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Historia Moderna 2015 - Campagne 17 copias (1538)

Livesey, James. “The Limits of Terror: The French


Revolution, Rights and Democratic Transition”, Thesis
Eleven, 97 (2009), pp. 64-80.

“Los límites del Terror: Revolución Francesa, derechos y transición


democrática.”

Traducción del inglés: Constanza Cavallero*


Revisión y corrección: Fabián Alejandro Campagne

Durante mucho tiempo la Revolución Francesa ha sido considerada como un


evento central en la historia de la democracia. La Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano, del 26 de agosto de 1789, creó la concepción moderna de
democracia como un régimen en el cual los derechos resultan universales y están
garantizados por la soberanía del pueblo (Dunn, 2006: 115-16). Las corrientes
democráticos clásicas de Europa, al igual que los movimientos anti-imperiales fuera del
continente, se vieron directamente inspirados por el republicanismo francés. Imaginarse
la democracia moderna sin lo sucedido en Francia a partir de 1789 podría parecer
incluso absurdo. No obstante, la relación entre la Revolución y la historia de la
democracia, tan indiscutida en otros tiempos, se ha tornado muy controvertida en el
presente. La Revolución Francesa creó el arquetipo de lo que en la actualidad
entendemos por “revolución”, pero la investigación profesional contemporánea ha
tendido cada vez más a desmontar la mixtura entre revolución, violencia y transición
democrática, y ha comenzado, por lo tanto, a cuestionar el carácter paradigmático del
caso francés. Los derechos políticos universales proclamados en 1789, aunque limitados a
los hombres propietarios cabezas de familia, fueron democratizados de manera genuina
en 1794. Pero el instrumento para conseguir dicho objetivo fue el Terror, y ni siquiera
entonces la universalización resultó plena, puesto que los derechos continuaron siendo un
privilegio de los adultos varones. La resolución que Marx propuso a este enigma, a saber,
que el Terror fue producto de la confrontación de ideales universales con la
irracionalidad y la particularidad del emergente orden burgués, ya no resulta
convincente (Higonnet, 2006). La noción de que la revolución es en cierta medida una
                                                            
*
La presente traducción se realiza exclusivamente para uso interno de los alumnos de la
Cátedra de Historia Moderna, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos
Aires (octubre de 2013).

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 

meta aún pendiente de concreción ha colapsado junto con los restantes modelos de
teleología histórica basados en la experiencia europea (Chakrabarty, 2008).

Los trabajos más recientes en este campo de estudio, en particular los producidos
en el mundo anglófono, ya no abordan la Revolución como un momento en la historia
de la democracia. por el contrario, tienden a incluirla en un grupo muy distinto de
fenómenos: el de los regímenes totalitarios. Arno Meyer resume esta perspectiva del
siguiente modo: “los regímenes soviético y nazi han sido considerados, si no totalmente
idénticos, al menos similares en sus fundamentos: ambos aparecen como variantes de un
mismo totalitarismo, cuyas raíces filosóficas se remontan al período jacobino” (Mayer,
2000: xv). La Revolución Francesa ha dejado de existir, para muchos estudiosos, según el
modo en que por lo general se la entendía; en su lugar, el proceso revolucionario se
transformó en una antecámara de los horrores del siglo XX. El evento revolucionario,
que fue durante mucho tiempo concebido como un momento dentro de un proceso, es
ahora abordado como una estructura que se reprodujo a sí misma, como una
característica patológica de la modernidad política. Por supuesto, no ha habido una
única y unívoca corriente de opinión al respecto. Abordajes alternativos, más respetuosos
de la herencia histórica del acontecimiento y menos influidos por la teoría anti-
totalitaria contemporánea, han continuado proponiendo una estimación más positiva
de lo sucedido en Francia y de la revolución social en general. Estudios sobre la
revolución realizados por cientistas políticos y especialistas en sociología histórica, al igual
que los llevados adelante por historiadores interesados en las perspectivas
interdisciplinarias, continúan ubicando a las revoluciones dentro de procesos de larga
duración. La violencia, sorprendentemente, no aparece como una preocupación central
en los trabajos de la ciencia política contemporánea. La visión general de Jack Goldstone
sobre esta emergente “cuarta ola” de trabajos sobre las revoluciones ni siquiera
menciona escalas relativas de violencia y conflicto como asuntos importantes para la
comprensión de la trayectoria y evolución de cada estallido particular (Goldstone, 2001).
La preocupación central de estos estudios continúa siendo la comprensión de las
condiciones que promueven la revolución como una forma de transformación social y
política.

Resulta simplemente imposible avalar los aportes de los sociólogos a la


comprensión del proceso histórico y desestimar al mismo tiempo las investigaciones
habitualmente más informadas de los historiadores. Todos los trabajos de los cientistas
sociales poseen sus lacunae características. Mientras que las historias más recientes sobre
la Revolución se estancan en una irreprimible fascinación por el horror, la visión olímpica
de los cientistas sociales manifiesta una clara tendencia a diluir el momento
revolucionario en los procesos de larga duración. Este artículo no propone una crítica a
uno u otro enfoque, ya que tanto la fascinación por el acontecimiento como por el
proceso son elementos claramente necesarios –aunque parciales– para la comprensión
del fenómeno. En cualquier caso, la síntesis resultaría claramente imposible. En lugar de
ello, lo que propongo es que nos movamos en una nueva dirección, ubicando a la
Revolución Francesa en un modelo diferente de contexto global, caracterizado por una
genealogía de formas transformativas. Sería inútil e inverosímil intentar argumentar que
la Revolución ha sido una suerte de piedra angular en el paso de la política tradicional a
la moderna. Sin embargo, aún podemos afirmar de forma creíble que la revolución
posibilitó e iluminó formas de cambio político rápido y progresivo compartidas por
regímenes políticos que en otros aspectos resultan distintos y divergentes. La idea de una

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 

historia universal que pueda permitirnos contextualizar la violencia revolucionaria está
muerta, pero la vía de una historia cosmopolita centrada en experiencias históricas
diferentes que se influyen mutuamente apenas está comenzando a explorarse. El
presente artículo propone una forma posible de inserción de la Revolución en esta
historia cosmopolita, explicitando las divergencias que este nuevo modelo guarda
respecto de la antigua versión de la revolución entendida como un momento clave en la
teleología de la libertad.

