eso hacía que, según Ewing, el
gobierno de Allende se asociara a la música nortina”, continúa Fernández. “Yo, que era el
único chileno de los convocados, le respondí que qué culpa tenía el norte del uso que le
había dado el gobierno. Recuerdo que mi ejemplo fue: Es como si usted nos prohibiera usar
la bandera chilena porque se enarboló en muchísimas tomas. Su reacción fue, para mí,
inesperada. Me dio la razón inmediatamente: Entonce les pido, por favor, que pongan la
música del norte por un tiempo en el freezer. Freezer: ésa fue la palabra. Y ahí terminó la
reunión”.
No había tiempo para sutilezas. Tras ser liberado de ocho meses de detención,Ángel Parra le
hizo llegar al propio Ewing, una carta manifestándole su intención de quedarse en Chile para
continuar con su trabajo musical. La respuesta que recibió fue tajante: “Decía que mi voz, mi
estilo y mi cara recordaban a la Unidad Popular. Y que eso era algo que en el país se
encontraba prohibido”. En noviembre de 1974, Ángel Parra partía junto a su familia a su
exilio en México.
“Nos dijeron la firme: que iban a ser muy duros, que revisarían con lupa nuestras
actitudes, nuestras canciones, que nada de flauta, quena ni charango; que el folclor
nortino no era chileno; que la Cantata Santa María era un crimen histórico de ‘lesa
patria’ […]; que los Quilapayúneran responsables de de la división de la juventud. Allí
supimos claramente que no había nada que hacer, absolutamente nada, a menos que nos
transformáramos en colaboradores de la Junta”.
Los músicos de izquierda que se libraron del exilio o la cárcel aprendieron de a poco el modo
en el que el autoritarismo inocula el germen de la autocensura. Bandas como Los Blops, Los
Jaivas e Illapu simplemente no soportaron quedarse en un país con sus espacios culturales
cerrados, y terminaron por partir al extranjero o disolverse. Quienes se quedaron,
como Congreso, sólo pudieron hacerlo concibiendo su trabajo como una causa.
“Sé que hoy suena como un acto heroico, pero en esas circunstancias tú no podías sentirte
más que el grueso del pueblo de Chile”, explica ahora Pancho Sazo, vocalista del grupo de
Quilpué. “Había gente jugándose la vida; entonces cantar era, creo yo, lo mínimo moral
aceptable. Era un tiempo en que tenías que aprender a caminar por el borde; cuando el
miedo no era tanto por ti, sino por lo que podía pasarles a quienes te escuchaban. Por eso
creo que lo peor era la autocensura”.
En ese clima generalizado de temor, en el que cualquier disco con una canción ligeramente
contingente era considerado “material subversivo”, y en el que cada recital debía ser aprobado
previamente por la intendencia, la precaución y la estupidez se parecían a veces demasiado. En
el libro La era ochentera, los periodistas Macarena García y Oscar Contardo reúnen varios
ejemplos de la más ramplona censura, desde la vez que se impidió que “Gracias a la vida”
ganara un concurso a “La gran canción chilena de todos los tiempos” en Televisión Nacional, a
la revisión por parte de los militares de cada verso que se ejecutaría ante las cámaras,
incluyendo los veinticuatro ‘ay’ del “Ay, ay, ay” de Osmán Pérez Freire.
Allí donde a los uniformados más les pesaba su rigidez era frente a cantautores de difícil
clasificación, sin militancia izquierdista conocida pero tampoco aparente encandilamiento ante
las charreteras. Un caso emblemático fue el de Fernando Ubiergo, el cantautor que a los 22
años había convertido en hit “Un café para Platón”, y que en 1978 ganó el Festival de Viña con
otro tema de letra ambigua: “El tiempo en las bastillas”. Sin vínculo alguno con la generación
de músicos simpatizantes de la UP, de llegada rápida entre el público femenino y un gusto por
la ropa sencilla y blanca, Ubiergo era un artista atractivo para la redefinición cultural que
pretendía la dictadura. Pero el cantautor fue el ahijado que Pinochet nunca pudo llegar a tener.
Las tres veces que el Comandante en Jefe le hizo llegar invitaciones personales para conocerlo
(la primera de ellas, al día siguiente de ganar Viña), Ubiergo se atrevió a negarse. El desdén
tendría sus costos.
