Você está na página 1de 13

Música. Sociedad.

Educación
Christopher Small

Capítulo 6 pp. 134 -161

Un tambor diferente

Una característica de la música armónico-tonal es que exige un alto grado de subordinación de los elementos
individuales de la música al efecto total. No sólo se requiere que cada voz individual se vaya adaptando a la
progresión de los acordes, sino que tampoco ninguna nota o acorde individual tiene significado por sí mismo; sólo
lo obtiene en el contexto del diseño total, de manera muy semejante a como el estado autoritario o totalitario
exige que los intereses individuales de los ciudadanos se subordinen a sus propósitos. De ahí que sea interesante
ver cómo, en la música de las colonias británicas que terminaron por convertirse en los Estados Unidos de
Norteamérica, se operó una desintegración de la armonía funcional tonal ya mucho tiempo antes de que nada
semejante llegara a ser perceptible en Europa; y de ahí que no sea demasiado fantasioso considerar que este
proceso es una expresión del ideal de libertad individual sobre el cual se fundaron los Estados Unidos, un ideal
que, por más pobremente que haya sido realizado —e incluso traicionado— en el curso de su historia, jamás ha
llegado a desaparecer del todo.
Los colonos que llegaron a Nueva Inglaterra a comienzos del siglo XVII habían dejado atrás los últimos días
de la edad de oro de la cultura musical inglesa. Muchos eran, tal como lo expresó el primer gobernador de las
colonias de Nueva Inglaterra, «muy expertos en música» y, por más que los padres peregrinos y los puritanos
prefiriesen la música sacra a la secular, no ponían objeciones a la música instrumental secular, ni siquiera a la
danza, en tanto que fuese respetado el decoro. Sin embargo, tanto el Mayflower como los barcos que le siguieron
sólo tenían capacidad de carga para lo más indispensable, de modo que los inmigrantes solamente pudieron
llevarse consigo los instrumentos musicales más pequeños y sufridos; es decir, nada tan voluminoso ni tan
delicado de transportar como un virginal o un órgano. Por lo que sabemos, los primeros colonos sólo pudieron
disfrutar de un tipo de música simple y funcional, es decir, música para las ocasiones sociales y para el culto. En
lo que se refiere a la primera, sabemos que tenían instrumentos, aunque no sepamos bien qué tocaban;
posiblemente material de colecciones inglesas como la de Thomas Ravens-croft, y posteriormente la de John
Playford. Las canciones profanas no eran desconocidas, y no incluían solamente las baladas anglo-celtas,
pertenecientes más bien a la antigua tradición oral que a la escrita, y que resultaron ser muy duraderas en
América, sino también canciones provenientes de las diversas colecciones que habían cruzado el Atlántico con
ellos. En cuanto a la música para el culto, se limitaba casi exclusivamente al canto de salmos en sencillas
transcripciones rimadas, una práctica que no era desconocida en la Iglesia oficial de Inglaterra. Quizá parezca un
repertorio limitado, pero incluye en definitiva unos ciento cincuenta salmos, muchos de ellos muy largos, y que
abarcan una gama emocional muy amplia. La versión que preferían los primeros colonos era la de Henry
Ainsworth, quien usó metros poéticos muy diversos y recopiló no menos de treinta y nueve melodías diferentes,
que estaban impresas al final del libro, cada una en forma de una sola línea melódica. Pero los ministros puritanos
no tardaron en expresar su disgusto, sosteniendo que eran demasiadas las veces en que la palabra literal de Dios
resultaba sacrificada a la elegancia literaria, y en 1640 una comisión redactó y publicó una nueva traducción en
verso; éste fue el primer libro que se imprimió en Nueva Inglaterra.
Las versiones se prepararon ajustándolas únicamente a seis esquemas métricos, casi todos ellos en estrofas de
cuatro versos, de modo que la misma melodía se pudiera usar para varios salmos, con lo que el número de
melodías que había que aprender quedaba reducido a un mínimo. Después de muchas discusiones, el nuevo libro
de salmos fue adoptado en todas las colonias de Nueva Inglaterra hacia fines del siglo XVII, y durante el siglo
siguiente fue reeditado innumerables veces, con el nombre de Bay Psalm Book. Sólo en la novena edición, la de
1698, aparecieron las melodías —apenas trece— con las cuales se podían cantar los salmos.
Irving Lowens hace un interesante comentario sobre la cultura de Norteamérica en este período:
El relato de lo que pasó con las artes en Nueva Inglaterra durante el siglo XVII es la historia de unas gentes que intentaron
plantar en el Nuevo Mundo las mismas viñas de cuyos frutos habían disfrutado en el Viejo, pero al mismo tiempo es la crónica
de la evolución subconsciente de una civilización totalmente diferente. La historia del Bay Psalm Book durante el siglo XVII lo
ilustra en forma adecuada, pues aunque en lo superficial pueda parecer que las melodías de los salmos no son más que una
estrecha utilización religiosa de cierta música que se cantaba en la madre patria, al cantarlas en un suelo diferente se produjo en
ellas un misterioso cambio cualitativo. Aquí, demostraron ser las semillas cuya floración habría de dar, más adelante, una
música nueva, característicamente norteamericana 1
Las primeras flores no aparecieron hasta fines del siglo XVIII, pero aun dentro de la forma tradicional de
cantar salmos no tardaron en asomar algunas diferencias muy interesantes en relación con la práctica europea.
Después de la primera generación de peregrinos hubo una declinación inevitable en la capacidad de leer y
escribir música, producida por las arduas condiciones de vida en que se hallaban los colonos; entonar salmos dejó
de tener el respaldo de una tradición escrita para volverse principalmente oral, y pese a los esfuerzos de los

1
Irving Lowens, Music and Musicians in Early America, Nueva York, Norton, 1964, p. 37.

1
eclesiásticos y de los músicos «educados» que se empeñaban en imponer lo que ellos llamaban un «canto regular»
(es decir, ajustado al ritmo de trote corto que aún hoy, a cualquier organista de iglesia le gusta oír cuando canta su
congregación), el pueblo siguió imprimiendo su propio sello a la entonación de los salmos. Es fascinante ver,
desde el comienzo mismo de la historia cultural norteamericana, el choque —que tantas veces habría de
reiterarse— entre la tradición nativa y la de importación europea.
Como se trataba de una tradición popular y oral, que las personas educadas desdeñaban, sólo nos han
quedado comentarios adversos de lo que sucedía; el pueblo, como siempre, no tenía portavoces. He aquí lo que
escribió en 1721 el reverendo Cotton Mather: «Se ha observado... en algunas de nuestras congregaciones que con
el correr del tiempo su forma de cantar ha degenerado en un ruido extraño, que tiene más de algo para lo cual no
acierta uno a encontrar nombre, que de Canto Regular» 2 . Y oigamos, el mismo año, a un tal Thomas Walter: «He
observado en muchas partes que mientras un hombre está en una nota, otro canta la anterior, lo que produce algo
tan horrible y desordenado que no basta con calificarlo de malo» 3 .
De estos y otros comentarios de la época podemos inferir que lo que pasaba era que el pueblo, al cantar sin
acompañamiento como era lo habitual, había ido creando su propio estilo, retardando el supuesto compás casi
hasta la inmovilidad (por más que probablemente cada uno siguiera su propio ritmo interior), disminuyendo poco
a poco la altura y después, probablemente, saltando a la octava o a la quinta superior para volver a su propia
tesitura natural. Entonces, dentro de cada nota enormemente prolongada (como estaba escrita), cada uno debía
de ornamentarla con adornos y arabescos, con alteraciones arbitrarias de la melodía y del tiempo. Debe de haber
sido un ruido sorprendente, y realmente uno querría haber podido estar con un grabador en Plymouth, Mass.,
por la década de 1690. Y, por lo menos en las zonas rurales, no parecía que los músicos cultos pudieran hacer
mucho por impedirlo; mientras no tenía acompañamiento, la gente cantaba a su manera, y no había suficientes
músicos con la formación necesaria para subordinar sus devociones musicales a partituras escritas.
Este continuo choque entre aquellos que querían imponer reglas y los que no querían que se las impusieran
aparece reiteradas veces en la historia norteamericana. Thoreau, por ejemplo, que escribió ciento treinta años
después que Cotton Mather, lo expresó elocuentemente al decir: «¿Por qué ha de acosarnos una prisa tan
desesperada por el éxito, y hemos de comprometernos en empresas tan desesperadas? Si un hombre no marcha al
mismo paso que sus compañeros, tal vez sea porque oye un tambor diferente. Que ande al ritmo de la música que
oye, por más extraña que sea. Lo que importa no es que madure tan pronto como un manzano o como un roble.
Si el estado de cosas para el cual hemos sido hechos aún no existe, ¿con qué realidad podríamos sustituirlo?» 4 .
La validez de esta manera de cantar, vilipendiada y ridiculizada como estuvo por los músicos cultos durante
dos siglos, fue defendida por George Ives, el director de la banda de Danbury, Connecticut, y por su hijo Charles.
La persistencia de la tradición del canto espontáneo de los himnos se puede apreciar cuando nos damos cuenta de
que la situación a que se refiere Charles en el siguiente pasaje debe de haber tenido lugar hacia 1880: «Recuerdo
que cuando yo era muchacho, en Redding, todos los granjeros de varias millas a la redonda, su familia y los
trabajadores que cultivaban sus tierras solían venir por el bosque a los Camp Meetings (servicios religiosos al aire
libre), cuando miles de almas "libradas a sí mismas" cantaban cosas como Beulan Land, Woodworth, Nearer My
God to Thee, The Shining Shore, Nettleton, in the Sweet Bye and Bye y otras semejantes. La música y la letra
impresas en el papel se parecían tanto a lo que "eran" (en aquellos momentos) como puede parecerse a su cara el
monograma que lleva un hombre bordado en su corbata. Mi padre, que dirigía el canto, a veces con la corneta o
con la voz, a veces con la voz y los brazos y otras, en los himnos más tranquilos, con una trompa o un violín, solía
siempre arrimar a la gente a que cantase a su manera. La mayoría de ellos se sabían de memoria la letra y la
música (la suya), y así la cantaban. Si abusaban un poco del poeta y del compositor, tanto mejor para la poesía y
para la música. En aquellos grandes cónclaves sonoros había júbilo y fuerza» 5 .
Los defensores del «canto regular» no tardaron en emprender la acción contra lo que ellos consideraban una
corrupción en la manera de cantar los himnos. Se publicaron innumerables libros con la intención de enseñar a
los cantantes y, lo que es más importante, empezaron a aparecer escuelas de canto, dirigidas generalmente por
músicos ambulantes, que con frecuencia eran además buhoneros y curanderos o cosa semejante, y que se
instalaban durante algunas semanas en una ciudad o aldea, dando a conocer su intención de enseñar las reglas del
canto regular a los que así lo desearan, y por las noches daban clases a cuantos acudían a ellas. Esta institución
prosperó por razones que quizá tuvieron tanto que ver con factores sociales como con los puramente musicales, y
llegó a desempeñar un papel importante en la vida de las colonias de Nueva Inglaterra, todo a lo largo de la costa
oriental. Fueron estos maestros de canto viajeros quienes constituyeron la comunidad musical que, a fines del
siglo XVIII, dio origen al primer grupo de compositores norteamericanos nativos.
El grupo, que llegó a ser conocido como la First New England School, estaba formado por hombres humildes,
que se llamaban a sí mismos tunesmiths [forjadores de melodías] más bien que compositores, porque se
consideraban artesanos cuya función, como la del herrero o la del constructor de carros, consistía en servir a la
comunidad. Como dice H. Wiley Hitchcock:

Era una música completamente acorde con la sociedad para la cual se la escribía. Estos compositores autodidactas tenían una
función segura y respetada en la vida de la era colonial y federal en general; vista con la perspectiva histórica de doscientos años
más, aquella fue una especie de edad de oro de la participación musical, en que la colaboración entre maestros, compositores,
cantantes y pueblo en general era fructífera. Si hubo alguna vez una música verdaderamente popular, esa fue la música de los
habitantes de Nueva Inglaterra, que surgió de las antiguas tradiciones profundamente arraigadas en la joven Norteamérica; era
accesible a todos, y todos disfrutaban con ella; era una música que hablaba un lenguaje sencillo a gentes sencillas y, evaluada en
sus propios términos, era una música estilísticamente homogénea y de gran integridad 6 .