La ciencia política continúa utilizando ‘revolución’ como un concepto analítico


ubicado dentro de una tipología de formas del cambio político. La historia, por el
contrario, prioriza las agencias individuales o colectivas y tiende a concebir al fenómeno
como una sumatoria de experiencias vividas por sujetos y comunidades. Las revoluciones
entendidas de esta manera constituirían un modo escogido de acción política que debe
ser éticamente analizado; no es través del estudio de sus condicionantes estructurales
sino de la psicología colectiva que esta clase de procesos pueden ser abordados con
mayor eficacia. El trabajo de François Furet resulta pionero en lo que respecta a este
enfoque de la revolución y continúa dando forma al campo (Furet, 1979). Furet formó
parte de un movimiento intelectual liberal anti-totalitario de fines de la década de 1970,
que convergió en la École des hautes études en sciences sociales (Jennings, 1997: 149).
Aunque menos directamente influido que Claude Léfort por las reflexiones sobre el
totalitarismo de Hannah Arendt, la visión política de esta pensadora se encuentra en las
bases misma de la interpretación furetiana (Lefort, 2002). La reflexión alemana sobre la
violencia irracional provocada por individuos modernos aparentemente racionales
permitió a Furet dirigir la mirada hacia la perversidad de los resultados revolucionarios
más que hacia las estructuras que promovieron la transformación revolucionaria. Su
identificación entre revolución y violencia hunde sus raíces en la distinción tipológica
entre ‘revolución’ y ‘política’ propuesta por Arendt: “en tanto que la violencia juega un
rol predominante en las guerras y revoluciones, ambas suceden fuera del dominio de lo
político estrictamente hablando, pese a su enorme rol en la historia registrada” (Arendt,
1963: 10). Furet, al igual que los estudiosos que se inspiraron en él, concibió a la violencia
inherente al Terror como un elemento intrínseco de la Revolución, entendida más como
un modo del acontecer político que como un momento de transformación estructural.
Según Furet, el voluntarismo y la creencia en la infinita maleabilidad de las instituciones
humanas fueron los responsables de la evidente predisposición de la Revolución hacia la
frustración y, en consecuencia, hacia a la violencia:

cada individuo podía arrogarse para sí aquello que había sido un monopolio
divino: el de crear y recrear el mundo humano. Todos los obstáculos que limitaban
este objetivo eran atribuidos a la perversidad de las voluntades adversas antes que
a la opacidad de las cosas; el único propósito del Terror era deshacerse de los
adversarios (Furet, 1989: 149).

La historia cultural de la revolución ha desarrollado una fenomenología de la


revolución. Esta historiografía concibe a la revolución como una suerte de momento que
impuso sus exigencias a quienes lo llevaban adelante, conducidos a la violencia por un
desesperado deseo de encarnar valores políticos máximos, tales como la justicia, la
libertad, la nación o el pueblo.

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 

Resulta tentador historizar esta corriente y relacionarla con el contexto de la
Guerra Fría y la auto-terapia practicada por ex-comunistas en recuperación. Pero la
postura mantiene relevancia y poder en la actualidad. David Bell, analizando en la
Nueva República el reciente trabajo de David Andress sobre el Terror, comenta:

Antes del “Terrorismo Global” y la “guerra contra el terrorismo” existió el Terror: el


drástico clímax de la Revolución Francesa, con la espeluznante música de la
guillotina. Sus arquitectos y ejecutores fueron los primeros que han sido ampliamente
llamados “terroristas” y reconocidos por recurrir al miedo como principal arma
política. Durante aproximadamente dos centurias, sus acciones tiñeron la imaginación
política de Occidente como pocas cosas lo han hecho (Bell, 2006: 30).

La reescritura revisionista de la Revolución Francesa en torno al Terror continúa


siendo central para las concepciones neoliberales del estado y sus propósitos, y como tal
resulta pertinente para analizar no sólo la experiencia histórica de Rusia y Alemania sino
también las tentaciones totalitarias que acechan a la política exterior americana
contemporánea. Sus fundamentos irrumpen también en diversas reelaboraciones de la
teoría de la guerra justa, según las cuales resulta legítima cualquier guerra declarada
contra el terror, terror que a su vez derivaría genealógicamente del fenómeno revo-
lucionario francés (Elshtain, 2003: 18-19). Como explica Slavoj Žižek, el precio a pagar
por identificar la tradición revolucionaria con el Terror no es sólo la emergencia de un
estado re-armado, sino también la fatal limitación de la imaginación política doméstica.
El terror es el mal absoluto. Cualquier cosa teñida por él se torna inabordable, y el rango
de lo que resulta aceptablemente anti-terrorista se vuelve cada vez más estrecho:

¿No sucede lo mismo hoy en día con la opción ‘democracia o fundamentalismo’? ¿O


acaso resulta posible, dentro de los términos de esta opción, escoger
‘fundamentalismo’? Lo que resulta problemático en el modo en que la ideología
dominante nos impone esta opción no es el ‘fundamentalismo’, sino, más bien, la
democracia en sí misma: como si la única alternativa posible al ‘fundamentalismo’
fuese el sistema político de la democracia liberal parlamentaria (Žižek, 2002: 3).

Reafirmar la diferencia entre revolución y terror, y recuperar así la gama de


opciones políticas modernas, sería una contribución real al pensamiento político por
parte de los estudiosos de la Revolución Francesa.

Este saludable objetivo no puede lograrse simplemente reubicando a la


Revolución Francesa en el mundo de la sociología histórica. El desplazamiento de la
Revolución Francesa de su posición de paradigma de la transición democrática no fue
sólo resultado del poder del liberalismo anti-totalitario dentro de la investigación
histórica. La narrativa de la revolución social basada en la lectura marxista de Francia
tampoco pudo superar dos problemas empíricos. Por un lado, el análisis de clase
centrado en la burguesía como agente del cambio revolucionario ha demostrado
enormes fragilidades. Y por el otro, las revoluciones más recientes no se han adecuado al
patrón de “escalada”, “lucha violenta entre los elementos de la alianza revolucionaria”,
y posterior “reacción”, característico de revoluciones “clásicas” como la rusa y la china. El
trabajo reciente de los cientistas sociales ha tenido que dar cuenta de las revoluciones de
fines del siglo XX que no se adecuan a estos modelos históricos. Las transformaciones en
Europa del Este, y la incluso más desafiante revolución en Irán, además de la nueva
ideología revolucionaria del islamismo, han planteado nuevos interrogantes. Antes de

