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Promesas,

contratos, autonomía y relaciones personales


Estudio introductorio y análisis crítico de la teoría contractual de Dori Kimel

Diego M. Papayannis*

Esteban Pereira Fredes**

1. La teoría del contrato en el contexto de la filosofía del derecho privado


La obra de Dori KIMEL, De la promesa al contrato, constituye un texto indispensable
para adentrarse en la filosofía del derecho contractual. ¿En qué coordenadas está
situado este tipo de indagación más bien reciente en la literatura? La filosofía del
contrato se encuentra ubicada, como es sabido, en el contexto de la filosofía del
derecho privado. Dicho marco de reflexiones ha centrado su atención, sobre todo a
partir de la última parte del siglo XX, en cuestiones relativas a los fundamentos que
inspiran, y los propósitos que deben perseguir, las distintas áreas que conforman el
derecho privado, como lo son, entre otras, la propiedad, los ilícitos extracontractuales,
el enriquecimiento injustificado y, por supuesto, los contratos1. Su desarrollo ha
significado la introducción de un entramado conceptual y herramientas teóricas
usualmente empleadas en otras disciplinas, como la teoría del derecho, la filosofía
moral y la filosofía política, pero escasamente exploradas en el derecho privado. Ello se
ha traducido en una innegable sofisticación del nivel de análisis y su irrupción no solo
en el escenario anglosajón, sino también en el ámbito jurídico continental.

Entre los trabajos que significaron la consagración de la moderna filosofía del derecho
privado, podemos hallar Risks and Wrongs (1992) de Jules L. COLEMAN y The Idea of
Private Law (1995) de Ernest J. WEINRIB2. El primero es la culminación de una
exploración filosófica que COLEMAN comenzó a mediados de los 70 y abarca desde una
teoría política y una concepción del contrato, basada en la teoría de la elección
racional, hasta una concepción puramente deontológica del derecho de daños. Esta
última parte, la relativa a la responsabilidad extracontractual es la que obtuvo mayor
atención en la literatura3. A diferencia de COLEMAN, WEINRIB presentó –por primera vez–
un modelo sistemático en el cual la lógica interna de interacción entre los participantes

*
Profesor Agregado de Filosofía del Derecho e Investigador de la Cátedra de Cultura Jurídica,
Universidad de Girona.
**
Profesor de Teoría del Derecho y Derecho Privado, Facultad de Derecho, Universidad Adolfo Ibáñez.
Estudiante de Doctorado en Derecho, Universidad de Girona.
1
Respecto de la filosofía del derecho privado, pueden consultarse los trabajos de GORDLEY, 2006; LUCY,
2007; PEREIRA, 2017: 193-261; y ZIPURSKY, 2004: 623-655.
2
Ambas obras son parte de la colección Filosofía y Derecho de Marcial Pons. La versión en castellano del
trabajo de COLEMAN está disponible con el título Riesgos y daños (2010) y la de WEINRIB con el título La
idea de derecho privado (2017).
3
Sobre el impacto de la teoría de COLEMAN, puede consultarse PAPAYANNIS, 2013.

1
resulta central tanto en la explicación como en la justificación de las distintas esferas
del derecho privado. Sin embargo, ninguna de estas obras focalizó su interés
exclusivamente en la filosofía del derecho contractual4.

Es de destacar que la filosofía del contrato tiene una historia intelectual que precede a
estas obras fundamentales recién mencionadas. En efecto, los antecedentes más
importantes se remontan incluso a la década del 30, con los artículos de Lon L. FULLER y
William PERDUE, que aunque no son trabajos de filosofía de los contratos han tenido
una notable influencia en la reflexión filosófica5. Posteriormente, aparecen ya libros
completos con gran profundidad teórica como The Death of Contract (1974) de Grant
GILMORE; The Rise and Fall of Freedom of Contract (1979); Promises, Morals, and Law
(1981); Essays on Contract (1986) los tres de autoría de Patrick F. ATIYAH y,
especialmente, Contract as Promise (1981) de Charles FRIED6. Esta última obra es
crucial para el desarrollo de la perspectiva de KIMEL en su teoría del contrato. Según se
verá, se aboca a analizar la tesis según la cual los contratos son promesas –como se
desprende ostensiblemente de FRIED y, en parte, de ATIYAH– y arroja un puñado de
consideraciones que contribuyen a clarificar y desafiar dicha conexión.

En el grupo de cuestiones que están ahí discutidas pueden apuntarse, al menos, las
siguientes: (i) ¿en qué consiste el contrato?; (ii) ¿cómo se justifica la obligatoriedad del
vínculo contractual?; y (iii) ¿cómo se justifica la práctica social de contratar?7 KIMEL, por
su parte, responde estas preguntas intentado ofrecer una particular teoría liberal del
contrato, con sus propios compromisos y matices. No siempre es sencillo deslindar
estas tres preocupaciones en los distintos trabajos de la filosofía del derecho de
contratos, pero podrían delinearse como sigue: (i) versa sobre de la identidad filosófica
de la figura contractual, su relación con otras figuras e instituciones, los principios a los
cuales responde y su evolución contemporánea. Se trata, en breve, de determinar qué
es lo característico del contrato en comparación con otros tipos de acuerdos
interpersonales como las promesas. (ii) Busca examinar el fundamento del pacta sunt
servanda, en cuya virtud las partes deben cumplir las obligaciones que hayan
acordado. Aquí resulta también esencial la referencia a las promesas, puesto que
parece insoslayable considerar qué incidencia tiene una teoría sobre el deber de
cumplir las promesas para definir la fuerza vinculante del contrato. (iii) Indaga las
razones conforme a las cuales es pertinente legitimar la vigencia de la práctica de
contratar en la sociedad, reforzando así el valor de preservarla.

Como se verá más adelante, en el abordaje de KIMEL las preguntas (i) y (iii) están
íntimamente ligadas, ya que parte de lo que resulta distintivo de los contratos es lo


4
Para el significado, contenido y propósitos de la filosofía del contrato, véase EISENBERG, 2001: 206-264;
FEINMAN, 1989: 1283-1318; KRAUS, 2004: 687-751; POSNER, 2005: 138-147; y SCHWARTZ y SCOTT, 2003: 541-
619.
5
FULLER y PERDUE, 1936: 52-96; y 1937: 373-420.
6
Recientemente, FRIED publicó una segunda edición de Contract as Promise (2015), que es la que
citamos en este estudio introductorio.
7
En relación con la ambición desplegada por la filosofía del derecho contractual en orden a construir
teorías del contrato generales y universales, véase, BIX, 2017: 391-402. Una taxonomía de los tipos de
teorías del contrato se encuentra disponible en SMITH, 2004: 4-6.

2
que él identificará como su valor intrínseco, y este valor esclarecerá por qué el tipo de
práctica contractual que normalmente se encuentra presente en las sociedades
liberales debe ser mantenido y fomentado. El problema (ii), por su parte, no es
formulado explícitamente por KIMEL, aunque, como mostraremos en el apartado 5,
aporta elementos más que suficientes para articular una respuesta a esta pregunta
básica.

En el desarrollo que sigue, intentaremos presentar brevemente las tesis centrales de


KIMEL, concentrándonos sin embargo en sus aspectos más problemáticos y en algunas
ideas que el autor simplemente sugiere al pasar, pero que a nuestro juicio brindan la
oportunidad para un fecundo análisis. Se trata, en un sentido, de caminos que el
propio autor abre y luego deja virtualmente inexplorados. La pretensión de este
estudio crítico, entonces, es evaluar el alcance y la profundidad de la teoría del
contrato de Dori KIMEL, y complementar el análisis allí donde el autor se ha limitado a
formular una tímida invitación a la reflexión posterior. Concretamente, en los
apartados 2, 3 y 4, expondremos las tesis más importantes de aquellas defendidas por
KIMEL, evaluando en qué medida su teoría del contrato es capaz de tender un puente
entre las concepciones morales del contrato y las articuladas por los partidarios del
análisis económico del derecho. KIMEL solo sugiere que esta potencial compatibilidad
podría ser una ventaja de su propuesta, pero no da ninguna pista al respecto, por lo
que antes que todo hemos abocado nuestros esfuerzos a construir este posible
puente, siendo fieles a los elementos que el autor nos ofrece en su libro. Concluiremos
que, en última instancia, el puente es menos sólido de lo que se requiere, pero el
desarrollo de esta línea argumental iluminará algunas limitaciones en la teoría que de
otro modo podrían pasar inadvertidas. Finalmente, en los apartados 5 y 6
estudiaremos el tipo de liberalismo propuesto por KIMEL y la manera en que impacta
en su teoría del contrato. En particular, aboga por un liberalismo en el cual la
neutralidad no es el valor dominante, sino que ese lugar lo ocupa la autonomía
personal. Ello le permitirá fundamentar ciertas limitaciones a la libertad contractual,
siempre que sean necesarias para proteger la autonomía de los contratantes. No
obstante, este valor no es el único que está en juego en el derecho de contratos. Del
mismo modo, revisaremos cuál es la conexión de este liberalismo con una filosofía
individualista. El propósito de estas secciones es poner de relieve la trascendencia
filosófica de la obra de KIMEL y señalar algunas tensiones presentes en su propuesta.

2. Contratos y promesas: similitudes y diferencias


Las teorías del contrato como promesa postulan que el derecho contractual puede ser
esclarecido mediante un análisis de la práctica de prometer8. Esto es así por la sencilla
razón de que todo contrato es, al menos en lo fundamental, una promesa.
Ciertamente, es inconcebible que alguien pueda contratar sin a la vez prometer, es
decir, sin asumir voluntariamente una obligación por el mero hecho de garantizar a la
otra parte un curso de acción futuro. Cuando uno promete hacer φ, comunica a la otra
parte su intención de obligarse a hacer φ, y de alguna manera que la teoría de las


8
La influyente obra de Charles FRIED, El contrato como promesa, ya citado en la nota 6, inaugura esta
línea de investigación.

3
promesas debe explicar, adquiere la obligación de hacer φ9. Para nuestros propósitos
no es necesario tomar partido sobre cómo es posible que alguien genere para sí mismo
una obligación que antes no existía por el hecho de manifestar su voluntad de
asumirla. Aunque diremos algo al respecto en el apartado 5, por ahora basta con
apreciar el hecho trivial de que el acto de contratar implica el acto de prometer y, por
ello, reflexionar sobre la naturaleza de las promesas bien puede resultar ineludible al
momento de estudiar el contrato.

El problema obvio que esta teoría debe enfrentar es que no toda promesa perfecciona
un contrato, es decir, un acuerdo de voluntades jurídicamente exigible, susceptible de
ser ejecutado mediante la coerción estatal. Existen innumerables promesas en las
cuales las partes no tienen la intención de crear obligaciones jurídicas. Por otra parte,
la ejecución judicial de toda promesa sería tanto como legislar la virtud10. En efecto,
ningún sistema conocido establece la exigibilidad jurídica de cualquier promesa, y es
de sentido común rechazar una regulación semejante. Hay infinidad de promesas de
cuya importancia para nuestras relaciones con otros no dudaríamos y que, pese a ello,
a nadie se le ocurriría que deberían gozar del respaldo coercitivo que sí tienen los
contratos. Por todo ello, se ha sostenido que el enfoque en las promesas confunde dos
cuestiones: 1) ¿en qué condiciones las personas adquieren el deber moral de cumplir
con la palabra empeñada?; y 2) ¿en qué condiciones puede emplearse la fuerza para
obligar a un individuo a que cumpla su promesa o pague una indemnización?11 La
teoría moral de las promesas, por sí misma, es incapaz de fundamentar esto último.
Sobre esta base, Randy BARNETT ha sugerido que el fundamento de la obligatoriedad
del contrato no debe buscarse en la institución de las promesas sino en el
consentimiento de quedar jurídicamente vinculado12.

