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Arturo Caballero
Ante la crisis económica de los sesenta y setenta en los Estados Unidos, y como parte de una serie
de medidas conducentes a superarla, las unidades encargadas de evaluar la aptitud académica de
los estudiantes universitarios aplicaron pruebas de comprensión y producción textual. El resultado
alarmó a las autoridades educativas federales, ya que los niveles se encontraban por debajo de los
indicadores de sus pares europeos y asiáticos. Las pruebas concluyeron que los estudiantes no
estaban en condiciones de desarrollar óptimamente sus estudios por lo que requerían «recibir
formación adicional en las universidades para poder trabajar satisfactoriamente en su campo»
cualquiera fuera su especialidad. En seguida, se dispuso la reestructuración de las currículas de
educación básica, secundaria y superior poniendo énfasis en las ciencias aplicadas y tecnología
en perjuicio de las humanidades y las ciencias sociales. El consenso apuntaba a superar la crisis
mediante la formación especializada de individuos en conocimientos aplicados a la solución de
problemas. Estas medidas correctivas se basaron en una interpretación que atribuía la causa del
problema a los contenidos de las materias humanísticas, los cuales, supuestamente, no eran útiles,
por lo cual urgía un cambio drástico en el modo de impartirlas, así como en su distribución.
De este modo, se generó una abierta confrontación entre los profesores de literatura y los
enseñantes de redacción, al punto que fue necesario «conceder autonomía presupuestaria y
organizativa a las nuevas unidades académicas dedicadas a la enseñanza de la escritura», apunta
Vlad Godzich en Teoría literaria y critica de la cultura (1998). La enseñanza de la escritura se
empezó a impartir transversalmente en las currículas escolares y universitarias. Este fue el inicio
del Nuevo Vocacionalismo, el cual enfatiza el carácter instrumental de las currículas y la
enseñanza tecnocrática a fin de garantizar la hegemonía del modelo económico neoliberal desde
la educación. Este giro fue impulsado por los industrial trainers, acota Ball en Politics and
Policymaking in Education: explorations in policy sociology (1990), y otros grupos de interés que
impulsaron reformas educativas bajo el influjo de la modernización del sector productivo. Las
humanidades fueron las primeras en acusar el asedio del Nuevo Vocacionalismo
En Sin fines de lucro (2010), Martha Nussbaum sostiene que las humanidades son fundamentales
para el desarrollo de la democracia. En consecuencia, considera que la crisis que atraviesa la
enseñanza de las humanidades implica un grave riesgo para la continuidad de la democracia a
nivel mundial. Luego de distinguir las nociones de «crecimiento» —evaluado en términos
cuantitativos, materiales y mediante indicadores macroeconómicos— y «desarrollo» —vinculado
al estímulo de las capacidades humanas sobre la base de un acceso igualitario y de calidad a la
salud, vivienda y educación—, Nussbaum advierte que los Estados nacionales están relegando la
formación de aptitudes básicas en los estudiantes para convertirlos en máquinas utilitarias; es
1Ponencia en la Semana de las Humanidades. Panel «El rol de las humanidades hoy». Universidad Tecnológica del
Perú, Arequipa, Perú, febrero de 2017.
decir, que la educación está deviniendo instrucción en perjuicio del cultivo de ciudadanos críticos.
La crisis silenciosa a la que se refiere Nussbaum exhibe marcas ostensibles: erradicación de las
materias humanísticas de las currículas escolares y universitarias, repliegue de la educación crítica
ante el avance de la educación utilitaria, puesta en valor de carreras lucrativas versus carreras con
escaso o nulo valor laboral y tránsito de la educación para la ciudadanía hacia la educación para
la renta.
En este contexto, las millonarias inversiones de los consorcios transnacionales en educación los
faculta a decidir los contenidos que recibirá el cuerpo estudiantil en sus centros educativos —el
cual una vez terminada su formación será integrado a las empresas del consorcio—, y a influir
decisivamente sobre las políticas educativas de los Estados y en la legislación para flexibilizar las
restricciones. Paralelamente, oponen tenaz resistencia a políticas educativas igualitarias porque
atentan contra su rentabilidad. Así, modelan subjetividades con arreglo a sus intereses
económicos.