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 

que surgieran estos novedosos desafíos un mínimo consenso se había organizado en
torno del trabajo de Theda Skocpol, quien trató de resolver las fallas de la historia social
de las revoluciones “poniendo una vez al estado en el centro de la escena” (Skocpol,
1979). Skocpol sostuvo de manera convincente que las revoluciones sociales emergían de
sociedades esencialmente agrarias, y que por lo tanto resultaba posible ofrecer una
explicación estructural que diera cuenta de esta clase de estallidos y de sus resultados.
Los estados agrarios, puestos bajo presión a causa de las tensiones de la competencia
internacional, provocaron conflictos al competir con las elites rentistas por los recursos de
la agricultura campesina. Las revoluciones no fueron sino competencias lideradas por la
elite con el objetivo de adaptar el estado al contexto internacional, gracias al
establecimiento de una nueva forma de dominación política; las revoluciones sociales
ocurrían cuando determinadas elites buscaban aliados subalternos, usualmente
campesinos, para derrotar a otras elites competidoras. Las ideologías revolucionarias
eran programas políticos diseñados para integrar alianzas inter-clasistas, y su modelo
resultaba lo suficientemente flexible como para integrar otras clases subalternas más allá
del campesinado (Rueschmeyer et al., 1992; Berins Collier, 1999).

Este modelo, derivado del estudio de las revoluciones francesa, rusa y china,
demostró ser adaptable a las revoluciones de países en desarrollo, tanto en África, Asia y
Sudamérica, en el período que siguió a la Segunda Guerra Mundial; pero ha tenido
poca aplicación a la revuelta de las madrazas y de estudiantes en 1979, y ninguna en
absoluto en el caso de las alianzas de trabajadores nacionalistas y elites liberales que
derribaron los regímenes autoritarios de Europa del Este. Jack Goldstone ha refinado de
modo convincente el modelo con la identificación de los factores exógenos que por lo
general catalizan las revoluciones, tales como el aumento de precios, las presiones
ambientales y el crecimiento demográfico, pero este resultado se logró a costa de
restringir la capacidad explicativa del esquema a las revoluciones del período
temprano-moderno (Goldstone, 1991). El precio pagado por una capacidad explicativa
mayor ha sido la exclusión del paradigma de las revoluciones contemporáneas,
precisamente las que más se caracterizan por el recurso al terror político, eliminando de
este modo gran parte del contexto histórico necesario para comprender el problema de
la violencia política en el marco de los regímenes políticos modernos. El proyecto
estructuralista no resultó exitoso en su intento de identificación de un conjunto sólido de
criterios que dieran cuenta de las causas y de la naturaleza de las revoluciones, por lo
que el debate se ha corrido más allá de la identificación de los disparadores de la
revolución y de los elementos de la alianza revolucionaria, para intentar dar cuenta de
la naturaleza de las ideologías, y de los momentos y contingencias que transformaron
una crisis de régimen en una revolución, en situaciones específicamente modernas. Nos
topamos así con una dicotomía muy molesta entre las revoluciones neo-malthusianas,
generadas por las presiones ambientales, y el casi inexplicable conjunto de revoluciones
ideológicamente motivadas y caracterizadas por el uso frecuente del terror.

El contraste entre los abordajes normativos y explicativos, y entre las


interpretaciones ideales y materiales, durante largo tiempo ha sido un rasgo
característico del estudio de las revoluciones y de la teoría política en general, de modo
tal que el actual giro hacia las ideas en el seno de la historiografía muy probablemente
se topará más adelante con una nueva respuesta de corte materialista. No me parece
satisfactorio contentarse con la inevitabilidad de estas oscilaciones. Una respuesta
satisfactoria al desafío del cambio revolucionario que no forme parte de este ciclo

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 

deberá esforzarse por aprehender la totalidad de estos elementos antes que pretender
reducirlos a una jerarquía necesariamente inestable. La tentación de Goldstone –
distinguir una serie de revoluciones temprano-modernas explicables en términos de
condiciones materiales, de las revoluciones modernas que resultan en principio
ideológicas– me parece particularmente riesgosa, porque institucionaliza la distinción
por medio de su historización. Es muy peligrosa, sobre todo, para el estudio y la
comprensión de la Revolución Francesa, que quedaría así a la deriva entre las crisis de
los regímenes agrarios de la época temprano-moderna y las crisis de estabilidad política
propias de la edad contemporánea. Dividir en dos la categoría de revolución, sin una
sólida justificación, oscurece la centralidad del fenómeno revolucionario para la génesis
de los regímenes políticos modernos y elude –más que solucionar– los difíciles problemas
de definición y comprensión. Es más, el problema de la violencia y particularmente el del
Terror, simplemente queda invisibilizado en esta organización del saber. Ello no sólo
empobrece el estudio del proceso francés, sino que además directamente elimina del
problema de las revoluciones el caso más interesante y problemático, socavando así
trabajos como el de Tamir Bar-On y Howard Goldstein, que utilizan a la Revolución
Francesa como disparador para repensar las relaciones globales entre estado y terror
(Bar-On y Goldstein, 2005). Necesitamos un abordaje de las revoluciones que acepte el
rol que el Terror juega en el fenómeno, que las entienda como rasgos profundamente
modernos de la política, y que pueda dar cuenta de la variedad de los resultados
revolucionarios. Una visión semejante de la revolución incluiría a la Revolución Francesa
sin demonizarla ni glorificarla como revolución ejemplar.

Todas las revoluciones implican violencia –ésto es, la fuerza desplegada para
hacer valer la voluntad de los revolucionarios– pero no toda violencia equivale a terror.
El momento revolucionario vital es generalmente la ocupación del espacio por parte de
un público movilizado que ejerce violencia simbólica en un ámbito definido; aún
tenemos que presenciar una revolución que tenga carácter virtual. En julio de 1789, el
espacio simbólico en París era la Bastilla, un sitio que carecía casi completamente de
importancia militar pero que seguía funcionando como una imagen dominante de la
monarquía. En Kiev, en Noviembre de 2004, el momento vital que hizo que las
protestas por fraude electoral se convirtieran en revolución fue la ocupación de la Plaza
de la Independencia (Karatnycky, 2005). Lo que define el momento revolucionario no
es el ejercicio de la violencia sino un acto de voluntad, la aparición de los cuerpos en la
calle con un eslogan como “Razom nas bahato! Nas ne podolaty!” (“¡Juntos somos
muchos! ¡No podemos ser derrotados!”) o “libertad, igualdad, fraternidad”. El acto de
voluntad no necesariamente conduce a la violencia física, dado que el régimen puede
haberse vaciado tanto que simplemente colapse ante un desafío puramente simbólico.
Sin embargo, no puede llevarse a cabo dicho desafío sin la aceptación de que la
violencia es una de sus consecuencias probables. Esta violencia simbólica en un espacio
público puede tomar muchas formas, como la no-participación en el sistema judicial,
como sucedió en Irlanda entre 1919 y 1922, o la colectivización del transporte público en
Barcelona, en 1936, pero en cada caso los cuerpos ocupan físicamente un viejo espacio
de un modo nuevo, a fin de crear un lugar totalmente renovado para la emergencia de
situaciones totalmente inéditas. Los cuerpos que exteriorizan una nueva idea de
legitimidad invitan así a la represión o a la rendición.