En la segunda edición de Contract as Promise (2015), FRIED respondió que no hay


ninguna razón por la cual las partes puedan acordar sobre los términos sustantivos de
las promesas (el curso de acción que será obligatorio, y en qué circunstancias) y no
sobre las implicaciones remediales en caso de incumplimiento. Así, las promesas
merecedoras del respaldo de la coerción estatal son aquellas en las cuales el
promitente manifiesta su voluntad de asumir una obligación propiamente jurídica. En
esta reconstrucción, entonces, no cualquier promesa sería ejecutable en los tribunales
de justicia, sino aquellas que incluyen la voluntad de quedar sujeto a un esquema de
exigibilidad coercitiva13. De esta forma, FRIED parece estar incorporando la crítica de
BARNETT en el mismo esquema del contrato como promesa. Pero si BARNETT tiene razón,
la cuestión de la exigibilidad jurídica no puede depender absolutamente de la voluntad
de someterse a un esquema de coerción estatal. El promitente podría consentir usos
inadmisibles de la fuerza pública, y ello no haría que sus palabras lo obligasen
jurídicamente. Determinar qué usos son admisibles depende de una teoría política que


9
Para una panorámica de los problemas filosóficos en torno a las promesas, puede consultarse
SHEINMAN, 2011: capítulo 1, en especial pp. 6 y 16.
10
Véase BARNETT, 1992: 1025.
11
Véase BARNETT, 1992: 2024.
12
Véase BARNETT, 1986: 166; 1992: 1027-1028.
13
Véase FRIED, 2015: 151.

4
ha de defenderse, so pena de circularidad, con bases independientes de la fuerza
vinculante de las promesas. En este sentido, no es claro que la respuesta de FRIED
supere totalmente el problema. Esto, sin embargo, no tiene por qué llevarnos al
rechazo de la teoría del contrato como promesa. Todavía podría defenderse que es
una teoría correcta, aunque incompleta. Los contratos son promesas y algo más.
Estudiar las promesas todavía sería imprescindible para entender los contratos, pero
en ningún caso suficiente.

Más allá de quién tenga razón en esta disputa, es innegable que entre las promesas y
los contratos existe una fuerte vinculación conceptual. La promesa es una condición
necesaria del contrato, en la medida en que resulta imposible, como hemos dicho,
contratar sin formular una promesa. Así, los contratos constituyen una subespecie de
las promesas, es decir, son aquellas promesas respecto de las cuales está justificado el
uso de la fuerza pública. Y, ¿cómo pueden variar las consecuencias de una promesa, de
modo que ejecutar por la fuerza ciertas promesas sea admisible en algunos casos, e
improcedente en otros? La cuestión es sencilla. Puede aceptarse sin mayor
controversia que los actos de incumplimiento de una promesa no son todos
igualmente graves, y por tanto no justifican el mismo tipo de reacción. Incumplir una
promesa de intentar organizar una cena en casa para nuestros colegas del trabajo
puede ser reprochable, pero mucho más grave es incumplir la promesa hecha a un
amigo que está postulando a una plaza en nuestra misma universidad de redactar una
carta de recomendación confidencial antes de que acabe el término de presentación, o
incumplir la promesa de entregar 10.000 kilos de café colombiano a la cadena de
cafeterías que ya nos pagó una buena cantidad de dinero por ello. Algunos
incumplimientos son más graves que otros y justifican distintas reacciones, llegando
incluso a resultar apropiado que se nos impongan medidas de cumplimiento forzoso o
la obligación de indemnizar las pérdidas causadas en el último caso (mas,
seguramente, ninguna de estas medidas esté justificada en los anteriores).

Sea como fuere, esta concepción de los contratos y su relación con las promesas
asume que los contratos son la versión jurídica de la misma institución de las
promesas. Existen las promesas y existen los contratos, que son promesas con
respaldo estatal, pero promesas al fin. La clave para distinguir entre los contratos y las
promesas, entonces, está en una indagación sobre la justificación política de aplicar la
coerción estatal para la ejecución de algunas de las promesas que las personas se
realizan en sus interacciones privadas.

KIMEL se resiste a suscribir esta reconstrucción teórica, pues considera que en lugar de
iluminar la naturaleza del contrato nos hace perder de vista algunas de sus
características más valiosas y distintivas. En los términos que hemos explicado más
arriba, los contratos son promesas. Sin embargo, no sería acertado asumir sin más que
el derecho puede agregar (aun justificadamente) la coerción estatal a ciertas promesas
sin alterar de manera sensible su naturaleza meramente promisoria y, con ello, el
sentido habitualmente atribuido a los actos realizados en cumplimiento de un contrato
en comparación con el atribuido al cumplimiento de una promesa. Permítasenos
explicar esta cuestión.

5
Las promesas y los contratos, ambas instituciones, son capaces de cumplir una función
de coordinación. Las personas pueden alcanzar acuerdos sobre sus acciones futuras a
fin de cooperar para el desarrollo de planes de vida complejos tanto mediante el uso
de las promesas, como mediante la celebración de contratos. Si Olympia necesita que
su hijo Aléxandros refuerce sus clases de lógica para el examen de la semana próxima
tiene varias opciones, dos de las cuales son especialmente interesantes para nuestros
fines: 1) puede contratar a un profesor particular para que le imparta algunas
lecciones; o bien 2) puede pedir a su vecino Petros, conocido por su afición a la lógica,
que le oriente en la resolución de ejercicios los días previos al examen. La mera
aceptación del pedido por parte de Petros no constituye necesariamente una promesa,
pero si Olympia quisiera tener un reaseguro de que Petros cumplirá su palabra, podría
preguntarle «¿me lo prometes?», eliminando así cualquier duda sobre si se ha
asumido o no un compromiso genuino.

En casos como este, el contrato y la promesa son dos maneras de llegar al mismo
resultado. En el contrato hay un intercambio explícito, mientras que las promesas lo
más probable es que sean altruistas o que el intercambio se produzca a largo plazo, en
el curso de la relación de vecinos mediante otro favor que Olympia realizará a Petros
(seguramente, por razones de buen gusto, sin reconocer explícitamente que se trata
de una compensación por el favor anterior). Sin embargo, que algunos fines puedan
conseguirse indistintamente mediante promesas o contratos no significa que los
contratos y las promesas cumplan siempre la misma función, ni que ambas
instituciones sean igualmente eficaces en todos los contextos. Así, habrá ocasiones en
que pedir una promesa o sugerir que se celebre un contrato puede estar fuera de
lugar. Entre personas que tienen una relación muy estrecha a veces pedir que se
celebre un contrato puede constituir una ofensa. Ello en tanto las relaciones
personales funcionan sobre la base de la confianza en la otra parte, y en ese contexto
una promesa debería bastar. Las promesas canalizan esa confianza preexistente hacia
los distintos acuerdos y entendimientos en el marco de la relación. No siempre se
tiene el mismo grado de confianza en todas las personas con las cuales se mantiene
una relación personal, pero alguna confianza debe normalmente tenerse para que el
acto de prometer sea una opción viable (p. xx)14. El contrato, por su parte, ofrece una
garantía adicional de cumplimiento, puesto que otorga al acreedor eventualmente
decepcionado un conjunto de remedios jurídicos para exigir, incluso mediante el uso
de la fuerza, que se haga lo pactado o se pague una indemnización sustitutoria. Buscar
esa garantía adicional que brindan los contratos expresa que la confianza que se
supone que existe en una relación personal no es tal y, justamente por ello, resulta
ofensivo.

Como observa KIMEL, este problema no es exclusivo de los contratos, puesto que el
carácter ofensivo de la propuesta puede trasladarse también a algunos casos de
promesas (p. xx). Si una persona le pide a su pareja que le prometa que no le
engañará, ni escapará con su dinero, estaría expresando una desconfianza hacia la otra
parte que es impropia en las relaciones de pareja (el caso paradigmático de relación en


14
Las referencias a la obra de KIMEL se realizan señalando directamente en el texto principal la página
correspondiente a esta traducción que aquí se presenta.

6
que las partes actúan siempre teniendo en cuenta el bienestar del otro). Por ello, pedir
un reaseguro transmite la idea de que uno no confía en que el otro obre por las
razones que normalmente rigen este tipo de relaciones, lo que afecta la percepción
que podemos tener sobre cuán consolidados estamos realmente como pareja. No
obstante, que las promesas resulten o no apropiadas entre personas que tienen una
relación estrecha depende crucialmente del objeto de la promesa. En tanto no se trate
de algo que va de suyo que la otra parte ya tenía razones para hacer, la promesa
puede ser un modo adecuado de obtener un reaseguro. Así, por ejemplo, no resulta
ofensivo que una persona pida a su pareja la promesa de que abandonará ciertos
hábitos poco saludables, como comer hamburguesas, o que incorporará más verduras
en su alimentación. Aun cuando todas las personas tengamos razones para llevar
adelante una dieta sana, no existe una obligación de hacerlo, y mucho menos una
obligación debida a la otra parte de la pareja.

A la vez, las promesas también parecen tener un encaje poco natural entre personas
que no se conocen previamente. Ello es así porque la promesa, como dijimos, invoca
cierta confianza en el destinatario, y al aceptarla también se expresa cierta confianza
en el emisor. De ahí que prometer algo a un completo extraño, o pedirle que nos
prometa algo, puede resultar un tanto forzado. Esto no significa que las promesas
entre extraños sean del todo imposibles, sino que no son el caso paradigmático de
promesa (p. xx). Aun cuando sea inusual en la práctica, una de las consecuencias de
prometer entre extraños es que una vez que la promesa es formulada, aceptada por la
otra parte y cumplida, las personas en cuestión dejan de ser totalmente extrañas entre
sí. El destinatario de la promesa, al aceptarla, expresa cierta confianza en el otro, y el
promitente al cumplirla expresa, a su vez, respeto y deferencia por el destinatario. Ello,
en alguna medida, los acerca en términos personales (p. xx).

Todo esto no debería sorprendernos, pues las promesas son las piezas fundamentales
con las cuales se construyen relaciones personales. Es difícil ver cómo uno podría forjar
una relación de amistad sin haber nunca prometido nada explícita o, al menos,
implícitamente al otro. Las promesas contribuyen a potenciar las relaciones personales
justamente por el valor expresivo de los actos de formulación, aceptación y
cumplimiento. En todas estas etapas se invoca primero la confianza del otro. Prometer
es una forma de decir «confía en mí, no te defraudaré»15, por lo tanto, se dice algo
sobre la clase de persona que uno es (la clase de persona que no defraudará las
expectativas creadas por la promesa). Luego, en la aceptación, se expresa que uno está
dispuesto a correr el riesgo de ser defraudado por el otro. Esa asunción de riesgo
expresa una confianza en el otro, y un interés en mantener una buena relación
personal en el futuro. Finalmente, el cumplimiento expresa que uno toma en serio los
intereses de quien nos otorgó esa confianza. Al cumplir, además, uno se vuelve
confiable o más confiable que antes.

Este valor de las promesas debe ser claramente distinguido de su valor puramente
instrumental, como dispositivo o mecanismo facilitador de la interacción y la
coordinación con otros. El valor que tienen las promesas al potenciar o fomentar las


15
Véase SCANLON, 1998: 306.

7
relaciones personales es un valor que KIMEL denomina intrínseco, puesto que se logra
fundamentalmente a través de los actos de prometer (p. xx).

En marcado contraste con lo que ocurre normalmente con las promesas, los contratos
sí son apropiados entre extraños. Es más, para la mayoría de las personas, el contrato,
sus formalidades y resguardos adicionales, son innecesarios en contextos de cercanía
personal. El hecho de que los contratos sean jurídicamente ejecutables agrega algo
que las promesas son incapaces de ofrecer, justamente por el carácter informal de
estas últimas. Para realizar negocios con desconocidos y, en especial, negocios
complejos que requieren grandes inversiones (y conllevan riesgos importantes), y cuya
distribución de excedentes depende de un buen número de contingencias inciertas, las
promesas simplemente no serán una opción viable. Los contratos, por su formalidad,
rigurosa estipulación y, sobre todo, la garantía de cumplimiento por medio de la
fuerza, son capaces de establecer un marco en el cual dos personas que no se conocen
bien o que carecen de fundamentos para confiar en las cualidades personales del otro
puedan contratar e, incluso, hacerlo sobre temas complejos.

