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2012

Mensaje del silencio

Vuelve a mirar…
Prólogo

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tablilla-sándalo-sánscrito-monje-caló-Tiempo-dones-
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espiritualidad-Artemisa-Naturaleza-medicina alternativa-
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imágenes dobles-Dalí-gitanos-círculo-Nada-reflexivo-túneles-
nuevo milenio- dimensiones-peregrinaje-Manuscritos-profecía-
mayas-5125-ciclos-2012-revolución de paz-responsabilidad-
Intuición-Génesis-La tempestad-viaje-Babel moderna-India-
Pájaros-Madras-sueños-namaskaram-vacas sagradas-visión
rasante-sobrevivencia-soledad-signos-bautismo-árbol-piedras
labradas-bosque de bambú-miedo-templo-aldea-cultura-voces-
cobra-Silencio-Venus-danza-belleza-percepción-música-
mágico-erotismo-masculino-femenino-tumarit-amistad-salto
cuántico-hermandad-eclipse-Pascua-retorno-sufismo-San
Jacob-Sabios-Real-recinto-trascendencia-Metafísica-alquimia-
despertar-lenguaje-retorno-iluminación-esperanza

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“Sin salir por la puerta se puede


conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana se puede
conocer el camino del cielo.
Cuanto más lejos se va

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tanto menos se aprende.
Por eso el sabio sabe sin desplazarse.
Entiende sin ver.
Realiza sin hacer.”

LAO TSÉ

La luz de la mañana repetía el rito de los tiempos: como


un pintor desplazando su pincel, acariciaba los objetos y los
teñía con los colores que se ocultan en las sombras.
Fiel a su eterna constancia el día se presentaba,
nuevamente, ofreciendo su espectáculo. A través de mi
ventana los pinares, como una gran alfombra verde, parecían
deslizarme hacia el castillo, que disimulado entre las montañas
renovaba el misterio. Ese paisaje activo en su quietud
retornaba a mí, después de algunos años, con aquel
significado que creía olvidado.

¿Tendré acaso la valentía de relatar en estas páginas


que, por jugar el juego del destino, descubrí territorios a los
que jamás me hubiese acercado? ¿Cuál fue la chispa que
prendió la búsqueda de la extraordinaria revelación de esa
profecía, que me esperó al final del recorrido?
He aquí mi memoria: circulaba en la zona cierta historia
respecto a un enigma que se escondía entre las ruinas de la
vieja fortaleza. La tradición verbal, curiosamente, la hacía
oscilar como un péndulo entre la leyenda y la realidad. Por eso,
a veces se escuchaban voces mencionando datos que se
daban por verídicos respecto a la existencia de antiguos
manuscritos. Resguardando su posible veracidad, esos relatos
se propagaban entre los habitantes del lugar y no eran
compartidos con los visitantes, que de buen grado venían a
recorrer la región.

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Desde que tengo conciencia se hablaba de ello. Tanto es
así que, cuando niño, iba con mis amigos a divertirme
buscando túneles ocultos para desentrañar aquel secreto.
Habitualmente nos llevaba en su vieja camioneta un hombre
mayor llamado Mateo, quien durante el trayecto alimentaba
nuestra fantasía hablándonos de un tesoro escondido.
“Algún día, cuando estés preparado, descifrarás la clave
de una milenaria sabiduría”, me decía por lo bajo, y sus ojos
brillaban como intentando iluminar mi pensamiento.
Años después Mateo desapareció sin dejarnos rastros, y
si bien pude haber creído que sus palabras habían partido con
él, y que por eso las había olvidado, esa mañana resurgieron al
mirar el paisaje encuadrado en mi ventana.
Quizás en aquel momento esté el comienzo de nuestra
historia. O tal vez en hechos que se encadenaron con
posterioridad. De lo que ya no me caben dudas es que aquello
para lo que estamos destinados persiste en nuestro espíritu,
está latente, aunque pase desapercibido. Avanza en silencio,
hasta que llegamos al umbral de lo anhelado, para comprender
que inconscientemente habíamos trazado el camino.

Eva, mi primera pareja, estudiaba arqueología (¿será


acaso que la elegí por su profesión?). Previamente a su
graduación había sido becada para participar en importantes
investigaciones en Egipto. Allí fue donde conoció a un africano
experto en paleografía, un erudito en textos antiguos, quien le
facilitó notas acerca de los misteriosos escritos. De la
información que obtuvo con él en esas jornadas, me comentó,
entre otras cosas, que este presumía que los antiguos escritos
eran siete en total, desconociéndose sus autores. Su contenido
y el formato eran también una incógnita, aunque los suponía
códices que aludían a temas trascendentales de la existencia.
Más allá de la posible confirmación de la veracidad de la
leyenda, en su relato hubo dos detalles sobresalientes que
llamaron mi atención: el primero se refería a que, para poder
acceder a ellos, era necesario un entrenamiento previo con

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cierto poder del lenguaje; el otro, que se creía en la existencia
de sabios que oficiaban de protectores de esos pliegos.
Fue como darle vida al cuento que, al volverse realidad,
no hizo más que despertar mi interés. Empecé preguntándome
quiénes podrían ser los encargados de resguardar los textos,
dónde los ocultarían y por qué no los hacían públicos.
Si bien trataba de no descuidar mis actividades, intentaba
relacionarme con aquellos que supuestamente conocían sobre
este tema. Así, durante meses, estuve indagando en distintas
fuentes. Balanceándome entre científicos y religiosos, visité
universidades y templos buscando indicios, pero todo era
infructuoso, ya que nadie sabía darme las respuestas exactas
a mis preguntas. Para peor, lo que más impotencia me generó
fue el relato de un pastor que conocí ocasionalmente en el
Valle de los Ciervos, el cual me confirmó haberse enterado de
que los manuscritos habían sido trasladados fuera del país a
mediados de siglo.
La falta de otros datos contundentes fue limando mi
interés. Al deducir que los códices estarían en algún lejano
lugar, tal vez en manos de las personas adecuadas para
conservarlos, me fui despreocupando del tema.

Transcurrieron los años hasta esa mañana en que


recordé a Mateo: el periódico me informaba que un equipo de
investigadores estaba buscando en la zona antiguos
documentos. Eva, para colmo, participaba de las excavaciones
que se estaban realizando en las ruinas del castillo. Estaba
entusiasmada porque había logrado interesar a una fundación
con su proyecto de “Búsqueda de material históricamente
relevante”. Ni sus colegas ni los financistas sabían con
precisión lo que ella en verdad deseaba encontrar. Yo, a pesar
de ya no estar a su lado, era su confidente privilegiado.
Conociendo mi interés en el asunto me visitaba con asiduidad,
para hacerme partícipe de sus progresos.
Pero su fervor perduró poco. A los pocos días llegó a mi
casa manifestando una profunda decepción.

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—¿Qué ocurrió?
—Creo que estábamos cerca de encontrar la entrada a
unos túneles cuando nos prohibieron seguir con las
excavaciones –respondió desconcertada.
—¿Quiénes?
—Ciertos sujetos que se presentaron como funcionarios
del Estado. Fueron de pocas palabras; nos explicaron que
habían revocado la autorización y que debíamos abandonar los
trabajos.
—¿Entonces?
—Apareció gente del grupo estatal de investigaciones,
quienes continuarán las obras que habíamos iniciado.
Traté de ir al punto que nos interesaba y pregunté,
titubeando:
—¿Descubriste alguna pista certera acerca de los
manuscritos?
—No exactamente, pero al excavar nos topamos con
varias aberturas que probablemente sean la entrada a lo que
estábamos buscando —su mirada decía más que sus
palabras.
—¿Acaso me quieres dar a entender que estaban cerca
de hallarlos?
—No sé. Sospecho que nos permitieron cavar para ver
hasta dónde llegábamos, y aparecieron cuando encontramos el
primer rastro importante –contestó, casi sin aliento.
Las lágrimas que se derramaban por el rostro de Eva me
revelaban cierto temor por algo.
—Pareces asustada, ¿qué ocurre?
Alzó su vista y me miró con profunda tristeza.
—Debe haber grandes intereses detrás de esto. Hasta
llegaron a amenazarnos si nos resistíamos a irnos.
Comprendí que lo peor estaba sucediendo: de existir esos
objetos, seguramente ya tendrían su precio elevado en el
mercado. Habían entrado en la codicia de algunos y, por lo
tanto, todo lo relacionado con ellos era bastante peligroso.

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Cuidando nuestra integridad, esa noche la convencí de
olvidarnos del asunto, al menos hasta que la situación se
aplacase.

A partir de ese momento enfoqué toda mi energía al


mundo de los negocios. Invertí todos mis ahorros e inauguré
un lujoso restaurante, que en buena hora estaba rindiendo más
de lo esperado. Pero basta manejar mucho dinero para saber
si ese privilegio colma nuestros deseos. En mi caso, a pesar de
la exitosa abundancia material, sentía un gran vacío. Percibía
que algo me faltaba, pero no podía descifrar qué.
Cierta noche me desveló un sueño. En él aparecía Mateo
diciéndome: “No estás en el camino apropiado, y por esa razón
no puedo cederte la llave de la sabiduría”; me resultó extraño
ver que sus lentes eran un espejo que reflejaba mi rostro.
Desperté azorado, convencido de que debía encontrar la salida
apropiada que me liberase de la incertidumbre en la cual vivía.
De hecho comencé a descuidar mis obligaciones, a
medida que iba entendiendo que mi bienestar estaba
construido a base de compromisos. Así, cada vez iba con
menos frecuencia a mi establecimiento, delegando su dirección
a otras personas.
Hasta que sucedió algo imprevisto, tan pequeño y
majestuoso como todos los sucesos que se transforman en
bisagras de nuestra vida. El día al que me refiero estaba tan
inquieto en mi casa que, para distraerme, decidí ir a ver si
algún conocido había elegido concurrir a mi restaurante. Al
llegar, observé que un viejo mendigo insistía en querer entrar,
ante la negativa de mis empleados. Con el fin de apaciguar la
situación, me acerqué para preguntarle qué necesitaba. Creí
reconocerlo, como si alguna vez lo hubiese visto pero sin poder
precisar dónde ni cuándo. Sus ojos brillantes, azules,
transmitían serenidad. Tenía una apariencia muy vital, que no
encajaba con su edad ni con la vestimenta raída que usaba.
El hombre me respondió amablemente, con acento
extranjero, que deseaba ingresar para beber un vaso de agua.

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Sin comprender el porqué de mi actitud lo tomé del brazo y lo
invité a sentarse a una mesa, ante el murmullo de la clientela.
“Usted es mi invitado señor. Coma y beba lo que le
plazca”, traté de animarlo.
Sonrió, y casi musitando me dijo:
“Te he encontrado”.
Un llamado telefónico me alejó perplejo de la escena, y
cuando regresé ya se había marchado. Me resultó una actitud
confusa, más aún cuando la camarera me comentó que sólo
había bebido agua y que al irse había dejado un extraño objeto
junto a la copa vacía.
Observé sorprendido que era una pequeña tablilla de
madera de color pardo amarillento, apenas más grande que mi
mano, que tenía escritos en tinta algunos signos ilegibles. La
guardé más que nada como testimonio del insólito y, en cierto
modo, risueño episodio. Hasta llegué a pensar que el
restaurante se había convertido en el escenario de una broma
montada por mis amigos. Lejos estaba de comprender que era
la primera señal que se enlazaría a otras en la sucesión de mi
futuro.
La tablilla pasó a decorar mi escritorio. Por momentos me
daba la extraña sensación de que me estaba observando, y
hasta parecía que algo me atraía hacia ella. No había día que
no la tomase en mis manos. Me entretenía mirando la
caligrafía de ese mensaje desconocido, mientras sentía la
rugosa textura de sus innumerables surcos y olía el aroma
agradable que despedía la madera.
A tal punto llegó a obsesionarme que decidí llevársela a
Eva, manejando varias horas hasta el pueblo donde residía.
Para desventura de mi ego, fue mayor su sorpresa al
encontrarse con la tablilla que conmigo.
—¿Dónde encontraste esto? –me preguntó
entusiasmada.
—Sólo quiero averiguar si conoces el significado de esos
signos.

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Me envió a la cocina a preparar la comida y se abalanzó
sobre sus numerosos libros. Regresó al rato pidiéndome más
precisiones. Le narré la historia del restaurante y quedó aún
más conmovida.
—Me llama la atención que un mendigo en Europa te
haya entregado este trozo de sándalo.
—¿Cómo estás segura de que es ese árbol?
—Incrédulo… Su madera la he estudiado por estar
relacionada con rituales. Si te interesa, te informo que es un
árbol originario del sur de la India, sus hojas son
aovadoelípticas y tiene flores en panículas –agregó en un tono
irónico.
—¡Ah! Muy interesante –le respondí en el mismo tono-,
aunque en la sutileza de su aroma no parece tan complejo.
—Quien lo hizo complejo fue aquel que le grabó
caracteres escritos en lengua sánscrita -replicó enseguida.
—¿En sánscrito?
—Sí, es el más antiguo de los idiomas indoarios…La
lengua hindú en la que se han escrito textos sagrados -me
explicaba mientras leía citas de un libro-. Se calcula que nació
aproximadamente mil años antes de la era cristiana. Con el
tiempo, igual que sucedió con el latín, pasó a ser usado con
exclusividad por la casta religiosa. Los brahmanes, por
ejemplo, tienen obligación de aprenderlo. En la actualidad se
ha derivado a otros idiomas. Por ejemplo, el caló de los gitanos
se construyó sobre sus restos.
—Bien, ¿pero qué dice el mensaje?
—No sabría con exactitud. La lengua es muy compleja y
no dispongo ahora de los elementos suficientes. Solamente
tengo en este libro una traducción de la escritura de números
en las lenguas muertas. Y creo que en el texto hay uno. Mira,
aquí está el 3. Como ves –señalaba en la página – el 3 en
sánscrito es muy parecido al nuestro.
—¿Pero puedes llegar a traducir el resto?
—Creo que tendré inconvenientes. No conozco en la
universidad a ningún experto en lenguas antiguas. De todas

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maneras, es posible que pronto viaje a Oriente a dictar
conferencias, y allí me contactaré con algún erudito en este
tema. Me imagino que me la dejarás hasta mi regreso –dijo,
esperando mi decisión.
—Agradezco tu interés, Eva. Pero quisiera que la copies.
No me preguntes por qué no puedo desprenderme de ella, no
sabría explicártelo en pocas palabras. A lo mejor llegue a
Oriente antes que tú.
—Tan extraño como siempre lo tuyo…No te impacientes,
que la copiaré lo más exactamente posible.
Mientras transcribía el mensaje me dedicó esa mirada
ausente que la hace tan encantadora, y mencionó aún más
sorprendida:
“¡Qué conexión extraña! Acabo de recordar que se
supone que al menos uno de los manuscritos está escrito en
sánscrito”.
Cenamos en silencio.

Algunos días después decidí cambiar la rutina. Aquella


inolvidable mañana subí a mi jeep y tomé la ruta que bordea
las montañas. Transitar por ese camino siempre fue para mí un
descanso espiritual. Contemplaba las diferentes especies de
árboles que se extienden desde el valle hacia los picos más
altos, coronados con espesas manchas blancas. Como
dándome un espectáculo adicional entre la ligera niebla del
otoño, las águilas, imponentes, revoloteaban sobre la magnitud
del lago. Me detuve para apreciar ese instante y sentí una leve
aflicción. Tal vez, acostumbrarse a la belleza sea perderla de a
poco.
Algo en mi interior me decía que ese día era especial.
Tanto que abrí el bolso que llevaba, me puse la ropa de
montañista y partí rumbo al corazón de la montaña.
Al emprender la caminata no tardé en percibir que la
obsesión por lo rutinario se diluía. Debajo de la cáscara de lo
cotidiano, otra forma de pensar comenzaba a aflorar.

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Pero mis pensamientos iban delante de mi cuerpo, porque
en la mitad del recorrido que me conducía a la cumbre
comencé a sentir una sensación de ahogo. Logré de a poco
tranquilizarme recostándome en el sendero, mientras las
hormigas trepaban por mi cuerpo tratando de descubrir ese
extraño objeto con el que se habían topado.
Con esfuerzo me incorporé y decidí seguir. Mi corazón
palpitaba con fuerza, convocando a las gotas de sudor que se
derramaban por mi cara. En esa desagradable condición
finalmente, en lo alto de la cuesta, alcancé a divisar el único
albergue de la zona. Apresuré el paso, pero al acercarme caí
abatido al comprobar que estaba abandonado. Las puertas
cerradas y las ventanas tapiadas le daban un triste aspecto
dentro de la belleza de aquel paisaje.
Desalentado, sin poder controlar ese malestar que aún
persistía, me reproché dónde había quedado aquel joven tan
pleno de vitalidad, y sin más que hacer decidí emprender el
regreso.
Preferí descender por otro sendero, poco transitable pero
más directo. A pesar de los contratiempos, esa caminata me
había devuelto cierta tranquilidad.
El conocido canto del Rey del Bosque, un pájaro típico del
lugar, irrumpió en el murmullo que envolvía el ambiente. Su
melodía me llevó a recordar que de niño me gustaba imitarlo.
Tras una breve pausa inicié un silbido muy suave, para que
aquel rival aceptase el desafío. El pájaro respondió al instante,
alertándome a su vez de que no aceptaría ningún invasor en
su territorio. Intenté repetir el silbido y recibí como respuesta el
sonido de otro pájaro. Agudizando aún más el oído me
acercaba hacia donde provenía esa melodía, cuando
súbitamente, de entre la maleza apareció un hombre.
—Mateo te enseñó bien…–me dijo.
De inmediato lo reconocí: era aquel viejo mendigo que
había visitado mi restaurante.
—Entonces, ¿fue usted quien imitó al pájaro? –pregunté,
reponiéndome del susto.

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—Sí, fui yo, un pájaro hecho hombre -reconoció con una
carcajada.
La sorpresa también me provocó risa.
—El pájaro hecho hombre... –repetí.
—Noto que estás exhausto; te invito a que te recuperes
en mi casa –dijo, como devolviéndome el gesto que había
tenido hacia él.
Acepté su invitación porque era evidente que había
conocido a Mateo, lo cual agregaba misterio a su figura.
Intentando seguir sus pasos, de a poco fuimos
internándonos en el follaje, que se hacía cada vez más tupido.
Cuando las dificultades para avanzar me llevaron a la
inmovilidad, el mendigo me tomó del brazo y, como
arrancándome del telón verde, aparecí en un espacio abierto
que parecía pertenecer a otro paisaje: asentado sobre rocas,
su hogar era una cabaña lindera con un precipicio, protegida
de los vientos por un cordón de pinos.
Ingresamos y me acercó una silla, atento porque me veía
desmejorado. Le comenté lo que me había ocurrido momentos
antes de encontrarlo.
“Te traeré el néctar apropiado”, dijo, y se dirigió a la
habitación contigua.
Mientras lo preparaba, quedé asombrado observando
cada detalle de la cabaña. No esperaba encontrar algo así en
medio de la montaña. Tenía bibliotecas colmadas de libros que
revestían las paredes; entre estos se asomaban plantas, varias
con exóticas flores que le daban al ambiente un agradable
aroma. Todo se encontraba en perfecto orden e higiene. No sé
si fue por la luz que iluminaba el recinto o por la blancura del
mantel, pero al ver su mesa evoqué la imagen de La última
cena. En ese lugar se respiraba algo sagrado.
El mendigo (ya carecía de sentido llamarlo así) apareció
con una bebida a base de hierbas, algo amarga pero
agradable, que al instante me recuperó. Mientras la bebía, una
enorme sonrisa le iluminaba el rostro.

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—Bien. ¿Qué deseas preguntarme? –sabiendo de mi
curiosidad abrió la puerta de sí mismo para dejarme ingresar.
—Creo que se me ocurren muchas cosas –repliqué
tratando de ordenar mis dudas – ¿Quién es usted...? ¿Qué
sabe de Mateo...? ¿Cuál es su objetivo al encontrarme...?
¿Qué sentido tiene dejarme ese mensaje en sánscrito y
marcharse...?
—Bueno… –me interrumpió –. Todo tiene su explicación,
pero no te apresures. Elige la pregunta más específica de
todos tus interrogantes.
Pensé, como en un juego, que estaba frente a un ser
mágico que me concedía la posibilidad de consultarle mis
dudas por única vez para, luego de responder, esfumarse. Me
parecía que flotaba mientras aguardaba mis palabras.
Intenté reflexionar en voz alta:
“Se dio a conocer como mendigo, y me sorprende
comprobar que está lejos de serlo. Reside aquí, aislado en una
suerte de refugio cultural... conoció a Mateo... es todo muy
extraño. ¿Quién es usted?”
No me respondió enseguida. Echó su cabeza hacia atrás
y quedó inmóvil por varios minutos. Hasta que habló:
“Nos enseñan a domesticar el miedo construyendo
refugios bajo tierra, cerca de los muertos. Estos libros que ves
son mi coraza para enfrentar la crisis de esta época. La
verdad, no lo dudes, está en la superficie... No creo poder
definirte lo que soy. Nadie lo podría hacer. Si somos muchas
cosas, no somos ninguna. Pero si me quieres situar, podría
decirte que soy el monje de la montaña Colorada. Me instalé
aquí por ser este, a mi juicio, el lugar más apto para meditar y
estudiar la vida orgánica de la región, porque también soy
biólogo. Como verás, no estoy solo ni aislado, ¿cómo habría
de estarlo si soy parte del universo?”
El monje, con barba y sombrero, al menos sugería estar
más allá de las apariencias. Su mirada apacible y la cadencia
de sus palabras eran como un bálsamo poco común que me

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relajaba de las tensiones. Estuvimos presenciando el silencio,
hasta que dijo:
—No es casualidad que estés hoy aquí. Sé que estás
buscando un tesoro oculto, la llave de tu puerta interior. Si
logras encontrarla verás que tras ella existe otra percepción del
mundo, que si bien te es desconocida, no significa que no
puedas incursionar en ella.
—¿Cómo podría lograr lo que me dice? –pregunté.
—Simplemente –anunció – dejándolo todo, para partir.
Me estremecí al escucharlo, e impulsivamente contesté:
—¿Simple? Me parece imposible abandonar todo el
esfuerzo realizado durante años para ser alguien. Por otro
lado, dejarlo todo y reemplazarlo por qué cosa. Y partir,
¿adónde?
—Es difícil ser alguien que no quieres ser… –añadió con
sutileza.
No le respondí, quizá porque no me sentía preparado
para hablar de mis debilidades, o porque aún no lo conocía lo
suficiente. El monje me propuso que reflexionara en soledad
acerca de lo que habíamos dialogado, tratando de encontrar mi
respuesta más sincera.
Bebí el resto del néctar que quedaba en la taza, me
despedí agradeciéndole su acogida y salí apresurando el paso
antes que oscureciera.
“Hasta pronto”, escuché al alejarme.
Cuando, después de bajar la montaña, estaba al volante
de mi auto, tuve la sospecha de que todo lo que había vivido
allí no era más que producto de la fantasía, una extraña e
inexplicable ensoñación que había durado sólo un instante.
Quizás había descubierto la punta de un ovillo que, por lo
repentino de su aparición, me intimidaba. Me prometí regresar
pronto.

En los días siguientes, sus palabras no cesaron de


resonar en mi pensamiento. Ese espacio en medio de la
montaña me resultaba mágico pero, además, la presencia de

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aquel monje le había dado un cariz que no sabía adónde me
guiaría. Su voz, para colmo, retumbaba iluminando recuerdos
olvidados.
Motivado por la curiosidad, no tardé demasiado en
acomodar mi agenda para volver a su cabaña. Era tal mi
ansiedad que a última hora de una de esas tardes ya estaba
repitiendo el ascenso. Esta vez se me hacía placentero; la
respiración se acomodaba a lo que proponía el ritmo de mis
pasos. Como si la montaña me estuviese demostrando que se
transforma a cada momento, tenía la rara sensación de que ya
había transitado en varias ocasiones por el mismo sendero.
Más aún, como si hubiese estado recién en esta situación, en
la misma página de mi vida. Hasta el punto que me instó a
reflexionar sobre el sentido del tiempo. ¿Por qué se acortó el
tiempo desde que bajé de la cabaña hasta este momento en
que voy a su encuentro? ¿A causa de qué, el tiempo de mi
vivencia allí era tan diferente del cronológico? En definitiva,
¿en qué rincón de la eternidad habrá quedado registrado ese
tiempo que me resistía a incorporar?
Volví a correr el telón, como si lo hubiese hecho varias
veces. Sentado en la tierra, al costado de la cabaña, estaba el
monje concentrado en su meditación. A su lado tenía una
lámpara que, llamativamente, estaba encendida. Ni se inmutó
al verme.
—Dime lo que estás pensando –dijo apenas me
aproximé.
Traté de redondear algo coherente de lo que estaba
razonando.
—¿Acaso no tomamos conciencia de las horas cuando
nos alejamos de lo sublime? –expresé, casi sorprendido de mis
palabras.
Se acarició la rojiza barba y apagó la luz de la lámpara.
—Tu pregunta ha iluminado… Sabía que volverías, pero
no te esperaba tan pronto.
—¿Por qué estaba tan convencido de mi retorno?

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—No tenías otra opción. A partir de nuestro último
encuentro se te abrieron preguntas y vienes a buscar las
respuestas –afirmó –. El cazador que sabe de la cercanía de
su presa no se retira de la escena. Por el contrario, el tiempo
para él entra en otra dimensión… La dimensión de las horas
que no llegan a la conciencia, porque se alejan de lo divino.
—No deja de ser extraño. Aquí me siento en una
confusión temporal, como si ya hubiese vivido este diálogo con
usted, pero quizás en esa ocasión no apagó la lámpara. Aún
no relaciono el sentido de todo esto. Ayúdeme a
desentrañarlo… ¿Cuándo conoció a Mateo? –pregunté.
—Somos grandes amigos. Recuerdo la última vez que
vino a visitarme. Tenía la intención de transferirte un poder
único; sin embargo, lo intranquilizaba el hecho de que todavía
no estabas preparado para recibirlo. Pero, porque te profesaba
una fe ciega, esa misma noche me lo transmitió. Lo hizo con la
condición de que te lo entregase a los treinta y tres años,
porque dedujo que a esa edad tu vida tomaría el rumbo preciso
para poder recibirlo.
—Supongo que esa noche le habrá comunicado sus
intenciones de partir. ¿No volvió a tener noticias de él?
Meditó antes de responder:
—La vida es el arte de lo imprevisto.
Entendí que me estaba diciendo que no me daría
información precisa.
—¿Podría explicarme entonces en qué consiste ese
poder único? –indagué, tratando de volver al tema.
—En principio te parecerá extraño, pero con esa facultad
podrás contrarrestar el efecto de los venenos, especialmente el
de las serpientes.
Quedé observándolo absorto, esperando que me dijera
otras cualidades de ese don. Con un gesto me dio a entender
que eso era todo.
—¿Y para qué querría yo eliminar los efectos de ese
veneno, si en mi ciudad no hay serpientes? –le dije
sorprendido.

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—Por varios motivos que estás aún lejos de comprender.
En principio, por supuesto, aliviarías heridas sin más que con
el poder de tus palabras. Aunque en tu ciudad no hay
serpientes, hay muchos venenos. Y si nunca lo pusieras a
prueba, el hecho de ser su portador te marcará el camino para
que logres satisfacer tus ansias personales. Pero, por sobre
todo, te ayudará a encontrar algo tan maravilloso como jamás
imaginaste… Si en verdad quieres cambiar tu vida actual por
otra más espiritual, este es el comienzo.
Me asombraron la claridad y la convicción con que me
hablaba. Si bien estaba lejos de encontrarle utilidad, me
agradaba que tuviera para darme un regalo que Mateo me
había otorgado. Era demasiado para negarme.
“Sin dudas me interesa”, aseguré, aunque no consideré
importante confesarle que tenía fobia a las serpientes, tal vez
por aquello que no terminaba de entender respecto a la
diversidad de venenos.
Noté que sus ojos brillaban humedecidos en lágrimas.
—Se pondrán muy contentos al enterarse –murmuró.
—¿Quiénes? –pregunté.
No me respondió; apenas volvimos a dialogar, aun
cuando entramos a la cabaña. Permanecía sugestivamente
inmóvil, pero movía los ojos como si estuviese viendo algo más
allá de lo visible. Yo me distraía percibiendo el viento que
apenas movía las plantas que se asomaban entre los libros;
ingresaba por la puerta acariciando los objetos y jugaba con la
llama de la vela que nos iluminaba. Sentía que no estábamos
solos. Como el halo de la Luna, la presencia de algo no
tangible, inabordable, nos protegía.
Nos acercamos a la ventana. El cielo estaba despejado,
cubierto de estrellas. Señaló el firmamento y anunció algo que
no entendí:
“Mayor poder tendrás cuando la Luna llena esté a pleno
en el cielo, y cuando el sol ilumine su cara oculta encontrarás
la pieza final de la intriga”.

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Cuando se fue a dormir quedé observando en detalle
aquellas cosas que me rodeaban. Por su variada biblioteca
entendí que quien me estaba iniciando en ese nuevo
conocimiento era un sabio. Como un pequeño universo los
libros parecían estrellas aisladas y remotas, esperando que las
descubrieran. Y yo me imaginaba un hombre primitivo, que
llevado por sus ansias de saber salía de noche a cazar
sabiduría.
Recorrer la variedad de títulos que poblaban esas
estanterías era darle lugar al asombro. Estaban ordenados por
temas. Aquí los de filosofía, allá los científicos. Ocupando casi
toda la pared lateral estaban los religiosos. Ediciones de la
Biblia y del Corán, junto a vastos textos budistas que al menos
en los estantes, ajenos a la interpretación de los hombres,
podían convivir en paz. Por lo gastado de sus lomos
evidenciaban las veces que habían sido releídos. Hasta me
causó placer descubrir el sector con títulos que trataban un
tema de mi agrado: las hierbas medicinales.
Mi fascinación se incrementó, tanto más cuando vi un
libro de lomo dorado que sobresalía en lo más alto del último
estante. Me estiré para bajarlo. La tapa, de cuero, estaba
surcada por numerosos signos que desconocía, que a la luz de
la vela reflejaban un tenue brillo.
A primera vista comprendí que se trataba de un ejemplar
insólito. No tenía título ni datos de su edición. El tamaño de sus
hojas difería en pequeños grupos, con una tipografía de letras
diferentes entre sí. Esta característica le imprimía la apariencia
de ser una compilación de restos de varios libros, lo que le
daba aspecto de único.
Ya que la mayoría de sus páginas no estaban numeradas,
las abría al azar y desde allí intentaba coordinar la lectura. El
tratar de hallar algo entendible en su texto ejercía en mí un
extraño influjo, más aún cuando comprobé que algunos
pasajes estaban escritos en distintos idiomas, que variaban de
renglón en renglón.

18
Pero, incluso en aquellas lenguas que dominaba, no
lograba atrapar el sentido. Apenas relacionaba un par de frases
coherentes la siguiente me esquivaba, daba giros imprevistos y
desembocaba en otro tema.
Me amedrentaba una vaga suposición: la de creer que el
libro no tenía principio ni fin, o mejor, que era el recorte de otra
obra más vasta.
Mecido entre especulaciones, la noche le fue ganando a
mi voluntad de estar despierto, hasta que lo cerré como cerré
mis ojos y caí en un profundo sueño.

19
El día me despertó ofreciendo una rutina a la que no
estaba acostumbrado. Mis oídos me fueron despabilando
gracias a los sonidos de una orquesta, cuyos ejecutantes eran
pájaros que en su variación interpretaban la partitura del
cifrado canto de la naturaleza. Cuando abrí los ojos vi al monje
apoyado en la ventana.
—Tienes el desayuno sobre la mesa. Hoy será un día
importante, necesito encontrar una planta poco usual para
preparar medicamentos muy específicos, por eso te dejaré
solo...
—Aguarde –le dije –. Anoche me entretuve investigando
en su biblioteca y descubrí algo muy llamativo.
—¿Te refieres al Libro sin Nombre? –comentó.
—Estaba esperanzado en llamarlo de alguna manera…
—¡Qué necesidad que tenemos de nominar todas las
cosas! –me interrumpió –. Si te tranquiliza, puede ser que no
tenga título porque no hay palabras que sinteticen su trama.
—¿Dónde encontró esa reliquia?
—Por ahora no puedo confiártelo –me dijo con
naturalidad mientras cargaba su mochila al hombro,
dirigiéndose hacia el bosque.
Me senté a la mesa pero ignoré mis ganas de desayunar
y salí apresuradamente intentando alcanzarlo. Estaba sentado
sobre una roca. Ni se dio vuelta para verme; cuando me
acerqué comenzó a alejarse, descontando que lo seguiría.

