Você está na página 1de 199

1

iento ético ue incorpore la herencia conceptual acop


 privilegiado en la ciencia disciplinaria,
 La búsqueda de un método de pensamiento nuevo,
 El avance hacia la comprensión de los objetos del mundo como
sistema o entidades complejas, irreductibles, imposibles de ser
agotadas,
 La superación de la idea del objeto dado,
 La tendencia a comprender de una manera nueva los “objetos” del
mundo y la Naturaleza como totalidad,
 La comprensión de la artificialidad del mundo del hombre y sus
construcciones cognitivas,
 El cuestionamiento de la división rígida entre ciencias naturales y
sociales,
 La transdisciplinariedad e interdisciplinariedad crecientes,
 La consideración de la subjetividad en el análisis de la objetividad
científica y el planteo de los límites culturales de dicha objetividad.

Estas nuevas ideas, así como las urgencias que movieron al hombre hacia
el cuestionamiento moral de la ciencia, la tecnología y sus
instrumentaciones prácticas generaron una nueva visión de lo ético –no
como reflexión y regulación de lo humano de espaldas al mundo natural,
sino de frente a la Naturaleza, considerándola parte de una totalidad
integrada-. Es en esta búsqueda de nuevos saberes éticos (que comporta la
crítica de la relación instrumental con la Naturaleza, las ideas de la
complejidad del mundo, la necesidad de tener en el centro de las
preocupaciones a la vida en el sentido más amplio y la pertinencia de una
concepción ecológica que integre) donde se fragua la aparición de la
Bioética, la Ética Ecológica, la Ética Compleja, tres abordajes éticos de
obligada referencia para construir la Ética que reclama nuestro proceloso y
promisorio siglo XXI.

Estamos urgidos de una Ética que sin echar en saco roto el orden moral
que, basado en una racionalidad clásica, heredamos de la Ilustración, se
abra a la perspectiva de una racionalidad compleja que tenga en cuenta lo
contingente, lo incalculable e inconmensurable; que conjugue la
causalidad y la probabilidad, lo universal y lo particular, la lógica y el azar,
el cosmos moral y el caos; que se preocupe por las normas correctas y la
justicia, pero también por fines, móviles, actitudes y virtudes. Para ello es
preciso sobrepasar las unilateralidades hasta ahora vividas, los
enfrentamientos entre fines y móviles, deberes y virtudes, normas y vida
buena, individualismo y colectivismo, para acceder a un tercer momento
que sea la síntesis de los anteriores. Sólo así, la Ética cumplirá su tarea
2
crítica, en lo social y lo individual, expresada en la idea de que debe ser de
otro modo, porque nuestro mundo actual no tiene todavía altura humana.

En la medida en que avanzamos por los caminos inexplorados del


socialismo acrece la importancia del factor moral y por esta razón, se hace
insoslayable el estudio de la teoría ética que constituye el fundamento
conceptual de la moralidad que necesitamos.

La dedicación personal a la enseñanza de la Ética me ha convencido de la


influencia positiva que ejercen los contenidos de esta disciplina como
coadyuvante en la formación moral de un hombre nuevo.

Como se ha recalcado por nuestros pensadores más esclarecidos, el


desarrollo moral de las nuevas y viejas generaciones constituye un objetivo
básico de ese grandioso proceso que conduce a la forja de un tipo superior
de personalidad.
Sin embargo, sin instrucción ética la educación moral deviene espontánea
y ciega.

La presente compilación recoge una serie de ensayos que constituyen el


fruto de reflexiones del autor con respecto a cuestiones básicas de la Ética.
Estos ensayos que ponemos a su disposición han sido agrupados en tres
capítulos. En el primer capítulo, se desarrollan aspectos conceptuales
básicos encaminados a esclarecer la naturaleza de la moral y las
especificidades de la Ética como disciplina filosófica. En el segundo
capítulo, se brinda un panorama de las principales corrientes de
pensamiento ético que desde la antigüedad hasta nuestros días han
contribuido a la riqueza teórica que caracteriza a la Ética en la
contemporaneidad. En el tercer capítulo, se revela
el vínculo de la Ética con diferentes disciplinas y esferas del quehacer
humano, lo que nos muestra su vocación ecuménica y transdisciplinaria. Si
estos ensayos ayudan a esclarecer el objeto de estudio de la Ética y
contribuyen a despertar el interés por estas temáticas, el autor se sentirá
profundamente satisfecho.
3

ENSAYOS ÉTICOS
4

CAPÍTULO I: ÉTICA Y MORAL

1.-LA ÉTICA EN LA CONTEMPORANEIDAD

La Ética es un saber filosófico cuyas conclusiones atañen, directa o


indirectamente, a la práctica social de los seres humanos. La experiencia
vital de la humanidad es para ella un referente insoslayable de incesante
desarrollo. El decursar de la Ética, a través de los siglos, está
indisolublemente vinculado a las necesidades de un mejoramiento
humano, a la fundamentación filosófica de las razones que sustentan la
prioridad de los ideales morales. Dentro del sistema de fuerzas que
impulsan a las personas a la lucha por la libertad y la justicia, el factor
moral cumple un importante papel estimulador; a medida que la sociedad
avanza, su significación acrece cada vez más. La Ética proporciona el
basamento filosófico de la vigencia del factor moral en las distintas
condiciones históricas, partiendo de su esencia humana y sobre la base
de una proyección altruista de los principios e ideales.

A nivel mundial, la Ética está hoy en auge. La Filosofía tiene en la Ética


su expresión más fructífera y promisoria. Lo más representativo del
mundo académico apuesta por una salida ética para la Filosofía. Pero,
esa actualidad no se circunscribe al gremio de los especialistas; la moral,
el objeto de estudio de la Ética se encuentra entre las prioridades de las
grandes masas. La carga que los problemas globales contemporáneos
arroja sobre los pueblos resulta insoportable. No sería aventurado
afirmar que la humanidad sólo podrá salir adelante por medio de una
cruzada moral que oponga valladares y establezca riberas a las
dificultades prevalecientes.

La Ética constituye aquella parte de la Filosofía que se dedica a la


reflexión sobre la moral. Como parte de la Filosofía, la Ética es un tipo
de saber que intenta construirse racionalmente, utilizando para ello el
rigor conceptual y los métodos de análisis y explicación propios de la
Filosofía. Como reflexión sobre las cuestiones morales, la Ética pretende
desplegar los conceptos y los argumentos que permitan comprender la
dimensión moral de las relaciones humanas en cuanto tal dimensión
5
moral, es decir, sin reducirla a sus componentes psicológicos,
sociológicos, económicos o de cualquier otro tipo (aunque, por
supuesto, la Ética no ignora que tales factores condicionan de hecho el
mundo moral).

Desde sus orígenes entre los filósofos de la antigua Grecia, la Ética es un


tipo de saber normativo, esto es, un saber que pretende orientar las
acciones de los seres humanos. También la moral es un saber que ofrece
orientaciones para la acción, pero mientras esta última propone acciones
concretas en casos concretos, la Ética –como Filosofía moral- se remonta
a la reflexión sobre las distintas morales y sobre los distintos modos de
justificar racionalmente la vida moral, de modo que su manera de
orientar la acción es indirecta: a lo sumo puede señalar qué concepción
moral es más razonable para que, a partir de ella, podamos orientar
nuestros comportamientos.

Por tanto, en principio, la Filosofía moral o Ética no tiene por qué tener
una incidencia inmediata en la vida cotidiana, dado que su objetivo
último es el de esclarecer reflexivamente el campo de lo moral. Pero
semejante esclarecimiento sí puede servir de modo indirecto como
orientación moral para quienes pretendan obrar racionalmente en el
conjunto de la vida entera.

Aristóteles, considerado el padre de la Ética, incluía nuestra disciplina en


el entorno de los saberes prácticos que se agrupaban bajo el rótulo de
“filosofía práctica”. Los saberes prácticos (del griego praxis) que
también son normativos, son aquellos que tratan de orientarnos sobre
qué debemos hacer para conducir nuestra vida de un modo bueno y
justo, cómo debemos actuar, qué decisión es la más correcta en cada
caso concreto para que la propia vida sea buena en su conjunto. Tratan
sobre lo que debe haber, sobre lo que debería ser (aunque todavía no
sea), sobre lo que sería bueno que sucediera (conforme a alguna
concepción del bien humano). Intentan mostrarnos cómo obrar bien,
cómo conducirnos adecuadamente en el conjunto de nuestra vida.

No cabe duda de que la Ética, entendida al modo aristotélico como saber


orientado al esclarecimiento de la vida buena, con la mirada puesta en la
realización de la felicidad individual y comunitaria, sigue formando
parte de la Filosofía práctica, aunque la cuestión de la felicidad ha
dejado de ser el centro de la reflexión para muchas de las teorías éticas
contemporáneas, cuya preocupación se centra más bien en el concepto
de justicia. Si la pregunta ética para Aristóteles era “¿qué virtudes
morales hemos de practicar para lograr una vida feliz, tanto individual
6
como comunitariamente?” en la contemporaneidad, en cambio, la
pregunta ética sería más bien esta otra: “¿qué deberes morales básicos
deberían regir la vida de los seres humanos para que sea posible una
convivencia justa, en paz y en libertad, dado el pluralismo existente en
cuanto a los modos de ser feliz?”..

Resulta necesario distinguir entre las doctrinas morales y las teorías


éticas. Las doctrinas morales son sistematizaciones de algún conjunto de
valores, principios y normas concretos, como es el caso de la moral
católica o la protestante, o la moral laicista que establecieron los países
socialistas. Tales “sistemas morales” o “doctrinas morales” no son
propiamente teorías filosóficas, al menos en el sentido estricto de la
palabra “Filosofía”, aunque a veces pueden ser expuestos por los
correspondientes moralistas haciendo uso de herramientas de la Filosofía
para conseguir cierta coherencia lógica y expositiva.

Las teorías éticas, a diferencia de las morales concretas, no buscan de


modo inmediato contestar a preguntas como “¿qué debemos hacer?” o
“¿de qué modo debería organizarse una buena sociedad?”, sino más bien
a estas otras: “¿por qué hay moral?”, “¿qué razones –si las hay-
justifican que sigamos utilizando alguna concepción moral concreta para
orientar nuestras vidas?”, “¿qué razones, -si las hay- avalan la elección
de una determinada concepción moral frente a otras concepciones
rivales?”. Las doctrinas morales se ofrecen como orientación inmediata
para la vida moral de las personas, mientras que las teorías éticas
pretenden más bien dar cuenta del fenómeno de la moralidad en genera.
Como puede suponerse, la respuesta ofrecida por los filósofos a estas
cuestiones dista mucho de ser unánime. Cada teoría ofrece una
determinada visión del fenómeno de la moralidad y lo analiza desde una
perspectiva diferente. Todas ellas están construidas prácticamente con
los mismos conceptos, porque no es posible hablar de moral
prescindiendo de valores, bienes, deberes, conciencia, felicidad, fines de
la conducta, libertad, virtudes, etc. La diferencia que observamos entre
las diversas teorías éticas no viene, por tanto, de los conceptos que
manejan, sino del modo como los ordenan en cuanto a su prioridad y de
los métodos filosóficos que emplean.

.
 La moral desde la perspectiva del pensamiento ético .

El término “moral” se utiliza hoy en día de muy diversas maneras, según


los contextos de que se trate. La palabra “moral” se utiliza unas veces
7
como sustantivo y otras como adjetivo, ambos usos encierran, a su vez,
distintas significaciones.