Ahora bien, dado que esta particularidad de los contratos facilita la interacción
interpersonal allí donde las promesas dejan de ser una opción atractiva, podría
pensarse que los contratos como institución son una versión más sofisticada de las
promesas, pero que se encuentran en un continuo con ellas. Ya vimos que en
relaciones íntimas tanto las promesas como los contratos pueden ser inapropiados. A
la vez, en relaciones de cercanía moderada, las promesas permiten coordinar bien a las
personas, y en relaciones entre extraños las promesas suelen ser estériles, mientras
que no así los contratos. De algún modo, el contrato ofrecería un recurso exógeno a la
relación entre las partes (la coerción estatal) que les ayuda a gestionar la confianza en
situaciones en las cuales sencillamente no puede tenerse una expectativa fundada en
que el otro actuará por las razones correctas16. La coerción, sin embargo, nos permite
confiar no en que el otro actuará por las razones correctas, sino en que actuará
racionalmente. La confianza que se requiere en las promesas es una confianza
personal, que radica en las cualidades morales de la otra parte. En cambio, la confianza
que facilita el contrato no es una confianza en la persona sino en su prudencia
(racionalidad y autointerés): dado que los mecanismos de ejecución harán que el
deudor esté peor incumpliendo que cumpliendo, uno puede tener la expectativa de
que cumplirá.

Este análisis es correcto en cuanto a la función instrumental del contrato. Sin embargo,
la idea de que el contrato es esencialmente el mismo tipo de práctica que la promesa
debe ser puesta en duda. La coerción mejora la performance de los acuerdos entre las
personas allí donde la confianza personal se agota, es decir, mejora la interacción y
cooperación interpersonal; mas esta mejora viene con un coste añadido. Los contratos
ya son incapaces de fomentar las relaciones personales del mismo modo en que lo
hacen las promesas. La presencia de la coerción estatal en el trasfondo de toda
relación contractual priva a los actos de formulación, aceptación y cumplimiento de la
promesa de su significado manifestado en términos de confianza y respeto mutuo. En


16
Véase COLEMAN, 1992: 145 y ss.

8
la medida en que la amenaza de ejecución forzada esté allí presente, uno no puede
pensar que la formulación de una promesa contractual conlleve una invocación de la
confianza personal. La invocación «confía en mí, no te defraudaré» bien puede recibir
como respuesta «lo sé… pues sería insensato de tu parte enfrentarte a las
consecuencias jurídicas del incumplimiento». A la vez, la aceptación de la promesa
contractual no puede expresar una confianza en el otro: a la aserción «confío en ti» le
acompaña un escepticismo del tipo: «pues hasta donde puedo ver, solo confías en mi
racionalidad, ya que siempre podrás ejecutar el contrato forzosamente». Por último, el
acto de cumplimiento no es capaz de expresar un genuino respeto por el otro, ya que
el acreedor siempre puede pensar: «no sé si cumples porque me respetas o porque
tienes temor a las consecuencias previstas por el derecho contractual».

En definitiva, los contratos carecen del valor intrínseco de las promesas. Esto podría
llevarnos a pensar que, aunque los contratos son una institución más sofisticada a los
fines de lograr una mejor interacción interpersonal, son moralmente menos valiosos,
dado que carecen de un valor intrínseco. Aquí es donde la tesis de KIMEL cierra un
círculo perfecto entre las funciones instrumentales de las promesas y los contratos y
sus respectivos valores intrínsecos. KIMEL defiende que los contratos tienen su propio
valor intrínseco, que es uno diametralmente opuesto al valor de las promesas.
Mientras que las promesas fomentan las relaciones personales, los contratos sirven
para mantener un distanciamiento personal, si las partes así lo desean (p. xx).
Precisamente porque en el marco de la relación contractual ninguno de los actos que
se desarrollan tiene el significado moral que tendría bajo una promesa, los contratos
permiten que las partes se relacionen, hagan negocios y planes a largo plazo sin la
necesidad de cultivar ninguna relación personal entre ellas. Este valor es de capital
importancia en términos de maximización de la autonomía personal. Los contratos nos
permiten interactuar sin desarrollar lazos personales o afectivos con otras personas. A
la vez, también nos permiten desarrollar lazos personales cuando sería difícil de hacer
si no fuera porque una parte de nuestras expectativas están mediadas por el contrato
y no por nuestra relación personal. Las partes que realizan negocios podrían tener
reticencias para desarrollar relaciones de amistad por temor a que las cosas pronto se
confundan y lo que una espere de la otra ya no dependa de los términos acordados
sino de la relación personal que se ha generado. El contrato, como instrumento
formal, con un carácter regulativo muy técnico, sirve para mantener el distanciamiento
en lo que hace al objeto del contrato (el negocio en concreto), y ello permite a las
partes avanzar en el plano personal sin preocuparse de que las cosas vayan a
confundirse en el curso de la relación. En todo momento las partes son conscientes de
que el contrato regula un aspecto de su relación de manera excluyente. En lo que hace
al negocio, la última palabra la tiene el contenido del contrato, y la relación personal
desarrollada al margen no podría intentar socavar esa base sin socavarse a sí misma.
Ello en tanto quien apela a la relación de amistad para intentar eludir sus obligaciones
contractuales previas muestra que tal vez la relación de amistad no es genuina.

En conclusión, mientras que las promesas nos acercan a la otra parte, los contratos nos
permiten mantener una sana distancia, si así lo deseamos; y en este sentido ambas
instituciones ofrecen valores instrumentales e intrínsecos perfectamente
complementarios entre sí. Por ello, interpretar que los contratos son meramente la
versión jurídica de las promesas resulta profundamente desorientador.

9
3. Un punto de encuentro entre las teorías morales del contrato y el análisis
económico del derecho
KIMEL sugiere al pasar que su teoría podría suponer un punto de encuentro entre las
concepciones morales del contrato y el análisis económico del derecho (p. xx). No se
ocupa en esta obra, ni se ha ocupado en obras posteriores, de desarrollar este punto y,
por ello, vale la pena detenerse a reflexionar de qué modo ambas teorías pueden
llegar a convivir pacíficamente a partir de la propuesta de KIMEL.

Como es bien conocido, el análisis económico de los contratos puede asumir una
metodología descriptiva o normativa. En su faz descriptiva, se trata de determinar qué
incentivos ofrecen las reglas para el comportamiento eficiente. Asumiendo que las
personas son medianamente racionales y que persiguen su propio interés, ¿cómo
actuarán en el contexto normativo definido por el derecho de los contratos? En su
vertiente normativa, en tanto, se propone que el derecho debe ser eficiente, y para
ello ha de resolver ciertos problemas que impiden que se celebren tantos intercambios
como las partes deseen celebrar.

El intercambio voluntario es siempre deseable que ocurra puesto que maximiza la


riqueza. Un ejemplo sencillo bastará para mostrar esto. Imaginemos que Malena
valora en 120 un ítem que pertenece a Olympia, por tanto, está dispuesta a pagar
hasta 120 para adquirirlo. Olympia, a su vez, lo compró en su momento por 70 y nunca
obtuvo un gran provecho de él, por lo que está dispuesta a venderlo. Malena ofrece
comprarlo por 90 y Olympia acepta. Evidentemente, luego de la transacción ambas
partes mejoran su posición. El bien está mejor asignado en manos de Malena. Al
celebrarse este contrato, Malena ha obtenido un bien que valora en 120 a cambio de
90, con lo cual ha incrementado su riqueza en 30. Estaba dispuesta a pagar hasta 120,
pero no tuvo que hacerlo porque logró pactar un precio menor. Eso significa que ha
adquirido el bien y todavía conserva los 30 de diferencia que puede destinar a algún
otro uso, como comprar otro bien o contratar algún servicio. Olympia, en su caso,
obtuvo 90 por algo que pagó 70. Su riqueza se ha incrementado en 20. En suma, la
transacción genera un excedente de 50, distribuidos en 30 para Malena y 20 para
Olympia.

Como todo intercambio voluntario implica que ambas partes estarán mejor luego de la
transacción, los intercambios deben ser fomentados. Y el derecho contractual puede
fomentar los intercambios ofreciendo soluciones para todos los problemas de
incertidumbre que pueden desalentar la contratación17. Pero generar incentivos para
que las partes contraten no es el único propósito que un buen derecho contractual
debería perseguir. Muchas veces, los contratos no resultan como las partes pensaron.
En ese caso, el derecho contractual debería promover que se cumplan los contratos
solo si ello es eficiente, y alentar que se incumplan en caso contrario18. Aquí es donde
las teorías morales entran en conflicto con la vertiente normativa del análisis
económico del derecho. Si los contratos tienen necesariamente un componente

17
Para una buena explicación de las funciones económicas del derecho de los contratos, véase POSNER,
2014: 95 y ss.
18
BIRMINGHAM, 1970: 284.

10
promisorio, entonces, un derecho contractual que incentiva el incumplimiento en
ciertos casos es un derecho que promueve el incumplimiento de promesas.

Veamos un par de ejemplos. Imaginemos que Aléxandros contrata con Malena la


compra de una maquinaria cuyo coste de producción es 70. El precio pactado es de 90
y el valor que Aléxandros asigna al bien es de 120. Pero pueden ocurrir las siguientes
situaciones:

Situación 1: luego de la firma del contrato, pero antes de su ejecución, los costes de
producción se elevan a 130. ¿Debe cumplirse este contrato? Malena sin dudas
preferirá indemnizar a Aléxandros, pagándole 30 de indemnización (lo que obtendría si
el contrato se cumpliese, es decir, 120 – 90), antes que producir a un coste de 130 y
recibir un precio de 90. El cumplimiento le causaría una pérdida de 40, mientras que la
indemnización le cuesta 30. A su vez, en ausencia de costes de transacción, Aléxandros
debería ser indiferente al cumplimiento o la indemnización de los daños y perjuicios.

Situación 2: luego de la firma del contrato, pero antes de su ejecución, aparece


Olympia que valora el bien en 170 y ofrece pagar 130. ¿Debe exigirse el cumplimiento
del contrato o debería permitirse que Malena indemnice a Aléxandros y celebre un
nuevo contrato con Olympia? Si se permitiese la segunda opción, Aléxandros sería
plenamente compensado, Olympia obtendría un excedente de 40 (pues paga 130 por
algo que valora 170) y Malena obtendría un precio de 130, tendría que cubrir la
indemnización de Aléxandros por 30 y afrontar sus costes de producción de 70.
Conservaría para sí un beneficio de 30, en lugar de los 20 que le reporta el contrato
original. Aléxandros queda igual, pero Malena y Olympia están mejor. El
incumplimiento del primer contrato es eficiente.

Estos dos ejemplos muestran que el cumplimiento forzoso del contrato es una mala
idea, puesto que impide en la situación 1 minimizar pérdidas a Malena, y a su vez
impide en la situación 2 maximizar ganancias para Malena y Olympia. Mejor es, a la
vista de estos ejemplos, que el derecho permita a las partes «salirse» del contrato a
condición de que paguen la indemnización de perjuicios correspondiente.

Esta idea, que en la literatura es conocida como la teoría del incumplimiento eficiente,
ha sido vista tradicionalmente en franca oposición con las visiones morales. En efecto,
un derecho que alienta el incumplimiento de la palabra empeñada, aun cuando ordene
una compensación para el acreedor, es un derecho en un sentido inmoral19. Un
derecho que permite a las partes desentenderse de sus compromisos pagando un
precio sustitutivo convierte a toda promesa contractual en un deber alternativo de
cumplir o indemnizar, a voluntad del deudor; y ello se da de bruces con la fuerza
normativa de la promesa, ya que si uno promete hacer φ, debe hacer φ y fin de la
historia. Esto no significa que el deber de cumplir una promesa sea inderrotable.
Ciertamente, uno puede incumplir una promesa justificadamente. Pero las razones de
autointerés, al estilo «me resulta más conveniente en términos económicos incumplir


19
Sobre esta base, Seana SHIFFRIN (2007: 715, 717-719, 732) critica duramente el derecho contractual del
common law.

11
e indemnizar», difícilmente cuenten como una razón moral capaz de contrarrestar las
razones que derivan de la promesa. Una verdad evidente acerca de las obligaciones
(morales o jurídicas) es que si las tenemos ellas no dependen de nuestros intereses20.