20
Yo, que creía conocer bastante la montaña Colorada, me
encontré transitando por parajes a los que jamás había tenido
acceso. Al rato se detuvo para enseñarme una planta.
—¿Qué opinas de esta? –inquirió.
—Hermosas las flores –le dije –, son muy llamativas.
Separó una y me la dio para que sintiera su fragancia.
—Es la llamada Estrella del Triángulo, florece una vez al
año. Si tomaras una infusión de sus pétalos te produciría
náuseas, que sólo se calmarían al masticar las hojas de esta
otra planta que crece a su lado. La naturaleza misma nos
brinda la solución. No hay más que saber hallarla.
Cerca de allí encontró las plantas que buscaba y, tras
cortarlas y guardarlas en su mochila, emprendimos el regreso
hacia la cabaña. A mitad de camino se detuvo para secar el
sudor de su frente. Miró el cielo con un gesto de disgusto y se
arrodilló pasando la mano sobre la tierra, como si estuviese
acariciando el lomo de un animal.
“Hace demasiado calor para esta época del año. Se nota
que el cuerpo de la naturaleza esta herido, y reacciona como
un organismo que intenta encontrar el equilibrio perdido”.
Se me acercó y puso su mano sobre mi hombro. Me miró
fijo, y dijo
“Ha sido tan devastadora la impericia humana, que nos
empeñamos en destruir aquello que nos sustenta la vida.
Somos una especie obstinada en confirmar las peores
profecías”.

Cuando llegábamos a la cabaña comenzó a hablarme de


Mateo.
—El investigó durante mucho tiempo los efectos del
conjuro. Enriquecía su saber con pláticas frecuentes, que
mantenía con los médicos colegas de su hija Iris; con ellos
deberías hablar para que te explicaran en detalle las
derivaciones de esas charlas. No dudes de que heredarás un
poder antiguo extraordinario que te hará reflexionar sobre
nuestra existencia en el mundo –dijo mientras abría la puerta –

21
. Verás que existen realidades diferentes y alternativas, que
muchos no aprobarían por estimarlas increíbles.
—¿Cuándo me transmitirá ese legado? –pregunté.
—La noche de plenilunio, que se producirá mañana, lo
considero el momento más apropiado para delegarte el poder
que me ha confiado y que guardo para ti. Desde ahora debes
concentrarte para descubrir en tu interior si eres capaz de vivir
en concordancia con la vida que este legado te exigirá. No te
amedrentes, el mismo poder que recibirás te ayudará a tomar
las fuerzas necesarias frente a las emergencias. Medítalo.

Nunca antes me había sucedido sentir que los objetos


que me rodeaban podían tener otra relevancia, pero esa noche
apreciaba que donde me hallaba era la entrada a una realidad
furtivamente ansiada. Un extraño ser, que había mutado de
mendigo a monje, estaba intentando guiarme, y en otro estado
de su transformación yo lo investía con aquel valor que se
había ido con Mateo.
Cerré los ojos, convencido de que en los rodeos de la
vida había reencontrado a mi Maestro.

22
PLENILUNIO

“Hay dos formas de ver la vida:


una es creer que no existen milagros;
la otra es creer que todo es un milagro.”

ALBERT EINSTEIN

Apagué la vela. Por la ventana, como una catarata


ingresaba el resplandor de la mañana. En verdad, ya hacía
largo rato que estaba despierto. De madrugada me había
sobresaltado un ruido cuando aún estaba enredado entre
mantas en el piso; entreabrí los ojos y lo primero que vi fue al
Maestro sentado cerca de mí, leyendo un libro.
—No te asustes. La noche es el reino de los animales, y a
veces les atraen las luces –comentó, volviendo a su lectura.
—¿Qué está leyendo? –le pregunté, al tiempo que me
despabilaba.
No respondió directamente, sino que empezó a hablarme
de las propiedades de las plantas. Me parecía extraño
escucharlo disertar a esa hora, pero no dejaba de fascinarme

23
su sapiencia. Comprobé que no eran en vano sus
explicaciones, ya que concluyó la enseñanza encargándome
que a la salida del sol me dirigiera al bosque y trajera hojas de
artemisa, que utilizaríamos en la ceremonia de transmisión. Me
mostró, en el libro que leía, las características de la planta y el
particular color de sus hojas, verdinegro de un lado y
blanquecino en el reverso. También se tomó el trabajo de
enseñarme la manera apropiada de cortarlas, usando los viejos
métodos de los campesinos que cuidan la flora de la zona
como su único tesoro. Por curiosidad le pregunté por qué tenía
que encontrar exclusivamente esa planta.
“Desde tiempos ancestrales se la ha utilizado en ritos de
purificación. Además, en la antigua Grecia, Artemisa era la
diosa de la caza. Representada por arco y flechas, se la
veneraba como divinidad de los bosques y de la fecundidad. Si
estás en apuros no sería en vano que la invocaras. A lo mejor
te protege”, dijo sonriendo.
En consecuencia, cargado con flechas científicas y
espirituales, me interné en el sueño de Artemisa, el bosque.
Para la mayoría de los habitantes de la ciudad, descubrir de
pronto los códigos de la naturaleza no es tarea sencilla, tanto
que regresé hacia el ocaso con lo que para mí era un trofeo. A
pesar de que me había orientado de acuerdo con sus
instrucciones, la búsqueda no me resultó fácil, y así se lo
manifesté.
“Nada trascendente se logra con facilidad”, fue lo único
que dijo.
Durante la cena casi no emitimos palabras. Lo notaba
muy pensativo y concentrado, como quien se enfrenta con algo
delicado e importante.
Sin anunciarlo salió de la cabaña y, al igual que la noche
anterior, permaneció un buen rato con la mirada perdida en el
firmamento. Al verlo inmóvil, recortado en el marco de la
puerta, me daba la sensación de que el tiempo se había
detenido.

24
“Ahora es el momento. Debemos preparar todo para
iniciarte en el secreto”, dijo de repente.
Me condujo a un lugar entre los árboles donde había una
pequeña parcela con siete piedras pintadas de blanco,
formando un círculo propicio para hacer fogatas. Al costado
sobresalía una roca plana que, según dijo, era la mesa donde
oficiaría la ceremonia.
“Aquí dispondremos todo en el modo que te iré indicando.
Trae suficiente leña de abedul, mientras yo preparo los
elementos para el rito”, me dijo.
Cuando volví con las maderas observé en el centro de la
mesa una magnífica ánfora, dos copas de vidrio azul, dos velas
y las hojas de Artemisa. Junto a esto, un paquete envuelto en
tela morada que tenía restos de tierra, como si recientemente
hubiese estado enterrado.
—Descálzate. Toma contacto con la tierra –dijo, e invitó a
sentarme apoyando mis pies en el piso.
—Bien, observa el cielo… Ves, la Luna en su máximo
esplendor: clara, redonda, iluminando todo con su brillo de
plata. En esta fase irradia la mayor energía sobre todos
nosotros, y no tenemos más que transformarla en positivo. Es
tiempo de comenzar, ¿estás de acuerdo?
—Por supuesto –contesté.
Encendió el fuego, y cuando la leña comenzó a crepitar
levantó el ánfora y expresó:
“El agua y el fuego serán los principales testigos de esta
celebración”.
Enseguida tomó en un manojo la mitad de las hojas y se
las colocó en el pecho, a la altura del corazón. Luego me
ofreció el resto, pidiéndome que las frotara entre las manos y
las dejara caer sobre el extraño paquete.
“Percibe el olor de la naturaleza”, me sugirió, al tiempo
que esparcía las hojas en el fuego y me explicaba que lo hacía
simbólicamente para que el aroma llegase allí donde residen
las personas que tuvieron el mismo poder.

25
Cumplida esa instancia, desplegó el morado envoltorio
extendiéndolo sobre la mesa a modo de mantel, lo que dejó al
descubierto una caja de madera rojiza de no más de medio
metro de largo. La abrió, introdujo ambas manos con cuidado,
como quien está por manipular algo muy valioso, y para mi
asombro sacó un cuerno.
“Es de rinoceronte”, aclaró.
Al acercármelo pude apreciar que tenía grabada la
imagen de una serpiente, que nacía en su punta y se
enroscaba abarcando toda la superficie hasta el otro extremo.
Ahí lo coronaba un capuchón de bronce que tenía tallado,
según me explicó, la palabra Dominio escrita en griego y latín.
Con delicadeza fue moviendo la corona hasta sacarla,
para extraer de su interior una piedra redonda y chata de color
blanco casi transparente, que guardó en su bolsillo. Luego,
volcando el cuerno, dejó caer en su mano dos pergaminos.
Al desenrollar el primero me lo entregó diciendo:
“Este es algo más actual que el otro. En él figura la lista
de tus antecesores, desde que decidieron dejar la constancia
de sus nombres. Ellos fueron hombres de bien, fieles a los
compromisos que asumieron. En la otra cara del pergamino
alguno de ellos escribió varios Principios, que no está de más
difundirlos en tus actos cotidianos. Como fue escrito en una
lengua que desconoces te la he traducido aparte, para que lo
recuerdes y analices. Léelo, por favor”.
Tomé el papel, que estaba escrito según la disposición
que tenía en el pergamino, y lo leí en voz alta:

26
La naturaleza es el alma del planeta, que sustenta su evolución y vida.
uso inteligente de los mismos ayuda al bienestar y al progreso.
Aire, fuego, agua y tierra son los elementos predominantes de su constitución. El

Los seres humanos deben ser usufructuantes de todo lo que se


realice en beneficio de la especie, en tanto eso no implique
daño al entorno.

dirigirá todos los actos del hombre.


El sentido común es fruto de la inteligencia, la cual primará y

Las palabras son nuestro medio más importante de comunicación.


Sólo usándolas bajo los designios de la ética se logra la paz.

27
Hizo la pausa necesaria para meditar lo escuchado.
Luego tomó el ánfora y sirvió agua en las copas, llenándolas
hasta la mitad. Me alcanzó la más cercana y él se quedó con la
otra.
“Debo ahora cumplir el juramento que le he hecho a
Mateo. Recibirás, según su deseo, una potestad cuyo texto
está en este otro pliego. No se conoce el origen de este don
pero, de manera increíble, por los siglos se ha garantizado su
continuidad… El mismo se manifiesta al pronunciar una
oración en un idioma que desconoces. Para garantizar su
resultado deberás acompañarla con un objeto cualquiera de la
naturaleza, que pondrás sobre la herida provocada. No olvides
que el poder lo perderás si se lo confías a otra persona, dado
que este hecho provocaría una nueva transmisión. Tu
compromiso será no lucrar con el mismo ni usarlo sin sentido,
ya que su efecto positivo se volvería en tu contra”.
Se sentó, y mostrándome el segundo rollo dijo:
“Aquí está escrita la oración que ha recorrido el tiempo,
encontrando siempre quien le dé sentido… Cierra los ojos e
imagina que llega a ti una nueva energía, que vibrando desde
tu corazón te colma, inundando tu cuerpo, para brotar por las
palmas de tus manos hecha luz”.
Intenté hacerlo tal cual sus palabras me lo sugerían. Mis
párpados se cerraron, pero no sentía que estaba en la
oscuridad. Al contrario, cuanto más me concentraba, mi cuerpo
trataba de expandirse queriendo liberar la perla más íntima, mi
espíritu. Cada fracción de segundo se hacía interminable, y en
ese tiempo me sentía en plenitud. Su voz me sacó del trance:
“Observa la oración que te otorgará el poder de las
palabras anhelado. Está escrita en arameo antiguo. Debes
leerla dos veces, la primera en silencio. Aunque no la
entiendas, lo harás con la intención de solicitarlo y la otra en
voz alta, para recibirlo. No te amedrentes, que te enseñaré la
fonética exacta para que la repitas y memorices”.

28
Me la entregó y pasé mi vista sobre los arduos signos
mientras él la pronunciaba lentamente varias veces. Tantas,
hasta que acabé incorporándola.
“Ahora bebe todo el líquido de mi copa, que yo tomaré de
la tuya”, me dijo.
Si bien el líquido que bebía tenía la apariencia del agua,
su cuerpo y sabor eran diferentes. Sentí una especie de
escalofrío, y al instante pensé si en verdad estaba bebiendo
alguna pócima para inmunizarme.
Absorbí hasta la última gota y coloqué la copa junto a la
del Maestro, el cual se persignó y tomándome de los hombros
prosiguió:
“El ciclo sigue su rumbo... Acabas de recibir una sabiduría
muy antigua que a través de los años podrás apreciarla en
toda su dimensión, ya que te abrirá muchas puertas en este
camino a transitar. Junto a ella encontrarás otro sentido de la
vida, y descubrirás horizontes poco conocidos por el resto de
los hombres. Pero no te apresures en querer experimentar
todo esto rápidamente. Deberás familiarizarte con el secreto
que se te ha delegado. Acéptalo como un nuevo amigo que te
acompañará hasta que tú lo dispongas. Compórtate según los
Principios y él estará a tu lado en toda su magnitud”.
Nos conmovimos, cada cual aferrado a sus propios
recuerdos. No tenía dudas de que ambos estábamos evocando
a la misma persona, que en algún lugar estaría, seguramente,
sonriendo.

Al día siguiente, encontrándome solo y con el legado en


mis manos, consideré imprescindible resguardarlo. Había
tomado conciencia de su enorme valor, y sin vacilar me dirigí al
sitio que suponía era el único lugar seguro: una cueva secreta
que había sido utilizada para refugiarse de los embates de la
historia. Oculta debajo de un peñasco, no la visitaba desde que
Mateo me había llevado a conocerla, hacía ya muchos años.
Guardé el cuerno en mi mochila y partí, tratando de
recordar algunas referencias en el camino para localizarla. La

29
primera fue la llamada Cascada de la Alianza, que me
maravilló volver a descubrir: la cinta de agua, que como una
gran lengua caía desde lo alto, formando un pequeño lago. Me
detuve a contemplar ese episodio de la naturaleza
singularmente bello. No tardé en relacionar que, al igual que
esa cascada, la oración que me había sido delegada había
abierto un agujero en mi ser por el que fluía mi pensamiento.
Desde allí continué la marcha por otro sendero muy difícil
de transitar, ya que en esa zona son frecuentes los derrumbes.
Después de varias horas de andar trastabillando, me topé al fin
con el árbol añoso que señalaba la entrada de la cueva. Allí
estaba, tímidamente camuflada tras una maraña de ramas
secas y dos rocas que la obturaban por completo. Con
esfuerzo apenas las moví y por una grieta me deslicé hacia el
interior.
Casi en total oscuridad tanteé las paredes, hasta
encontrar una antorcha que iluminase el recinto. Bastaron un
par de fósforos para encenderla y reflejar mis recuerdos. El
lugar, que estaba vacío, era un espacio en forma de bóveda,
de aproximadamente tres metros de largo. Rozaba mi cabeza
en su punto más alto, por lo que tenía que permanecer
sugestivamente encorvado, como un ser primitivo. Al costado
se abría un estrecho pasadizo que desembocaba en otro
compartimiento similar, donde se hallaban diseminados varios
objetos olvidados por sus antiguos poseedores. El más
importante era un viejo arcón, que abrí sabiendo que
preservaba pequeños valores: cálices de oro junto con finas
copas de cristal; cubiertos de plata con las iniciales de sus
dueños; cajas de madera con monedas antiguas; varios libros
y, debajo de tres o cuatro retratos, algunas viejas armas
oxidadas. Había también cuadernos, diarios y una cajita de
nogal con incrustaciones de marfil que contenía, entre otras
cosas, plumas de acero y un frasquito con tinta china.
Clavé la antorcha en el piso y saqué de mi mochila el
cuerno sagrado. Lo noté más pesado que antes, como si
estuviese sosteniendo la totalidad de la cabeza del rinoceronte.

30
Me pregunté si el lejano animal que lo ostentó habría sido
asiático o africano, si había sido cazado en un ritual sangriento
o si su longevidad lo había desplomado solitario en alguna
estepa. Era conmovedor imaginar a todos los que lo habían
tenido también entre sus manos mirando, al igual que yo lo
estaba haciendo, a la serpiente tallada en su contorno.
Extraje los pergaminos y los desplegué para examinarlos
en detalle. Aquel que contenía la oración en arameo antiguo,
era una hoja amarillenta que parecía quemada en su contorno.
El otro, que tenía escritos los nombres de mis predecesores,
seguía un orden que dejaba en claro la sucesión de lo
heredado. El último de ellos, por supuesto, era el del monje,
quien me cedía el don.
Me llamó la atención que, junto a sus nombres, los
firmantes habían agregado algún dibujo. Viendo que mi
Maestro había dibujado un libro, reparé en que eran símbolos
que de cierta manera los representaba. Mateo, por ejemplo,
había elegido un instrumento musical parecido a una flauta.
Luego firmaba un tal conde Slanc, junto al dibujo de una
capilla.
A modo de homenaje continué leyendo los nombres de
los escribientes. Me cautivó la diversidad que había, denotando
sus distintos orígenes y sexos. Por ejemplo…. Andrei
Kavorstki… Don Álvaro Bartolomé Hidalgo… Cuerco Pindoví…
Lin Tsao… Fátima Fras, entre otros.
Saber que la oración había circulado a través de varias
generaciones, entre diferentes culturas y credos, era una
responsabilidad intimidante. No quise dilatar más el momento:
busqué la mejor pluma, la mojé en tinta y, en el silencio de la
caverna y bajo la luz de la antorcha, escribí mi nombre al final
de la lista. No sé si fue un truco de mi imaginación, pero la luz
que me iluminaba aumentó su intensidad.
Vacilé en dibujar algo que me representara; en verdad, no
sabía qué. Si se cumplía lo que me había dicho el monje,
encontraría más adelante ese símbolo propio.

31
Enrollé los pergaminos para retornarlos al cuerno y
guardarlo en el arcón, hasta ese día en que volvería a buscarlo
para entregárselo a mi sucesor. Cuando lo estaba
acomodando, no tuve dudas: todos los demás objetos
empalidecían ante su presencia.
Como el aire ya estaba enrarecido apresuré la salida.
Sabiendo lo íntimo y valioso que dejaba a resguardo en esa
cueva, me esmeré en ocultar la entrada, aunque en verdad no
tenía por qué preocuparme… un rinoceronte, pensé, sabe
protegerse solo.
En los bordes de la nostalgia, calculando que pasarían
años hasta mi retorno, retrasé la partida sentándome bajo el
viejo árbol guía, que aun secándose servía para que anidasen
las aves. (Siempre me sedujo ese proceso de cambios en la
naturaleza: todo cumple su ciclo exacto hasta el último de sus
días, antes de transformarse).
La oración del conjuro irrumpió en mi mente, y la repetí
innumerables veces para grabarla a fuego en mi memoria. A
medida que lo hacía, las palabras, como un baño de lenguaje,
regaban mi cuerpo. Sentía un estado placentero, pero en un
rapto de humana necedad me creí omnipotente y comencé a
exclamarla sin sentido. No podría explicar el intenso dolor de
cabeza que me sobrevino. Tanto, que me llevó a entender el
primer mensaje que me entregaba la oración: creer que ese
don adquirido me pertenecía no haría más que retraerlo, y aún
peor, tal como me había advertido el Maestro, invocarlo sin
sentido me dañaría. Lo que me había sido concedido no me
ubicaba más que entre medio de lo espiritual y lo natural. Yo
era solamente el vehículo en su viaje por el tiempo.
Al fin, estimé oportuno emprender el regreso. Dejaba
atrás la cueva del rinoceronte, pero antes de retornar a la
ciudad pasaría por la cabaña para despedirme. Se habían
abierto nuevas incógnitas y deseaba al menos algún consejo
de su parte.
No me hizo falta transitar todo el camino de vuelta. Lo
encontré al Maestro recostado en la tierra, con su cabeza

32
apoyada sobre una piedra, observando el charco que ahora
tenía bajo mis pies.
“No agites su quietud. Mira cómo el espejo que pisas está
inundado de cielo”, me dijo.
Permanecí inmóvil hasta que las nubes se reflejaran
nítidamente en el agua.
—Ahora imagina que estás parado sobre el universo.
—A lo mejor lo estamos, pero nuestra conciencia no lo
acepta –atiné a decir.
—Tus reflexiones van de prisa. Tienes que alcanzarlas.
Se incorporó, solicitándome que lo acompañase. Apenas
podía seguirlo: delante de mí se abría paso decidido, con su
típico sombrero rozando las ramas de los árboles. Me apresuré
en el último tramo para no perderlo de vista, hasta que
llegamos a una de las tantas capillas diseminadas en las
montañas.
Abrimos no sin dificultad la vetusta puerta, y al hacerlo les
dimos luz a los íconos pintados sobre las paredes y el techo.
Realizó una respetuosa reverencia, y tomando la silla más
cercana la puso a mi lado.
“Siéntate en silencio y espera”, dijo, musitándome al oído
con la delicadeza de quien teme que lo estuviesen
escuchando.
Aunque salió de la capilla quedé con la extraña convicción
de no estar solo, como si alguna presencia superior y apacible
estuviese implícitamente en el lugar. Apoyé la cara sobre mis
palmas para sentir esa tranquilidad en mi cuerpo, cuando
escuché los pasos de alguien que se aproximaba desde el
altar.
Puso su mano sobre mi cabeza y recitó una oración que
me colmó de paz. Trataba de quitarme las manos del rostro,
pero me era imposible. Quien fuese me tocó con un objeto
metálico en la frente y enseguida lo escuché alejarse.
Lo que me sucedió a continuación fue algo inexplicable.
Solo puedo narrar que mi cuerpo estaba en el epicentro de un
torbellino. Todo giraba a mi alrededor, en un silencio que no

33
correspondía al vértigo que me provocaba. Duró lo suficiente
para dejarme absorto.
Cuando al rato volvió el Maestro, seguía conmovido.
“Sentí la presencia de alguien conocido, me hubiese
gustado que fuese cierto”, le confesé.
Se quedó esperando que le dijera algo más. Traté de
completar la idea.
—Quizás es mi recuerdo que lo mantiene vivo. Pero si en
verdad sucedió… ¿cuál es el límite para no perder la razón?
—Tú mismo intentas responderte y no estás lejano a la
verdad. Acostúmbrate a mirar lo que tus ojos no ven. Lo que te
sucedió será habitual en tu nueva condición.
Mientras cerraba la puerta de la capilla prosiguió:
“No temas. El recuerdo vivo de Mateo es la señal de que
el conjuro te acepta”.

Volvimos a la cabaña y nos sentamos alrededor de la


piedra donde habíamos realizado el rito. Las cenizas todavía
humeantes recordaban la fogata de la noche. Sirvió vino tinto,
invitándome a brindar.
—Maestro –le dije – sé que quizá me traicione la prisa,
pero tengo aún más vacilaciones que certezas.
–No me preguntes nada ahora, vete con lo puesto y
acepta que se vaya acomodando a tu ser. Deja que tus
preguntas maduren y nunca rechaces las enseñanzas que te
ofrezcan, aunque en principio no las entiendas. Tu espíritu es
como un arcón donde se acumulan muchos conocimientos, y
cuando se abra, estos fluirán en la medida en que te dispongas
a descubrirlos.
No era lo que hubiese querido escuchar. Sin darme más
indicios, me dejaba clavada la espina de la inquietud. Yo
estaba acostumbrado a tapar mis faltas casi de inmediato, pero
él me estaba enseñando a respetar otro tiempo. El tiempo de
mi espíritu.
“He cumplido con lo que le había prometido a Mateo. Esa
misión ha concluido, no así la de seguir orientándote cada vez

34
que lo necesites. Pronto volveremos a encontrarnos para
conversar de algo en extremo trascendental. Ni te imaginas
dónde te conducirá este camino que has comenzado a
transitar. Lo secreto, lo desconocido, serán a partir de ahora
tus compañeros de ruta… Pero espera. Quiero entregarte algo
especial”, concluyó, tal vez viendo en mí cierta resignación:
“Deseo regalarte el libro al que te llevó tu curiosidad. Aunque, a
decir verdad, él te eligió a ti”.
No podía creer que me concedía otro objeto de tanto valor
como el cuerno.
“Te afirmo que es el libro menos recomendable para
impacientes”, continuó. “Rodéalo, encuéntrale la lógica a esta
batahola de palabras, que cuando estés en concordancia con
su código podrás acceder al mensaje… Y estoy convencido,
además, de que alguna vez lograrás descifrarle el título”.

Emprendí el regreso a la ciudad con una mezcla de


confianza y plenitud. Algo, gratamente, ya no era como antes.
Había regresado al camino principal de mi vida, después de
perderme en los márgenes; al menos mis sentidos me estaban
respondiendo con una intensidad a la que todavía no estaba
habituado.
El bosque me envolvía con su intenso aroma; escuchaba
las hojas crujir bajo mis pies y la rugosidad de los árboles se
hacía más manifiesta que nunca en mis manos. Alcé la vista y
vi planear un águila en las alturas. Giró sobre sí y empezó a
volar en círculo. De repente se lanzó en picada hacia mi
posición y aterrizó algunos metros adelante, tras una loma.
Quedé perplejo al verla remontar vuelo con una serpiente en
sus garras. Ganó altura hasta perderse en la inmensidad,
como absorbida por el cielo azul.

No fue más que al descender de la montaña, cuando el


ruido de los automóviles me acercó de repente a nuestra
realidad cotidiana. Es tan brusca la brecha entre lo espiritual y
lo material que parecen dos estados incompatibles. Mientras

35
me dirigía a la ciudad pensaba en las prótesis mecánicas que
usamos a diario para hacer más confortable nuestra existencia.
Nos atraen como el canto de las sirenas en medio de la
tormenta, y terminamos convertidos en náufragos
desesperados tratando de aferrarnos a ellas. Pero es suficiente
que nos despertemos de la ilusión, para ubicar los actos en su
justo lugar.

Fui directo hacia la casa de Iris, ya que tenía mucho que


aclarar. Presumía que nadie como ella podría darme las
primeras pistas.
Salió a recibirme, alegre por el reencuentro.
—Te llamé para tu cumpleaños. ¿Dónde estuviste?
—En la montaña, con el monje –respondí.
—¿Qué monje? –preguntó, creyendo que estaba
bromeando.
—Aquel a quien Mateo le delegó el poder para conjurar
los venenos.
Me miró a su manera, con esa mirada tan fugaz y
contundente de quien roza la sorpresa. Nerviosa, se acercó al
equipo de música con intención de apagar el sonido que
envolvía el ambiente.
—No te atrevas a silenciar a Pink Floyd —le dije
risueñamente, mientras sacaba el libro de la mochila para
mostrárselo.
—¡Ese fue el libro preferido de Mateo! –exclamó.
—¿Cómo lo reconociste? –le pregunté.
—Lo he visto en su biblioteca desde que tuve uso de
razón. Siempre me llamaba la atención la constancia que tenía
en consultarlo, y el esmero con que lo cuidaba. Lo recuerdo
leyéndolo con fascinación. A veces me comentaba historias al
respecto de ritos de iniciación y misterios todavía no revelados,
que recogía de esas páginas. Precisamente, ahora que insistes
en escuchar esta música, recuerdo que un día me dijo que
alguien conocido revelaría el lado oscuro de la luna. Pero,
¿dónde lo obtuviste?

36
Le relaté con precisión cada detalle de mi experiencia en
la montaña, en especial la ceremonia ritual en que el monje me
transmitió esa extraña facultad. Noté que cambió su expresión.
“Iris, no me quedan dudas de que sabes muchas cosas al
respecto, necesito tu ayuda. Dime, ¿cuáles son los límites de
la efectividad del poder de la oración que recibí? Intuyo que
hay algo más allá de todo esto…”
Sonó el timbre. Fue a atender y volvió de prisa.
“Lamento no continuar ahora nuestra conversación,
porque me solicitan con urgencia en el hospital. Si lo deseas
me acompañas o vienes dentro de una hora. Búscame en el
laboratorio. Recuerda traerme este misterioso libro, que quiero
enseñarte algo”, agregó mientras salíamos.
Era evidente que, caminando por la ciudad, mi aspecto de
montañés llamaba la atención. La vida en sociedad orienta los
sentidos a lo inmediato, quizás hasta tal punto de confundir a
un monje con un mendigo. Me regocijó evocar ese momento
en que fui llamado a la acción.
Entré en mi casa con la extraña sensación de haber
vuelto de unas prolongadas vacaciones. Miraba alrededor para
reencontrarme con mis cosas. Estaban lógicamente según la
disposición que siempre les había dado, pero ahora me
resultaban ajenas, hasta diría irreconocibles. Todo en orden y
nada en su sitio.
No demoré en bañarme, pero cuando miré el reloj la hora
ya había pasado. Apurado por la curiosidad, y con el libro bajo
el brazo me encaminé hacia el hospital, convencido de que Iris
iba a informarme algo importante.
El viejo hospital es una construcción imponente que
sorprende a los visitantes. Está situado en el radio de la plaza
principal, frente a la Catedral. Seguramente esa ubicación le ha
dado una atracción especial, y es posible que haya
determinado el temperamento arriesgado por el que somos
conocidos los habitantes de la ciudad. No es para menos; si el
circo de la vida acampara en esa plaza el equilibrista

37
difícilmente se caería ante tanto resguardo: de un costado la
salvación de su alma, y del otro la de su cuerpo.
Atravesé sus grandes puertas de roble y, esquivando
guardapolvos blancos, me dirigí al laboratorio. La puerta
estaba abierta. Al asomarme vi a Iris apoyada con los codos
sobre la mesa, mirando a trasluz tubos de ensayo.
—¿Qué miras tan concentrada? –le pregunté.
—Estaba recordando… ¿Te imaginas lo que puede haber
dentro de ellos? –me respondió con serenidad.
—No podría adivinarlo.
—Venenos de serpientes de distintas especies –dijo,
sabiendo que me interesaba.
—¿Podrías explicarme que uso le dan? –pregunté.
—Con ellos preparamos antídotos contra ellos mismos.
Curiosa la ciencia, ¿no te parece?
—Curiosa la naturaleza –le respondí.
—Hablas como Mateo… Casualmente él estuvo parado
en este mismo lugar en el que estás ahora.
—¿Cuándo fue eso?
—Ya hace varios años vino a conocer al más reconocido
y prestigioso investigador del hospital, el doctor Keving. Un
médico como pocos, que siempre nos alentaba a perfeccionar
nuestra profesión.
Esa tarde los presenté y conversaron muy entusiasmados
largo rato. Tan impactado quedó el doctor con los
conocimientos que Mateo desplegaba, que decidió organizar
una segunda reunión a los pocos días con otros colegas. Yo
tuve la oportunidad de estar presente en esa jornada, que fue
inolvidable. El les contó que era portador de un poder, de una
sabiduría única y milenaria, que demostró su efectividad aun
antes de la aparición de la ciencia médica. Lo escuchaban con
suspicacia, ya que nunca habían oído algo semejante. Las
preguntas y respuestas se sucedían sin interrupción, hasta que
le solicitaron que hiciera alguna demostración práctica.
Entonces Mateo pidió que llevaran dos cobayos, a los que les
inyectaron veneno mortal de serpiente. De inmediato quedaron

38
muy afectados, casi paralizados, y en aquel momento hizo algo
que nunca antes le había visto hacer: sacó de su bolsillo una
piedra transparente, la frotó sobre la piel de los animales y la
volvió a guardar. Pronunció en voz baja palabras
incomprensibles, y todos enmudecieron cuando los animales
comenzaron a reaccionar, sin ningún síntoma. La incredulidad
científica es tal ante estos fenómenos que le pidieron repetir la
prueba. A otros dos cobayos les inyectaron veneno de
escorpión, en dosis más potentes. Mateo repitió la fórmula con
el mismo resultado.
—¿Y cuál fue la reacción de los presentes? –pregunté.
—Estaban atónitos y trataban de encontrar explicaciones
a ese hecho que jamás habían presenciado. Yo, que también
desconocía esa cualidad suya, le pregunté si esto podía
aplicarse a los seres humanos. “Por supuesto”, respondió.
Tardamos en reaccionar antes de proseguir el debate.
Entusiasmada con el recuerdo siguió relatando.
“Cuando Mateo intentaba explicarnos que lo importante,
en definitiva, era la cura del paciente, más allá de su validez
científica, entró al laboratorio el director del hospital. El doctor
Keving, intuyendo el propósito de su visita, lo saludó
cortésmente y le aclaró el motivo de la reunión. Pero no lo
pudo contener; recuerdo la ira del director: ‘¡Es incomprensible
como ustedes pueden admitir que alguien les hable de sanar
con palabras!’ –dijo imitando una voz ronca –. Todos
quedamos perplejos y no atinamos a contestarle. Cuando se
fue, molesto, Mateo, con su habitual optimismo dijo: ‘La
comprobación fue exitosa y ustedes fueron testigos’. Ofreció
entonces, a los que pudieran estar interesados, continuar con
las experiencias en su casa al día siguiente.
Así nació entre ellos el hábito de reunirse con frecuencia, para
enriquecerse mutuamente. Mis colegas le exponían cómo
trataban algunas enfermedades específicas y él les mostraba
sus conocimientos respecto a tratamientos alternativos. El más
entusiasmado de todos en esas reuniones era Keving… Meses
después nos tomó por sorpresa cuando renunció a su cargo en

39
el hospital. Nos explicó que tenía planeado conocer aquella
cultura de la que hablaba con frecuencia”.
Se detuvo para acomodar los tubos de ensayo y comentó:
“Me agrada que tengas en tus manos este libro. Keving,
antes de despedirse, dejó impreso su agradecimiento por lo
que le había transmitido Mateo durante los frecuentes
encuentros. Oculta en la contratapa hay una pequeña abertura.
Retira con cuidado el papel que contiene”, me indicó.
En principio incrédulo, miré sin éxito.
“Vuelve a mirar”, me afirmó, convencida de que allí
estaba.
Esta vez vi que un tajo bien disimulado en el cuero
resguardaba algo.
Saqué un pequeño papel plegado y lo leí. Era,
efectivamente, su despedida.