El término “moral” se usa a veces como sustantivo (“la moral, con


minúscula y artículo determinado), para referirse a un conjunto de
principios, preceptos, mandatos, prohibiciones, patrones de conducta,
valores e ideales de vida buena que en su conjunto conforman un sistema
más o menos coherente, propio de un colectivo humano concreto en una
determinada época histórica. En este uso del término, la moral es un
sistema de contenidos que refleja una determinada forma de vida. Tal
modo de vida no suele coincidir totalmente con las convicciones y
hábitos de todos y cada uno de los miembros de la sociedad tomado
aisladamente.

También como sustantivo, el término “moral” puede ser usado para


hacer referencia al código de conducta personal de alguien, como
cuando decimos que “Fulano posee una moral muy estricta o que
“Mengano carece de moral”; hablamos entonces del código moral que
guía los actos de una persona concreta a lo largo de su vida; se trata de
un conjunto de convicciones y pautas de conducta que suelen conformar
un sistema más o menos coherente y sirve de base para los juicios
morales que cada cual hace sobre los demás y sobre sí mismo.

A menudo se usa también el término “Moral” como sustantivo, pero esta


vez con mayúscula, para referirse a una “ciencia que trata del bien en
general y de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia”
(Diccionario de la Lengua Española). Ahora bien, esta supuesta “ciencia
del bien en general” en rigor no existe. Lo que existe es una variedad de
doctrinas morales (“moral católica”, “moral protestante”, “moral
comunista”, etc.) y una disciplina filosófica, la Filosofía moral o Ética,
que a su vez contiene una variedad de teorías éticas diferentes, e incluso
contrapuestas entre sí (“ética aristotélica”, “ética kantiana”, “ética
utilitaria”, etc.).

Existe un uso muy hispánico de la palabra “moral” como sustantivo que


nos parece extraordinariamente importante para comprender la vida
moral: nos referimos a expresiones como “tener la moral muy alta”,
“estar alto de moral” y otras semejantes. Aquí la moral es sinónimo de
“buena disposición de ánimo”, “tener fuerza suficientes para hacer frente
a los retos que nos plantea la vida”.

Cabe la posibilidad, por último, de que utilicemos el término “moral”


como sustantivo en género neutro: “lo moral”. De este modo nos
8
estaremos refiriendo a una dimensión de la vida humana: la dimensión
moral, es decir, esa faceta compartida por todos que consiste en la
necesidad inevitable de tomar decisiones y llevar a cabo acciones de las
que tenemos que responder ante nosotros mismos y ante los demás,
necesidad que nos impulsa a buscar orientaciones en los valores,
principios y preceptos que constituyen la moral.

El término “moral” usado como adjetivo puede adoptar dos significados


muy distintos. En el primero, el adjetivo “moral” se utiliza como opuesto
a “inmoral”. Por ejemplo, se dice que tal o cual comportamiento ha sido
inmoral, mientras que tal otro es un comportamiento realmente moral.
En este sentido es usado como término valorativo, porque significa que
una determinada conducta es aprobada o reprobada; aquí se está
utilizando “moral” e “inmoral” como sinónimo de moralmente
“correcto” e “incorrecto”. Este uso presupone la existencia de algún
código moral que sirve de referencia para emitir el correspondiente
juicio moral.

En su segundo significado como adjetivo, “moral” se emplea como


opuesto a “amoral”. Por ejemplo, la conducta de los animales es amoral,
este es, no tiene relación alguna con la moralidad, puesto que se supone
que los animales no son responsables de sus actos. Menos aún los
vegetales, lo minerales o los astros. En cambio, los seres humanos que
han alcanzado un desarrollo completo, y en la medida en que se les
pueda considerar “dueños de sus actos”, tienen una conducta moral. Sin
duda, esta segunda acepción de “moral” como adjetivo es más básica que
la primera, puesto que sólo puede ser calificado como “inmoral” o como
“moral” en el primer sentido aquello que se pueda considerar como
“moral” en el segundo sentido.

En los últimos años se ha prestado gran atención al estudio de la


estructura de la moral. Esta cuestión reviste un interés relevante desde el
punto de vista teórico y también por su trascendencia en el orden
práctico. No hace mucho tiempo, los especialistas consideraban que a la
moral sólo era procedente estudiarla como fenómeno de conciencia. En
la actualidad prima el criterio acerca de que la moral presenta una
estructura compleja integrada por la actividad moral, la relación moral y
la conciencia moral.

Resulta importante puntualizar que cuando afrontamos el estudio de la


moralidad debemos tener presente su integración a partir de los tres
componentes señalados; ninguno de ellos puede existir al margen de los
demás. La moral es conjuntamente actividad, relación y conciencia. Esta
9
unidad de sus elementos estructurales genera un modo específico de
asimilación práctico-espiritual de la realidad. Si esa asimilación en el
marco de lo científico es en los términos antitéticos de lo verdadero y lo
falso, y en el ámbito de lo artístico mediante la contraposición entre lo
bello y lo feo, en lo atinente a lo moral se expresa en el contrapunteo
entre lo bueno y lo malo.

Todos adoptamos una determinada concepción moral, y con ella


“funcionamos”. Llamamos “concepción moral” en general, a cualquier
sistema, más o menos coherente de valores, principios, normas,
preceptos, actitudes, etc. Que sirve de orientación para la vida de una
persona o grupo. Con esa concepción moral juzgamos lo que hacen los
demás y lo que hacemos nosotros mismos, por ella nos sentimos a veces
orgullosos de nuestros comportamientos y otras veces también pesarosos
y culpables. A lo largo de la vida, las personas pueden adoptar, o bien
una sola o bien una sucesión de concepciones morales personales; si no
nos satisface lo que teníamos hasta ahora en algún aspecto, podemos
apropiarnos de alguna otra en todo o en parte; y esto tantas veces como
lo creamos conveniente. Podemos conocer otras tradiciones morales
ajenas a la que nos haya legado la propia familia, y a partir de ahí
podemos comparar, de modo que la concepción heredada puede verse
modificada e incluso abandonada por completo. Porque en realidad no
existe una única tradición moral desde la cual edificar la propia
concepción del bien y del mal, sino una multiplicidad de tradiciones que
se entrecruzan y se renuevan continuamente a lo largo del tiempo y el
espacio.

Cada tradición, cada concepción moral, pretende que su modo de


entender la vida humana es el modo más adecuado de hacerlo: su
particular manera de orientar a las personas se presenta como el mejor
camino para ser plenamente humanos. En este punto es donde surge la
pregunta: ¿Es posible que toda concepción moral sea igualmente válida?
¿Existen criterios racionales para escoger, entre distintas concepciones
morales, aquellas que pudiéramos considerar como “la mejor”, la más
adecuada para servir de orientación a lo largo de toda la vida?.

Para responder a esas preguntas sin caer en una simplificación estéril


hemos de tener en cuenta una importante distinción conceptual entre la
forma y el contenido de las concepciones morales, de modo que
afirmaremos que la universalidad de lo moral pertenece a la forma,
mientras que los contenidos están sujetos a variaciones en el espacio y en
el tiempo, sin que esto suponga que todas las morales posean la misma
validez, puesto que no todas encarnan la forma moral con el mismo
10
grado de adecuación. Asimismo, resulta necesario examinar los criterios
racionales que cada filosofía propone para discernir cuáles de las
propuestas morales encarna mejor la forma moral, y de este modo
estaremos en condiciones de señalar algunos rasgos que debe reunir una
concepción moral que aspire a la consideración de razonable, pero sobre
todo estaremos en condiciones de mostrar la carencia de validez de
muchas concepciones morales que a menudo pretenden presentarse
como racionales y deseables.

La sucesión de las concepciones morales transcurre como un proceso


complejo y contradictorio. Este decursar está condicionado en el sentido
social e histórico, el contenido de la moral expresa el carácter de
determinadas relaciones sociales y cambia también cuando se modifican
esas relaciones.

El condicionamiento histórico de la moral por las relaciones sociales en


desarrollo, no significa en modo alguno que la moral no tenga una
independencia relativa, su propio “automovimiento”. Dentro de los
límites de la dependencia histórico-social general, se van conformando y
actúan en la moral sus tendencias propias, ésta atraviesa fases especiales
de desarrollo, acelerando, o por el contrario, frenando, el avance de toda
la sociedad.

Sólo apoyándose en el principio del historicismo es posible encarar


correctamente la solución de una serie de problemas fundamentales, sin
lo cual no se puede comprender la naturaleza de lo moral como
fenómeno social, ni el sentido de sus cambios y perspectivas. ¿Qué
significa el cambio de la moral en la historia?. ¿Tiene la conducta
“debida”, fundamentada por una u otra moral, un contenido
objetivamente significativo? ¿Existe continuidad en el desarrollo de la
moral, y cómo conciliarla con el hecho de que ella tiene singularidad
cualitativa en las distintas épocas históricas?. ¿Significa el movimiento
histórico de la moral un movimiento de lo inferior a lo superior, es decir,
un progreso?. ¿Se pueden comparar las morales de distintas épocas y
sociedades, desde el punto de vista del aporte que hicieron al acervo
común de la experiencia acopiada por la humanidad?.

Únicamente el historicismo permite encarar correctamente la solución de


estos problemas, es decir, la expresión teórica de la moral como
proceso. Al reconocer el factor de relatividad en la moral y descubrir la
fuente de su desarrollo, el historicismo permite ver una línea de
continuidad en el decursar de las diferentes moralidades así como trazar
las perspectivas del movimiento de la moral, orientado hacia el futuro.
11

 La axiología moral. El carácter sociohistórico de los valores.

Por valor se entiende la propiedad funcional de los objetos e ideas


consistente en su capacidad de satisfacer determinadas necesidades
humanas y de servir a la actividad práctica del hombre. Valor es la
significación socialmente positiva que adquieren estos objetos,
fenómenos, sucesos, tendencias, conductas, ideas, al ser incluidos en el
proceso de actividad humana. Por supuesto no se trata de cualquier
significación, sino de la significación positiva, no para cualquier
individuo tomado aisladamente, sino para las necesidades objetivas del
desarrollo progresivo de la sociedad.

Así entendido, el valor adquiere una dimensión social y a la vez objetiva,


puesto que él depende no de los gustos, deseos e inclinaciones subjetivas
de un individuo aislado, sino de las necesidades objetivas del desarrollo
social. Llamaremos “objetivos” a estos valores, y al conjunto de todos
ellos, “sistema objetivo de valores”. Este sistema es dinámico,
cambiante, dependiente de las condiciones histórico-concretas y
estructurado de manera jerárquica.

Un segundo plano de análisis de los valores se refiere a la forma en que


esa significación social que constituye el valor objetivo, es reflejada en
la conciencia individual o colectiva. Cada sujeto social, como resultado
de un proceso de valoración, conforma su propio sistema subjetivo de
valores, sistema que puede poseer mayor o menor grado de
correspondencia con el sistema objetivo de valores, en dependencia ante
todo, del nivel de coincidencia de los intereses particulares del sujeto
dado con los intereses generales de la sociedad en su conjunto, pero
también en dependencia de las influencias culturales y educativas que
ese sujeto recibe y de las normas y principios que prevalecen en la
sociedad en que vive. Estos valores subjetivos o valores de la conciencia
cumplen una importante función como reguladores internos de la
actividad humana.

Por otro lado, la sociedad debe siempre organizarse y funcionar en la


órbita de un sistema de valores instituido y reconocido oficialmente. Este
sistema puede ser el resultado de la generalización de una de las escalas
subjetivas existentes en la sociedad o de la combinación de varias de
ellas y, por lo tanto, puede también tener un mayor o menor grado de
correspondencia con el sistema objetivo de valores. De ese sistema
12
institucionalizado de valores emanan la ideología oficial, la política
interna y externa, las normas jurídicas, la educación estatal, etc.