La acusación de inmoralidad es contundente, y algunos teóricos de la escuela


económica han intentado dar alguna respuesta a esta acusación. Jody KRAUS, por
ejemplo, ha explorado diversas estrategias para compatibilizar las teorías basadas en
la autonomía y aquellas basadas en la eficiencia. Como él mismo observa, este tipo de
intentos enfrentan el problema de la incompatibilidad entre teorías deontológicas y
teorías consecuencialistas21. De las distintas alternativas que explora, tal vez las más
interesantes son las que entienden que la autonomía y la eficiencia están ordenadas
lexicográficamente, de modo que el primer valor tiene prioridad sobre el segundo.
Citando a SCANLON, concluye que el derecho contractual y, por tanto, la exigibilidad
jurídica de las promesas, puede ser justificado con fundamentos que nadie podría
razonablemente rechazar. Sin embargo, una vez que se fundamenta la existencia de un
derecho contractual sobre la base de su contribución a la autonomía de las personas,
la cuestión acerca de qué tipo de derecho contractual debemos tener puede ser
dejado a la eficiencia. Si el remedio ante el incumplimiento debe ser la ejecución
específica o la indemnización del interés positivo tal vez pueda depender de razones
distintas de las de autonomía. En ese caso el hecho de que, en un contexto dado, una
de estas reglas sea superior a la otra en términos de la maximización de la riqueza
puede ser una razón para adoptar ese esquema en lugar del otro22. Un argumento muy
similar también puede ser defendido con argumentos rawlsianos.

Como es evidente, el argumento de KRAUS no aborda de lleno la cuestión que nos


preocupa. Solo describe el tipo de estrategia que sería capaz de compatibilizar ambos
enfoques, pero no propone una articulación sustantiva de los valores morales y la
eficiencia. La pregunta queda todavía sin responder: ¿cómo puede el derecho
contractual permitir el incumplimiento eficiente sin violentar el fundamento
promisorio de todo contrato? Es decir, ¿cómo puede permitirse que el deudor decida
incumplir e indemnizar sin que ello ofenda la propia idea de que al prometer la
prestación φ, hacer φ deja de ser optativo para él?

Más recientemente, Daniel MARKOVITS y Allan SCHWARTZ han argumentado que en


realidad no existe tal cosa como un incumplimiento eficiente. Todo incumplimiento es
ineficiente, y las situaciones del llamado incumplimiento eficiente son, en realidad, un
mito basado en una mala descripción de la situación. Según afirman estos autores, al
menos los contratantes sofisticados entienden que el acuerdo incluye una obligación
alternativa de cumplir la prestación o indemnizar. Por lo tanto, solo incumple
realmente quien no realiza la prestación ni indemniza a su contraparte. Esta


20
HART, 1994: 87.
21
KRAUS, 2001: 422-423.
22
Véase KRAUS, 2001: 425.

12
interpretación se infiere del hecho de que un contrato que garantizase la prestación en
todos los casos tendría un precio más alto23.

La idea básica es que en un mercado competitivo el precio de cada contrato estará


determinado parcialmente en función de cuál sea el remedio indemnizatorio
jurídicamente establecido o negociado por las partes en el propio contrato24. Si el
remedio jurídico ante el incumplimiento es el cumplimiento forzoso, esto garantiza la
prestación al acreedor cualquiera sea el escenario en que deba ejecutarse el contrato,
y ello se verá reflejado en un precio más alto. En cambio, cuando la solución jurídica
que rige el contrato es la indemnización del interés positivo, el acreedor de hecho sabe
que puede esperar el cumplimiento o, alternativamente, una suma de dinero
equivalente a su expectativa de beneficios. Cualquiera de las opciones libera al deudor.
Esta última opción, a diferencia de la primera, no le permite apropiarse de los
beneficios de una nueva oportunidad de negocios dada por la aparición de un segundo
comprador, como en la Situación 2 recién descripta. Dado que con este remedio el
vendedor retiene íntegramente los beneficios de contratar con el nuevo comprador, el
comprador original no estará dispuesto a pagar lo mismo que si tuviese derecho a esos
eventuales beneficios dados por la aparición de una nueva oportunidad de negocios25.
Por su parte, los vendedores también estarán dispuestos a cobrar un precio inferior
cuando el remedio es la indemnización de la expectativa. Cualquier intento de cobrar
los mismos precios con independencia del remedio provisto por el derecho será
socavado por obra de la competencia en el mercado26. Así las cosas, MARKOVITS y
SCHWARTS concluyen que un comprador sofisticado no puede entender que el precio
que ha pagado le garantiza el cumplimiento en todas las situaciones posibles.

Este argumento, aunque sumamente lúcido, tiene algunos problemas que no podemos
analizar aquí en profundidad. En primer lugar, no se define con precisión qué se
entiende por «contratante sofisticado». ¿Es un contratante perfectamente racional y
bien informado, con experiencia en el comercio? Si fuera algo parecido a esto, como
mucho MARKOVITS y SCHWARTZ podrían justificar que el incumplimiento deliberado del
contrato, seguido de la correspondiente indemnización, no es inmoral en un
subconjunto de contratos: aquellos en los cuales las partes son sofisticadas en este
sentido específico. Por otra parte, como bien han señalado algunos críticos, MARKOVITS
y SCHWARTZ no ofrecen ninguna evidencia empírica a favor de esta interpretación del
consentimiento general que se adscribe a los contratantes sofisticados, según el cual
pactan siempre una obligación alternativa de cumplir o indemnizar; y sin esta
evidencia, el argumento se torna meramente especulativo27.


23
MARKOVITS y SCHWARTZ, 2011: 1978.
24
Véase CRASWELL, 1988: 642; KLASS, 2014: 380.
25
Si el remedio fuese el cumplimiento específico, ante la aparición de un tercer contratante dispuesto a
pagar un precio mayor, el vendedor para liberarse del contrato original debería negociar con el
comprador una salida del contrato, y para ello ofrecerá parte de las ganancias del nuevo contrato.
26
MARKOVITS y SCHWARTZ, 2011: 1957 y ss.
27
KLASS (2012: 147) apunta que las partes sofisticadas dominan la técnica de la redacción de contratos
de modo que cuando quieren acordar una obligación alternativa con la forma «hacer φ o indemnizar»
normalmente lo hacen. BROOKS, a su turno, presenta una objeción similar contra la literatura que

13
Así las cosas, las propuestas de acercamiento o compatibilización provenientes del
análisis económico no resultan del todo plausibles. KIMEL, en cambio, justifica el
remedio indemnizatorio, en lugar del cumplimiento específico, con un argumento
deontológico. Si hubiera razones morales para propiciar un remedio contractual
distinto del cumplimiento específico, entonces, como mínimo tendríamos una feliz
coincidencia entre la teoría moral del contrato y las teorías económicas del
incumplimiento eficiente. Pero hay más que eso. Vamos por partes.

El primer paso del argumento consiste en tomarse en serio el principio de daño de J. S.


MILL, según el cual la coerción sobre un individuo solo puede estar justificada si de esa
manera se previene un daño a otro28. Ello implica que debe emplearse el remedio
contractual menos lesivo, pero suficiente para garantizar los derechos del acreedor. El
segundo paso del argumento es el siguiente: dada la función intrínseca que KIMEL ha
identificado en el derecho de los contratos (el distanciamiento personal),
normalmente las partes no tendrán otro interés en el contrato que el derivado del
valor que para ellos tenga el cumplimiento. Dicho de otro modo, siendo que los
contratos no se emplean de modo paradigmático para establecer, ni potenciar
relaciones personales, el contrato, si es valioso para el acreedor, lo será por el valor de
la prestación prometida. Es decir, el valor del contrato es principalmente económico.
Por lo tanto, ante el incumplimiento, el acreedor solo puede tener la expectativa
legítima de obtener aquello que se le había prometido en el contrato; y eso,
normalmente, puede ser sustituido con alguna cantidad de dinero suficiente para
dejarlo indiferente entre el cumplimiento y la indemnización. Ahora bien, como por lo
general, el remedio indemnizatorio es menos intrusivo para el deudor que la ejecución
específica, el principio de daño daría apoyo al primer remedio en desmedro de este
último (p. xx).

La clave para comprender el argumento de KIMEL a favor del remedio indemnizatorio


está en apreciar que el acto de cumplimiento no puede expresar deferencia por la otra
parte, dada la presencia de mecanismos de ejecución que harían racional cumplir de
todas maneras. El derecho contractual establece un contexto en el cual las partes
pueden desenvolverse de principio a fin actuando bajo el lema «just business». En los
negocios nadie debe ofenderse por el hecho de que la contraparte busque maximizar
su propio interés, en la medida en que no lo haga a costa del otro, y esto es
justamente para lo cual se implementa el remedio indemnizatorio. La teoría del
incumplimiento eficiente encuentra sin problemas «su lugar» en esta concepción
moral del derecho contractual. La acción de incumplimiento racional no es
irrespetuosa en la medida en que el deudor indemnice al acreedor, es decir, en la
medida en que no maximice sus beneficios a costa de la otra parte.

interpreta las promesas contractuales en términos de obligaciones alternativas. Ni siquiera cuando las
partes explicitan cuál será la indemnización en caso de incumplimiento ello indica necesariamente que
el contrato consiste en realizar la prestación o indemnizar. Véase la explicación completa en BROOKS,
2006: 588-589.
28
MILL, 2003: 80.

14
4. Derecho contractual y relaciones personales
En el apartado anterior, intentamos mostrar de qué manera la teoría de KIMEL permite
tender un puente entre las teorías morales y las teorías económicas del contrato. Sin
embargo, el camino no está exento de dificultades. Existe una razón por la cual el
puente tendido podría ser menos sólido de lo que hemos sugerido y ello, aunque no
refuta la tesis central de KIMEL sobre la naturaleza y el valor de los contratos, sí nos
obliga a realizar algunos matices.

Comencemos por una cuestión menos importante, respecto de la cual KIMEL mismo
ofrece una respuesta explícita. El problema puede ser formulado de la siguiente
manera: si el valor de recurrir a un contrato antes que a una promesa radica en el
distanciamiento personal que posibilita la primera de estas alternativas a diferencia de
la segunda, ¿por qué los individuos prefieren contratar con personas en las cuales
tienen una confianza no trivial, es decir, personas respecto de cuyas cualidades
morales tienen alguna creencia fundada?

Hay dos respuestas para esto. En primer lugar, el mundo real difiere del mundo ideal,
en tanto la práctica judicial hace que los remedios sean menos efectivos de lo que
sería deseable. Cuando una parte incumple un contrato, el remedio indemnizatorio
tarda en llegar y habitualmente deja al acreedor en una posición peor de lo que estaría
en caso de que se hubiese cumplido el contrato. En segundo lugar, aun cuando los
remedios contractuales tuviesen una efectividad del ciento por ciento, tanto en la
celeridad de la ejecución como en garantizar exactamente el valor de lo contratado,
siempre es mejor hacer las cosas amigablemente (p. xx). Ahora bien, el hecho de que
el mundo real tenga estos defectos, muestra que cuando los contratos funcionan como
se supone que deberían funcionar, la confianza personal en las cualidades morales de
la otra parte se vuelve cada vez más irrelevante. Un derecho contractual ideal
permitiría a las partes contratar aun en ausencia total de dicha confianza, y esto es
importante porque ilumina dos características esenciales de los contratos: por un lado,
permiten el intercambio entre extraños y, por otro, permiten el distanciamiento
porque no dejan margen para la expresión de deferencia y respeto en el desarrollo del
plan contractual.

La segunda cuestión, de mucha más incidencia, tiene que ver con la existencia de lo
que Ian MACNEIL ha llamado «contratos relacionales»29. Los contratos relacionales son
los que no se limitan al mero intercambio económico entre las partes, sino que
dependen del desarrollo de relaciones de cooperación y, por ende, confianza entre
ellas. A diferencia de los contratos discretos, los contratos relacionales trascienden el
marco meramente transaccional, surgiendo entre las partes normas de conducta
derivadas de, y para regimentar, su propia cooperación. Esas normas son sensibles a
las expectativas generadas, a la confianza depositada por los contratantes y a la idea
de que ellas comparten (y no meramente dividen o reparten) los excedentes de sus
empréstitos30. Los contratos relacionales son paradigmáticamente los que requieren
una continuidad a lo largo del tiempo, o una relación de cercanía o conocimiento

29
MACNEIL, 1974: 720 y ss.
30
MACNEIL, 1974: 782 y, especialmente, 791; 1981: 1025, 1031 y ss.

15
mutuo importante, para ser exitosos: algunos contratos de producción publicitaria,
algunas formas de franquicia, concesión o distribución, los fideicomisos, entre muchos
otros, son impensables sin una relación sólida y afianzada entre las partes.