“Mateo, desde que nos conocimos, me has maravillado


por la sencillez de tu personalidad y sobre todo por los valiosos
conocimientos y prácticas para contrarrestar los efectos
venenosos. Ojalá alguna vez la medicina encuentre una
explicación científica y avale estas experiencias. Gracias por
todo.
Keving”

—¿Qué sabes hoy de ese médico? –pregunté.


—Al poco tiempo que partió comenzamos a recibir sus
cartas desde la India. Mateo las contestaba de inmediato y
quedaba muy pendiente de sus respuestas.
—¿Y qué comentaba?
—No sé, nunca las he leído. Si te interesa podrías
revisarlas.
—¿Todavía existen? –exclamé asombrado.
—Supongo que sí, aún deben estar guardadas entre sus
pertenencias.

40
Ella notaba que mi pensamiento estaba muy inquieto, por
eso trataba de darme más referencias para facilitar mi
búsqueda.
—Keving disfrutaba tanto de ese país oriental que lo
consideraba su hogar adoptivo. Tengo entendido que llegó a
colaborar con los misioneros. Atendía gente con necesidades
extremas, y ante la falta de medicamentos aplicaba técnicas
con tratamientos naturales. Lamentablemente, cuando le
comuniqué la insólita desaparición de mi padre nunca más
recibí noticias suyas, aunque presumo que sigue radicado
allí… Si pudieras conectarte con él te aclararía muchas más
cosas.
—¿Y a qué otras personas conoces que hayan hablado
con Mateo de este tema?
Quedó pensando hasta que halló algo en sus recuerdos.
—Hay otras. Creo recordar que mencionaba también a
una mujer que vivía en un pueblo de frontera, pero desconozco
más detalles.
Sin demasiadas palabras me despedí. Al salir del
laboratorio insistió en reafirmar el dato, que creo que ella
también estaba interesada en desentrañar:
“Sería bueno que personalmente revisaras las cartas.
Búscalas en la que fue su casa. Aquí tienes las llaves”, me
indicó.
Poco a poco se estaba armando el rompecabezas, que le
estaba dando sentido a ese conocimiento silencioso que nos
acompaña desde la niñez.
Mi anhelo me guiaba como una brújula. No tenía más
opciones que dejarlo fluir.

41
M(ANA)BELA

“El secreto radica en mantener lúcidamente el timón,


navegando entre las olas de la locura
y la línea recta de la lógica.”

SALVADOR DALI

La pasión por el conocimiento, como por el amor, tiene


algo de hipnosis. Tal vez por eso fue que bien temprano me
encontré parado frente a la casa de Mateo.
Antes de entrar recordé fugazmente que sobre la puerta
de calle colgaba un pequeño trozo de madera. Nunca le había
dado demasiada importancia por asemejarse a un simple

42
adorno de casa alpina; sin embargo, la sombra de su contorno
manchada en la pared hacía notoria su ausencia. Por ende,
cumplía la ley de las cosas que toman relevancia cuando ya no
están.
El crujido de la puerta era el de siempre: oficiaba de
llamador avisando que alguien ingresaba pero, esta vez, nadie
salió a mi encuentro. Solamente delante de mí la tristeza de los
objetos inmóviles, comunes a toda casa deshabitada. Aunque
confieso que en ese paisaje hogareño los muebles, cubiertos
por sábanas blancas, le daban al ambiente cierto aire de
sosegada belleza.
Era evidente que Iris se había encargado de preservar las
cosas tal cual Mateo las había abandonado, aunque con
certeza faltaba el papel que había dejado sobre la mesa al
partir, aquel donde anotó aquella frase que Iris atesoraba y
nunca reveló, como comprensible manera de mantener la
esperanza del regreso de su padre adoptivo.
Intuía dónde podrían estar las cartas, por eso me dirigí sin
vueltas al escritorio. Casi pidiendo permiso comencé a revisar
los numerosos papeles que abarrotaban los cajones. Puesto a
la tarea de deshojar esos fragmentos de sabiduría, me
encontraba nada más que con recortes y anotaciones. Hasta
que en un armario, detrás de varias pilas de cuadernos,
llamaron mi atención dos cajas de cartón. Mientras las
desataba tenía la plena convicción de que allí estaba lo que
buscaba. No me equivoqué; en la primera había diversas
cartas con estampillas y sellos provenientes de la India.
Cuando descubrí que en el remitente de todas figuraba el
nombre de Keving, ya las estaba abriendo para leerlas.
Por la forma en que estaban escritas advertí que era la
trascripción de un diálogo a distancia. En general, el médico
comenzaba sus relatos respondiendo a lo que deduje era el
comentario de la carta precedente, y al finalizar, antes de firmar
en el margen derecho, terminaba siempre con una pregunta.
Era innegable que se trataba de un hombre de vasta cultura,
comprometido con el prójimo. Entre otros comentarios contaba

43
sus experiencias en la incorporación de métodos alternativos
de cura, muchas veces, decía, obligado por la falta de
elementos sanitarios adecuados. Por sus referencias creí
comprender que trabajaba en un centro de investigaciones
médicas, y que periódicamente salía en comisión para atender
poblaciones marginadas. Fue emocionante hallar los párrafos
que presumía Iris, en los cuales se refería al encuentro con los
misioneros, dejando testimonio de la estima que se tenían
mutuamente.
Me pareció llamativo que junto a la fecha de cada escrito
consignaba también la hora, aunque no comprendía el sentido
de tanta precisión.
En una de las cartas adjuntaba un recorte de diario.
Explicaba que esa noticia, que había salido en el periódico más
importante de la ciudad, valoraba los estudios sobre nuevas
vacunas que llevaba a cabo la Fundación de Investigación
Científica Vittal Mallya en Bangalore, donde él colaboraba. De
inmediato tomé nota del nombre de ese instituto, que podría
serme útil.
La curiosidad me llevó a leer toda la correspondencia. Era
algo así como un tratado de interacción entre dos vocaciones,
donde cada parte aportaba un brazo de la pinza, y estaban
buscando el punto que los articulara.
Me detuve un instante antes de abrir la última carta. La leí
pensando que había sido quizá la postrera comunicación entre
ellos. Fechada dos meses antes de la desaparición de Mateo,
finalizaba con estas palabras:

“Quizá, Maestro, algún día descubramos que Dios es un


Hombre de ciencias. Pero creo que no lo encontraremos en la
profundidad de nuestros cálculos. Tal vez la aventura humana
no sea sino el pasaje para descubrir nuevos códigos de
entendimiento del universo y, a partir de allí, revelar que todo
es tan simple. ¿No le parece?”

44
La otra caja, más grande, también contenía cartas. Si bien
eran de distintos tamaños y colores, todas tenían en común un
dibujo en el ángulo inferior derecho del sobre. Parecía un
símbolo: dentro de un par de círculos, dos triángulos iguales
superpuestos de tal manera, que de la conjunción del lado de
uno con el vértice del otro formaban un nuevo triángulo más
pequeño. De inmediato los relacioné con pirámides de alguna
antigua civilización.
Dispuse las cartas en el piso, donde formé un abanico de
docenas de sobres. La mayoría no poseían dirección en el
remitente, pero por los sellos distinguía que provenían de
países distantes.
Fui abriéndolas al azar, sin considerar importante la fecha
de sus emisiones. Después de leer varias de esas extrañas
cartas, entré en un ritmo en el que creía estar leyendo insólitos
poemas, hasta que les descifré un patrón en común: carecían
de sentido. Frases incoherentes, absurdas comparaciones,
juegos de palabras.
Pero no fue en esas letras donde hallé un indicio, sino en
un remitente. El dorso de aquel sobre contenía dos palabras:
Ana y Comarca. No vacilé un instante. Acomodé los papeles
como los había encontrado y salí de prisa de la casa. Subí al
jeep y partí en su búsqueda.

Comarca era un pequeño pueblo apacible, que no


quedaba muy distante. Para llegar allí había que transitar un
camino ripioso y zigzagueante, serpenteando las montañas. Al
borde del precipicio era imprescindible manejar con
precaución, ya que a veces la belleza del paisaje había
hipnotizado a más de uno, con fatales consecuencias.
Esta dificultad natural atraía a pocos visitantes, lo que en
cierta forma jugaba a su favor, porque al mantenerse aislado
no había perdido sus hábitos característicos. Su población
original se había incrementado gracias a la bohemia de los
años ‘60. Muchos habían llegado como hippies buscando el
paraíso, y allí encontraron su lugar. La mayoría eran artistas, y

45
eso se percibía tan sólo transitando por sus calles, que
estaban salpicadas de esculturas.
Conocía el pueblo ya que frecuentaba a mi amigo Efegé
(atento a sus iniciales, así firmaba sus obras pictóricas), quien
habitualmente me ofrecía su casa frente al lago para
descansar del ruido urbano. Era común escucharlo decir que
en esa zona las musas suspiraban brisas inefables, propicias
para la creación artística. Nada más cierto, en la atmósfera de
Comarca se respiraba plenitud.
Por supuesto que, apenas ingresé en el pueblo, fui en
busca de Efegé. Nadie mejor que él para orientarme acerca de
la dama en cuestión.
Estacioné el jeep a orillas del lago, y al descender tropecé
y caí en el barro, presagio tal vez de que no sería tan fácil la
búsqueda. Así fue: un papel pegado en la ventana, típico de su
humor, me puso en aviso antes de tocar el timbre: “Vuelvo
algún día a las 20:12”. Por conocerlo bien sabía que esa nota
informaba a los amigos que no estaba cerca. Por lo tanto, opté
por empezar a indagar en los comercios de la avenida
principal.
Fue inútil: no conocían a nadie con el nombre de Ana.
Lejos de intimidarme me dispuse a caminar por sus calles,
pero horas después de golpear puerta tras puerta y detener a
transeúntes, seguía sin tener algún indicio. Un joven, que
llevaba su preciada guitarra colgando de la espalda, terminó de
frustrarme.
“Te confirmo que en todo el pueblo ninguna mujer tiene
ese nombre”, afirmó convencido.
Abatido, me senté en la vereda junto a una escultura
moderna. Cautivado por su forma abstracta (numerosos hierros
pintados con colores vivos, entrelazados sin armonía), me
agaché para leer, en una placa de bronce, el título: “Pájaro
rebelde”. Cuando volví la vista a la obra para entender el
sentido desvié la mirada, extrañado al ver, en ese lugar tan
pacífico, a un hombre uniformado. Al cruzar la calle tropezó,
desparramando en el piso lo que llevaba. Corrí a socorrerlo y,

46
mientras lo ayudaba a incorporarse, comprobé que era el
cartero. Como cojeaba, lo apoyé en mi hombro para sentarlo
en el cordón de la vereda.
—Me torcí el pie. No creo que pueda completar el
recorrido de entrega –dijo lamentándose.
Le ofrecí trasladarlo al hospital.
—No te alarmes. Por favor, pásame la saca que llamaré
por teléfono al correo para que vengan a buscarme –agregó
resignado.
La dio vuelta, y junto a su teléfono cayeron algunas
cartas. Mientras se comunicaba, una resaltó a mi vista. No lo
podía creer. Tenía dibujado el mismo símbolo de los triángulos
que encabezaban aquellos misteriosos sobres que atesoraba
Mateo. La levanté para verla de cerca. La carta provenía de
África y estaba destinada a Manabela Berdaus.
“¿Conoces a la señora?”, inquirió, esperando una
aclaración ante mi impertinencia de ponerme a leer el sobre.
Le expliqué de dónde venía, que en verdad estaba
buscando a una mujer llamada Ana, pero intuía que podía ser
ella.
“Creo que es la persona que he venido a buscar”, traté de
disculparme “¿Me puede describir cómo es ella?”.
Dudó un instante de los datos que le estaba por confiar a
un desconocido, pero me dijo:
—Te advierto que no es ese su nombre, pero nunca se
sabe con ella. Doña Manabela es una mujer tan extraña como
lúcida. Hace mucho tiempo que está radicada aquí, pero son
pocas las veces que se la ha visto fuera de su casa. En
general, tiene contacto con los demás vecinos cuando hay que
resolver cuestiones comunitarias. No sé de qué manera se
pone al corriente, pero siempre está presente en el momento
justo. Por otra parte, desde que estoy empleado en el Correo
no ha pasado semana sin que le entregue correspondencia de
todo el mundo. ¿Será ella a quien buscas?
—No tengo más referencias que su nombre.
Quedó pensativo un momento, hasta que dijo:

47
“Debo recompensarte de alguna manera por tu auxilio. Si
lo deseas, puedes terminar de entregar la correspondencia que
resta. En la próxima calle tienes que despachar una, y
trescientos metros más adelante podrás comprobar lo que te
trajo hasta aquí, si Manabela en verdad es Ana.”
Me pareció beneficiosa su propuesta. Tomé los envíos y
me encaminé erguido en el efímero ejercicio de mi nueva
profesión. Atrás quedaba el cartero sentado en la vereda
repitiendo con ironía “Manabela, Ana, Manabela, Ana.”
Después de depositar el primer sobre en el buzón de una
casa, me apresuré para develar a la misteriosa señora.

Atravesé el portón, que estaba abierto. Varios gatos que


descansaban sobre el pasto, se levantaron instintivamente y se
ocultaron en el jardín. Cuando fui a verificar la chapa donde
estaba el número de la casa me sorprendí. Junto a esta
colgaba una tablilla de madera, similar a la que había dejado el
Maestro en mi restaurante. No sólo eso, como un fulgor
recordé también algo que había estado negando. Era igual a la
que ya no estaba, pero alguna vez pendió solitaria sobre la
puerta de la casa de Mateo. No tenía dudas, allí era.
Golpeé la puerta, pero al ver que no había respuesta me
acerqué a la ventana para echar un vistazo adentro.
“¡Doña Ana!”, exclamé involuntariamente.
Desde el fondo escuché una voz tenue, pero firme.
“Adelante...”
Apenas entré tuve la impresión de que ese lugar ya lo
había visitado. Las paredes estaban colmadas de pinturas.
Colgaban tan juntas que parecían ser la misma obra. Era
imposible no detenerse a contemplarlas; grandes manchas de
vivos colores eran el telón de fondo del encuentro de objetos
que sólo podían convivir en el arte, o en los sueños: aquí una
niña que, protegiéndose de la lluvia, utilizaba a una medusa
como paraguas; junto a ella un tranvía descansaba al lado de
un oasis. Más allá, cerca de un rincón, apoyado en una mesita
de luz, me fascinó ver un reloj encerrado en una jaula. Sobre él

48
colgaba la pintura de una mujer embarazada, caminando sobre
un mar donde flotaban maniquíes.
“Pasa muchacho, estoy en la última habitación”, dijo,
sacándome del embrujo.
Caminé por un estrecho pasillo hasta asomarme a una
especie de laboratorio. Sentada a la mesa y rodeada de
pequeñas herramientas, una elegante mujer, de indefinida
edad, estaba manipulando piedras brillantes. Junto a ella, un
mechero calentaba un líquido color ámbar que reposaba en un
recipiente de vidrio. Se cambió los lentes para observarme y
me acerqué a entregarle las cartas. Las recibió sin mirarlas.
—¿Puedes decirme quién eres y por qué me llamas por
ese nombre? –me dijo en agradable tono.
—Soy conocido de Mateo.
No terminaba de decirlo cuando ya se estaba acercando.
—Sí… –expresó mientras pasaba su mano por mi rostro –
, conservas los mismos rasgos. Recuerdo cuando te trajo aquí,
para confiarme que tú serías el elegido.
—¿Elegido? El vago recuerdo que tengo de este lugar no
está ligado a esa presentación. En aquella ocasión no me
había enterado de mi destino –le dije irónicamente.
Asintió apenas con la cabeza e invitó a sentarme.
—Sin duda, eras muy pequeño y no tenía sentido que a
esa edad lo supieras, porque debías crecer sin prejuicios y
demostrar que esa decisión fue la correcta. Y bien, aquí estás.
—Créame que estoy desconcertado. Desde que vivencié
una experiencia extraordinaria en la montaña estoy en la
búsqueda de algunas aclaraciones...
Me interrumpió de inmediato.
—¿Acaso ya estuviste con el monje? –preguntó
descontando la respuesta.
—Efectivamente. A partir de ese encuentro siento que ha
cambiado el rumbo de mi vida –afirmé.
—Entonces ya posees la secreta oración del conjuro –dijo
convencida.
—Sí –respondí.

49
—Si supieras cómo agradezco a Dios por enterarme de
que esto se haya cumplido –dijo.
—De a poco estoy tomando conciencia de esto como una
responsabilidad, y me está produciendo algo de temor.
—No te detengas ante el miedo. Es bueno que lo sientas,
pero no debes dejarte vencer por él, porque el miedo paraliza.
Lo que has recibido es el resultado de una práctica milenaria.
Gracias a esta te pasarán otras cosas, pero ya estarás más
fuerte y capacitado para poder enfrentarlas.
—No me asuste, Ana –le dije en tono risueño.
Se rió con ganas. Me maravillaba su personalidad, como
si ese cuerpo frágil y añoso estuviese guiado por alguna mente
joven.
—Es saludable que tengas buen humor –me dijo –. Hay
tiempo para todos los estados de ánimo, pero sin alegría la
vida es tristemente dificultosa.
Se acomodó los lentes, poniendo énfasis en lo que me
decía.
—Durante años esperé que atravesaras esa puerta,
requiriendo de mí palabras que te orientasen. Dime qué
necesitas para proseguir.
—Estoy recopilando la historia que me condujo a este
presente. Usted seguramente conoció una faz de Mateo de la
que yo no tengo suficientes datos. Necesito que me hable de
él, para desenrollar una pregunta que me viene
incomodando… ¿para qué fui elegido?
Su mirada se perdió ordenando recuerdos, pero no
pareció sorprenderse.
—La biografía de cada uno es tan vasta que ni el propio
autor podría contarla. Quizá te sea útil saber que, junto a
Mateo, integramos un círculo hermanado por la reflexión en
común. Nos reuníamos con frecuencia para comentar y debatir
nuestras lecturas. Cada uno de los siete que allí concurríamos,
nos especializábamos en una materia en particular. Por
ejemplo, Mateo se distinguía en filosofía, el monje en biología,

50
otros dominaban las ciencias humanas, las exactas, la
astrología, y el estudio de las lenguas.
—¿Y usted en qué se lucía?
—En Arte, por supuesto –me respondió con una sonrisa.
—Conocía el hábito de Mateo de reunirse con sus amigos
médicos, pero no sabía que también apreciaba debatir con
otros. Nunca tuve oportunidad de preguntarle por qué caminos
llegó a tener esa pasión por el conocimiento.
—El entendía que la filosofía y el trabajo eran los medios
necesarios para resolver la angustia de la existencia. En las
horas de descanso concurría a bibliotecas, donde se las
ingeniaba para obtener aquellas obras que le interesaban. Las
leía de noche para devolverlas a la mañana siguiente. Esa
actitud le había permitido ampliar notablemente el
conocimiento de varios temas y adquirir gran velocidad en la
lectura.
—Cierto –la interrumpí –, recuerdo haberlo visto leer con
suma facilidad, se concentraba y pasaba las páginas como si
las estuviese hojeando.
—¿Conocías cuál era su método de lectura?
—Lo desconozco.
—Simple; respaldándose en su capacidad analítica hacía
una síntesis mental de cada página a medida que la terminaba.
Era una esponja absorbiendo saber.
—¿Dónde se reunían? – pregunté por simple curiosidad.
Se acomodó en su silla haciendo una pausa.
—En el famoso castillo que, sabes, era la residencia del
conde Slanc. Allí periódicamente debatíamos de los problemas
de la vida… la evolución de la especie humana fue nuestro
principal objeto de estudio.
Me sonó extraño la manera en que lo dijo, como si
hablase de algo cercano pero ajeno.
—Fuimos constantes con esos aprendizajes, hasta que
llegó aquel momento que, supongo, más te interesa. Un día el
conde nos llevó a una dependencia, donde abrió una puerta

51
muy bien camuflada que conducía al sótano. Bajamos con él.
Era la entrada a una extensa red de pasadizos subterráneos.
—¡Entonces en verdad existen! –exclamé sorprendido.
—Efectivamente –confirmó –. Se cree que llegan hasta el
mar.
—Pero me pregunto con qué fin fueron construidos.
—Presumo que a lo mejor se tramaron para salvar vidas.
O tal vez querían ocultar algo en especial –dijo, dejándome
abierto otro interrogante.
—Desde siempre oí rumores sobre la existencia de esos
túneles, y sé de las excavaciones que realizan para
apoderarse de los valores que están ocultos allí. ¿Es posible
que en ese laberinto hayan escondido antiguos textos? –
pregunté, pensando en los códices.
Me regaló un gesto cómplice.
—Si supieran que la verdad está en la superficie no
perderían el tiempo cavando… Por otra parte, los años y la
humedad inutilizaron esas construcciones, aunque perduran
vestigios. De todas maneras el tesoro, el verdadero tesoro que
nos interesa, no está bajo tierra.
Debe haber visto mi expresión de asombro ante la
información que me brindaba, porque de inmediato prosiguió:
—Conocer esos túneles fue precisamente en las vísperas
de la tormenta: surgieron épocas de cambios sociales, y sabes
lo difícil que es hallar armonía en medio del caos. Para peor,
en ese panorama tomó fuerza la leyenda de la existencia de
esos valiosísimos manuscritos a los que te refieres. Fue
sombrío.
Bajó la vista con resignación. Respetando su recuerdo,
desvié mi mirada tras la ventana. En el jardín, un gato flaco se
abalanzó sobre un pájaro que apenas pudo remontar vuelo.
Volví a ella cuando siguió hablando.
—Saquearon el castillo y, en represalia por no encontrar
nada, lo dejaron en ruinas.
Miró la hora y se estiró para apagar el mechero, que
había convertido el líquido en una sustancia viscosa azulada.

52
Fue sumergiendo de a una las piedras brillantes que estaban
amontonadas sobre la mesa, mientras continuaba hablando.
—Quizá fue la condición que nos preparó el destino. El
hacernos fuertes ante las penurias cambió radicalmente
nuestras vidas, y nos puso en contacto con un hecho de
extremada trascendencia. Antes de separarnos, nos reunimos
en esos túneles para confirmar los pasos a seguir ante una
extraordinaria profecía de la que teníamos conocimiento. Así
fue que partimos a diferentes países para cumplir con nuestra
misión. Mateo optó por la India, y yo crucé la frontera
escondida y terminé refugiada en España, donde permanecí
once años.
—Creo que le escuché al monje una referencia a una
profecía. ¿De qué se trata?
—Pronto veremos en el espejo el verdadero rostro que la
humanidad se ha construido –dijo con tristeza, y quedó
absorta. Bebió un poco de agua para luego proseguir el relato.
“Pero no es aun el momento para que te enteres de esto.
Mas te servirá ahora conocer mi itinerario de salida. Escucha:
al llegar a España me establecí en una comunidad de gitanos
que me cobijaron en su grupo. De ellos aprendí a hablar el
español y el caló, pero por sobre todo me enseñaron a valerme
por mí misma. Cuando consideré que mi ánimo estaba
suficientemente templado partí buscando otros rumbos, hasta
que me instalé en un pueblito perdido en Cataluña.”
Hizo una pausa mientras acomodaba los recuerdos, lo
que aproveché para felicitarla por su memoria.
“Me acuerdo más de lo lejano que de lo que me pasó
ayer. ¿Será que me estoy volviendo vieja?”
Largué una carcajada. Era tan gratificante estar frente a
esa sabia dama.
“Dime, ¿crees en lo maravilloso?”, no me dejó
responderle y continuó. “A veces parece que la suerte nos
espera a la vuelta de la esquina, pero te aseguro que la
casualidad no existe. Yo terminé de comprobarlo un verano

53
inolvidable frente al Mediterráneo, cuando salía a pintar nuevos
paisajes en las villas costeras que visitaba.
Una tarde, buscando el mejor ángulo para mi pintura, resbalé
sobre afiladas rocas y al caer me lastimé un brazo. Algo me
dolía, pero en la sala de primeros auxilios me lo vendaron
exageradamente. Molesta por la situación, volví a la playa con
mis herramientas de trabajo. Clavé el atril en la arena y
comencé a pintar. Acostumbrada a los espectadores que me
rodeaban, no reparé en la presencia de uno en especial que
me dijo:
‘No tengo dudas de que conquistaremos lo irracional si al
menos alguien pinta aun vendada’. Me di vuelta para
agradecer el cumplido. Un hombre muy llamativo con su blanca
túnica –recuerdo ese instante como si fuera hoy – extendió su
mano apretando mi puño que sostenía el pincel.
‘Ese mar que está representando creo que no es el suyo.
Imagine no tenerlo de referencia, como si estuviese en medio
del desierto, y conviértalo en una escena extraordinaria’, me
dijo. Enmudecí al reconocerlo: su cabello largo, su tradicional y
excéntrico bigote, sus ojos saltones y penetrantes… uno de los
pintores más famosos de España sostenía mi mano.
‘Señorita, ¿puedo al menos tener el honor de escuchar su
nombre?’, me dijo. Apenas se lo dije con un hilo de voz, y
tratando de salir del estupor atiné a replicar:
‘Usted sólo tiene de mí una vaga referencia, ¿qué nombre
me pondría?’
‘Ana’, me dijo sin dudar. ‘Un apelativo fácil de recordar
como sus trazos.’
‘Ese nombre se esconde en el mío’, le dije, y él me
respondió sin perder la arrogancia:
‘Es así la realidad, Ana. Cuente conmigo para
perfeccionar su ficción’.”
Nos reímos. Evocar ese período de su vida
evidentemente la había transformado.
—A partir de ese encuentro tuve el privilegio de entrar a
su taller, y que me tomara como discípula. Te parecerá poco

54
lógico, pero no progresé en el arte de la pintura puliendo la
técnica, sino abriendo mi imaginación. Recuerdo que en una
de las clases me pidió que le relatase alguna historia
fantástica. No tuve mejor ocurrencia que contarle la leyenda
del cuerno de rinoceronte, que había escuchado por boca de
Mateo.
—A veces creo que las cosas más reales son las más
increíbles –añadí.
—De él aprendí que todo lo imaginado es creíble, aunque
sea impracticable. Está al menos para honrar al pensamiento.
Bien, esa jornada sucedió que le fascinó mi relato, tanto es así
que al terminarlo me confesó que desde pequeño los cuernos
de rinoceronte fueron su obsesión, “noble ornamenta de la
creación que para los gnósticos representa la madurez y la
perfección”, decía. Para él ese animal estaba emparentado con
el unicornio, y me explicó que la punta de su cuerno era el
símbolo puro de la máxima fuerza espiritual. Tanto le impactó
esa historia que cuando decidí regresar, fui a despedirme y me
dijo “Quien tenga el cuerno de tu leyenda tendrá poder”. A
propósito, supongo que lo has resguardado bien.
—No se intranquilice, Ana, está bien escondido en su
cueva.
—Eso es bueno –agregó, y permaneció con la mirada
ausente, presa de su silencio. No me atreví a interrumpirla,
hasta que susurró algo. Creí escuchar que dijo “las
máscaras...”. Volvió a mirarme.
—Cuántos recuerdos has activado en mi memoria.
—Estimo que es suficiente por hoy –le dije, convencido
de que estaba agotada –. He recogido de usted mucho más de
lo esperado.
La ayudé a levantarse y fuimos caminando hacia la
puerta. En la sala de estar se detuvo junto al reloj apresado y
abrió la jaula.
—Ya era hora de que esto sucediera...Vi que al llegar te
paraste a observar mis cuadros. Ahí están los objetos que supe
hacer convivir.

55
—Quisiera entender lo que representan. Me atrapan, pero
se me escapan.
Señaló la pintura más grande y comentó:
—Dime lo que ves en ese cuadro.
—Un paisaje… En una selva frondosa dos canoas
cruzando el río que desemboca en una imponente catarata.
Hay muchas nubes, y varias rocas antes de la caída del agua,
el verde de la selva tiene diferentes tonalidades –dije, tratando
de abarcar todo lo que distinguía.
—Bien, esa es tu primera impresión de la imagen. Mira de
nuevo fijamente lo que ya has visto y dime qué ves.
No comprendía qué me quería decir. Volví a posar la
mirada con más atención, y entonces no salía de mi asombro.
—Es insólito, Ana. Según donde fije mi vista veo en
simultáneo otra imagen. El paisaje se ha transformado en una
mujer: las canoas son los ojos, la roca la nariz, esas nubes el
cabello, y la catarata el vestido…
—Ahora ven a mirar ese paraguas medusa que sostiene
la niña de esa otra pintura.
Volví a mirar, de otra manera, la imagen que había visto al
entrar.
—Sí, las distingo claramente. Son dos caras enfrentadas.
¿En toda su obra juega con estas imágenes dobles?
—No en todas. Ahora aprecia ésta obra.
Me acercó a una diferente de las demás. Esta repetía
minuciosamente una misma figura: la escultura de un rostro
tallado en piedra. Cubriendo todo el lienzo eran cientos de
estas, manteniendo un orden exacto, aunque cada uno de
esos íconos tenía un color diferente.
—He visto fotos de estas esculturas. ¿Cómo se las llama?
Creo que están en una isla del Pacífico.
—Son los moais, de la isla de Pascua. Por favor, aléjate
de la pintura sin perderla de vista.
Caminé unos pasos hacia atrás y me detuve. Ya no podía
distinguir en detalle a los moais, habían perdido significado
para convertirse en pura forma. Ahora, a esa distancia se

56
apreciaba claramente que, gracias a la diferente tonalidad de
los moais, se dibujaba en la tela el símbolo de los triángulos.
—Increíble -alcancé a decir.
—Como dice el Libro del Tao, -me dijo despertándome de
la fascinación -aquello que miramos y no podemos ver es lo
simple.
—Por lo que aprecio, ha pintado escenas que atrapan al
espectador.
—Si esas imágenes te han capturado es porque algo en ti
lo ha entendido, más allá de tu razón. Piensa en los recuerdos
de las palabras que has escuchado en tu infancia, y que aún
hoy día siguen teniendo importancia en tu presente. Entre
imágenes y palabras navega la vida.
—Ana, si de palabras se trata, ¿dónde cree que me
llevará la oración del conjuro? –le pregunté lo que quería saber
ya desde el primer momento de obtener el poder mismo.
—No hay límites, y su uso está en relación con tus
deseos –respondió con firmeza.
Me tomó del brazo y abrió la puerta.
“Mira a lo lejos. Tú conoces que a pocos kilómetros de
aquí comienza otro país. Dime dónde ves la frontera. Si no
estás prevenido, puedes pasar de este lado al otro sin tener
precisión de tu exacta ubicación... Vivimos en un mundo
concreto al que no dejamos de utilizar como un escudo que
nos da supuesta protección, y para alimentarlo le ofrecemos a
diario nuestro ser. Todo esto a cambio de ese ficticio estado
placentero al que dedicamos la vida para lograrlo. ¿O no crees
acaso que tanto una sola hoja como el más diminuto animal en
ese bosque tienen más esencia y misterio que tu bien material
más preciado?”
Se quedó observándome con atención. Sentía que esa
mujer notable era como una pitonisa, que no dejaba de
orientarme para encontrar mi verdad.
“El conjuro que has incorporado es una relación directa
con la naturaleza, cuyos efectos van mucho más allá de lo que
supones.”

57
Levanté la vista y al ver de nuevo colgado en la entrada el
trozo de sándalo recordé el escrito en sánscrito. Le comenté mi
interés en descifrar la tablilla que me había dejado el monje.
“Al encontrarte con ese texto oculto a tu entendimiento”,
me dijo, “actuaste erróneamente. Tu intención inmediata por la
traducción no te permitió ver que has llegado hasta aquí sólo
por la presencia de ese elemento extraño a tu conciencia. El
pedacito de madera que te ha despertado era nuestro mensaje
principal. Ahora, siguiendo este sentido, llegará el momento en
que descifrarás sus signos ocultos. Ya los entenderás. Al igual
que el árbol del sándalo, que debe crecer treinta años para ser
útil, tú también deberás madurar cierto tiempo para
comprenderla.”
“Espérame”, dijo y entró en la sala. Volvió con la pintura
de los moais.
“Es tuya, la pinté hace años esperando este momento.
Sigue por este sendero. No temas.”
Hablar con ella me había dejado una lejana sensación de
plenitud. Abracé su cuerpito frágil y me pareció inmensa.
“La verdad, querido, se aprecia desde todos los ángulos”,
fue lo último que dijo al despedirme.