El estudio de Padraic Kenney sobre el movimiento revolucionario de 1989 utiliza


la noción de carnaval para identificar el momento de afirmación de las masas en la

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 

calle. Su objetivo es equiparar literalmente el acto revolucionario a una forma de
celebración (Kenney, 2003). Ello no sería una peculiaridad de las revoluciones de Europa
del Este. El trabajo de Mona Ozouf que explica la relación entre la revolución y las
formas festivas es muy anterior al de Kenney (Ozouf, 1976). El festival y el carnaval no
deben ser entendidos como expresiones anodinas y pacíficas de la alegría popular, en
contraste con la experiencia más brutal de la revolución violenta; el carnaval incluía
desde hacía tiempo un repertorio de violencia popular dirigida contra las elites, y las
masas revolucionarias abrazaron este legado. En América, en los prolegómenos de la
guerra revolucionaria las comunidades embreaban y emplumaban a los partidarios del
régimen inglés, particularmente a los oficiales de aduana y a los informantes (Irvin,
2003). Brian Singer sostiene que el desmembramiento de De Launey, de De Flesselles, de
Bertier de Sauvigny y de Foulon de Doué, durante e inmediatamente después de la
caída de la Bastilla, fue consecuencia de la aplicación de categorías inherentemente
carnavalescas al proceso revolucionario (Singer, 1990: 163-4). El cuerpo de estos oficiales
reales fue tratado del mismo modo que el de aquellos criminales condenados a muerte
bajo el código penal del Antiguo Régimen. La naturaleza carnavalesca de esta violencia
fue enfatizada luego por niños que portaron en palos cabezas de gato desmembradas,
en clara imitación de las cabezas cercenadas y clavadas en picas durante la jornada del
14 de julio de 1789.

La diferencia entre la violencia revolucionaria y el terror es la que existe entre el


espectáculo macabro de la multitud alentando con entusiasmo al pastelero Desnot para
que cortara en pedazos a De Launey, regente de la Bastilla, en la esquina de la Place de
Grève, y la apatía ante las víctimas de la guillotina que los testigos de las ejecuciones
manifestarían cuatro años más tarde (Outram, 1989, 115). Se trataba de la misma
distinción que desde el seno mismo del Terror advertía Saint Just cuando se quejaba de
que la revolución se había “congelado”. El problema que enfrentamos al ubicar al terror
dentro de la revolución no es, por consiguiente, el de dar cuenta de la violencia, el de
entender cómo una revolución liberal “derrapó” y derivó hacia la guerra civil. Por el
contrario, el problema consiste en dar cuenta de un tipo particular de violencia, del uso
de la violencia con el fin de inmovilizar a la población, de reducirla a un estado de
miedo (Wahnich, 2003). Intentar desterrar la violencia de la transición democrática es
tan falso para la experiencia histórica como lo es identificar el terror con la revolución.
Ambas posiciones evitan el difícil trabajo de integrar los complejos y moralmente
comprometedores elementos de la genealogía de las formas políticas modernas, creando
como consecuencia las condiciones intelectuales para la suerte de dialéctica negativa
que conduce de los estados constitucionales al terror y a la tortura.

Reintroducir la complejidad y la diferencia en la historia de la Revolución


Francesa no requiere una completa reelaboración del conocimiento sobre el fenómeno.
Como Patrice Higonnet señala en un reciente estudio sobre la experiencia del Terror,
cada una de las teorías en disputa posee un entendimiento parcial de lo sucedido, y la
gran variedad y complejidad de estos modos de entenderlo resaltan su complejidad y
variedad (Higonnet, 2006). Se hace necesario complementar el conjunto de factores
materiales e ideológicos a los que han recurrido los estudiosos de la revolución desde
Mathiez hasta Goldstone, tales como la crisis del orden internacional, las presiones
ambientales o la disponibilidad de una ideología opositora. No resulta posible prescindir
de estos elementos, pero tampoco puede reducirse a ellos cualquier esquema
explicativo. El problema real, por supuesto, continúa siendo la comprensión de la

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interacción de las condiciones materiales y culturales, y la identificación de las
configuraciones particulares que empujan hacia el terror sólo a algunas revoluciones y
no a todas. En los últimos veinte años, un avance genuino hacia esta meta ha sido el
reconocimiento de la evidente similitud que existe entre las “revoluciones de terciopelo”
y fenómenos como la Revolución Americana y la Revolución Gloriosa. Ninguna de las
dos derivó hacia el terror sino hacia exitosos acuerdos constitucionales. Sin embargo, no
por ello dejaron de ser genuinas revoluciones. Las dos transformaron los términos bajo los
cuales el poder se ejercía en sus respectivos territorios, las instituciones a través de las
cuales los ciudadanos podían actuar, y las personas y clases llamadas a participar de la
vida pública. La estrategia para restaurar la Revolución Francesa como un caso
revelador en la historia de las revoluciones exige situarla en el contexto de los casos
contiguos, y utilizar estos últimos para reabrir la cuestión de las diferencias entre las
revoluciones políticas y las sociales. Una vez descartada la categoría de ‘totalitarismo’ en
función de su incapacidad para dar cuenta de las complejidades de los regímenes
modernos, el sorprendente efecto que se produce es que un amplio espectro de la
tradición liberal emerge como fuente para la comprensión y la contextualización de las
formas del cambio político vertiginoso