Esta conferencia plantea una sucinta revisión de las principales reflexiones en torno a la crisis de
las humanidades, la cual comprende, en primer lugar, la discusión de algunas ideas falsas en torno
a ellas; en segundo lugar, la superación de la oposición ciencias/humanidades; y finalmente acotar
los aportes efectivos de las humanidades.
II
Una creencia muy extendida es que las humanidades no tienen aplicación práctica, es decir, que
no son útiles. Por el contrario, solo las ciencias y la tecnología sí tendrían utilidad, ya que explican
y resuelven problemas, se verifica su importancia mediante prácticas reales y objetivas, y sus
resultados son cuantificables. No obstante, las humanidades sí son útiles, por ejemplo, para sentar
las bases de una ciudadanía democrática. Esta condición es posible gracias al cultivo de un
pensamiento crítico y creativo, al reconocimiento de la diversidad, la empatía con otras
experiencias humanas y la reflexión sobre la complejidad del mundo. Literatura, filosofía,
historia, psicología, ética y artes forman el pensar y el sentir sobre los otros y nos ayudan a
comprender que las diferencias son un desafío para el consenso, mas no una muralla
infranqueable.
Esta creencia falsa es un resabio de la vieja dicotomía entre ciencias naturales y ciencias del
espíritu establecida por Dilthey, quien estimaba que la esencia de aquellas residía en la
explicación y de estas en la interpretación. Ambas facultades intelectuales fueron distorsionadas
a favor de una sobreestimación de las ciencias naturales en perjuicio de las humanidades y las
ciencias sociales. La superioridad de la explicación sobre la interpretación se fundamentó en la
necesidad de alcanzar resultados constatables y universalizables, lo cual implicaba reducir al
máximo las apreciaciones evaluativas y especulativas. El giro lingüístico, desde Wittgenstein
hasta el postestructuralismo, ha insistido en la condición primaria de la comprensión analítica del
lenguaje antes de iniciar cualquier reflexión sobre la realidad humana, social o natural. Por
consiguiente, si el lenguaje organiza nuestra representación de la realidad, las humanidades tienen
mucho que decir al respecto.
«De acuerdo, pero las humanidades no son rentables», es también una objeción frecuente.
Mientras las áreas de ciencia y tecnología reciben ingentes presupuestos para investigación, becas,
pasantías, etc., por el contrario, las humanidades, salvo excepciones notables, no están
contempladas dentro de las áreas estratégicas para el desarrollo nacional. Concytec, la institución
rectora del sistema nacional de investigación científica en el Perú, ha establecido áreas
estratégicas a las cuales se destinan fondos para becas de posgrado en universidades nacionales e
internacionales: no se incluyen maestrías ni doctorados en humanidades ni en ciencias sociales.
En Argentina, antes del recorte determinado por el gobierno de Mauricio Macri, Conicet otorgaba
becas doctorales y posdoctorales para investigaciones en ciencia, tecnologías, ciencias sociales y
humanidades. El mayor recorte lo han sufrido las humanidades. El argumento es que la necesidad
de obtener resultados tangibles es impostergable; en consecuencia, impactan directamente en la
sociedad debido a que se las necesita. De esto infieren que, en los casos más logrados, la inversión
es retornable.
Desde otras posiciones se afirma que las humanidades carecen de actualidad en el siglo XXI,
argumento sucedáneo del anterior. Así, se coloca a las humanidades por debajo de la ciencia y la
tecnología, circunstancia que replica la oposición ciencias/humanidades o artes/tecnología, por lo
cual se estima que su decir sobre el presente es limitado. Pensemos brevemente en Julio Verne,
Arthur C. Clarke, Ray Bradbury, Isaac Asimov, Geoge Orwell o Aldous Huxley y examinemos
con claridad si realmente las letras no tendrían que decirnos mucho sobre el presente y el futuro,
inclusive. La ciencia ficción ha mostrado ser tanto o más política que la narrativa realista. Y, aún
supuesta la inocuidad contemporánea de las humanidades, ¿por qué la historia reciente del
totalitarismo da cuenta de su obsesión por seducir o controlar a los intelectuales y sus discursos?