En el ámbito social –y atendiendo a los tres planos de análisis referidos-


es posible encontrar, además del sistema objetivo de valores, una gran
diversidad de sistemas subjetivos y un sistema socialmente instituido.

El proceso de subjetivación, concientización o de formación de valores


en un sujeto determinado no es ajeno a los otros dos. Los valores que en
la conciencia individual se forman, son el resultado de la influencia, por
un lado, de los valores objetivos de la realidad social, con sus constantes
dictados prácticos y, por el otro, de los valores institucionalizados, que
llegan al individuo en forma de discurso ideológico, político,
pedagógico. Tanto una como otra influencia se realizan a través de
diferentes mediaciones: la familia, la escuela, el barrio, los colectivos
laborales, la cultura artística, los medios de difusión masiva, las
organizaciones e instituciones sociales, etc.

El desarrollo de los valores transcurre como un proceso complejo,


contradictorio, que tiene sus etapas, sistemas y estructuras específicas,
sus tendencias. Este desarrollo está condicionado en el sentido social e
histórico, el contenido de los valores expresa el carácter de determinadas
relaciones sociales y cambia también cuando se modifican esas
relaciones.

El condicionamiento histórico de los valores por las relaciones sociales


en desarrollo, no significa en modo alguno que los valores no tengan una
independencia relativa, su propio “automovimiento”. Dentro de los
límites de la dependencia histórico-social general, se van conformando y
actúan en los valores sus tendencias propias, estos atraviesan fases
especiales de desarrollo, acelerando, o por el contrario, frenando el
avance de toda la sociedad. El destino de la vida valorativa de la
personalidad, de este sujeto del valor, no puede separarse del destino
histórico de la sociedad. No se puede hacer una evaluación correcta de la
estructura de la vida valorativa del hombre contemporáneo al margen de
la vinculación con la historia que ha cambiado esa estructura más de una
vez.

En su concepción histórica, los valores descubren la enorme experiencia


de la humanidad, que ha transitado el camino del progreso valorativo.
Para mantenerse firmemente en el terreno de la vida real, la Axiología
debe conservar y desarrollar una visión histórica cabal de su objeto. Pero
para que el objeto del conocimiento (los valores) sea comprendido
13
históricamente, en desarrollo, es preciso también que el sujeto del
conocimiento sea histórico. Ningún saber puede progresar con éxito si
en él se menoscaba la idea del desarrollo de su contenido. La aceleración
del desarrollo social, la complejización de los procesos de la vida
valorativa, exige de la investigación axiológica una visión histórica,
tanto de las cambiantes costumbres de la gente como del propio hombre,
creador y custodio de ellas, de sus posibilidades y capacidades para
transformar la práctica valorativa existente.

Sólo apoyándose en el principio del historicismo es posible encarar


correctamente la solución de una serie de problemas fundamentales, sin
los cuales no se puede comprender la naturaleza del valor como
fenómeno social, ni el sentido de sus cambios y perspectivas. ¿Qué
significa el cambio de los valores en la historia? ¿Tiene la conducta
“debida”, fundamentada por unos u otros valores, un contenido
objetivamente significativo? ¿Existe continuidad en el desarrollo de los
valores, y cómo conciliarla con el hecho de que ellos tienen singularidad
cualitativa en las distintas épocas históricas? ¿Significa el movimiento
histórico de los valores un movimiento de lo inferior a lo superior, es
decir, un progreso?.- ¿Se pueden comparar los valores de distintas
épocas y sociedades, desde el punto de vista del aporte que hicieron al
acervo común de la experiencia vital recogida por la humanidad?

Únicamente el historicismo permite encarar correctamente la solución de


estos problemas, es decir, la expresión teórica de los valores como
procesos. Al reconocer el factor de relatividad en los valores, destacar
los niveles cualitativos de su desarrollo, descubrir la fuente de su
autodesarrollo, el historicismo permite ver en el proceso valorativo una
única línea de sucesión en los estados cualitativos, la continuidad de
éstos, la conservación en las etapas superiores de los momentos del
movimiento precedente, posibilita trazar las perspectivas y establecer la
dinámica del movimiento histórico de los valores orientada hacia el
futuro.

En la historia del pensamiento axiológico la alternativa del absolutismo y


el relativismo representa soluciones extremas a todos estos problemas.
Los partidarios del absolutismo axiológico parten de que los
“verdaderos” valores tienen un carácter eterno. En este enfoque el
desarrollo histórico de los valores aparece como una lamentable
acumulación de “desviaciones” casuales de esos valores, que son los
“únicos verdaderos” e inmutables. En resumidas cuentas todos los
absolutistas en Axiología, en los hechos comparten un enfoque ahistórico
14
de los valores que los incapacita para entender por qué se producen sus
cambios en las variadas circunstancias de tiempo y lugar.

Parecería que los adeptos del relativismo axiológico ocupan posiciones


radicalmente distintas a las de los absolutistas. Ellos afirman que los
valores tienen sólo una significación relativa que corresponde a las
demandas culturales de una u otra sociedad en determinado período.
Todos los sistemas valorativos en la historia –tanto los avanzados como
los reaccionarios- tienen, inevitablemente, para los relativistas, una
misma significación. Voluntaria o involuntariamente esto conduce a
justificar prácticas atrasadas y hasta inhumanas. Igual que los
absolutistas, los relativistas son incapaces de establecer la connotación
objetiva que tiene el desarrollo de los valores, de ver en este proceso una
continuidad y de encontrar las leyes que rigen la transición de un sistema
valorativo a otro.

Sin utilizar el principio del historicismo en Axiología, en la esencia


misma de su metodología, no se pueden solucionar eficientemente las
tareas creativas vinculadas con el estudio de los procesos reales de la
vida valorativa en el presente, tareas que ante los retos de los problemas
globales contemporáneos, tienen una prioridad insoslayable.

Con el desarrollo social, se consolidan en el quehacer humano los


valores morales. Estos valores son componentes de la conciencia moral
que se caracterizan por expresar las exigencias morales de la manera más
generalizada. Ellos tienen una vinculación muy estrecha con las normas
morales, pero mientras que las normas prescriben las acciones que
concretamente el ser humano debe realizar, los valores revelan de
manera global el contenido de un sistema moral determinado. Los
valores morales juegan un papel decisivo desde el punto de vista
orientador y cuando pasan a formar parte de la conciencia individual
ejercen una influencia activa en el ámbito de las relaciones y las
conductas humanas.

En el decursar del pensamiento universal, son innumerables los valores


morales que han sido reconocidos por los estudiosos, desde diversas
perspectivas filosóficas. Entre esos valores, los admitidos con mayor
frecuencia son los siguientes: el humanismo, la solidaridad, el
colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo, el
internacionalismo, el bien, el deber, la dignidad, el honor, el ideal, el
sentido de la vida y la felicidad. A nuestro modo de ver, si resulta
necesario desentrañar la esencia de cada uno de ellos, más trascendente
aún es analizar esos valores morales bajo un enfoque sistémico. Hasta
15
hoy, el tratamiento en sistema de los valores ha sido casi inexistente, no
obstante la importancia teórica y práctica de tal enfoque. Resulta
necesario realizar el estudio de esos valores bajo la óptica sistémica, ya
que en el plano social se presentan con tal especificidad.

En la contemporaneidad, resulta muy importante tener presente las


posibilidades reales de los valores morales, a fin de orientarnos
certeramente en un mundo caracterizado por la multiplicidad y la
complejidad de los vínculos entre las personas, entre el individuo y la
comunidad. en nuestro tiempo, como resultado de las circunstancias
referidas, se impone la realización de una elección efectiva de los modos
de conducta sobre la base de los valores morales.

En el proceso de su actividad vital, el ser humano constantemente coloca


ante sí diferentes objetivos, tareas, aspiraciones hacia cuya realización se
dirige para dar concreción a los valores que se sustentan. A la luz de
estas determinaciones, tendrá una madurez mayor aquella conciencia que
es capaz de plantearse ante sí los objetivos más significativos desde el
punto de vista humano. La existencia de una conciencia moral
individual desarrollada adquiere la forma de elevadas exigencias de la
persona para consigo mismo. Estas exigencias se concretan ante el
individuo en forma de representaciones acerca del deber y la
responsabilidad, el honor y la dignidad, expresándose como verdaderas
órdenes de su conciencia valorativa.

En la literatura axiológica aparecen referencias con respecto a las crisis


de valores. Estas crisis por lo general acompañan a las conmociones
sociales que ocurren en los períodos de transición de la sociedad
(progresivos, regresivos o de reacomodamiento). Se producen cuando
ocurre una ruptura significativa entre los sistemas de valores
pertenecientes a esas tres esferas o planos a los que nos hemos referido,
es decir, entre los valores objetivos de la realidad social, los valores
socialmente instituidos y los valores de la conciencia. Es en esta última
esfera –en la conciencia- donde con mayor plenitud se manifiesta esta
ruptura.

Es necesario tener presente que entre los tres sistemas de valores siempre
existe cierto desfasaje, lógico y natural; pero al aumentar notablemente
la aceleración de la dinámica social en períodos de cambios abruptos,
este desfasaje sobrepasa sus límites normales, genera cambios bruscos
en los sistemas subjetivos de valores y provoca la aparición de la crisis.
16
Entre los síntomas que permiten identificar una situación de crisis de
valores están los siguientes: perplejidad e inseguridad de los sujetos
sociales acerca de cuál es el verdadero sistema de valores, qué considerar
valioso y qué antivalioso; sentimiento de pérdida de validez de aquello
que se consideraba valioso y, en consecuencia, atribución de valor a lo
que hasta ese momento se consideraba indiferente o antivalioso; cambio
de lugar de los valores en el sistema jerárquico subjetivo, otorgándosele
mayor prioridad a valores tradicionalmente más bajos. Todo esto
provoca en loa práctica conductas esencialmente distintas a las
sustentadas con anterioridad. Para afrontar una crisis de valores es
necesario entenderla, conocer sus causas y adoptar una estrategia para
su superación.

 Lo social y lo individual, las dos caras de la moral.

En los últimos tiempos, las investigaciones acerca de la moral han


experimentado un significativo avance. Han recibido un notable
desarrollo las teorías en torno a la moral social y la moral individual.
Estos conceptos, aunque muy vinculados entre sí, n son idénticos. Si la
moral social es un conjunto de principios, normas, valores e ideales que
constituyen un reflejo de las condiciones materiales de vida que
caracterizan a un conglomerado humano en una etapa de su desarrollo
histórico; la moral individual es la forma específica e irrepetible en que
las concepciones prevalecientes en una sociedad dada se expresan a nivel
personal.

El desarrollo moral del individuo discurre como un proceso personal de


asimilación de la sociedad, reflejada y consolidada en la moral social.
Esta asimilación se realiza en forma de un proceso que está dirigido
hacia la consecución de determinados objetivos, cuya concreción se
logra por medio de la instrucción y la educación. La esencia de este
proceso consiste en insuflar en la moral de individuo aquellos valores
que se generan por la ideología dominante en la sociedad. Así mismo,
juegan su papel en estas circunstancias la influencia de aquellos
elementos que en forma de tradiciones dejan su impronta en la
mentalidad individual.

La moral del individuo, sobre la base de su biografía personal, no se


limita a ser un remedo en pequeño de la moral social. Quiero expresar
con esto que la moral individual n consiste simplemente en la
asimilación de las adquisiciones de la moral social, sino su reelaboración
desde el ángulo de la individualidad. Resulta importante esta precisión
conceptual, pues de lo contrario pudiera inferirse que la diferenciación
17
entre la moral social y la moral individual sería sólo un problema de
volumen y no de contenido.