Mientras conducía por la ruta, no pude dejar de pensar en


ese ser que me había dado más pistas para develar el secreto.
Posiblemente no consideró oportuno explicarme por qué me
habían ubicado en el papel de “elegido”, que yo tácitamente
había aceptado sin conocer sus consecuencias. Sin embargo,
las piezas del rompecabezas empezaban a configurarse,
aunque todavía no comprendía el revés de la trama. Por el
espejo retrovisor veía la pintura que, en el asiento de atrás,
parecía tener vida propia. Adelante los focos apenas
orientaban en lo sinuoso del camino.
Me tranquilizaba la luna, que de a ratos se asomaba
brillando en todo su esplendor. Como nunca.

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INTUICIÓN

“Sobre la arena
Escritura de pájaros:
Memorias del viento.”

OCTAVIO PAZ

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Volví a mi rutina urbana por un tiempo. Sobre todo
teniendo presente que los preparativos para la entrada al
nuevo año nos involucraban a todos con intensidad.
Mientras, sentía que la información que venía recogiendo
se estaba procesando, y empezaba a mostrar sus efectos.
Varias noches me despertaba sobresaltado repitiendo las
palabras del conjuro. Otras veces se imponían en mi
pensamiento algunas imágenes: las manos de Ana, las cartas
enigmáticas, el signo de los tres triángulos, Iris sosteniendo los
tubos de ensayo. Eran, en definitiva manifestaciones de un
saber que me había sido inoculado y que estaba ganando
espacio. Podía sentir que ese conocimiento avanzaba como un
barco sin capitán, siguiendo algún trazado que escapaba a mi
razón. Yo, al menos, no podía descifrar hacia dónde me
dirigiría, ni qué estaba por descubrir en mi océano interior. Pero
como si una y otra vez esa nave encallara en la misma isla, en
especial una imagen surgía con frecuencia. Parpadeaba en mi
conciencia y cada vez que aparecía potenciaba la incógnita: la
misteriosa tablilla escrita en sánscrito.
El comentario de Ana respecto de los signos ocultos,
sumado a que no tenía noticias de Eva, incidió en mí para
programar una nueva visita al Maestro después de las
celebraciones de fin de año.
En las vísperas del 31 comencé la jornada con cierta
inquietud. Me dirigí antes de lo acostumbrado al restaurante
para supervisar los preparativos. Entré distraído, repasando la
lista de las personas que tenía previsto llamar para desearles
buen inicio de siglo. Cuando estaba abriendo las persianas me
sobresalté ante la presencia de alguien que, en la penumbra,
estaba sentado a una mesa. No me hizo falta preguntarle quién
era, su inconfundible voz retumbó en el ambiente.
—¿Me estabas buscando? –preguntó desde el fondo del
salón.
—¡Qué grato verlo!, en los últimos días estuve pensando
en usted –le dije.

60
—Por eso estoy aquí –me contestó con su marcado
acento extranjero.
Lo invité a sentarse a la misma mesa donde se ubicó
aquella vez, y mientras se acercaba me excusé unos minutos
para traer la tablilla.
—Maestro, este objeto me está obsesionando. ¿Por qué
motivo me lo dejó sin darme ninguna explicación sobre su
significado? –le pregunté, tratando de relacionar su
pensamiento con el de Ana.
—Para que se despierte tu voluntad, ya que tenías algo
de interés –me contestó.
—¿Quiere decir que me faltaba voluntad?
—Asumimos que no podías poner tus anhelos en actos, y
por eso la tablilla te motivó aún más.
—Si era su intención usarla de despertador lo ha logrado
–le confirmé –. Se aparece a toda hora, como una alarma entre
mis pensamientos. Recuerdo que una similar colgaba en la
entrada de la casa de Mateo. Vi otra sobre la puerta de una
entrañable dama de Comarca, que dicho sea de paso me
confirmó lo mismo que usted me acaba de decir. No me detuve
a observar, pero supongo que también en su cabaña posee
alguna.
Afirmó con la cabeza.
—Has conocido a Ana –dijo, descontando mi encuentro
con ella.
—¿Usted se refiere a Manabela? –repliqué.
—Sólo algunos, entre los que tú te incluyes, la
conocemos por Ana.
Era evidente que me estaba introduciendo en un grupo
que desconocía, pero que al menos estaba empezando a
descubrir a sus miembros.
—Ana… Nunca imaginé hallar una mujer tan afable. Una
artista increíblemente lúcida y sabia. Confieso que estoy
sorprendido con los viejos ocultos de la tribu.
Nos reímos de buena gana.

61
—¿Cuánto más tendré que esperar para poder descifrar y
comprender el mensaje de la tablilla? –insistí.
Cambió su expresión y se ausentó con la mirada. Sabía
que estaba por revelarme la siguiente enseñanza.
—Ten en cuenta que hay al menos dos tiempos –
comenzó a decir –. Uno es el rutinario, el que rige las horas.
Aquel que como un corsé nos ciñe a nuestras obligaciones. El
tiempo que corre siempre varios pasos delante de nosotros y
nunca se deja alcanzar.
El otro es nuestro tiempo pretérito, aquel del niño que no
tiene conciencia de que es niño, y por eso es un capricho de la
eternidad. Tiempo inmaculado del que depende nuestra
atmósfera interior. El tiempo sin lógica, sin principio. Tan
extraño pero a su vez tan fascinante cuando lo intuimos... Ese
tiempo de no tiempo es el que se te está manifestando y que
no debes acelerar. De nada te servirá apurar el proceso. Te
afirmo que el mensaje de la tablilla se te revelará por sí mismo
cuando llegues al lugar exacto.
—Debe ser acaso la explicación de por qué no me hallo
cómodo en mi rutina diaria. Después de nuestro encuentro
siento que algo se está gestando, tan inefable que hasta ahora
no puedo instalarle palabras.
—Tu estado es un proceso habitual que ocurre a todos
aquellos quienes buscan su autenticidad –me serenó –. Pero
ninguna semilla crece en la piedra, si no tiene encima su manto
de tierra. Debes saber que casi todas esas sensaciones
extrañas están relacionadas estrechamente con tu viejo interés
por develar el misterio, oculto entre las ruinas del castillo. No
es tarea sencilla desentrañar este secreto, quizás uno de los
más protegidos.
Sospechaba que se estaba acercando a revelarme el
verdadero motivo de su visita.
—Tal como lo manifestaste, tú ya tenías datos de la
existencia de antiguos manuscritos. También sé que intentaste
descubrirlos en varias ocasiones, pero sin éxito –prosiguió.

62
Hice un gesto afirmativo, sin poder pronunciar ninguna
palabra; no recordaba haber hablado con él del tema.
—Es uno de los misterios –continuó – que circulan
popularmente, pero al desconocer su origen, contenido y
ubicación, se han entretejido a su alrededor historias para
rellenar esa incertidumbre.
—No termino de comprender. Me dice que están
construidos sobre restos de fantasías populares, pero también
me está confirmando su existencia.
—No es contradictorio. En definitiva, nunca dejamos de
crear y actualizar mitos –me dijo, con la firmeza de quien
enseña un nuevo pensamiento.
—Entonces, ¿de qué tipo de pliegos se trata?
—Es fácil imaginarlos con un formato de libros parecidos
a códices. Pero en verdad son rollos, manuscritos sobre
láminas de tallos de papiros.
Me conmovió pensar la posibilidad de tenerlos alguna vez
en mis manos.
—Bien. ¿Quién los escribió?
—No surgieron de una sola mano. Quienes lo hicieron
fueron los emergentes de una realidad común a todas las
épocas. Piensa que la humanidad no ha dejado de reflejar la
brecha entre el amor y el odio, entre lo positivo y lo negativo.
Somos un péndulo oscilando entre la creación y la destrucción.
Paralelamente a la intolerancia y a los campos manchados de
sangre, siempre estuvieron presentes quienes buscaban paz,
armonía, abundancia para todos, respeto hacia el prójimo.
Entre ellos, hace algunos cientos de años, siete sabios
formaron una hermandad. Sabemos, por las improntas que han
dejado, que cada miembro provenía de un continente diferente,
y que en sus textos escribieron lo más sobresaliente de sus
culturas.
—Pero si cada sabio representaba a su continente, ¿por
qué eran siete y no seis?
Sonrió.

63
—Estás atento, la revelación y comprensión de todos los
Manuscritos te llevará al descubrimiento más extraordinario.
Lo insté a que prosiguiera hablándome del contenido de
los escritos.
—No han quedado rastros de la manera en que se
reunieron, sólo se conoce que eran alquimistas que tenían en
común haber comprendido, de antiguas profecías, aquellos
procesos fundamentales para acercarse a la plenitud vital.
Decidieron entonces dejar testimonio de una doctrina de vida
diferente, y en un hermetismo absoluto se dedicaron a elaborar
los Manuscritos. Su fin era legar algo con carácter anticipatorio:
aquello que prevendría a nuestra especie humana de su
autodestrucción.
—¿Qué profecías consideraron tan importantes?
—Las fuentes provienen de diferentes culturas,
diseminadas en el planeta y sin contacto entre sí, que han
pronosticado sucesos con asombrosa similitud. Pero, en
especial, los Sabios coincidieron en que la más precisa era una
originada en América Central, anterior al desembarco europeo
en esas tierras. Si bien esa profecía se le atribuye a los Mayas,
los indios Hopi de Nuevo México, cuyos ancestros provenían
de la misma raíz coinciden en sus deducciones. Sucede que
esos pueblos originarios de la costa atlántica, profundamente
religiosos, estaban habituados a buscar las razones de su
existencia en las estrellas, y de tanto mirarse en ese espejo
entendieron el pulso del universo; y bien, de su destreza
astronómica y matemática crearon un calendario cósmico,
cuyo ciclo está por cumplirse. Pronto llegaremos a ese último
día, y quizá algo sin precedentes sucederá a la humanidad.
Sentí un escalofrío.
—No creo que suceda un hecho esperanzador —atiné a
decir.
—Toda profecía es un mensaje de advertencia. Si no
logramos revertir el daño que le estamos causando a nuestro
hogar, la Naturaleza; si la codicia seguirá prevaleciendo sobre

64
la solidaridad, entonces tendremos que temer lo peor. Esta no
es una novela de ficción, en esto estamos todos involucrados.
Me intimidaban las referencias, pero el tono de su voz era
tranquilizador, como si estuviese diciendo que estamos a
tiempo de encontrar una salida.
—Creo entender —le dije — que los hacedores de los
Manuscritos…
—Hacedores —interrumpió —. Me gusta esa palabra…
—…Decía… se inspiraron en esas profecías para
completarlas.
—Exacto. Lo que lograron fue delimitar conocimientos
esenciales, investigarlos y darles sus lineamientos, tanto
teóricos como prácticos, con la esperanza de que una vez
dominados por la mayoría nos lleven al bien común. Pero nada
terrenal es eterno ni inmutable. Por tal motivo, decidieron
dejarlos abiertos a reformas.
—¿Significa que aún no se terminaron de escribir?
—Al igual que los hombres, estarán siempre en
construcción. Las transformaciones son parte de nuestro
proceso. Si bien las cosas tienen su esencia, cualquiera de
nosotros las puede interpretar de diferentes maneras. Hay
Manuscritos que tienen más agregados que otros, pero todos
son fieles a los postulados básicos.
—Una doctrina sin dogma escrita por alquimistas hace
siglos, ¿por qué aún no fue hecha pública? –pregunté.
—5125 años es la duración de cada ciclo maya…
—No comprendo.
—A fines del próximo 2012 habrán pasado nada menos
que 5125 años desde el último latido del ciclo cósmico. No te
asustes. Ese día no estallará el planeta, pero a partir de allí la
especie humana, quienes queden, iniciará realmente un salto
evolutivo. ¿Puedes sumar cuantas generaciones han ocupado
la Tierra desde el 3114 antes de Cristo? ¿No sientes que es
tanto privilegio como responsabilidad el hecho de que
asistiremos activamente a ese momento límite?
—Quienes queden…

65
—Quienes lo entiendan. Quienes estén a la altura de dar
respuestas al conflicto. Ellos iniciarán la transformación.
—Pero eso no podrá suceder de un día para otro.
—Por supuesto, ya hay quienes estamos avisados del
problema: el tren de la historia está lanzado a toda velocidad,
sin reparar que dentro de poco tiempo se termina la vía. Esta
última estación es el comienzo de una nueva era, el momento
de trazar el surco de otra Historia. Tendremos que bajarnos y
dar a entender que hay otras maneras de seguir avanzando.
—¿Quiénes liderarán esa reacción?
—No hay líderes, o en todo caso hay miles, aunque no lo
sepan.
—Pero alguien se deberá poner a la cabeza de todos
para unirlos –dije.
—¿No has notado que ya no quedan grandes líderes
políticos? Quizá sea una función que ha fallado… Créeme que
los Manuscritos con su presencia, garantizarán esta revolución
de la paz. Por eso ha llegado la hora de reunirlos
definitivamente, para unificar criterios de esta gesta.
—¿Qué transmiten sus páginas?
—Su contenido es conocido por muchos más de los que
supones, quienes aplican con éxito sus enseñanzas. No hace
falta haberlos leído para conocer cada detalle de lo escrito.
Esos saberes se vienen esparciendo en el mundo como
silenciosos mensajeros, seleccionando a las personas
capacitadas para transmitirlos. Es una paradoja, pero llegar a
esos escritos implica conocer su contenido por anticipado.
—Entonces todavía no debería indagar dónde se
encuentran.
—Aunque te dijera su ubicación exacta, sé que por
respeto no irías a buscarlos aún. Sin embargo, te lo puedes
imaginar.
Se quedó mirándome, esperando que lo dijera.
—Deduzco que están en estas tierras –le dije.
—Quizás; o al menos lo estuvieron. Esta fue la zona
elegida para protegerlos. Estar ubicados en una triple frontera

66
son las coordenadas precisas para resguardarlos. Pero a
causa de las guerras que nos sacudieron, sumado a la codicia
de los individuos a quienes les interesaba el valor de la
antigüedad y no sus enseñanzas, hace mucho tiempo se
decidió sacarlos de este triángulo.
—Comprendo. Es inútil buscarlos en las ruinas del
castillo.
—No tienen las claves. Quienes lo intentan están
buscando con sus excavaciones el misterio debajo de la tierra,
pero el primer paso…
—…es encontrar los signos en la superficie –lo
interrumpí.
—Estás aprendiendo. Recuerda tu derrotero: encontraste
una enigmática tablilla de madera aquí sobre esta mesa;
desconociendo los motivos seguiste mis pasos hasta la
montaña, hallaste un libro singular, poseíste la oración del
conjuro y avanzaste más allá. Descubriste que hay personas
cercanas que están relacionadas con los Manuscritos.
Se detuvo para poner énfasis en algo más preciso.
—Los sabios ya lo han profetizado, este nuevo milenio es
el comienzo de una era definitiva para lograr que la humanidad
se estabilice. Es tal el poder de destrucción al que hemos
llegado, que no tendremos retorno si nos equivocamos. Es
nuestra última oportunidad para intervenir en esta época,
donde nos salvaremos o nos perderemos para siempre.
Tomó la tablilla y me la acercó.
“Es este el tiempo para que demuestres coraje y llegues
donde el destino te ha encauzado. Tú eres el elegido para
reunirlos.”
Quedé perplejo. Me levanté de la mesa y comencé a
caminar por el salón, escapando de esa responsabilidad que
no sabía si me cabía.
—¿Aceptas el desafío? –me dijo imperturbable.
—¿Por qué yo? —le dije asustado —. Usted ya lo dijo,
aunque supiera dónde se encuentran no podría acercarme.

67
Tienen un significado demasiado profundo, y no me siento aún
preparado para semejante propósito.
No se inmutó, como sabiendo lo que le iba a responder.
—La tradición oral determinó que el trigésimo tercero de
la lista que reposa en tu cueva, el primero del siglo XXI, sería
el elegido.
—Además ese número coincide con mi edad… Pero sigo
sin entender, ¿por qué yo?
—La razón del por qué de tu elección no la encontrarás
ahora, ni en estas tierras. Lo concreto es que tienes un respeto
imprescindible para llegar a los Manuscritos. Pero no te crearé
expectativas erróneas. Suponte que están perdidos, que por lo
tanto desconocemos sus ubicaciones exactas, y que el único
instrumento para poder encontrarlos lo tienes que hallar
previamente en ti mismo.
—¿Tengo que contestarle ahora?... ¿Y si me niego?... o
peor ¿Y si fracaso?
—No te inquietes, nadie es imprescindible. Si fallas no
será el fin del mundo. Hay otras alternativas.
—Si desisto de esta búsqueda, el que fallará entonces
será el legado de la tradición.
—Tantas profecías han sido erróneas… -dijo sin
perturbarse, y se quedó aguardando a que siguiera
desovillando el enigma.
—¿Cuáles son los principios que desarrollan los escritos?
—El del primer Manuscrito se refiere a la intuición –
contestó con firmeza.
—Ese es entonces el instrumento que debería ejercitar.
—Exacto, con el pleno desarrollo de tu intuición, y su
empleo correcto, llegarás donde te lo propongas –declaró.
—Pero ¿cómo aprender a emplearla correctamente?
—Alguien te lo tendría que explicar. Si te decides lo
intentaremos.
Dilatando mi afirmativa a su propuesta me levanté para
abrirle a uno de mis empleados, que seguía golpeando la
puerta.

68
“Disculpa la demora”, le dije al recibirlo, “estaba hablando
de algo muy importante con alguien que vino a visitarme. Ven a
conocerlo.”
Frunció el entrecejo y me miró extrañado. Cuando volví la
vista, el monje ya no estaba.

Los fuegos artificiales salpicaban de colores la oscuridad.


Todo era bullicio, brazos entrelazados, golpeteo de copas,
rosadas mejillas rozándose. Imaginaba que si Dios decidiera
justificar por un instante su Creación, nos sacaría fotografías
los fines de año. Al menos para engañarse piadosamente. El
placer de ver los cuerpos atraídos, las miradas confiadamente
enlazadas. Numerosas promesas de bienestar, que
olvidaremos cuando pase la embriaguez. Quizá se abra el
tiempo para superar nuestras atávicas mezquindades. Me
empujaron a sumarme a la ronda. Girábamos unidos y si
alguien en su felicidad se tropezaba, nos deteníamos entre
risas para volver al juego. Un modelo tan simple de solidaridad
que nos cuesta llevar a la práctica. ¿Será acaso la clave
apreciar que somos Uno a pesar de las diferencias?
La sirena estalló anunciando el nuevo milenio. Sentí que
ese era el momento apropiado para decidirme. Tendría tan solo
que poner en acto lo que se venía moldeando en mí. Ya no me
quedaban dudas: aunque desconocía los motivos, si había sido
elegido iría a cumplir con aquello para lo que fui convocado,
vaya a saber por quién. Ya me enteraría. Entretanto, la
seducción de la aventura me había vuelto a conquistar.

Transcurrieron los días hasta acumularse en semanas.


Sabía que el Maestro volvería en el momento preciso, y por
esa razón no me desesperaba. Mientras, en los recreos de mi
rutina, trataba de aclarar el mecanismo de la intuición. Recorrí
varias bibliotecas leyendo literatura que hablase del tema, pero
no estaba conforme. Seguía los consejos prácticos de
enseñanza básica: intentaba concentrarme, observaba con
mayor atención mi entorno, pero no obtenía ningún resultado

69
satisfactorio. Agotados esos recursos resolví volver al
contenido del Libro Dorado, convencido de que, aunque seguía
sin descifrar su lógica, allí rescataría algo.
Cierta tarde espléndida, sentado en mi habitual banco en
la plaza, estimé oportuno inventar una práctica intuitiva:
prestaba atención a los sucesos a mi alrededor y cuando veía
algo significativo de inmediato abría el libro, con la esperanza
de descubrir allí algún correlato.
Intenté con un joven que dormía sobre el césped hecho
un ovillo, un chofer de ómnibus discutiendo con un transeúnte,
una mujer a la que el viento le voló el sombrero. En cada uno
de esos instantes abría las páginas al azar y fijaba mi lectura
en un punto, esperando alguna revelación. Nada fuera de lo
común acontecía, hasta el momento en que delante mío pasó
corriendo un niño. De repente quedó inmóvil cuando el globo
que llevaba se soltó de su mano. Seguí su trayectoria mientras
se elevaba: un punto rojo que cada vez se hacía más pequeño.
En la altura se topó con unas aves que en bandada, e
ignorando su entorno, se dirigían a una zona más propicia para
su existencia. Abrí otra vez el libro y sentí una profunda
inquietud. Tropecé con la página 20, una de las pocas
enumeradas, que curiosamente estaba en blanco.
De inmediato, alguien me apoyó su mano en el hombro y
se sentó a mi lado.
—Cualquiera de nosotros experimenta casi a diario la
comprensión intuitiva. Pero desechamos estos mensajes,
porque hemos acostumbrado a nuestra conciencia racional a
descartar todo cuanto no procede de la lógica.
—¡Maestro! –exclamé –. Lo estaba esperando con las
mismas ansias con que espero alguna manifestación en mi
interior.
—La revelación puede producirse en cualquier momento
–se expresaba pausado, recalcando cada palabra-. Genera
señales instantáneas, a las cuales hay que estar atento para
saber interpretarlas.

70
—Lo siento. Aunque me esfuerzo, todavía no logro
entender la lógica de ese mecanismo.
—No te desanimes. Tienes que conectarte con tu tesoro
de conocimientos que están en reserva. Pero no podrás llegar
a ellos por la razón.
—¿Y si no recojo nada?
—No es una búsqueda, es un encuentro. Todo cuanto
percibimos tiene un significado. Tan solo debes evitar
engañarte a ti mismo y no distorsionar la información recibida.
Puedes hacerte cualquier tipo de preguntas, la intuición está a
nuestro servicio. Siempre te contestará. No obstante, hay que
tener precauciones, porque la profundidad de tu pregunta
puede revelarte algo que aún no estás capacitado para
conocer.
Fue todo lo que dijo en ese encuentro. Apenas se
despidió, hasta que reapareció días después.
Esa tarde estaba entretenido en la Biblioteca Nacional
apreciando una Biblia del siglo XVIII, traducción de la Vulgata
Latina, que tenían en exhibición. Protegida en una vitrina a
resguardo del manoseo, el libro mostraba dos páginas. Una de
ellas ostentaba una esmerada y detallada tipografía; la otra
carilla, en cambio, reproducía la ilustración de un pasaje del
Génesis. El dibujo representaba un paisaje idílico, donde la
Primera Mujer extendía su mano hacia la del Primer Hombre.
Me detuve en el detalle de las miradas: mientras él la dirigía al
cielo, ella la orientaba hacia el árbol prohibido. Tardé en
comprender, pero de repente se me presentó la verdad. El
principal elemento, que no estaba en cuadro, le daba cohesión
y justificaba el dramatismo de sus expresiones. Por la posición
de su mano, la mujer sostenía algo que estaba entregando.
Pensé que al igual que la manzana, presente en su ausencia,
quizá la intuición nos insinúa también algo que descubrimos en
relación a los demás componentes de la escena.
Salí tan envuelto en mis reflexiones que torpemente
tropecé con alguien. Giré para disculparme, pero terminé
abrazándola. Era Eva, tan sorprendida como yo por el

71
inesperado encuentro. Además de confirmarme su viaje a
Oriente en fecha próxima, me aseguró que llevaría la copia del
mensaje en sánscrito, porque había localizado allí a un experto
que la traduciría.
La notaba distraída; me llamaba la atención que mirara
repetidamente hacia el otro lado de la calle. Conocedor de su
pasión por las antigüedades le señalé la conservada edición de
la Biblia que acababa de disfrutar, pero parecía no
escucharme, como si no pudiera decirme algo que ocultaba
tras una sonrisa de compromiso.
Viéndola tan distante deduje que no era el momento
oportuno para comentarle el rumbo que había tomado mi vida,
por lo tanto, opté por callarme hasta su regreso. Nos
despedimos y apenas alcanzó a mencionar que me tendría al
tanto de la traducción. La observé alejarse apresurada, cruzó
la calle y subió al auto de un hombre que la recibió con un
beso, digamos, muy afectuoso.
Apesadumbrado, me lancé a caminar sin rumbo por la
ciudad. Al dar vuelta en una esquina, sentado en el umbral de
una casa, el Maestro me penetró con su mirada.
—¿Has sentido alguna extraña sensación de inquietud
antes de toparte con ella? – preguntó al acercarme.
—Ver a Eva me ha inquietado más que cualquier otra
cosa –respondí, sin interesarme por cómo se había enterado.
—Sin duda. ¿Pero te has interrogado acerca de por qué
saliste a caminar ese recorrido, a esa hora, y te has
encontrado exactamente con quien deseabas? –me preguntó.
No tenía explicación.
—Cuéntame todo tu itinerario hasta ese encuentro –me
dijo.
—Lo intentaré –le dije, tratando de hilvanar algunos
hechos significativos –. Me enteré de manera fortuita de que se
exponía al público una colección privada de libros antiguos. La
noticia, curiosamente, estaba en el periódico con que me
habían envuelto frutas en el mercado. La descubrí mientras
saboreaba unas deliciosas ciruelas, sentado en mi cocina. Al

72
principio le resté importancia, hasta que más tarde volví a
evocarla cuando en la televisión pasaron el anuncio de un
programa educativo sobre los orígenes de la imprenta. Horas
después, en la calle vi un cartel con la publicidad de un
producto marca Antic. Por mis básicos conocimientos de
alemán recordé que antik significa antiguo, y esa palabra me
remitió de nuevo a la exposición, por lo que decidí ir a verla.
Lo ayudé a levantarse y nos pusimos a caminar.
—Interesante. ¿Y después?
—Tenía el recorte de diario en el bolsillo; llegué a la
Biblioteca y le presté especial atención a una Biblia, tanto que
no terminé de visitar la muestra. Salí con una rara sensación
de inquietud, como un previo aviso de que algo estaba por
suceder.
—¿Qué tenía de especial esa Biblia?
—Una ilustración sobre Adán y –me detuve antes de decir
su nombre – Eva.
El silencio del Maestro lo hizo resonar aún más.
—Es curioso, al igual que en el dibujo Eva miraba para
otro lado… Estoy empezando a comprender que esto no es
asunto del razonamiento –añadí.
—Por supuesto, estás apreciando los hilos invisibles que
nos unen a lo inefable... Te dejaste llevar por los pequeños
indicios que fueron llegando a tu conciencia.
—Deduzco que hay algo de precognición en el desarrollo
de esta técnica.
—No te confundas, no es adivinación; es anticipación.
Como si estuvieses escribiendo la novela de tu vida,
anticipando el próximo párrafo, pero no el final de la historia.
—¿Podré alguna vez lograr eso?
—Te sorprenderás y seguiremos caminando cuando
escuches esto: de hecho la estás escribiendo. Vas
exactamente por la mitad de tu relato. Ojala puedas resistir lo
que la pluma del destino te tiene preparado.
Me sorprendí y seguimos caminando. Hasta que nos
detuvimos frente a un teatro en el momento preciso en que

73
salían los espectadores. Acababan de asistir a la
representación de La tempestad.
—¿Conoces el argumento? –me preguntó.
—He leído mucho de Shakespeare, y este lo considero
entre lo más interesante.
—Relátame lo que te acuerdes.
—Lo esencial gira en torno de Próspero, creo que era el
duque de Milán, que es expulsado del reino por su hermano.
Condenado al exilio en una isla lejana, descansa dedicándose
al estudio de las artes, apoyado en sus numerosos libros. En
ese aislamiento utiliza sus poderes mágicos para controlar los
elementos…
—Detente ahí. ¿Sabías que la trama está basada en la
tradición de la alquimia? Su pluma trata como nadie la alianza
entre el poder y la sabiduría. ¿Recuerdas el final?
—Si no me equivoco, perdona a sus enemigos y descubre
que no necesitará de la magia para ejercer su poder.
—Exacto. Nunca olvides ese final optimista –dijo, y señaló
al público –. Acerquémonos a ellos para conocer sus opiniones
de la obra. Observa sus rostros, detente en sus gestos y
expresiones. Pero no utilices tus ojos, sino tu mirada.
Lo observaba y entendía por sus gestos que estaba
leyendo de alguna manera el pensamiento ajeno. Se acercó a
un joven que salía pensativo.
“No te pierdas en los acertijos, céntrate en la ética de
Próspero”, le dijo directamente.
El muchacho, en principio atónito, terminó dialogando con
él sobre el argumento. Mientras hablaban imaginé que si
finalmente la humanidad domesticara la intuición para ponerla
a su servicio, con la ductilidad con que manejamos los otros
sentidos, las relaciones serían increíblemente distintas.
Nuestras voces reflejarían solo la verdad de nuestro
pensamiento. No habría lugar para el engaño… En fin, cómo
cambiarían nuestras referencias con nuevas generaciones de
Hombres transparentes.
Entusiasmado seguí tratando de “forzar la mirada”.

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—Créame que intento comprender lo que quiere
enseñarme, pero todavía no logro incorporarlo –reconocí
cuando el Maestro volvió hacia mí.
—No te impacientes, estás en la senda correcta. Los
demás sentidos también capturan señales, imperceptibles por
tu visión. Trata de relajarte y practica técnicas de
concentración.
Volvió sobre sus pasos y comenzó a alejarse. Antes de
marcharse me sugirió:
“Dedícale tiempo al infinito que hay en tu interior. No seas
extranjero de ti mismo, que en definitiva ‘estamos hechos de la
misma materia que los sueños’.”

Por cierto, notaba que al profundizar los estados de


relajación mejoraba mi sensibilidad. Al principio trataba de
aislarme, dedicándole algunos minutos en silencio. Después,
cuando fui tomando confianza, me concentraba hasta en
público. Aun en el murmullo del restaurante, cerraba los ojos
manteniendo una atención flotante que parecía cubrir mi
cuerpo. Era una sensación rara pero placentera, que me fue
adentrando en un circuito que no podía sentir más que por sus
efectos. Finalmente me sucedió un par de veces intuir que algo
en especial ocurriría. La primera vez estaba observando a un
cliente que discutía con su mujer. Anticipé que esta, para cortar
con lo tenso de la situación, volcaría disimuladamente su vaso
sobre el mantel. Así lo hizo.
La segunda, en mi casa; avanzada la noche, me despertó
el teléfono. Hasta tal punto sabía quién llamaba, que al
descolgarlo dije:
—Mirar es una experiencia de todo el cuerpo..., ¿no es
así, Maestro?
Y él me respondió con el tono de quien continúa un
diálogo ya iniciado.
—Así es. Una vaga sensación de inquietud te abordará
cuando la intuición te guíe. No olvides que has abierto un

75
fenómeno que se manifiesta en los límites de tu cuerpo y de tu
mente –declaró.
—Es necesario ponerle palabras, entonces.
—Por supuesto. Esa puerta abierta entre lo exterior y tu
interior hará que las cosas vengan a las palabras. Solamente
tendrás que escuchar sus ecos.
Permanecí en silencio. Sentía que, como un embudo,
todo este conocimiento me dirigía a un solo lugar.
—Oye, el saber no es para temerosos —me dijo.
La palabra “temeroso” me sonó tan desagradable que
actuó de disparador. Enseguida le repliqué:
—Acepto el desafío. No tengo más que preguntarle de
qué manera orientarme para llegar al primer Manuscrito.
—Te aseguro que no es en vano. Viajarás a la India.
La confianza que depositaba en mí me alejaba de
cualquier duda. Ya tenía deseos de partir.
—La India es muy extensa –le dije, esperando que me
diera otro indicio.
—Chennai, la antigua Madrás –confesó convencido de
que el dato que me aportaba sería suficiente –. Esa ciudad es
el comienzo. La llave del tesoro se encuentra cerca de allí.
No me dio tiempo a preguntar nada más, todo lo que me
había enseñado era instrumento suficiente para iniciar la
búsqueda.
“Vamos... pongamos los símbolos en acción”, me incitó, y
su voz enmudeció.
Esa noche no dormí. Demasiadas ideas revoloteaban en
mi cabeza.
Temprano, alguien tiró una carta por debajo de la puerta.
Dirigida a mi nombre, sin remitente, y con el símbolo de los tres
triángulos. La abrí con sumo cuidado: adentro contenía un
papel en blanco.
Ya no me quedaban excusas. La India me aguardaba.

76
INDIA

“Cuando uno se deshace de todo lo que posee


pasa, en realidad,
a poseer todos los tesoros del mundo.”