Annie Jourdan propuso un camino posible para comparar las revoluciones


inglesa, americana y francesa (Jourdan, 2004). Desde su perspectiva, situar a la
Revolución Francesa en el contexto de otras revoluciones –la holandesa, la inglesa de
1688, la norteamericana– permite recuperar su significado e importancia tanto en
términos nacionales como europeos. Jourdan defiende la existencia de un tipo específico
de revolución atlántica, que se caracterizaría por la crítica violenta de los regímenes
previos, por la promoción del republicanismo, y por la idea de que la participación
activa de la ciudadanía en la vida pública era un requisito esencial para la consecución
de la paz social y el florecimiento del estado. El republicanismo que estos movimientos
promovían estaba fuertemente moldeado por la Ilustración, e implicaba un compromiso
con la virtud cívica, la soberanía popular y la noción de derechos colectivos, antes que
con el antiguo concepto de constitución. Este aspecto de su trabajo se sirve de la labor
realizada en los últimos treinta años por la historia del pensamiento político, inspirada
en maestros como J. G. A. Pocock y Quentin Skinner. Cada una de estas revoluciones
habría desarrollado formas similares de organización, tales como los clubes políticos, la
prensa popular y los rituales de celebración revolucionaria. En Inglaterra, en América del
Norte y en los Países Bajos, sostiene la autora, las revoluciones se desarrollaron a partir
de culturas asociativas dominadas por los valores propios de la clase mercantil
protestante, y fue por ello que se caracterizaron por una trayectoria típicamente liberal.
Por el contrario, el apoyo más amplio de la Revolución Francesa provino del
campesinado, que era católico y estaba ampliamente atomizado. Como resultado,
sostiene la autora, esta revolución resultó más igualitaria, y por ello se caracterizó por un
vector democrático que conllevaba un costado oculto terrorista. Para Jourdan, la
diferencia en la manera en que los franceses y los anglosajones concebían a los derechos
deriva, en última instancia, de las categorías propias de la teología política católica.

Hay mucho que debatir acerca del abordaje de Jourdan. Su contribución central
consiste en ubicar las revoluciones atlánticas dentro del contexto de las tensiones
generadas por el desarrollo comercial. Todas las revoluciones que estudia son generadas,
al menos en parte, por las difíciles relaciones que sociedades fuertemente
mercantilizadas mantenían con el estado fiscal-militar. No obstante, hay tres problemas

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en su abordaje que deben ser superados si queremos servirnos de él para desarrollar un
abordaje revitalizado de la revolución en tanto fenómeno general. La exclusión de la
revolución haitiana de su serie de revoluciones atlánticas distorsiona el análisis, porque
pierde de vista cuán radicales podían resultar las revoluciones de este tipo. El cambio
social y político propugnado en Haití –primero, la total emancipación de la población
esclava, y luego, eventualmente, la proclamación de un nuevo estado-nación– fue más
profundo que cualquier otro. El Terror y la violencia fueron mucho más extensivos en
Santo Domingo que en cualquiera de los restantes procesos atlánticos (Blackburn, 2003;
Dubois, 2004). Un Atlántico revolucionario que no incluya a Haití resulta,
paradójicamente, demasiado fácil de entender y manejar (Dubois, 2006). La apelación
a la cultura religiosa como explicación para las ideologías del terror es también muy
débil. La revolución haitiana perturba, nuevamente, el contraste entre campesinado
católico y comerciantes protestantes, y socava de este modo la centralidad de la cultura
religiosa para la comprensión del terror. La presunción de que los principios de orden
trascendente condujeron al Terror puede sostenerse de manera genérica –de hecho,
Crane Brinton (1930) apeló a ella en un ensayo temprano sobre el jacobinismo; pero se
trata, sin embargo, de una afirmación carente de sustento empírico.

El problema final de este esquema explicativo, que comparte con casi todas las
demás formas de aproximación sociológica al estudio de las revoluciones, es la falta de
atención al fenómeno de la contrarrevolución y sus ideas. La posibilidad de concluir una
revolución y de crear un orden constitucional dependía del acuerdo que las elites rivales
eran capaces de alcanzar. La huida a Varennes –el intento de Luis XVI en Junio en 1791
de recobrar el control del estado escapando de París y reuniendo una fuerza militar
propia– fue un claro signo de que la monarquía y sus agentes no estaban dispuestos a
aceptar la legitimidad de la nueva constitución. Dicho acontecimiento provocó una
escalada de la ambición revolucionaria, en tanto que la república (previamente
rechazada como una forma política totalmente arcaica) se convirtió, como reacción a
las acciones del rey, en una opción políticamente viable, motivando la represión militar
que tuvo lugar en el Campo de Marte (Andress, 2000). De modo similar, el rechazo de
los blancos a extender la franquicia de propiedad para liberar a los propietarios no-
blancos derivó en una creciente escalada de demandas de libertad política en el Caribe.
Las explicaciones circunstanciales del terror se tornan claramente insuficientes, lo que no
significa que los revolucionarios actuaran en el vacío. Incluso las revoluciones que no
recurrieron al terror ejercitaron la represión de sus enemigos ideológicos, o bien bajo la
forma de leyes penales, como sucedió a continuación de la Gloriosa Revolución, o bien a
través de la expulsión de sus enemigos, como sucedió con los cerca de ochenta mil
realistas expulsados de América del Norte después de 1781. En los escenarios en los que la
existencia de una ideología contrarrevolucionaria se sumaba a la presencia de agentes
contrarrevolucionarios reales, las posibilidades de que el terror emergiera como política
concreta se multiplicaban.

Podemos reconsiderar las diferencias entre las distintas revoluciones atlánticas y


de esa forma revisar el concepto propuesto por Jourdan preguntándonos por el rol que
la idea de derechos jugó en cada uno de dichos movimientos. Jourdan no es la primera
en señalar que las revoluciones atlánticas se caracterizaron por la redacción de
peticiones y declaraciones de derechos. La difusión de esta clase de documentos viene
siendo un tema central desde los tiempos de Edmund Burke. De hecho, resulta en
extremo tentador sostener que el deslizamiento hacia el Terror en Francia se vio en

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 

cierta medida estimulado por la naturaleza ilimitada de sus “derechos del hombre”, por
oposición al contenido más circunspecto de los ‘Bills of Rights’ en Inglaterra y en América
del Norte (Van Kley, 1994). Sin embargo, el contraste entre la más abstracta concepción
de los derechos en el caso francés, y la más concreta en el mundo inglés o anglófono,
colapsa ante la Declaración de la Independencia estadounidense, que incluyó una
doctrina de derechos incluso más universal y abstracta que la francesa (Armitage, 2006;
Maier, 1998). Más que observar los fundamentos de las distintas declaraciones de
derechos para determinar la lógica que impusieron sobre sus respectivas sociedades,
resulta más provechoso aceptar la sugerencia de Tilly y Tarrow, según la cual los
regímenes de derechos se comprenden mejor si se los concibe como acuerdos destinados
a cerrar o resolver conflictos tal como se los concebía en cada momento (McAdam et al.,
2001). Se trata de una idea fascinante y muy rica. Nos permite revisitar la clásica
explicación marshalliana de la creación de los derechos sociales en el Reino Unido como
una función del conflicto de clase, considerando al primer factor como esencial y al
segundo como contingente (Marshall, 1950).

