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Diego M. Papayannis*
Entre los trabajos que significaron la consagración de la moderna filosofía del derecho
privado, podemos hallar Risks and Wrongs (1992) de Jules L. COLEMAN y The Idea of
Private Law (1995) de Ernest J. WEINRIB2. El primero es la culminación de una
exploración filosófica que COLEMAN comenzó a mediados de los 70 y abarca desde una
teoría política y una concepción del contrato, basada en la teoría de la elección
racional, hasta una concepción puramente deontológica del derecho de daños. Esta
última parte, la relativa a la responsabilidad extracontractual es la que obtuvo mayor
atención en la literatura3. A diferencia de COLEMAN, WEINRIB presentó –por primera vez–
un modelo sistemático en el cual la lógica interna de interacción entre los participantes
*
Profesor Agregado de Filosofía del Derecho e Investigador de la Cátedra de Cultura Jurídica,
Universidad de Girona.
**
Profesor de Teoría del Derecho y Derecho Privado, Facultad de Derecho, Universidad Adolfo Ibáñez.
Estudiante de Doctorado en Derecho, Universidad de Girona.
1
Respecto de la filosofía del derecho privado, pueden consultarse los trabajos de GORDLEY, 2006; LUCY,
2007; PEREIRA, 2017: 193-261; y ZIPURSKY, 2004: 623-655.
2
Ambas obras son parte de la colección Filosofía y Derecho de Marcial Pons. La versión en castellano del
trabajo de COLEMAN está disponible con el título Riesgos y daños (2010) y la de WEINRIB con el título La
idea de derecho privado (2017).
3
Sobre el impacto de la teoría de COLEMAN, puede consultarse PAPAYANNIS, 2013.
1
resulta central tanto en la explicación como en la justificación de las distintas esferas
del derecho privado. Sin embargo, ninguna de estas obras focalizó su interés
exclusivamente en la filosofía del derecho contractual4.
Es de destacar que la filosofía del contrato tiene una historia intelectual que precede a
estas obras fundamentales recién mencionadas. En efecto, los antecedentes más
importantes se remontan incluso a la década del 30, con los artículos de Lon L. FULLER y
William PERDUE, que aunque no son trabajos de filosofía de los contratos han tenido
una notable influencia en la reflexión filosófica5. Posteriormente, aparecen ya libros
completos con gran profundidad teórica como The Death of Contract (1974) de Grant
GILMORE; The Rise and Fall of Freedom of Contract (1979); Promises, Morals, and Law
(1981); Essays on Contract (1986) los tres de autoría de Patrick F. ATIYAH y,
especialmente, Contract as Promise (1981) de Charles FRIED6. Esta última obra es
crucial para el desarrollo de la perspectiva de KIMEL en su teoría del contrato. Según se
verá, se aboca a analizar la tesis según la cual los contratos son promesas –como se
desprende ostensiblemente de FRIED y, en parte, de ATIYAH– y arroja un puñado de
consideraciones que contribuyen a clarificar y desafiar dicha conexión.
En el grupo de cuestiones que están ahí discutidas pueden apuntarse, al menos, las
siguientes: (i) ¿en qué consiste el contrato?; (ii) ¿cómo se justifica la obligatoriedad del
vínculo contractual?; y (iii) ¿cómo se justifica la práctica social de contratar?7 KIMEL, por
su parte, responde estas preguntas intentado ofrecer una particular teoría liberal del
contrato, con sus propios compromisos y matices. No siempre es sencillo deslindar
estas tres preocupaciones en los distintos trabajos de la filosofía del derecho de
contratos, pero podrían delinearse como sigue: (i) versa sobre de la identidad filosófica
de la figura contractual, su relación con otras figuras e instituciones, los principios a los
cuales responde y su evolución contemporánea. Se trata, en breve, de determinar qué
es lo característico del contrato en comparación con otros tipos de acuerdos
interpersonales como las promesas. (ii) Busca examinar el fundamento del pacta sunt
servanda, en cuya virtud las partes deben cumplir las obligaciones que hayan
acordado. Aquí resulta también esencial la referencia a las promesas, puesto que
parece insoslayable considerar qué incidencia tiene una teoría sobre el deber de
cumplir las promesas para definir la fuerza vinculante del contrato. (iii) Indaga las
razones conforme a las cuales es pertinente legitimar la vigencia de la práctica de
contratar en la sociedad, reforzando así el valor de preservarla.
Como se verá más adelante, en el abordaje de KIMEL las preguntas (i) y (iii) están
íntimamente ligadas, ya que parte de lo que resulta distintivo de los contratos es lo
4
Para el significado, contenido y propósitos de la filosofía del contrato, véase EISENBERG, 2001: 206-264;
FEINMAN, 1989: 1283-1318; KRAUS, 2004: 687-751; POSNER, 2005: 138-147; y SCHWARTZ y SCOTT, 2003: 541-
619.
5
FULLER y PERDUE, 1936: 52-96; y 1937: 373-420.
6
Recientemente, FRIED publicó una segunda edición de Contract as Promise (2015), que es la que
citamos en este estudio introductorio.
7
En relación con la ambición desplegada por la filosofía del derecho contractual en orden a construir
teorías del contrato generales y universales, véase, BIX, 2017: 391-402. Una taxonomía de los tipos de
teorías del contrato se encuentra disponible en SMITH, 2004: 4-6.
2
que él identificará como su valor intrínseco, y este valor esclarecerá por qué el tipo de
práctica contractual que normalmente se encuentra presente en las sociedades
liberales debe ser mantenido y fomentado. El problema (ii), por su parte, no es
formulado explícitamente por KIMEL, aunque, como mostraremos en el apartado 5,
aporta elementos más que suficientes para articular una respuesta a esta pregunta
básica.
8
La influyente obra de Charles FRIED, El contrato como promesa, ya citado en la nota 6, inaugura esta
línea de investigación.
3
promesas debe explicar, adquiere la obligación de hacer φ9. Para nuestros propósitos
no es necesario tomar partido sobre cómo es posible que alguien genere para sí mismo
una obligación que antes no existía por el hecho de manifestar su voluntad de
asumirla. Aunque diremos algo al respecto en el apartado 5, por ahora basta con
apreciar el hecho trivial de que el acto de contratar implica el acto de prometer y, por
ello, reflexionar sobre la naturaleza de las promesas bien puede resultar ineludible al
momento de estudiar el contrato.
El problema obvio que esta teoría debe enfrentar es que no toda promesa perfecciona
un contrato, es decir, un acuerdo de voluntades jurídicamente exigible, susceptible de
ser ejecutado mediante la coerción estatal. Existen innumerables promesas en las
cuales las partes no tienen la intención de crear obligaciones jurídicas. Por otra parte,
la ejecución judicial de toda promesa sería tanto como legislar la virtud10. En efecto,
ningún sistema conocido establece la exigibilidad jurídica de cualquier promesa, y es
de sentido común rechazar una regulación semejante. Hay infinidad de promesas de
cuya importancia para nuestras relaciones con otros no dudaríamos y que, pese a ello,
a nadie se le ocurriría que deberían gozar del respaldo coercitivo que sí tienen los
contratos. Por todo ello, se ha sostenido que el enfoque en las promesas confunde dos
cuestiones: 1) ¿en qué condiciones las personas adquieren el deber moral de cumplir
con la palabra empeñada?; y 2) ¿en qué condiciones puede emplearse la fuerza para
obligar a un individuo a que cumpla su promesa o pague una indemnización?11 La
teoría moral de las promesas, por sí misma, es incapaz de fundamentar esto último.
Sobre esta base, Randy BARNETT ha sugerido que el fundamento de la obligatoriedad
del contrato no debe buscarse en la institución de las promesas sino en el
consentimiento de quedar jurídicamente vinculado12.