2
Citado en Gilbert Chase, America’s Music, Nueva York, McGraw-Hill, 2. a ed., 1966, pp. 23-4.
3
Ibid.
4
Henry David Thoreau, Walden, or Life in the Woods (1854), Everyman Edition, s.f., p. 287.
5 Charles E. Ives, Memos, ed. John Kirkpatrick, Londres, Calder & Boyars, 1973, p. 132.
6
H. Wiley Hitchcock, Music in the United State: A Historical Introduction, Nueva York, Prentice-Hall, 2. a ed., 1974, p. 20.

2
Se trataba, pues, de hombres con los pies en la tierra, que tenían nombres bien terrenos; entre ellos se
contaba Justin Morgan, Supply Bel-cher, Timothy Swan, y el miembro más conocido y más capaz de expresarse
del grupo, Wüliam Billings de Boston. Nacido en 1746, Billings era curtidor de oficio y autodidacta en música
(aunque seguramente había aprendido algo en una escuela de canto); abandonó su oficio y colgó a la puerta de su
casa un letrero que anunciaba, simplemente, «Billings - Canciones». Parece haber sido un personaje notable; una
descripción contemporánea lo presenta como «un hombre singular, de corpulencia moderada, con una pierna
más corta, con un solo ojo, falto de modales y extraordinariamente descuidado con su aspecto personal. Aun así,
hablaba y pensaba como alguien que está por encima de las capacidades ordinarias» 7 . Publicó varias colecciones
de sus propias canciones, himnos y coros religiosos con sus melodías, prologados generalmente por opiniones y
comentarios ácidos y contundentes, que no sólo dan una idea de quién era aquel hombre, sino de la sociedad
joven y segura de sí donde vivía, en una relación de intimidad que debe ser la envidia de más de un compositor
contemporáneo. Por ejemplo:

Quizá quepa esperar que haya yo de decir algo referente a las reglas para la composición; a quienes así lo esperen les
respondo que la Naturaleza es el mejor dictador, porque ninguna de las reglas rígidas, calculadas y áridas que jamás nadie haya
prescrito permitirá a nadie crear una melodía... Debe ser la Naturaleza, la Naturaleza debe echar los cimientos, la Naturaleza
debe inspirar la idea... Por mi parte, como no me considero limitado por ninguna regla de composición que haya sido
establecida por ninguno de los que me precedieron, ni tampoco pensaría (si tuviera la pretensión de establecer reglas) que
ninguno de los que vengan detrás de mí hubiera de estar en modo alguno obligado a adherirse a ellas, a no ser en la medida en
que a ellos mismos les parecieran adecuadas; de hecho, pienso que lo mejor es que cada compositor sea su propio tallista 7.

¡Valientes palabras! Pero no son las únicas que tiene que decirnos Billings:
Quizá algunos entiendan que mi intención es dejar al Arte completamente fuera de la cuestión. En modo alguno, respondo,
pues cuanto más arte se despliega, más se adorna la Naturaleza. Y en algunas formas de composición se requieren áridos
estudios, y es indispensable el arte. Por ejemplo, en una «fuge», en donde las partes se suceden con las mismas notas, pero
incluso aquí el arte está al servicio del genio, porque lo primero es la fantasía que da un esbozo aproximado de la obra; el arte
viene después, para pulirla 7.

Billings era catorce años menor que Haydn, y diez mayor que Mozart, pero su música habita otro mundo que
no es el del clasicismo europeo. En algunos sentidos parece que regresara a un antiguo estilo europeo, modal más
bien que tonal, con un sabor popular que se deriva quizá de la tradición folk anglo-celta. Es, a todos los efectos,
no armónica, y por cierto que a la armonía funcional tonal no le cabe papel alguno en su repertorio de medios
expresivos. Cualquier conflicto entre las necesidades de la progresión acórdica y la forma de una línea melódica
individual se resuelve invariablemente en favor de esta última, incluso si con esto se produce un choque
armónico, de modo que aquí se usan libremente, y a menudo sin ningún sentimiento de que haya necesidad de
resolverlas, asombrosas disonancias, desconocidas por entonces en la música europea. Tanto las quintas abiertas
como las quintas paralelas, ambas proscritas por las reglas europeas, se oyen aquí tan a menudo que parece bien
claro que aquellos compositores y sus congregaciones disfrutaban positivamente con su sonido. A los oídos
afinados armónicamente, la música puede sonarles tonalmente monótona, y tanto más cuanto que, aparte el
movimiento ocasional y mecánico hacia la dominante, la modulación virtualmente no existe, pero sentir esto es
no captar el sentido de la música, que se interesa por otras cosas y, de manera notablemente elegante y coherente,
va en pos de aquello que le interesa. La música es principalmente para coro sin acompañamiento... o al menos no
se indica acompañamiento alguno, aunque los instrumentos de viento, e incluso los de cuerda, en el caso de que
se contara con ellos, podrían sumarse para doblar las partes vocales. Los instrumentos de teclado eran raros y no
desempeñaban ningún papel en el mundo de estos compositores, y éste muy bien puede haber sido un factor que
contribuyó a la ausencia de recursos armónicos en sus obras, puesto que les obligaba a pensar más bien en
función de líneas que de acordes (y ya hemos señalado el papel que correspondió al teclado, con su poder de
someter texturas complejas al control de un solo individuo, en el desarrollo de la armonía tonal).
Un anthem [himno] típico de Nueva Inglaterra está formado por varias secciones breves hábilmente
combinadas, haciendo que las secciones acórdicas alternen con otras de simple contrapunto imitativo («fuging»),
y presenta una elaboración extraordinaria de los efectos de textura, en que el grupo entero puede contraponerse a
una, dos o tres voces, así como de los contrastes de tiempo, dinámica y timbre vocal, usados todos ellos como
elementos estructurales más bien que decorativos. El hecho de que la primera música no armónica que se produjo
en Occidente desde el Renacimiento haya sido compuesta, en una sociedad cimentada sobre el ideal de la libertad
individual (Billings era partidario activo de la causa colonial, y no sólo escribió Chester, su principal canto de
unión y solidaridad, sino también un elocuente Lament Over Boston, con ocasión del incendio de aquella ciudad
por los ingleses), por un músico convencido de que «cada compositor debe ser su propio tallista» y de que «la
naturaleza debe inspirar el pensamiento» ya no habrá de parecer demasiado sorprendente a ningún lector que
haya seguido hasta el momento la argumentación de este libro.
A Billings, como a sus colegas, le preocupaba mucho la ejecución; muchas de sus ideas deben de haber
escandalizado a sus contemporáneos europeos, y todavía hoy ejemplifican una actitud muy desdeñosa hacia las
exigencias de la música armónico-tonal tradicional, en especial en cuanto a la importancia que ésta asigna al bajo
verdadero. Le gustaba, por ejemplo, tener voces masculinas y femeninas en cada parte, cantando con una, y
ocasionalmente con dos octavas de diferencia, es decir, produciendo una especie de sonoridad organística en seis
u ocho partes. Tenía un oído muy especial, pero es indudable que sabía qué clase de sonido quería:
Imaginemos una compañía de cuarenta personas; veinte de ellas deben cantar el bajo, y las otras veinte se dividirán, según
como lo estime adecuado el grupo, para cantar las partes más altas. Seis o siete voces deben cantar el bajo fundamental, que
entonado en unión con las partes más altas es enormemente majestuoso, y magnífico al punto de hacer temblar el suelo, como
yo mismo con frecuencia lo he experimentado... También se ha de poner mucha cautela al cantar un solo (sic); en mi opinión,
bastan dos o tres voces para cantarlo bien. Se lo ha de entonar con la suavidad de un eco, para así mantener a los oyentes en una
espera gratamente incierta, hasta que todas las partes se unan en un coro completo, tan delicado y potente como sea posible 7.