Desde esta perspectiva, los derechos civiles, políticos y sociales no se diferencian


por su naturaleza sino por su clase: todos ellos vehiculizan reclamos legítimos sobre
recursos relativamente escasos, no siempre materiales. Las aproximaciones a la historia
constitucional que enfrenta un tipo de derecho contra otro, en realidad no hacen más
que reflejar el poder de distintos movimientos sociales antes que cualquier trazo
intrínseco de los derechos mismos. El intento de otorgar derechos cívicos antes que
políticos a los ciudadanos pobres en la Constitución francesa de 1791, o a las mujeres a lo
largo del siglo XIX, se comprende mejor si se los piensa no tanto como el reflejo de una
etapa de desarrollo social y político, sino como una concesión de la elite destinada a
conservar el monopolio de la representación política. La idea de los regímenes de
derecho como acuerdos que ponen fin a conflictos resulta una postura útil, también,
para integrar la Revolución Gloriosa y la norteamericana. El Bill of Rights de 1689 y la
Toleration Act pueden ser entendidos como un tratado de paz entre los whigs y los
tories, del mismo modo en que el Bill of Rights estadounidense clausuró el conflicto entre
las interpretaciones federalista y anti-federalista de la Declaración de la Independencia,
reflejando el equilibrio de las fuerzas políticas que permitió a los conservadores dominar
el gobierno de la república emergente.

El caso problemático es el francés, porque en él las declaraciones de derechos –


hubo varias– no resultaron eficaces, o al menos no funcionaron como lo hicieron en las
sociedades de matriz anglosajona. Tal como sostuvo Michael Fitzsimmons, la Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano no clausuró un ciclo de disputas sino que,
por el contrario, abrió una nueva era de desacuerdos (Fitzsimmons, 2003). La
Declaración nació de un contrato precario entre la derecha y la izquierda de la
Asamblea Nacional, y sus diecisiete artículos, extraídos de los veinticuatro originales,
reflejaron el mínimo de consenso que la asamblea pudo alcanzar en torno al 26 de
agosto de 1789, una transacción que no fue pensada como definitiva ni siquiera en el
momento mismo de su proclamación (Hunt, 2007: 131; Tackett, 1996: 168–75). Obligada
a actuar bajo presión a raíz de los acontecimientos de agosto, la intención de la
Asamblea era volver más adelante sobre la cuestión de los derechos para revisarlos y
otorgarles mayor coherencia. Nunca se dio la oportunidad, sin embargo, de cumplir con
este objetivo. La intención del documento era subsumir bajo una misma idea de
propiedad unitaria todas las formas de poder y autoridad existentes, y sentar las bases

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 
10 
para la formulación de las leyes que reflejarían este cambio. La Declaración cristalizó los
términos del poder, reemplazando las formas abandonadas en ocasión de la abolición
del feudalismo que tuvo lugar durante la noche del 4 de agosto. Los derechos feudales
caracterizados como “personales”, como la banalidad del molino por ejemplo, debían
suprimirse contra el pago de la correspondiente indemnización, mientras que las
restantes cargas, en particular las derivadas de la propiedad de la tierra, debían
transformarse en una forma moderna de renta. Las relaciones entre los franceses serían
reescritas en términos de derechos, una revolución política de gran profundidad que sin
embargo no se concebía como una revolución social ni como una transformación del
orden dominante en Francia. El artículo 10, referido a la libertad religiosa, es un buen
ejemplo de los compromisos involucrados. Debido a las protestas de los diputados del
clero y de varios conservadores, preocupados por la integridad del catolicismo como
religión nacional, el artículo no proclamaba la libertad de culto. Por el contrario,
caracterizaba a la tolerancia como una libertad de opinión antes que de praxis,
amplitud que se admitiría siempre y cuando tales creencias no “perturbaran el orden
público establecido por la ley”. La Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano fue diseñada para hacer exactamente lo que había logrado el Bills of Rights
en Inglaterra: crear las condiciones que simultáneamente permitirían la consolidación de
una nueva clase dominante y la reconciliación de la vieja elite con el nuevo orden
triunfante.

Sin embargo, el hecho decisivo fue el rechazo de la transformación de las cargas


feudales en derechos de propiedad por parte de una parte sustancial del pueblo de
Francia (Markoff, 1995, 1996). Los campesinos se negaron a reconocer los derechos de
propiedad de las elites, y se rehusaron a pagar las rentas e incluso los impuestos.
También los sectores populares urbanos, organizados en el movimiento sans-culotte,
propusieron una definición subalterna de derechos o –para traducirlo en los términos de
Tarrow– una reivindicación de derechos alternativa. Una revolución campesina y
urbana animada por una interpretación diferente de los derechos colectivos, concebidos
de allí en más no tanto como un fenómeno histórico y contingente sino como una
realidad universal e inherente a los seres humanos, obligó a la elite revolucionaria a
forjar un nuevo acuerdo que excluyó a la elite vencida y buscó una base social diferente
para el nuevo orden político. Este segundo arreglo incluyó ahora la abolición total del
feudalismo, la supresión de la nobleza, una completa reorganización de la vida religiosa
en el marco de una novedosa iglesia constitucional, y hacia 1794 la proclamación del
sufragio universal masculino y la abolición de la esclavitud. Los derechos que en el Reino
Unido y en América del Norte dieron lugar a la clausura de sendos ciclos revolucionarios,
en Francia provocaron el efecto contrario: inauguraron una profunda era de cambios
políticos y sociales. De hecho, se transformaron en los términos bajo los cuales los actores
políticos subalternos lograron institucionalizarse en el seno del orden político emergente.

Los conflictos de la Revolución Francesa, que articularon reivindicaciones


igualitarias, formas emergentes de vida comercial y cuestiones de organización
constitucional, dieron un nuevo sentido a los derechos, que pasaron a concebirse no
tanto como un conjunto definido de reclamos legítimos sin como un conjunto de
cualidades políticas esencialmente controvertidas. A diferencia del éxito alcanzado por
la contrarrevolución como factor de consolidación del lenguaje constitucional, las leyes
que en Francia derivaron de reivindicaciones de derechos, en el Reino Unido
restringieron éstos últimos a la esfera civil y al ámbito de los reclamos de carácter legal

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 
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(Epstein, 1990). Por supuesto, las tradiciones no estaban herméticamente selladas, y
hubo ejemplos de ingleses inspirados por el caso francés, como Thelwall, y momentos en
Francia inspirados por el modelo inglés, lo que no impide que sus respectivas trayectorias
constitucionales mantuvieran siempre sus grandes diferencias.