9
Para una panorámica de los problemas filosóficos en torno a las promesas, puede consultarse
SHEINMAN, 2011: capítulo 1, en especial pp. 6 y 16.
10
Véase BARNETT, 1992: 1025.
11
Véase BARNETT, 1992: 2024.
12
Véase BARNETT, 1986: 166; 1992: 1027-1028.
13
Véase FRIED, 2015: 151.
4
ha de defenderse, so pena de circularidad, con bases independientes de la fuerza
vinculante de las promesas. En este sentido, no es claro que la respuesta de FRIED
supere totalmente el problema. Esto, sin embargo, no tiene por qué llevarnos al
rechazo de la teoría del contrato como promesa. Todavía podría defenderse que es
una teoría correcta, aunque incompleta. Los contratos son promesas y algo más.
Estudiar las promesas todavía sería imprescindible para entender los contratos, pero
en ningún caso suficiente.
Más allá de quién tenga razón en esta disputa, es innegable que entre las promesas y
los contratos existe una fuerte vinculación conceptual. La promesa es una condición
necesaria del contrato, en la medida en que resulta imposible, como hemos dicho,
contratar sin formular una promesa. Así, los contratos constituyen una subespecie de
las promesas, es decir, son aquellas promesas respecto de las cuales está justificado el
uso de la fuerza pública. Y, ¿cómo pueden variar las consecuencias de una promesa, de
modo que ejecutar por la fuerza ciertas promesas sea admisible en algunos casos, e
improcedente en otros? La cuestión es sencilla. Puede aceptarse sin mayor
controversia que los actos de incumplimiento de una promesa no son todos
igualmente graves, y por tanto no justifican el mismo tipo de reacción. Incumplir una
promesa de intentar organizar una cena en casa para nuestros colegas del trabajo
puede ser reprochable, pero mucho más grave es incumplir la promesa hecha a un
amigo que está postulando a una plaza en nuestra misma universidad de redactar una
carta de recomendación confidencial antes de que acabe el término de presentación, o
incumplir la promesa de entregar 10.000 kilos de café colombiano a la cadena de
cafeterías que ya nos pagó una buena cantidad de dinero por ello. Algunos
incumplimientos son más graves que otros y justifican distintas reacciones, llegando
incluso a resultar apropiado que se nos impongan medidas de cumplimiento forzoso o
la obligación de indemnizar las pérdidas causadas en el último caso (mas,
seguramente, ninguna de estas medidas esté justificada en los anteriores).
Sea como fuere, esta concepción de los contratos y su relación con las promesas
asume que los contratos son la versión jurídica de la misma institución de las
promesas. Existen las promesas y existen los contratos, que son promesas con
respaldo estatal, pero promesas al fin. La clave para distinguir entre los contratos y las
promesas, entonces, está en una indagación sobre la justificación política de aplicar la
coerción estatal para la ejecución de algunas de las promesas que las personas se
realizan en sus interacciones privadas.
KIMEL se resiste a suscribir esta reconstrucción teórica, pues considera que en lugar de
iluminar la naturaleza del contrato nos hace perder de vista algunas de sus
características más valiosas y distintivas. En los términos que hemos explicado más
arriba, los contratos son promesas. Sin embargo, no sería acertado asumir sin más que
el derecho puede agregar (aun justificadamente) la coerción estatal a ciertas promesas
sin alterar de manera sensible su naturaleza meramente promisoria y, con ello, el
sentido habitualmente atribuido a los actos realizados en cumplimiento de un contrato
en comparación con el atribuido al cumplimiento de una promesa. Permítasenos
explicar esta cuestión.
5
Las promesas y los contratos, ambas instituciones, son capaces de cumplir una función
de coordinación. Las personas pueden alcanzar acuerdos sobre sus acciones futuras a
fin de cooperar para el desarrollo de planes de vida complejos tanto mediante el uso
de las promesas, como mediante la celebración de contratos. Si Olympia necesita que
su hijo Aléxandros refuerce sus clases de lógica para el examen de la semana próxima
tiene varias opciones, dos de las cuales son especialmente interesantes para nuestros
fines: 1) puede contratar a un profesor particular para que le imparta algunas
lecciones; o bien 2) puede pedir a su vecino Petros, conocido por su afición a la lógica,
que le oriente en la resolución de ejercicios los días previos al examen. La mera
aceptación del pedido por parte de Petros no constituye necesariamente una promesa,
pero si Olympia quisiera tener un reaseguro de que Petros cumplirá su palabra, podría
preguntarle «¿me lo prometes?», eliminando así cualquier duda sobre si se ha
asumido o no un compromiso genuino.
En casos como este, el contrato y la promesa son dos maneras de llegar al mismo
resultado. En el contrato hay un intercambio explícito, mientras que las promesas lo
más probable es que sean altruistas o que el intercambio se produzca a largo plazo, en
el curso de la relación de vecinos mediante otro favor que Olympia realizará a Petros
(seguramente, por razones de buen gusto, sin reconocer explícitamente que se trata
de una compensación por el favor anterior). Sin embargo, que algunos fines puedan
conseguirse indistintamente mediante promesas o contratos no significa que los
contratos y las promesas cumplan siempre la misma función, ni que ambas
instituciones sean igualmente eficaces en todos los contextos. Así, habrá ocasiones en
que pedir una promesa o sugerir que se celebre un contrato puede estar fuera de
lugar. Entre personas que tienen una relación muy estrecha a veces pedir que se
celebre un contrato puede constituir una ofensa. Ello en tanto las relaciones
personales funcionan sobre la base de la confianza en la otra parte, y en ese contexto
una promesa debería bastar. Las promesas canalizan esa confianza preexistente hacia
los distintos acuerdos y entendimientos en el marco de la relación. No siempre se
tiene el mismo grado de confianza en todas las personas con las cuales se mantiene
una relación personal, pero alguna confianza debe normalmente tenerse para que el
acto de prometer sea una opción viable (p. xx)14. El contrato, por su parte, ofrece una
garantía adicional de cumplimiento, puesto que otorga al acreedor eventualmente
decepcionado un conjunto de remedios jurídicos para exigir, incluso mediante el uso
de la fuerza, que se haga lo pactado o se pague una indemnización sustitutoria. Buscar
esa garantía adicional que brindan los contratos expresa que la confianza que se
supone que existe en una relación personal no es tal y, justamente por ello, resulta
ofensivo.
Como observa KIMEL, este problema no es exclusivo de los contratos, puesto que el
carácter ofensivo de la propuesta puede trasladarse también a algunos casos de
promesas (p. xx). Si una persona le pide a su pareja que le prometa que no le
engañará, ni escapará con su dinero, estaría expresando una desconfianza hacia la otra
parte que es impropia en las relaciones de pareja (el caso paradigmático de relación en
14
Las referencias a la obra de KIMEL se realizan señalando directamente en el texto principal la página
correspondiente a esta traducción que aquí se presenta.
6
que las partes actúan siempre teniendo en cuenta el bienestar del otro). Por ello, pedir
un reaseguro transmite la idea de que uno no confía en que el otro obre por las
razones que normalmente rigen este tipo de relaciones, lo que afecta la percepción
que podemos tener sobre cuán consolidados estamos realmente como pareja. No
obstante, que las promesas resulten o no apropiadas entre personas que tienen una
relación estrecha depende crucialmente del objeto de la promesa. En tanto no se trate
de algo que va de suyo que la otra parte ya tenía razones para hacer, la promesa
puede ser un modo adecuado de obtener un reaseguro. Así, por ejemplo, no resulta
ofensivo que una persona pida a su pareja la promesa de que abandonará ciertos
hábitos poco saludables, como comer hamburguesas, o que incorporará más verduras
en su alimentación. Aun cuando todas las personas tengamos razones para llevar
adelante una dieta sana, no existe una obligación de hacerlo, y mucho menos una
obligación debida a la otra parte de la pareja.