7
Citado en Gilbert Chase, op. cit., pp. 129-130.

3
Aparentemente, tampoco era raro que estos compositores colocaran las diversas partes a cierta distancia unas
de otras, sacando partido de la separación espacial entre ellas, lo que vuelve a dar testimonio de una preocupación
por las partes individuales que era prácticamente desconocido en la música europea de la época.
Aquí estaba, pues, la sustancia de una nueva tradición democrática en la música: fuerte, confiada, firmemente
arraigada en la vida de las gentes y al alcance de ellas. Una tradición que podía estar a la altura de las aspiraciones
de la democracia de Jefferson. Y que, sin embargo, se desvaneció sin dejar rastros durante casi doscientos años,
anegada por el movimiento hacia la cursilería y la «corrección» del estilo europeo que se produjo, bajo el
liderazgo de músicos como Lowell Mason, en los primeros años del siglo XIX. Para Mason, que con toda
coherencia fue también el primero en llevar a la música los métodos del big business, esa institución típicamente
norteamericana que a comienzos del siglo XIX apenas si estaba poniéndose en marcha, la música era sobre todo
un bien de consumo. Publicó una cantidad enorme de música: himnos, música de iglesia en general, manuales de
instrucción y libros de canciones para niños, canciones seculares, algunas compuestas por él, como From Green-
land's Icy Mountains, pero principalmente tomadas de la obra de compositores europeos menores, y de las obras
menores de los más grandes, arregladas muchas veces para despojarlas de sus rasgos más sorprendentes y
dejándolas reducidas, en forma no muy diferente de los productos actuales de la televisión norteamericana, y por
las mismas razones, a una mezcla anodina y exangüe. Mason entendió bien que, si se había de tratar a la música
como un bien de consumo, evidentemente habría que dirigirse al mayor número posible de personas y provocar
el antagonismo de los menos. Buena calidad sí, claro... pero no tanta originalidad que pudiera inquietar o
espantar a un cliente en potencia. (Esa misma insustancialidad se encuentra aún hoy en muchas colecciones
norteamericanas de música para las orquestas de escuelas secundarias, las bandas y otros grupos musicales.) En
todo caso, era obvio que las obras, crudas pero incuestionablemente vivas, de los forjadores de melodías de Nueva
Inglaterra no servirían para esos fines.
No es demasiado delirante ver en esta traición a los ideales de los primeros compositores un paralelo con la
traición a la idea de los derechos del hombre que empezó a producirse a comienzos del siglo XIX, a medida que se
fortalecía el industrialismo. En el siglo XIX, los Estados Unidos produjeron escritores de auténtica grandeza, que
mantuvieron una agresiva actitud de independencia, como Melville, Twain, Whitman, Emerson, y sobre todo
Thoreau, pero el arte musical norteamericano no floreció más que en Louis Moreau Gottschalk y Stephen Collins
Foster, dos figuras interesantes, pero en modo alguno de estatura comparable. Se pregunta uno si esto no podría
deberse a que la música, por el hecho mismo de ser menos precisa en sus significados externos, y menos
consciente de qué es exactamente lo que está diciendo, da expresión, con mayor profundidad aún que la
literatura, a las motivaciones inconscientes de una cultura. De cualquier manera, la historia del arte musical
norteamericano en el siglo XIX es algo que descorazona; uno tras otro, los compositores jóvenes cruzaron el
Atlántico rumbo a Dresde, a Leipzig, a Viena o a Weimar —raras veces a París— para volver con una música que
no era más que una pálida imitación del romanticismo alemán. Tal como señala David Woolridge en su biografía
de Charles Ives, el carácter visionario de la música de los tunesmiths de Nueva Inglaterra «se perdió en manos de
los entendidos... Mientras la música languidecía tristemente, las sucesivas generaciones de compositores
norteamericanos hacían su peregrinación a Europa como ancianas ricas que acudieran a un balneario para
recuperar la semilla perenne de una cultura extranjera para perenne deleite de las ancianitas» 8 .
No fueron, sin embargo, los compositores norteamericanos europeizados quienes dominaron el escenario del
arte musical —ya que de hecho se encontraron con grandes dificultades para hacerse escuchar—, sino la música
europea, y sobre todo la alemana, con su propio aparato y su repertorio estándar; y ese estado de cosas se
mantiene en parte aún hoy, con las grandes organizaciones de concierto socialmente aceptadas. Y precisamente
porque no tenía —ni tiene— ninguna relación orgánica con la cultura indígena de América, esta música
demostró ser estéril y carente de raíces; quizá a eso se debe el hecho de que, mientras que en Europa los que no
encuentran en sí mismos ningún punto de contacto con la música clásica (en el sentido popular de la expresión)
se conforman con hacer caso omiso de ella y seguir por su propio camino, parecería que en Estados Unidos la
misma modalidad musical generase una hostilidad positiva. En mi juventud, el guión típico de una película
musical hollywoodense presentaba el enfrentamiento entre los músicos «de pelo largo» y los «chicos normales»,
que solían estar representados por los jóvenes Mickey Rooney, Judy Garland, Bonita Granville y Jane Withers, y
que querían montar su propio espectáculo. También en la forma hilarante en que los hermanos Marx aniquilan
una representación de Il trovatore en su película Una noche en la ópera, como en el tajo que libera la plataforma
flotante en Los hermanos Marx en el circo, dejando que toda la orquesta sinfónica, bajo la batuta de un director
italiano escandalosamente caricaturizado, se aleje flotando hacia el mar sin dejar de tocar fervorosamente a
Wagner, hay una malicia que hace de aquella escena una imagen arquetípica si alguna vez las hubo. Pero es
importante que algo quede claro: no era la música lo que le disgustaba al norteamericano medio, como tampoco
lo es ahora. Su cultura estaba llena de música, desde los minstrel shows a los himnos sureños, pasando por el jazz
y las canciones vaqueras, la música de vodevil, los espectáculos burlescos y las marchas militares: todos brotes
vigorosos, de raíz indígena, y característicamente norteamericanos y populares en el más amplio de los sentidos.
Era específicamente la música clásica europea lo que era —y sigue siendo— rechazado por la gran mayoría.
En el siglo XIX, el triunfo de la tradición armónico-tonal europea entre los norteamericanos que se
consideraban cultos fue análogo al de la visión científica posrenacentista del mundo y al de los productos de la
ética protestante: el capitalismo y el industrialismo. Las antiguas tradiciones sólo sobrevivieron entre quienes se
mantuvieron fuera de las corrientes dominantes en la vida norteamericana. Hemos visto ya cómo la tradición del
canto coral de los himnos en el antiguo estilo se mantuvo en las zonas rurales hasta los últimos años del siglo XIX;
aun hoy, en las remotas regiones boscosas de Kentucky y de ambas Carolinas, se encuentra uno con florecientes
grupos que cantan los viejos himnos en el estilo antiguo, con el sistema «fasola» (un sistema de solfeo que usa las
sílabas «fa, sol, la, fa, sol, la si» para representar los siete grados de la escala diatónica), y el de «shape-note», en que
las cabezas de las notas escritas en el pentagrama se modifican en correspondencia con los nombres en fasola de
las notas, que se remontan a la época de las escuelas de canto del siglo XVIII. Es bien conocida la supervivencia del

8
David Wooldridge, From the Steeples and Mountains: A Study of Charles Ives, Nueva York, Knopf, 1974, p. 6.

4
canto modal anglo-celta entre las remotas poblaciones rurales de la zona de los Apalaches, y de hecho, los
recopiladores de canciones folklóricas británicas, como Cecil Sharp y Maud Karpeles, se encontraron durante los
años veinte con que estas regiones eran una fuente de canciones populares inglesas mucho más rica que cualquier
lugar de Inglaterra.
El grupo más grande que hasta no hace mucho tiempo se ha visto excluido de la vida económica, política y
cultural norteamericana lo constituye sin lugar a dudas la población negra. Hemos observado ya que el choque
entre las tradiciones africana y europea, y en especial la anglo-celta, ha resultado uno de los más fructíferos en
toda la historia de la música, y por más que no sea éste el lugar para estudiar esta colisión y sus resultados, quizá
podamos hacer algunas observaciones sobre la música y su relación con la sociedad negra.
Ante todo el blues, que en su forma clásica consiste, verbalmente, en estrofas de dos versos que riman, y en
que el primero se repite de modo que al cantar el segundo, éste viene como a satisfacer una expectativa. Las letras
se caracterizan por una melancolía carente de sentimentalismo, y que está teñida de un humor irónico que, con
frecuencia, expresa la carencia de amor, como en:
I’m gonna buy me a bulldog, watch you while I sleep

(I said) I’m gonna buy me a bulldog, watch you while I sleep

Just to keep those men from making their early mornin' creep 9 .

A menudo las imágenes son explícitamente sexuales:


My baby got a little engine, call it my Ford machine,

(I say) My baby got a little engine, call it my Ford machine,

If your generator ain't band, baby, you must be buying bad gasoline 10 .

pero sorprende lo poco que les interesan los temas referentes a la discriminación racial o a las privaciones
económicas.
Musicalmente, el blues clásico consiste en doce compases que siguen una secuencia muy simple y muy
convencional de acordes, I-IV-I-V-(IV)-I, alternando dos compases cantados con dos de improvisación
instrumental. Aunque esto puede dar la impresión de que se basa firmemente en las progresiones armónicas
europeas, la música mantiene —lo mismo que los cantantes negros con la sociedad norteamericana blanca— una
relación muy ambigua con la armonía tonal. Aparte el hecho de que la progresión es invariable y no puede, por
ende, desempeñar papel alguno en los medios expresivos como tales, ya que, armónicamente hablando, lo que se
espera siempre sucede, nos encontramos con que el instrumento favorito para el acompañamiento, por lo menos
en el country blues, es la guitarra, un instrumento que, especialmente cuando se le toca con un cuello de botella
aserrado, como se le puede hacer, se presta a las más audaces distorsiones tonales. Y vemos también que
frecuentemente el séptimo grado de la escala mayor se baja hasta medio tono, lo que socava la progresión V-I, y
que al tercer grado de la escala se le sitúa por lo común entre la tercera mayor y la tercera menor, con lo que se
debilita e incluso se destruye la distinción entre escalas mayores y menores, tan básica para la expresividad
emocional de la música armónico-tonal. El blues urbano, mucho más complejo y refinado, tiende a usar el piano,
cuyos tonos son fijos en la escala temperada; esto hace que la tercera «neutral» se simule, tocando
simultáneamente la tercera mayor y la menor (un rasgo que el jazz comparte), lo que da su característico sonido
al blues pianístico y a sus derivados, el barrelbouse y el boogie-woogie, que se mueven ambos dentro del marco de
referencia armónico del blues. En todo caso, la tremenda proliferación de estilos, de melodías y de texturas que se
puede oír contra el fondo de ese simple bajo convencional nos demuestra que el interés de la música reside en
alguna otra cosa que no es la armonía.
Muchos de sus rasgos se relacionan sin duda con la supervivencia de los elementos de la música africana (la
tenacidad y la persistencia con que los negros se adhieren a los rasgos culturales africanos a lo largo de muchas
generaciones de degradación y deformación deliberadas es uno de los milagros culturales de los tiempos
modernos), pero ahora no se trata de eso; en el blues vemos, una vez más, cómo la actitud hacia la armonía tonal
es un claro indicador de la posición ambigua de sus cantantes en (y hacia) la sociedad blanca.
El blues fue y sigue siendo una tradición esencialmente oral, unida por vínculos fuertes y estrechos a la
sociedad donde se genera. Y el cantor de blues, como su sociedad y salvo raras y recientes excepciones, era pobre.
A menudo se desplaza, recorriendo grandes distancias, por el Sur de los Estados Unidos; tampoco era raro que
fuese ciego y que, como Tiresias, llevase a un niño como guía. Y muchas veces, como también sucedía con
Tiresias, los de su pueblo lo consideraban un vidente que «veía» más que los videntes [normales]. Como en
muchas tradiciones orales, el material proviene en buena medida de un acervo común, no sólo de frases
musicales, sino también de expresiones e imágenes verbales, como «I woke up this mornin'...» o Just a poor boy,
long ways from borne» o «Laughin' just to keep from cryin´» 11 . Este surtido común de frases, compartidas a menudo
por los músicos blancos pobres, y no sólo por los negros, es una característica universal de la poesía oral (recuerda
uno el acervo de frases típicas de Homero, tales como «el mar purpúreo» o «Aquiles el de los pies ligeros»), y
constituye un valioso aporte a la comunidad de las expresiones. Todo el mundo puede tocar; el cantor de escasos

9
Me compraré un bulldog que te vigile mientras duermo, y ahuyente a esos hombres que te buscan furtivamente
al alba. (N. de T.)
10
Mi nena tiene un motorcito, podéis llamarlo mi Ford. Si el carburador no te falla, nena, será que le has puesto
gasolina barata. (N. de T.)
11
« Me desperté esta mañana... », « Un pobre muchacho, muy lejos de su hogar », « Riendo, nada más que para no
llorar”. (N de la T.)