La moral individual representa, en primer lugar, el conjunto de


sentimientos, conocimientos y convicciones, en los cuales se resume
parte de la moral social que asimila y transforma la personalidad sobre la
base de su existencia individual La relación. En segundo lugar, la moral
individual presupone siempre una determinada relación del ser human
hacia el mundo, la sociedad y hacia sí mismo.

La relación de la persona hacia el medio social, en sus manifestaciones


extremas, puede expresarse como aceptación o como rechazo de la
realidad en que desenvuelve su vida. En el primer caso, el individuo
acepta íntegramente el orden existente y la normatividad dominante, los
apoya con su conducta, sin pretender modificarlos. En el segundo caso,
la persona no acepta el medio en que vive ni su realidad y entonces,
contrapone al mundo existente otras representaciones en las que
impugna totalmente el sistema prevaleciente. Toda esta situación
conflictiva del individuo con respecto a un medio social que no le
satisface, está caracterizada por un cuestionamiento que deviene agente
de transformación. Si en el primer caso, la persona refleja en su moral el
mundo circundante y tiene una actitud de acomodamiento con respecto
a él; en el segundo caso, el individuo se identifica con la necesidad de
cambiar y rehacer el medio.

Para la formación de la conciencia moral del individuo, resulta


insuficiente la experiencia propia. La actividad individual, con sus
contradicciones y conflictos, genera un cúmulo de experiencias que
impulsan al ser humano a la reflexión acerca del bien, el deber, la justicia
y tros problemas morales de semejante importancia. Sin embargo, resulta
imposible encontrar respuestas idóneas a cuestiones de tal envergadura
sin salir de los límites de los conocimientos adquiridos en los ámbitos de
la experiencia individual. Para hallar respuesta a esos problemas
morales, el individuo debe volverse hacia la experiencia de la sociedad
que aparece reflejada en la conciencia social en forma de diferentes
teorías éticas y doctrinas morales.

Toda teoría ética acerca del desarrollo moral de la sociedad y del ser
humano, presenta una definida tendencia ideológica consistente en
abordar el estudio de los problemas desde las posiciones de los intereses
grupales. Cada individuo en la sociedad con antagonismos grupales o es
miembro de determinado grupo o se encuentra bajo la influencia de la
ideología de alguno de los grupos existentes. Ya desde su infancia,
18
cuando comienza el período educativo, el individuo junto a las demás
concepciones acerca del mundo circundante, se le inculcan las ideas de
aquel grupo en manos del cual se encuentra el sistema de educación e
instrucción.

Para comprender ese influjo ideológico a que se ve sometido el


individuo, quiero llamar la atención con respecto a que en la vida real la
persona no sólo se encuentra bajo la influencia de la ideología del
agrupamiento social al cual pertenece, sino que también recibe el
impacto ideológico de los grupos contrapuestos. Esta última influencia
acrecerá sobre todo cuando se trate de una ideología que refleja de la
manera más adecuada la necesidad histórica. En este caso, tal ideología
ejerce en el individuo una influencia más fuerte que las ideas emanadas
de su propio grupo. Cuando esto sucede, se opera el tránsito del
individuo hacia las posiciones más progresistas desde el punto de vista
ideológico.

La actividad social del individuo, expresión de su esencia humana, se


integra por el conjunto de acciones y conductas, dirigidas a la
consecución de determinados objetivos. Ella incluye en sí un complejo
de valoraciones que guían a la persona en la elección de sus formas de
comportamiento. La actuación conscientemente dirigida que caracteriza
al ser humano determina que sólo en muy raros casos el individuo realice
una u otra conducta sin plantearse de antemano por qué y para qué se
conduce de tal manera. El ser humano opera con una tabla de valores que
caracteriza a su conciencia y que cualificas su modo de vida. El sentido
de la vida del individuo estará determinado por las peculiaridades de sus
orientaciones valorativas.

Con las orientaciones valorativas se enlaza estrechamente la motivación


de la actividad humana. Las acciones individuales en gran medida están
predeterminadas por las circunstancias concretas que la persona
encuentra en el medio en que se desenvuelve. Sin embargo, lo anterior
no quiere decir que el ser human se cruce de brazos ante la realidad
circundante, él aspira a realizar cambios en su entorno, en consonancia
con sus intereses. El ser humano no es un observador imparcial de su
mundo, es el agente activo de las transformaciones que necesita y desea.
Este interés que orienta las acciones del individuo, constituye la relación
subjetiva que como presupuesto de la conducta deviene motivación de la
actividad humana.

En la moral individual se refleja no sólo el mundo subjetivo, sino


también la propia vida del sujeto en sus variadas facetas. Este reflejo del
19
micromundo personal abarca la relación del individuo hacia el mundo
objetivo, el carácter e integralidad de las relaciones entre lo subjetivo y
lo objetivo, el nivel de interés hacia el medio circundante, el grado de
influencia activa del individuo con respecto a la realidad material y
social. En este marco, como indudable muestra de nivel de desarrollo de
la moralidad individual,. Aparece no sólo la unidad de la orientación
valorativa y la motivación, sino también la dimensión alcanzada por
estos fenómenos, es decir, el grado de importancia de unas u otras
motivaciones y la real significación que presentan las orientaciones
valorativas para el sujeto.

La elección moral es un proceso práctico-espiritual por medio del cual el


individuo, a partir de sus motivaciones, reflexiona y decide sobre la
conducta a seguir a fin de concretar un resultado que puede implicar un
bien o un mal para sus semejantes. La libertad de elección se basa, en
primer término, en la presencia de condiciones objetivas para ella, que
residen en la complejidad y diferenciación contradictoria de la realidad
social. Esta realidad brinda al hombre la posibilidad de adoptar las más
variadas decisiones para elegir actos distintos por su orientación y
significado social. En esto radica la base objetiva de la libertad de
elección que condiciona su lado subjetivo, caracterizado ante todo en la
actitud valorativa del individuo hacia la realidad social que lo circunda.

La conciencia moral tiene decisiva gravitación en la elección de un acto,


en la orientación de la conducta individual. Los fines, motivos y
orientaciones son los que determinan la elección que responde al nivel
de moralidad y aspiraciones personales. En su unidad, esos lados
objetivo y subjetivo conforman la libertad de elección, en virtud de la
cual el individuo conserva la capacidad de adoptar decisiones y actuar
sin perder la autonomía, la relativa independencia, en las condiciones de
su realidad social. Pero esta interpretación de la libertad de elección no
debe ser confundida con la del libre albedrío que presupone la
absolutización de la subjetividad individual.

La elección moral por parte de las personas no está exenta de situaciones


conflictivas. El conflicto moral es la contradicción que se produce en la
conciencia individual cuando la persona debe elegir entre dos o más
posibilidades de manera alternativa, lo que comporta siempre el
sacrificio de un valor en aras de otro u otros valores. La existencia de
conflictos morales es tan vieja como la moralidad misma, por eso el
pensamiento ético ha restado atención a tan importante e interesante
problema.
20
La cultura moral del individuo tiene una importancia decisiva en la
elección que realiza el sujeto de la moralidad. Cuando la conciencia
moral personal está conformada por contenidos que por tener un carácter
de avanzada, comportan la priorización de los intereses sociales, la
elección del individuo tendrá un sentido profundamente humanista. Por
eso, el proceso educativo que tiene como fin la formación moral de la
personalidad debe proponerse que los individuos posean sólidas
convicciones que les posibiliten elecciones morales de alto valor humano
y social.

La regulación moral de la conducta de los hombres es dialéctica en el


más alto grado, pues en ella la libertad de elección del individuo aparece
como su autolimitación en beneficio de lo social. Se entiende que este
tipo de regulación sólo es posible cuando se dan las condiciones para
que la contradicción “individuo-sociedad” no tenga un carácter
antagónico.

Pero, si la contradicción “individuo-sociedad” se convierte en un


antagonismo, surge una situación que podemos denominar de alienación
moral, en la cual el mecanismo único de regulación moral se
descompone en dos partes aisladas que han perdido la capacidad de
interactuar: las normas morales por un lado y la conducta del hombre, su
actitud práctica hacia los otros hombres por otro.

La ineficacia social de esta ruptura de la moral, en la cual la personalidad


no puede satisfacer sus propios intereses sin infringir los del prójimo y
los de la sociedad en su conjunto, genera el predominio de la hipocresía
y la falsedad en las interrelaciones humanas. Se crean así las bases
sociales para la presencias en la vida cotidiana de la doble moral.

La doble moral guarda una estrecha relación con la crisis de valores. Se


caracteriza porque en determinadas circunstancias la persona piensa y
actúa de una forma y en otras, de acuerdo con su conveniencia, se
proyecta de manera distinta. La doble moral funciona a partir de un
divorcio entre el pensamiento y la conducta, propiciando la simulación,
el formalismo y el engaño en todos los ámbitos del quehacer social.

En la moralidad el medio fundamental para asimilar el mundo es la


exigencia. El concepto exigencia moral registra de un modo concentrado
el hecho de que la moralidad es un medio de reglamentar la actividad
humana. La exigencia moral tiene una significación social, pero su
cumplimiento o incumplimiento depende directamente de unidades
humanas individuales. La exigencia moral cobra realidad, se vuelve
21
realizable sólo cuando es aceptada por el individuo, aprobada por él,
cuando ha tomado la forma de deseo suyo. El medio por el cual se
concreta la exigencia moral expresa la correlación entre lo objetivo y lo
subjetivo, lo social y lo individual en la actividad humana.

La exigencia moral representa la unidad de definiciones contradictorias y


divergentes: en primer lugar, estimula y presupone carácter voluntario,
de responsabilidad individual de las decisiones adoptadas y, en segundo
lugar, orienta hacia los intereses universales, hacia actos que tienen una
naturaleza no egoísta, una significación para todos.

La exigencia moral divide la realidad de la existencia humana en dos


niveles: el ser (la situación vigente, sancionada por la opinión
mayoritaria y la fuerza de la tradición) y el deber ser (aquello que va
surgiendo y no ha llegado a tomar la forma de costumbre). La diferencia
entre el ser y el deber ser, que constituye el contenido esencial y la
particularidad de la exigencia moral, es una expresión de la moral que
subyace en el antagonismo de intereses. El deber ser está implicado en
aquellos intereses comunes de la sociedad. El ser, por el contrario,
aparece como conjunto de intereses privados. Por ello, son dos
características de la existencia humana real.

El deber ser existe sólo en su interrelación con el ser. El sentido de la


orientación moral consiste en ascender de lo que es a lo que debe ser, en
medir la vida real con los criterios del ideal. La exigencia moral no sólo
divida la realidad en dos niveles –el empírico, que existe en los hechos y
el del deber ser, el idealmente deseable- sino que es en sí un puente, un
eslabón de enlace entre ambos, que orienta a superar esta ruptura. Su
énfasis consiste en elevar el ser empírico al nivel del deber ser ideal y
conferir al deber ser ideal la dignidad de modelo de acción real.

 La importancia actual de las éticas aplicadas. La ética profesional.

Entre las tareas de la Ética no sólo figura la aclaración de lo que es la


moralidad y la fundamentación de la misma, sino la aplicación de sus
descubrimientos a los distintos ámbitos de la vida social: a la política, la
economía, la empresa, la medicina, la ingeniería genética, la ecología, el
periodismo, etc. Si en la tarea de fundamentación se han descubierto
unos principios éticos, como el utilitarista (lograr el mayor placer del
mayor numero), el kantiano (tratar a las personas como fines en sí
mismas, y no como simples medios), o el dialógico (no tomar como
correcta una norma si no la deciden todos los afectados por ella, tras un
diálogo celebrado en condiciones de simetría), la tareas de aplicación
22
consistirá en averiguar cómo pueden esos principios ayudar a orientar los
distintos tipos de actividad.