A la vez, las promesas también parecen tener un encaje poco natural entre personas
que no se conocen previamente. Ello es así porque la promesa, como dijimos, invoca
cierta confianza en el destinatario, y al aceptarla también se expresa cierta confianza
en el emisor. De ahí que prometer algo a un completo extraño, o pedirle que nos
prometa algo, puede resultar un tanto forzado. Esto no significa que las promesas
entre extraños sean del todo imposibles, sino que no son el caso paradigmático de
promesa (p. xx). Aun cuando sea inusual en la práctica, una de las consecuencias de
prometer entre extraños es que una vez que la promesa es formulada, aceptada por la
otra parte y cumplida, las personas en cuestión dejan de ser totalmente extrañas entre
sí. El destinatario de la promesa, al aceptarla, expresa cierta confianza en el otro, y el
promitente al cumplirla expresa, a su vez, respeto y deferencia por el destinatario. Ello,
en alguna medida, los acerca en términos personales (p. xx).
Todo esto no debería sorprendernos, pues las promesas son las piezas fundamentales
con las cuales se construyen relaciones personales. Es difícil ver cómo uno podría forjar
una relación de amistad sin haber nunca prometido nada explícita o, al menos,
implícitamente al otro. Las promesas contribuyen a potenciar las relaciones personales
justamente por el valor expresivo de los actos de formulación, aceptación y
cumplimiento. En todas estas etapas se invoca primero la confianza del otro. Prometer
es una forma de decir «confía en mí, no te defraudaré»15, por lo tanto, se dice algo
sobre la clase de persona que uno es (la clase de persona que no defraudará las
expectativas creadas por la promesa). Luego, en la aceptación, se expresa que uno está
dispuesto a correr el riesgo de ser defraudado por el otro. Esa asunción de riesgo
expresa una confianza en el otro, y un interés en mantener una buena relación
personal en el futuro. Finalmente, el cumplimiento expresa que uno toma en serio los
intereses de quien nos otorgó esa confianza. Al cumplir, además, uno se vuelve
confiable o más confiable que antes.
Este valor de las promesas debe ser claramente distinguido de su valor puramente
instrumental, como dispositivo o mecanismo facilitador de la interacción y la
coordinación con otros. El valor que tienen las promesas al potenciar o fomentar las
15
Véase SCANLON, 1998: 306.
7
relaciones personales es un valor que KIMEL denomina intrínseco, puesto que se logra
fundamentalmente a través de los actos de prometer (p. xx).
En marcado contraste con lo que ocurre normalmente con las promesas, los contratos
sí son apropiados entre extraños. Es más, para la mayoría de las personas, el contrato,
sus formalidades y resguardos adicionales, son innecesarios en contextos de cercanía
personal. El hecho de que los contratos sean jurídicamente ejecutables agrega algo
que las promesas son incapaces de ofrecer, justamente por el carácter informal de
estas últimas. Para realizar negocios con desconocidos y, en especial, negocios
complejos que requieren grandes inversiones (y conllevan riesgos importantes), y cuya
distribución de excedentes depende de un buen número de contingencias inciertas, las
promesas simplemente no serán una opción viable. Los contratos, por su formalidad,
rigurosa estipulación y, sobre todo, la garantía de cumplimiento por medio de la
fuerza, son capaces de establecer un marco en el cual dos personas que no se conocen
bien o que carecen de fundamentos para confiar en las cualidades personales del otro
puedan contratar e, incluso, hacerlo sobre temas complejos.
Ahora bien, dado que esta particularidad de los contratos facilita la interacción
interpersonal allí donde las promesas dejan de ser una opción atractiva, podría
pensarse que los contratos como institución son una versión más sofisticada de las
promesas, pero que se encuentran en un continuo con ellas. Ya vimos que en
relaciones íntimas tanto las promesas como los contratos pueden ser inapropiados. A
la vez, en relaciones de cercanía moderada, las promesas permiten coordinar bien a las
personas, y en relaciones entre extraños las promesas suelen ser estériles, mientras
que no así los contratos. De algún modo, el contrato ofrecería un recurso exógeno a la
relación entre las partes (la coerción estatal) que les ayuda a gestionar la confianza en
situaciones en las cuales sencillamente no puede tenerse una expectativa fundada en
que el otro actuará por las razones correctas16. La coerción, sin embargo, nos permite
confiar no en que el otro actuará por las razones correctas, sino en que actuará
racionalmente. La confianza que se requiere en las promesas es una confianza
personal, que radica en las cualidades morales de la otra parte. En cambio, la confianza
que facilita el contrato no es una confianza en la persona sino en su prudencia
(racionalidad y autointerés): dado que los mecanismos de ejecución harán que el
deudor esté peor incumpliendo que cumpliendo, uno puede tener la expectativa de
que cumplirá.
Este análisis es correcto en cuanto a la función instrumental del contrato. Sin embargo,
la idea de que el contrato es esencialmente el mismo tipo de práctica que la promesa
debe ser puesta en duda. La coerción mejora la performance de los acuerdos entre las
personas allí donde la confianza personal se agota, es decir, mejora la interacción y
cooperación interpersonal; mas esta mejora viene con un coste añadido. Los contratos
ya son incapaces de fomentar las relaciones personales del mismo modo en que lo
hacen las promesas. La presencia de la coerción estatal en el trasfondo de toda
relación contractual priva a los actos de formulación, aceptación y cumplimiento de la
promesa de su significado manifestado en términos de confianza y respeto mutuo. En
16
Véase COLEMAN, 1992: 145 y ss.
8
la medida en que la amenaza de ejecución forzada esté allí presente, uno no puede
pensar que la formulación de una promesa contractual conlleve una invocación de la
confianza personal. La invocación «confía en mí, no te defraudaré» bien puede recibir
como respuesta «lo sé… pues sería insensato de tu parte enfrentarte a las
consecuencias jurídicas del incumplimiento». A la vez, la aceptación de la promesa
contractual no puede expresar una confianza en el otro: a la aserción «confío en ti» le
acompaña un escepticismo del tipo: «pues hasta donde puedo ver, solo confías en mi
racionalidad, ya que siempre podrás ejecutar el contrato forzosamente». Por último, el
acto de cumplimiento no es capaz de expresar un genuino respeto por el otro, ya que
el acreedor siempre puede pensar: «no sé si cumples porque me respetas o porque
tienes temor a las consecuencias previstas por el derecho contractual».
En definitiva, los contratos carecen del valor intrínseco de las promesas. Esto podría
llevarnos a pensar que, aunque los contratos son una institución más sofisticada a los
fines de lograr una mejor interacción interpersonal, son moralmente menos valiosos,
dado que carecen de un valor intrínseco. Aquí es donde la tesis de KIMEL cierra un
círculo perfecto entre las funciones instrumentales de las promesas y los contratos y
sus respectivos valores intrínsecos. KIMEL defiende que los contratos tienen su propio
valor intrínseco, que es uno diametralmente opuesto al valor de las promesas.
Mientras que las promesas fomentan las relaciones personales, los contratos sirven
para mantener un distanciamiento personal, si las partes así lo desean (p. xx).
Precisamente porque en el marco de la relación contractual ninguno de los actos que
se desarrollan tiene el significado moral que tendría bajo una promesa, los contratos
permiten que las partes se relacionen, hagan negocios y planes a largo plazo sin la
necesidad de cultivar ninguna relación personal entre ellas. Este valor es de capital
importancia en términos de maximización de la autonomía personal. Los contratos nos
permiten interactuar sin desarrollar lazos personales o afectivos con otras personas. A
la vez, también nos permiten desarrollar lazos personales cuando sería difícil de hacer
si no fuera porque una parte de nuestras expectativas están mediadas por el contrato
y no por nuestra relación personal. Las partes que realizan negocios podrían tener
reticencias para desarrollar relaciones de amistad por temor a que las cosas pronto se
confundan y lo que una espere de la otra ya no dependa de los términos acordados
sino de la relación personal que se ha generado. El contrato, como instrumento
formal, con un carácter regulativo muy técnico, sirve para mantener el distanciamiento
en lo que hace al objeto del contrato (el negocio en concreto), y ello permite a las
partes avanzar en el plano personal sin preocuparse de que las cosas vayan a
confundirse en el curso de la relación. En todo momento las partes son conscientes de
que el contrato regula un aspecto de su relación de manera excluyente. En lo que hace
al negocio, la última palabra la tiene el contenido del contrato, y la relación personal
desarrollada al margen no podría intentar socavar esa base sin socavarse a sí misma.