5
talentos puede recurrir al acervo común y, al seleccionar y cambiar lo que en él coseche, dar forma a algo que
exprese sus sentimientos, mientras que el artista realmente dotado puede tomar del mismo repertorio aquellos
elementos que le permitan crear algo nuevo y personalmente expresivo, verbalizando sentimientos que todos sus
oyentes podrán reconocer en sí mismos, y manteniéndose así en ese contacto constante con la comunidad que es
lo que le permite hacerse entender por ella.
Estos cantantes de blues fueron, y en gran medida son aún, los videntes y los profetas de la comunidad negra.
Hay mucha fecundación recíproca entre el blues y la gospel music; Charles Keil señala que muchos cantantes
negros de blues terminan por convertirse en predicadores: «La palabra "ritual" parece más adecuada que
"actuación" cuando el público participa en vez de limitarse a admirar. Y de esto se deduce que quizá el rol del
cantante de blues esté más en la línea de la fe que de la creación, es decir, que sea más sacerdotal que artístico...
Tanto el bluesman como el sacerdote ofrecen modelos y orientaciones; ambos dan expresión pública a emociones
de orden privado; ambos promueven la catarsis; ambos intensifican los sentimientos de solidaridad, levantan la
moral y fortalecen el consenso» 12 .
El blues se inició como un arte muy del pueblo, y en gran parte sigue siéndolo. En sus técnicas continúa
expresando, por lo que se refiere a la tradición armónico-tonal europea, actitudes de ambigüedad similar a la que
tenía aquella comunidad que le dio nacimiento hacia la sociedad blanca norteamericana. El jazz, por su parte, está
mucho más próximo, en sus orígenes y en su historia, a la música y a la sociedad de los blancos. Como
puntualizaba Gunther Schuller, la leyenda del músico de jazz analfabeto en Nueva Orleáns a comienzos de siglo
no resulta confirmada, en general, por lo que cuentan la mayoría de los músicos de la época; muchos estaban
formados en la tradición europea de la música de concierto, y conocían bien sus diversos tipos de música, que
Nueva Orleáns ofrecía tan generosamente. Muchas influencias contribuyeron a la formación del jazz; Wilfrid
Mellers las resume de la siguiente manera escribiendo sobre Didn't He Ramble, de Jelly Roll Morton:
La marcha militar se convierte en rag, el himno se convierte en blues y una canción bailable latinoamericana asimila
rasgos de la ópera francesa o italiana, y quizá también un hálito de la música europeizada de los plantation songs, a la manera de
Stephen Foster. Este carácter de crisol de la pieza nos da idea de la diversidad musical que conmovió a Nueva Orleáns en las
primeras décadas de este siglo. Por las calles, las bandas musicales eran tantas que los encuentros eran comunes. En calles y
plazas, diversas bandas y grupos podían estar tocando tanto rags negros como tangos latinoamericanos, cuadrillas francesas
como valses alemanes 13 .

En sus técnicas, el jazz demuestra que está más próximo a la música blanca. De hecho, los primeros músicos
de jazz que llamaron la atención popular, especialmente los que conocimos por las compañías grabadoras, eran
blancos (King Oliver, Louis Armstrong, Bassie Smith y sus contemporáneos negros estuvieron inicialmente
relegados a la categoría de los race records [expresión que en los años veinte designaba las grabaciones reservadas
a artistas —y compradores— «de color»]). Desde sus primeros días hasta que —en la música de Ornette Coleman,
John Coltrane y Albert Tyler— abandonó por completo la idea estructural del bajo fundamental,
aproximadamente hacia la misma época en que se producía en el arte musical europeo la revolución
posweberniana, el jazz ha mantenido, en mayor o menor grado, la progresión armónica como uno de sus recursos
expresivos. A lo largo de su historia, no ha dejado de flirtear con el arte musical europeo (la palabra es adecuada,
ya que es el carácter juguetón propio del jazz lo que constituye uno de sus rasgos más perdurables, y el que le
otorga una cualidad personal y una presencia casi física que otras clases de música no tienen), y se puede evaluar
la intimidad de su contacto con la sociedad blanca en cualquier momento dado según la importancia que asigne al
elemento armónico en la música. La era del swing, por ejemplo, se caracterizó por una armonía compleja, con
arreglos elaborados que se tocaban a partir de partituras escritas; desde el punto de vista de la mayoría de los
norteamericanos promedio, se trataba de un arte en gran medida «blanco» y por ende perfectamente «respetable».
La revuelta contra las azucaradas trivialidades del swing de fines de los años cuarenta, que llegó a ser conocida
como bebop, y que en sus orígenes fue un movimiento enteramente negro, disminuyó la importancia de la
armonía hasta un punto en que su papel (derivado en gran parte del blues) quedó reducido a ser más asociativo
que explícito, en tanto que el ritmo recuperaba la importancia que había perdido. El bop también fue,
explícitamente, una música de la revuelta social de los negros, de manera que se entiende no sólo que la armonía
tonal fuese la primera de sus bajas, sino también que por entonces la mayoría de los blancos lo detestaran (hoy
por hoy, naturalmente, el bop es historia y puede gustarle a cualquiera sin peligro).
Es un lugar común decir que buena parte de la vitalidad del jazz proviene de la tensión entre los elementos
africanos y europeos que incorpora. Por eso es interesante entender que fue en el momento en que rechazó
totalmente la tonalidad en favor de una heterofonía modal, e incluso atonal, como en la música de Coleman,
Coltrane, Ayler y otros, cuando el jazz dejó de ser un arte popular para convertirse virtualmente en otra rama del
arte musical que ya no atrae a toda la comunidad, sino a un público de conocedores. El blues, por otra parte, sigue
siendo un arte comunal, y fue el blues más bien que el jazz el que se convirtió —junto con la música country-and-
western— en la fuente principal del rock'n'roll, la otra música no armónica (aunque siga siendo tonal) de nuestra
época, y de las que le sucedieron en los años sesenta y setenta, un tema que veremos más a fondo en el próximo
capítulo.
Ya dije antes que la cultura norteamericana está llena de música, y esta afirmación nos lleva directamente a
Charles Edward Ives, el único compositor que reúne todos los hilos de la música específicamente norteamericana
para entretejerlos con los de la tradición europea. Aunque tenía amplios conocimientos de música europea, y un
buen dominio de sus técnicas, su relación con ella era sumamente ambivalente, e Ives se sentía comprometido
primera y principalmente con su país. Me he referido ya a su experiencia en las reuniones al aire libre en que su
padre dirigía a los cantantes, y él mismo nos cuenta, en un pasaje memorable de Memos, cómo su padre puso
cierta vez en su lugar a un músico de Boston, un joven presuntuoso que había criticado a un viejo albañil porque
cantaba los himnos con voz desafinada: «Míralo de cerca y con respeto, míralo en los ojos y escucha la música de

12
Charles Keil, Urban Blues, Chicago, University of Chicago Press, 1966, p. 164.
13
Gunther Schuller, Early Jazz, Nueva York, Oxford University Press, 1968, pp. 56 y ss.

6
los siglos. No prestes demasiada atención a los sonidos, porque entonces te perderás la música. Si cabalgas en
sonidos dulces y bonitos no podrás llegar heroicamente, a galope tendido, al paraíso» 14 .
Es de esperar que la idea de que Ives era un aficionado excéntrico que, casi sin darse cuenta, tropezó por pura
casualidad con algunos de los descubrimientos musicales más revolucionarios de nuestro siglo, esté total y
absolutamente muerta. Fue un músico culto y de mentalidad compleja y poderosa, dotado de un oído
increíblemente sensible, y sabía con perfecta claridad lo que estaba haciendo, como se puede ver en sus Essays
Before a Sonata a (Ensayos ante una sonata) y en Memos, de publicación más reciente. La razón de que su música
tenga tan poco atractivo para tantos críticos y compositores académicos europeos es que con ella Ives no celebra
un mundo hermoso y regido por un ordenamiento ideal, sino el mundo real, contradictorio, desaliñado, caótico
incluso, tal como es. Acepta la multiplicidad de la experiencia humana y se regocija de ella, y lo que hay de
asimétrico e inesperado en su música no es el resultado de ninguna incompetencia ni ingenuidad; es algo que
emerge naturalmente de su personalidad, de su fe en la libertad y la autonomía del individuo y, por sobre todas
las cosas, en la unidad subyacente en toda la diversidad de la naturaleza. Hay quienes, como David Wooldridge
en su biografía, y también John Cage, recriminan a Ives el haber abandonado la dedicación exclusiva a su
profesión musical para dedicarse a los negocios. «No admiro tanto», escribe Cage, «la forma en que Ives trató
socialmente su música (separándola de su negocio en el ramo de seguros) porque dio a su vida demasiada
seguridad económica, y es viviendo entre dificultades económicas como se demuestra socialmente el valor» 15 . En
Wooldridge y Cage se advierte lo que en realidad es una visión inadecuadamente romántica de la situación de un
compositor en la sociedad, una visión que indudablemente William Billings y sus colegas se habrían apresurado a
rechazar. La vida laboral de Ives es una expresión de su fe en la unidad de la vida; fue un gesto en favor de la vida
y un rechazo de la fragmentación y el aislamiento del artista. Y el hecho de que su inspiración se agotara tan
pronto como se retiró de los negocios demuestra que su decisión inicial había sido correcta.
Si consideramos tanto sus creencias como sus técnicas, la idea de Ives que tienen muchos europeos, incluso
los que simpatizan con su música, que lo ven como un gran original surgido por generación espontánea, se
disuelve cuando comprendemos la naturaleza de la tradición musical norteamericana, que es ajena a la de la
música clásica europeizada del siglo XIX. Al mismo tiempo, Ives había sido instruido en la tradición europea,
tanto por su padre (cuya propia formación musical había incluido arreglos de muchos corales de Bach y diversas
transcripciones, tanto de escenas operísticas de Gluck y Mozart como de misas barrocas, y cuya orquesta de
pueblo era capaz de excelentes interpretaciones de Rossini, Verdi, Mendelssohn, Meyerbeer e incluso Mozart),
sino por el convencional aunque experto Horatio Parker en Yale. Pero su actitud hacia los grandes maestros de
aquella tradición nunca dejó de ser equívoca; por una parte, podía aseverar confiadamente que «Bach, Beethoven
y Brahms son los más grandes y los más válidos en todas las artes, y desde ellos nadie ha sido más grande ni más
válido», pero otras veces expresaba dudas interesantes, hablando de «una vaga sensación de que incluso la mejor
música que conocemos —la de Beethoven, Bach y Brahms— era demasiado limitada, más de lo que la naturaleza
quería que fuese, y no sólo en sus sistemas acórdicos, sus relaciones, líneas, etc., sino también en su tiempo, o
mejor dicho en sus ritmos y espacios —que suenen o que no suenen—dispuestos primorosamente en pequeños
compartimientos iguales, una y otra vez (números primos y sus múltiplos) todos tan parejos y tan bonitos que dan
cierta sensación de debilidad, incluso en los grandes». Y en otro pasaje: «Recuerdo haber sentido qué grande es
Beethoven... pero únicamente por un acorde, pleno y fuerte, que no iba ligado a ninguna tonalidad» 16 .
Por otra parte, su relación con la música indígena de los Estados Unidos era mucho más positiva. Su conciencia
de la continuidad entre las reuniones religiosas al aire libre y la forma en que los primeros colonos entonaban los
salmos es tan obvia como su amor por aquella música. Poco hay en sus composiciones que evoque literalmente el
clima peculiar de aquellas reuniones, a no ser tal vez el maravilloso estallido coral que pone término al
movimiento Thanksgiving, de su Holidays Symphony. Pero esta vena fogosa, tumultuosamente individualista,
recorre toda su música. De hecho, el Segundo cuarteto para cuerdas está basado en ella; los cuatro instrumentos
están caracterizados (al segundo violín le corresponde el papel de Rollo, el tipo de músico meticuloso y afectado
que Ives tanto despreciaba), en tanto que los títulos de los tres movimientos son: Four Men Have a Discussion,
Arguments and Fight, y They Climb a Mountain and Contémplate [Cuatro hombres hablan de algo, Discusiones y
pelea, Escalan una montaña para contemplar]. Otros ejemplos se encontrarán en el scherzo Over the Pavements
[Por las aceras], una representación de los diferentes ritmos de marcha a pie que se podían oír en una calle muy
transitada antes del advenimiento del motor de combustión interna.
En la mayor parte de la obra de Ives, como en la de los tunesmiths de Nueva Inglaterra, las necesidades de la
voz o de la parte individual tienen precedencia sobre la elegancia o la congruencia del efecto global (uno
recuerda la desenfadada expresión de Whitman: « ¿Me contradigo? Pues bien, ¡me contradigo!»). Es esto lo que
explica la notoria disonancia de su obra, al mismo tiempo que su complejidad rítmica. Al permitir que cada voz
fuera por su propio camino, Ives estaba expresando su versión del ideal de la libertad individual, pero debemos
observar que si bien las relaciones entre las voces son sumamente complejas, y con frecuencia no dan cabida a las
progresiones acórdicas majestuosas y lógicas de la armonía funcional tonal, no son caóticas; Ives las tiene bien
controladas. Quienes lo conocían bien han dejado constancia de su capacidad para desarrollar simultáneamente
varias pautas rítmicas, y se sabe con qué maestría ejecutaba al piano su propia música. Su ideal de libertad se
mantuvo firmemente dentro de la ley, aunque la ley hubo de ser sutil y flexible para dar margen al mayor grado
posible de variedad en la interacción individual. Era capaz de ser tolerante ante las interpretaciones de su propia
música; siempre que la intención expresiva fuese simple y sincera, no le importaba demasiado que la música no
saliera exactamente como él la había escrito, y de ahí su famoso comentario sobre una primera ejecución,
chapucera aunque hecha con la mejor de las intenciones, de Three Places in New England: «Lo mismo que una
reunión de la aldea... cada uno tira para su lado. ¡Y qué maravilla lo bien que ha salido!» La verdad es que uno se
pregunta si le habrían gustado algunas de esas grabaciones, tan tersas y perfectamente coordinadas, que hoy