¿Por qué tanta insania contra libros que carecen de vigencia y cuyos contenidos palidecen ante el
vigor de la tecnología? ¿Qué motiva a un Estado represor a prohibir la circulación de libros de
psicoanálisis, sociología y filosofía, retirarlos de las bibliotecas, quemarlos públicamente y
perseguir, asesinar o exiliar a sus autores? Pues el dominio sobre un discurso al que, en realidad,
se teme por su aliento subversivo.
La aparente caducidad de las humanidades solo es sostenible desde una supina necedad. Los
saberes humanísticos se renuevan constantemente; sin embargo, su circularidad demanda la
revisión de autores, textos e ideas que, aunque remotos, impulsan renovadas reflexiones actuales.
Asuntos como la corrupción, desigualdad de género, machismo, racismo, capacitismo, diglosia,
discriminación lingüística, etc., evidencian la patente actualidad de la ética, filosofía, lingüística,
retórica, argumentación, sociología, psicoanálisis y ciencias políticas. Entonces, si estos
problemas son vigentes, los saberes que los explican, interpretan y combaten también lo son.
«Leer es un acto de guerra», afirma el crítico y teórico literario español Manuel Asensi en su
Crítica y sabotaje (2012). ¿Acaso una lectura crítica no es un arma eficaz y vigente contra la
desinformación y la manipulación ideológica de los media? ¿No arriesgamos demasiado al
renunciar a una lectura crítica de los discursos hegemónicos? La manipulación a través del
discurso político y mediático es de gran actualidad; nuevamente, su confrontación también lo es.
Conforme se avanza en la demolición de un mito, este echa mano de sus instintos más básicos.
En este punto, que las humanidades sean recusadas por incitar la disidencia y al idealismo inocuo
es resultado de una flagrante carencia de argumentos. Denostarlas porque incitan al
librepensamiento en quienes no están listos para emplearlo revela el pánico de quienes temen la
inversión de las jerarquías de poder. Los adláteres de la educación para el lucro añaden que para
lograr el desarrollo se necesita consenso, orden para lo cual sería menester también suspender la
crítica y el debate para avanzar hacia el objetivo.
Se trata de una interpretación, además de errónea, mezquina sobre las humanidades y, al mismo
tiempo, representativa de los discursos totalitarios. Para estos la disidencia es irritante, prefieren
formar individuos operativos y funcionales, que discuten lo menos y obedezcan sin reparos. Los
sistemas totalitarios diseñan modos de control muy efectivos hasta en los últimos resquicios. Lo
paradójico es que nos someten con nuestro consentimiento. A esta situación Antonio Gramsci la
denominó «hegemonía»: sometimiento consensuado de un grupo subalterno a los intereses de un
grupo dominante. Así, los sistemas que mejor funcionan son los represivos, puesto que prevén los
mínimos detalles y disponen de una organización (recursos humanos y materiales, técnicas,
tecnologías) sin lucir coercitivos. No se entienda que aquí atribuimos a las humanidades el
monopolio del disenso. La historia nos ofrece numerosos ejemplos de hombres y mujeres de
ciencia que desafiaron el saber autorizado de su época. Entiéndase, más bien, que lo señalado
antes como un obstáculo para el progreso es para las humanidades un ejercicio de desobediencia
ante la autoridad, esa negativa a obedecer sin más a ciertos modos de obrar practicada por Michel
Foucault.
No es casual que los mismos que endilgan «subversión», «rebeldía» o «inocuidad» a las
humanidades sean los que promueven la perpetuación de sistemas represivos. Tampoco lo fue
que los mismos arquitectos que en Europa diseñaron las penitenciarías, diseñaran luego las
grandes escuelas y hospitales públicos; ni que la educación pública, gratuita y obligatoria haya
emulado el modelo fabril de producción en serie y el rigor disciplinario de los cuarteles. Su
objetivo era la formación de cuerpos dóciles ante el poder, objetivo retomado por la educación
para la renta interesada en el cultivo de la obediencia utilitaria a favor de la maximización de las
utilidades del consorcio empresarial.
Por ello las humanidades comportan una amenaza para el pensamiento único, cuya incursión en
el ámbito educativo ha sido a través de una distorsión del aprendizaje por competencias:
reemplazo de la educación por la instrucción, evaluaciones homogéneas y estandarizadas, de la
cátedra libre al guion de clase y una perpetua avanzada de la administración sobre lo académico,
justamente, para doblegar su resistencia.