Ello en tanto quien apela a la relación de amistad para intentar eludir sus obligaciones
contractuales previas muestra que tal vez la relación de amistad no es genuina.
En conclusión, mientras que las promesas nos acercan a la otra parte, los contratos nos
permiten mantener una sana distancia, si así lo deseamos; y en este sentido ambas
instituciones ofrecen valores instrumentales e intrínsecos perfectamente
complementarios entre sí. Por ello, interpretar que los contratos son meramente la
versión jurídica de las promesas resulta profundamente desorientador.
9
3. Un punto de encuentro entre las teorías morales del contrato y el análisis
económico del derecho
KIMEL sugiere al pasar que su teoría podría suponer un punto de encuentro entre las
concepciones morales del contrato y el análisis económico del derecho (p. xx). No se
ocupa en esta obra, ni se ha ocupado en obras posteriores, de desarrollar este punto y,
por ello, vale la pena detenerse a reflexionar de qué modo ambas teorías pueden
llegar a convivir pacíficamente a partir de la propuesta de KIMEL.
Como es bien conocido, el análisis económico de los contratos puede asumir una
metodología descriptiva o normativa. En su faz descriptiva, se trata de determinar qué
incentivos ofrecen las reglas para el comportamiento eficiente. Asumiendo que las
personas son medianamente racionales y que persiguen su propio interés, ¿cómo
actuarán en el contexto normativo definido por el derecho de los contratos? En su
vertiente normativa, en tanto, se propone que el derecho debe ser eficiente, y para
ello ha de resolver ciertos problemas que impiden que se celebren tantos intercambios
como las partes deseen celebrar.
Como todo intercambio voluntario implica que ambas partes estarán mejor luego de la
transacción, los intercambios deben ser fomentados. Y el derecho contractual puede
fomentar los intercambios ofreciendo soluciones para todos los problemas de
incertidumbre que pueden desalentar la contratación17. Pero generar incentivos para
que las partes contraten no es el único propósito que un buen derecho contractual
debería perseguir. Muchas veces, los contratos no resultan como las partes pensaron.
En ese caso, el derecho contractual debería promover que se cumplan los contratos
solo si ello es eficiente, y alentar que se incumplan en caso contrario18. Aquí es donde
las teorías morales entran en conflicto con la vertiente normativa del análisis
económico del derecho. Si los contratos tienen necesariamente un componente
17
Para una buena explicación de las funciones económicas del derecho de los contratos, véase POSNER,
2014: 95 y ss.
18
BIRMINGHAM, 1970: 284.
10
promisorio, entonces, un derecho contractual que incentiva el incumplimiento en
ciertos casos es un derecho que promueve el incumplimiento de promesas.
Situación 1: luego de la firma del contrato, pero antes de su ejecución, los costes de
producción se elevan a 130. ¿Debe cumplirse este contrato? Malena sin dudas
preferirá indemnizar a Aléxandros, pagándole 30 de indemnización (lo que obtendría si
el contrato se cumpliese, es decir, 120 – 90), antes que producir a un coste de 130 y
recibir un precio de 90. El cumplimiento le causaría una pérdida de 40, mientras que la
indemnización le cuesta 30. A su vez, en ausencia de costes de transacción, Aléxandros
debería ser indiferente al cumplimiento o la indemnización de los daños y perjuicios.
Estos dos ejemplos muestran que el cumplimiento forzoso del contrato es una mala
idea, puesto que impide en la situación 1 minimizar pérdidas a Malena, y a su vez
impide en la situación 2 maximizar ganancias para Malena y Olympia. Mejor es, a la
vista de estos ejemplos, que el derecho permita a las partes «salirse» del contrato a
condición de que paguen la indemnización de perjuicios correspondiente.
Esta idea, que en la literatura es conocida como la teoría del incumplimiento eficiente,
ha sido vista tradicionalmente en franca oposición con las visiones morales. En efecto,
un derecho que alienta el incumplimiento de la palabra empeñada, aun cuando ordene
una compensación para el acreedor, es un derecho en un sentido inmoral19. Un
derecho que permite a las partes desentenderse de sus compromisos pagando un
precio sustitutivo convierte a toda promesa contractual en un deber alternativo de
cumplir o indemnizar, a voluntad del deudor; y ello se da de bruces con la fuerza
normativa de la promesa, ya que si uno promete hacer φ, debe hacer φ y fin de la
historia. Esto no significa que el deber de cumplir una promesa sea inderrotable.
Ciertamente, uno puede incumplir una promesa justificadamente. Pero las razones de
autointerés, al estilo «me resulta más conveniente en términos económicos incumplir
19
Sobre esta base, Seana SHIFFRIN (2007: 715, 717-719, 732) critica duramente el derecho contractual del
common law.
11
e indemnizar», difícilmente cuenten como una razón moral capaz de contrarrestar las
razones que derivan de la promesa. Una verdad evidente acerca de las obligaciones
(morales o jurídicas) es que si las tenemos ellas no dependen de nuestros intereses20.
20
HART, 1994: 87.
21
KRAUS, 2001: 422-423.
22
Véase KRAUS, 2001: 425.
12
interpretación se infiere del hecho de que un contrato que garantizase la prestación en
todos los casos tendría un precio más alto23.
Este argumento, aunque sumamente lúcido, tiene algunos problemas que no podemos
analizar aquí en profundidad. En primer lugar, no se define con precisión qué se
entiende por «contratante sofisticado». ¿Es un contratante perfectamente racional y
bien informado, con experiencia en el comercio? Si fuera algo parecido a esto, como
mucho MARKOVITS y SCHWARTZ podrían justificar que el incumplimiento deliberado del
contrato, seguido de la correspondiente indemnización, no es inmoral en un
subconjunto de contratos: aquellos en los cuales las partes son sofisticadas en este
sentido específico. Por otra parte, como bien han señalado algunos críticos, MARKOVITS
y SCHWARTZ no ofrecen ninguna evidencia empírica a favor de esta interpretación del
consentimiento general que se adscribe a los contratantes sofisticados, según el cual
pactan siempre una obligación alternativa de cumplir o indemnizar; y sin esta
evidencia, el argumento se torna meramente especulativo27.
23
MARKOVITS y SCHWARTZ, 2011: 1978.
24
Véase CRASWELL, 1988: 642; KLASS, 2014: 380.
25
Si el remedio fuese el cumplimiento específico, ante la aparición de un tercer contratante dispuesto a
pagar un precio mayor, el vendedor para liberarse del contrato original debería negociar con el
comprador una salida del contrato, y para ello ofrecerá parte de las ganancias del nuevo contrato.
26
MARKOVITS y SCHWARTZ, 2011: 1957 y ss.