14
Charles E. Ives, op. cit., p. 132.
15
John Cage, «Two Statements on Ives», en A Year From Monday, Londres, Calder & Boyars, 1968, p. 40.
16
Charles E. Ives, Memos, ed. John Kirkpatrick, Londres, Calder & Boyars, 1973, pp. 100, 135, 44.

7
hacen directores e instrumentistas de la misma variedad superstar que aquellos que en su momento dictaminaron
que su música era imposible de tocar, y que por su misma eficiencia técnica están regresando al promedio de la
música europea, y despojando a la de Ives de aquel espíritu aventurero que le era tan caro.
En la multiplicidad de sus fuentes, desde Beethoven a las melodías folklóricas norteamericanas, la himnodia
gospel y el ragtime, en la proteica variedad de sus estilos musicales, desde la armonía tonal lisa y llana (que él
consideraba como sólo uno de un número infinito de medios expresivos) a la poli tonalidad, el polirritmo y el
polimetro, la música proto-serial y la música espacial, Ives introdujo en la música occidental algo completamente
nuevo, que se ha convertido en un factor cada vez más importante en ella, y especialmente para aquellos
norteamericanos que lo sucedieron. En la música europea sólo tenemos un atisbo de esta cualidad omnímoda en
la obra de Mahler, y en la famosa observación que éste hizo a Sibelius: «Una sinfonía debe ser como el mundo:
¡debe contenerlo todo!» En la música de Ives, realmente, la obra de arte se convierte no en una mera expresión de
la naturaleza o de una actitud ante ella, sino en una parte de la naturaleza, tan incorporada al fluir del tiempo
como puede estarlo una roca o un árbol. Lo mismo que un objeto natural, no contiene un significado, sino
muchos; la extracción del significado exige más esfuerzo al oyente, pero la música le permite adentrarse en ella
para encontrar su propio significado, según cuáles sean los aspectos a que prestemos atención, en vez de esperar a
que se lo presenten ya confeccionado. Es esto lo que dice, por ejemplo, de las piezas que él llama Tone Roads:
Tone Roads son calles que conducen a derecha e izquierda —«F. E. Hartwell & Co., Gents' Furnishings»— al comienzo
mismo de una tarde deportiva. Si a veces caballos y carros pueden ir por calles diferentes (la que va por la colina, la calle
fangosa, la recta, la empedrada) al mismo tiempo, y finalmente llegan a la Galle Mayor, ¿por qué los diferentes instrumentos no
pueden andar por sus diferentes pentagramas? Los carros y la gente y las calles están todos en el mismo pueblo; andan por el
mismo barro, respiran el mismo aire, sienten la misma temperatura, van al mismo lugar, hablan (a veces) la misma lengua...
pero no todos van por la misma calle, sino cada uno por la suya, para cada conductor cada viaje es diferente, diferentes las
personas, diferente el bolo que cada uno rumia, no todos rumian en la tonalidad de Do, es decir, no todos en la misma
tonalidad... ni dan el mismo número de pasos por milla... Por qué no puede cada uno, si le apetece hacer el intento, andar por
las carreteras-pentagramas de la música, oyendo cada uno el camino sonoro que recorre el otro en su «viaje», en el mismo
pueblo de sonidos fundamentales... y sin embargo diferentes, cuando piensa uno en dónde está George ahora, allá abajo en la
ciénaga, mientras tú te encuentras en la montaña de Tallcot... y cuando el sol se ponga ya estaréis todos en la Calle Mayor 17 .

Y en otro pasaje de Memos habla de la estructura de una pieza y comenta: «Tal vez esta no sea una manera
bonita de escribir música, ¡pero es una manera! ¿Y quién sabe cuál es la única manera realmente bonita?» 17.
En su multiplicidad, Ivés reúne muchos hilos de la música norteamericana y, desde allí donde estuvieron
sumergidos y desdeñados durante más de un siglo, los lleva a la superficie. Celebra el hecho de que lo que las
gentes toquen o canten no sea necesariamente lo mismo que ellos creen estar tocando o cantando, y reconoce su
derecho a tocar o cantar como se les ocurra; es más, dada la actitud correcta en el oyente, el resultado puede ser
tan hermoso como una ejecución musical más precisa o sujeta a una disciplina más formal.
Ives da la impresión de no haber pensado jamás seriamente en irse a estudiar a Europa; los que antes o
después que él lo hicieron, por más «norteamericanos» que se creyeran, volvieron imbuidos de actitudes eu-
ropeas. La música de Aaron Copland, Virgil Thomson, Roy Harris y hasta la de Elliot Cárter y Milton Babbitt
sigue siendo música europea de concierto con cierto acento norteamericano, no muy diferente de la música
nacionalista de concierto de compositores del siglo XIX, como Smetana, Dvorak o Greig, cuyos acentos
nacionales (y esto no significa negar sus muchas virtudes, e incluso su genio) no pasan de ser dialectos del poli-
glotismo europeo prevaleciente. De la generación que le siguió, sólo Henry Cowell mostró algo de la tendencia de
Ives a experimentar sin inhibiciones con el sonido, libre de todo preconcepto armónico. Las primeras piezas para
piano de Cowell, donde el autor usaba tone-clusters [racimos de sonidos] (una expresión que, de hecho, él
inventó) y pulsaba y frotaba las cuerdas, bien pueden haber sido ingenuas (algunas se publicaron siendo Cowell
aún adolescente), pero su espíritu era el mismo que en el siglo XVIII había animado a los tunesmiths y se orienta
a la liberación de la naturaleza íntima de los propios sonidos. Por más que su obra posterior recaiga en la
modalidad europea del concierto —aunque con un toque exótico—, Ivés ya había descubierto recursos nuevos e
importantes, y como director de la revista New Music llegó a ser, como lo expresa John Cage, «el sésamo ábrete
para la nueva música en Norteamérica... Como de una cabina telefónica eficiente, de él se podía conseguir
siempre no sólo la dirección y el teléfono de cualquiera que estuviera trabajando activamente en música, sino
también una información imparcial sobre lo que esa persona estuviera haciendo. No le interesaba (como tampoco
le interesaba a Várese) lo que a muchos les parecía la única cuestión de importancia: si había que seguir a
Schoenberg o a Stravinsky» 18 . Y este último punto es importante, ya que el propio Cage sólo en su madurez ha
llegado a entender —una comprensión oscurecida por el hecho de que ambos compositores residían en los
Estados Unidos, Schoenberg desde 1934 y Stravinsky desde los años cuarenta— que esencialmente ninguno de
los dos músicos tiene nada que ver con el crecimiento de una tradición musical auténticamente norteamericana.
De hecho, es en la música y en los escritos de Cage donde finalmente se ve con claridad las tendencias que
hemos observado a lo largo de los trescientos cincuenta años de la historia de la música norteamericana. Parece
que su primer enfrentamiento con los conceptos europeos de la armonía se produjo cuando Cage estaba
estudiando con Schoenberg, de todos los compositores del siglo XX el más comprometido con su condición de eu-
ropeo. Y lo cuenta como si para él no estuviera clara la importancia del episodio, un hecho que da testimonio,
aunque quizá inconsciente, de lo que sentía. Después de haber estado cinco años estudiando con Schoenberg, el
maestro le dijo que para escribir música hay que tener sentido de la armonía. «Yo le dije», relata Cage, «que yo no
tenía el menor sentido de la armonía. El me respondió entonces que siempre tropezaría con un obstáculo, que
sería como si llegara a una pared que no fuera capaz de atravesar. "En ese caso", le respondí, "consagraré mi vida a
darme de cabeza contra esa pared"» 19 . Desde su propio punto de vista, y desde el de la tradición europea,
naturalmente, Schoenberg tenía razón, pero de hecho Cage no sentía semejante necesidad; al seguir adelante

17
Charles E. Ives, Memos, ibíd, pp. 63-4.
18
John Cage, Silence, The Wesleyan University Press, 1961, Calder & Boyars,
19 John Cage, op. cit., p. 261.