Sin embargo, no basta con reflexionar sobre cómo aplicar los principios
éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en cuenta que
cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias morales y
proporciona sus propios valores específicos. No resulta conveniente
hacer una aplicación mecánica de los principios éticos a los distintos
campos de acción, sino que es necesario averiguar cuáles son los bienes
internos que cada una de esas actividades debe aportar a la sociedad y
qué valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlas. En esta
tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que tienen que
desarrollarla cooperativamente con los expertos de cada campo. Por eso,
la Ética Aplicada tiene necesariamente un carácter interdisciplinario.

Para diseñar la Ética Aplicada de cada actividad sería necesario recorrer


los siguientes pasos:
1. Determinar claramente el fin específico, el bien interno por el
que cobra su sentido y legitimidad social.
2. Averiguar cuáles son los medios adecuados para producir ese bien
en una sociedad.
3. Indagar qué virtudes y valores es preciso incorporar para alcanzar
el bien interno.
4. Descubrir cuáles son los valores de la moral cívica de la sociedad
en la que se inscribe y qué derechos reconoce esa sociedad a las
personas.

En la actividad laboral se forman entre las personas determinadas


relaciones morales. En el conjunto de esos vínculos está incluida la
relación con el propio trabajo y con los participantes en el proceso
laboral, aquellas relaciones que surgen en el ámbito en que interactúan
los intereses de unos grupos de profesionales con otros y con la sociedad
como un todo. A este entramado de relaciones se le ha llamado moral
profesional. Esta denominación expresa la medida en que la moralidad
de los miembros de un determinado grupo profesional se corresponde
con los principios y valores imperantes en una sociedad específica. La
experiencia histórica testimonia que existe una moral profesional en la
actividad médica, jurídica, pedagógica, periodística, militar, artística e
ingenieril, así como en otros campos del quehacer laboral.

La ética profesional, como teoría de la moral profesional y tipo


específico de ética aplicada, no se reduce a la mera descripción de
relaciones y formas de conducta en determinadas esferas laborales, sino
23
por el contrario, supone un deber ser; constituye un medio decisivo para
superar las nociones, normas y valoraciones caducas, contribuyendo a
afianzar lo progresivo en sentido humano, dentro del contexto de
exigencias morales más elevadas y complejas.

Entre las diversas vertientes que integran el objeto de estudio de la ética


profesional pueden señalarse las siguientes:

1. Las relaciones que deben establecerse entre los especialistas entre


sí, así como entre los grupos profesionales y la sociedad en general.
2. Las cualidades morales que deben caracterizar la personalidad del
especialista lo que influirá decisivamente en el mejor cumplimiento del
deber profesional.
3. El carácter específico de las relaciones morales que deben
establecerse entre los especialistas y las personas implicadas en el
ámbito de su actividad profesional.
4. El conjunto de principios, normas y valores que deben
caracterizar a la profesión en su especificidad.
5. Las particularidades referidas a la educación moral profesional,
sus objetivos, métodos, formas y medios correspondientes.

El proceso de surgimiento y desarrollo de la ética profesional puede ser


considerado como una evidencia indiscutible del progreso moral, porque
refleja la preocupación por aumentar el valor de la personalidad, del
humanismo en las relaciones interpersonales en el marco laboral.

El desarrollo de la economía, la ciencia y la cultura de la sociedad, las


crecientes exigencias de calificación y competencias al trabajador
impulsan hoy a hablar, cada vez con más frecuencia, sobre el
profesionalismo como criterio de las cualidades operativas de un
especialista. Pero este concepto de por sí implica una amenazas de
empobrecimiento, si se lo limita sólo al conjunto de conocimientos,
aptitudes y hábitos puramente profesionales. El auténtico
profesionalismo incluye, inevitablemente, la capacidad de comprender a
fondo su responsabilidad profesional y de cumplir con su deber
profesional. De cuán orgánicamente estén fusionados en el trabajador
los principios profesionales y morales depende el éxito de su labor, la
integridad del mundo espiritual de la personalidad del especialista y la
posibilidad de que se autoexprese de un modo creativo y humano.

Las distintas actividades laborales se caracterizan por los bienes que sólo
a través de ellas se consiguen, por los valores que en la persecución de
esos fines se descubren y por las virtudes cuyo cultivo exigen. Las
24
distintas éticas profesionales tienen por tarea averiguar qué valores y
virtudes permiten alcanzar en cada caso los bienes internos. Asimismo,
para alcanzar esos bienes es preciso contar con los mecanismos
específicos de la sociedad de que se trate.

Por otra parte, la legitimidad de cualquier actividad social exige atenerse


a la legislación vigente, que marca las reglas de juego de cuantas
instituciones y actividades tienen metas y efectos sociales y precisan, por
tanto, legitimación. En nuestras sociedades, debe atenerse al marco
constitucional y a la legislación complementaria vigente.

Sin embargo, cumplir la legislación no basta, porque la legalidad no


agota la moralidad. Y no sólo porque el marco legal puede adolecer de
lagunas e insuficiencias, sino por dos razones, al menos: porque una
constitución democrática es dinámica y tiene que ser reinterpretada
históricamente, y porque el ámbito de lo que haya de hacerse no estará
nunca totalmente juridificado ni es conveniente que lo esté. ¿Cuáles son
entonces, las instancias morales a las que debemos atender?

La primera de ellas es la conciencia moral cívica alcanzada en una


sociedad, es decir, su ética civil. Entendemos aquí por ética civil el
conjunto de valores que los ciudadanos de una sociedad ya comparten,
sean cuales fueran sus concepciones de vida buena. El hecho de que ya
los compartan les permite ir construyendo juntos gran parte de su vida en
común. En líneas generales, se trata de tomar en serio los valores de
libertad, igualdad y solidaridad (que se concretan en el respeto y
promoción de las tres generaciones de Derechos Humanos) junto con las
actitudes de tolerancia activa y predisposición al diálogo.

Para obtener legitimidad social una actividad ha de lograr a la vez


producir los bienes que de ella se esperan y respetar los derechos
reconocidos por esa sociedad y los valores que tal sociedad ya comparte.
De ahí que se produzca una interacción entre los valores que surgen de la
actividad correspondiente y los de la sociedad, entre la Ética Profesional
de esa actividad y la ética civil, sin que sea posible prescindir de ninguno
de los dos polos sin quedar deslegitimada.

Pero, no basta con este nivel de moralidad, porque a menudo intereses


espurios pueden ir generando una especie de moralidad difusa, que hace
que sean condenados por inmorales precisamente aquellos que más
hacen por la justicia y por los derechos de los hombres. Tenemos en esto
una larguísima historia de ejemplos. Por eso, para tomar decisiones
justas es preciso, como hemos dicho, atender al derecho vigente, a las
25
convicciones morales imperantes, pero además averiguar qué valores y
derechos han de ser racionalmente respetados. ¿Por qué la ética cívica
mantiene que son tales o cuales los derechos que hay que promover?
Esta indagación nos lleva a una moral crítica, que tiene que
proporcionarnos algún procedimiento para decidir cuáles son esos
valores y derechos.

Esa moral crítica presupone que cualquier actividad o institución que


pretenda ser legítima ha de reconocer que los afectados por las normas
de ese ámbito son interlocutores válidos. Y esto exige considerar que
tales normas serán justas únicamente si pudieran ser aceptadas por todos
ellos tras un diálogo racional. Por lo tanto, obliga a tratar a los afectados
como seres dotados de un conjunto de derechos, que en cada campo
recibirán una especial modulación.

El surgimiento de las diversas profesiones ha comportado la necesidad


de elaborar los llamados códigos de ética profesional. Esos documentos,
contentivos de lo que se debe hacer en las diversas actividades, se
constituyen en un sistema de normas, principios y cánones, dirigidos a
regular la conducta de los profesionales en una esfera específica del
quehacer laboral.

Esos códigos, con su contenido deontológico, no pueden ser impuestos


por decreto. Un código de ética profesional presupone que el especialista
o haga suyo mediante un convencimiento persona, de manera que se
sienta identificado con los contenidos normados en dicho documento
Los conocimientos que en el código se perfilan requieren de la
convicción, de la persuasión, pero nunca de la imposición. La exigencia
que se delimita en estos códigos tiene carácter subjetivo, está centrada
en la conciencia individual. En esto se diferencian de los códigos
jurídicos en los que la regulación demandada se impone al individuo de
manera fundamentalmente externa. De ahí la necesidad de eliminar los
formalismos que entorpezcan el significado y razón de ser de los códigos
de ética profesional.

Debemos admitir que por ahora sólo nos encontramos en las primeras
etapas de desarrollo en lo concerniente a la ética profesional. Partiendo
de los logros actuales en los ámbitos de la ética general, es posible
suponer que en un futuro inmediato, los puntos fundamentales en que
han de centrarse los esfuerzos investigativos, estarán dirigidos a perfilar
las tareas que permitan obtener definiciones teóricas precisas de la ética
de las profesiones, revelar lo específico de su objeto, asegurar el
despliegue de su aparato conceptual, que ponga en evidencia la
26
estructura y funciones de la moral profesional en su conjunto y en sus
manifestaciones ramales.

Sólo al concretar esos objetivos, resultará posible eludir las abstracciones


aisladas de la vida, en la medida en que las investigaciones sobre ética
profesional se apoyen en: 1) un análisis ético-sociológico profundo del
sistema real de las relaciones morales a nivel de la actividad de los
grupos profesionales de la sociedad, en la revelación de las tendencias
rectoras de su desarrollo y en los factores que influyen sobre ellas; 2) un
estudio de las exigencias cambiantes que la sociedad plantea al tipo
específico de actividad; 3) el establecimiento de la correlación entre la
regulación jurídico-administrativa y la regulación moral propiamente
dicha, durante el cumplimiento de esas exigencias.

La implementación de las condiciones mencionadas permitirá eliminar


los peligros de una moralización de recetario, característica de buena
parte de los trabajos sobre Ética Profesional. Esto ayudarás,
posteriormente, a erradicar la propensión a la codificación de
prescripciones cuidadosamente detalladas, a diversos “juramentos”
deontológico, a la “normomanía” basada en intentos poco exitosos de
deducir por vía directa principios y reglas de la moral profesional de las
tesis normativas de la ética general, con su posterior aplicación al ámbito
de las relaciones morales profesionales.

Nuestro punto de vista no aboga por una “normofobia” o prohibición de


utilizar los “casos”. Nos referimos a que al hacerlo es preciso apoyarse
en el saber teórico desarrollado. Indiscutiblemente, es necesario activar
la investigación de los conflictos morales típicos en la actividad
profesional, destacando en particular el problema de las búsquedas
morales. Esta cuestión tiene una relación directa con la esfera
profesional, donde se forman complejas colisiones morales en las que no
es fácil tomar una decisión acertada ni expresar claramente preferencia
por los intereses en conflicto. Es importante prestar atención a las
contradicciones que surgen entre las distintas fuentes de la actividad
reguladora, a las diversas formas de choque entre la norma y el ideal, a
los desencuentros entre el significado exterior de los actos y su sentido
interno.

La superación de las mencionadas deficiencias permitirá concentrar la


atención en proveer de una orientación profesional ajustada a las
condiciones sociohistóricas y fundamentadas en un sentido moral, en
resolver los problemas psicológico-morales de la comunicación en la
esfera de la actividad profesional, en revelar las peculiaridades en que se
27
forma en ella el temple moral y cívico que debe caracterizar la
personalidad del especialista. Gracias a los avances que se logren en las
investigaciones sobre ética profesional, resultará posible pasar de cierta
suma de descripciones de unas u otras facetas, momentos e incluso
episodios de la práctica moral-profesional a la elaboración de una teoría
integral de la educación moral de los especialistas.