“Cuando estoy a punto de editar mi segundo disco [Ubiergo, 1979], la gente de IRT me
comunica que debo sacar ‘por órdenes superiores’ cinco canciones que ya estaban
grabadas”, recuerda el músico y hoy presidente de la SCD. Los títulos cuestionados eran
probablemente más conflictivos por sus autores que por su contenido: “Poema XV”, de Pablo
Neruda; “Te recuerdo, Amanda”, de Víctor Jara; “La era está pariendo un corazón” y
“Canción del elegido”, de Silvio Rodríguez; y uno del propio Ubiergo (“Tango esmog”). “Me
opuse rotundamente, y ahí comenzó un proceso dramático, durante el cual llegué incluso
a esconderme 23 días en el Cajón del Maipo, solo y aterrado ante un sinfín de rumores
que aseguraban que me estaban investigando a mí y a mis padres. Sé que muchos
comentaban que yo era un comunista solapado”.
Una nota de la época en el diario La Segunda, consigna que “el último LP de Fernando
Ubiergo, que debería haber salido a la venta hace dos semanas, ha sido suspendido por
autoridades de gobierno”. Allí mismo, el director del sello IRT,José Manuel Silva, negaba por
completo la censura. Ubiergo consideró el hecho una traición y decidió renunciar al sello, para
abrazar al poco tiempo una oferta de continuar su carrera en España. Del álbum salieron más
tarde sólo mil copias, un tiraje absurdo para quien venía de vender 150 mil discos, y que hoy
recuerda que“mi mayor decepción no era de los militares sino que de los civiles. Ante estos
asuntos, había gente dispuesta a quedarse callada y aceptar cualquier imbecilidad. Lo que
yo más escuchaba en esa época era la frase: Viejito, ¿para qué te metes en las patas de los
caballos?“.
Dos años más tarde, Gloria Simonetti convertiría en éxito su versión para “Ojalá”. La cantante
venía intentando hacía meses mostrar el tema por televisión, pero el único que se lo permitió
fue Raúl Matas en un “Vamos a ver”. La trova cubana entraba al fin a Chile en la voz de una
asumida pinochetista.
La canción oficial
El paseo de cantantes por Televisión Nacional proveía a la dictadura de una cierta legitimación
que coronó en 1977 el llamado Acto de Chacarillas. Setenta y siete famosos le prestaron
entonces su rostro a Pinochet, contando futbolistas, animadores, actores y cantantes como Juan
Carlos Duque, Cristóbal, Nano Vicencio, Juan Antonio Labra, Andrea
Tessa, Roberto Viking Valdés y José Alfredo Fuentes. La negativa a ése u otros actos
oficialistas podía tener consecuencias no necesariamente físicas, pero sí financieras. Un ‘no’ a
los militares era cerrarse las puertas por fuera de los escasos espacios que entonces podían
pagar la labor musical. Lo supieron músicos diversos que no quisieron aparecerse por
cumpleaños de generales ni conciertos en regimientos. Entre los que decepcionaron a Pinochet
se cuentan el baladista Osvaldo Díaz, el uruguayoGervasio, el ya citado Fernando
Ubiergo y Denisse, la rockera de Aguaturbia.
Lo aprendió también a punta de errores Luis Dimas, cuyo largo autoexilio en Canadá lo había
mantenido al margen de los avatares políticos locales y a los códigos soterrados de la dictadura.
En el estupendo libro El rey desnudo, los periodistas Sergio Benavides y Sebastián
Montecino cuentan del accidentado show que debió montar el cantante para el Festival de Viña
de 1977, antes del cual dos agentes le prohibieron incluir un tema del italiano Doménico
Modugno(“inconveniente para las circunstancias que vive el país”, según los censores). Al
final de su actuación, se le acercó un fan inesperado: el entonces oficial de EjércitoÁlvaro
Corbalán, con quien forjó desde entonces una amistad constante que beneficiaría los contratos
laborales del artista a la vez que las ansias de espectáculo del uniformado (un sujeto con mucha
mayor influencia sobre la pauta artística de los medios masivos bajo dictadura de lo que ha
llegado hasta ahora a consignarse).