El fracaso de los derechos en lo que respecta a la integración de una nueva elite y


a la institución de la correspondiente forma de dominación, tuvo consecuencias enormes
para Francia. Una de las más importantes fue la creación de un espacio para el
surgimiento de una ideología contrarrevolucionaria, ocupado por los paladines de la
contra-Ilustración (McMahon, 2001). Las consecuencias de la insatisfacción de grupos de
poder ideológicamente formadas implicó que los términos mismos del nuevo régimen
resultaran objeto de impugnación. Los revolucionarios eran muy conscientes de este
fenómeno; Saint-Just exigió que el rey no fuese procesado sino simplemente condenado
como un rebelde, por fuera del contrato social que le daría algún tipo de protección
legal: ‘si le concediéramos un proceso civil ajustado a las leyes, considerándolo
ciudadano, sería él quien nos procesaría a nosotros. Él estaría procesando al pueblo
mismo’. Admitir que Luis podía resultar inocente del cargo de traición significaba abrir la
posibilidad de que la motivación de sus acciones, su adherencia al Antiguo Régimen,
pudiera estar justificada. Sin embargo, si esta opción resultaba por entonces posible era
porque la base ideológica alternativa para el poder representado por el rey continuaba
siendo real, aún existía como resolución posible de la crisis revolucionaria. El rey no podía
ser proclamado inocente de la acusación de accionar en contra de los intereses del país
porque su persona seguía funcionando como símbolo de un orden alternativo viable. La
ejecución del rey no podía –de hecho, no lo consiguió– resolver este desafío ideológico.
Robespierre era plenamente consciente de que los términos mismos que los
revolucionarios estaban empleando para la construcción del nuevo orden podían
volverse en su contra:

preguntad a algún comerciante de carne humana qué es la propiedad; él os dirá,


señalando aquel largo ataúd que llama barco, en el cual ha acumulado y
encadenado hombres que parecen estar vivos: ‘ahí están mis propiedades; pagué por
cada uno de ellos’. Interrogad a algún noble que posea tierra y vasallos, o que piense
que el universo se ha puesto al revés porque ya no los tiene más, y os transmitirá
ideas acerca de la propiedad que son más o menos similares (Robespierre, 2007: 67).

Como el propio Robespierre se encarga de explicitar, su discurso no estaba


criticando la propiedad en tanto elemento constituyente de la república moderna, sino
recalcando la ambigüedad intrínseca de la categoría. Estaba señalando cuán frágil
continuaba siendo la república, y cómo la esclavitud, que también reposaba sobre una
idea de propiedad, era una opción tan posible para la resolución de la crisis
revolucionaria como la extensión de la ciudadanía.

La elite quebrada, dividida en torno a la interpretación de los principios


fundamentales de legitimación, también hizo que los revolucionarios jacobinos
resultaran particularmente vulnerables a las demandas populares de derechos
universales, que reclamaban bienes públicos –como la ciudadanía– y los medios para
disfrutarlos. El máximo, es decir, la regulación de precios durante la hiperinflación de
1793/4, fue aceptado por el gobierno revolucionario como una instancia del derecho a la
subsistencia, aun cuando en principio estaba totalmente comprometido con la libertad

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 
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económica. La subvención pagada para atender a las reuniones de sección derivó, de
modo semejante, en el derecho de los ciudadanos a participar activamente en política.
Ninguna de estas medidas sobrevivió el verano de 1794. Sin embargo, tuvieron un efecto
en el largo plazo, que no consistió tanto en la creación de nuevas instituciones cuanto en
la legitimación de una serie de reclamos amplios y novedosos, que terminarían
derivando en demandas modernas como el derecho a la educación (Woloch, 1993). Esta
curiosidad de la Revolución Francesa, a saber, que algunas de las reivindicaciones
ideológicas más radicales fueron formuladas por campesinos y sans-culottes, llamó la
atención del teórico e historiador anarquista Piotr Kropotkin, quien sostuvo que Marx
había confundido la naturaleza de la Revolución Francesa al atribuir su enorme
dinamismo en forma excluyente a la burguesía:

dos grandes corrientes prepararon e hicieron la Gran Revolución Francesa. Una de


ellas, la corriente de las ideas, concerniente a la reorganización política de los estados,
provino de las clases medias; la otra, la corriente de la acción, provino del pueblo,
tanto de los campesinos como de los trabajadores de las ciudades, que querían
obtener mejoras inmediatas y definitivas de sus condiciones económicas. Y cuando
estas dos corrientes se encontraron y reunieron en el intento de realizar un objetivo
que, por un tiempo, fue común a ambas, cuando se asistieron mutuamente por cierto
tiempo, el resultado fue la Revolución (Kropotkin, 1909: 1).

El dinamismo económico, la urgencia por cambiar no simplemente el principio de


dominación legítima sino también las estructuras de la vida cotidiana, estaba enraizado
en el menu peuple de los poblados y las ciudades, y en el campesinado. Los
desafortunados montañeses sólo contaban con “la corriente de ideas” para dominar esa
dinámica. La falta de consenso sobre aquellas ideas intensificó la crisis revolucionaria al
punto que afectó las realidades más fundamentales –como el tiempo, a través de la
institución de un nuevo calendario– e incluso las bases de la individualidad, del self.
Como sostiene Jan Goldstein:

luego de 1789 (…) los cambios asociados a la emergencia de las formas económicas
modernas podían ser llevados a cabo con seguridad siempre y cuando la razón
científicamente moldeada pudiera hallar –o inventar– sustitutos para las restricciones
a la imaginación previamente ejercida por las corporaciones (Goldstein, 2005: 62).

Esta es una observación simétrica: al igual que las instituciones de auto-


representación, con sus teorizaciones concomitantes, estabilizaban la esfera de la
economía, de la misma manera los mercados y la economía política estabilizaban la
esfera de la psicología. O quizás cabría decir mejor que se trataba de un ideal de mutuo
apoyo para las instituciones de un emergente orden burgués en el que los postulados de
racionalidad, a través de sus variados dominios, estaban encastrados en órdenes de
experiencia que se reforzaban mutuamente, no necesariamente restringidos a aquellos
de la interioridad y el intercambio. El Terror ocurría cuando la imaginación, en el sentido
de la habilidad para reinterpretar normas básicas de la vida pública, no estaba limitada
por la sociedad ni por la cultura sino que, por el contrario, estaba activamente
controlada por el miedo.