8
como si los conceptos occidentales de armonía y las ideas de tiempo lineal y de climax con ellos asociadas jamás
hubieran existido, ha encontrado en el ritmo el principio de organización para el cual había servido la armonía
en la música occidental tradicional. «Me parecía que los sonidos, incluso los ruidos, tenían cuatro características
(altura, volumen, timbre y duración), en tanto que el silencio sólo tenía una (la duración). Por eso organicé una
estructura rítmica basada en la duración, no de las notas, sino de los espacios en el tiempo... Es análoga al Tala
(método rítmico) indio, pero tiene la característica occidental de un comienzo y un final» 20 . Aquí parecería que la
primera oración aproximara a Cage a la posición de Webern en los años treinta; las dos últimas subrayan la
distancia a que, de hecho, se encontraba de aquella posición.

En efecto, es raro que una pieza de Cage se desarrolle, es raro que evolucione hacia ningún tipo de climax o
de apoteosis; se mueve más bien dentro de lo que en la teoría estética india se conoce como «emoción per-
manente» (una antigua obra teórica enumera como emociones la Heroica, Erótica, Maravillosa, Jubilosa, Odiosa,
Temerosa, Colérica y Afligida), es decir, un único estado emocional que persiste durante toda la pieza. Para
algunos, esta música puede ser aburrida; muchos sienten que, una vez dicho lo que tenía que decir, no tiene
mucho sentido seguirla. Virgil Thomson, por ejemplo, dice que «las obras de Cage tienen cierto interés intrínseco
y mucho encanto, pero después de pasados unos minutos, muy poco gancho. No parecen pensadas para mantener
la atención y, en términos generales, no la mantienen» 21 . Este es el veredicto de un compositor occidental
acostumbrado al concepto de la música como drama, pero es probable que sea además una crítica justa; podría ser
que, como solía decirse de Berlioz, Cage no haya tenido, simplemente, suficiente talento para su genio.

Cage ha llevado la negación del espíritu europeo más allá de un simple rechazo de la armonía, y ha intentado
eliminar tan completamente como sea posible la imposición de la voluntad del compositor a los sonidos, una
actitud para la cual encuentra justificación en sus estudios del budismo zen. Su renuncia a la armonía «y a su
efecto de fundir los sonidos en una relación fija», su deseo de dejar que los sonidos, simplemente, «sean ellos
mismos», de refrenarse para no imponerles ningún orden externo, es claramente anarquista (recordemos que el
término «anarquismo» no es sinónimo de «caos», sino que indica más bien un estado en que los hombres no
necesitan leyes impuestas desde afuera), una metáfora de una sociedad potencial que, hasta ahora, pocos europeos
se han atrevido a imaginar. Su negativa a imponer su voluntad a los sonidos lo ha llevado a su conocido uso de
operaciones aleatorias, ya sea tirando dados, consultando el I-Ching, el Libro de las mutaciones chino o, más
recientemente, recurriendo a los ordenadores; intenta «disponer mis medios de composición de manera tal que
yo no tenga ningún conocimiento de lo que podría suceder... Me gusta pensar que estoy fuera del círculo de un
universo conocido, ocupándome de cosas de las que literalmente no sé nada» 22 . Cage consideraría que la crítica
de Boulez, hecha desde su punto de vista de europeo auténtico, para quien esos procedimientos no hacen más que
encubrir «debilidades en los métodos de composición con que se trabaja» 23 , no es aplicable a él, ya que si los
métodos de composición están diseñados para ayudar al compositor a que someta los materiales sonoros a su vo-
luntad, la ausencia de todo deseo de hacerlo así reduce a tales métodos a la condición de superfluos.
El uso de operaciones aleatorias tiene aún otra consecuencia: que uno acepta la validez de cualquier sonido
que le proponga el azar, sin imponer ningún juicio de valor. «Los juicios de valor son destructivos para nuestra
verdadera actividad, que es la curiosidad y la conciencia. ¿Cómo vamos a utilizar esta situación si estamos en ella?
Esa es la cuestión» 24 , dice Cage, y cita el aforismo hindú: «Imitad a las arenas del Ganges, que no se deleitan en el
perfume ni se horrorizan de la inmundicia.» E insiste: «Por qué perdéis vuestro tiempo y el mío intentando llegar
a juicios de valor? ¿no sabéis que cuando llegáis a un juicio de valor, eso es todo lo que tenéis?» 25
Es verdad que la costumbre europea de resolverlo todo con juicios de valor impregna nuestro pensamiento en
una medida de la que apenas si nos damos cuenta. Tenemos la cabeza llena de jerarquías; entre los compositores,
por ejemplo, estamos acostumbrados a pensar primero en Bach y Beethoven, tal vez en Mozart (la jerarquía
difiere en el detalle entre los individuos, pero en sus líneas generales está clara), con Brahms y Haydn quizá un
poco por debajo de ellos, y después seguir descendiendo por Chaikovsky, Schumann, Delibes hasta, pasando por
Chaminade y Ketélby, terminar en la señora de al lado, que compone cancioncillas. Esta manera de pensar está
emparentada con el valor asignado al objeto artístico, y no al proceso creativo, ya que una vez que se asigna un
valor al objeto artístico, lo que naturalmente se pregunta es qué valor. Parte del razonamiento que fundamenta la
frecuente negativa de Cage a dar a sus obras una forma definitiva, y su manera de valerse del azar y de la
indeterminación, es el deseo de preservar en la mayor medida posible el arte en cuanto proceso, no sólo para el
intérprete, sino incluso para el oyente. «En vez de ser un objeto hecho por una persona, el arte es un proceso
puesto en movimiento por un grupo de personas. El arte es algo social. No es alguien que dice algo, sino gente
que hace cosas, dando a todos (incluso a los que intervienen) la oportunidad de tener experiencias que de otra
manera no habrían tenido» 26 . Por eso, al menos en muchas de sus últimas obras, Cage presenta la estructura,
pero deja que el intérprete la rellene a su manera con los materiales reales. Por eso, también, el caos aparente de
esas obras «multi-media» que se ejecutan simultáneamente en varios medios de comunicación, como HPSCHD,
tiende a permitir que el oyente atribuya su propio significado a la pieza, en vez de ofrecerle un significado «de
confección». Cage establece una antítesis interesante entre «emerger» y «penetrar». «Cuando algo emerge», dice,

20 John Cage, «On Earlier Pieces», en Richard Kostelanetz (ed.), John Cage, Londres, Alien Lañe The Penguin Press, 1971, p.
11127.
21 Virgil Thomson, Twentieth-Century Composers I: American Composers Since 1910, Londres Weidenfeld & Nicholson,
1970, p. 76.
22 John Cage, op. cit., p. 146.
23Pierre Boulez, «Alea», fiad, inglesa de David Noakes y Paul Jacobs, Perspectives
of New Music, vol. 3, núm. 1, otoño-invierno 1964, pp. 42-53.
24 Citado en Richard Kostelanetz, op. cit., p. 196.
25 Citado en Richard Kostelanetz, ibíd., p. 21.
26
John Cage, A Year Prom Monday, Londres, Calder & Boyars, 1968, p. 151.

9
«todos oímos la misma cosa, pero cuando la penetra, cada uno oye lo que sólo él puede oír» 27 . Otra vez dio esta
respuesta tajante a un entrevistador que decía percibir un sentido de lógica y de cohesión en una de sus piezas
indeterminadas: «Esa lógica no la puse yo ahí, sino que fue el resultado de operaciones aleatorias. La idea de que
sea lógica se le ocurre a usted» 28 .
Con Cage parecería, pues, que se hubiera completado la emancipación de la dimensión dramática, de la
tensión y el dominio de la voluntad que son características de la música europea, pero sin embargo, una duda se
mantiene: la simple negativa a hacer ningún tipo de juicio de valor, la aceptación sin cuestionamiento alguno de
cualquier sonido que se produzca (cosa que, es menester decirlo, nos obliga a veces a aceptar sonidos bastante
atroces) se basa en una interpretación quizá demasiado fácil de la doctrina zen en lo tocante al arte. Señala Alan
Watts: «Incluso en la pintura se considera que la obra de arte no representa la naturaleza, sino que es, ella misma,
obra de la naturaleza.» Hasta ahí vamos bien, pero continúa: «Esto no significa que las obras de arte zen queden
libradas al mero azar... Lo importante es más bien que para el zen no hay dualidad, no hay conflicto entre el
elemento natural de azar y el elemento humano de control. Los poderes constructivos de la mente humana no
son más artificiales que la acción formativa de las plantas o de las abejas, de modo que desde el punto de vista del
zen no es contradictorio decir que la técnica artística es disciplina en la espontaneidad, y espontaneidad en la
disciplina» 29 . Ni siquiera sus peores enemigos acusarían de falta de disciplina a Cage; sin embargo, negar la
realidad del valor es simplemente continuar discurriendo sobre el valor en el mismo nivel en que se lo ha venido
haciendo desde Aristóteles. Lo que se necesita es un concepto nuevo del valor, que trascienda el pensamiento
jerárquico de Occidente, y esto es lo que Cage, con toda la magnitud de sus logros, con toda la nueva libertad que
ha aportado a las formas del pensamiento musical, no ha conseguido establecer.
Desde Cage, sin embargo, la armonía tonal ya no ha sido una preocupación para los músicos norteamericanos
cuyo pensamiento no se ajusta al de Europa. La música norteamericana no necesita seguir proclamando su
independencia, que puede darse ya por sentada en la medida en que los músicos de Estados Unidos componen sus
propios modelos de la sociedad potencial, que poco deben a los precedentes europeos. Una vez más debo subrayar
que este capítulo no pretende ser una revisión exhaustiva de la música de aquel país, sino que intenta
simplemente ofrecer una interpretación de ciertos aspectos de dicha música a la luz de las ideas presentadas en
los capítulos anteriores, y en particular a la luz del ideal de libertad individual sobre el cual se edificó aquella
república. Sin dejar de tener esto presente, consideremos ahora a sólo cuatro músicos cuya obra está imprimiendo
al escenario musical norteamericano de hoy mucha más vivacidad de la que se observa en su contraparte europea.
El lenguaje puede haber cambiado, pero la visión de la sociedad potencial está tan presente como siempre.
Parece que la principal preocupación de estos músicos fuese la proyección de los sonidos en el tiempo, la
exploración amorosa de la naturaleza íntima de los sonidos, en un mundo donde las estructuras que los contienen
carecen relativamente de importancia, lo que de hecho es una inversión completa de la estética de la música
clásica europea. La antítesis aparece nítidamente expresada en un diálogo, consignado por el pianista John
Tilbury, que supuestamente tuvo lugar entre Morton Feldman y Stockhausen:
Karlheinz Stockhausen: Morton, ya sé que tú no tienes ningún sistema, pero ¿cuál es tu secreto?
Morton Feldman: Dejar en paz a las notas, Karlheinz, no andar violentándolas.
Karlheinz Stockhausen: ¿Ni tan siquiera un poquito? 30 .