2. LA MORAL Y LOS VALORES.

El término moral es manejado con mucha profusión. Se caracterizan


como morales o inmorales las concepciones, relaciones y acciones de las
personas. Pero cuando tratamos de aproximarnos al concepto de moral
los resultados son casi infructuosos. Esta dificultad no solamente es
válida para la cotidianidad, sino también la encontramos presente en los
textos especializados. Comúnmente en las enciclopedias, diccionarios,
monografías y manuales se nos dice que la moral está constituida por un
conjunto de principios, reglas, normas, valores e ideales que regulan la
conducta de las personas en una determinada época histórica. En
puridad, la caracterización anterior registra uno de los ángulos
principales de expresión de la moralidad, pero no peculiariza
esencialmente el fenómeno moral. Se trata de una descripción parcial
más que de una definición conceptual.

 La moral y la ética.

Para captar con precisión el concepto de moral hay que tener presente la
carencia de sustantividad de la moralidad. Es decir, lo moral no integra
una parcela particular de la vida en sociedad, existe como atributo de las
múltiples relaciones que dan sentido a la existencia humana. Una misma
conducta puede tener una connotación moral o inmoral, según sea la
motivación y el resultado que concrete. Regar las plantas ornamentales
de un jardín en sí mismo no tiene carácter moral o inmoral, mas si
realizamos esa acción movidos por el propósito de mantenerlas vivas ya
que significan mucho para una persona enferma que se encuentra en el
hospital, entonces la referida conducta adquiere un fundamento moral.
Teniendo en cuenta las especificidades aducidas, decimos que la moral
es aquella calidad de los fenómenos sociales que se expresa
esencialmente en la connotación que tienen para el ser humano las
relaciones con sus semejantes.
28

Por supuesto, la moral no ha sido siempre la misma, ha variado a lo largo


de los siglos. Esa transformación ha estado determinada por los cambios
acaecidos en las distintas sociedades que ha conocido el decursar de la
humanidad. La moral como parte de la totalidad social va a reflejar las
características de la estructura económica y los avatares de las luchas
políticas. De ahí sus variaciones espacio-temporales.

La moral surge en las sociedades primitivas. Entre los estudiosos se ha


discutido y se discute con relación al momento histórico en que surge la
moral. Para algunos, la moralidad que está presente en la vida de las
primeras colectividades que acusaron signo humano al desprenderse del
mundo animal. Contraria a esta opinión se halla la de aquellos autores
que argumentan la existencia de lo moral sólo a partir de la aparición, en
el seno de la sociedad primitiva, de especializaciones de carácter laboral
y por roles desempeñados. Conforme a esta última opinión para poder
hablar de moralidad resulta necesario determinado desarrollo de la
individualidad, un grado incipiente de desgajamiento del universo
personal con respecto a la colectividad.

Con la aparición de las desigualdades sociales, la moral expresa


esencialmente la confrontación entre los agrupamiento humanos con
intereses económicos y políticos contrapuestos. Los distintos grupos
sociales manifiestan a través de la moralidad, en términos de lo bueno y
lo malo, lo que resulta favorable o desfavorable a su integridad. En un
panorama social caracterizado por la existencia de grupos antagónicos, la
moral recoge la visión del ser y el deber ser de cada uno de ellos.
Debemos tener muy presente que la moral de cada agrupamiento social
no existe en forma aislada, sino en un proceso de retroalimentación con
respecto a las diferentes moralidades que forman parte del universo
ideológico de la sociedad. Quiere esto decir que en las sociedades donde
existen grupos sociales con intereses encontrados, la conciencia moral
presenta un carácter heterogéneo, pues se integra por el aporte que
corresponde a la moralidad de esos conglomerados humanos.

Cuando profundizamos en el estudio de la moral, nos percatamos de que


además del componente grupal que la caracteriza, resulta necesario
apropiarnos de su referente humano-universal. Al hablar de lo humano-
universal en los fenómenos morales, tenemos presente los elementos de
continuidad que existen entre los distintos sistemas morales, no obstante
su discontinuidad expresada en las diferenciaciones e intereses grupales.
29
Algunos autores, al referirse a la cuestión de lo humano-universal en la
moral, hablan de que su contenido se integra por simples reglas y normas
de conducta que se encuentran presentes en los diferentes códigos
morales. En este sentido, normas morales tales como “no matar”,
“respetar al prójimo”, “dar de comer y beber al necesitado” formarían
parte de ese contenido humano universal. A nuestro modo de ver, la
cuestión no es tan sencilla, ya que no podemos afirmar que las
mencionadas normas sean de obligada observancia en todo tiempo y
lugar. Con la variación de las circunstancias sociales, cambia su
contenido.

Vemos lo humano-universal en la moral más bien vinculado a aquellas


concepciones y relaciones que en la sucesión de las distintas sociedades
han tenido como divisa esencial el bienestar del hombre, su elevación en
una dimensión verdaderamente humana. Hay que tener en cuenta que lo
humano-universal no se presenta en forma pura, sino a través de los
intereses grupales de la moralidad. Por eso, la moral de los grupos
sociales progresistas ha sido portadora de ese contenido humano-
universal. Se ha constatado que cuando un grupo social retrocede
históricamente desde las posiciones progresistas a las reaccionarias, la
carga humano-universal de su mundo moral se reduce ostensiblemente
hasta casi desaparecer.

En los últimos años se ha prestado gran atención al estudio de la


estructura de la moral. Este problema revista un interés relevante desde
el punto de vista teórico y también por su trascendencia en el orden
práctico. No hace mucho tiempo, los especialistas consideraban que a la
moral sólo era procedente estudiarla como fenómeno de conciencia. En
la actualidad prima el criterio acerca de que la moral presenta una
estructura compleja integrada por la actividad moral, la relación moral y
la conciencia moral.

La actividad moral es la particularidad cualitativa que distingue a los


actos humanos por la implicación que tienen para un individuo o una
colectividad. En el universo de las acciones humanas, los diversos actos
pueden tener una connotación moral, inmoral o extramoral, dependiendo
esa especificación del papel que se le conceda al ser humano y a sus
intereses vitales por parte del sujeto de la actividad.
Para comprender la esencia de la actividad moral hay que tener en cuenta
los rasgos fundamentales que la distinguen: la motivación, el resultado y
la valoración correspondiente de ambos aspectos. La motivación, como
su nombre lo indica, es el motor que impulsa la conducta; mientras que
el resultado es la acción moral concretada. La valoración es el proceso
30
evaluativo de la motivación y del resultado que se realiza por la
colectividad o por el propio sujeto en forma de autovaloración.

En cuanto a la valoración de la moralidad o inmoralidad de una conducta


existen discusiones con relación a si se debe tener en cuenta solamente el
resultado o atenernos a la motivación como factor decisivo.
Consideramos que es necesario sopesar la importancia de ambos
aspectos de la actividad moral y no absolutizar la relevancia de uno de
ellos, pues en muchas ocasiones el resultado no coincide con la
motivación. En situaciones donde se expresa esa discordancia, se precisa
establecer la valoración de la conducta a partir del análisis concreto de
todos los componentes de la acción moral.

El segundo componente estructural de la moral como fenómeno social es


la relación moral. Para comprender el alcance de este concepto resulta
imprescindible referirlo al de relación social. Siendo el ser humano el
conjunto de sus relaciones sociales, la relación moral es aquella calidad
de ellas que se expresa en el hecho de implicar una afectación favorable
o desfavorable con respecto a un individuo o un grupo. O sea, la relación
social por sí misma no necesariamente presenta un contenido moral, lo
adquiere en la medida en que el vínculo establecido por el sujeto tiene
implicaciones para sus semejantes.

Las relaciones morales son tan diversas como distintos son los marcos
referenciales en que el ser humano desenvuelve su existencia. Intentar su
clasificación sería una tarea inacabable. Pero, teniendo en cuenta que
estas relaciones existen como contenido de aquellos vínculos y
dependencias que contraen las personas en el proceso de su actividad
vital, podríamos referirnos a los siguientes tipos fundamentales de
relaciones morales: relaciones del individuo con otras personas, con la
colectividad, con la comunidad nacional, con la comunidad planetaria
(humanidad).

Hacemos hincapié en la comprensión de las relaciones morales como


vínculos interpersonales, pues incluso cuando hablamos de la naturaleza
como objeto de moralidad, necesariamente tenemos que recurrir a las
implicaciones que tiene para el ser humano el cuidado o destrucción del
entorno ambiental.

El tercer elemento de la estructura de la moral lo constituye la conciencia


moral. Aunque tradicionalmente se le ha caracterizado como el lado
ideal de la moralidad, debemos tener presente que la conciencia moral es
subjetiva por su forma, pero objetiva por su contenido. Con este
31
criterio nos pronunciamos en contra del punto de vista que tiende a
caracterizar la actividad moral como objetiva y la conciencia moral
como subjetiva. La actividad moral, la relación moral y la conciencia
moral solamente pueden ser aprehendidas en toda su riqueza si se
comprenden como resultado de la interrelación dialéctica de lo objetivo
y lo subjetivo.

La conciencia moral no existe como una esfera particular del intelecto


humano, sino más bien como un contenido especial que lo peculiariza.
Por esta razón, la conciencia moral es la especificidad que caracteriza a
los fenómenos de la conciencia consistente en reflejar los intereses
individuales o colectivos. Está integrada por el conjunto de
representaciones mentales que expresan las particularidades de las
relaciones sociales y la práctica cotidiana de los seres humanos. La
conciencia moral constituye una forma especial de asimilación espiritual
de la realidad. Si esa asimilación en el marco de la conciencia científica
es en los términos antitéticos de lo verdadero y lo falso, en el ámbito de
la conciencia artística atinente a la conciencia moral se expresa en el
contrapunteo entre lo bueno y lo malo.

Al hablar de la estructura de la moral, hemos relacionado como sus


componentes fundamentales a la actividad moral, la relación moral y la
conciencia moral. Algunos estudiosos se han enfrascado en discusiones
un tanto bizantinas, tratando de delimitar cual de esos tres elementos
tiene carácter primario con relación a los demás. Al respecto, resulta
importante puntualizar que cuando afrontamos el estudio de la moralidad
debemos tener presente su integración a partir de los tres componentes
señalados; ninguno de ellos puede existir al margen de los demás ni
precederlo ni determinarlo. La moral es conjuntamente actividad,
relación y conciencia. Esta unidad de sus elementos estructurales genera
un modo específico de asimilación práctico-espiritual de la realidad que
se concreta en la actividad social de las personas y se expresa a través de
las funciones que cumple la moral.

En torno a las funciones fundamentales de la moral, de manera esencial,


puede hablarse de las siguientes: reguladora, valorativa-orientadora,
cognoscitiva, educadora e ideológica, consideramos que en estos cinco
grandes rubros pueden agruparse la diversidad de roles que la moralidad
puede cumplir y cumple en la vida social.

La función reguladora está referida a la influencia que la moral, como


forma de la conciencia social, ejerce sobre las personas. El individuo
cuando nace no es sujeto moral y es a partir de sus vivencias sociales que
32
va adecuando la conducta a partir de los patrones de exigencia que
prevalecen en su medio. Desde esta perspectiva reguladora, la
normatividad moral a diferencia de la jurídica, no presupone sanciones
pecuniarias o de privación de libertad, sino la aprobación o el rechazo
por parte de la opinión pública.