MAHATMA GANDHI

Toda salida refiere una entrada. En cierta forma a esa


rutina estaba acostumbrado, ya que viajar siempre fue una de

77
mis distracciones favoritas. Desde que tengo conciencia me
escapaba de mi casa, y por horas vivía las andanzas de
explorar los rincones menos transitados de la ciudad. Acaso
resultado de esa actitud, desde que mis ahorros me lo
permitieron no dejé de subirme a cuanto avión me condujera a
los lugares más exóticos. Me informaba de algún destino,
extraño al ideal veraniego, y lo programaba en detalle, sin dejar
nada librado al azar. Acostumbrado a planificar, conocía de
antemano las excursiones adonde me llevarían los guías, los
menús de cada comida, el número de las habitaciones del
hotel. En fin, dominaba hasta los pormenores de las aventuras,
calculadas sin sobresaltos.
Pero esta vez la trayectoria sería diferente. Tenía nada
más que el nombre de la ciudad hindú que me señalaba el
principio del camino. A partir de allí, todo dependería
absolutamente de mí. Las decisiones tomadas serían a pura
intuición.
Como un eco lejano, reconocí que en esos primeros
viajes ya tenía alguna intención que reflejaba mi actualidad. En
uno de ellos me dirigí justamente hacia Oriente. Acompañaba a
montañistas extremos, que disimulando mi falta de destreza en
ese deporte me habían aceptado en su grupo. Seguíamos el
rumbo de la cadena montañosa del Himalaya en dirección a
Nepal. En un poblado cercano a Katmandú ascendimos hasta
un monasterio. Allí, por el solo hecho de estar aislados en las
alturas, sus moradores parecían estar más cerca de Dios.
Nunca olvidaré el único diálogo que tuve con uno de esos
místicos que se cruzó casualmente delante de mí (en aquellos
tiempos creía que la casualidad no dependía de alguna
encubierta intención). Me miró cordialmente para preguntarme:
“¿Por qué llegaste hasta aquí?”
Impregnado de algunos best sellers que enseñaban llegar
al nirvana en diez cómodas lecciones, hinché mi pecho y casi
impostando la voz le dije sin vueltas:
—Quisiera aprender todo sobre el tercer ojo.

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—¿Acaso no te alcanzan con los dos que ya tienes?, –
respondió y dándome la espalda se sentó a meditar.
Esa actitud fue una conmoción directa a mi ego. Al menos
me ubicó en la realidad de que el acceso a un nivel superior de
la espiritualidad no se da con facilismos, sino con un trabajo
constante y paciente.
Algunas temporadas después de esa experiencia viví una
situación similar con un practicante de otra religión, esta vez en
un pueblo perdido en el desierto de Sahara. Ese sacerdote,
traductor mediante, había elogiado mi coraje aventurero, pero
quería saber por qué motivo había viajado hasta allí.
—Estoy en la búsqueda de mi paz interior, y este paisaje
es un bálsamo –le contesté.
—No hace falta viajar tanto para encontrar lo que está
dentro de ti –concluyó.
Nuevamente me acomodaban las ideas con sutileza.
Desde allí no dejé de admirar a quienes almacenan conceptos
en pocas palabras, y tienen la capacidad de transmitirlos con
tan contundente claridad.

Decidí no hablar con nadie acerca de los verdaderos


motivos de mi imprevista partida. Simplemente les decía que
me ausentaría por un tiempo indeterminado, con la excusa, en
definitiva cierta, de ir a otro país a encontrar nuevos horizontes
de vida.
Por supuesto, lejos estaba esta nueva aventura que
emprendería de asemejarse a unas simples vacaciones. Era
una misión tan extraña que por momentos no entendía cómo
había llegado a ella. Sin embargo, me motivaba la íntima
convicción de encontrar el Manuscrito. El plan era hacer pie en
Chennai, y desde allí intentar localizar al doctor Keving para
orientar mi búsqueda.
Era tal la impaciencia por partir que tenía la rara
sensación de sentir el cuerpo afincado en mi tierra natal,
mientras el pensamiento ya estaba navegando en otro
continente. Así, al fin llegó el día esperado, ya no quedaba

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espacio para especulaciones: la imaginación le debía abrir la
puerta a la acción.
Con la mochila a mis espaldas (cargando entre otras
cosas la tablilla de sándalo y el Libro Dorado), dos maletas y el
típico sombrero montañés ingresé al aeropuerto, esa torre de
Babel moderna donde convergen fugazmente las culturas del
mundo.
En la oficina de embarque, cuando completé el formulario
la azafata me lo devolvió sonriendo.
“Señor tenga cuidado”, manifestó, “que su destino es muy
peligroso.”
No entendí la humorada, hasta que leí allí donde
señalaba con su dedo. Me había equivocado dos veces. En
vez de Chennai intenté escribir Madrás, pero terminé poniendo
Modrás, que en mi idioma es el nombre de la serpiente más
venenosa.
Quedé asombrado esperando la partida, hasta que la voz
que anunciaba la salida de mi vuelo me levantó como una ola,
y arrastrado por una corriente de pasajeros terminé sentado
en el avión esperando el despegue.

El pájaro gigante corrió por el campo batiendo sus alas.


Apenas sus patas quedaron en el aire redobló su esfuerzo para
elevarse, más, aún un poco más. Abajo, los animales corrían
espantados por el exaltado grito. Cuando la superficie no era
más que un cúmulo de manchas de colores, orientó su pico
hacia el alba, y rugiendo para darse fuerzas se dirigió solitario,
sin escalas ni tropiezos, hacia donde nacía el enigma.

El avión se sacudió en contacto con la pista. Finalmente


estaba en la India. Descendí entre los primeros pasajeros,
deseoso de encontrarme con lo desconocido. La azafata
pelirroja que se había esmerado en atenderme me despidió
con cortesía en la escalerilla, regalándome un guiño seductor y
un “Hasta pronto” que me sonó a bienvenida. Volví a mirarla:

80
debajo de su pómulo tenía una pequeña cicatriz que no le
restaba belleza, al contrario, la hacía más interesante.
Respiré profundo y una ráfaga de calor sofocante inundó
mis pulmones. El aire tenía un aroma extraño, al menos eso
me parecía. Todos los lugares tienen sus olores particulares. Si
tuviese las muestras de cada sitio por donde pasé los podría
diferenciar con claridad: el colegio, la montaña, mi casa, cada
uno mantiene en mi memoria su rincón que lo hace único. Me
preguntaba si este aroma que percibía sería acaso el olor
característico del lugar.
Crucé la pista y después de retirar las maletas me
acomodé detrás de una columna, observando los numerosos
encuentros que se producían. Miraba atentamente alrededor
buscando alguna señal significativa cuando advertí que un
muchacho, en sandalias y con el típico atuendo indio, me
dedicaba una enorme sonrisa. Me llamó la atención cómo sus
blancos dientes se imponían delante de su tez morena. Estaba
ubicado en un sector donde otros, ataviados igual que él,
ofrecían sus servicios de maleteros a los recién llegados. Le
hice un gesto y al instante estaba a mi lado. Tomó mi equipaje
y en su inglés rudimentario me dijo:
“Te estaba esperando.”
Quedé perplejo. Pensé si era común que se dirigiese así
a todos los turistas.
—¿Siempre usas esas palabras para contactar a los
demás? –le pregunté.
—No, en absoluto. Sólo advertí que estás buscando algo
diferente que la mayoría y yo te puedo ayudar.
—Es cierto, ¿y qué me podrías ofrecer de insólito en tu
país, que no lo encuentre en otro?
—Tienes todo lo que necesitas, depende de adónde
quieres llegar –aseguró, como midiendo mis intenciones.
—En principio he venido a encontrar a un médico
conocido.
—No te veo enfermo –comentó, mientras me tendía la
mano –. Me llamo Pedro.

81
—Pedro... ¿Eres de familia portuguesa?
—Com certeza –contestó en perfecto portugués –. Dime
dónde vive tu amigo que te llevaré con él.
—Esa es la incógnita. En verdad desconozco su
paradero. Sé que trabajaba en una importante fundación en
Bangalore, recorrió la India, y tengo entendido que es muy
posible que esté radicado en esta ciudad.
—¿Al menos sabes su nombre? –preguntó, deseoso de
ayudarme.
—Keving. El doctor Keving.
Su expresión quedó como petrificada, me miró con sus
ojos saltarines queriendo decir algo importante. Acerqué mi
oído intentando retener su información.
—Ven conmigo, te presentaré a unos conocidos que creo
que te pueden facilitar los datos que precisas.
Presuroso, ya había tomado mis valijas y me señalaba
que lo siguiese hasta el vehículo que nos esperaba en el
estacionamiento. Cargó las maletas y las aseguró como para
un largo viaje. Por un momento vacilé en subir. Pedro se
acomodó firme al volante y encendió la radio. Cuando sintonizó
música en una emisora abrió la puerta para que entrase.
“Vamos amigo, no perdamos tiempo” me dijo, y al compás
de la cítara que sonaba fuerte en los parlantes me acomodé
mientras arrancaba.
Quedé tan absorto por su manera de conducir que a
duras penas me sostenía en el asiento. Me causaba gracia
preguntarme quién le había otorgado el registro de conductor.
Frenadas bruscas y repentinas aceleradas acompañadas de
un fondo de frenética bocina, no deseaba que fueran el aviso
de que mi estadía en estas tierras sería vertiginosa.
El automóvil salió por un camino poco transitado. Un
verde paisaje salpicado por campesinos que parecían estar en
un tiempo diferente. Si lograba fijar la vista en un punto
equidistante de la carretera, esa quietud se tornaba
francamente tranquilizadora. Asomé la cabeza por la ventanilla
y entre el viento que me despeinaba, la música que acariciaba

82
mis oídos y el olor a tierra que me invadía, grababan las
primeras marcas de una cadena de sensaciones placenteras.
Al rato entramos a un pueblo donde los transeúntes
saludaban a Pedro, lo que era un indicio de la cercanía de
nuestro destino. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que
dobló por las callecitas, que por momentos se estrechaban
para que pasásemos nada más que nosotros. Cuando al fin
frenó, en medio de una polvareda, pareció que habíamos
llegado a la salida del laberinto. Mientras Pedro bajaba y
cargábamos las maletas, me hizo una seña. Empezamos a
caminar por un largo pasillo cubierto que terminaba en una
puerta maciza. La golpeó tres veces con fuerza, hasta que al
rato se escuchó girar una llave. La pesada puerta se abrió
lentamente y entramos a un gran patio de una residencia, que
parecía un hospedaje. Junto a una pequeña fuente que estaba
ubicada en el centro soltamos las maletas. Todos los que allí
estaban detuvieron sus movimientos y me convirtieron de
inmediato en el centro de sus miradas. Incómodo, observaba
que también desde la galería del piso superior se asomaban
con curiosidad. Pedro entonces les dirigió unas palabras en un
idioma que desconocía, y tras susurrar entre ellos cambiaron
su expresión haciéndome un gesto de bienvenida. La mayoría
me saludó cortésmente, inclinando la cabeza, y volvieron cada
uno a lo suyo.
“Sígueme”, dijo Pedro, “hay habitaciones libres en el
primer piso.”
Mientras subíamos las escaleras me llamó la atención la
prolijidad del lugar. No se escuchaban conversaciones ni
siquiera algún ruido, por lo que nuestras pisadas resonaban
notoriamente. Entramos a una pieza por demás amplia. La
cama tenía sus sábanas tendidas como esperando a algún
huésped.
—Pedro, esto es muy extraño. Yo me dejo conducir por ti,
subo a tu auto, después de varios kilómetros terminamos en
esta especie de mansión, me traes a una confortable

83
habitación, y todavía no te he preguntado qué significa esto ni
quién eres tú.
—No te intranquilices. Simplemente intuyo que viniste a
buscar ayuda con un objetivo muy concreto.
—¿Y cómo lo sabes?
—Yo tengo la visión muy clara de por qué te estoy
ayudando. Ponte cómodo y relájate, ya tendremos ocasión de
conversar. La vestimenta que hay en el placard haz de cuenta
que es tuya –señaló, mientras entornaba las cortinas.
Cuando cerró la puerta, apenas pude quitarme la ropa y
lanzarme a la cama. Mirando los claroscuros que la luz del sol
estampaba contra la pared, fui entrando de a poco en una
ensoñación.
Salí por la ventana y quedé parado indeciso al borde de
un precipicio delante de mí nacía un puente muy precario con
varias tablas desalineadas y dos sogas para apenas
sostenerse que eran la única garantía para cruzar ese abismo
vacilante iba tanteando con mis pies la resistencia que me
ofrecían las débiles maderas llegado a la mitad del recorrido el
puente se inclinó para mostrarme un río correntoso que estaba
aguardando mi caída con esfuerzo intentaba avanzar a pesar
del viento que me hacía tambalear de pronto una de las tablas
se rompió y quedé colgando de ambas manos abajo el río azul
verdoso se había convertido en una terrible boca dispuesta a
tragarme ya no soportaba más el peso de mi cuerpo cuando
una mano se aferró a mi muñeca y me alzó irradiaba tanta luz
que al querer mirar su rostro apenas pude distinguir que tenía
cabeza de pájaro quedé tan maravillado con lo ocurrido que no
reparé en que ya estaba en tierra firme miré mis pies pisando
la arena de la otra orilla mientras se alejaba mi salvador
volando hacia un eclipse.
Desperté desorientado. Hubiera necesitado de la
presencia del Maestro, para indicarme desde dónde situarme
para esclarecer el mensaje del sueño. ¿Sería también asunto
de la intuición? De inmediato recordé un pasaje de mi
educación en la escuela: la maestra nos mostraba el dibujo de

84
un ángel resguardando a un joven que cruzaba un puente
similar al que había soñado. Fugazmente evoqué a mis seres
queridos. ¿Acaso no son aquellos que nos aman nuestros
ángeles reales? ¿Qué sería de nosotros, en la fragilidad de la
vida, si no tuviésemos la certeza de contar con el apoyo de los
afectos? ¿El Nuevo Hombre que anhela el Maestro no tendrá
acaso que potenciar el amor al prójimo? Había sido recibido
por un desconocido, que sin preguntar abrió sus manos para
ofrecerme su hospitalidad. A lo mejor (ensayé una
interpretación que me conformó) el sueño lo refería.
Salté de la cama con optimismo, abrí el placard y tomé
una túnica de vivos colores. Después de acomodar mi aspecto
en el espejo bajé apurado las escaleras, y por la puerta lateral
salí a la calle. Allí me encontré con una especie de feria donde
todos discutían a viva voz. Queriendo descifrar el motivo de
esa escena me interné en el gentío. No tuve más que dar unos
pasos entre ellos para apreciar que mi presencia los
inquietaba. Me observaban de tal manera que me hacían sentir
incómodo. No tardé en deducir que fijaban su vista en mi ropa
antes que en mi cara, lo cual hacía evidente que la vestimenta
que había elegido se correspondía sólo con mi deseo de
“vestirme bien”, a la usanza occidental.
Comprobé de un vistazo que, para quienes estaban allí,
sus atavíos no se relacionaban con su ego. Parecían estar
vestidos por un mismo sastre. No querían aparentar, como yo,
otra cosa por lo que llevaban puesto. Su ropa era una simple
cortina para ocultar el cuerpo, que no era más que el envase
de lo más rico, sus espíritus.
Volví avergonzado, sintiendo que era nada más que un
forastero intentando copiarles su estilo de vida, que por otra
parte desconocía. Nada más que con sus miradas me habían
hecho razonar cuán lejos estaba de lo realmente hindú. Lo
ridículo de querer aparentar lo que aún no se es.
—¿No considera que está demasiado colorido? –dijo
alguien, sentado en el descanso de la escalera.

85
—Me confirma entonces que es mi aspecto el que
incomoda tanto –le contesté.
—No se apresure, tantos siglos de cultura no se aprenden
de un momento para otro –trató de consolarme –. Me llaman
Paso Largo y, si desea, le puedo proveer de algo más
apropiado.
El hombrecito del extraño apodo me acompañó hacia mi
habitación. Fue al ropero, de donde sacó prendas blancas que
estaban a tono con la gente de la calle. Le agradecí, y con el
orgullo de no sentirme tan extraño salí nuevamente, alegre en
mi oculta timidez, porque vestido de esa forma pasaba
inadvertido.

A lo lejos vi a Pedro acompañado de dos personas. Me


hizo una seña para que me uniera a ellos y juntos recorrimos el
enmarañado pueblo, hasta que ingresamos en una casa
pequeña. Tardé en acostumbrar mi vista a la penumbra del
recinto, apenas iluminado por velas. Sentados en el piso,
alrededor de una mesa bajita, tres hombres dialogaban
amigablemente. Nos invitaron a ponernos cómodos. El aroma
a mirra navegaba en el ambiente, entrelazado con la suave
melodía que sonaba de una flauta. Cerré los ojos y comencé a
mover mi cuerpo en consonancia con lo que estaba recibiendo.
Mis sentidos entraban en una línea de armonía, perfecta y
placentera. Noté que todos nos estábamos meciendo,
ondulando como cobras. Pedro fue a buscar una botella y nos
sirvió el líquido que contenía en las copas de todos quienes
estábamos allí.
“Tómalo de un trago”, me dijo, “y participa de nuestra
tradición.”
Levanté la copa y me detuve a mirar la bebida, similar al
yogur, que tenía un matiz verdoso. Pedro debió notar mi
expresión, porque enseguida me sugirió:
“Bébelo sin miedo, es banglari.”
Lo acerqué a mi nariz y sentí que tenía fuerte olor a
menta. Los demás, que ya lo habían bebido, me miraban con

86
sus copas vacías en alto. Para no ser menos los imité, pero
apenas pude saborearlo el espeso líquido se derramó por mi
boca, como lava quemándome la garganta. Al momento todos
golpearon sus copas sobre la mesa produciendo un ruido seco,
mientras yo, que no podía dejar de toser, trataba de disimular
el ingrato momento.
Pedro se levantó dirigiéndose a un rincón de la
habitación. Del desordenado armario sacó una lámina que
extendió sobre la mesa.
—Aquí tienes a la mística India –me comentó mientras
señalaba el lugar donde estábamos. Desde allí marcó
lentamente un trazo hacia el corazón del país. Volvió a mirarme
y dijo para mi asombro:
—Observa este recorrido. Hace no mucho tiempo el
doctor Keving, a quien buscas, pasó por aquí y se relacionó
con mi hermano, que también ejerce su misma ciencia en
nuestro hospital. Por intermedio de él lo conocí. Me solicitó
asesoramiento para iniciar una arriesgada expedición a esta
zona para continuar con sus investigaciones –decía, mientras
con el dedo hacía un círculo en el centro de la India.
—Entonces tuviste la oportunidad de conocerlo –le dije
sin comprender por qué no me lo había mencionado antes –
¿Tienes idea acerca de qué estaba investigando?
Pedro dirigió su mirada a otro compañero en la mesa y
me dijo.
—Te presento a Santos. Estuvo con el doctor un largo
tiempo y te puede proporcionar más detalles que yo.
Se incorporó para saludarme. Era un hindú por demás
corpulento, con una firmeza que noté desde su apretón de
manos.
—Veo que estás buscando al médico extranjero. Te
brindaré algunos datos interesantes, ya que lo asistí en el
primer trayecto de su viaje.
—Sí, por favor, todo lo que puedas contarme será de
mucha ayuda.

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—El doctor Keving se internó por su propia voluntad en
una zona misteriosa y peligrosa.
—¿Por qué dices que es peligrosa? –pregunté.
—Lo acompañé porque para recorrer esos lugares
necesitaba un buen guía, y además por el dominio que tengo
de algunos dialectos de las comunidades que allí habitan. Lo
llevé hasta el límite, antes de llegar a poblados donde no
aceptan desconocidos. Yo no quise seguir. Conozco
demasiadas leyendas respecto del destino funesto que espera
a los que sin permiso intentan entrar en sus secretos. Esto, no
obstante, le dio valor porque decidió continuar solo.
—¿A qué tipo de secretos te refieres? –inquirí.
—Tienen conocimientos ancestrales respecto al
encantamiento de las serpientes y sus venenos. Ese tema lo
atraía, ya que me comentó que estaba investigando distintas
aplicaciones de los sueros antiofídicos para curar
enfermedades.
—¿Consiguió lo que buscaba? –pregunté.
—Lo desconozco. No volvimos a recibir noticias de él. Era
una persona muy especial. Hasta le escuché mencionar que
había conocido a un hombre que conjuraba los venenos con
sus palabras.
Santos vaciló en continuar con su relato cuando vio el
cambio drástico de mi expresión. No pude sino asentir con la
cabeza, confirmando la autenticidad de esto último. Tomé la
palabra y les hablé a grandes rasgos del poder de ese hombre,
de su contacto con la ciencia médica a través del hospital, de
su relación con Keving y de su misteriosa ausencia.
“Entonces con él se perdió esa antigua sabiduría”,
comentó resignado otro de los que allí estaban, alguien muy
extraño que ocultaba parte de su rostro con una capucha.
Conmovido por el interés que mostraban ante mi relato,
no dudé en revelarles que ese poder me había sido
transmitido, y que también era uno de los motivos de mi
presencia en estas remotas tierras.

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Debo haberles dicho aquello que querían escuchar,
porque al instante miraron al hombre de la capucha. Este
encendió su pipa, exhaló una bocanada de humo y apenas
musitó:
“Tú tienes un poder que el médico que buscas no posee.
¿Para qué lo quieres encontrar?”
Si bien me inspiraban confianza, no consideré oportuno
decirles que la búsqueda del médico era el trampolín para
encontrar el Manuscrito. Traté de no mentir, pero tampoco de
decir la verdad.
“Estoy reconstruyendo una historia y sospecho que él
tiene la clave”, dije convencido.
El misterioso encapuchado se acomodó en su silla y lo
que expresó me llamó la atención.
“Ocurren cosas muy extrañas. A lo mejor él encuentre en
ti las claves que tú estás buscando en él.”
Antes de que pudiese preguntar acerca de lo que
acababa de decirme prosiguió, casi ordenando.
“Algo me está diciendo que tu destino es lo
suficientemente importante, que no permitirás que nada se te
interponga. Santos está a tu entera disposición para guiarte.
Cuenta con nuestra ayuda, dinos por dónde quieres iniciar tus
indagaciones.”
La buena predisposición de todos ellos me animó.
—Bien, al menos debo intentar recorrer el camino del
médico para encontrarlo, y si no lo hallo, de todas formas estoy
seguro de que algo podré rescatar –les dije con absoluta
confianza.
—No creas que te resultará fácil transitar por esa zona sin
inconvenientes –dijo otro de los que estaban allí sentados –,
además, ten en cuenta que lo deberás buscar en un área muy
amplia.
—Santos –lo encaré decidido – necesito de tu guía para
llegar allí. Llévame a los límites, que yo sabré cómo continuar
mi búsqueda.

89
—Iré contigo –me dijo –. Te acompañaré hasta donde te
lo propongas.

Estaba más cerca. Nunca hubiera imaginado


relacionarme con baquianos, que tan pronto me indicasen
dónde empiezan las huellas. Estos hombres, hasta ayer
desconocidos por mí, me habían ofrecido la punta de un ovillo
del que no debía soltarme.
Para matizar la espera trataba de no quedarme encerrado
en mi habitación, y no tuve mejor idea que mezclarme con la
gente del lugar para conocer los rastros de su milenaria
cultura. El paisaje urbano no me era tan extraño. Los niños
jugaban en las calles, las mujeres asomadas a las ventanas, y
los hombres hechos racimos en las esquinas. La ropa, el
idioma o el color de la piel no son más que atributos
indispensables para diferenciarse de otras culturas, aunque lo
cierto es que, despojados de ellos, somos sugestivamente
parecidos.
Al atardecer del tercer día, mientras me perdía caminando
entre las estrechas calles, pasó frente a mí el automóvil de
Pedro y frenó bruscamente. Por la ventanilla se asomó él, a
pura sonrisa.
“Iba a buscarte. ¡Mañana temprano saldrás con Santos
hacia la aventura!”, anunció, y se alejó al instante con alguien
que, por su cara de asombro, sería un turista.
Quedé en medio de la calle, viéndolos alejarse envueltos
en una nube de polvo. Pronto se desplegaría otro juego para
llevarme a un nuevo punto de partida. Sentí que me
atravesaba una inquietud sin certeza.

Santos me despertó abanicando los pasajes en mi rostro.


Había dormido profundamente, y hasta creo que la voz del
Maestro se había colado en mis sueños. Afuera nos aguardaba
Pedro para llevarnos a la Terminal.
Por supuesto, a toda velocidad, llegamos enseguida. Se
despidió deseándonos buena suerte, después de dejarnos

90
junto a un ómnibus antiguo al que varios hombres intentaban
hacer arrancar. Tardé unos instantes en comprender; en
verdad, no podía creer que aquel vehículo vetusto iba a
atravesar la India de punta a punta. Me preguntaba de qué
manera.
Era entretenido ver a los demás pasajeros, evidentemente
diestros en retrasos, llegando sin prisa y cargando sus
voluminosos equipajes sobre el techo. La hora de la partida ya
se había excedido y mientras los mecánicos seguían
intentando arreglar el motor, ninguno dentro del micro
demostraba impaciencia: dialogaban entre sí y hasta se
convidaban comida. A nadie, salvo a mí, le importaba
demasiado la demora. Una mujer que llevaba a su hijito en
brazos me miraba desde el costado, y se estiró para
alcanzarme su pedazo de pan. Cerré mis ojos degustándolo
como si fuese un manjar suculento, y mi cuerpo se relajó. Ese
instante pequeño y sublime no hizo más que calmarme.
La explosión del motor en marcha, acompañado por el
aplauso de los pasajeros, me sacudió. El vehículo empezó a
zigzaguear por las callecitas hasta llegar a la ruta. El primer
cartel informaba: Kanchipuram: 77 km.

El pesado animal a duras penas movía su osamenta,


acostumbrado a transitar por los mismos caminos. Bufando
progresaba cansino, paso tras paso, avisando que no llegaría
muy lejos sin detenerse a beber en algún oasis. Se inclinará
reposando a recargar energía y yo miraré a través de sus ojos
los trazados de las estrellas para dibujar en ellas el rostro de
mi destino.

Cuando nos detuvimos en Kanchipuram, la denominada


Ciudad de los Sabios, pensé que quizás el Manuscrito podría
estar en esa zona, pero esa posibilidad era demasiado simple,
absurdamente obvia. Aunque recordé que en general la verdad
profunda se halla delante de nuestros ojos, decidí seguir.

91
Durante varias horas me distraje contemplando el paisaje
a través de la ventanilla. Me llamaban la atención en especial
las mujeres con sus vistosos vestidos que a la vera del camino,
cargando sus cestos de comida para los viajeros, anunciaban
la entrada a los pueblos. Como el ómnibus paraba en todos los
poblados aprovechaba para acercarme a ellas. Apenas
bajábamos nos rodeaban, y al ver nuestro interés en probar
distintos alimentos nos ofrecían la mayor variedad posible.
Santos elegía entre todos y me invitaba a degustar sabores
nuevos. Cuando les pagaba dejaban las cestas y unían sus
manos debajo del mentón haciendo una leve reverencia.
—Devuélveles el mismo gesto –me explicaba Santos –.
Aquí en el sur lo llamamos namaskaram, un saludo de cortesía
muy común entre nosotros. ¿No se acostumbra en tu país?
—No, en general demostramos gratitud de otras maneras
–traté de justificarme –, pero este acto reverencial proyecta a
otra dimensión.
—Con este ademán tan simple evocamos a diario que,
tanto en la pobreza como en la riqueza, es bueno no perder la
verdadera dimensión del prójimo.
Me fascinaba que lo cotidiano tuviese su costado místico.
No hacía más que reflejar religiosidad y respeto al otro, algo a
lo que estamos poco acostumbrados en Occidente.

El ómnibus avanzaba hacia la noche. Santos estaba


leyendo el periódico local, con el esfuerzo de agudizar su vista
casi a oscuras.
—Dios no nos dio ojos de gato –le dije sonriendo.
—Oye, desde que salimos no haces más que mirar por la
ventanilla. ¿Tanto te fascina el paisaje o crees que lo verás a
Keving haciéndote señas para que bajes? –devolvió la broma.
Me reí imaginando lo ridículo de esa situación.
—En verdad estoy atento en descubrir algún signo que
me parezca un llamado, pero no sabría decirte cuándo
aparecerá. Créeme que estoy en la ruta correcta. Es como si

92
las mujeres, al saludarme inclinándose, me estuviesen
diciendo: “Sí, es por aquí”.
Santos me miró sin inmutarse. Al rato dijo:
—El médico era menos complicado que tú. Me pidió que
lo llevara hasta el límite de ese pueblo, y sin más se largó a
buscar su rumbo. Admito que no logro comprender tus
intenciones: hemos salteado el poblado donde bajé con él para
iniciar el recorrido..., tampoco allí quisiste descender. De aquí
en adelante los pueblos son cada vez más distantes y ya está
comenzando a oscurecer.
Tomó aire para reafirmar aquello que lo inquietaba.
—¿Podrías explicarme qué tipo de señal esperas? –
inquirió.
En el horizonte, un pájaro que recortaba el paisaje
parecía guiar el anochecer. Con el fondo de la puesta del Sol
trazaba su sendero en las alturas. Quizá tan recóndito como el
camino que esa ave recorría era para mí tratar de explicar
aquello que inquietaba a Santos. Aunque estaba convencido
de lo que buscaba, no tenía aún ninguna evidencia.
Se quedó mirándome, esperando mi respuesta.
Apremiado por la situación, y al no poder hallar las palabras
justas para explicarle aquellas sensaciones que tenía en mi
conciencia, me aferré al Libro. Lo abrí al azar y comencé a leer,
para mi asombro.
—Santos, escucha esto: “Un pueblo por demás
misterioso se sitúa al oeste de Madrás. Sus habitantes son
expertos con las cobras, a las que protegen como objeto de
veneración. Su habilidad para cazarlas es transmitida por
generaciones, y se repite en un ritual que aseguran que es
antiquísimo. Con ojo avizor sus diestros habitantes buscan en
el paisaje pedregoso manchas blancas: las pieles que estos
animales han mutado. Saben que la presa está a pocos metros
de allí, y se acercan lentamente buscando cuevas entre las
rocas. Al descubrir el escondite dan siete vueltas alrededor y
orientan un espejo de bolsillo para que los rayos del Sol
iluminen la cavidad. Entonces introducen las manos, sin

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protección, en el hoyo y sacan la cobra a la luz. Esta,
visiblemente furiosa, con su cuello desplegado en forma de
capucha, en posición de ataque, abalanza sus fauces hacia
quien la arrancó de su hábitat, pero el experto cazador se
defiende anteponiendo su turbante, donde quedan
enganchados los dientes que vierten el veneno mortal.
Finalmente mira fijo a los ojos de su conquista y le murmura
unas palabras por las cuales queda hipnotizada”… Sigue
leyendo tú ya que te gusta leer en penumbras.
Santos tomó el libro donde le señalé, ávido por continuar
el relato, y comenzó a girarlo.
—¿Cuál es la posición correcta para entender estos
signos? –observó confundido –. No creas que pueda traducirlo.
¿En qué idioma está escrito?
Me devolvió el libro y volví a posar mi mirada en él.
Pasaba las páginas y podía leer perfectamente aquel Libro que
hasta ayer me había negado coherencia, y que para Santos
era incomprensible.
El Libro pareció agigantarse en mis manos, tomando
dimensiones fantásticas. Alrededor los ruidos fueron
disminuyendo, a medida que mi pensamiento abría las
esclusas de la evocación con imágenes que brotaban de mi
mente y se mezclaban con la realidad: el Libro sobresaliendo
de un estante; las páginas esquivas a la razón; la boca de
Santos musitando palabras que no podía oír; una misteriosa
tablilla rugosa en mis manos; Eva repitiendo “Sánscrito”; el sol
ocultándose tras una colina; mis dedos acariciando la tablilla;
Ana sugiriendo: “Apreciar la verdad desde todos los ángulos”;
un niño haciendo girar un juguete entre sus manos una y otra
vez.
De pronto un destello iluminó algo que tenía frente a mis
ojos, viéndolo por vez primera.
Me paré casi por instinto para bajar del portaequipaje mi
mochila. Santos y los demás pasajeros miraban azorados,
mientras desplegaba mis pertenencias sobre el piso del

94
ómnibus. Metí la mano en el fondo y la saqué, como a la cobra
de su hoyo.
“¡Acá está!”, exclamé. “Santos pide si alguien tiene una
linterna, que necesito alumbrarla.”
Me acercaron una caja de fósforos, y todos se quedaron
mirándome, esperando un acto de magia.
El fogonazo pareció iluminar el universo. Acerqué la llama
a la tablilla que frente a mí mostraba sus oscuros signos. La fui
girando lentamente hasta ponerla rasante a mi visión. Entre los
infinitos pliegues, como un primitivo holograma, estaban
escritas tres frases que sólo se podían leer de esa manera:

siete obstáculos
el sendero de la cobra
atrapar su melodía

El fósforo terminó apagándose ante la cara atónita de mis


ocasionales acompañantes, que volvían a sus lugares
defraudados por el espectáculo.
Santos se acomodó en su asiento y se cruzó de brazos,
callado, mirándome con desconfianza. Yo no salía de mi
asombro, y menos podía comunicarle mi hallazgo porque
pondría al descubierto mi misión.
La evidencia, entonces, no estaba en el visible texto en
sánscrito, que se me ofrecía como una distracción, sino oculta
caprichosamente. Mi error de lectura había sido abordarla
desde nuestra mirada tradicional. Como un pájaro en vuelo me
había fascinado con el azul del mar, cuando la verdad estaba
en la playa, con la cara pegada en la arena, viendo el código
en la espuma de las olas.