Interpretaciones del Terror influidas por la noción de totalitarismo sostienen que


los republicanos revolucionarios estaban inherentemente comprometidos con la
eliminación de cualquier pluralidad, de cualquier afirmación de particularidad. Ellos se

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 
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vieron compelidos a tal fin por la adhesión de los republicanos a la visión de Rousseau de
una ciudadanía regenerada en el seno de la sociedad de la voluntad general. La
sociedad de la voluntad general, tal como la definía Rousseau, veía cada afirmación de
particularidad como una amenaza a la unanimidad de la ciudadanía. No obstante,
cualquier uso del lenguaje es por su misma naturaleza interpretable, plural, ambiguo;
las opiniones de corte individual resultaban incompatibles con la unanimidad del
pueblo. La mejor actitud de los ciudadanos era, por consiguiente, el silencio activo –una
actitud que expresaba una espontánea adhesión a las formulaciones de la voluntad
general. El Terror, en esta definición, funciona como antídoto del discurso (Weber, 2003).
Los montañeses que ejercieron el Terror estaban verdaderamente comprometidos con el
intento de reforzar una suerte de comprensión espontánea de la virtud, pero lo que los
conducía no eran las premisas de su pensamiento político, ni legado alguno de Rousseau,
sino las condiciones de interpretación de las nociones más básicas de la legitimidad
política. La ambigüedad inherente al lenguaje y su naturaleza interpretable habrían
pasado desapercibidas si la elite política hubiera llegado a un consenso respecto de la
interpretación de los derechos. El Terror no fue una consecuencia de los términos de la
teoría política. El Terror fue la imposición temporaria, por medio del miedo, de una
autoridad carismática. El famoso discurso de Robespierre en el cual define el Terror
como “la más rápida, severa e inflexible justicia… una emanación de la virtud” se
estructura en torno de la idea de que las amenazas de los “moderados” y de los “ultra-
revolucionarios” eran, de hecho, exactamente las mismas (Robespierre, 2007: 115). Esa
única amenaza era entendida por Robespierre como la posibilidad de que las ideas
mismas de la Revolución pudieran ser subvertidas hasta su misma destrucción:

¿Proclamarán ellos la vanidad de los derechos del hombre y de los principios de la


justicia eterna? (...) No. Es mucho más fácil ponerse la máscara del patriotismo y
desfigurar el drama sublime de la revolución con parodias insolentes, poner en peligro
la causa de la libertad con moderación hipócrita y estudiado sinsentido (Robespierre,
2007: 119).

Robespierre estaba describiendo la trampa en la que él mismo se encontraba


atrapado, comprometido con el establecimiento de una serie de derechos que no tenían
–ni jamás podrían alcanzar– un significado determinado, y que por lo tanto no podían
sino conducir hacia la fantasía política y el terror.

El Terror en la Revolución Francesa no se cimentó sobre las premisas totalitarias


de una ideología revolucionaria. El Terror emergió de la incapacidad de las elites
francesas de convergir en una doctrina de derechos que contemplara sus diversos
reclamos. A largo plazo, la incapacidad de fijar derechos abrió la puerta a un acuerdo
diferente y novedoso en la historia, que no se produjo en el seno de la elite ni entre elites
diversas, sino entre la elite revolucionaria y los revolucionarios campesinos y populares
(Livesey, 2001). Termidor y el Directorio eliminaron la vanguardia revolucionaria que
había llegado a erigirse sin otro fundamento que el carisma de la Revolución, lo que
habilitó una renegociación del acuerdo que puso fin al ciclo de contienda entre las
diferentes partes. Abandonando el objetivo de unificar la elite, que sería luego
retomado por el régimen napoleónico, la doctrina de los derechos fundamentales fue
una construcción conjunta de la elite y los subalternos. El republicanismo francés
finalmente tomaría los derechos universales, y por lo tanto democráticos, como la norma
a partir de la cual la contienda política podría tener lugar de allí en adelante.

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 
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Un abordaje creíble de la relación entre el terror y la revolución necesita proveer
las bases para entender por qué y cómo emerge dicho fenómeno, y los motivos y causas
por los que no lo hace. Las revoluciones son por definición fenómenos contingentes;
implican discontinuidades en la reproducción del poder y poseen, por lo tanto, múltiples
resoluciones posibles. Necesitamos ser capaces de reconocer los cambios profundos
promovidos por revoluciones relativamente cortas y no violentas, como la Revolución
Gloriosa o la Revolución Naranja, que han logrado tanto consenso que los comentadores
hoy en día se cuestionan si en tales casos existió verdaderamente una revolución
(Samokhvalov, 2006). También necesitamos ser capaces de reconocer que en algunas
circunstancias la revolución se congeló totalmente, al modo de la Revolución Rusa según
el análisis de Stephen Hanson, pues la perspectiva de construcción de un acuerdo
resultaba tan remota que la ideología sirvió para posponer indefinidamente el
momento de fijación de los derechos concretos (Hanson, 1997). La idea de totalitarismo
como un tipo específico de pensamiento oscurece esta clase de complejidad y torna
ininteligible gran parte del registro histórico. La categoría de totalitarismo también
introduce falsas distinciones entre revoluciones políticas y sociales, entre revoluciones
radicales y liberales. Una capacidad de entendimiento más amplia reconoce la
contingencia irreductible de las trasformaciones revolucionarias, y también que los
resultados no estaban contenidos en las premisas, ni sociales ni ideológicas, sino que más
bien emergían como consecuencia del triunfo o el fracaso de los actores en la creación de
acuerdos que permitieran poner fin a los ciclos revolucionarios. La Constitución de los
Estados Unidos y la Declaración de los derechos del hombre comparten algo más que el
año de proclamación: ocupan lugares similares dentro de sus respectivos procesos
revolucionarios, aún cuando tuvieron efectos muy distintos. Reintroducir la Revolución
Francesa dentro de la serie de revoluciones atlánticas ayuda a equilibrar el
entendimiento del lugar que esta clase de eventos ocupan en las transiciones
democráticas. El caso francés resulta ser el ejemplo intermedio entre aquellas situaciones
en las que el cierre revolucionario se dio de modo satisfactorio, como Inglaterra y Estados
Unidos, y aquellas otras en las que la revolución nunca concluyó, como Haití. El proceso
abierto en 1789 refuerza la percepción de que el componente ideológico de la
Revolución no dependía de la lógica ni del significado de las ideas que animaban a los
revolucionarios, sino de su capacidad de proponer una interpretación compartida de
tales ideas.
 

Livesey, “The Limits of Terror”                                                                Traducción: Constanza Cavallero 
15 
Livesey: The Limits of Terror 79

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