27
KLASS (2012: 147) apunta que las partes sofisticadas dominan la técnica de la redacción de contratos
de modo que cuando quieren acordar una obligación alternativa con la forma «hacer φ o indemnizar»
normalmente lo hacen. BROOKS, a su turno, presenta una objeción similar contra la literatura que
13
Así las cosas, las propuestas de acercamiento o compatibilización provenientes del
análisis económico no resultan del todo plausibles. KIMEL, en cambio, justifica el
remedio indemnizatorio, en lugar del cumplimiento específico, con un argumento
deontológico. Si hubiera razones morales para propiciar un remedio contractual
distinto del cumplimiento específico, entonces, como mínimo tendríamos una feliz
coincidencia entre la teoría moral del contrato y las teorías económicas del
incumplimiento eficiente. Pero hay más que eso. Vamos por partes.
interpreta las promesas contractuales en términos de obligaciones alternativas. Ni siquiera cuando las
partes explicitan cuál será la indemnización en caso de incumplimiento ello indica necesariamente que
el contrato consiste en realizar la prestación o indemnizar. Véase la explicación completa en BROOKS,
2006: 588-589.
28
MILL, 2003: 80.
14
4. Derecho contractual y relaciones personales
En el apartado anterior, intentamos mostrar de qué manera la teoría de KIMEL permite
tender un puente entre las teorías morales y las teorías económicas del contrato. Sin
embargo, el camino no está exento de dificultades. Existe una razón por la cual el
puente tendido podría ser menos sólido de lo que hemos sugerido y ello, aunque no
refuta la tesis central de KIMEL sobre la naturaleza y el valor de los contratos, sí nos
obliga a realizar algunos matices.
Comencemos por una cuestión menos importante, respecto de la cual KIMEL mismo
ofrece una respuesta explícita. El problema puede ser formulado de la siguiente
manera: si el valor de recurrir a un contrato antes que a una promesa radica en el
distanciamiento personal que posibilita la primera de estas alternativas a diferencia de
la segunda, ¿por qué los individuos prefieren contratar con personas en las cuales
tienen una confianza no trivial, es decir, personas respecto de cuyas cualidades
morales tienen alguna creencia fundada?
Hay dos respuestas para esto. En primer lugar, el mundo real difiere del mundo ideal,
en tanto la práctica judicial hace que los remedios sean menos efectivos de lo que
sería deseable. Cuando una parte incumple un contrato, el remedio indemnizatorio
tarda en llegar y habitualmente deja al acreedor en una posición peor de lo que estaría
en caso de que se hubiese cumplido el contrato. En segundo lugar, aun cuando los
remedios contractuales tuviesen una efectividad del ciento por ciento, tanto en la
celeridad de la ejecución como en garantizar exactamente el valor de lo contratado,
siempre es mejor hacer las cosas amigablemente (p. xx). Ahora bien, el hecho de que
el mundo real tenga estos defectos, muestra que cuando los contratos funcionan como
se supone que deberían funcionar, la confianza personal en las cualidades morales de
la otra parte se vuelve cada vez más irrelevante. Un derecho contractual ideal
permitiría a las partes contratar aun en ausencia total de dicha confianza, y esto es
importante porque ilumina dos características esenciales de los contratos: por un lado,
permiten el intercambio entre extraños y, por otro, permiten el distanciamiento
porque no dejan margen para la expresión de deferencia y respeto en el desarrollo del
plan contractual.
La segunda cuestión, de mucha más incidencia, tiene que ver con la existencia de lo
que Ian MACNEIL ha llamado «contratos relacionales»29. Los contratos relacionales son
los que no se limitan al mero intercambio económico entre las partes, sino que
dependen del desarrollo de relaciones de cooperación y, por ende, confianza entre
ellas. A diferencia de los contratos discretos, los contratos relacionales trascienden el
marco meramente transaccional, surgiendo entre las partes normas de conducta
derivadas de, y para regimentar, su propia cooperación. Esas normas son sensibles a
las expectativas generadas, a la confianza depositada por los contratantes y a la idea
de que ellas comparten (y no meramente dividen o reparten) los excedentes de sus
empréstitos30. Los contratos relacionales son paradigmáticamente los que requieren
una continuidad a lo largo del tiempo, o una relación de cercanía o conocimiento
29
MACNEIL, 1974: 720 y ss.
30
MACNEIL, 1974: 782 y, especialmente, 791; 1981: 1025, 1031 y ss.
15
mutuo importante, para ser exitosos: algunos contratos de producción publicitaria,
algunas formas de franquicia, concesión o distribución, los fideicomisos, entre muchos
otros, son impensables sin una relación sólida y afianzada entre las partes.
Estos ejemplos tampoco conmueven a KIMEL, pues entiende que las relaciones así
establecidas tienen poco de contractual y mucho de personal. Justamente, no se
puede exigir a una teoría del contrato que explique o de cuenta de relaciones
establecidas entre las partes con independencia del contrato y en la cual el hecho de
formalizar un contrato tiene una trascendencia inapreciable en la relación. Estas
personas más que aprovechar la institución del contrato prescinden de ella. Por lo
tanto, de la misma manera que el hecho de que las personas no utilicen sus
automóviles como medio de transporte no refuta una teoría que postula que el valor
de los automóviles radica en su utilidad como medio de transporte, el hecho de que
algunas personas no aprovechen los beneficios que aporta la institución del contrato
en términos de distanciamiento personal no refuta una tesis según la cual el valor de
esta institución radica en posibilitar el distanciamiento personal (p. xx).
Recién ahora puede apreciarse cuál es el objeto que merece ser explicado. No son las
relaciones que se establecen al margen del contrato, como se describe en el párrafo
anterior, sino los contratos que por su naturaleza requieren una profundización de la
relación personal entre las partes. ¿Cómo casan estos contratos con la tesis de KIMEL?
En parte, la respuesta ya la hemos brindado al final del apartado 2 cuando señalamos
que algunas relaciones personales no podrían desarrollarse si no es porque el contrato
juega un papel mediador en alguna medida externo a la relación entre las partes. Allí
16
donde existe el riesgo de promiscuidad entre lo personal y lo negocial, la posibilidad de
distanciamiento que el contrato ofrece respecto del objeto del contrato permite a las
partes desarrollar sus relaciones sin temor a que las cosas se confundan. Una vez que
el contrato es celebrado, algunas cuestiones de la relación no estarán reguladas por los
lazos que la cooperación negocial pueda generar sino por la estipulación contractual
de manera excluyente. Esto significa que respecto del objeto del contrato apelar a
cualquier consideración diferente del pacto formalizado puede estar fuera de lugar (p.
xx). El contrato relacional, más que ser un contraejemplo para la teoría de KIMEL,
parece ser el caso en el cual el valor del distanciamiento alcanza su máxima expresión.
Es allí donde las relaciones personales son importantes para el éxito de la cooperación
que el distanciamiento respecto de algunos aspectos de la relación puede aportar a su
sano mantenimiento y desarrollo en el tiempo.
Ahora bien, ¿es verdad que el caso central de derecho contractual satisface el valor del
distanciamiento personal? En principio, KIMEL ha ofrecido un argumento sólido para
secundar esta tesis. Pero, ¿cuán exitoso es el caso central (o ideal) en la satisfacción
del valor del distanciamiento personal? KIMEL parece asumir que el caso central de
derecho contractual permite a las partes mantener plenamente el distanciamiento, si
así lo desean. Sin embargo, las características de la contratación hacen que esto sea
imposible. Ni siquiera el mejor derecho contractual que podamos imaginar permitirá a
las partes mantenerse distanciadas en los contratos relacionales, al punto requerido
por la tesis de KIMEL. Los contratos son necesariamente incompletos, en el sentido de
que siempre habrá en la vida del contrato situaciones no previstas32. Además, existen
31
Véase la ilustrativa explicación de COLEMAN, 2011: 106 y 107.
32
Véase SHAVELL, 1980: 466-467; 2006a: 838-839.
17
deberes de buena fe que exigen conformidad durante todas las etapas del contrato (la
negociación, la celebración, la interpretación y la ejecución), cuya observancia
necesariamente tendrá un valor expresivo en términos de relación personal. Allí donde
debe colmarse una laguna, o concretarse un deber de buena fe, las partes no podrán
dejar de expresar una consideración por el otro (o una desconsideración) dependiendo
de cuál sea el curso de acción elegido.