Mientras el animal prehistórico avanzaba carraspeando


en busca de su oasis, nos fue ganando el sueño. El ruido del
motor, incorporado a nuestro dormir, se detuvo. Miré hacia
afuera creyendo que habíamos hecho otra escala en algún
pueblo, pero solo el silencio y la oscuridad de la noche se

95
hacían presentes. Observé al chofer que, inmóvil, estaba en su
asiento con la vista hacia la carretera. Me acerqué
cuidadosamente tratando de no despertar a nadie. No alcancé
a preguntar nada cuando vi, iluminadas por los faros del
ómnibus, a unas vacas que obstruían el paso.
“No te alarmes”, detrás, la voz de Santos intentaba
tranquilizarme para que volviera a mi asiento, “es común
detenernos cuando lo deciden las vacas. Aquí son tan
sagradas como tus serpientes.”
No tuvo mejor ocurrencia que decirlo de esa manera
cuando reparé que los animales que nos demoraban eran
siete.
Un impulso me asaltó.
“Este es el lugar. ¡Es aquí donde me bajo!”
Lo dije con tanta firmeza que Santos fue a corroborar con
el chofer el lugar exacto donde nos encontrábamos.
—Lamento contradecirte, pero estamos a varios
kilómetros del próximo poblado. Convendría que bajáramos
allí.
—No tienes por qué venir conmigo. Tu compañía me ha
dado el temple necesario para ordenar mis ideas. Estoy
convencido de que llegaré a buen fin. Regresa a Madrás, que
me reuniré contigo pronto.
Insistió en acompañarme pero ya lo había decidido, tenía
que seguir solo.
Cuando bajaron mi equipaje al costado de la ruta las
vacas, desentendidas de la situación, comenzaron a moverse y
se fueron adentrando en el campo.
Me despedí del amigo, que desde el estribo me miraba
mientras el dinosaurio volvía a rugir para seguir con su marcha.
Las lucecitas rojas se fueron perdiendo de a poco hasta
que dejaron de parpadear. Y yo quedé solo, sin referencias y
en la oscuridad.

96
VENUS

“Era empero la serpiente el animal más astuto de todos cuantos animales


había hecho el Señor Dios sobre la tierra.”

Libro del GÉNESIS

Sentado sobre mi equipaje, al costado del camino esperé


pacientemente la primera claridad de la mañana para
orientarme.
Persuadido de que tenía que iniciar el juego de esta
nueva partida, trataba de encontrar algún señuelo a mi mirada,

97
pero nada me resultaba significativo. Saqué de mi bolsillo la
enigmática tablilla y, de la misma manera en que descubrí su
sentido, volví a imaginar cómo enfocaría la situación en que
me hallaba desde otro punto de vista. Supuse entonces que si
fuese un ser que vive a ras del piso, si no pudiera más que
arrastrarme, mi visión se toparía con los rasgos poco visibles
del pincel de la Creación: aquí un pequeñísimo gusano
devorando el borde de una hoja, allí otro insecto tratando de
subir a la capa asfáltica, esa gran alfombra que interrumpe su
recorrido. En cambio si volase, tendría otra perspectiva, otra
opinión de los sucesos. Las pequeñeces desaparecerían,
algunos objetos serían visibles únicamente en conjunto, y otros
recobrarían su exacta dimensión. La ruta, por ejemplo, vista
desde las alturas, parecería el trazo de un límite…, ahí estaba
el mensaje... Un límite que las vacas sagradas no habían
franqueado.
Entendí que ese era el rumbo a seguir, avanzar hacia
donde ellas se dirigieron. Además, si iba hacia el Oeste,
seguiría la traza del Sol: la ruta era el arco y el Sol la flecha, no
tenía más que acompañar su trayectoria. Acomodé los pesos
sobre mi cuerpo y partí a resolver este nuevo laberinto.

Alrededor del mediodía, y después de haber atravesado


una extensa pradera llegué a un pequeño río. Entumecido por
la carga y agobiado por el calor, fue una ola de placer
sumergirme desnudo en sus aguas. En esa condición,
despojado de todo ropaje y en medio de un paisaje inhóspito,
tuve una extraña sensación. Quizá la libertad. O tal vez la
creencia de estar siendo ungido por un nuevo bautismo.
Tras el descanso, decidí que lo mejor para soportar el
calor sería desligarme de mis pertenencias. Por lo tanto,
continué la marcha con lo mínimo indispensable: mi vestimenta
hindú, una bolsa con frutas, la cantimplora, el Libro y la tablilla.
Cuando me alejaba pensé que si alguien encontraba mi rastro
vería, en la ropa que había quedado desparramada, a mi
antigua piel.

98
La caminata que siguió fue abrumadora. Aunque no le
encontraba explicación, sentía que me estaba adentrando en el
territorio prohibido del que me habían advertido. Las ramas de
los arbustos parecían flagelarme y no daba abasto tratando de
espantar a los insectos que me rodeaban, para aterrizar en mi
cuerpo.
Llegué al fin a un páramo y decidí cobijarme debajo de
uno de los pocos árboles que, solitarios, me marcaban escalas
en el camino. Recordando juegos de mi infancia lo trepé, para
tener mejor panorama del lugar. Lentamente rastreé el agreste
paisaje tratando de penetrar cada rincón con mi mirada, pero
no divisé construcciones ni porciones de tierra sembrada, y
menos todavía algún indicio humano.
Regresé al Libro con la esperanza de encontrar otra guía,
pero su texto volvía a esconderse a mi entendimiento. Traté en
vano de hallar la página que hacía unas pocas horas se había
mostrado dócil a la lectura. Pero más allá de ese latido de
sentido, ahora tenía frente a mí una confusa corriente de
palabras entrelazadas y esquivas.
No tuve resto para desanimarme; estaba tan exhausto
que me acomodé entre dos fuertes ramas y me eché a dormir.
No pude precisar por cuántas horas, pero el frío me despertó
en plena noche. Recordé que “…la noche es el reino de los
animales”, y casi en penumbras vivencié el temor del
indefenso. Con mis pupilas dilatadas y los oídos atentos me
imaginaba un ser primitivo tratando de sobrevivir al rigor de la
oscuridad. Por primera vez me encontraba cara a cara con la
soledad, tan desligado de aquel apacible estilo de vida que me
había sostenido tantos años. Y en ese instante dudé. ¿Tendría
sentido haber dejado todo por tratar de encontrar un nuevo
rumbo? Bien podría fallar, y si estaba en la senda equivocada
sería en vano tanto sacrificio. Me preguntaba también si esta
peregrinación era un viaje hacia lo más auténtico de nuestro
ser, o acaso me engañaba tratando de agradar a los que
confiaban en mí.

99
Alcé la vista y miré las estrellas. Imaginé que si fuese el
único habitante del planeta seguramente me preguntaría el
porqué de tanta inmensidad, y para intentar comprenderla
terminaría dándole formas conocidas: la sombra de una
luciérnaga, la memoria del ocaso, las brumas de la noche, o
quizás el reflejo de una ilusión. Me serené pensando que,
como vislumbraron también los mayas, todo responde a un
orden exacto, aunque secreto y pudoroso. Todo está en el
lugar que tiene que estar. Cada partícula de la Creación
cumple su cometido, y yo estaba descubriendo el mío. El
amanecer traería otra esperanza y la intuición me guiaría.
¿Qué más podía pedir para seguir…? Tranquilo, volví a
dormirme.

Las luces del día asomándose entre las hojas fue lo


primero que percibí al abrir los ojos. Me incorporé, aspirando
un profundo aroma a hierba mojada por el rocío. Desayuné las
últimas frutas rogando que la jornada no se presentase tan
sofocante, ya que apenas me quedaba agua. No obstante,
traté de darme coraje para continuar; bajé del árbol y retomé la
marcha por la imaginaria línea que había trazado.
Las horas caían como lágrimas. El alivio que cada tanto
me ofrecían las nubes era una bendición que disimulaba mi
incomodidad. Pero ya no podía engañarme. Veía que
empezaba a tener un aspecto deplorable. La vestimenta
rasgada, las sandalias rotas, el cuerpo cubierto de ronchas,
sucio, sudoroso, con la piel de mi cara pelándose: agradecí por
no estar frente a un espejo.
Mientras mojaba los labios con las últimas gotas de agua
que quedaban me acerqué a un tronco caído, para sentarme a
reparar mi calzado. Lo que vi a su alrededor me renovó el
ánimo. El tronco estaba rodeado de piedras, que por su
disposición habían sido colocadas por alguien. Al examinarlas
comprobé que estaban talladas de extrañas formas, con
grabados de figuras humanas y animales. La piedra más

100
grande dibujaba una serpiente en todo su contorno, salpicada
de signos similares a los de la tablilla.
Al costado, labradas en el barro seco, numerosas pisadas
humanas me indicaban una dirección a seguir. Deduje que los
artesanos no estarían muy lejos. Tiré las sandalias y con los
jirones de la bolsa envolví mis pies lastimados. Del tronco corté
una rama resistente para usarla de apoyo y seguí las huellas,
que trazaban un sendero sinuoso, cuyo rastro se perdía en una
plantación de bambú.
Ahí me detuve: aunque no había visto nada que lo
indicara, creía que el terreno estaba impregnado de serpientes.
Sugestionado por esa posibilidad sentía los invisibles lazos del
miedo envolverme de a poco. Inmovilizado, trataba de razonar
acerca de lo ridículo que era temerles y, al mismo tiempo,
poseer la capacidad de evitar su daño. No tenía más opciones,
era continuar o regresar. Me aferré al Libro y entendí que debía
proseguir como fuera. Di un paso y luego otro, y uno más. No
dejaba de observar alrededor para evitar lo que no quería
encontrar, pero seguía adelante, hasta que me vi tan rodeado
de plantas que comprendí que había llegado al centro de mis
miedos y tuve el peor de los presentimientos: las cañas se
transformarían en serpientes. Cerré los ojos y pensé que si
eso sucedía yo también cambiaría mi forma y me convertiría en
otra cosa, para provocarles indiferencia o rechazo. Cuando
volví a mirar, a lo lejos, por entre las cañas, una construcción
se recortaba en el paisaje.
Apresuré la marcha, y por la necesidad de ver a alguien
entré casi corriendo. El lugar era un cuarto cuadrado de
mediana dimensión, con una sola puerta y sin ventanas.
Advertí que era un pequeño templo, porque en el centro de ese
espacio cerrado había una plataforma que tenía la estatuilla de
una deidad. Por el aspecto aseado del lugar, daba la impresión
de que era visitado habitualmente. Caí de rodillas, exhausto,
cuando noté que algo se movía junto a la pared. Una cobra de
gran tamaño se desplazaba hacia mí. Surgió de las sombras,
como saliendo de la profundidad de las tinieblas. A medida que

101
se acercaba comenzó a erguirse, mientras dilataba su cuello
amenazante formando una capucha. Un escalofrío inundó mi
cuerpo. Estaba paralizado de terror, sin poder reaccionar. Esos
segundos en que quedamos mirándonos a los ojos me
resultaron eternos. Veía que de a poco iba moviendo su
cabeza hacia atrás, arqueándose para lanzar su golpe.
Entonces, en un movimiento imperceptible, el Libro cayó de mi
mano y eso me sacudió. Me incorporé y salí corriendo
despavorido. No podía detenerme, hasta que choqué con algo
y caí al piso. De cara a la tierra trataba de recuperarme del
susto cuando una mano acarició mi espalda y una voz
conocida me dijo:
—¿De qué estás escapando?
—Del miedo –contesté.
El Maestro, sentado a mi lado volvió a preguntar,
tranquilizándome.
—¿Cómo te imaginas el miedo?
—Es más rápido que yo y nunca descansa. Está solo y
siempre está atento. Es callado y escucha al corazón que late
fuerte. Es invisible y se manifiesta donde más duele.
—¿Alguna vez lo has visto?
—No, pero habitualmente se me representa así.
—¿Sabes qué es el miedo…? Una esfera de cristal que
contiene un remolino. Si no dejas de mirarlo te atraerá hacia él.
—¿Y cuál es la clave para liberarse, Maestro?
Retiró su mano y se alejó despacio. Apenas escuché su
voz.
—La esfera te refleja.

Levanté la vista y me incorporé. Entre los pastizales, que


apenas se movían por una brisa, distinguía a distancia el
pequeño templo. Por encima, una nube manchaba la limpieza
del cielo. De pronto todo se congeló, como una fotografía. Me
estremeció relacionar que en ese recinto, en un momento
único, se habían reunido dos objetos opuestos para mis
afectos: la serpiente y el Libro Dorado. Aquello que trataba de

102
evitar y esto de lo que no podía desprenderme estaban juntos
en aquel instante mágico. Lo instintivo entrelazándose con lo
cultural. Quizá lo animal fusionándose con lo humano. Imaginé
que en ese encuentro cada parte perdería algo que ganaría la
otra. Sin duda, fruto de esa convivencia, también se produciría
algo nuevo en mí.
Seguí mi camino, confiado en que volvería a enfrentar a la
cobra para recoger el Libro y todo, posiblemente, sería distinto.
Pocos kilómetros más adelante divisé algunos
sembradíos. Rogué encontrar a alguien, porque estaba en un
estado desesperante. Sediento, casi descalzo, con mi cuerpo
maltratado, ansiaba como nunca el contacto con un semejante.
No tuve que caminar mucho más. Unos ladridos dirigieron mi
vista hacia los árboles. Varios niños que parecían estar
jugando se sorprendieron al verme y comenzaron a correr. Me
apuré a seguirlos, convencido de que me llevarían con sus
mayores. No me equivoqué: después de sortear el último
monte, en total estado de mendicidad y rodeado de una jauría
que me servía de escolta, llegué a una pequeña aldea.
Un grupo, curioso ante mi llegada, se amontonó para
recibirme. Los niños que me habían indicado el último tramo
del camino se asomaban por entre las piernas de los hombres
que, inmóviles, aguardaban que me acercara. Me dirigí hacia
aquel que daba la impresión de tener mayor jerarquía. Tenía
una prominente barba negra, que resaltaba sobre la blancura
de su túnica y su turbante. Me paré frente a él y atiné a recoger
mis manos sobre el pecho a manera de saludo. Sin inmutarse,
se quedó mirándome fijo a los ojos. Pronunció en voz baja
unas palabras y su rostro adusto dibujó una leve sonrisa que
me hizo volver a respirar. Les dio indicaciones a los demás,
quienes me guiaron amablemente hasta la que sería mi
morada, una pequeña choza hecha de paja y barro, con una
abertura por la que entraba apenas la luz. El lugar estaba
deshabitado, totalmente vacío. Me senté exhausto sobre el
piso de tierra, y enseguida trajeron comida y una jarra con
agua. No me alcanzaban las manos para llevarme el alimento

103
a la boca. Estaba experimentando el hecho de recibir un acto
caritativo, que detenga la crueldad del hambre. Sentí deseos
de agradecer a mis anfitriones por brindarme hospitalidad y,
saciado, salí a conocerlos.
Recorrí el lugar desalentado, no demostraban ningún
interés en hablar conmigo. La mayoría me ignoraba por
completo, y cuando me acercaba a alguien con quien cruzaba
miradas se apresuraba en alejarse. El hombre de barba que
me había permitido entrar a la aldea tampoco se hizo ver.
Confundido por la actitud indiferente que tomaban ante mi
presencia, estimé conveniente pasar esa noche bajo techo y
quizá seguir camino al otro día.
Moví la roída cortina de la choza y me sorprendí: habían
retirado los restos de comida. Además, junto a la jarra llena de
agua habían dejado mantas y ropa limpia. Me asomé afuera,
pero no divisé a nadie alrededor. Al halo de misterio que había
en ese lugar le contestaría con los mismos términos: decidí no
volver a hablar. Permanecería en silencio hasta descubrir si allí
había algún indicio de lo que buscaba.

La aldea estaba distribuida en una serie de chozas,


ocultas entre los árboles y esparcidas en un territorio pequeño,
franqueado por dos arroyos. El aspecto primitivo de las
construcciones les daba un aire de estar detenidos en el
tiempo.
Socialmente funcionaban de una manera particular, ya
que en su cotidianidad no cumplían funciones preestablecidas
y fijas. Tenían un engranaje familiar pero se rotaban en la
crianza de los niños, es decir que los hijos de una pareja
alternaban su educación con otros padres. Los hombres
parecían desentendidos del entorno, y periódicamente
desaparecían en masa. Presumía que salían en busca de
alimentos, pero nunca lo pude confirmar, porque siempre
volvían cuando todos dormíamos. Las mujeres eran diestras
trabajando con artesanías, en especial armando canastas de
mimbre, que luego pintaban con cierto sentido artístico. Entre

104
ellos dialogaban poco, como si cada uno supiera de antemano
la necesidad ajena. Por lo mismo, se notaba que habían
dominado nuestros lados oscuros: nunca los escuché discutir,
y mucho menos pelearse.
Era habitual verlos caminar solos, con la mirada perdida.
Pero el cruzarme con alguien me producía cierta inquietud,
porque sentía que su mirada me penetraba e iba directamente
a instalarse en mi pensamiento. Hasta tuve la sospecha de que
esos encuentros circunstanciales eran promovidos para
conocer mis reflexiones.
Todos sus actos, aun los más ínfimos, los realizaban con
sumo placer. Curiosamente, la corrupción de las enfermedades
no había anclado en esa aldea. Se mantenían saludables,
como si gozaran de alguna extraña protección.
Los niños, que también me ignoraban, eran
sorprendentes. Su pasatiempo habitual era realizar un juego
maravilloso que practicaban entre dos: uno de ellos, el mayor,
señalaba la primera mariposa que pasaba en vuelo, y el otro
debía adivinar dónde se posaría. No cesaba de preguntarme
cómo lo hacían, jamás los vi equivocarse.
Aprendí en principio a reconocer a cada uno de los
habitantes, y les ponía un apodo según sus características
llamativas. La comunidad giraba en torno a Barba de Piedra,
que era el hombre más influyente en las decisiones. Otro, Cara
Conocida, era quien vigilaba mis movimientos a distancia,
mientras Ojos Verdes era una hermosa joven que me acercaba
los víveres. La situación no dejaba de resultarme curiosa: me
habían aceptado tal como si fuera un observador no partícipe
de sus decisiones. Nadie me hablaba pero me atendían con un
esmero poco habitual para un desconocido, como si esperasen
algo de mí.
Tenía libertad para caminar por todos lados, pero había
un sector al que no me permitían pasar. Cada vez que me
acercaba por allí, Cara Conocida me franqueaba el paso.
Cuando él se iba con los demás mi moral podía más que mi

105
curiosidad. Si alguna vez llegara a descubrir qué ocultaban en
esa zona infranqueable, lo haría con él presente.
Los días fueron pasando sin prisa, y en ese entramado
perdí la noción del tiempo que llevaba aislado del resto del
mundo. El crecimiento de mis cabellos o el grosor de mi barba,
que cada tanto rasuraba, eran lo único que me informaba que
los días transcurrían y seguían transcurriendo.
Mi pensamiento pasó a ser el centro. Alternaba entre la
meditación y la observación. Recordando lo que alguna vez
había experimentado con el Libro Sin Nombre, perfeccioné mi
técnica: cerraba los ojos buceando en mi realidad interior, y
cuando los abría buscaba relacionarlo con el entorno. Por
ejemplo, escuchando los requerimientos de mi cuerpo supe de
la mejor posición para dormir sobre la tierra. Tal vez
influenciado por ello, tenía el sueño recurrente de ser una
semilla a punto de brotar.
Estaba considerando que la rutina constante de
permanecer en silencio potenciaba mis sentidos. Ruidos, a los
que no les hubiese dado importancia en otro momento (una
rama partida, un aleteo repentino), me alertaban sobre la
presencia de alguien cerca. Hasta me maravillé al percibir que
no solamente los ambientes donde nos movemos tienen su
olor particular. También nuestros cuerpos despiden un halo de
aromas que delatan los estados de ánimo, nuestras desazones
o nuestros gozos. Pero lo más sorprendente de esas
detalladas observaciones fue haber logrado descifrar al fin lo
que aquella vez, frente al teatro, intentó enseñarme el Maestro:
que en la postura corporal reflejamos los pensamientos. Por
ende, estaba aprendiendo a anticipar las acciones que estaban
por realizar. Cada movimiento, aprendí, es una palabra no
dicha.

Una noche de luna llena me desperté al oír una lejana


música. Curioso, salí de la choza y me fui acercando hacia el
lugar de donde emanaban esos placenteros sonidos. Cuando
vi a Cara Conocida no tardé en advertir que me encaminaba a

106
la zona prohibida, aunque a diferencia de otras veces él se
puso a caminar a mi lado, autorizándome a ingresar.
Transitamos entre lo más frondoso de la arboleda hasta que
desembocamos en un terreno sin vegetación, en forma de
círculo. Quedé perplejo: alrededor de una fogata estaban
sentados seis hombres, los más representativos de la aldea,
cada uno con una canasta de mimbre de un color diferente.
Cara Conocida se acomodó junto a la séptima canasta, que
parecía estar esperándolo, y me hizo un gesto para que me
sentase detrás. Los músicos, que estaban ocultos tras los
árboles, cambiaron el ritmo y apareció bailando una hermosa
joven, a la que no recordaba haber visto antes. Su cabello le
cubría el rostro y tenía una larga cicatriz en el cuello, lo que le
daba un aspecto por demás interesante y misterioso. Era tan
expresiva que todo su cuerpo manifestaba claramente un
lenguaje, que no tardé en interpretar. En sus movimientos veía
llamados a la pasión, pero no se los dirigía a los hombres, sino
que estaba concentrada en los cestos.
Al momento reconocí que estaba presenciando una
ceremonia ritual asombrosa. El cuerpo de la bailarina se
esfumaba, cuando envuelta en sus tules traslucía sus formas
contra la luz de la fogata. Se movía semejando un remolino
avivando el fuego. Giraba delante de los cestos de una manera
muy particular. De pronto se detuvo a contemplar la Luna, la
música cesó y cuando el silencio se hizo más silencio se
abrieron los canastos, poniendo al descubierto cobras de gran
tamaño que se erigían ondulando. La de Cara Conocida era la
más vistosa por su tonalidad dorada, aunque todas tenían
particulares matices.
Impresionaba ver que en esa escena los hombres
estaban en trance, mirando fijamente los ojos de su serpiente.
En esa tensión no se notaba quién dominaba a quién. Estaban
inmersos en una hipnosis mutua. Para cortar ese embrujo la
bailarina se ofrecía a ser mirada, dedicándole a cada par una
danza particular. Cuando se acercó, imitando a la cobra de
Cara Conocida, imaginé que las dos eran en verdad el mismo

107
objeto en distintas manifestaciones, lo femenino en estado
puro. Me abordó la idea de denominarlas por el mismo nombre:
Venus.
Cara Conocida me miró fugazmente por encima de su
hombro, requiriendo mi atención. Levantó su brazo derecho,
ahuecando la palma de su mano en dirección a Venus. Esta
quedó inmóvil, como extasiada frente a un espejo. Estuvieron
largo rato en esa posición estableciendo un equilibrio de mutuo
respeto, hasta que giró la muñeca, rotándola con lentitud. En
cada pequeño movimiento Venus respondía con una postura
distinta, hasta diría elegante. A su manera me estaba
enseñando el lenguaje necesario para conquistar a la dama
salvaje. Los dos estaban sujetos a un juego de seducción
donde buscaban imitarse, y en ese querer ser el otro había un
acto de enamoramiento. Venus se estiró lo máximo posible y,
dando fin a la escena, se fue encogiendo hasta desaparecer.
Miré hacia mi alrededor: todos quedaron inmóviles, las cestas
cerradas… y Venus ya no estaba.

Los participantes abandonaron el escenario sin


pronunciar palabra alguna. Cara Conocida actuaba de manera
muy extraña mientras caminaba conmigo a través de la aldea.
Entre sus brazos llevaba la canasta con su preciado contenido.
Iba con paso firme pero su mente parecía no estar ahí, como si
todavía estuviese hipnotizado. Yo, mientras tanto, apenas salía
de la fascinación de haber presenciado ese rito. Por fin estaba
cayendo en la realidad del lugar donde me hallaba. Una aldea
perdida, con encantadores de serpientes. ¿Sería acaso este el
punto que buscaba? La posibilidad de estar tan cerca de lo
deseado me conmovió. Mientras reubicaba las piezas del
rompecabezas armando un nuevo sentido, el encantador se
alejaba de mi vista perdiéndose en la densa niebla que de
repente cayó sobre nosotros. Unos cuantos pasos adelante
entré en mi choza.
La oscuridad ya no era obstáculo para situarme en la
noche. Mis ojos se habían ejercitado en prescindir de la luz,

108
pero no habría necesitado verla. Con solo estar cerca de ella
su presencia se imponía. No tenía sentido razonar por qué
motivo Cara Conocida había decidido dejarla en mi choza. Me
parecía que el delgado mimbre que nos separaba no la
contenía. Ella estaba dentro pero extrañamente también
afuera, como si el espacio se hubiera transformado en una
gran canasta que nos abarcaba a los dos. Apoyado contra la
pared, caí en una especie de ensoñación.
“¡Despierta!”
Sobresaltado, abrí mis ojos. Venus estaba encima de mí,
estirada sobre mi cuerpo y hablándome casi pegada a mi
rostro.
“Al fin llegaste a mí. Jamás hubiera adivinado que aquel
que me tenía terror se convertiría en el portador del conjuro…
No temas, acostumbro presentarme ante todos los que
combaten los designios de mi veneno…”
No podía creer lo que estaba sucediendo: sentía que se
desplazaba lentamente, enroscándose en mi cuerpo.
“Iba a hablarte en el templo, pero no supiste esperarme.
De todas maneras tu vida ha recorrido una espiral hacia mí.
Distinto fue el camino de tu antecesor, a quien fui a buscarlo a
otro continente… Setenta y siete días son los necesarios para
que mis crías nazcan. A ti te he esperado más tiempo. Es hora
de que hables.”
Apenas con un hilo de voz, pude esbozar dos palabras.
“¿Quién eres?”
No tardó en contestar.
“¿Realmente quieres saberlo?

Soy el animal más enigmático de la Creación.

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Soy la división entre el bien y el mal que propició que el
hombre construyera su historia.

Soy la palabra del celta que creó los planetas con mi sacrificio.

Soy quien se inclinó ante la sabiduría de Buda.

Soy quien redimió el orgullo de la Reina egipcia.

Soy el choque de lo opuesto, que rige el Cosmos.

Soy la fuerza seduciendo a la materia.

Soy la energía que trepa por la columna del asceta para llegar
al tercer ojo y recuperar el sentido de la eternidad.

Soy la serpiente emplumada que no detuvo al conquistador.

Soy la criatura más venerada, en especial aquí el sonido de la


flauta de Krishna me hace renacer…

Pero por sobre todo soy algo más aún…”

Hizo una pausa y mi cuerpo enredado con ella se elevó,


flotando. La choza estalló en un resplandor. El espacio que me
rodeaba era ahora una esfera que contenía todo el universo.
No sentía mis límites. Era la inmensidad, pero al mismo tiempo
era insignificante. Temí por un instante perderme en ese
éxtasis y no poder regresar nunca más.

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Venus había desaparecido pero su presencia era una voz,
que casi susurrando cuenta su secreto más preciado y
guardado:

“Soy lo eterno femenino. El vientre de la creación.”

Y sobre mí apareció la mujer más perfectamente bella


que jamás hubiese visto. Me abrazó y volví a reconocer mi
cuerpo, que comenzó a agitarse en un torbellino. Lo absoluto
se desmoronaba y entrando por mi boca se plegaba dentro de
mí. Un gemido final detuvo el vértigo y cerró esas puertas para
siempre. Miré alrededor: las paredes de la choza se dibujaban
sus contornos y la tierra volvía a soportar mi fragilidad.
Una palabra, que musitaron mis labios antes de perder el
conocimiento, me había regresado de ese extraño viaje:
“Venus…”

El grito atravesó toda la aldea y se zambulló en mí,


despertándome sobresaltado. Por instinto miré la canasta, que
caída a mi lado se mostraba como un cero hueco y vacío. Al
instante estaba corriendo junto a los demás aldeanos que se
apiñaban buscando la causa del drama. Abriéndome paso tras
paso entre ellos presentía que estaba involucrado en una
escena de la que era responsable. Los cuerpos se fueron
apartando, hasta que llegué al centro del imaginario círculo.
Barba de Piedra tenía en el regazo a una niña que era la
manifestación viva del dolor. Junto a los dos yacía Venus,
decapitada. Me estremeció ver sobre el brazo derecho de la
muchacha la marca de la mordida de la cobra, desde donde se
expandía un hematoma de colores.
Alrededor todos se movían desarticulados, sin saber qué
hacer, evidenciando que alguna ley se había roto. Estaban
atónitos contemplando el trayecto del arco iris que se había
formado en la herida para avanzar hacia la muerte.
Barba de Piedra tomó el cuchillo que, clavado en la tierra,
separaba la cabeza de Venus y lo empuñó para hacerle un tajo

111
en el brazo. No dudé en detenerlo. El conjuro se había hecho
cuerpo, guiando mi mano para aferrar su muñeca. Lo hice con
tanta firmeza que, sorprendido, optó por delegarme la
responsabilidad. Clavó el cuchillo en la tierra y me entregó a la
niña.
Aunque nunca había utilizado la oración del conjuro ni
tenía la certeza de que contrarrestara el veneno en un ser
humano, ya no podía dar un paso atrás. Únicamente con la
convicción de mi fe la alcé para alejarla varios metros del
murmullo general, buscando un lugar solitario. Sonrisa Clara se
aferraba tan fuertemente, que me dificultó soltarla para sentarla
junto al arroyo. Era todo o nada, estaba en peligro una vida
incipiente, y quizá también la mía.
Busqué el objeto terrenal adecuado para acompañar el
rito del conjuro. Al no haber piedras en la cercanía, desenterré
una planta para usar su raíz. Me arrodillé ante la chica
apoyando la raíz en la herida, miré sus ojitos tristes, cerré los
míos y pronuncié la oración. Todo fue puro silencio. Nada se
escuchaba, nada se movía, hasta que una ráfaga repentina de
calor inundó mi cuerpo, haciéndome alejar unos pasos. Al
instante Sonrisa Clara se convulsionó y, asustada, salió
corriendo para abrazar a su padre.
Equidistantes, entre Venus y yo, sentía que estaban por
dar el veredicto del duelo. Cuando Barba de Piedra me hizo un
gesto confirmando que la niña estaba bien, volví a poner la raíz
en su sitio. Apenas terminé de hacerlo me tumbé, doblado por
un intenso dolor en el estómago. Una terrible acidez me
laceraba las entrañas, como si el veneno de la serpiente
estuviese dentro de mí demostrando sus efectos.
Alcé la vista para pedir ayuda pero todo había
desaparecido, envuelto en una espesa niebla. Solo divisaba
una mujer que, desnuda, caminaba con cierto desdén. Aunque
la veía de espaldas me pareció que era Venus. Se alejaba
despacio, y sus largos cabellos se mecían en concordancia
con el vestido blanco que llevaba en su mano. Cuando su

112
contorno se perdió en la bruma sentí que mi estómago se
constreñía, para terminar vomitando una bilis negra.
Me acerqué al arroyo para reponerme del estallido de
sensaciones, pero mi confusión fue aún mayor. El espejo de
agua me devolvía la imagen de mi rostro transformándolo
alternativamente en las caras de cada uno de los habitantes de
la aldea, y en esa sucesión no me reconocía. La
desesperación me invadió, y sumergí la cabeza hasta que los
pulmones pidiesen tregua. Mi cuerpo me tiraba para atrás,
queriendo sacarme de la asfixia, pero yo me resistía. Al menos
en esa tensión registraba que ese malestar me estaba
pasando a mí. Me recosté en el césped para reponerme, sin
dejar de toser, como un acto necesario y voluntario de
purificación. Al recuperar el aire, los colores volvían a pintar las
formas: el azul pasó a ser cielo y el verde tomaba las formas
de la hierba. Miré mis manos juntas sobre el pecho, y solo ahí
tomé conciencia de lo que había sucedido.
Me preguntaba si este acto, de por sí, justificaba la
peregrinación hasta tan remoto lugar de la India. Aunque
consideraba que sí, la actitud de la comunidad frente al suceso
me resultaba sugestiva. ¿Por qué dejar a un extraño semejante
responsabilidad ante la proximidad de la muerte? Además,
¿qué designio me impulsó a disfrazarme de guerrero y luchar
contra una fuerza que aún no tenía la certeza de dominar?
Barba de Piedra se acercó. Su expresión no tenía la
parquedad habitual que le conocía; por el contrario, lo notaba
animado. Se sentó en cuclillas a mi lado, en la posición de
encantador que tenía en el rito.
—Habla… ¿Cómo te sientes? —me preguntó.
Había perdido la costumbre; después de tanto tiempo
alguien se dirigía a mí con palabras y en mi idioma, no tenía
más opciones que responderle de igual manera.
—Asombrado, al menos.
Recibió mi voz con agrado, y la inspiró en una bocanada
de aire.