Feldman, quien reconoce que Cage le dio en sus comienzos «permiso para confiar en sus instintos», toma los
sonidos, por así decirlo, y al mostrárnoslos suscita en nosotros placer y admiración. Los sonidos que él nos
presenta son generalmente calmos y discretos, cambian con delicadeza y crean una sensación de inmovilidad y de
paz. El orden temporal de los sonidos apenas si tiene importancia, de modo que los conceptos convencionales del
tiempo musical nada significan; uno siente que si fuera posible, Feldman ofrecería simultáneamente toda la pieza.
También a La Monte Young le interesa la exploración de la naturaleza íntima de los sonidos. Recuerda que en
su infancia le fascinaba el sonido del viento en los cables del teléfono, y dice: «Hacia 1956 noté que me interesaba
más escuchar acordes que melodías. Dicho de otra manera, me interesaba más la concurrencia o la simultaneidad
que la secuencia» 31 . El resultado de ese interés fue, por ejemplo, Composition 1960 No. 7, que consiste en la
instrucción «Si y Fa sostenido. Sostener durante largo rato», y la composición, larguísima, The Tortoise, His
Dreams and Journeys, donde «Young y tres colegas más salmodian un acorde abierto de duración
intrínsecamente infinita, amplificado a tal punto que causa dolor de oídos. Las ejecuciones en público suelen
consistir en dos sesiones, cada una de casi dos horas de duración, en una habitación a oscuras iluminada sólo por
proyecciones de pattern-art» 32 . La música de Young tiene, pues, poco que ver con escuchar en el sentido
tradicional que el término tiene en Occidente, y mucho con la absorción en los rituales intemporales del budismo
y el lamaísmo. La longitud extrema del tiempo que dura cada sonido es vital para percibir cada matiz de su
naturaleza; así como el etólogo debe sentarse a esperar largo tiempo que la comunidad viviente se le revele, se
puede considerar la música de Young como una etología del sonido, una observación de los sonidos cuando se les
permite ser ellos mismos, sin estar sujetos a formas determinadas por la voluntad humana.
También Steve Reich, durante mucho tiempo socio y amigo de Young, es un observador del comportamiento
de los sonidos, pero no de sonidos estacionarios, sino que van cambiando gradualmente desde adentro, siguiendo
su propia evolución natural. Sus composiciones, como él mismo dice, son literalmente procesos, que acontecen de
manera sumamente gradual, muy semejante a la forma en que crecen las plantas. Es frecuente que uno no alcance
a percibir el proceso como tal; solamente se da cuenta de que se ha producido un cambio. Reich compara estos

27
John Cage, ibid. p. 39.
28
John Cage, nota en la funda de la grabación de Fontana Mix, Turnabout TV 340468.
29
Alan Watts, The Way of Zen, Hardmonsworth, Pelican Books, 1962, p. 193.
30
John Tilbury, articulo sin título en Ark, núm. 45, invierno 1969, p. 43.
31 La Monte Young y Marion Zarzeela, Selected Writings, Munich, Hainer Friedrich, 1969, sin ind. pág.
32
Richard Kostelanetz, en La Monte Young y Marion Zarzeela, ibid., sin ind. pág.

10
procesos con «llevar hacia atrás un columpio, soltarlo y observar cómo gradualmente se inmoviliza; dar vuelta un
reloj de arena y fijarse cómo ésta va deslizándose lentamente hacia abajo; poner los pies en la arena, al borde del
mar, y observar, sentir y escuchar cómo poco a poco los entierran las olas» 33 . Por más fascinantes que sean para
una mente dispuesta a quedarse mirando cómo suceden, estos procesos no tienen esencialmente nada de
dramáticos, como no lo tiene la música de Reich, que un oído acostumbrado a los violentos contrastes dramáticos
de la música clásica podría desdeñar por monótona. Una pieza se compone generalmente de un material rítmico y
melódico muy limitado, tocado por varios ejecutantes (o, en las primeras piezas, por varios magnetófonos)
ligeramente fuera de fase entre ellos, de manera que el material revela continuamente nuevas relaciones
gradualmente cambiantes consigo mismo, lo que sin pausa crea melodías y pautas rítmicas nuevas y fascinantes.
La música no es difícil de tocar en función de las notas reales, que suelen ser simples repeticiones de las pautas
melódicas, pero tocar todos el mismo motivo a velocidades ligeramente diferentes, pero perfectamente
controladas, es una tarea que exige una intensa disciplina y meses de ensayo para cada pieza. Reich ha reunido un
grupo de músicos que han llegado a establecer esa especie de virtuosismo social, más que individual, que quizá
sea el fruto más importante de su período de estudio con un maestro del tambor en Ghana. Para el oyente, la
naturaleza de los procesos en curso es siempre clarísima; a diferencia de la música armónico-tonal o de la serial,
ésta no guarda secretos. Como dice Reich en el mismo artículo: «Todos escuchamos juntos el proceso, que es
perfectamente audible, y una de las razones de que lo sea es que se da en forma sumamente gradual. Jamás me ha
atraído el uso de recursos estructurales ocultos. Hasta cuando todas las cartas están sobre la mesa, y cuando todo
el mundo oye lo que está sucediendo en un proceso musical, quedan misterios suficientes para satisfacer a todos.
Son misterios impersonales, impensados, subproductos psico-acústicos del proceso, que pueden incluir melodías
secundarias que se oyen dentro de la repetición de las pautas melódicas, efectos estereofónicos debidos a la
situación del oyente, ligeras irregularidades en la interpretación, armónicos, diferencias de tonos, etc.»32.
Hasta la fecha, la obra más vasta y más ambiciosa de Reich es Drumming, para tambores afinados,
glockenspiels y marimbas, en la que cantantes, silbadores y flautín dibujan las pautas melódicas que están
implícitas a medida que los disciplinadísimos intérpretes van poniéndose en fase o saliéndose de ella durante la
ejecución; para mí, la primera vez que esta pieza fue interpretada en Londres, en 1972, significó una experiencia
musical jubilosa y de suma belleza. Reich tiene el don de crear situaciones en las que, a medida que los sonidos se
despliegan siguiendo las reglas de su propia evolución, generan continuamente pautas hermosas e interesantes sin
la intervención manifiesta de la voluntad del compositor. En su exploración de los sonidos hay una apertura y
una compleja simplicidad equiparables al funcionamiento de la propia naturaleza.
La música de Terry Riley, un californiano amigo de Young y de Reich, transcurre en un ámbito sonoro
similar; inicialmente impresionó a un público bastante amplio, por lo menos en este país [Inglaterra], con In C
[En Do], donde una cantidad indeterminada de instrumentistas interpretan unos cincuenta fragmentos melódicos
cortos, todos ellos diatónicos, en la tonalidad de Do; cada músico toca cada fragmento tantas veces como quiere
antes de pasar al siguiente, y lo que da unidad rítmica a la ejecución es un Do que se repite rápidamente en el
registro alto del piano. El resultado es una música sumamente agradable, que suena bastante parecida a la de
Reich, pero que se rige más bien por el capricho de los ejecutantes que por la lógica interna de los sonidos; como
música, es menos rigurosa, más atrayente y quizá, en última instancia, menos satisfactoria que la de Reich. Sus
obras posteriores incluyen cintas sin fin y sistemas de realimentación, a veces con mecanismos internos de
retardo; el sonido es relajado, cambia muy lentamente y sumerge profundamente al oyente en la percepción de
los sonidos como tales.
Las ideas de Cage se han ido desarrollando de estas y de otras maneras, que quizá en cuanto a sus resultados
puramente musicales sean más accesibles a un oído independiente que las del propio Cage. En este compositor ha
existido siempre una fuerte vena didáctica, e incluso dogmática; a veces se tiene la impresión de que algunas
piezas fueron compuestas más bien para demostrar algo que como fruto de un auténtico impulso estético en
ningún sentido tradicionalmente comprensible de la palabra, y es frecuente que, tras haber oído la pieza, uno ya
no sienta verdadero deseo de oírla otra vez; el punto está demostrado, la idea ha quedado entendida, y no parece
que haya necesidad de repetir la experiencia.
Tal vez haya aquí un paralelo con el movimiento moderno en la pintura norteamericana, que recientemente
Tom Wolfe analizó con considerable ingenio en un artículo, considerándolo no como la consecuencia de un im-
pulso estético, sino como una reacción ante una teoría del arte, propuesta generalmente por un crítico.
«Francamente, hoy por hoy, si no hay una teoría que lo explique, no puedo ver un cuadro» 34 , dice, y sugiere, sólo
a medias en broma, que cuando en el año 2000 se presente en el Museo de Arte Moderno la gran exposición
retrospectiva del arte norteamericano entre los años 1945-1975, las piezas consistirán en enormes ampliaciones
de los comentarios críticos, acompañadas, a modo de ilustraciones, por reproducciones minúsculas de los cuadros.
Cage no siempre consigue esquivar la trampa de la pieza compuesta para ejemplificar un punto referente a la
percepción, el sonido, el silencio o la sociedad. Sin embargo, si la música ha de ser algo vivo, el Arte —digámoslo
parodiando a Billings— debe adelantarse a bocetar la obra, que ya vendrá luego la Teoría a pulirla.
Por eso es posible que, pese a la capacidad de las ideas de Cage para escandalizarnos y alterar nuestros
preconceptos, con el tiempo llegue a ser una figura mucho más preñada de significado la de Harry Partch, nacido
en 1901 y que apenas si mereció cuatro líneas en una historia, publicada hace unos diez años, de la música en los
Estados Unidos; su muerte, a fines de 1974, pasó casi inadvertida en la prensa musical, por no hablar de la prensa
a secas. Si lo comparamos con los músicos africanos y balineses que estudiamos en el capítulo 2, será visible que,
con todos sus valiosísimos estudios de los modos musicales no europeos, Cage sigue estando muy atado a la
cultura occidental urbana, y que su discurso sigue ajustándose a las condiciones de la tradición occidental de
concierto. Más que ningún otro músico del siglo XX, es Partch quien representa un auténtico reto a aquella
tradición, y un reto que no se genera en el despreocupado optimismo de Cage (quien parece seguir pendiente de
la seductora chifladura tecnológica de Buckminster Fuller y de las pesadillas conductistas de B. F. Skinner), sino

33
Steve Reich, Writings About Music, Londres, Universal Edition, 1974, pp. 9-10.
34 Tom Wolfe, «The Painted Word», Harper's and Queen, febrero 1976, pp 70-96.

11
en los modos antiguos, universales y perpetuamente nuevos del teatro ritual. «La obra que he estado haciendo
durante muchísimos años», dice Partch, «halla muchos paralelos en las actitudes y las acciones del hombre
primitivo, que encontraba la magia del sonido en los materiales comunes que había a su alrededor. Después
procedió a construir el vehículo, el instrumento, tan hermoso visualmente como le era posible. Finalmente,
cultivó la magia del sonido y la belleza visual en sus palabras y experiencias cotidianas, en su ritual y en su teatro,
para así asignar más significado a su vida. Tal es mi trinidad: la magia sonora, la belleza visual, la vivencia del
ritual» 35 .