La relación con Corbalán sería a la larga un camino sin retorno para Dimas, quien en 1987
terminaría accediendo a firmar el acta de militancia de Avanzada Nacional y se convertiría en
número fijo de varias giras nacionales de Pinochet, en las que también participaban otros
amigos de Corbalán como Patricio Renán, Magali Acevedo, Patricia Maldonado y “Los
Nuevos” Perlas. Pero la feble convicción ideológica de Dimas le impedía un compromiso
incondicional. Su homenaje aRicardo García (el ex locutor radial y fundador de Alerce, figura
emblemática de la izquierda) durante una edición del “Festival de la Una” fue el inicio de un
quiebre oficializado poco antes del plebiscito de 1988, cuando el cantante rechazó un contrato
millonario para participar en un acto de campaña del ‘Sí’. No faltaron nombres para
reemplazarlo. Aunque hoy parezca que los músicos pinochetistas son una rareza, hace menos
de veinte años, no costaba tanto encontrar a quien quisiera plantarse al frente de su mirada
recién apagada y entonarle con convicción los versos de “El rey”.
Vendrían más ejemplos. Schwencke y Nilo llenó su cancionero de los años ’80 de versos
críticos más o menos oblicuos, incluyendo los de temas tan emblemáticos como “Entre el nicho
y la cesárea” o “El viaje” (“señores, denme permiso / pa’ decirles que no creo / lo que dicen las
noticias“). Santiago del Nuevo Extremoplasmó ya desde su primer disco, A mi ciudad (1980),
los versos de una desolación cívica mezclada con la gris cotidianedad de la época (“cómo serán
ahora tus calles, si te robaron las noches“) y Aquelarre encontró en el tributo a las grandes
figuras de la Nueva Canción Chilena (con versiones para temas dePatricio Manns o
el Gitano Rodríguez) otro modo indirecto de exigir reivindicaciones. En entrevista de 1981
con La Bicicleta, el grupo con el ex ministroNicolás Eyzaguirre en sus filas recordaba que “la
creación no puede estar ajena al hambre, a la miseria, al desempleo, a la trasculturización
ni a la violencia”.
No menos atrevido fue el trabajo de los cantautores. Gente como Nano Acevedo,Hugo
Moraga, Dióscoro Rojas, Eduardo Peralta y Julio Zegers fueron voces vivas de una labor
que se asumía deudora del conflicto social. Los suyos podían ser gestos sutiles, pero profundos,
como el tributo a Víctor Jara que Moraga urdió en “Estadio” y el saludo amplio que Zegers
extendió a través del título de su trabajoQue vivan los que regresan (1985). Nano Acevedo se
convirtió en un incansable gestor de actividades asociadas al canto comprometido, incluyendo
el estreno en 1974 de su cantata Oda a los materiales y a quienes los trabajan (con el
actor Roberto Parada y el grupo Aymará) y la organización de maratones culturales
bautizadas en tributo a símbolos de la Nueva Canción, como Héctor Pavez yRolando
Alarcón. Fue suyo el principal impulso para la mantención de la peña “Doña Javiera” y el sello
discográfico Cantoral. También la cantata fue el formato privilegiado por el grupo Ortiga para
protestar contra los abusos. El estreno y grabación de su Cantata de los Derechos Humanos (en
coautoría con Alejandro Guarello y el sacerdote Esteban Gumucio) fue un hito de la voz
opositora en 1978. Al poco tiempo, el grupo decidió radicarse en Alemania.
El cantautor Eduardo Peralta, cree que “nuestra generación arriesgó la vida cantando lo que
había que cantar”, y eso era, según él, algo muy diferente a lo que los años ’60 entendían por
canción consciente:
El movimiento contó con una red de difusión igual de arriesgada y persistente, cuyas aristas
más recordadas son la revista La Bicicleta (ver recuadro), los programas radiales “Hecho en
Chile” y “Nuestro canto”, la primeta etapa del sello Alerce (fundado en 1976) y espacios de
música en vivo como la Parroquia Universitaria, el Café del Cerro, el Rincón de Azócar, la
Casona de San Isidro o la Casa Kamarundi o los festivales de la ACU. Sus paredes contuvieron
recuerdos indelebles de la tensión ambiente, pues era un canto en el que los militares nunca
dejaron de ver el vínculo con su principal blanco de ataque artístico luego del Golpe: la Nueva
Canción Chilena. Aunque Pancho Sazo, de Congreso, recuerda que “a veces, sentías más
miedo por lo que podía pasarles a quienes te escuchaban que a ti”, se trataba de jornadas vitales
para constatar la unión en la disidencia a la dictadura. Lo supo bien Nelson Schenwke,
de Schenwke y Nilo, quien debió autoexiliarse por un año en Alemania a raíz de sucesivas
amenazas. “Nos dieron duro y nos quedamos callados”, recordaba el músico en una entrevista
de hace un par de años con un sitio web. “Pero hubo que empezar a decir las cosas y a
asumirlo”. Precisamente, una de las primeras grabaciones de ese dúo valdiviano fue “Nos
fuimos quedando en silencio”: “Nos fuimos acostumbrando / a aceptar lo que dijeran […] / La
radio nos fue mintiendo / mientras escondían muertos“.