Del maltrato salarial a los servidores públicos en educación, se infiere que la consigna es
precarizar la educación pública a través del desprestigio social, profesional y laboral de la carrera
magisterial, escolar y universitaria. Un modo de hacerlo es atribuirle al docente la culpabilidad
absoluta de la crisis educativa y ocultar la corresponsabilidad del Estado; otro, precarizando los
salarios. Estas acciones son producto de una razón económica deliberadamente orientada a
doblegar la resistencia contra la avanzada del neoliberalismo. Esta misma razón es la que, por un
lado, empodera conocimientos, proyectos, profesiones, convenios, y universidades propicias a sus
intereses y, por otro, excluye a los que no lo son. En otras palabras, si esta razón económica, y
sus condiciones (estabilidad laboral dependiente de evaluación, aumento salarial dependiente de
evaluación, etc.), fuera acogida sin reparos por los docentes del Estado, posiblemente los
recompensarían con salarios expectantes. Por consiguiente, no deberíamos ver en el salario de
algunas profesiones una evidencia incontrovertible de superioridad, sino en las estructuras de
poder que las sobrevaloran o subestiman. Si la oferta laboral para carreras de humanidades es
reducida, hay que preguntarnos por cómo esto fue posible en vez de atribuirles per se una
condición inferior.
II
El sentido común que guía el discurso de la educación para el lucro es que la ciencia y la
tecnología ofrecen un saber superior a las humanidades, en tanto aquel es considerado útil y este,
inútil. ¿La ciencia y la tecnología se oponen irremediablemente a las humanidades? ¿Es
conveniente hoy acentuar esta confrontación?
El significado de ars liberalis no es contingente. En Three rival versions of moral enquiry (1990),
Alasdair McIntyre recuerda que «La palabra ars tal como se utiliza en ars liberalis significa
precisamente lo que techné significa; las artes liberales son las artes o las destrezas de las personas
libres». La techné griega designaba lo mismo que la ars latina, su traducción. Sin embargo, en la
Grecia clásica, la jerarquización de las artes estaba en función del sujeto que las cultivaba. Arte y
técnica significaban lo mismo, pero las había liberales, propias de los hombres libres, y las
serviles, realizadas por esclavos. En la antigua Roma, ars también hacía referencia por igual a las
actividades manuales (hoy conocidas como «oficios») como a las estéticas (actualmente
denominadas artísticas). Posteriormente, ars se convirtió en el opuesto a techné. Hacia fines del
siglo XV, durante el Renacimiento italiano, se empezó a diferenciar a los artesanos de los artistas,
es decir, la artesanía y las bellas artes. Esta distinción es sumamente significativa por cuanto inicia
el camino hacia la confrontación y jerarquización social entre las actividades intelectuales y las
manuales. Así, el artesano devino productor de obras generales, de necesidad social, fabricadas
bajo encargo y promesa de un pago. Por el contrario, el artista se erigió en creador de obras únicas,
al margen de las necesidades sociales y sin motivación económica. A este refinamiento de las
bellas artes lo acompañó el surgimiento de áreas de estudio y de lenguajes especializados para
explicar el proceso creativo, lo cual no sucedió con las artes vulgares. Paralelamente, la herencia
clásica que establecía una estructura para las artes liberales (trivium: gramática, retórica,
didáctica; y cuadrivium: aritmética, geometría, astronomía y música) se fue desarticulando como
resultado de la especialización del saber hacer. Durante este proceso, hubo reacomodos: por
ejemplo, la pintura no estaba contemplada dentro de las artes liberales sino entre las manuales. Al
término del Renacimiento, la pintura se había instalado para siempre en la cúspide de las bellas
artes, y las disciplinas matemáticas conformaron un cuerpo singular de sumo interés para las
ciencias aplicadas, de tal modo que hacia fines del Renacimiento e inicios de la Modernidad, y
con mayor énfasis durante la Revolución Industrial, la economía dotó a ciertas artes manuales el
respaldo para ingresar a un masivo orden de producción industrial que trascendiera la manufactura
de herencia familiar.