De hecho, quizá haya sido Partch el primer músico occidental que trascendió las limitaciones de la tradición
del concierto, o al menos señaló una posible manera de lograrlo. Y no sólo es único por la forma cabal y explícita
que asume su rechazo de la música clásica europea, un rechazo más completo que el de Cage, e incluso que el de
ningún otro desde Billings y los tunesmiths de Nueva Inglaterra, sino también porque triunfó en su intento de
erigir ante ella una alternativa viviente, surgida no de la teoría (aunque estuviera bien fundada en la teoría, al
venir después del hecho creativo), sino de «un ardor acústico y un fervor conceptual» 35, es decir, del impulso
creativo fundamental. En un solo capítulo, vigorosamente escrito, de su libro Génesis of a Music (Origen de una
música), Partch recorre la totalidad de la música de Occidente, desde Terpandro en el 700 a de C. hasta hoy, y
encuentra que en ella falta lo que él llama corporeidad, esa cualidad de ser «vital para un momento y un lugar,
para un aquí y ahora»35, de ser «emocionalmente táctil». Encuentra que la abrumadora mayoría de las
composiciones musicales occidentales, entre ellas casi todas las de la tradición posrenacentista (tiene una lista
interesante de honorables excepciones, que incluye a la Camerata florentina y a Monteverdi, a Berlioz,
Mussorgski, el Mahler de Das Lied von der Erde, el Debussy de Pelléas et Mélisande, el Pierrot Lunaire de
Schoenberg —pero nada más de él— y Satie) se pierde irrecuperablemente en la abstracción, en la negación del
ser físico del hombre. En cambio, «estamos reducidos a especializaciones —un teatro del diálogo, por ejemplo, y
un concierto musical sin drama alguno— que son mutilaciones básicas de un antiguo concepto. Mi música es
visual, es corpórea: aural y visual...»35. Partch ve en el desarrollo de la polifonía, de la armonía tonal y de las
grandes formas abstractas que sobre ellas se basan, una deformación de la realidad esencial de la música, que es la
creación de lo mágico: y tal como él lo ve, la principal portadora de esa magia es la voz humana, que encarna la
palabra.
Por eso su música está compuesta centrándose en la voz humana y en la palabra, lo que naturalmente quiere
decir en el teatro. Sus obras son casi exclusivamente grandes dramas musicales, un teatro de mimos, de farsa y
danza, de vocalización y gritos, que tiene una relación obvia con los grandes dramas tradicionales de Japón, de
Grecia antigua, de Java y de Bali; en una palabra, de cualquier lugar donde los hombres no se hayan olvidado de
representar ritualmente los mitos que fundamentan su vida. Si esto fuera todo, poco tendría Partch que
reivindicar como originalidad, ya que muchos músicos occidentales han buscado nueva inspiración en las mismas
fuentes. Pero él ha ido más lejos. En su intento de trascender la escala temperada con sus doce intervalos iguales e
igualmente desafinados (en su opinión totalmente artificial e inaceptable), construyó una escala diferente, basada
en la simple entonación con intervalos acústicos naturales, que comprende no menos de cuarenta y tres notas en
la octava y cuyos intervalos se derivan todos de la quinta y de la tercera naturales, lo que no sólo permite un
concepto más rico de la armonía, que poco tiene que ver con la música armónico-tonal europea, sino que
constituye también una fuente melódica tremendamente enriquecida, que puede aproximarse a la sutileza de
inflexiones de habla cotidiana. Como dice Peter Yates:
Con una escala de intervalos tan sutilmente divididos, hablar precisando exactamente la altura y la intensidad se vuelve tan
fácil como cantar. La artificialidad del recitativo desaparece... Mediante el uso de la escala de cuarenta y tres tonos se crea, en
cambio, un campo continuo de relaciones melódicas y armónicas entre los grados de la expresión vocal hablada, entonada,
salmodiada, cantada, melismática y gritada, un espectro tonal que colma la brecha existente entre la colaboración vocal de la
ópera y el teatro hablado 36 .

¿Cómo hacer que la melodía hablada de cuarenta y tres notas por octava, aunque la pudieran entonar
cantantes sensibles, se adaptara a los instrumentos, cuando todos los instrumentos de la tradición occidental están
construidos para una especificación de sólo doce notas? He aquí el problema con que se encontró Partch, y que
resolvió con la simplicidad del genio: inventando y construyendo sus propios instrumentos. Durante más de
cuarenta años, diseñó y construyó casi treinta instrumentos nuevos, no menos atento a la belleza visual que a la
auditiva, por no hablar de la considerable imaginación verbal de que hizo gala al bautizarlos. Partch ha
inventado, probablemente, más instrumentos nuevos que Adolph Sax, pese a lo cual él mismo se describe,
modestamente, «no como un constructor de instrumentos, sino como un músico de inclinación reflexiva que se
ha dejado seducir por la carpintería» 37 . Los instrumentos son principalmente de cuerda, para ser pulsados con los
dedos o con plectro, y presentan con frecuencia una disposición tridimensional de las cuerdas, pero hay también
variaciones de la marimba y del xilofón, y adaptaciones de instrumentos más convencionales, como el armonio y
la viola (posteriormente, Partch llegó a encontrar ejecutantes de instrumentos de viento que eran capaces de
tocar su escala), y —aparte la belleza y el carácter expresivo de sus sonidos— desde el punto de vista conceptual
representan un reto no menos importante que el de la propia música. En primer lugar, en vez de ser producidos
en masa de acuerdo con especificaciones convencionales, fueron hechos a mano por el propio compositor para
que se adaptaran a sus fines: por ende, no existe más que una sola colección de instrumentos, y si uno quiere oír
la música de Partch y ver sus dramas, tiene que recurrir a ellos. En segundo lugar, los instrumentos desempeñan
un papel tan importante como los actores en la obra dramático-musical; Partch especificó que debían estar bien a
la vista de los espectadores, como parte de la puesta en escena, y que los músicos que los tocaran debían
participar sin restricciones en la acción dramática.

35
Harry Partch, Genesis of a Music, Nueva York, Da Capo Press, 2.' ed 1974 p. viii.
36
Peter Yates, Twenty century music, Londres, Allen & Unwin, 1968, p. 127.
37
Harry Partch, comentario registrado en el disco Delusion of the Fury, Columbia MS 30576.

12
Además, no se considera que la construcción de los instrumentos sea una tarea que, por necesidad, hay que
cumplir antes de que se pueda pasar a la verdadera actividad musical, sino que se la ve como parte esencial del
proceso musical, tal como le sucede a cualquier músico africano: su música necesita sus instrumentos. Y si bien
muchos de los instrumentos de Partch, construidos de madera, el más bello de todos los materiales, son tan
hermosos y tan dramáticos en su apariencia como en su calidad sonora, y representan el triunfo de la ebanistería,
otros constituyen triunfos del bricolaje: están hechos de viejas cápsulas de proyectiles («Mejor es usarlos así que
para destrozar las carnes de los jóvenes en el campo de batalla») 38 , bombillas de luz, jarras de Pyrex, tapacubos y
otros desechos de la sociedad tecnológica, materiales todos que están al alcance de cualquiera que tenga la
imaginación suficiente para percibir sus posibilidades. Partch no estaba en contra de la tecnología; muchos años
de trabajo manual le habían infundido la prudencia necesaria para no caer en esa trampa. Su actitud hacia los
instrumentos de música se parece a la de Robert Persig hacia el arte del mantenimiento de la motocicleta. Dice
Partch:
Los músicos, que generalmente son torpes con las herramientas comunes, esperan, sin embargo, una perfección impecable
de sus instrumentos. Pero los instrumentos son artilugios mecánicos, y sería saludable que quienes los usan cultivasen las
habilidades elementales que exige su mantenimiento. En particular, la capacidad elemental de afinar su instrumento es de
importancia suprema para el músico, y de su cultivo se derivaría seguramente una comprensión más profunda... Los
instrumentos no se mantienen solos, y mucho menos con el desgaste, y en ocasiones el maltrato (que yo mismo estipulo) a que
los somete la práctica diaria. Y la belleza de su apariencia no es el elemento menos importante de este mantenimiento,
puesto que ellos forman, casi siempre, parte de la puesta en escena 39 .

En la música y en los escritos de Partch, y sobre todo en sus instrumentos, tenemos una visión de un arte
musical comunitario, y de una técnica que se humaniza en virtud del elemento de compromiso y de cuidado.
Aquí el compositor —o cualquier otro hacedor— no se limita a producir un bien para que otros lo consuman,
sino que es el líder y el que marca el ritmo de la actividad común. La música occidental podría aprender de la
música de Partch, y dar un importante paso que la aproximara a reunirse con la comunidad musical de la raza
humana.
A Partch le gustaba citar unos versos escritos por un niño:
Once upon a time

There was a little boy

And he went outside 40 *.

Esta capacidad infantil (que no es lo mismo que pueril) de «irse afuera» ha sido, desde sus primeros
momentos, un rasgo recurrente en la música norteamericana y, más aún, en la cultura norteamericana, y a pesar
de recientes desastres y traiciones, no ha dejado de ser característica de la escena contemporánea. Esto no
equivale a negar que existe, y siempre ha existido, una fuerte contracorriente que sigue la dirección de Europa y
del conformismo con las reglas europeas, una música cuyo formalismo académico es tan estricto como el que se
practica en Europa, e incluso más.
Y no es nada sorprendente que así sea: los Estados Unidos han sido siempre un país de extremos, tanto en el
conformismo como en el inconformismo.
Y en el grupo de los inconformistas nadie, ni siquiera Cage, ha demostrado tanta integridad, tanto humor,
tanta determinación ni tan hermosa y pura musicalidad como Partch, con su asombrosa capacidad de «irse
afuera» (donde en gran medida sigue estando, por lo que se refiere a la música generalmente aceptada e
institucionalizada tanto en Europa como en los Estados Unidos), y para proponer con toda naturalidad y sin
jactancia alguna relaciones nuevas, tanto en el dominio social como en el musical, que permitan trabajar sin las
restricciones de «todas las reglas estrictas, áridas y artificiales que siempre se han prescrito». Si la música de los
Estados Unidos lleva en sí la posibilidad de convertirse en una fuerza regeneradora de la música occidental en su
sociedad y de facilitar el advenimiento de un estado que, por más que desde hace tiempo se le desee y se le venga
anunciando a ambos lados del Atlántico, todavía está por llegar, entonces a la música y a la personalidad —
simple, compleja, elocuente y tierna— de Harry Partch les corresponderá un importante papel en la concreción
de tal acontecimiento.

38
Citado en Jonathan Cott, op. cit., p. 196.
39
Harry Partch, op. cit., p. 196.
40 Citado en Harry Partch, op. cit., p. xiii.
* “Una vez había un niño que se fue afuera” (N de la T.)

13

Você também pode gostar