La función valorativa-orientadora que cumple la moral, muy relacionada


con su papel regulador, tiene su concreción cuando el individuo
estructura una tabla de valoraciones que le sirve de orientación en la
complejidad del mundo social. Así como la función reguladora expresa
las exigencias sociales hacia la individualidad, la función valorativo-
orientadora manifiesta los criterios de las personas con respecto al
comportamiento que deben observar en su quehacer en la colectividad.
En este caso, la conciencia individual actúa como tribunal moral que
absuelve o condena.

La moral cumplimenta también una función cognoscitiva. La necesidad


social, objetivamente existente, lleva en sí a la necesidad moral. Cuando
la moral, como forma de apropiación práctico-espiritual de la realidad,
permite aprehender esa necesidad, el sujeto puede comportarse como
agente propulsor del progreso de la moralidad. Los problemas
gnoseológicos en este campo, están íntimamente entrelazados con la
libertad moral que se conforma por medio de la conjugación del
conocimiento de la necesidad moral y la actividad práctica del sujeto,
encaminada a transformar el medio a fin de propiciar el desarrollo social
y moral.

A través del tiempo, la moral ha jugado un papel fundamental como


medio activo de formación de la personalidad. Su función educadora es
innegable. La moral va a incidir sobre la individualidad prescribiéndole
por qué y para qué se vive. Es decir, la moral da un sentido a la vida de
las personas. La educación moral se realiza a través de diferentes vías y
medios, institucionales y espontáneos, en un proceso continuado en que
cada integrante de la sociedad resulta simultáneamente sujeto y objeto.

En las sociedades con intereses antagónicos, la moral es un medio de


influencia ideológica. La función ideológica de la moral se expresa en su
contribución a la defensa de determinados intereses grupales. La lucha
ideológica en el ámbito moral es aguda y sutil. Como regla, los grupos
dominantes han pretendido argumentar la universalidad de su
moralidad. Apelando a este recurso, se ha manifestado que el ataque a la
moral dominante representa la impugnación a todo tipo de moralidad. En
el mundo globalizado contemporáneo, con la polarización de intereses
33
entre ricos y pobres, la función ideológica de la moral se ha tornado
diáfana y expresa. La moral de los desposeídos expresa con claridad que
defiende los intereses de los pobres de la Tierra y que por ende, resulta
moralmente aceptable todo lo que contribuya a la edificación de un
mundo justo y propenda a la elevación humana.

A menudo se utiliza la palabra “ética” como sinónimo de lo que


llamamos “la moral”, es decir, ese conjunto de principios, normas,
preceptos y valores que rigen la vida de los pueblos y de los individuos.
La palabra “ética” procede del griego ethos que significaba
originariamente “morada” “lugar en donde vivimos”, pero
posteriormente pasó a significar “el carácter”, el “modo de ser”, que una
persona o grupo va adquiriendo a lo largo de su vida. Por su parte, el
término “moral procede del latín mos, moris, que originariamente
significaba “costumbre”, pero que luego pasó a significar también
“carácter” o “modo de ser”. De este modo “ética” y “moral” confluyen
etimológicamente en un significado casi idéntico: todo aquello que se
refiere al carácter o modo de ser adquirido como resultado de poner en
práctica unas costumbres o hábitos considerados buenos.

Dadas esas coincidencias etimológicas, no es extraño que los términos


“moral” y “ética” aparezcan como intercambiables, en muchos
contextos cotidianos se habla por ejemplo, de una “actitud ética” para
referirse a una actitud “moralmente correcta” según determinado código
moral o se dice de un comportamiento que “ha sido poco ético”, para
significar que no se ha ajustado a los patrones habituales de la moral
vigente. Este uso de los términos “ética” y “moral” como sinónimos está
tan extendido en español que no vale la pena intentar impugnarlo. Pero
conviene que seamos conscientes de que tal uso denota, en la mayoría de
los casos, lo que llamamos “la moral”, es decir, la referencia a algún
código moral concreto.

No obstante lo anterior, podemos proponernos reservar –en el contexto


académico en que nos movemos aquí- el término “Ética” para referirnos
a la Filosofía de la moral y mantener el término “moral” para denotar los
distintos códigos morales concretos. Esta distinción es útil, puesto que se
trata de dos niveles de reflexión diferentes, dos niveles de pensamiento
y lenguaje acerca de la acción moral, y por ello se hace necesario utilizar
dos términos distintos si n queremos caer en confusiones. Así, llamamos
“moral” a ese conjunto de principios, normas y valores que cada
generación a la siguiente en la confianza de que se trata de un buen
legado de orientaciones sobre el modo de comportarse para llevar una
vida buena y justa. Y llamamos “Ética” a esa disciplina filosófica que
34
constituye una reflexión teórica sobre los problemas morales.- La
pregunta básica de la moral sería entonces “qué debemos hacer?”,
mientras que la cuestión central de la Ética sería más bien “por qué
debemos?”, es decir, “qué argumentos avalan y sostienen el código
moral que estamos aceptando como guía de conducta?”.

Corresponde a la Ética una triple función: 1) aclarar qué es la moral,


cuáles son sus rasgos específicos, 2) fundamentar la moralidad, es decir,
tratar de averiguar cuáles son las razones por las que tiene sentido que
los seres humanos se esfuercen en vivir moralmente; y 3) aplicar a los
distintos ámbitos de la vida social los resultados obtenidos en las dos
primeras funciones, de manera que se adopte en esos ámbitos sociales
una moral crítica, (es decir, racionalmente fundamentada), en lugar de un
código moral dogmáticamente impuesto o de la ausencia de referentes
morales.

A lo largo de la historia de la Filosofía se han ofrecido distintos modelos


éticos que tratan de cumplir las tres funciones anteriores: son las teorías
éticas. La ética aristotélica, la kantiana, la utilitarista o la discursiva son
buenos ejemplos de este tipo de teorías. Son construcciones filosóficas
generalmente dotadas de un alto grado de sistematización, que intentan
dar cuenta del fenómeno de la moralidad en general y de la preferibilidad
de ciertos códigos morales en la medida en que éstos se ajustan a los
principios de racionalidad que rigen en el modelo filosófico de que se
trate.

En efecto, aunque la historia de la Ética recoja una diversidad de teorías,


a menudo contrapuestas, ello no debe llevarnos a la ingenua conclusión
de que cualquiera de ellas puede ser válida para nosotros –los seres
humanos de principios del siglo XXI- ni tampoco a la desesperanzada
inferencia de que ninguna de ellas puede aportar nada a la resolución de
nuestros problemas. Por el contrario, lo que muestra la sucesión histórica
de las teorías es la enorme fecundidad de la Ética que ha sabido
acercarse a los problemas de cada época elaborando nuevos conceptos y
diseñando nuevas soluciones. La cuestión que debería ocupar a los éticos
de hoy es la de perfilar nuevas teorías éticas que podamos considerar a la
altura de nuestro tiempo Y para ello resulta útil e insoslayable el
conocimiento de las principales éticas del pasado.

Entre las tareas de la Éticas, como ya hemos dicho, no sólo figura la


aclaración de lo que es la moralidad y la fundamentación de la misma,
sino la aplicación de sus descubrimientos a los distintos ámbitos de la
vida social: a la política, la economía, la ecología , la medicina, la
35
ingeniería genética, etc.. Si en la tarea de fundamentación se descubren
determinados principios éticos, la tarea de aplicación consistirá en
averiguar cómo pueden esos principios ayudar a orientar los distintos
tipos de actividad.

Sin embargo, no basta con reflexionar sobre cómo aplicar los principios
éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en cuenta que
cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias morales y
proporciona sus propios valores específicos. No resulta conveniente
hacer una aplicación mecánica de los principios éticos a los distintos
campos de acción, sino que es menester averiguar cuáles son los bienes
internos que cada una de esas actividades debe aportar a la sociedad y
qué valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlos. En esta
tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que tienen que
desarrollarla cooperativamente con los expertos de cada campo. La ética
aplicada es necesariamente interdisciplinaria.

Trasladando esa caracterización a las actividades sociales, podríamos


decir que el fin específico de la salud pública es el bien del paciente; el
de la empresa económica, la satisfacción de necesidades humanas con
calidad; el de la política, el bien común de los ciudadanos; el de la
docencia, la transmisión de la cultura y la formación de personas
educadas y críticas; el de las biotecnologías, la investigación en pro de
una humanidad más libre, sana y feliz. Quien ingresa en una de estas
actividades no puede proponerse una meta cualquiera, sino que ya le
viene dada y es la que presta a su acción sentido y legitimidad social.

Nuestra tarea consiste en dilucidar qué valores concretos es preciso


asumir para alcanzar esos fines. Precisamente, por eso, en las distintas
actividades humanas se introduce de nuevo la noción de “excelencia”,
porque no todos los que intervienen para alcanzar los bienes internos
tienen la misma predisposición, el mismo grado de virtud. Un mínimo
sentido de la justicia, nos exige reconocer que en cada actividad unas
personas son más virtuosas que otras. Esas personas son las más
capacitadas por encarnar los valores necesarios para concretar los bienes
internos consustanciales a la actividad social de que se trate.

Las distintas actividades se caracterizan, pues, por los bienes que sólo a
través de ellas se consiguen y por los valores que para la concreción de
esos fines se exigen. Las distintas éticas aplicadas tienen por tarea, a
nuestro juicio, averiguar qué valores permiten alcanzar en cada caso los
bienes internos de la actividad respectiva.
36
El renacer del movimiento de la ética aplicada que se manifiesta al
comenzar la década de los 70 del siglo XX, responde a la necesidad que
tiene la comunidad planetaria de que la reflexión ética deje de ser
general y abstracta y se centre en problemáticas concretas, dilucidando
las razones que podrían ser dadas en apoyo de juicios particulares, en
controversias específicas.

 Los valores morales

Con el desarrollo social, se consolidan en el quehacer humano los


valores morales. Los valores son formas de la conciencia moral que se
caracterizan por expresar las exigencias morales de la manera mas
generalizada. Ellos tienen una vinculación muy estrecha con las normas
morales, pero mientras que las normas prescriben las acciones que
concretamente el ser humano debe realizar, los valores revelan de
manera global el contenido de un sistema moral determinado. Los
valores morales juegan un papel decisivo desde el punto de vista
orientador y cuando pasan a formar parte de la conciencia individual
ejercen una influencia activa en el ámbito de las relaciones y las
conductas humanas.

En el decursar del pensamiento universal, son innumerables los valores


morales que han sido reconocidos por los estudiosos, desde diversas
perspectivas filosóficas. Entre esos valores, los admitidos con mayor
frecuencia son los siguientes: el humanismo, la solidaridad, el
colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo, el
internacionalismo, el bien, el deber, la dignidad, el honor, el ideal, el
sentido de la vida y la felicidad. A nuestro modo de ver, si resulta
necesario desentrañar la esencia de cada uno de ellos, más trascendente
aún es analizar esos valores morales bajo un enfoque sistémico. Hasta
hoy, el tratamiento en sistema de los valores, ha sido casi inexistente, no
obstante la importancia teórica y práctica de tal enfoque. Nos
proponemos realizar la exposición de esos valores bajo la óptica
sistémica, ya que en el plano social se presentan con tal especificidad.

El humanismo es el valor moral que postula la consideración del ser


humano como supremo fin y por lo tanto, merecedor de un desarrollo
multilateral. El humanismo constituye el punto de partida del sistema
que conforman los valores morales. La moralidad de signo positivo
exige que el sujeto moral tenga como motivación fundamental la
37
preocupación por el ser humano en el sentido de posibilitar su desarrollo
y lograr la satisfacción de sus necesidades fundamentales.