KIMEL admite la existencia de contratos relacionales, pero intenta en un primer


momento reducir el impacto de la posible objeción señalando que son solo una parte
de la realidad contractual. Todos los contratos de consumo y las transacciones
ocasionales responden más bien a la lógica de los contratos discretos. Los muebles de
nuestras casas, la ropa que llevamos puesta, los servicios domiciliarios como el agua, la
electricidad, el gas, la televisión por cable, el teléfono, el acceso a internet y el medio
de transporte que utilizamos para trasladarnos de un lugar a otro son todos casos de
contratos discretos. En ninguno de estos contratos el éxito del negocio depende de
establecer ninguna relación con la otra parte. Por lo tanto, no debería asumirse que el
contrato relacional es el fenómeno preponderante de la realidad contractual moderna
(p. xx).

Aun si los contratos relacionales no son el núcleo de la contratación son


definitivamente un aspecto notable de la práctica, y deben ser explicados. Dentro de
los contratos relacionales existen casos extremos, casos en los cuales el contrato es
una mera formalidad entre las partes y ellas prefieren regir sus negocios sobre la base
de sus vínculos previos de amistad o asociación informal. En estos supuestos, las
estipulaciones contractuales permanecen latentes en el curso de la relación y solo
cobran alguna virtualidad mínima cuando surgen problemas. Allí, el documento
contractual juega algún papel como punto de partida, sumamente débil, para iniciar el
proceso de resolución del conflicto. Estas prácticas existen, y la pregunta que persiste
es cómo puede darse cuenta de ellas desde una teoría como la de KIMEL que enfatiza
que el valor del derecho contractual radica en posibilitar el distanciamiento personal.

Estos ejemplos tampoco conmueven a KIMEL, pues entiende que las relaciones así
establecidas tienen poco de contractual y mucho de personal. Justamente, no se
puede exigir a una teoría del contrato que explique o de cuenta de relaciones
establecidas entre las partes con independencia del contrato y en la cual el hecho de
formalizar un contrato tiene una trascendencia inapreciable en la relación. Estas
personas más que aprovechar la institución del contrato prescinden de ella. Por lo
tanto, de la misma manera que el hecho de que las personas no utilicen sus
automóviles como medio de transporte no refuta una teoría que postula que el valor
de los automóviles radica en su utilidad como medio de transporte, el hecho de que
algunas personas no aprovechen los beneficios que aporta la institución del contrato
en términos de distanciamiento personal no refuta una tesis según la cual el valor de
esta institución radica en posibilitar el distanciamiento personal (p. xx).

Recién ahora puede apreciarse cuál es el objeto que merece ser explicado. No son las
relaciones que se establecen al margen del contrato, como se describe en el párrafo
anterior, sino los contratos que por su naturaleza requieren una profundización de la
relación personal entre las partes. ¿Cómo casan estos contratos con la tesis de KIMEL?
En parte, la respuesta ya la hemos brindado al final del apartado 2 cuando señalamos
que algunas relaciones personales no podrían desarrollarse si no es porque el contrato
juega un papel mediador en alguna medida externo a la relación entre las partes. Allí

16
donde existe el riesgo de promiscuidad entre lo personal y lo negocial, la posibilidad de
distanciamiento que el contrato ofrece respecto del objeto del contrato permite a las
partes desarrollar sus relaciones sin temor a que las cosas se confundan. Una vez que
el contrato es celebrado, algunas cuestiones de la relación no estarán reguladas por los
lazos que la cooperación negocial pueda generar sino por la estipulación contractual
de manera excluyente. Esto significa que respecto del objeto del contrato apelar a
cualquier consideración diferente del pacto formalizado puede estar fuera de lugar (p.
xx). El contrato relacional, más que ser un contraejemplo para la teoría de KIMEL,
parece ser el caso en el cual el valor del distanciamiento alcanza su máxima expresión.
Es allí donde las relaciones personales son importantes para el éxito de la cooperación
que el distanciamiento respecto de algunos aspectos de la relación puede aportar a su
sano mantenimiento y desarrollo en el tiempo.

La pregunta que corresponde formularnos ahora es si los contratos satisfacen la


función de distanciamiento en la medida en que lo requiere el argumento de KIMEL.
Nuestra impresión es que no. La estrategia de KIMEL es examinar lo que podríamos
llamar el caso central de derecho contractual. Aunque la obra no es explícita al
respecto, uno puede apreciar alguna similitud entre la metodología seguida por KIMEL y
la sugerida por John FINNIS en su clásico Natural Law and Natural Rights (1980).
Conforme con FINNIS, estudiar una práctica como el derecho requiere seleccionar el
caso central y no todas las instancias de prácticas que en las distintas latitudes llaman
«derecho». En efecto, si uno desea estudiar los corazones, su estructura y
funcionamiento, uno no debe dar cuenta de todas las instancias de corazones que
pueden encontrarse en la experiencia médica, con todas sus propiedades y
particularidades, sino de los corazones sanos. Estos son los que desempeñan sus
funciones de manera exitosa. Solo comprendiendo el caso exitoso uno puede
comprender también qué tienen de malo los corazones defectuosos, aquellos que no
satisfacen sus funciones correctamente31. Es evidente, entonces, que este tipo de
análisis presupone algún juicio evaluativo sobre qué haría que el objeto que se está
estudiando sea exitoso. En el caso del derecho contractual, KIMEL define su éxito por la
satisfacción de la función del distanciamiento personal. El distanciamiento personal es
valioso, como hemos visto, por su contribución a la autonomía. Y el caso central de
derecho contractual satisface este valor.

Ahora bien, ¿es verdad que el caso central de derecho contractual satisface el valor del
distanciamiento personal? En principio, KIMEL ha ofrecido un argumento sólido para
secundar esta tesis. Pero, ¿cuán exitoso es el caso central (o ideal) en la satisfacción
del valor del distanciamiento personal? KIMEL parece asumir que el caso central de
derecho contractual permite a las partes mantener plenamente el distanciamiento, si
así lo desean. Sin embargo, las características de la contratación hacen que esto sea
imposible. Ni siquiera el mejor derecho contractual que podamos imaginar permitirá a
las partes mantenerse distanciadas en los contratos relacionales, al punto requerido
por la tesis de KIMEL. Los contratos son necesariamente incompletos, en el sentido de
que siempre habrá en la vida del contrato situaciones no previstas32. Además, existen


31
Véase la ilustrativa explicación de COLEMAN, 2011: 106 y 107.
32
Véase SHAVELL, 1980: 466-467; 2006a: 838-839.

17
deberes de buena fe que exigen conformidad durante todas las etapas del contrato (la
negociación, la celebración, la interpretación y la ejecución), cuya observancia
necesariamente tendrá un valor expresivo en términos de relación personal. Allí donde
debe colmarse una laguna, o concretarse un deber de buena fe, las partes no podrán
dejar de expresar una consideración por el otro (o una desconsideración) dependiendo
de cuál sea el curso de acción elegido.

Asimismo, dado que se trata de relaciones contractuales que se extienden a lo largo


del tiempo, no es posible que ciertas actitudes, como la fidelidad ininterrumpida no
tengan un valor expresivo respecto del aprecio personal entre las partes y el ánimo de
continuar con la relación. Es por esta razón que si, en una relación que encadena
contratos a lo largo de 15 años, Olympia simplemente dejase de comprar los
productos de Malena y la reemplazare por Aléxandros como su principal proveedor,
sin dar a Malena la oportunidad de igualar la mejor oferta, Malena bien podría sentirse
ofendida o traicionada. Olympia no tiene un deber de ignorar otras propuestas. Pero el
hecho de que haya mantenido su fidelidad durante 15 años, y que durante ese tiempo
Malena la haya tratado como una cliente especial, y le haya dado un trato preferente o
haya sido sensible a sus necesidades concretas en cada caso, termina influyendo en la
relación entre ambas. La institución del contrato no es capaz de mantener el
distanciamiento personal con una eficacia absoluta, aun si las partes así lo desean.
Para ello, deberían dejar de lado los buenos tratos en cada ocasión lagunosa, deberían
dejar de guiarse por las exigencias de la buena fe (que nos imponen tomar en serio los
intereses del otro, entre otras cosas), y deberían prescindir de todo intento de
fidelidad, pues estos actos serían rápidamente constitutivos de una relación que va
más allá de la mera relación contractual33.

Estas observaciones no afectan la tesis de KIMEL conforme con la cual la naturaleza del
contrato y la naturaleza de las promesas divergen en cuanto al valor intrínseco de cada
institución. Pero sí afectan en una medida importante el puente tendido entre las
teorías morales y el análisis económico del derecho. Nótese que, si el distanciamiento
personal no puede obtenerse con efectividad absoluta, aun deseándolo ambas partes,
lo más probable es que en los contratos relacionales una explicación del tipo «just
business» vaya a ser insuficiente e incluso insultante para una de ellas. Y, si esto es así,
la teoría del incumplimiento eficiente es incompatible con las normas morales
generadas en los contratos relacionales por la cooperación contractual sostenida a lo
largo del tiempo. Incumplir un contrato no es solo privar a la otra parte de su interés
en la prestación, cuestión que puede ser reemplazada por una indemnización
sustitutiva, sino fallarle como socio en los negocios.

En suma, los contratos permiten a las partes mantener una buena cuota de
distanciamiento personal, cuando así lo desean, de una manera que a las promesas les
resulta imposible de garantizar. Ello es suficiente para definir la naturaleza del
contrato y establecer sus diferencias con las promesas. Sin embargo, el ámbito de
aplicación de la teoría parece más reducido que el que KIMEL anuncia. El valor
intrínseco de los contratos no nos ayuda a comprender todas las complejidades del


33
Véase PAPAYANNIS, 2016: 240.

18
fenómeno de la contratación. Ello es así porque en los contratos discretos no se
requiere ejercitar ninguna opción de distanciamiento. Estos contratos se celebran
normalmente entre extraños, son de ejecución instantánea, y se producen en el gélido
marco de la transacción puramente económica en el cual es prácticamente imposible
establecer una relación personal. Sin posibilidades de establecer una relación personal,
entonces, ¿para qué sería útil (o cómo sería inteligible) la opción de distanciarse? Por
otra parte, en los contratos relacionales el distanciamiento absoluto es imposible, y
ello hace que incluso en el caso central de derecho contractual –el exitoso– las partes
desarrollen un entramado de entendimientos mutuos, expectativas, aspiraciones y
deberes de cooperación que no derivan directamente de lo expresamente estipulado.
Si esto es así, el cumplimiento de estos deberes expresará el tipo de actitud que puede
encontrarse normalmente en el marco de las promesas, luego de las cuales es difícil
negar que se ha establecido una relación personal. Esto último resulta determinante
para socavar en alguna medida el intento de conciliación entre las teorías morales y las
teorías económicas, pues este está basado en la idea de que el distanciamiento
personal (que tiene valor moral) permite entender que una cosa son los negocios y
otra las amistades. Cuando esta línea no puede trazarse nítidamente, no hay
incumplimiento eficiente que siendo unilateral (no acordado mediante el pacto de una
indemnización) pueda a la vez ser moral34.