113
—No es para menos, nosotros también lo estamos.
Nuestra memoria no registraba que una serpiente hubiera
mordido a alguien de la comunidad. No tendría sentido, su
veneno es mortal en pocos minutos y no disponemos de
antídotos.
—¿Cómo que no tendría sentido? –repliqué.
—Así es. Ellas son parte nuestra. Y hoy,
inesperadamente, todo se desencadenó. Cuando apartaste a
la niña para conjurarla entendimos que eras aquel elegido que
alguna vez predijo Mateo.
La sorpresa me hizo poner de pie.
— ¡¿Mateo?! ¿El estuvo aquí? –vociferé.
—Sabía que lo conocías. Aquel hombre noble estuvo con
nosotros hace muchos años y lo cobijamos, al igual que a ti.
Después de unos meses, cuando aprendió algo de nuestra
lengua, nos explicó que tenía consigo un antiguo Manuscrito
que, según revelaba, había sido escrito en estas tierras. Los
sabios, que atesoraban la memoria de nuestros ancestros, lo
ratificaron. Habían escuchado la leyenda de un escrito
sagrado, cuyo contenido desconocían. El retorno de esas
páginas alteró para siempre nuestro modo de vida. Recuerdo
que entre el emisario y nuestros mayores pasaban largas
noches traduciéndolo. Durante el día no hacían otra cosa que
hablarnos de lo que iban develando. Mi padre cooperó mucho,
ya que era uno de los pocos que podía leer el sánscrito.
Su mirada se perdió en el recuerdo. Me llamaba la
atención lo bien que se expresaba, lo hacía con el tono de
quien recita un texto aprendido durante años.
—¿Qué más podría decirme de ese misterioso pliego? –
inquirí.
—Ni más ni menos que lo que nos fue revelado nos
cambió la historia. De a poco dejamos de tener contacto con el
exterior. Nos aislamos hasta los extremos, confiados en
nuestro potencial –respondió.
—¿Pero qué fue lo que aprendieron?

114
—Por sobre todo, adquirimos el conocimiento para
dominar la intuición individual y colectiva. Nos guió para
convivir de otro modo con la naturaleza. De esa manera, todo
nuestro saber sobre el encantamiento de serpientes tuvo un
cambio increíble. Ya no volvimos a ser sus amos ni ellas
nuestras esclavas.
Se detuvo, como quien estando a punto de revelar un
misterio se arrepiente.
—Pero si pueden intuir en conjunto, ¿cómo no previeron
que una serpiente podía provocar daño? –le pregunté.
Se quedó meditando un momento, buscando la
respuesta.
—Que una de nuestras serpientes sagradas hubiera
quebrantado la ley era un imposible. Probablemente fue un
acto para convocarte –dijo sin convicción, y cambió de tema –
Como si hubiera previsto esta charla que tengo contigo, Mateo
me agració enseñándome su idioma. Cuando partió nos dijo
que alguna vez volvería alguien con un extraño poder a buscar
esto.
Sacó de entre sus ropas un objeto envuelto en un
terciopelo azulado, y lo apoyó en la tierra para desenvolverlo
con cuidado.
—Esto es para ti. Hemos esperado años para entregarte
este tumarit. Por respeto, nadie jamás le ha sacado sonido.
Ninguna serpiente fue encantada por él.
Tomé, cauteloso, la flauta.
—¿Esto es todo lo que me debería entregar? –pregunté,
desalentado.
—Es evidente que esperabas otra cosa –replicó, mi
expresión no podía engañarlo.
—¿Y el Manuscrito donde está? –inquirí.
—Se lo llevó Mateo. Nunca supimos qué hizo con él, ni
siquiera si lo dejó en otro pueblo tan afortunado como el
nuestro.
Me sentía resignado, no podía aceptar la novedad de no
hallar lo que había ido a buscar. Sin embargo, veía en el

115
tumarit un símbolo que, aunque desconocía, sabía que
alimentaría otra búsqueda.
—Dígame algo más acerca de la intuición colectiva que
aprendieron –insistí.
—En los días previos a tu llegada estábamos muy
inquietos, intuíamos que alguien estaba acercándose. Debes
saber que nadie entra a nuestro círculo si no lo permitimos, la
intuición es por sobre todo un escudo defensivo. Pero contigo
tuvimos, desde que llegaste, una concordancia muy poco
usual, por lo cual decidimos cobijarte hasta que demostrases
tus intenciones.
—¿Y si no las demostraba? –pregunté con firmeza.
—Nunca te hubieras podido ir –respondió de la misma
forma.
Sentí un escalofrío y apuré una duda:
—¿Mateo les había hablado de la profecía del 2012?
Se tomó un tiempo para responderme. Su mirada se
perdió buscando las palabras.
—Vendrán tiempos difíciles pero no tememos a nada.
¿Acaso no crees que la mejor manera de predecir el futuro sea
inventarlo?
Fue tan claro que sólo atiné a abrazarlo; era como si en
su voz resonara la de Mateo.
—Dime –le dije al final -, ¿quién era la bailarina del rito?
Barba de Piedra miró hacia los costados, cerciorándose
de no ser escuchado por otros. Se acercó a mi oído, y a
manera de despedida me susurró:
—Adiós, amigo. No me pidas que te revele todo el
misterio.

Comprendí que mi estadía allí había concluido. Había


aprendido más de lo que suponía, pero llevaba de vuelta
menos de lo que esperaba. Ya estaba todo dicho. Mi llegada
había sido anunciada aun antes de mi nacimiento, y si bien me
sentía orgulloso de ser el enviado elegido, me ganaba la
desazón de no haber hallado el Manuscrito. De todas formas,

116
si tenía que volver solo con el tumarit, eso sería ni más ni
menos lo que entregaría al Maestro.
En verdad, no me imaginaba encontrar otro lugar más
propicio que este para esconder algo. Una aldea, en los
confines del ruido y de la nada, donde la llegada de Mateo
había promovido una rebelión cultural. Ese cambio lo veía
ahora reflejado en sus rostros mientras caminaba la aldea por
última vez. El dominio de la intuición los había investido con la
templanza de los primeros hombres. Como si los guiara una
fuerza mágica se habían apartado de la civilización tanto como
los demás mortales lo estamos de lo primitivo. Tuve entonces
la extraña convicción de que, en este viaje al pasado, había
conocido nuestro futuro.
Entendí al fin por qué sus miradas en general estaban
perdidas. No hacían sino mirarse por dentro, para ver allí el
entramado secreto de la realidad. Fue tal mi fascinación al
descubrir esa red, que temí quedar atrapado en ese juego de
miradas.
Hasta último momento los aldeanos no dejaron de
desconcertarme. Permanecieron indiferentes u ocultos en sus
chozas, sin salir a despedirme. Solo Ojos Verdes se acercó.
Apoyó sus manos sobre mi pecho, se inclinó cortésmente y
tomándome del brazo me alejó de la aldea. Salimos por el
mismo sendero por el que había llegado como mendigo.
Caminamos juntos sin mediar palabras, pero en
comunión. Sólo se separó de mí cuando divisamos el templo.
Mi corazón palpitaba al pensar que volvería a encontrarme con
el Libro Dorado, mucho más fortalecido que cuando elegí
dejarlo.
Al llegar, me fui arrimando tímidamente a la entrada. La
puerta derruida seguía abierta, dejando pasar la luz que lo
alumbraba. Estaba en el piso, era evidente que nadie lo había
tocado. Dudé un instante antes de entrar a recogerlo. Ojos
Verdes me tomó con suavidad del cuello, acercó sus labios a
los míos y exhaló un tenue soplo de aire. Un ánimo renovado
inundó mi espíritu. Di unos pasos, y al arrodillarme para

117
levantarlo entendí que después de esa eternidad que nos
había separado yo ya era otro.
Levanté la vista buscando a la muchacha; en su lugar se
erguía, altanera y majestuosa, la cobra real. No le temí, pero
me estremecí al ver que tenía una cicatriz allí donde le habían
mutilado la cabeza a Venus. Permanecimos quietos, hasta que
alcé mi mano imitando los movimientos que me había
enseñado Cara Conocida. Ella se movió al ritmo que le
proponía y al final, haciendo una suerte de reverencia, quizás a
manera de despedida, desapareció de mi vista.
Salí presuroso a buscar a Ojos Verdes. Ya no estaba. Ni
siquiera sus huellas, ni las mías, habían quedado marcadas en
la tierra. Estaba tan confundido que hasta pensé si había sido
real todo lo que había vivido, más aún, creí oír una voz
diciéndome: “No dejar huellas es la condición de los buenos
caminantes”.
¿Cuáles son los límites de nuestra realidad?
El tumarit que llevaba en la mano era mi certeza de que,
de este viaje a las profundidades del ser, había regresado con
una perla.
Me senté en la entrada del templo tratando de ordenar
esos objetos, que ahora estaban esparcidos en la tierra como
un tridente. El Libro, la tablilla y el tumarit eran símbolos
materializados a los cuales yo les estaba dando sentido. ¿O
acaso esto era recíproco y también me estaban significando a
mí?
Todo estaba muy sospechosamente tranquilo. No
coincidía con la agitación de mis últimas experiencias. Por eso,
después de serenarme, decidí comprobar hasta dónde lo que
había vivenciado no era producto de mi imaginación. Entré al
santuario y debajo de la deidad, en el mismo sitio donde el
Libro Dorado estuvo esperándome, dejé la tablilla. Lo hice de
prisa, como quien mueve una pieza de la partida y no se queda
a ver si continúa el juego.
Sin darme vuelta comencé a caminar. Crucé sin apremios
el enmarañado matorral que en su momento me había

118
producido pánico. Cuando llegué al tronco seco rodeado de las
piedras talladas me eché a descansar. Volteé mi vista y quedé
conmovido. A menos de cien metros, recortado en el mismo
paisaje, estaba el templo que hacía unas horas había dejado
atrás. Impulsivamente, espantado por la situación que me
desbordaba comencé a correr, hasta que caí rendido, pidiendo
tregua. Mi cuerpo, que padecía el ajetreo, era la mejor prueba
de que me había alejado. Jadeante, miré hacia atrás y tuve
ganas de llorar de impotencia, porque el templo seguía
incólume, a la misma distancia, como si estuviese pintado
sobre un telón de fondo y detenido en el tiempo. Algunas
nubes blancas manchaban la pureza del cielo, y entre ellas el
Sol posaba inmóvil en la misma posición. Nada, salvo yo,
estaba en movimiento.
Volví sobre mis pasos para seguir la partida. Ingresé al
recinto, y al recoger la tablilla me invadió la rara sensación de
que era expulsado por una fuerza que me empujaba contra mi
voluntad. Salí, confundido. De inmediato el cielo se tiñó de
negro y empezaron a caer gotas como dardos. Quise regresar
para guarecerme, pero ahora el templo había desaparecido, y
con él desaparecía el paisaje que se perdía oculto en
ondeadas de agua. Me encontraba en el centro de un diluvio
desatado sin piedad, apenas pudiendo flotar porque no quería
soltar mi tridente. A merced de fuerzas naturales mi cuerpo era
un títere rudimentario que se sumergía una y otra vez. Cuando
ya no me podía sostener, unos brazos me rescataron
subiéndome a una canoa. La remaban indígenas, cuyas caras
pintadas les daban aspecto de guerreros. Sus ojos negros
como sus cabellos reflejaban una expresión adusta, con la
vista fija en el horizonte. Solo uno me hablaba. Solo uno, y
señalaba la isla hacia donde se dirigían, en dirección al ocaso.
El guerrero me repetía sin descanso una extraña frase,
tratando de grabarla en mi memoria. Cuando llegamos me
arrojaron sobre la arena y perdí el conocimiento.

119
Un par de ojos iluminados rechinaron hasta detenerse
frente a mí; la criatura metálica bufaba con su último esfuerzo
para luego apagar el sonido latoso.
Oí una voz:
“No es bueno estar echado casi en medio de la ruta.
¿Cuál es tu destino?”
Al sentir el calor que irradiaba y el conocido olor del aceite
del motor, tomé conciencia de dónde me encontraba. Apoyé
mis manos sobre la carrocería para comprobar la autenticidad
del suceso.
—Madrás, Madrás es mi destino –repetí.
—Este es el único camino posible para llegar. El tránsito
es muy escaso, y caminar hacia la ciudad te llevaría varios
días. Te sugiero que me acompañes –anunció el chofer.
Un fuerte bocinazo me sacudió, apurando mis pasos al
otro lado del camión. Abrí la desvencijada puerta que estaba
sujetada por una cinta de tela, y me deslicé hacia el interior
acomodándome sobre el asiento, que apenas resistía el
embate de los resortes. A pesar del estado del vehículo, el
viajar sentado era un placer al que estaba desacostumbrado.
El muchacho me dio unos golpecitos en la pierna, pero no
comentó nada. Puso en marcha el motor, se aferró al volante y
partimos.
Notaba que cada tanto inclinaba su cabeza para
observarme con curiosidad. Me pregunté si quizás estuviese
viendo algo raro en mí. Bajé la ventanilla para verme en el
espejo que colgaba atado con un alambre en la puerta. Me
estremecí. Una exuberante barba, el pelo largo y despeinado,
reflejaban la imagen de alguien desconocido. Como no podía
creer que ese era yo, guiñaba los ojos alternativamente para
reconocerme. Al menos mi rostro, era muy diferente de aquel
que fui antes de partir. Tenía aspecto de náufrago, vuelto a
rescatar y llevado ahora dentro de una cáscara flotando por la
ruta. El vaivén me fue relajando, como antes en la canoa.
Antes de dormirme recordé las palabras del guerrero:
“Te pito o te henúa… te pito o te henúa!”

120
TUMARIT

“Los límites de mi lenguaje


significan los límites de mi mundo.”

LUDWIG WITTGENSTEIN

Las voces de Pedro y de Santos me despertaron.


“¡Cómo estás amigo, ha pasado una eternidad!”,
declararon casi al unísono.

121
Estiré mi cuerpo al salir del coche, como quien se levanta
de un sueño prolongado. Después de saludarnos, me dirigí
hacia el chofer para agradecerle su buena predisposición.
“En el momento oportuno me guiarás tú”, apuntó, al
marcharse.
Me quedé pensando cómo había sabido trasladarme
hasta allí.
—¿Me estaban esperando? –pregunté en broma.
—Aquí estamos siempre –respondió Pedro.
—Ven con nosotros –insistió Santos –, trataremos de
mejorar tu aspecto.
Antes de pasar por la cocina me llevaron a bañar. Al
darme el jabón y la toalla Pedro deslizó un comentario que me
impactó:
“Son extrañas las marcas de sal que tienes en el cuerpo.
Como si te hubieses metido en el mar.”
Pasé la lengua sobre mis labios, y en verdad sentía gusto
salado. Me llamó la atención, pero le resté importancia. La
lluvia artificial, mientras tanto, borraba las huellas del oro
blanco.
“Si lo deseas continuamos con el tratamiento”, sugirió
Santos entre risas.
Sin vacilar me hicieron sentar, y al instante se oía el
crujido de las tijeras cortándome el cabello. Lo hacían con
tanto entusiasmo, Pedro con mi cabeza y Santos con mi barba,
que tenía la sensación de que con el pelo se llevaban mi piel.
Con el gesto de los buenos peluqueros que terminan su obra,
acercaron el espejo. Me sentí ridículo al verme con otra
imagen, diferente de aquella que me había devuelto el
retrovisor del camión. No solo estaba totalmente rasurado, sino
que además la mitad de mi rostro tostado por el sol resaltaba
ante la palidez de la piel, que ahora estaba al descubierto. Si
me estaba interrogando sobre esta nueva identidad me veía
con una suerte de antifaz, un velo sellado en mi expresión que
parecía darme rasgos de guerrero.

122
Caminamos por los estrechos senderos del poblado,
hasta llegar a la pequeña casa donde nos habíamos reunido
por vez primera.
El escenario era el mismo que recordaba. En la
penumbra, apenas podía distinguir la presencia de alguien
más. Reconocí, por el aroma que desprendía su pipa, que a la
mesa estaba sentado aquel hombre de la capucha con el que
hablé antes de partir. Encendió una vela y, parándose, la
acercó a la pared. Trazó con la llama una línea fugaz y se
detuvo, iluminando una tablilla que colgaba en una esquina de
la habitación. La diferencia, comparándola con la mía, era
visible no solo desde sus superficies. Esta, lisa, para nada
rugosa, tenía escritos además otros caracteres.
—¿Te es conocida? –me dijo, y sin esperar mi respuesta
me extendió su mano diciendo:
—Soy el doctor Keving.
Quedé desconcertado. Correspondí a su saludo, pero no
entendía por qué me lo había ocultado la primera vez que nos
vimos.
—Estamos ávidos de relatos exitosos. Cuéntanos tu
aventura –me dijo.
—No podría aseverar que fue exitosa, y la razón está a la
vista –le dije, encubriendo mis objetivos reales –. Partí con la
intención de buscarlo, y después de semejante travesía lo
encuentro en el punto de partida. ¿Por qué no me reveló su
identidad ese día?
—La misión era tuya. Si lo hacía se habrían modificado
tus intenciones, y no habrías llegado donde debías ir –
respondió con naturalidad.
Tenía razón, por eso nada le podía reprochar. Sin
embargo, había algo que todavía no terminaba de relacionar.
—¿Descubriste finalmente la cuna donde fue iniciado el
primer pliego? –preguntó el médico sin más vueltas.
—¡Ah bueno! Entonces ustedes sabían desde el
comienzo cuál era mi propósito aquí…–contesté fastidiado.

123
—Esa era la condición. Ten en cuenta que todo lo que
conseguiste lo has hecho sin ayuda de nadie.
No me fue gratificante descubrir que aquellas metas que
atesoraba en secreto eran conocidas de antemano.
“Admito que no interpreté correctamente algunas
enseñanzas de mi Maestro”, dije para salir del estupor.
“Debería haber vislumbrado que ustedes conocían el asunto,
pero fue evidente que si recibí esa información la ignoré.
Respecto a mi misión lo único que rescato, tras haber habitado
tanto tiempo en esa aldea perdida, fue ejercitar el
funcionamiento de la intuición. Por lo demás, retornar solo con
una flauta autóctona en vez del pliego lo considero un fracaso.”
Di varias vueltas dentro de la casa como un animal
enjaulado en los barrotes de su frustración. Keving seguía
exhalando humo sin inmutarse, mientras los demás bebían
banglari.
“Deduzco que toda esta ceremonia es el prólogo para que
nos expliques los conocimientos que has adquirido. Relájate y
cuéntanos lo que aprendiste”, me animó el doctor.
Me serené y volví a sentarme junto a ellos. Se
acomodaron para escucharme con la actitud de quienes
esperan una revelación.
Me pregunté cómo hallar las palabras adecuadas que
reflejaran la información que había recogido. Al menos, la
condición necesaria para demostrarme que había progresado
era simplemente dejar de balbucear para comenzar a hablar.
—La única manera de saber que en verdad sabes algo,
es que ese conocimiento lo puedas explicar –me apuró Keving.
—Ese concepto que usted invoca es similar al que
escuché de mi Maestro. El me dio a entender que cuando las
ideas se asentaran en mi cuerpo las revelaciones surgirían
solas… Ese instante con él fue único e irrepetible, de la misma
manera que en verdad lo son cada uno de los momentos que
vivimos. Pues bien, que yo recuerde esa enseñanza no es sino
porque fue el inicio de una serie de situaciones que ahora, en
perspectiva, las enhebro como las cuentas de un collar, cuyo

124
hilo está formado por mis deseos más íntimos. Esos recuerdos
hoy los veo como señales que me han marcado el camino a
seguir, aunque concientemente no las haya percibido. La
inquietud guió la aguja que los fue uniendo.
—De acuerdo –apuntó Pedro –, pero ¿cómo puedes tener
la certeza de que esas señales son las correctas y no otras?
—Ahí está la clave –le respondí –. Si ahora puedo
explicar esto es porque he descubierto el orden interno de
aquello que se agitaba en mí. Todo tiene su orden. Aunque la
humanidad no sea más que el resto de un naufragio y estemos
condenados a nadar en las aguas del caos, siempre nos
alienta la esperanza de encontrar la tabla de salvación. Y la
única manera de hallarla es latir al ritmo que la vida nos
propone. Para ello debemos abrir nuestro conocimiento, tener
en claro cuál es nuestra meta y estar atentos a las
manifestaciones del ser para encontrar esos hitos en el
camino, esos momentos sin tiempo donde no hay olvido del
pasado ni incertidumbre del futuro… esas iluminaciones.
—Pero ¿cómo descubres esos momentos? –preguntó
Santos.
—A eso es adonde quería llegar: la intuición vista desde
estos términos consiste en capturar aquellos hechos que están
íntimamente ligados y darles nuevos sentidos. Imagina que
estemos perdidos en la oscuridad de la noche, soportando una
terrible tormenta. Solamente un Dios piadoso nos da la gracia
de enviar los relámpagos que nos iluminan y, en esos ínfimos
instantes debemos captar la mayor información posible antes
de que vuelva la ceguera. Si permanecemos atentos a esos
momentos sabremos con exactitud dónde dirigirnos y más
cerca estaremos de encontrar la respuesta apropiada.
—Noto que aprendiste a desplegar la plena confianza de
vivir en estado de intuición –declaró Santos.
—Aprendí a tener sabia paciencia, o mejor dicho, una
atención en espera. Lo que procuramos, si es auténtico, llegará
indefectiblemente. En esa labor la intuición nos avisa cuando
en el mundo exterior se manifiesta algo que se corresponde

125
con nuestros deseos, es decir: anuncia que una percepción
tiene correlato con nuestra propia búsqueda. Luego hay que
saber descifrar el significado y darle un sentido… Imaginen a la
intuición cercando un espacio donde supuestamente no hay
nada, buscando algo significante; como quien fija su vista en
una zona del firmamento donde a simple vista no hay estrellas.
La rodea como si escribiese un cero, hasta que al fin ve… Si
esperaban de mí alguna elaboración novedosa aquí la tienen:
a ese estado del conocimiento se me ocurre bautizarlo
“Intuición Cero”.
Quedé asombrado por lo que había logrado articular. Mis
oyentes tardaron en reaccionar.
—Excelente –exclamó el doctor Keving –. A tu manera
llegaste hasta ese espacio vacío… Cuando se produce el
movimiento desde la percepción hacia ese Cero, como tú lo
llamas, rodeando ese sitio donde en apariencia no hay nada, lo
podemos relacionar con el “salto” que estudia la física
cuántica. La intuición finalmente aparece, pero la gran
incógnita era descifrar su nacimiento y trayectoria hacia su
actuación. ¿Qué sucede en este tramo del camino
imperceptible? Estuvimos preguntándonos al respecto durante
mucho tiempo para ampliar el conocimiento del fenómeno,
pero sin resultados positivos. Hasta que nos familiarizamos con
la teoría del “salto cuántico”.
—¿Podría aclararme cómo se relaciona con la intuición?
–le pregunté entusiasmado.
—Espero ser preciso: todo átomo tiene un núcleo formado
por protones y neutrones en reposo, sobre el que giran en
órbitas fijas otras partículas, los electrones. Bien, si el núcleo
es excitado por una fuente exterior, puede provocar que los
electrones “salten” a otra órbita, pero sin que veamos el
recorrido de ese salto en el espacio que los separa; cambian
su posición de manera impredecible. Es decir, se comprobó
que un aumento de tensión puede imponer una crisis en el
átomo, que deriva en un nuevo circuito. ¿Entiendes?, esa
energía acumulada propicia una transformación, tal como

126
ocurre en el mecanismo intuitivo, cuando cercamos el supuesto
vacío estamos forzando un cambio. En otros ámbitos también
sucede este fenómeno, por ejemplo en el camino del artista
frente a la inspiración, en los procesos sociales, o quizás hasta
en la formación del universo.
—Comprendo, ¿pero en qué les benefició asociar sus
conocimientos con esa teoría? –insistí.
—Digamos que la ciencia es otro camino para liberarnos
de las incertidumbres. Nos ayudó a entender lo que veníamos
reflexionando. Más aún, simultáneamente nos enteramos de
que había comenzado la búsqueda para reflotar los
Manuscritos, y fue como si esas Escrituras se manifestaran en
nosotros anunciándonos que era el inicio del cambio.
Asombrosamente comenzamos a coincidir en nuestra
percepción y anticipación de la realidad, logrando estar en
sintonía como nunca antes. Ante la evidencia llegamos a la
misma conclusión: en nuestra singularidad se había producido
un salto masivo, nivelando nuestro conocimiento.
—Llegaron entonces a experimentar la intuición colectiva
–dije, asociándolo con la experiencia de los aldeanos.
—Podemos afirmar que sí. En nuestra comunidad lo
hemos logrado –confirmó Pedro.
—Hablas de comunidad, Pedro… ¿Quiénes son sus
miembros? –pregunté.
—Estuviste con ellos. En la mansión donde te cobijamos.
Me produjo un leve estremecimiento entender por qué me
trataban con tanto esmero.
—¿Entonces yo también me guié colectivamente para
encontrar la cuna del Manuscrito?
—No, en absoluto. Este fenómeno implica conectarnos
con otros, localizando en ellos una expresión similar a nuestra
realidad interior. Tú no has dado ese salto, todavía estás
dirigido por la intuición individual –me respondió el doctor.
—¿Entonces cuándo daría ese salto? –pregunté.
—Cuando descubras que en esta revelación no estás solo
–respondió Keving –. Así, al igual que cada una de nuestras

127
células tiene información de lo que sucede en la totalidad del
cuerpo actuando sincronizadamente, por qué no pensar que
somos parte de un todo que ha perdido la capacidad de
relacionarse desde lo más íntimo. En sociedad es complejo
igualar esa concordancia biológica, pero hay que proponérselo.
Lo colectivo está en nuestra individualidad.
—Con mi hijo Andám empleamos la intuición colectiva
para encontrarte –interrumpió Santos.
—¿Quién es Andám? –pregunté.
—El chofer que te encontró perdido en la ruta y te trajo
hasta acá.
—¿Entiendes? –retomó Keving –. Estábamos en una
atención en espera, tal cual tú dices, y cuando se hizo el
tiempo de que los Manuscritos se manifestasen lo captamos
tanto aquí como en otras fronteras distantes. Somos muchos
los que estamos pendientes de esa fuente de inspiración. Esa
compleja red tiene un entramado secreto que de a poco
estamos descifrando. Si la intuición nos ha movilizado tanto,
imagina la influencia positiva que tendremos cuando
incorporemos el saber de todos los Manuscritos. Hacia allí
vamos, una Nueva Conciencia nos aguarda.

El círculo se cerraba espontáneamente, guiándome hacia


la siguiente revelación. Las conversaciones que mantuve con
ellos los días subsiguientes no hicieron más que reafirmar el
pensamiento que había escuchado por boca de aquel aldeano,
que aislado en los confines del mundo había llegado a la
misma conclusión: la intuición individual era el primer paso
hacia un revolucionario salto que daría la humanidad con la
intuición colectiva.
Al igual que me había sucedido en la aldea comprendí
que había terminado otra etapa, mi escalada en la India estaba
concluida, al menos por ahora. No retornaría con el esquivo
Manuscrito, pero de alguna manera lo llevaba conmigo al
comenzar a incorporar su enseñanza. Estaba convencido de
que ingresar a este nuevo conocimiento, era una bisagra que

128
abriría nuevas perspectivas. Al menos, como todos los que me
rodeaban, comenzaba a sentirme un átomo útil en el engranaje
universal.
Demoré mi partida unas semanas más, las que aproveché
para acercarme al pensamiento de Keving. Su pasión por el
saber era la confirmación de lo que había leído, en los diálogos
epistolares que mantuvo con Mateo. Pero no era el único ser
extraordinario: los demás vivían en íntima comunidad a su
alrededor, como satélites girando coordinados. Una de
aquellas mágicas noches índicas, demostraron habilidad para
ayudarme a seguir mi rumbo. Conociendo que no tenía más
pertenencias que el tridente con el que había vuelto de la
aldea, dejaron sobre mi cama el pasaporte que había dejado
en custodia, el pasaje de regreso a mi nombre y dinero para
movilizarme. Todo estaba envuelto en un mapa de la India, que
tenía escrito en su reverso:

“No nos despidamos, estaremos ‘conectados’. Nuestra


hermandad va más allá de los lazos de sangre o de amistad.
Como aventuró el Cesar la suerte, de la humanidad, está
echada. Tu destino es el de cada uno de nosotros: ya estás al
tanto de la magnitud del misterio que nos rodea. Somos la
flecha que ha sido lanzada, no tenemos más que seguir hasta
el blanco… Por eso confiamos que en tu recorrido por nuevas
tierras confirmarás el mensaje escrito en sánscrito en tu
tablilla:
‘El 13 de noviembre de 2012 estarás viendo un eclipse
en el ombligo del mundo para descifrar la revelación final’.
Keving”.

No volví a verlos. Cuando llegó el día de la partida junté


los objetos, paré el primer taxi que pasaba y me dirigí al
aeropuerto.
Estaba de nuevo en el mismo escenario que había
acogido mi arribo, pero tan distinto. En los modos de los
maleteros recordé a Pedro, parado al lado de la columna,

129
diciéndome “Te estaba esperando”, y sentí un dejo de
nostalgia. Recorrí el pasillo que me condujo hacia el embarque
sin inconvenientes, pero en la aduana, cuando pasé la bolsa
por el detector de metales, sufrí un desagradable imprevisto.
Una decena de hombres, la mayoría uniformados, se
abalanzaron sobre mí arrastrándome con fuerza a una
habitación pequeña. Un barullo de palabras incomprensibles se
cruzaba entre ellos, y me señalaban provocándome miedo; en
el tumulto, uno de ellos intentaba esposarme. Al desconocer de
qué se me acusaba no comprendía dónde terminaría esa
agresión. La posibilidad de padecer un arresto en alguna celda
oscura me aterrorizaba. Trataba de tranquilizarme para
encontrar la solución de ese momento tan absurdo. Poco
después entró un hombre de baja estatura que parecía su
superior. Dio una orden y todos salieron para dejarnos solos.
Cuando vi que entre sus manos tenía el tumarit, se
comenzaron a aclarar las cosas.
“¡Qué hace con mi instrumento!”, protesté.
La sensación de perderlo y no poder entregarlo me
angustió.
—¿Qué lleva escondido dentro de la flauta? –preguntó,
queriendo demostrar autoridad.
—¿Dentro de la flauta? –indagué azorado –. Que yo
sepa, nada.
—Entonces tendré que romperla para averiguar.
—¡No, no puede hacer eso!, este objeto es muy valioso –
dije subiendo el tono.
—Esto es más que sospechoso. Viaja sin equipaje, con
un libro, una flauta y un pedazo de madera. Además, su rostro
es diferente al de la foto del pasaporte… ¿Dónde lo consiguió?
–inquirió, mostrándome el instrumento.
—No me creería si le digo la verdad. Le confieso que me
lo entregaron en una aldea encantada.
—¡Mentira! Ellos no permiten que personas desconocidas
entren a sus secretos, salvo por algo muy especial –vociferó.
—Yo entré por tal motivo –indiqué protestando.

130
—¿Por cuál motivo?
—El uso de una práctica milenaria me sirvió para convivir
con ellos. Después de realizar un conjuro extraordinario me fue
otorgado este tumarit –le expliqué creyendo que me tomaría
por loco, para atenuar su intimidante expresión.
—Entonces tiene el poder de la palabra en arameo
antiguo –dijo para mi gran sorpresa.
—Pero ¿usted sabe de qué estoy hablando?
—Venga conmigo –prosiguió diciendo el hombre bajito,
entregándome el tumarit y pidiendo disculpas por el maltrato –.
Tranquilícese. Soy el jefe de Seguridad del aeropuerto. Se han
conectado conmigo por si tenía inconvenientes para embarcar
–me explicó mientras abría la puerta para que salga –.
Comprenda que hay muchos controles. El doctor Keving le
desea un feliz regreso.
Entré en la sala de espera tratando de reponerme del
susto. Me senté en un rincón para pasar desapercibido: no me
había resultado agradable haber estado en la piel de un
contrabandista de objetos valiosos. Sorprendido por la
posibilidad de que tuviera algo adentro agité el tumarit, pero no
oí el ruido de ninguna pieza suelta. Acomodé los dedos
tapando algunos de sus orificios y soplé fuerte. Después de
varios intentos comprobé que no podía sacarle ningún sonido.
Pero enseguida me invadió el recuerdo de la melodía que
había hecho danzar a Venus. Reconocí que en ese momento
no me sentía tan distinto a los encantadores de la aldea, más
aún, me imaginé siendo un encantador que en vez de notas
salpicaba palabras. Con esa música sonando en mi cuerpo, me
despedí de la mítica India.