El “imbécil barbón”
Su “apego a lo bailable, la experimentación rítmica y su preocupación por entregar canciones
con letras de fácil comprensión aunque no siempre digeribles para estómagos delicados”
destacaba en una nota de 1986 el periodista (hoy cineasta)Cristián Galaz sobre la naciente voz
rockera conocida como “el pop de los 80?. La crónica consignaba que, “aunque algunos lo
nieguen, son parte de una reacción frente al vacío musical de la última década, el rock
tradicional, el heavy medio pasado y el Canto Nuevo en retirada”.
La lista de enemigos detallada por Galaz excluía al más obvio, y es cierto que las nuevas
bandas surgidas alrededor de Los Prisioneros no tenían un alegato político específico contra la
dictadura. Pese a ello, su afán subversivo era innegable, fuese desde una plataforma estética o
de sacudida de los dogmas de clase y poder. Los nuevos grupos de rock y pop chilenos no sólo
no querían limitar su alegato a panfletos partidarios (del lado que fuesen) sino que abrieron la
mirada de su generación al cauce internacional, ése en el que Santiago o Concepción podían al
fin saber lo que sucedía en los escenarios de Londres y Nueva York, y mirarse en lo que al
respecto comenzaba a producir Buenos Aires o Madrid (¡rock en español!).
Obviamente, los protagonistas del Canto Nuevo observaron primero con recelo y sin la debida
consideración a músicos ubicados de algún modo en sus antípodas: extranjerizantes,
autodidactas y provocadores sin aparente poesía. El ascenso simultáneo de bandas de fuste con
grupos irrelevantes (tipo Engrupo) contribuía a la confusión. Sin embargo, es probable que
haya sido la sacudida de ese nuevo rock chileno mucho más significativa en términos de
ampliación de nuestra cultura democrática.
“Da la sensación de que los músicos del pop nacional confunden demasiado las nociones
de sencillez y bailabilidad con facilismo y repetitividad […]. ¿Qué grado de permanencia
se podría encontrar en cancioncillas como ‘Los locos rayados’ o ‘Calibraciones’? ¿Hasta
dónde son soportables las poses adoptadas por Los Prisioneros o Álvaro Scaramelli?”.
‘Pop’ seguía siendo en Chile una mala palabra para quienes recordaban la épica de la Nueva
Canción y confiaban en el poder de cambio de un estribillo sobre guitarra acústica que prometía
el Canto Nuevo. Pero la generación nacida alrededor del Golpe no sentía suyos esos vínculos.
No sólo era capaz de diferenciar perfectamente el valor único de Jorge González por sobre
cualquier competidor a la redonda, sino que agradecía la reformulación del alegato cultural bajo
formas más cosmopolitas y menos solemnes.
El punk llegaba a Chile con casi diez años de tardanza, mezclado en una misma colorida
majamama con el tecno-pop y la new-wave. La protesta se permitiría desde entonces el humor
suicida que bautizó grupos como Pinochet Boys,Fiskales Ad-hok, Índice de Desempleo o La
Banda del Pequeño Vicio en plena administración militar. Eran bandas que extendían su
disconformidad en un alegato multidimensional (estrechamente vinculado a la pintura, el
diseño y el teatro) y siempre visual. Ahí está la gorra de policía con la que cantaba Daniel
Puente, de Pinochet Boys, o el bajo con forma de fusil M-16 que se fabricóCristián Millas,
de Índice de Desempleo (autores de la cueca-rock “Que explote el país”). Aunque Jorge
González ha reconocido más tarde que en su saña contra los trovadores había mucho de
ignorancia y prejuicio, el famoso “imbécil barbón” de “Nunca quedas mal con nadie” separó las
aguas entre una canción chilena profunda y autoconsciente y otra que aspiraba a, en palabras
del líder de Los Prisioneros, “hablarle a la gente como uno, y no encerrarse en una peña
pensando que los que están adentro tienen la razón y los demás no”.