5. Una lectura liberal del contrato: autonomía, libertad contractual y neutralidad

Otro aspecto que inmediatamente llama la atención en el trabajo de KIMEL es que este
pretende sentar las bases de una teoría liberal del contrato. ¿Qué pistas ofrece KIMEL
para interpretar lo que quiere decir con la adopción de esa etiqueta? Para ello,
debemos revisar el enorme influjo que la obra de Joseph RAZ ocasionó en KIMEL. Es
evidente que su relevancia excede con creces el hecho de haber sido el supervisor de
la investigación doctoral que luego se transformó en el trabajo objeto de nuestro
estudio. En dos célebres ensayos, «Voluntary Obligations and Normative Powers»
(1972) y «Promises and Obligations» (1979), RAZ analiza las obligaciones voluntarias en
términos de potestades normativas y la institución de la promesa como una especie de
obligación voluntaria35. Buena parte de las observaciones que ahí plasmó fueron
asumidas y traspaladas al caso del contrato y el derecho contractual por KIMEL. No
obstante, la influencia raziana no solo da cuenta de estos puntos centrales en el
argumento de KIMEL, sino de su apelación a la filosofía moral y política de marcado
corte liberal que RAZ consagró en The Morality of Freedom (1986). En ese lugar,
desplegó una fuerte defensa de una concepción de los derechos, la neutralidad estatal
y la prevención del daño en la tradición liberal, engarzando estas ideas con el
pluralismo e inconmensurabilidad de los valores junto con el respeto de los ideales

34
Esta tesis no niega que pueda justificarse moralmente el incumplimiento eficiente con argumentos
independientes de la distinción entre contratos y promesas. Un intento de este tipo se realiza en
PAPAYANNIS, 2018. Desde el análisis económico del derecho también se intenta justificar el
incumplimiento de la prestación prometida, apelando a un contrafáctico relativo a lo que las partes
hubiesen pactado si hubiesen considerado la contingencia que ahora genera el problema de
cumplimiento. Véase SHAVELL, 2006b: 441, 446 y ss.
35
RAZ, 1972: 79-112; 1979: 210-228. Para completar las ideas de RAZ sobre estos temas, puede
consultarse la revisión crítica que realiza del trabajo de ATIYAH (1981), en RAZ, 1982: 916-938.

19
personales de vida. Es esta versión del pensamiento liberal la que se encuentra
plasmada en la teoría contractual de KIMEL. Su punto de partida es, desde luego, la
noción de autonomía personal.

De acuerdo con KIMEL, «[l]a autonomía personal es un ideal de autocreación, de las


personas ejerciendo control sobre sus destinos. Una vida autónoma consiste en la
realización de actividades, objetivos y relaciones libremente elegidos» (p. xx). Dicha
concepción perfila el compromiso fundamental de la teoría liberal del contrato; a
saber, que el valor sustantivo de la autonomía personal de los contratantes debe
protegerse y promoverse en sus exigencias, regulaciones y finalidades. Pero este valor
no es absoluto. Del hecho de que las partes expresen su voluntad de crear una
obligación no se sigue necesariamente que siempre vayan a tener éxito por imperativo
de la autonomía personal. No toda promesa bien formulada o contrato válido genera
obligaciones por tratarse de un ejercicio de la autonomía personal. La defensa y
promoción de este valor no conlleva ni presupone aceptar todos los vínculos
obligacionales que en aras de aquel sean justificados. Un contrato sobre un objeto
moralmente repugnante, por mencionar un ejemplo habitual, no es obligatorio aun
cuando sea la manifestación de la autonomía de quienes lo pactaron.

No obstante, el argumento parece ir demasiado rápido. Antes de explicar cómo puede


ser que no toda expresión de autonomía genere obligaciones debería explicarse por
qué el valor de la autonomía permite crear por regla general obligaciones. ¿Cuál es la
razón por la cual los pactos libremente asumidos son vinculantes para las partes? En
otras palabras, lo sorprendente no es que algunos intentos de crear obligaciones
mediante la manifestación de voluntad sean infructuosos, sino que algunos
efectivamente sean exitosos.

Respecto de esto, una parte importante del rendimiento teórico de la perspectiva del
contrato como promesa, a la cual KIMEL adhiere en este particular punto, es justificar
su obligatoriedad en términos de autonomía. La idea básica, ya presente en FRIED, es
doble. Por una parte, quien incumple una promesa daña a su contraparte. La
instrumentaliza en un sentido kantiano, en tanto le genera expectativas de
cumplimiento sobre alguna cuestión que normalmente reviste alguna importancia
para su autonomía (de lo contrario, ¿para qué aceptaría ella la promesa?), y luego
defrauda esas expectativas36. Por otra parte, la obligatoriedad de las promesas es un
imperativo de la agencia autónoma. Si no tomamos en serio las obligaciones que las
personas deciden libremente asumir, dejamos de tomar en serio a las personas
mismas y a su concepción acerca de lo que es bueno en la vida. Dado que prometer es
normalmente necesario para desarrollar un plan de vida complejo que requiera de la
relación con otros individuos, al no reconocer su capacidad de obligarse las estaríamos
infantilizando, es decir, tratando como a un niño incapaz de decidir por sí mismo lo
que le conviene37. El argumento se extiende al contrato, puesto que el presupuesto de
ambas esferas es compartido. Así, el reconocimiento del valor de la autonomía
conlleva facilitar las condiciones que posibilitan a las personas disfrutar esa vida


36
Véase FRIED, 2015: 16-17.
37
FRIED, 2015: 20-21.

20
autónoma y exige respetar las obligaciones que ellos libremente han asumido, como
expresión de sus planes de vida. De esa manera, al permitir que las personas
convengan libremente sus obligaciones se muestra un respeto por su autonomía.

El hecho de que la autonomía sea un valor importante en el derecho de contratos o en


alguna otra área del derecho privado no es, en rigor, una novedad. Tradicionalmente,
los estudios de derecho privado han visto en la noción de autonomía de la voluntad el
fundamento general del derecho contractual, en la medida en que el sistema jurídico
privado garantiza que los individuos sean libres de contratar o no y, si deciden hacerlo,
contraigan autónomamente obligaciones que deben observar. El matiz que es
necesario introducir respecto del enfoque de KIMEL radica en que el valor de la
autonomía personal que le interesa defender es una noción moral y políticamente
comprometida con el pensamiento liberal moderno, en cuyo marco se inserta el
grueso de su proyecto teórico. KIMEL, entonces, defiende una particular versión del
liberalismo y afirma que conviene tenerla presente para abordar la filosofía del
contrato.

Esta consideración tiene una significativa relevancia para transparentar los


presupuestos que suscribe el autor en la articulación de la autonomía personal. Su
configuración tiene aspectos distintivos que la hacen más compleja y flexible,
permitiendo que la autonomía que propone logre adaptarse a supuestos contractuales
muy distintos de aquel que imaginó el ideario decimonónico en el derecho privado
moderno. Ello debido a que son cada vez más frecuentes los casos de intervención
ejercidos en atención a la desigualdad de los contratantes, que redundan en una
afectación de la autonomía de alguno de ellos. Dicha clase de supuestos podrían ser
abordados desde su visión de la autonomía personal. Esta última, asimismo, se
encuentra desprendida de un conjunto de exigencias que, de acuerdo con su óptica,
son propias de una lectura más clásica de las ideas liberales.

Según KIMEL, la autonomía personal no es el único valor o aspiración que el liberalismo


puede proteger y alentar. Existe una pluralidad de ideales o propósitos que pueden ser
legítimamente promovidos por el Estado mediante la regulación contractual. Ello es
importante porque al no ser la autonomía el único valor en juego, resulta inevitable
que existan conflictos y tensiones entre las distintas metas que se propongan. La
autonomía, por su parte, debe ser sensible a esta situación y debilitar, cuando sea
necesario, la intensidad de sus exigencias, sin que por ello deje de tratarse de un valor
normativo. Adicionalmente, es importante poner de relieve que el valor de la
autonomía debe entenderse como una cuestión de grado (p. xx). KIMEL muestra el
punto en el marco de las controversias contractuales, aunque sus repercusiones son
mucho más amplias. Analiza un famoso caso en el que una de las partes actúa
unilateralmente en contra de un aspecto específicamente reglamentado en el contrato
–cañerías de un diseño y calidad similar al pactado, pero de un fabricante distinto38–, y
argumenta que no es claro que validar el contrato y obligar al comprador a pagar el
precio estipulado constituya necesariamente una falta de respeto a su autonomía y
libre elección (p. xx).


38
Véase Jacob & Young v Kent, 129 NE 889 (1921).

21
Esta asunción de la autonomía como una cuestión de grado sirve para poner a prueba
la relación entre autonomía y libertad contractual. Desde el prisma dogmático
tradicional, constituye un lugar común organizar la teoría general del contrato a la luz
de un conjunto de principios fundamentales. Ahí la relación entre la autonomía de la
voluntad y la libertad contractual ha sido entendida, en términos generales, como una
de género y especie en virtud de la cual el segundo principio es una manifestación
específica del primero. En este sentido, habría plena consistencia entre ambas
nociones pues la protección y el fomento de la autonomía personal deben ser, en
principio, coincidentes con una mayor libertad y una menor intervención contractual.
Pero el derecho de los contratos no siempre supone, como bien sabemos, la
ampliación sistemática de la libertad de las partes ni tampoco la ausencia total de
términos y condiciones indisponibles e incluso de relaciones contractuales que ellas no
han decidido libremente, pero a las cuales están sujetas por imposición de la
legislación.

El diseño teórico de estos principios del derecho de contratos y la forma en que se


desarrollan en la práctica las relaciones contractuales ha ofrecido numerosas
dificultades para los estudios de derecho contractual. La propuesta de KIMEL sugiere,
por ende, releer la relación entre la autonomía personal y la libertad contractual. Su
foco de atención es la libre elección de los individuos en la medida en que, siguiendo a
RAZ, considera que contar con opciones es condición necesaria, aunque no suficiente,
de una vida autónoma. En un conocido pasaje, RAZ indica que

[u]na persona es autónoma solo si tiene a su disposición una variedad de opciones aceptables
entre las cuales elegir, y su vida resulta tal como es a través de su elección de algunas de estas
opciones. Una persona que nunca ha tenido ninguna opción significativa, o que no estuvo
consciente de ella, o que nunca ha ejercido su elección en asuntos importantes, sino que
simplemente se ha dejado llevar por la vida, no es una persona autónoma39.

Si trasladamos esto al derecho contractual, podría pensarse que el respeto de la


autonomía personal implica preservar una política que garantice una buena gama de
opciones disponibles para elegir. De modo que, en un entendimiento preliminar de la
exigencia de autonomía, su respeto conllevaría una mayor posibilidad de elección. Sin
embargo, tal consideración constituye, a juicio de KIMEL, un error proveniente de un
malentendido de lo que implica la óptica liberal. De acuerdo con la teoría liberal del
contrato, es perfectamente compatible resguardar la autonomía y restringir las
opciones que tiene una persona y, en efecto, en algunos casos el amparo efectivo de la
autonomía exige limitar las alternativas del contratante. Ello podría darse, por
ejemplo, en contratos como los de trabajo, los servicios públicos y las operaciones de
crédito de dinero, entre muchos otros. En el primero de estos, cuando un trabajador
tiene derechos irrenunciables establecidos por la legislación laboral, indudablemente,
ve mermada su capacidad de alterarlos o suprimirlos de la relación contractual según
su libre elección, pero lejos de resultar incompatible con su autonomía personal,
eliminar el riesgo de que una persona sea tentada a firmar tales contratos pareciera
ser algo requerido por el respeto de la autonomía personal (p. xx).


39
RAZ, 1986: 224.

22
Así, pese a contar con un número menor de opciones disponibles para formular su
relación contractual, el trabajador no se ha visto privado de todas las alternativas sino
solo de algunas opciones, conservando otras tantas, que en conjunto resultan más
valiosas para conformar un plan personal de vida según sus decisiones. Su vida, en este
sentido, es autónoma. La regulación que establece estas barreras, en tanto, continúa
honrando las directrices de la autonomía personal de aquel contratante. El problema
central radica en la justificación de por qué se ha producido en este tipo de supuesto
tal limitación; a saber, la desigualdad del poder de negociación de los contratantes.
Dicha característica que está presente en gran parte de las relaciones contractuales,
como las conocemos, es situada como un elemento indispensable para despojar la
libertad contractual de su lectura rígida y estricta.

En contextos contractuales en que existe una asimetría notable entre los contratantes,
produciéndose un ostensible desequilibrio en el poder de negociación de las partes, el
derecho contractual moderno establece reglas sustantivas a favor del contratante que
está en una posición desfavorecida. De ahí que muchas de las intervenciones que
efectúa el derecho de contratos, aun cuando disminuyan las opciones disponibles para
el ejercicio de la libertad contractual de las personas, y parezcan socavar con ello su
autonomía personal, en realidad, la fortalecen. Precisamente, se trata de
intervenciones que se efectúan en razón de la autonomía de este tipo de contratantes.
Aquí, entonces, es posible apreciar una consecuencia de comprender la autonomía en
el derecho de contratos como una cuestión de grado: puede haber autonomía
personal pese a disminuir el rango de opciones disponibles para un contratante. Y, por
tanto, una legislación que interviene en la libertad contractual de una persona no
necesariamente lesiona su autonomía. Más bien, la ampara y fomenta.