Estas observaciones no afectan la tesis de KIMEL conforme con la cual la naturaleza del
contrato y la naturaleza de las promesas divergen en cuanto al valor intrínseco de cada
institución. Pero sí afectan en una medida importante el puente tendido entre las
teorías morales y el análisis económico del derecho. Nótese que, si el distanciamiento
personal no puede obtenerse con efectividad absoluta, aun deseándolo ambas partes,
lo más probable es que en los contratos relacionales una explicación del tipo «just
business» vaya a ser insuficiente e incluso insultante para una de ellas. Y, si esto es así,
la teoría del incumplimiento eficiente es incompatible con las normas morales
generadas en los contratos relacionales por la cooperación contractual sostenida a lo
largo del tiempo. Incumplir un contrato no es solo privar a la otra parte de su interés
en la prestación, cuestión que puede ser reemplazada por una indemnización
sustitutiva, sino fallarle como socio en los negocios.
En suma, los contratos permiten a las partes mantener una buena cuota de
distanciamiento personal, cuando así lo desean, de una manera que a las promesas les
resulta imposible de garantizar. Ello es suficiente para definir la naturaleza del
contrato y establecer sus diferencias con las promesas. Sin embargo, el ámbito de
aplicación de la teoría parece más reducido que el que KIMEL anuncia. El valor
intrínseco de los contratos no nos ayuda a comprender todas las complejidades del
33
Véase PAPAYANNIS, 2016: 240.
18
fenómeno de la contratación. Ello es así porque en los contratos discretos no se
requiere ejercitar ninguna opción de distanciamiento. Estos contratos se celebran
normalmente entre extraños, son de ejecución instantánea, y se producen en el gélido
marco de la transacción puramente económica en el cual es prácticamente imposible
establecer una relación personal. Sin posibilidades de establecer una relación personal,
entonces, ¿para qué sería útil (o cómo sería inteligible) la opción de distanciarse? Por
otra parte, en los contratos relacionales el distanciamiento absoluto es imposible, y
ello hace que incluso en el caso central de derecho contractual –el exitoso– las partes
desarrollen un entramado de entendimientos mutuos, expectativas, aspiraciones y
deberes de cooperación que no derivan directamente de lo expresamente estipulado.
Si esto es así, el cumplimiento de estos deberes expresará el tipo de actitud que puede
encontrarse normalmente en el marco de las promesas, luego de las cuales es difícil
negar que se ha establecido una relación personal. Esto último resulta determinante
para socavar en alguna medida el intento de conciliación entre las teorías morales y las
teorías económicas, pues este está basado en la idea de que el distanciamiento
personal (que tiene valor moral) permite entender que una cosa son los negocios y
otra las amistades. Cuando esta línea no puede trazarse nítidamente, no hay
incumplimiento eficiente que siendo unilateral (no acordado mediante el pacto de una
indemnización) pueda a la vez ser moral34.
Otro aspecto que inmediatamente llama la atención en el trabajo de KIMEL es que este
pretende sentar las bases de una teoría liberal del contrato. ¿Qué pistas ofrece KIMEL
para interpretar lo que quiere decir con la adopción de esa etiqueta? Para ello,
debemos revisar el enorme influjo que la obra de Joseph RAZ ocasionó en KIMEL. Es
evidente que su relevancia excede con creces el hecho de haber sido el supervisor de
la investigación doctoral que luego se transformó en el trabajo objeto de nuestro
estudio. En dos célebres ensayos, «Voluntary Obligations and Normative Powers»
(1972) y «Promises and Obligations» (1979), RAZ analiza las obligaciones voluntarias en
términos de potestades normativas y la institución de la promesa como una especie de
obligación voluntaria35. Buena parte de las observaciones que ahí plasmó fueron
asumidas y traspaladas al caso del contrato y el derecho contractual por KIMEL. No
obstante, la influencia raziana no solo da cuenta de estos puntos centrales en el
argumento de KIMEL, sino de su apelación a la filosofía moral y política de marcado
corte liberal que RAZ consagró en The Morality of Freedom (1986). En ese lugar,
desplegó una fuerte defensa de una concepción de los derechos, la neutralidad estatal
y la prevención del daño en la tradición liberal, engarzando estas ideas con el
pluralismo e inconmensurabilidad de los valores junto con el respeto de los ideales
34
Esta tesis no niega que pueda justificarse moralmente el incumplimiento eficiente con argumentos
independientes de la distinción entre contratos y promesas. Un intento de este tipo se realiza en
PAPAYANNIS, 2018. Desde el análisis económico del derecho también se intenta justificar el
incumplimiento de la prestación prometida, apelando a un contrafáctico relativo a lo que las partes
hubiesen pactado si hubiesen considerado la contingencia que ahora genera el problema de
cumplimiento. Véase SHAVELL, 2006b: 441, 446 y ss.
35
RAZ, 1972: 79-112; 1979: 210-228. Para completar las ideas de RAZ sobre estos temas, puede
consultarse la revisión crítica que realiza del trabajo de ATIYAH (1981), en RAZ, 1982: 916-938.
19
personales de vida. Es esta versión del pensamiento liberal la que se encuentra
plasmada en la teoría contractual de KIMEL. Su punto de partida es, desde luego, la
noción de autonomía personal.
Respecto de esto, una parte importante del rendimiento teórico de la perspectiva del
contrato como promesa, a la cual KIMEL adhiere en este particular punto, es justificar
su obligatoriedad en términos de autonomía. La idea básica, ya presente en FRIED, es
doble. Por una parte, quien incumple una promesa daña a su contraparte. La
instrumentaliza en un sentido kantiano, en tanto le genera expectativas de
cumplimiento sobre alguna cuestión que normalmente reviste alguna importancia
para su autonomía (de lo contrario, ¿para qué aceptaría ella la promesa?), y luego
defrauda esas expectativas36. Por otra parte, la obligatoriedad de las promesas es un
imperativo de la agencia autónoma. Si no tomamos en serio las obligaciones que las
personas deciden libremente asumir, dejamos de tomar en serio a las personas
mismas y a su concepción acerca de lo que es bueno en la vida. Dado que prometer es
normalmente necesario para desarrollar un plan de vida complejo que requiera de la
relación con otros individuos, al no reconocer su capacidad de obligarse las estaríamos
infantilizando, es decir, tratando como a un niño incapaz de decidir por sí mismo lo
que le conviene37. El argumento se extiende al contrato, puesto que el presupuesto de
ambas esferas es compartido. Así, el reconocimiento del valor de la autonomía
conlleva facilitar las condiciones que posibilitan a las personas disfrutar esa vida
36
Véase FRIED, 2015: 16-17.
37
FRIED, 2015: 20-21.
20
autónoma y exige respetar las obligaciones que ellos libremente han asumido, como
expresión de sus planes de vida. De esa manera, al permitir que las personas
convengan libremente sus obligaciones se muestra un respeto por su autonomía.
38
Véase Jacob & Young v Kent, 129 NE 889 (1921).
21
Esta asunción de la autonomía como una cuestión de grado sirve para poner a prueba
la relación entre autonomía y libertad contractual. Desde el prisma dogmático
tradicional, constituye un lugar común organizar la teoría general del contrato a la luz
de un conjunto de principios fundamentales. Ahí la relación entre la autonomía de la
voluntad y la libertad contractual ha sido entendida, en términos generales, como una
de género y especie en virtud de la cual el segundo principio es una manifestación
específica del primero. En este sentido, habría plena consistencia entre ambas
nociones pues la protección y el fomento de la autonomía personal deben ser, en
principio, coincidentes con una mayor libertad y una menor intervención contractual.
Pero el derecho de los contratos no siempre supone, como bien sabemos, la
ampliación sistemática de la libertad de las partes ni tampoco la ausencia total de
términos y condiciones indisponibles e incluso de relaciones contractuales que ellas no
han decidido libremente, pero a las cuales están sujetas por imposición de la
legislación.