Este devenir histórico nos sitúa en el corazón de la polémica en torno a «Las dos culturas» (1959),
título de la conferencia del científico y novelista inglés C.P. Snow, en la cual sostiene que la
incomunicación entre científicos y humanistas dificulta la solución de problemas globales; no
obstante, fustiga a los literatos por subestimar la importancia del saber científico. Luego de criticar
la incultura de los científicos en asuntos literarios y el desprecio de los hombres de letras hacia la
cultura científica, Snow se decantó por una renovada confianza en el saber científico y una
sostenida crítica contra el esnobismo de los intelectuales literarios. Visto así, el futuro sería de las
ciencias, no de las humanidades. La respuesta del célebre crítico literario inglés F.R. Leavis, para
quien las humanidades eran el fundamento de la civilización, fue airada y contribuyó a acentuar
la polémica. Básicamente, Leavis devolvió la afrenta sin avanzar en el desmontaje de una
controversia estéril.
Medio siglo después, en The Three Cultures (2009), el psicólogo estadounidense Jerome Kagan
agregó la cultura de las ciencias sociales al binomio propuesto por el profesor Snow, aparte de
concluir que las humanidades se hallaban en franco declive. Lo central en las reflexiones de Snow
y Kagan es que la crisis de las humanidades es evaluada en función de los resultados y avances
obtenidos por las ciencias naturales y sociales. Es decir, que las artes liberales al contrario de las
ciencias, aportan muy poco a la solución de problemas concretos. En otras palabras, que las
humanidades tienen poco o nada qué decir a la humanidad.
Las secuelas de estas miradas reductivas son evidentes: en la actualidad, las secretarías,
comisiones, consejos y demás similares de ciencia y tecnología en varios países latinoamericanos
no contemplan, o si lo hacen es en grado mínimo, la investigación en humanidades, pues está muy
arraigada la idea que la tecnología y las humanidades son actividades antagónicas y que estas
últimas no constituyen un área estratégica para el desarrollo nacional.
IV
Creatividad. Nussbaum precisa que los estudiantes formados bajo un régimen educativo rentista
desarrollan en su proceder más antivalores como el egoísmo, la discriminación el
nacionalismo, la desigualdad, etc., debido a que su campo de visión está limitado por la
adquisición de bienes económicos que no les permite ver el panorama completo; sin embargo,
la ventaja que tienen los estudiantes que recibieron una formación humanística es la
comprensión de la realidad y sus matices de forma diferente: se trazan nuevos objetivos cada vez
y los cumplen sin necesidad de pasar por encima de nadie; brillan por sí mismos, ya que han
desarrollado, además de varias habilidades, originalidad y creatividad en sus proyectos; toman
la iniciativa, son perseverantes y, además, posee un agudo pensamiento crítico y discernimiento,
que son importantes no solo en el ámbito laboral sino también para el entorno social. El
pensamiento crítico lleva como correlato la creatividad. Aquel nos mantienen en un perpetuo
estado de alerta; esta, a ensayar nuevas salidas ante viejos y nuevos problemas.
Hace varias décadas que la universidad decimonónica, cuyo modelo mantenía un equilibrio entre
ciencias y humanidades, está en retirada. El acceso a la educación universitaria está motivado por
los intereses económicos; así lo evidencia la inclusión al estilo de las universidades-empresa:
contenidos precarios, sistemas de evaluación permisivos y exigencia académica mediocre son el
aliciente para incorporar ingentes masas de estudiantes a sus establecimientos.
De lo expuesto no debe seguirse que los humanistas nos sintamos superiores a los científicos.
Literatura, filosofía, historia y artes no poseen el monopolio de la creatividad o el pensamiento
crítico. Las matemáticas y la física también suscitan complejas reflexiones en torno a la realidad
circundante. Tampoco deberíamos pensar que las humanidades sin más nos conducirán a una
sociedad igualitaria y tolerante. Bien apuntaba George Steiner en su conferencia The Humanities
don´t Humanize (2013) que las humanidades no humanizan en el sentido que la erudición y la
sensibilidad artística no influyen directamente en la formación de una sociedad que haga
extensivos los logros de las artes y las letras. Y no se equivoca en tanto el siglo XX vio florecer
miles de museos, bibliotecas, ferias del libro, certámenes literarios, además de insólitos Premios
Nobel de Literatura y al mismo tiempo ha sido el siglo de las guerras mundiales, el Holocausto y
el apartheid.