El pobrecito mortal
La dictadura regaló también la estampa refrescante de quienes eligieron dejar en evidencia el
precario entarimado cultural a través de propuestas sin aparentes referentes ni vínculos con su
contexto. Florcita Motuda fue el más hábil para utilizar a su favor la vulgaridad de un régimen
que quería que Chile se mirase en identidades impuestas por decreto. Al final, ¿no eran las
plumas de “Sabor latino” tan ajenas a nuestra esencia como el traje de goma amarilla con el que
lo presentó por primera vez Antonio Vodanovic en 1977? De la simpatía del músico por la
izquierda y las ideas de Silo no se supo sino hasta avanzados los años ’80, cuando su paso
cómodo por el Festival de Viña y la televisión ya lo tenían convertido en una estrella. Pero el
hombre que proponía que “Si hoy tenemos que cantar a tanta gente, pensémoslo” era el mismo
que en 1987 se subió a la Quinta Vergara con una banda presidencial sobre el pecho y al año
siguiente sacó al mundo un inolvidable “Vals imperial del NO”.
Con un pie en el circuito del Canto Nuevo, pero la cabeza en las alturas de vanguardia del jazz-
fusión, el grupo Fulano abrió puertas de experimentación que, dadas las circunstancias, fueron
como una metáfora libertaria. Desde otro frente,Óscar Andrade agitaba el seso masivo con un
“Noticiero crónico” probablemente menos conflictivo de lo que parecía a primera escucha,
mientras el baladistaOsvaldo Díaz pagaba con la marginación de los antes cálidos espacios
televisivos su progresiva disidencia de la dictadura. Mauricio Redolés desafiaba la ortodoxia
musical de izquierda (“Blues de Santiago”) a la vez que saludaba a su torturador (“Triste
funcionario judicial”) en Bello barrio (1987), un disco de “poesía & rock” (sic) publicado
apenas pudo regresar de su exilio forzado en Londres (y que fue producto de culto hasta su
reedición en CD). El país atestiguaba un escenario musical no más ni menos activo o diverso
que el actual, con vértices fijados por “Chilenazo” y el “Garage” de Matucana, los cantantes sin
discos de “Sábados Gigantes”, y los sampleos de cultura de la basura de Electrodomésticos.
Convivíamos con creatividad pujante y ramplonería impune. Y, probablemente, todo lo que no
fueran boleros de Patricia Maldonado, Augusto Pinochet lo miraba, en palabras de Los Tres,
como a un cuadro de Dalí.
—A la luz de toda la buena música que se hizo aquí en los ’80, ¿no crees que pueden ser
las dificultades beneficiosas para el clima creativo de un país?
—Es que ¿a qué le llamas dificultades? Los grupos de los ’80 eran bandas con sello, con
videos, con gente dedicada en serio a su distribución y promoción. Hoy es más fácil hacer
música pero mucho más difícil darla a conocer. Hay más recursos, mejores equipos, mejor
prensa, pero eso sirve de poco si no hay un interés en los canales de distribución de esa música.
La Bicicleta
La foto de Silvio Rodríguez en la portada de su edición número 9 convirtió a La Bicicleta en
un cauce emblemático para la difusión del arte chileno bajo dictadura. Fundada en 1978, la
revista alcanzó a editar 75 ejemplares hasta su cierre, en 1990. Entrevistas a los trovadores
cubanos fueron los ”golpes” con que la publicación se impuso como referente periodístico de
peso. Si bien suele recordársela por su valioso seguimiento del Canto Nuevo, la revista también
fue importante para los aficionados a la poesía, el cuento y el comic. El personaje Súper
Cifuentes, del dibujante Hervi, era el súperheroe ajustado a las dificultades del Chile de la
época, gran parte de cuya juventud aprendió a tocar guitarra con los cancioneros allí impresos.
Por Marisol García C. – http://solgarcia.wordpress.com
Flaco Muñoz
Gran trabajo. Lo que quedó de esa época, lamentablemente aun no se pasa. La poca
capacidad del publico a escuchar un álbum completo. Solo la canción que sale en la tele y las
radios poco aportan.
. Ejemplo:
. Hoy escuchamos a Eduardo Gatti con su tema: Los momentos... Silvio Rodríguez
canta:Ojalá. Los Cadillac... Matador
El resto de las canciones... Hongo. La extinta Radio Uno, sólo música chilena havia lo mismo,
si tocaba los jaivas solo le oí mira niñita y todos juntos, varias veces...
. Entonces, como podemos hacer un canto chileno si no sabemos oír música. Tal como en la
dictadura hoy somos consumidores de canciones orejas. Nada más