[u]na persona es autónoma solo si tiene a su disposición una variedad de opciones aceptables
entre las cuales elegir, y su vida resulta tal como es a través de su elección de algunas de estas
opciones. Una persona que nunca ha tenido ninguna opción significativa, o que no estuvo
consciente de ella, o que nunca ha ejercido su elección en asuntos importantes, sino que
simplemente se ha dejado llevar por la vida, no es una persona autónoma39.
39
RAZ, 1986: 224.
22
Así, pese a contar con un número menor de opciones disponibles para formular su
relación contractual, el trabajador no se ha visto privado de todas las alternativas sino
solo de algunas opciones, conservando otras tantas, que en conjunto resultan más
valiosas para conformar un plan personal de vida según sus decisiones. Su vida, en este
sentido, es autónoma. La regulación que establece estas barreras, en tanto, continúa
honrando las directrices de la autonomía personal de aquel contratante. El problema
central radica en la justificación de por qué se ha producido en este tipo de supuesto
tal limitación; a saber, la desigualdad del poder de negociación de los contratantes.
Dicha característica que está presente en gran parte de las relaciones contractuales,
como las conocemos, es situada como un elemento indispensable para despojar la
libertad contractual de su lectura rígida y estricta.
En contextos contractuales en que existe una asimetría notable entre los contratantes,
produciéndose un ostensible desequilibrio en el poder de negociación de las partes, el
derecho contractual moderno establece reglas sustantivas a favor del contratante que
está en una posición desfavorecida. De ahí que muchas de las intervenciones que
efectúa el derecho de contratos, aun cuando disminuyan las opciones disponibles para
el ejercicio de la libertad contractual de las personas, y parezcan socavar con ello su
autonomía personal, en realidad, la fortalecen. Precisamente, se trata de
intervenciones que se efectúan en razón de la autonomía de este tipo de contratantes.
Aquí, entonces, es posible apreciar una consecuencia de comprender la autonomía en
el derecho de contratos como una cuestión de grado: puede haber autonomía
personal pese a disminuir el rango de opciones disponibles para un contratante. Y, por
tanto, una legislación que interviene en la libertad contractual de una persona no
necesariamente lesiona su autonomía. Más bien, la ampara y fomenta.
Este tipo de intervenciones que justifican una prohibición sobre la base de que resulta
beneficiosa para el propio bienestar de la persona son, en términos generales,
paternalistas. Como ya lo advirtió Anthony T. KRONMAN a comienzos de los 80, no existe
un único principio que explique todas las intervenciones paternalistas que figuran en el
derecho contractual, sino que hay distintos modos de implementación y razones que
las justifican40.
40
KRONMAN, 1983: 765.
23
Esta comprensión de la intervención en el contrato, evidentemente, contribuye a
abordar un generoso espectro de la realidad contractual contemporánea en que el
negocio paritario, libre y racionalmente configurado entre los contratantes parece ser
una suerte de quimera. Cumple una dimensión explicativa así como una justificativa
respecto de la relación entre la autonomía y los límites de la libertad contractual. De
un lado, explica por qué se produce esto último sin afectar necesariamente la primera
y, de otro, justifica la intervención en la libertad contractual, brindando una razón
sustantiva de peso para aceptarla, esto es, que está en juego la autonomía del
contratante con menor poder de negociación.
Hasta aquí la propuesta de KIMEL goza de una gran fortaleza. No obstante, debe
enfrentarse la siguiente objeción: pese al innegable valor epistémico del enfoque
parece que se ha traicionado su compromiso con un postulado central para el
pensamiento liberal, a saber, la neutralidad. ¿Cómo es posible que, en virtud del
resguardo de la autonomía de un contratante, se establezcan regulaciones que limiten
el número de opciones disponibles para ejercer su libertad contractual y ello respete la
neutralidad del Estado liberal? Hacer frente al desequilibrio en el poder de negociación
de las personas mediante la intervención del derecho de contratos significa desafiar la
neutralidad que debiere estar presente en una teoría del derecho contractual que se
precia de liberal. Desde la obra de John RAWLS, al menos, el principio de neutralidad
está fuertemente asentado en la doctrina liberal contemporánea41.
41
Para el tratamiento de RAWLS acerca de la noción de neutralidad en el liberalismo político, véase
RAWLS, 1993: 191-195.
24
estatal. En efecto, el liberalismo raziano no lo hace. Su apuesta por rechazar el anti-
perfeccionismo en las sociedades liberales es un indicador de que la neutralidad no
está ahí adoptada en forma íntegra. Por el contrario, ella está desplazada y no ocupa
un lugar de privilegio en el armazón teórico-político de RAZ42. Pero la cuestión a la cual
KIMEL presta atención es la conexión conceptual entre la neutralidad y la libertad
contractual. Desde su punto de vista, esta no es tan obvia ni directa como puede
parecer (p. xx).
42
RAZ, 1986: 110-133; 134-162.
25
6. La autonomía y su herencia intelectual
Ahora bien, ¿está obligado KIMEL a pronunciarse con mayor detalle sobre esto?
Probablemente no. Debe recordarse que el principal objetivo del capítulo 5 de su libro
es articular una teoría del contrato que resuelva la supuesta relación conflictiva que
apuntamos entre la libertad contractual y la protección del contratante débil.
Recientemente, en el prólogo que el autor redactó para esta traducción al castellano,
enfatiza este propósito. Al respecto, indica que pese a que es tradicionalmente
considerado que ambas cuestiones van en direcciones contrarias en el derecho
43
Acerca de la tensión entre pluralismo y perfeccionismo en el derecho privado, véase, DAGAN, 2012:
1409-1446.
26
contractual, el libro ofrece una posición que se sitúa en un marcado contraste con la
idea de que se trata fundamentalmente de una relación de tensión (p. xx).
A fin de cuentas, aunque se admita que el valor de la autonomía personal pueda ceder
en ocasiones, resulta ser dominante cuando se mide con el valor de la neutralidad
estatal. Sin embargo, cabe preguntarse si esta es la única línea argumental que KIMEL
tiene disponible, ya que las restricciones a la libertad de contratación también pueden
leerse en términos de protección de la autonomía (no en términos de una prevalencia
de la autonomía sobre la neutralidad). Las regulaciones que limitan la libertad
contractual, negando la fuerza obligatoria de ciertos pactos, admiten una doble
lectura. Como ya apuntamos, la parte débil ve potenciada su autonomía cuando se le
restringen algunas opciones, siempre que se trate de un ejercicio justificado de
paternalismo jurídico. En cuanto a la parte fuerte, ciertamente su autonomía no
incluye la potestad de imponerse sobre el otro, de obtener un beneficio explotando la
situación desventajosa de su contraparte. Los límites en la libertad de contratación
pueden ser justificados como una exigencia del idéntico estatus moral que debe
reconocerse a las personas en sus tratos mutuos.
Pese a todo, no queda claro qué ocurre en aquellos supuestos en que no parece haber
una parte marcadamente débil en relación con la otra. ¿Cómo puede justificarse en
esos casos la intervención en el derecho contractual? La teoría de KIMEL parece dejar
abierta esta cuestión, del mismo modo en que deja abierta la relación entre la
autonomía y otros valores que también pueden tener lugar en el derecho contractual.
Pero incluso en los supuestos que KIMEL sí contempla, los problemas pueden
amplificarse ya que no delinea ningún criterio para determinar qué cuenta como un
contratante débil, ni cuándo la desigualdad en el poder de negociación de las partes
exige una intervención para garantizar el pleno ejercicio de la autonomía personal. Ello
podría desencadenar una cierta incertidumbre al momento de indagar cuál restricción
de la libertad contractual está justificada y cuál no. No debemos perder de vista que
una gran parte de los contratos que a diario se celebran presentan, en un sentido
relevante, desigualdad en las capacidades de negociación, así como en las destrezas,
competencias y sofisticación de los contratantes. Frente a este estado de cosas, y sin
contar con términos bien definidos para justificar una real afectación en la autonomía,
la disolución de la tensión entre la intervención legislativa y la libertad contractual
irremediablemente se relativiza.
