para llevarles algo y para limpiarles algo.
Todo lo que usted so de que él hubiera sido Cleopatra antes de heredar el rei-
puede saber de ellos es el trabajo que le dan. Tenga esto
bien presente.
Murphy se enteró más tarde de que aproximadamente un
quince por ciento de los pacientes habían sido declarados
locos por un médico, minoría selecta sólo de nombre, ya
que se les trataba con el mismo rigor optimista que al
ochenta y cinco por ciento de no declarados. Porque la
C.M.M.M. era un sanatorio, no un manicomio ni un asilo pa-
ra deficientes mentales, y por consiguiente sólo admitía ca-
sos de pronóstico no desesperado. Si el efecto del tratamien-
to era convertir el pronóstico en desesperado, como a veces
tenía que ocurrir incluso en la C.M.M.M., el paciente se lar-
gaba, salvo cuando había circunstancias atenuantes muy es-
peciales. AsÍ, si el enfermo crónico (habiéndose admitido su
suave deterioro) era una persona realmente encantadora,
tranquila, limpia, obediente y solvente, se le podía permitir
quedarse en la C.M.M.M. para el resto de su natural existen-
cia. Había unos cuantos casos afortunados de aquella espe-
cie, declarados y no, que gozaban de todas las amenidades
de una clínica mental, desde el peraldehído hasta el billar,
sin ninguna de sus vejaciones terapéuticas.
Estremeciéndose de alivio, Ticklepenny guió a Murphy,
primero a su dormitorio y luego al Pabellón Skinner.
Dos grandes edificios, uno para varones y otro para hem-
bras, alejados del edificio central y todavía más alejados uno
de otro, albergaban al cuerpo de enfermeros y a otros seres
serviles. Los enfermeros y enfermeras casados vivían fuera.
Ninguna memoria recordaba que ninguna enfermera se hu-
biera casado con un enfermero, aunque a una habían estado
a punto de obligarla a hacerlo. `\„
Murphy podía escoger entre compartir una habitación
con Ticklepenny o tener una buhardilla para él solo. Subie-
ron la escalerilla que llevaba a la última, y Murphy la esco-
gió con tanta decisión que el propio Ticklepenny se sintió
un poco ofendido. No era corriente en Ticklepenny el sen~
tirse ofendido, y no había precedentes de que se ofendiera
sin motivo, como era el caso presente. Porque aun en el ca-
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no de su padre, la elección de Murphy habría sido la misma.
La razón de tal excentricidad no f)arece muy buena. En
años menos lejanos de lo que le gustaba recordar, todavía en
la primera cianosis de la juventud, Murphy había ocupado
una buhardilla en Hannover, no por mucho tiempo, pero lo
bastante para cerciorarse de sus ventajas, una mansarda en
una hermosa casa renacimiento de la Schmiedestrasse donde
había vivido, y sobre todo muerto, Gottfried Wilhelm Leib-
niz. Desde entonces lo había revuelto todo buscando otra,
aunque sólo fuera la mitad de buena. En vano. Lo que pasa-
ba por buhardilla en Gran Bretaña e lrlanda no era en reali-
dad más que un ático. ¡Un ático! ¿Cómo era posible que se-
mejante confusión se produjera? Un sótano era mejor que un
ático. ¡Un ático!
Pero la buhardilla que veía entonces no era un ático, ni
siquiera una mansarda, sino una auténtica buhardilla, y no la
mitad de buena que la de Hannover, sino el doble de buena,
porque era la mitad de grande. El techo y la pared exterior
eran una sola superficie, soberbio chorro de blancura, incli-
nado según el perfecto ángulo de trayectoria máxima, hora-
dado por un pequeño tragaluz de cristal escarchado, ideal
para cerrarlo de día al sol y abrirlo de noche a las estrellas.
La cama, tan baja y tan floja de muelles que incluso cuando
no sostenía carga alguna su centro rozaba el suelo, estaba
metida como cuña en el ángulo de techo y piso, de modo
que Murphy se ahorraba el trabajo de situarla en aquella po-
sición. Además de la cama, la buhardilla contenía una silla y
un baúl. Un inmenso cirio, fijado al suelo por su misma cera
fundida, apuntaba con la mecha al cielo, al pie de la cama.
Aquel único medio de iluminación era más que suficiente
para Murphy, no-lector empedernido. Pero tenía fuertes ob-
jeciones contra la ausencia de calefacción.
-Tengo que tener fuego dijo a Ticklepenny-. No puedo
vivir sin fuego.
Ticklepenny lo sentía mucho, pero veía muy dudoso que
a Murphy le pusieran una chimenea en la buhardilla. Ningu-
na tuberia ni cable llegaba hasta aquellas remotas alturas. Un
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