Este tipo de intervenciones que justifican una prohibición sobre la base de que resulta
beneficiosa para el propio bienestar de la persona son, en términos generales,
paternalistas. Como ya lo advirtió Anthony T. KRONMAN a comienzos de los 80, no existe
un único principio que explique todas las intervenciones paternalistas que figuran en el
derecho contractual, sino que hay distintos modos de implementación y razones que
las justifican40.

La cuestión que KIMEL parece no advertir es que el tipo de intervenciones que él


justifica en el derecho de contratos, es decir, aquellas que afectan la libertad
contractual de la parte débil tienen este carácter y, naturalmente, requieren una
especial justificación moral. Si se busca proteger al deudor de sí mismo, limitando su
libertad contractual para este pueda hacer lo que el derecho contractual considera
como contrario a sus intereses, la restricción paternalista debe fundarse en un
principio particular. Allí pueden hacerse valer consideraciones de diversa índole, pero
en todo caso su justificación dependerá de que tengan el peso suficiente. Lo que nos
interesa destacar, sin embargo, es que la conciliación que efectúa respecto de este
tipo de intervenciones abre un flanco adicional de análisis y crítica: el paternalismo en
el derecho contractual.


40
KRONMAN, 1983: 765.

23
Esta comprensión de la intervención en el contrato, evidentemente, contribuye a
abordar un generoso espectro de la realidad contractual contemporánea en que el
negocio paritario, libre y racionalmente configurado entre los contratantes parece ser
una suerte de quimera. Cumple una dimensión explicativa así como una justificativa
respecto de la relación entre la autonomía y los límites de la libertad contractual. De
un lado, explica por qué se produce esto último sin afectar necesariamente la primera
y, de otro, justifica la intervención en la libertad contractual, brindando una razón
sustantiva de peso para aceptarla, esto es, que está en juego la autonomía del
contratante con menor poder de negociación.

Hasta aquí la propuesta de KIMEL goza de una gran fortaleza. No obstante, debe
enfrentarse la siguiente objeción: pese al innegable valor epistémico del enfoque
parece que se ha traicionado su compromiso con un postulado central para el
pensamiento liberal, a saber, la neutralidad. ¿Cómo es posible que, en virtud del
resguardo de la autonomía de un contratante, se establezcan regulaciones que limiten
el número de opciones disponibles para ejercer su libertad contractual y ello respete la
neutralidad del Estado liberal? Hacer frente al desequilibrio en el poder de negociación
de las personas mediante la intervención del derecho de contratos significa desafiar la
neutralidad que debiere estar presente en una teoría del derecho contractual que se
precia de liberal. Desde la obra de John RAWLS, al menos, el principio de neutralidad
está fuertemente asentado en la doctrina liberal contemporánea41.

La noción de neutralidad es desarrollada por KIMEL, nuevamente, de la mano de RAZ.


Este término conlleva dos exigencias, que están estrechamente relacionadas entre sí.
Por un lado, la exigencia de preservar la neutralidad respecto de las distintas
concepciones del bien existentes en la comunidad política y, por otro, mantenerla
también respecto de los individuos concretos (o de colectivos bien definidos). Si se
trata de una relación contractual, ambas demandas de la neutralidad pueden verse
alteradas. La primera, por ejemplo, ocurre cuando un contrato es declarado
judicialmente nulo por la ilicitud de su objeto, al considerarlo atentatorio de la moral y
las buenas costumbres. Dicha declaración devela una determinada concepción de lo
bueno que es preferida respecto de otras presentes en la sociedad. Mientras que la
primera es protegida y alentada, las restantes son obstaculizadas. La segunda, en
tanto, es afectada cuando el derecho de contratos beneficia a la parte débil de la
relación contractual y obstaculiza a la fuerte. Así acontece, entre otros supuestos,
cuando son establecidos derechos solo a favor de una de las partes –como el período
de reflexión en ciertos contratos de consumo–, o bien cuando se consagran reglas de
interpretación que favorecen prima facie al contratante débil: la directriz de
interpretación contra el estipulante o aquella que impone la lectura más favorable a la
liberación del deudor son también buenos ejemplos.

Frente a esta clase de dificultades, KIMEL advierte que su compromiso con la


neutralidad no conlleva la asunción de un verdadero dogma de las posiciones liberales,
ya que no todo liberalismo defiende, y de igual manera, el principio de neutralidad


41
Para el tratamiento de RAWLS acerca de la noción de neutralidad en el liberalismo político, véase
RAWLS, 1993: 191-195.

24
estatal. En efecto, el liberalismo raziano no lo hace. Su apuesta por rechazar el anti-
perfeccionismo en las sociedades liberales es un indicador de que la neutralidad no
está ahí adoptada en forma íntegra. Por el contrario, ella está desplazada y no ocupa
un lugar de privilegio en el armazón teórico-político de RAZ42. Pero la cuestión a la cual
KIMEL presta atención es la conexión conceptual entre la neutralidad y la libertad
contractual. Desde su punto de vista, esta no es tan obvia ni directa como puede
parecer (p. xx).

Aun cuando se defienda la centralidad del principio de neutralidad, su implementación


no siempre es factible. Y no lo es cuando resulta imposible ayudar u obstaculizar, y en
el mismo grado, a todas las partes en cuestión. Pues, piensa KIMEL, la posibilidad de ser
neutral depende de que, en las circunstancias del caso, podamos distinguir entre no
ayudar y obstaculizar, o entre no obstaculizar y ayudar. Y aquí surgen, al menos, dos
tipos de problemas. Primero, cuando el Estado tiene el deber de ayudar a sus
ciudadanos, su omisión claramente supone una obstaculización. El segundo problema
es que muy a menudo la intervención (o no intervención) en la libertad contractual
solo puede significar que se ha tomado partido por alguna de las partes en conflicto.
Por ejemplo, si se valida en todos los préstamos bancarios la incorporación de una
caducidad convencional del plazo –lo que también se conoce como cláusula de
aceleración–, naturalmente, son beneficiadas las entidades financieras y perjudicados
los mutuarios. Pero si se ayuda a estos últimos, se obstaculiza a los primeros. No es
posible pensar en una intervención que ayude u obstaculice, al mismo tiempo y en el
mismo nivel, a ambas partes de dicho vínculo contractual. Como es evidente, en
ninguno de estos supuestos existe la posibilidad de permanecer neutral. Ello no
implica que la neutralidad sea conceptualmente imposible en el derecho de los
contratos, sino solo que no puede ser un valor central, irrenunciable, cuando en una
amplísima gama de supuestos no se dan las condiciones para que ella pueda ser
íntegramente respetada. De ahí que para la teoría liberal del contrato, la autonomía
resulta ser una cuestión más importante que la neutralidad (p. xx).

En conclusión, la calificación de liberal de la teoría del contrato articulada por KIMEL es


apropiada, en términos amplios, por su infranqueable compromiso con la autonomía
personal de los contratantes. Sin embargo, esta versión del pensamiento liberal no se
ajusta en distintos puntos a otros modelos de comprensión del liberalismo, que bajo el
prisma de KIMEL podrían entenderse como clásicos, ortodoxos o canónicos. La relectura
de la relación entre la autonomía personal y la libertad de contratación, junto con la
relativización de la exigencia de neutralidad en el derecho de contratos, constituyen
indicadores de que la versión del liberalismo que KIMEL suscribe es una de carácter
moderada, en relación con la menor intensidad bajo la cual asume ciertos postulados
tradicionales de esta doctrina política. Ello explica la introducción de un puñado de
matices, sutilezas y distinciones en las creencias básicas del andamiaje liberal. Por eso,
incluso el valor fundamental de la autonomía admite un análisis complejo y flexible. Se
trata del principal valor en juego, pero no del único vigente en el ámbito contractual; y
su satisfacción es, por último, una cuestión de grado.


42
RAZ, 1986: 110-133; 134-162.

25
6. La autonomía y su herencia intelectual

6.1. Liberalismo y pluralismo de valores


Como acabamos de ver, KIMEL sostiene que la autonomía es un valor entre otros
disponibles, mas en ningún momento explicita cuáles serían esos otros valores que
podrían encontrarse en disputa con la autonomía personal. Esto puede instalar una
valla que la teoría liberal del contrato debe sortear; a saber, el pluralismo y sus
dimensiones de expresión43. Autores a los que según hemos anotado KIMEL echó mano
para cimentar su perspectiva, como RAWLS y RAZ, apostaron por el respeto y la
valoración de la pluralidad de bienes o fines. De ahí que la sensibilidad pluralista no
resulta ajena a KIMEL y, por el contrario, explícitamente suscribe su vigencia en la
regulación de los contratos. Pero no proporciona criterios para solucionar potenciales
conflictos entre los valores en disputa. Solo sabemos que, en su esquema, existe en
general una prioridad de la autonomía personal respecto de otros valores como,
específicamente, la neutralidad estatal. Esta posición privilegiada que favorece a la
autonomía personal, no obstante, es del todo insuficiente cuando se trata de optar
entre dos normas, digamos una que favorece la autonomía de los consumidores contra
otra que en el largo plazo mejora la investigación y el desarrollo de tecnologías menos
contaminantes. Si algún conflicto de esta naturaleza fuese a presentarse, la teoría de
KIMEL nos dejaría sin ninguna guía para tomar esa decisión de política jurídica.

Lo anterior puede generar dificultades en las relaciones contractuales, como en todas


las demás instituciones del derecho. En el intercambio negocial normalmente hay una
pluralidad de valores que deben atenderse. La autonomía personal es un valor central,
sin duda, pero también parecen ser relevantes la eficiencia en las transacciones
comerciales y los procesos de resolución de controversias contractuales, no contar con
un derecho contractual obsoleto que impida el desarrollo económico, la seguridad
jurídica en general, la disuasión de conductas indeseables, el establecimiento de un
esquema de interacción distributivamente justo y la promoción de políticas concretas
de igualdad, entre muchos otros. Evidentemente, muchos de estos valores van a
menudo en la misma dirección. Un derecho contractual eficiente no tiene por qué
entrar en conflicto con la autonomía personal ni con el desarrollo económico, aunque
claramente podría estarlo. En consecuencia, una teoría completa del derecho
contractual requiere profundizar el análisis en lo que hace a la diversidad de valores
que esta área del derecho privado puede legítimamente perseguir.

Ahora bien, ¿está obligado KIMEL a pronunciarse con mayor detalle sobre esto?
Probablemente no. Debe recordarse que el principal objetivo del capítulo 5 de su libro
es articular una teoría del contrato que resuelva la supuesta relación conflictiva que
apuntamos entre la libertad contractual y la protección del contratante débil.
Recientemente, en el prólogo que el autor redactó para esta traducción al castellano,
enfatiza este propósito. Al respecto, indica que pese a que es tradicionalmente
considerado que ambas cuestiones van en direcciones contrarias en el derecho


43
Acerca de la tensión entre pluralismo y perfeccionismo en el derecho privado, véase, DAGAN, 2012:
1409-1446.

26
contractual, el libro ofrece una posición que se sitúa en un marcado contraste con la
idea de que se trata fundamentalmente de una relación de tensión (p. xx).

A fin de cuentas, aunque se admita que el valor de la autonomía personal pueda ceder
en ocasiones, resulta ser dominante cuando se mide con el valor de la neutralidad
estatal. Sin embargo, cabe preguntarse si esta es la única línea argumental que KIMEL
tiene disponible, ya que las restricciones a la libertad de contratación también pueden
leerse en términos de protección de la autonomía (no en términos de una prevalencia
de la autonomía sobre la neutralidad). Las regulaciones que limitan la libertad
contractual, negando la fuerza obligatoria de ciertos pactos, admiten una doble
lectura. Como ya apuntamos, la parte débil ve potenciada su autonomía cuando se le
restringen algunas opciones, siempre que se trate de un ejercicio justificado de
paternalismo jurídico. En cuanto a la parte fuerte, ciertamente su autonomía no
incluye la potestad de imponerse sobre el otro, de obtener un beneficio explotando la
situación desventajosa de su contraparte. Los límites en la libertad de contratación
pueden ser justificados como una exigencia del idéntico estatus moral que debe
reconocerse a las personas en sus tratos mutuos.