Por otra parte, la apelación a la autonomía personal del contratante puede no resultar
suficiente si es que esta es, como lo dijimos, una cuestión de grado. Siendo así, la
respuesta que KIMEL puede ensayar es que la intervención se justifica solo en la medida
en que protege la autonomía, y solo en aquel grado en que esta resulta afectada. El
grado de intervención que se encuentra justificado es el necesario para preservar la
autonomía personal del contratante en cuestión. Ello explica las potestades
discrecionales de los jueces para declarar el carácter abusivo de las cláusulas e integrar
el contrato. Normalmente, solo hay un catálogo muy preciso de cláusulas ilegales y las
27
estipulaciones contractuales restantes, en tanto, deben ser evaluadas por el juez en el
caso concreto44.
Muestra mayor afinidad, en cambio, con una posición que califica como «no-
individualismo» (p. xx). Pese a los intentos de KIMEL por desmarcarse de la filosofía
individualista, es cierto que ese valor normativo se encuentra bastante enraizado en el
derecho contractual liberal. En efecto, la separación de intereses entre las personas es
uno de los postulados centrales de la filosofía individualista y parece ajustarse con
comodidad a una comprensión preliminar de la autonomía personal en el derecho de
contratos45. Asimismo, la teoría tradicional del contrato puede ser interpretada como
fuertemente individualista si se centra la atención en que el contrato es solo un medio
para que las partes lleven adelante sus proyectos personales, y lo que pueda
exigírseles qua contratantes deriva del pacto que han alcanzado o, como es obvio, del
límite establecido por la prevención del daño a terceros. Desde esta óptica, ningún
otro interés o fin distinto puede ser promovido en ocasión del contrato. En breve, las
partes contratan para promover sus propios intereses, no los ajenos y, por lo tanto, el
contrato no puede ser «gravado» con cargas adicionales a las voluntariamente
asumidas.
Así entendido, ninguna teoría moderna del contrato puede ser individualista, y la de
KIMEL no es la excepción. Todo contrato opera en el marco de un denso entramado de
derechos y deberes que conforman el orden público contractual. Estos derechos y
deberes no tienen su origen en la autonomía de la voluntad, y por ello son expresión
de una moral no-individualista que, según KIMEL, «se basa en una variedad mucho más
rica de fuentes normativas» (p. xx). El no-individualismo de KIMEL parece, en este
sentido, perfectamente consistente con su pluralismo valorativo. Hemos enfatizado en
varias ocasiones que la autonomía personal no es el único valor presente en el derecho
privado, y ello parece abrir el juego para justificar algunas normas que nunca han
tenido un buen encaje con el ideario decimonónico del derecho contractual, como las
que protegen al contratante contra el abuso del derecho, la lesión subjetiva y la
imprevisión.
44
Una evaluación crítica del rendimiento de, entre otras, las teorías del contrato basadas en la idea de
autonomía junto con una sugerente alegación en orden a la necesidad de formular una justificación
pública del contrato, se encuentra desarrollada en BENSON, 1995: 273-336.
45
KENNEDY, 1976: 1715.
28
Estas normas, y todo lo que ha derivado de ellas hasta constituir el moderno derecho
de consumo, tienen un claro componente no-individualista, ya que imponen de alguna
forma un deber de preocuparse por los intereses del otro. ¿En qué medida este
componente es compatible con la idea de que las partes en el contrato se rigen, y
tienen derecho a regirse, por el lema «just business»? El individualismo aboga por
demarcar entre los intereses ajenos y propios, suponiendo que «sus problemas»
pueden distinguirse de «mis problemas», y que no tenemos el deber de compartir los
infortunios de otras personas. Tal como señalamos en el apartado 2, la función
intrínseca de los contratos es permitir un distanciamiento personal respecto de la otra
parte, pero este distanciamiento se torna imposible cuando los contratantes
adquieren el deber preocuparse por los intereses del otro.
46
Para una interpretación de este tipo, véase PAPAYANNIS, 2014: 130 y ss.
47
En particular, la teoría de la imprevisión puede vincularse a la prohibición de explotación de las
circunstancias desfavorecidas en las cuales se encuentra el deudor. La explotación supone obtener una
ventaja del infortunio y el sufrimiento ajeno. En términos kantianos, es una instrumentalización de la
otra parte, moralmente reprobable. Véase PAPAYANNIS, 2018.
48
Respecto del papel del altruismo en el derecho de contratos y sus repercusiones para la filosofía del
derecho privado, véase PEREIRA, 2018. El pensamiento altruista puede ser entendido en, al menos, dos
versiones diferentes. De un lado, el altruismo fuerte según el cual la asimilación total de intereses
propios y ajenos se expresa en la realización genérica de acciones a favor de los otros, aun cuando ello
29
Hay buenas razones para pensar que, como señalamos en el apartado 4, los contratos
relacionales pueden nuevamente suponer problemas para KIMEL. Estos contratos,
recordemos, se basan en un fuerte vínculo de cooperación y confianza, y allí los
deberes de buena fe se proyectan con una fuerza distinta que en los contratos
discretos. Es muy probable que en este tipo de relaciones contractuales se generen
deberes positivos de favorecer a la otra parte por el bien de ella misma. Las partes en
estas relaciones tienen razones para la acción que no son meramente estratégicas
orientadas a mantener y fortalecer los lazos a futuro. En estos contratos los deberes
positivos no pueden ser explicados tan fácilmente por la prevención del daño a
terceros, pues se trata de algo más que no dañar: se trata de beneficiar. Tampoco las
consideraciones de justicia distributiva pueden por regla general ordenar patrones de
conducta como los que surgen en los contratos relacionales. El no-individualismo de
KIMEL, por ende, aquí parece «quedarse corto». Es sin dudas una postura más plausible
que el individualismo, y coherente con el pluralismo valorativo que defiende, pero
incapaz de abarcar esta gama de deberes surgidos en esta clase de contratos.
Como el lector con toda seguridad apreciará, las reflexiones que hemos esgrimido solo
pretenden mostrar algunas de las innumerables dimensiones de análisis que ofrece el
estupendo trabajo de Dori KIMEL. Este posee un inmenso valor teórico, desarrollado
con una lucidez, dedicación y profundidad envidiables. Por cierto, De la promesa al
contrato presenta una peculiaridad: su breve extensión es inversamente proporcional
a su densidad filosófica. Por ello, es un libro relativamente corto que, no obstante,
debe leerse lentamente. El conjunto de consideraciones filosóficas, normativas y
políticas que el autor aglutina con elegancia y comodidad hacen que su obra tenga un
muy largo alcance, lo que la hace pertinente también en la reflexión filosófica del
derecho de contratos en el contexto jurídico hispanoparlante. Con anterioridad a la
publicación de esta obra solo existía un trabajo enteramente dedicado a la filosofía del
suponga sacrificar los propios intereses. De otro, un altruismo débil que es ciertamente menos exigente
que el anterior, pues afirma que basta con tomar en consideración, respetar y preocuparse por los
intereses de los demás por su propio bien. A diferencia de la primera, esta lectura del altruismo no está
asociada a un deber de autosacrificio por los otros, ni satisfacer el ideal del buen samaritano. En relación
con las distintas maneras de concebir la preocupación altruista por los otros, véase JENCKS, 1990: 53-67.
30
derecho contractual para el público de habla castellana49. Esta traducción sin lugar a
dudas contribuye a formar el acervo teórico que consolida la filosofía del derecho
privado como un lugar de encuentro altamente productivo para los teóricos del
derecho y para los juristas interesados en estas cuestiones.
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