Escolar Documentos
Profissional Documentos
Cultura Documentos
Él no mide sus fuerzas, ni siquiera ahora que tiene más de cincuenta; los
años han pasado raudos desde aquella tarde, han pasado para los dos, pero
él sigue siendo de algún modo aquel joven que jugaba básquet y trabajaba
en el centro de estudiantes, una combinación que a ella le pareció
enseguida irresistible. El seguía siendo, y era de agradecer, aquel muchacho
que había conocido en el Moderno, el que vivía con dos amigos en un
cuchitril frente a la cancha de Belgrano, estaba a punto de recibirse y quería
hacer cine en los barrios. Seguía siendo y no aquel muchacho que no pudo
terminar la carrera porque un día llegaron los militares al cuchitril donde
vivía, preguntaron quién era Humberto Rosales y lo metieron ocho meses
adentro; meses que parecen, ahora, en estas vidas que llevan más de cinco
décadas, nada. Ocho meses y él salió y fue otro, porque el mundo era otro,
silencioso era el mundo, y la Escuela de Cine había cerrado y ya no le
importaba a nadie el cine en los barrios, ni importaba la nouvelle vague, ni
parecía aceptable que, como en aquella película francesa, un marido tuviera
una amante. Entonces ellos se abrazaron con desesperación, se cobijaron
en una casa en las afueras de la ciudad, él consiguió un trabajo como
viajante de comercio, al poco tiempo nació Pablo, fue corriendo la vida de
todos los días y cada cosa sucedió como tenía que suceder.
Han tomado un desvío y se internan ahora por un camino de ripio que parte
en dos un bosque de pinos. No ha pasado mucho rato desde que pararon a
comprar el queso y el pan, cuando se cruza por el camino un zorro. Todavía
se ven zorros por aquí, dice ella y él aprovecha para hacerle notar que
algunas cosas siguen siendo como antes. Pone su mano sobre la de él,
algunas cosas siguen siendo como eran. Puede dar una rápida mirada hacia
el costado y darse cuenta de que hay seres que sufren más que otros, ella
tiene ciertos bienes y sabe que sin esos bienes no sentiría esta felicidad
que ahora siente. Sabe también que lo que siente por este hombre que la
acompaña, este hombre con el que ha tenido hijos, con el que ha andado un
camino, con el que todavía, pese a los cuerpos que se gastan, hace el amor,
excede esos bienes que poseen y se derrama hacia algo interior que va más
allá de los objetos que compraron y de la familia que han construido. La
felicidad es un estado, sí, como la angustia, depende en última instancia de
la relación de cada uno consigo y es alcanzable, ahora lo sabe, de eso está
segura, sólo en la madurez. Ella ha llegado a este punto como si se hubiera
jubilado de algo, de los dolores de la vida o de sus pequeñas corrosiones.
Como si se hubiera relajado, ahora que los hijos están finalmente bien,
ahora que él ya no se irá de su lado ni ella tendrá que morir para dejarle el
lugar a nadie, ahora que ha pasado la necesidad de retenerlo y entonces
puede permitirse, por qué no, una cierta beatitud. Han tomado un camino
estrecho, un recoveco de bosque, y después un sendero que desemboca en
el arroyo, casi a la altura del puente colgante, y deciden bajar. Lo cierto es
que hace tiempo que ella ha decidido aceptar la vida tal como es, ha
resuelto ser feliz. Quizás por eso, consecuencia de eso, están ahora los dos
en un buen momento, tienen otra vez tiempo para ellos, están transitando
cierta felicidad.
Salen a caminar, las zapatillas haciendo crujir las hojas. La luz filtrándose
entre las ramas que caen hacia el río, la luz manchando el río. ¡Qué otoño!,
dice ella. Caminan de la mano los dos como la tarde en que se conocieron,
caminan hacia el puente colgante como caminaban entonces hasta el
bodegón mendocino, comprendiendo que en el futuro de aquel ayer estaba
esta tarde, este remanso para dos. No alcanzo a ver en qué momento me
volví vieja, dice ella. Pero él no escucha, la detiene, le dice que la quiere
como siempre. Después caminan por el bosque, sin hablar casi, seguidos por
la música que hacen las hojas, hasta que avanza la tarde y piensan en
volver. Quiero una foto de esta tarde, dice ella. El desenfunda la máquina, le
pide que se acerque al arroyo. Sobre aquella piedra, dice ella y avanza sobre
el río, haciendo equilibrio entre las piedras más pequeñas, hasta llegar a la
piedra grande. ¿Aquí está bien?, pregunta. Ahí, ahí, dice él, justo cuando ella
trastabilla y cae de un modo absurdo, un resbalón imprevisible sobre la
piedra. Cae sin un quejido siquiera, sobre las piedras pequeñas, sobre el
agua.