Pese a todo, no queda claro qué ocurre en aquellos supuestos en que no parece haber
una parte marcadamente débil en relación con la otra. ¿Cómo puede justificarse en
esos casos la intervención en el derecho contractual? La teoría de KIMEL parece dejar
abierta esta cuestión, del mismo modo en que deja abierta la relación entre la
autonomía y otros valores que también pueden tener lugar en el derecho contractual.
Pero incluso en los supuestos que KIMEL sí contempla, los problemas pueden
amplificarse ya que no delinea ningún criterio para determinar qué cuenta como un
contratante débil, ni cuándo la desigualdad en el poder de negociación de las partes
exige una intervención para garantizar el pleno ejercicio de la autonomía personal. Ello
podría desencadenar una cierta incertidumbre al momento de indagar cuál restricción
de la libertad contractual está justificada y cuál no. No debemos perder de vista que
una gran parte de los contratos que a diario se celebran presentan, en un sentido
relevante, desigualdad en las capacidades de negociación, así como en las destrezas,
competencias y sofisticación de los contratantes. Frente a este estado de cosas, y sin
contar con términos bien definidos para justificar una real afectación en la autonomía,
la disolución de la tensión entre la intervención legislativa y la libertad contractual
irremediablemente se relativiza.

Por otra parte, la apelación a la autonomía personal del contratante puede no resultar
suficiente si es que esta es, como lo dijimos, una cuestión de grado. Siendo así, la
respuesta que KIMEL puede ensayar es que la intervención se justifica solo en la medida
en que protege la autonomía, y solo en aquel grado en que esta resulta afectada. El
grado de intervención que se encuentra justificado es el necesario para preservar la
autonomía personal del contratante en cuestión. Ello explica las potestades
discrecionales de los jueces para declarar el carácter abusivo de las cláusulas e integrar
el contrato. Normalmente, solo hay un catálogo muy preciso de cláusulas ilegales y las

27
estipulaciones contractuales restantes, en tanto, deben ser evaluadas por el juez en el
caso concreto44.

6.2. Individualismo, no-individualismo y altruismo


La última cuestión que deseamos plantear es en qué medida KIMEL está comprometido
con premisas individualistas. Si bien el autor manifiesta en un sinnúmero de ocasiones
que su teoría está asentada en el liberalismo moral y político, no es igualmente
cristalino en su adopción del individualismo para explicar y justificar el derecho de
contratos. Durante las escasas oportunidades en que hace mención al individualismo
parece distanciarse de sus directrices y de ahí que constituya un error entender que el
liberalismo se centra en una moral individualista (p. xx).

Muestra mayor afinidad, en cambio, con una posición que califica como «no-
individualismo» (p. xx). Pese a los intentos de KIMEL por desmarcarse de la filosofía
individualista, es cierto que ese valor normativo se encuentra bastante enraizado en el
derecho contractual liberal. En efecto, la separación de intereses entre las personas es
uno de los postulados centrales de la filosofía individualista y parece ajustarse con
comodidad a una comprensión preliminar de la autonomía personal en el derecho de
contratos45. Asimismo, la teoría tradicional del contrato puede ser interpretada como
fuertemente individualista si se centra la atención en que el contrato es solo un medio
para que las partes lleven adelante sus proyectos personales, y lo que pueda
exigírseles qua contratantes deriva del pacto que han alcanzado o, como es obvio, del
límite establecido por la prevención del daño a terceros. Desde esta óptica, ningún
otro interés o fin distinto puede ser promovido en ocasión del contrato. En breve, las
partes contratan para promover sus propios intereses, no los ajenos y, por lo tanto, el
contrato no puede ser «gravado» con cargas adicionales a las voluntariamente
asumidas.

Así entendido, ninguna teoría moderna del contrato puede ser individualista, y la de
KIMEL no es la excepción. Todo contrato opera en el marco de un denso entramado de
derechos y deberes que conforman el orden público contractual. Estos derechos y
deberes no tienen su origen en la autonomía de la voluntad, y por ello son expresión
de una moral no-individualista que, según KIMEL, «se basa en una variedad mucho más
rica de fuentes normativas» (p. xx). El no-individualismo de KIMEL parece, en este
sentido, perfectamente consistente con su pluralismo valorativo. Hemos enfatizado en
varias ocasiones que la autonomía personal no es el único valor presente en el derecho
privado, y ello parece abrir el juego para justificar algunas normas que nunca han
tenido un buen encaje con el ideario decimonónico del derecho contractual, como las
que protegen al contratante contra el abuso del derecho, la lesión subjetiva y la
imprevisión.


44
Una evaluación crítica del rendimiento de, entre otras, las teorías del contrato basadas en la idea de
autonomía junto con una sugerente alegación en orden a la necesidad de formular una justificación
pública del contrato, se encuentra desarrollada en BENSON, 1995: 273-336.
45
KENNEDY, 1976: 1715.

28
Estas normas, y todo lo que ha derivado de ellas hasta constituir el moderno derecho
de consumo, tienen un claro componente no-individualista, ya que imponen de alguna
forma un deber de preocuparse por los intereses del otro. ¿En qué medida este
componente es compatible con la idea de que las partes en el contrato se rigen, y
tienen derecho a regirse, por el lema «just business»? El individualismo aboga por
demarcar entre los intereses ajenos y propios, suponiendo que «sus problemas»
pueden distinguirse de «mis problemas», y que no tenemos el deber de compartir los
infortunios de otras personas. Tal como señalamos en el apartado 2, la función
intrínseca de los contratos es permitir un distanciamiento personal respecto de la otra
parte, pero este distanciamiento se torna imposible cuando los contratantes
adquieren el deber preocuparse por los intereses del otro.

La objeción sería, entonces, que el no-individualismo de KIMEL parece ser inestable,


pues podría terminar atentando contra la función intrínseca que atribuye al derecho
contractual. Esto, sin embargo, no es del todo correcto. Muchas de las normas
contractuales que no son producto de la autonomía de la voluntad admiten un
conjunto de interpretaciones perfectamente defendibles. El derecho de consumo, por
ejemplo, puede ser interpretado tanto desde el punto de vista paternalista, al estilo de
KIMEL, como desde un punto de vista de la justicia distributiva. De acuerdo con este
último, son normas que pretenden establecer un marco distributivamente justo de
interacción; un marco que en el largo plazo vaya a generar un patrón de distribución
de la riqueza y otros bienes inmateriales que permitan a los individuos desarrollar
planes de vida razonables46. Asimismo, normas como el abuso del derecho, la lesión
subjetiva y la imprevisión pueden ser justificadas con base en un principio de no-
explotación, reconducible en última instancia a la prevención del daño a terceros47.
KIMEL seguramente coincidiría en este punto.

Otra interpretación posible de estos institutos es articulada en clave de altruismo, que


requiere favorecer al otro contratante en el solo interés de este último. Se trata, por
cierto, de un estándar moral mucho más exigente que claramente entra en conflicto
con el distanciamiento que posibilitan los contratos. KIMEL no puede, entonces, aceptar
ninguna forma de altruismo, ni siquiera las más débiles, ya que el tipo de deberes que
promueve la visión altruista está en franca oposición con el distanciamiento entre los
contratantes. Y ahora la pregunta es si el altruismo cumple o no algún rol explicativo y
justificativo en el derecho privado. Si así fuera, ello supondría una limitación para el
esquema de KIMEL que no puede ser salvado ni siquiera apelando a su no-
individualismo48.


46
Para una interpretación de este tipo, véase PAPAYANNIS, 2014: 130 y ss.
47
En particular, la teoría de la imprevisión puede vincularse a la prohibición de explotación de las
circunstancias desfavorecidas en las cuales se encuentra el deudor. La explotación supone obtener una
ventaja del infortunio y el sufrimiento ajeno. En términos kantianos, es una instrumentalización de la
otra parte, moralmente reprobable. Véase PAPAYANNIS, 2018.
48
Respecto del papel del altruismo en el derecho de contratos y sus repercusiones para la filosofía del
derecho privado, véase PEREIRA, 2018. El pensamiento altruista puede ser entendido en, al menos, dos
versiones diferentes. De un lado, el altruismo fuerte según el cual la asimilación total de intereses
propios y ajenos se expresa en la realización genérica de acciones a favor de los otros, aun cuando ello

29
Hay buenas razones para pensar que, como señalamos en el apartado 4, los contratos
relacionales pueden nuevamente suponer problemas para KIMEL. Estos contratos,
recordemos, se basan en un fuerte vínculo de cooperación y confianza, y allí los
deberes de buena fe se proyectan con una fuerza distinta que en los contratos
discretos. Es muy probable que en este tipo de relaciones contractuales se generen
deberes positivos de favorecer a la otra parte por el bien de ella misma. Las partes en
estas relaciones tienen razones para la acción que no son meramente estratégicas
orientadas a mantener y fortalecer los lazos a futuro. En estos contratos los deberes
positivos no pueden ser explicados tan fácilmente por la prevención del daño a
terceros, pues se trata de algo más que no dañar: se trata de beneficiar. Tampoco las
consideraciones de justicia distributiva pueden por regla general ordenar patrones de
conducta como los que surgen en los contratos relacionales. El no-individualismo de
KIMEL, por ende, aquí parece «quedarse corto». Es sin dudas una postura más plausible
que el individualismo, y coherente con el pluralismo valorativo que defiende, pero
incapaz de abarcar esta gama de deberes surgidos en esta clase de contratos.

KIMEL probablemente pueda aducir que esos deberes no son estrictamente


contractuales. Su negativa podría basarse en el hecho de que es parte de la naturaleza
del contrato posibilitar el distanciamiento, y por ello el derecho contractual no puede
generar deberes de altruismo sin derrotarse a sí mismo en su función intrínseca. Esta
consideración crítica colocaría a KIMEL en la dificultad de explicar de qué modo estos
deberes no-contractuales pueden encontrar su espacio en el discurso jurídico y, en
especial, en el razonamiento de los tribunales de justicia, donde progresivamente han
ganado terreno. Determinar esto con precisión requeriría un estudio más exhaustivo,
basado además en un análisis de la jurisprudencia relevante. Tal indagación,
naturalmente, excede por mucho el propósito de este estudio, por lo que de momento
dejaremos aquí la cuestión planteada.

Como el lector con toda seguridad apreciará, las reflexiones que hemos esgrimido solo
pretenden mostrar algunas de las innumerables dimensiones de análisis que ofrece el
estupendo trabajo de Dori KIMEL. Este posee un inmenso valor teórico, desarrollado
con una lucidez, dedicación y profundidad envidiables. Por cierto, De la promesa al
contrato presenta una peculiaridad: su breve extensión es inversamente proporcional
a su densidad filosófica. Por ello, es un libro relativamente corto que, no obstante,
debe leerse lentamente. El conjunto de consideraciones filosóficas, normativas y
políticas que el autor aglutina con elegancia y comodidad hacen que su obra tenga un
muy largo alcance, lo que la hace pertinente también en la reflexión filosófica del
derecho de contratos en el contexto jurídico hispanoparlante. Con anterioridad a la
publicación de esta obra solo existía un trabajo enteramente dedicado a la filosofía del

suponga sacrificar los propios intereses. De otro, un altruismo débil que es ciertamente menos exigente
que el anterior, pues afirma que basta con tomar en consideración, respetar y preocuparse por los
intereses de los demás por su propio bien. A diferencia de la primera, esta lectura del altruismo no está
asociada a un deber de autosacrificio por los otros, ni satisfacer el ideal del buen samaritano. En relación
con las distintas maneras de concebir la preocupación altruista por los otros, véase JENCKS, 1990: 53-67.

30
derecho contractual para el público de habla castellana49. Esta traducción sin lugar a
dudas contribuye a formar el acervo teórico que consolida la filosofía del derecho
privado como un lugar de encuentro altamente productivo para los teóricos del
derecho y para los juristas interesados en estas cuestiones.

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