Cuando el capitán informó que ante la proximidad del


destino comenzaríamos a descender, sentí un cosquilleo. El
avión se inclinó buscando la posición adecuada para aterrizar,
y a través de mi ventanilla quedé de cara a la cordillera. Sus
picos afilados estaban posando en el despejado cielo; la línea
de humo blanco, que a lo lejos salía de una cabaña, era un

131
tobogán invitando a lanzarme. Siguiendo su trayectoria imaginé
planear sobre el territorio del Maestro. Estaría acaso sentado
junto a la fogata, abstraído del entorno, hecho fuego.
Impredecible.
Unos golpecitos sobre mi hombro me hicieron notar que
los demás pasajeros habían descendido.
—Señor, debemos desembarcar –anunció la azafata
pelirroja que me había cautivado en el viaje de ida.
—Pero usted no viajaba en este vuelo –le dije,
sorprendido.
—En efecto, subí a darle la bienvenida. ¿Consiguió su
propósito en la India?
No sé qué le respondí. Mis ojos no se apartaban de su
rostro, y la cicatriz bajo su pómulo me atraía hacia ella. Quedé
flotando en ese espacio tan tenue entre la fascinación y el
enamoramiento. Cuando le tomé la mano supe que en algún
momento conocería toda la tersura de su piel, pero ahora mi
deseo estaba dirigido hacia otro objetivo.
—Nos volveremos a ver pronto –le dije, con firme
convicción.
—Sin la menor duda –susurró –, nos encontraremos en el
lugar y a la hora cierta.

La vuelta al hogar es de alguna manera el retorno al


origen. Cuando la infancia era nuestro territorio, la casa
oficiaba de santuario de nuestra seguridad. Hasta que
descubrimos que hay otro mundo afuera… y otro más allá de
ese. Mi morada, esclava de mis caprichos, ni se enteró de que
me había ido. De hecho estaba cerrada, inútil, fuera de todo
sentido.
Forzando la persiana entré por la ventana. Tiré mi
humanidad sobre un sillón, y aunque estaba en penumbras
cerré los ojos, en la posición de los que quieren ver.
“Lo extrañé Maestro.”
No tardó demasiado en hablarme.
—Sin embargo, siempre estuvimos muy cerca.

132
—Estoy perdiendo la capacidad de asombro. Que usted
aparezca y desaparezca como en un acto de magia se ha
convertido en un escenario frecuente, aunque tengo que
confesarle que he vivido las situaciones más increíbles, que
escapan a toda lógica racional. Lo imposible se me ha tornado
habitual. ¿Cómo explicar lo mágico del pensamiento sin revelar
sus trucos? –le dije.
A pesar de no verlo podía sentir que buscaba en su saber
las palabras para expresarse. Al fin, dijo:
“Una parábola de la tradición sufi cuenta que un antiguo
rey ordena a su mago predilecto que, para halagar al hijo,
realice en las fiestas de su boda un acto de magia, el más
espectacular y trascendente. El mago pasó los días previos al
evento orando por una gracia de Alá para no defraudar al
soberano. La noche del casamiento, sin certezas pero con fe
llegó a la fiesta, la más suntuosa que nunca jamás se haya
visto. Jeques, emires, personalidades de tierras remotas,
habían llegado para asistir a ese extraordinario banquete.
Como broche de oro sonaron las trompetas y el rey presentó
entonces, a sus honorables invitados, la atracción más
fabulosa de Oriente, el mago, en su acto más increíble. Este,
seguro de que sus oraciones habían sido escuchadas, tenía en
sus manos un ave de infinitos colores, el pájaro más exótico de
las jaulas de su Señor. Con parsimonioso encanto lo cubrió con
un fino pañuelo de seda. La expectativa era tal que los
invitados apenas respiraban creyendo que aparecería algún
ser mitológico o vaya a saber que extrañeza. El mago cerró los
ojos, con un movimiento brusco quitó el pañuelo y… no había
allí nada. Lo inusual, lo realmente mágico, era que el pájaro no
estaba oculto en sus mangas, había verdaderamente
desaparecido. Pero nadie le creyó. Dicen quienes lo vieron
que, cuando rodó su cabeza por el hacha del verdugo, el rostro
del mago dibujaba una sonrisa.”
A mi también se me escapó una sonrisa.
—¿Qué opinas? –preguntó de inmediato.

133
—Supongo que hay que tener mesura con los milagros,
una premisa que el mago no tuvo en cuenta. ¿Y qué habrá
sido de la suerte del pájaro, acaso el mago fue su verdugo?
—A lo mejor no murió, tal vez entró en otra dimensión –lo
dijo con el énfasis de quien toma un atajo en el pensamiento
para llegar al punto.
—¿Será tal vez un extraño cruce en el tiempo la causa de
mis experiencias irracionales? Le confieso que fueron varias, y
no creí oportuno conversarlas con el doctor Keving.
—Relátame lo que hablaste con él.
Aunque me resultó curioso que no preguntara nada del
posible hallazgo del Manuscrito, le comenté en detalle todos
los diálogos referidos a la intuición. Cuando le describí la
relación con el salto cuántico me detuvo.
—Ahí está la clave de tu cuestionamiento –dijo con lenta
seguridad –. Visualiza el modelo del átomo, la unidad
elemental de la materia. Ahora bien, imagina la unidad
fundamental del tiempo, el segundo, con el mismo modelo.
Pero en vez de electrones girando en órbitas, ubica allí otras
dimensiones temporales.
—Lo imagino. Sin embargo, en lo cotidiano no tenemos
acceso a esa pirotecnia temporal.
—Por supuesto. En nuestra percepción seguimos una
linealidad usual, nos aferramos a una soga que organiza el
caos y no la soltamos por temor a perdernos, de la manera que
así sucede en el sueño o en la locura. ¿Me sigues?
—Creo que sí. Para dar cohesión a lo percibido elegimos
una vía trazada.
—Exacto, pero esa vía no es la única posible. Tal como te
explicó Keving respecto a la materia, una fuerza exterior puede
provocarle saltos. Lo mismo sucede respecto al tiempo. Con la
intuición podemos forzar esos cambios, hacer que el tiempo se
disgregue.
—¿Entonces esos encuentros fueron reales?
—Tu recuerdo los hizo presentes, y el hecho intuitivo
puso las palabras que tu entendimiento necesitaba incorporar.

134
Pero en ese cosmos interior también puedes cruzarte con otras
instancias, entrar en otras órbitas y, por ejemplo, reanimar un
símbolo. El tiempo, entiéndelo –dijo con énfasis –, es una
intuición pura.
—Debe ser por eso que en la aldea perdí su verdadera
dimensión.
Permaneció en silencio, dándome a entender que
deseaba escucharme. Aproveché para relatarle mi aventura en
la India, el descubrimiento de la aldea donde estuvo Mateo y la
desilusión por no haber regresado con el Manuscrito. De
repente dudé.
—Maestro…,¿usted está realmente presente o es acaso
otro de mis encuentros en las vías de mi imaginación?
—En definitiva es lo mismo. Acostúmbrate, las puertas de
tu percepción se han abierto para siempre… Concéntrate en el
tumarit. Al tercer día, en que Venus estará en la constelación
adecuada, sube a la montaña Colorada y llévalo a la capilla de
San Jacob.
Sonó un ruido seco, similar al golpe de un martillo sobre
una piedra. Traté de encontrarlo en la oscuridad. Fue inútil,
estaba solo.

Durante esos días no salí de mi casa. Ni siquiera abrí las


ventanas, tampoco prendí las luces, es más, como las
persianas dejaban entrar cierta claridad imité un artilugio de
mago: me vendé los ojos con un pañuelo de seda que a tientas
encontré en un cajón. El aprendizaje en la aldea había
desarrollado mi sensibilidad, y en cierto modo la estaba
poniendo a prueba. Comprobé que mi cuerpo estaba ejercitado
para no depender de las necesidades. Apenas si me alimenté
con unas arvejas envasadas que habían quedado olvidadas en
la alacena.
En ningún momento me desprendí del tumarit. Horas y
horas lo ponía delante de mí y trataba de visualizarlo. Recorría
mentalmente sus recovecos, imaginando el sonido que yo no
había podido sacarle, pero no le encontraba claves más allá de

135
lo que mostraba. El último día, antes de salir, al examinarlo con
mi olfato sentí que sus orificios despedían un leve olor
metálico. Me quité la venda, prendí unas velas y quedé un
buen rato mirando la pintura que me había regalado Ana. Algo
extraño a mi conocimiento debo haber visto. Me impulsó a abrir
la puerta, y sin más partí rumbo a la montaña.

Pasaron sin detenerse los suficientes automóviles como


para entender que ninguno me acercaría. Evidentemente para
nuestro mundo occidental la vestimenta hindú, sumado a mi
corte de pelo, no eran una garantía suficiente de confianza
para llevarme. Había caminado bastante cuando un jinete pasó
a todo galope. Se detuvo a lo lejos y esperó que me acercara.
El hombre que montaba me resultó conocido. Tiró el cigarro, y
sin preguntarme hacia dónde iba me tendió su brazo para
ayudarme a subir. A paso lento por la banquina, el caballo ni se
sobresaltaba de la velocidad de los autos, que cortaban el aire.
Sonreí al imaginar que, de estar en la India, quizá montaría
sobre un elefante.
Al rato de andar le pedí que se detuviera frente al sendero
que conducía a la capilla.
“¿Acá te quedas? Debe ser una promesa muy importante
para ir a San Jacob a estas horas”, dijo el jinete nocturno.
Cuando me habló de frente lo reconocí: era aquel pastor
que alguna vez me había indicado el destino de los
Manuscritos. Salió trotando y enseguida se perdió en la noche.
Confiado, ni pensé en portar una linterna. Intenté
orientarme como si aún tuviera los ojos cerrados, y para
reafirmarlo me quité las sandalias, para sentir bajo mis pies la
firmeza de la tierra. Cada tanto me detenía para oír los sonidos
del bosque. En un momento escuché la secuencia de una
cacería: un búho llamando a su presa, un roedor saliendo
curioso de su madriguera, un batir apresurado de alas, y el
choque inevitable, la supervivencia de las especies tal como
hace miles de rutinarios años. Esa eterna repetición que
moldea el equilibrio de la vida natural, más allá del hombre.

136
Al fin, a lo lejos vi pendular una tenue luz. El Maestro,
como un faro, agitaba su lámpara para indicarme el sitio.
—Te estábamos esperando –dijo apenas me vio –. Ya
estamos todos en la capilla.
—¿Quiénes son todos? –pregunté.
—Los Sabios protectores de los Manuscritos.
Un tramo adelante llegamos a San Jacob. Al vernos, se
aproximaron para saludarme. La primera, la única dama y la
más efusiva, era Ana. A los otros tres, que desconocía, me los
presentó. A primera vista tenían en común ser notablemente
altos. Uno de ellos, de tez morena y vestimenta típicamente
africana, me refirió haber tratado a Eva en Egipto, dándole
pistas de los Manuscritos. Otro, de cabello largo y rubio, tenía
extraños colgantes en su cuello; y el tercero era alguien cuya
ceguera no le impedía manejarse sin ayuda. Escasamente
intercambiamos palabras de cortesía. Lamento a la distancia
no recordar sus nombres; los hechos posteriores fueron tan
contundentes que no pude almacenar todos los detalles, pero
estoy convencido de que nos volveremos a encontrar.
“Bien, ya es hora de que partamos hacia el castillo”,
coincidieron.
Ana me apartó al costado y me condujo hasta la entrada
de la capilla diciéndome:
“Falta solamente él. Ve a buscarlo.”
Se refería a un hombre que estaba arrodillado frente al
altar. Me acerqué y no quise interrumpirlo, respetuoso de su
oración, por lo que opté por sentarme en un banco detrás de él
hasta que terminase. De espaldas a mí observaba sus largos
cabellos blancos que caían sobre su vestimenta, extraña para
esta época: una capa bordó con dibujos en hilos dorados. Sin
darse vuelta, sabiendo de mi presencia, dijo:
“Puedes acercarte, hijo.”
Me arrodillé a su lado. Los pliegues en la piel denotaban
su longevidad. Pensé que si quizá lo miraba tal como lo había
hecho con la tablilla, en esos surcos leería otro mensaje.

137
“Nunca olvides que la intuición no puede ser empleada sin
ética”, se dirigía a mí sin dejar de mirar la cruz que colgaba
sobre el altar. “Por eso es que yo la encuentro en contacto con
Dios. En la confianza que Él me inspira hallo la intimidad justa
que influye en mi reflexión. Nunca te desanimes, es un trabajo
paciente. Cuanto más empeño pongas en golpear la morada
del Señor, más facilidad tendrás en transformar su mensaje en
palabras.”
Giró para mirarme. De sus cristalinos ojos celestes surgía
un manto de serenidad.
—Comprendo su constante búsqueda de los mensajes de
la intuición. Pero yo en particular no logro explicar por qué ese
entendimiento se me manifestó en un lapso de tiempo
relativamente tan corto –le dije.
—Lo has logrado por tu intención intuitiva –respondió de
inmediato –. Aunque no seas conciente de ello, fuiste abriendo
este conocimiento tal vez desde tu infancia. Además, tienes la
llave.
—¿Cuál sería esa llave?
Miró el tumarit que sobresalía entre mi vestimenta, y me
dijo:
—El conjuro que te fue transmitido aceleró el proceso.
—¿Quién es usted? –le pregunté intrigado.
—Tú no me conoces pero has escuchado referirse a mí
en varias ocasiones.
—Es cierto, no creo recordarlo. ¿En boca de quién fue
nombrado?
—Al menos mi nombre fue dicho por Mateo.
—¿Y usted cuándo lo conoció?
—Desde su juventud. Era tan inteligente que decidí que
estaba más capacitado que yo para poseer el conjuro
maravilloso.
Me conmoví. Hizo con su cabeza un gesto afirmativo.
—Usted es el conde…
—Slanc –me dijo –. Josef Slanc.

138
—Con todo respeto –traté de suavizar mis palabras –,
suponía que la vida lo había abandonado.
Se incorporó ayudado por el bastón y al salir me expresó
en tono cordial:
“Dios premiará mi persistencia. Te aseguro que no soy
inmortal, pero a veces sospecho que mis párpados nunca
llegaran a tener el color de la noche.”
Comenzamos a caminar rumbo al castillo. El Maestro se
demoró apagando las velas y cerrando el portón de la capilla.
Nos alcanzó a mitad de camino. Me agradaba la sensación de
unidad que teníamos al transitar juntos y con el mismo fin.
Ibamos los siete con la energía de una bola de fuego
atravesando la espesura. El conde, a pesar de sus dificultades
para trasladarse, marchaba adelante, majestuoso en su
vestimenta medieval, Ana me había tomado del brazo y yo
llevaba una de las antorchas.
Al toparnos con vallas reconocí que ya estábamos en la
zona de las ruinas. Varios carteles anunciaban que el predio
permanecía cerrado al público. A ambos lados se veían los
pozos como trincheras que señalaban dónde, todavía, seguían
excavando.
Por una entrada oculta ingresamos a un pasillo. Para
resguardo del tesoro no quisiera dar precisiones, pero no nos
dirigimos hacia los túneles. O tal vez sí, fue todo tan extraño.
Josef nos guiaba como pez en el agua; en definitiva,
conocía los recovecos del castillo de la manera que solamente
él podía saberlo. Después de atravesar varias puertas,
subimos por una escalera en espiral que desembocó en una
sala maloliente, tan arruinada que parecía a punto de
derrumbarse. Del techo filtraba agua que caía dibujando
espirales en el charco que había formado. El conde señaló la
pared más lejana y nos pidió que la empujásemos. Lo hicimos
entre todos con esfuerzo, y ante nosotros se abrió una abertura
que nos comunicaba con otra sala más pequeña, de tres
paredes. La forma triangular, tan poco común, le daba al
menos un aspecto atrayente. Dentro alcancé a distinguir siete

139
bases en forma de columnas recortadas, sobre las que
reposaban unos finos candelabros. Cuando fuimos prendiendo
las velas que portaban, a medida que se iluminaba el
ambiente, también se encendían las luces de mi asombro. En
todo el recinto, incluso en el techo, estaba pintada una gran
obra de arte, con diversas escenas que a primera vista me
resultaban alegóricas. Me acerqué para apreciar el mural en
detalle y lo observé en perfecto estado de conservación.
“En este universo artístico están representadas las claves
de todos los Manuscritos. Mira ese sector”, me guió Ana.
Me arrimé donde señalaba y vi la imagen de un árbol con
sus raíces fuera de la tierra. Más allá, las chozas de la aldea
hindú reproducidas con una similitud increíble y sobre estas,
flotando, el tumarit.
Miré a los otros y me pareció que eran personajes de la
pintura que nos envolvía.
“Lamento defraudarlos”, me animé a decirles, “aunque
supongo que ya lo saben, no he traído la escritura que fui a
buscar.”
Y casi avergonzado agregué:
“Solamente rescaté este instrumento que Mateo les había
dejado.”
Ninguno se lamentó. Continuaron observándome sin
pronunciar palabra alguna, con la actitud de quienes esperan
que termine de completar una frase, o un acto.
De manera espontánea, sin precisar qué fuerza me
empujó a hacerlo, el hecho ocurrió. Los Sabios me rodearon
tomados de la mano y enseguida me recorrió un leve
cosquilleo, que potenciaba mis sentidos. Una luz cegadora
apareció frente a mí y por instinto, para taparme, levanté el
tumarit a la altura de los ojos. En esa posición entendí el
mensaje. Aunque ya lo había intentado en mi casa, volví a fijar
la mirada en ese objeto imaginando que fuera el único que
existiese en el mundo. Trataba de despojarlo de todo
significado y comencé a verlo como pura forma: unas
coordenadas que vibraban apretujadas en una masa

140
indefinida. Mis dedos, luego mis manos, se empezaron a fundir
en la misma materia. Yo era ese objeto, y ese objeto era parte
mía.
Comenzamos a latir acompasadamente, y en cada pulso
exhalaba la melodía de Venus. Veía las formas de las notas:
diamantes que ondulaban vertiginosos alrededor de mí; raras
figuras que se cruzaban sin chocarse, manteniendo su sonido
en el espacio hasta que, exhaustas, estallaban como burbujas.
En ese universo flotaba aferrado al tumarit, lo único que me
sostenía en el vacío.
Miré las líneas de mi cuerpo: la luz violeta que me había
cegado ahora brillaba en mi pecho. La podía sentir
golpeteando para salir de su opresión. Se expandía y volvía a
contraerse, insistiendo cada vez con más fuerza por su
libertad. En ese trance escuché la voz de Mateo como un rayo
certero que se apiadó de mí: “Las cosas no las perderás si no
te aferras a ellas”, dijo, y al instante un hachazo invisible me
quebró para comenzar a caer, regocijado al ver que esa
sustancia metálica salía definitivamente de mi interior a cumplir
su destino de luz.

Entre todos se acercaron a levantarme. En cada mano


tenía un pedazo del tumarit que acababa de romper. Josef se
agachó para recoger algo, que observó con detenimiento y me
entregó diciendo:
“Has descubierto la primera clave. Esta llave de oro
escondida en el tumarit es la copia de la original, que yo mismo
había destruído al volver Mateo de la India con el pergamino
sagrado… Observa con atención. Te mostraré dónde está el
Manuscrito.”
Se ubicó junto a la base tallada con los símbolos de los
triángulos y señaló a un costado:
“Esta es la laja del piso que debemos retirar.”
Tardamos en moverla, estaba muy adherida. Al sacarla
quedó al descubierto un agujero que desembocaba en una
cerradura. Introduje la llave y traté de hacerla coincidir hasta

141
que, al fin, encastró. La giré varias veces de manera completa,
según me indicaba, hasta que escuché un “clic”.
“¡Ese es el sonido!”, exclamó el Sabio ciego. “Ya la
puedes voltear.”
Se había activado el mecanismo para mover la base. Al
notar que esta estaba despegada del piso en tres de sus caras,
la tumbé con cuidado. Acerqué una vela para apreciar aquello
que se imponía con su sola presencia. Guardado dentro de un
cubo de vidrio podía ver el rollo del Primer Manuscrito.
—Si lo quieres leer deberás romper el vidrio –me
comunicaron.
—No hace falta –dije, convencido –. Conozco su
contenido.
Mientras volvíamos a ubicar todo según su previa
disposición, imaginaba que tal vez debajo de cada base
estaban los demás Escritos.
—Al igual que este Manuscrito, cada uno de los otros
también exige una trama particular de búsqueda. Confiamos en
tu capacidad para reunirlos –dijo Josef.
—Lo intentaré, pero ¿por qué no decirme sin
ambigüedades dónde buscar las otras llaves? –pregunté.
—Porque no todas son llaves. Ni todos los pliegos están
aquí –acotó el Sabio de tez morena.
—¿Al menos podría saber en qué continente están las
claves del segundo pliego? –pregunté.
—En América –dijo mi Maestro –. Yo mismo lo llevé allí.
Ana me acercó a otra sección de la pintura: dentro de una
enorme canoa estaban sentados, tomados de la mano, un
hombre y una mujer. Resaltaba que ambos tenían en su
muñeca una pulsera similar. El río en que navegaban, que era
de color ladrillo, desembocaba en una catarata imponente. La
línea que trazaban las aguas se remontaba en unas montañas
que encerraban un lago, para seguir su curso zigzagueando
entre pirámides con escalinatas. Finalmente el cordón de agua
se detenía en una montaña truncada, parecida a un volcán.

142
—Es el monte Shasta, en California —me dijo el Sabio
rubio.
—¿Aquí también las imágenes contienen otras? –
pregunté.
—Ya suficiente enigma encierran todas esas claves –me
respondió Ana, y agregó
“La imagen de arriba supongo que te es conocida.”
Levanté la vista y allí en el techo estaba el recurrente
símbolo. Pero, ocupando toda la superficie del triángulo más
pequeño, había una isla. Se apreciaba en detalle un volcán en
cada uno de sus vértices, y en el centro un hombre con alas y
cabeza de pájaro, que me hizo recordar al de un sueño que
había tenido en la India.
—Te pito o te henúa – dijo el Sabio rubio.
—¡Eh! Ya escuché eso, ¿qué significa? –pregunté.
—El vientre de la tierra… el ombligo del mundo. Así
llamaban sus primeros habitantes a la isla de Pascua. A esto
se refiere el mensaje en la tablilla que te entregué aquella vez
—me dijo el Maestro.
—Entonces es ahí el fin de la historia…
—Y el comienzo de otra –contestó él.
—Pero el mensaje hace referencia a un eclipse, y en esta
pintura no se encuentra – les dije.
Sonrieron irónicamente y me invitaron a volver a mirar.
Repasé una y otra vez cada detalle de la pintura, pero no lo
encontraba.
—Lo has tenido en tu pensamiento desde la primera vez
que viste nuestro símbolo -insistió el Maestro e hizo un
simpático gesto queriendo decir “Esta es fácil de encontrar”.
Levanté la vista y, será por mi cara de asombro que, al
darle significado a los dos círculos que coronaban los
triángulos, terminamos riendo.
—Permítanme repasar, -les dije - el eclipse está
representado en el doble círculo, en el centro la isla de Pascua,
y supongo que los dos triángulos grandes son pirámides…

143
—Llegará antes tu entendimiento que tu cuerpo a
Teotihuacan para que lo confirmes -dijo el Sabio africano.
—Los templos mayas del Sol y la Luna te esperan –
agregó Ana.
Comprendí que esa era toda la información que me
darían al respecto, porque enseguida parecieron
desentenderse de mí, me dieron la espalda y apoyaron sus
manos en la pared. Estuvieron concentrados un buen tiempo,
como orando en susurros, hasta que al unísono recitaron una
plegaria, creo que en latín.
En ese preciso momento sentí una opresión en el
corazón, mezcla de admiración y sereno temor. Tuve la más
íntima convicción que esos seis personajes, que estaban casi
mimetizados en la pintura, eran los Sabios que habían escrito
los Manuscritos.
Josef se me acercó moviendo afirmativamente la cabeza
(descontaba que estaba leyendo mi pensamiento), para
decirme:
“Ahora podemos entrar.”

Abrieron con paciencia un recoveco en la pared y allí


resguardaron la llave de oro. Luego cerramos el lugar
deslizando la misma pared por la que habíamos entrado. Sin la
menor duda era la misma pared, no podría ser ninguna de las
otras dos. Lo cierto fue que la sala lindera, vacía y derruida,
ahora presentaba un aspecto impecable. Una enorme araña
plena de caireles iluminaba por demás la habitación,
fastuosamente empapelada. Miré a los Sabios tratando de
encontrar la explicación adecuada pero actuaban con tanta
naturalidad, sin el menor atisbo de asombro, que opté por
permanecer callado. Caminé hacia la puerta esquivando
delicados muebles de época, distribuidos con elegancia sobre
alfombras de costosa apariencia. Al pasar delante del espejo
que pendía tras los sillones me detuve ante lo inconcebible. Me
reflejaba tanto a mí como a los demás, pero también veía allí la

144
habitación destruida, las paredes húmedas, las gotas que
caían, el espacio vacío.
Debí haber quedado hipnotizado un tiempo prolongado en
esa situación, porque al volver la vista los Sabios ya se habían
ido. Al tratar de alcanzarlos tropecé con mi memoria.
Recordaba haber llegado a ese cuarto subiendo una escalera
en espiral. Pues bien, ahora la misma estaba invertida, por lo
tanto para salir tenía que volver a subir. Desde arriba la voz de
Josef me indicó:
“Vamos, es por aquí.”
Apresuré el ascenso, y cuando entré en el siguiente salón
confirmé que el castillo se había subvertido. Estábamos
parados normalmente, pero caminábamos por el techo hasta la
próxima puerta. Cuando me detuve maravillado a mirar los
muebles, que desafiando la ley de gravedad estaban encima
de nosotros, el Maestro me dijo:
“No te detengas que se acaba el tiempo.”
Josef iba adelante apurando el paso, y cada puerta que
abría era una invitación a lo imposible. A un salón de vastas
dimensiones lo atravesamos caminando apenas unos pasos.
Otro, al contrario, era tan pequeño que tardé demasiado en
cruzarlo. Esclavo de mi curiosidad, transitaba esos espacios a
otro ritmo que los Sabios; aunque los había perdido de vista,
las huellas de sus pisadas me señalaban las puertas de salida.
Antes de franquear el siguiente paso sentí que alguien allí
me estaba esperando. Entré en un cuarto circular y
abovedado, cuya cúpula reflejaba las estrellas del firmamento;
en la pared, innumerables cuadrados de diferentes
dimensiones, que llegaban hasta los arcos del techo,
proyectaban secuencias de imágenes distintas. Un sillón,
ubicado en el centro, se asentaba sobre el piso de vidrio. En el
apoyabrazos descansaba la mano de un hombre que, oculto
tras el respaldo, parecía estar sentado sobre el Universo. De
pronto habló en un lenguaje que desconocía, pero que sin
embargo podía comprender.

145
—¿Saebs por qué nos sedcue el uvinreso? Prouqe es
una pryoeiccón ecxata de neusrto mnudo inetroir. Cdaa
emelento de etse csomos etsá reeptdio con la msima ecxatiutd
en cdaa uno de nostoros.
Tratando de iniciar un diálogo le contesté con una
pregunta, confiado en que entendería mi lengua:
—¿Cómo explicar entonces que seamos seres únicos e
irrepetibles?
Impasible, espectador privilegiado de las virtuales
pantallas, respondió:
—Cdaa procóin de etse inifntio presoanl etsá cargdao con
la inetnisadd de neusrtas eovcacinoes y vievnicas. Neutsro
celio es una gaelíra de pasdaos. Preo lo dteerimnatne, lo que
nos hcae diefretnes, es el reocrrdio que en ese piasjae hcae
neutsro epsírtiu.
—¿Pero es posible darle una dirección en especial?
—La inetnicón mraca la oirentcaión, preo etsamos suejtos
a los ipmodneblraes. Aglnuas veecs zoans turbluenats
dveienen praasíos, ortas la prxoimiadd a una etsrella peude
tremniar enecgueiecndo. Lo que deebs saebr, quierdo
dsicíuplo, es que el dmoiino de la inutición nos premtiió
cablagar más allá de lo cnoocdio.
—¿Hacia dónde?
—Hay un pnuto de etnrada. Un aibsmo vretignioso de
tiepmo dodne el uvinreso se pleiga, y por allí acecdeoms a orta
dimnesión de la reliadad psíqucia.
Traté de hallar una explicación respecto a la inquietante
habitación donde nos encontrábamos.
—¿Qué es este lugar?
Se paró dándome la espalda, mirando hacia las imágenes
que centelleaban dentro de los cuadrados. Aunque una larga
túnica ocre lo cubría hasta los pies, supe inconfundiblemente
que era él.
—Etsamos detnro del Prmier Maunscirto —dijo—. Sooms
patre de sus lertas. Teines atne ti la red de pesnameintos que

146
pormeuve la intiuicón coelctiva, dádnole uniadd al tetxo de su
mesnaje.
Reencontrarlo me provocó tal alegría que hasta eclipsó el
maravilloso Real donde me hallaba. Apenas giró vi mi rostro
reflejado en sus lentes espejados. Nos fundimos en un abrazo
interminable.
—Mateo… ¿Desde que usted desapareció permaneció
aquí?
—Es la codnición que cunado un Maunscirto se atciva
quein lo esrcibió se fusoine con él.
—Pero… tenía entendido que fueron escritos hace
siglos…
—No olvdies que hay un remloino de teimpo en neustro
uvinreso… Déajte trasncrurir. No te deetngas —dijo mientras
me acercaba a la puerta—. Deebs salir pornto de auqí anets
de que se ceirre.
—¿Volveremos a vernos?
—Cupmle con tu deebr, que Dois cumpilrá con el syuo.
—¿Cuál es mi deber?
—Ya cnocoes el txeto. Sreás mesanejro del sielnico.
Volví a abrazarlo, a sabiendas de que sería la última vez.
Besó mi frente, y con un gesto me animó a seguir. Alcancé la
puerta mientras él y todo el recinto se esfumaban. Renovado
de energía salí corriendo por el pasillo que desembocaba en la
salida, casi agachado porque se estaba estrechando. Tras de
mí escuchaba ruidos similares a un derrumbe. Jadeando
empujé el portón de entrada y caí entre los Sabios, que afuera
me esperaban formando un semicírculo. Todos tenían una
expresión exultante. Viajeros del tiempo, juntos pusieron sus
manos sobre mi cabeza, y se desvanecieron en el bosque
como luciérnagas en el día.

Quedé arrodillado percibiendo que ya comenzaba a


asomar el alba. La profecía del 2012, pensé, fue anticipada por
hombres que descubrieron una falla eterna en el ser, aquella
que nos provoca una tendencia a destruirnos. Pero cada nuevo

147
amanecer nos da la oportunidad de recuperarnos. Y así será
también desde el minuto siguiente al último día del calendario
maya. Lo importante vendrá entonces, cuando sea imperativo
traspasar los límites y crear un Hombre nuevo. ¿Podremos
comunicarnos más allá de las lenguas? ¿Seremos capaces de
crear un nuevo lenguaje que sea apto para significar otra
realidad, ajena a los virus de las palabras nocivas?
Cerré los ojos y vi con tranquilidad que, de ser así, en
éste tiempo exacto algo comenzaba a cambiar. Como semillas
lanzadas por una mano esperanzada, la enseñanza de los
Sabios esparcía de una vez y para siempre la Intuición en el
mundo.

Apenas regresé a mi casa abrí todas las ventanas para


inundarla de luz y exhausto me tendí en la cama (el techo
necesita una mano de pintura) los Sabios alquimistas (de ese
ángulo apenas descascarado asoma la posibilidad de otro
color) la vorágine del tiempo ese extraño lenguaje (debajo del
color otro y otro y otro) la realidad secreta y pudorosa como las
capas de la cebolla (subiré a la escalera y rasgaré las capas de
las capas para sentirme poderoso e insignificante) ¿Mateo
atrapado en su texto o el texto cifrado en los rincones de su
mente? si yo ingresé a ese Manuscrito creado por él soy acaso
parte de su sueño ¿dónde terminará esa cadena de
creaciones? ¿dónde está el Uno original el que sueña a los
que sueñan? ¿dónde?

En el escritorio, junto a la ventana, reposaba el Libro


Dorado brillando en una extraña tonalidad. Me acerqué con
infrecuente sigilo y comprobé que había tomado el color de la
tablilla, como si fuese un producto alquímico en constante
mutación. En su tapa resaltaba un número y una frase: “2012
mensaje del silencio”.
Lo abrí simulando descuido.
Tal si fuera

148
un espía entrometido
empecé a leer:

La luz de la maañna repteía el rtio de los teimpos: cmoo


un pitnor depslaznado su picenl, acraicaiba los obejtos y los
teíña con los colroes que se ocutlan en las somrbas.
Feil a su enrtea csontnaica el día se presnetaba,
nuevmaente, orefnceido su espcetáuclo. A tarévs de mi
vetnana…

149
2012:MdS

1. 33. 3

2. plenilunio. 24

3. m(ana)bela. 44

4. intuición. 62

5. india. 81

6. venus. 102

7. tumarit. 127

150

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