El humanismo, como valor moral, comporta la convicción ilimitada en


las posibilidades del ser humano y en su capacidad de
perfeccionamiento; presupone la defensa de la dignidad personal;
proclama la concepción de que el individuo tiene derecho a la felicidad y
exige validar el criterio acerca de que la satisfacción de las necesidades e
intereses del ser humano debe constituir el objetivo esencial de la
sociedad, en la búsqueda de un mundo más solidario.

La solidaridad es el valor moral que expresa la necesidad de vincular la


existencia individual al objetivo de potenciar la diversidad de relaciones
que une a los miembros de la sociedad. La solidaridad demanda la
adopción de la causa del humanismo como fundamento primordial de la
vida personal; admite el reconocimiento de nuestros semejantes como
pariguales, a fin de lograr el necesario entendimiento y comprensión
entre todos los miembros de la sociedad; implica la comprensión del
humanismo como actitud del sujeto moral encaminada a potenciar a los
más débiles; sustenta la igualación de oportunidades como condición del
libre desarrollo de cada uno de los seres humanos. El valor moral de la
solidaridad constituye un obligado corolario de la lucha por el ser
humano, por hacer realidad el valor del humanismo.

El humanismo que sólo puede plasmarse como realidad a través del


ejercicio de la solidaridad, se expresa en las relaciones interpersonales en
forma de colectivismo. El colectivismo, negación del individualismo
fomentado por la desigualdad social, promueve la dedicación de la vida
personal a ideales y objetivos que comportan la satisfacción de intereses
humanos.

En su condición de valor moral, el colectivismo fomenta el desarrollo de


capacidades para la ejecución de acciones conjuntas y se caracteriza por
la entrega de la existencia individual a fines que tienen una significación
colectiva. Si bien es verdad que el colectivismo supone la primacía de
los intereses sociales por encima de los intereses personales, esto no
significa que el sujeto moral no pueda concretar sus aspiraciones
individuales, pues hay que tener presente que todo interés personal
racionalmente entendido, tendrá siempre un carácter social.

El colectivismo cumple el rol de aglutinador de todos los demás


componentes del sistema de valores morales. La lucha por la solidaridad
humana, expresión de partida de la fidelidad al humanismo, no puede
38
concretarse sin un esfuerzo colectivo de singular envergadura. Las
generaciones de hombres de buena voluntad que con sus esfuerzos han
hecho factible el mejoramiento humano en diversas partes del mundo,
brindaron a sus semejantes muestras concluyentes de colectivismo al
sacrificarse en aras de los intereses sociales. El desarrollo humano que
constituye una necesidad a escala planetaria, sería inconcebible sin
derroches cotidianos de actitudes colectivistas, propiciadoras de un
entorno social verdaderamente justo.

La justicia, como valor, se refiere a lo que es exigible en el fenómeno


moral; exigible a cualquier ser humano que quiera pensar moralmente.
Será moralmente justo lo que satisface intereses universalizables en
determinada situación histórico-concreta. Cuando conceptuamos algo
por justo, podemos exigir que cualquier ser humano lo conciba en esa
misma condición, porque estamos ante una alternativa que tiene un
referente objetivo.

Desde la perspectiva moral, los criterios de justicia son universalmente


intersubjetivos. La controvertida universalidad del fenómeno moral
pertenece a la dimensión de justicia, porque no se trata de una invitación
a observarla, sino de una exigencia en cuanto a su cumplimiento. La
estructuración de una moral universal que establezca un valladar a los
subjetivismos, sólo será posible desde aquellas exigencias de justicia que
son inapelables, entre las que sobresale el deber de validar el humanismo
en la diversidad de sus expresiones grupales y culturales en términos de
equidad.

El valor moral de la equidad consiste en dar a cada uno lo que le


corresponde por sus méritos o condiciones. La equidad supone no
favorecer en el trato a uno, perjudicando a otro. La inequidad es
inherente a las sociedades en que impera una polarización entre la
riqueza y la pobreza. En esas sociedades, los patrones distributivos y las
oportunidades están en función de la estructura de dominación y de la
propiedad sobre los medios de producción. Se trata de un mundo de
desiguales, en el que la desigualdad lleva a la dominación de unos por
otros.

Desde el punto de vista moral, la equidad está muy vinculada al


concepto de integración social. El objetivo supremo de la integración
social es la creación de una sociedad para todos, basada en el respeto a
todos los derechos humanos y libertades fundamentales, la diversidad
cultural y religiosa, la justicia social y las necesidades especiales de las
personas que se encuentran en desventaja, la participación democrática y
39
el respeto a la ley. La equidad, entendida como búsqueda de la
integración social, se expresa como actitud moral dirigida a potenciar a
los más débiles, ya que es preciso lograr una igualación, si queremos que
todos puedan tener acceso a un desarrollo humano que les permita
ejercer su libertad.

La libertad es un valor consustancial a la especificidad de la moral. Se


encuentra implicada en la esencia misma de la moralidad como
fenómeno social. Si el ser humano carece de libertad para elegir entre
alternativas u opciones diferentes no puede elevarse a la categoría de
sujeto moral. La persona accederá a esa condición cuando su poder
decisorio, con respecto a la conducta a seguir, no sea fruto de la coerción
externa sino resultado de la libre elección.

En el ámbito moral, la libertad no puede entenderse como libre albedrío


que permitiría a la voluntad humana proyectarse en términos de un
subjetivismo extremo. Hay que comprenderla como una
complementación de sus referentes individual y social. Desde el ángulo
individual, la libertad se configura como el derecho a gozar de un ámbito
privado, sin interferencias ajenas, en el que cada quien puede ser feliz a
su manera (libertad negativa). Desde la perspectiva social, la libertad
comporta el derecho a participar como sujeto en las decisiones que le
afectan y conciernen como miembro de la colectividad (libertad
positiva). Así entendida, la libertad vendría a ser una conjugación de dos
expresiones inseparables de un valor moral que fomenta el humanismo,
al dar cauce a las aspiraciones individuales por derroteros de carácter
social.

Cuando ese humanismo que propulsa las ansias libertarias, se proyecta


como lucha y sacrificio por los intereses comunitarios, estamos en
presencia del patriotismo. El patriotismo es el valor moral que impele al
individuo a identificarse con su pueblo. Presupone la preocupación por
la historia del país y las tradiciones patrias, el amor al pueblo, la lucha
intransigente contra los enemigos de la patria y el sano orgullo por los
avances sociales en los ámbitos local y nacional. El verdadero
patriotismo se contrapone al patrioterismo que utilizando los
sentimientos del pueblo apuntala los intereses de los privilegiados y
fomenta el exclusivismo nacional.

Los tiempos que corren exigen rebasar el humanismo comunitario


llegando a adoptar una perspectiva de humanismo universalista, desde
una conciencia moral que es capaz de ponerse en lugar de cualquier
persona en cuanto tal, en cualquier parte del mundo. El
40
internacionalismo es el valor moral que postula la vinculación del
individuo con los intereses colectivos en términos de humanidad, como
la expresión más elevada del humanismo real. Este valor que constituye
el escalón más alto del humanismo se caracteriza por propulsar la
igualdad y libertad de todos los pueblos, la intransigencia con el racismo
y la xenofobia, la solidaridad mundial en la lucha por objetivos comunes
en bien de la humanidad, el interés y respeto por las culturas nacionales.

El valor moral del patriotismo no se contrapone al internacionalismo.


Entre ambos existe una estrecha interrelación. Esta inquebrantable
ligazón entre el patriotismo y el internacionalismo ha sido puesta en tela
de juicio por quienes piensan que no es posible ser internacionalista y
patriota al mismo tiempo.

El patriotismo y el internacionalismo tienen un mismo fundamento


moral. Ambos valores constituyen la expresión, a distintos niveles, de la
defensa de los intereses humanos. En este sentido, el patriotismo que se
fundamenta en el amor al pueblo, en los marcos comunitarios, se
proyecta a nivel de la humanidad en forma de internacionalismo. Por
eso, los internacionalistas más auténticos son los patriotas más
consecuentes y los verdaderos patriotas son genuinos internacionalistas.

La realización del humanismo mediante la concreción de la solidaridad,


el colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo y el
internacionalismo, nos expresa el contenido del bien como valor moral.
Tradicionalmente el bien y su contrapartida, el mal, han sido
comprendidos como sinónimos de lo moral y lo inmoral. Ahora bien, la
comprensión de lo bueno y lo malo ha variado de época a época y de
pueblo a pueblo, determinando que los hombres caractericen a un mismo
acontecer como moral o inmoral según las circunstancias históricas.
¿Significa esta peculiaridad que no tenemos posibilidades de encontrar
un criterio objetivo para deslindar lo bueno de lo malo?.

La interrelación entre lo grupal y lo humano-universal en la moral


permite resolver el referido problema. Lo humano-universal tiene un
sentido concreto en la medida que se expresa a través de lo grupal.
Mientras existan grupos sociales con intereses contrapuestos, lo humano-
universal sólo tendrá esa forma de manifestación. Cuando el grupo social
desenvuelve un rol históricamente progresista, su moral acusa un
contenido humano-universal incomparablemente superior al portado en
la etapa en que ese mismo grupo transcurre por una fase decadente. De
aquí que la verdad acerca de lo bueno y lo malo no la puede dar la
conciencia moral del grupo con su carga de subjetividad, sino los
41
componentes humano-universales que objetivamente comporta su
moralidad.

Con los presupuestos conceptuales, anteriormente expresados, estamos


en condiciones de caracterizar al bien como valor moral. El bien moral
es aquella calidad de las relaciones sociales cuya esencia consiste en que
el ser humano trata a sus semejantes como fin y no como medio,
concibiendo la entrega a sus pariguales con el objetivo supremo de su
conducta. Es la carga del humanismo contenida en el quehacer cotidiano
de los sujetos lo que identifica objetivamente su proceder como
expresión concreta del bien moral.

Estrechamente vinculado al bien y el mal se encuentra el deber, valor


moral de innegable trascendencia. El deber se configura por la relación
existente entre la práctica moral individual y la orientación normativa-
valorativa que impele a su cumplimiento. Como puede apreciarse el
código moral prevaleciente deviene fundamento o base del deber. Es
necesario tener presente que cuando el individuo nace no es aún sujeto
moral. Sólo a partir de su inserción en el conjunto de las relaciones
sociales, la individualidad se desarrolla y se conforma la conciencia
moral personal. El punto de referencia para la formación del mundo
moral individual es la conciencia moral social. La moral como forma de
la conciencia social con sus normas, principios e ideales sirve de
fundamento objetivo para la estructuración del deber como valor de la
moralidad personal.

El deber puede concatenarse con el bien o con el mal. Cuando el deber


individual responde al interés humano, la conducta personal está
motivada por el bien moral. Por el contrario, en aquellos casos en que el
cumplimiento de lo debido comporta actitudes que denigran al ser
humano o impiden su realización multilateral, el deber tiene sus raíces
afincadas en el mal moral. Esto quiere decir que la postura del sujeto
moral, consciente o inconsciente, de aceptación o rechazo del interés
humano determina la vinculación del deber al bien o al mal.

Cuando en las relaciones morales prima lo humano- universal, el deber


aparece vinculado al bien y la conciencia individual prescribe al sujeto el
respeto a la dignidad del ser humano. La dignidad, como valor, consiste
en la apreciación que establece el individuo en relación consigo mismo y
con sus semejantes por su condición de seres humanos. Al desentrañar el
contenido de este valor, es necesario tener presente su desdoblamiento en
la dignidad propia y la dignidad ajena. La dignidad propia presupone la
conciencia por parte de la persona de que es parte integrante de la
42
especie humana y como tal merece las consideraciones correspondientes.
El reconocimiento de la dignidad ajena sigue esta misma línea de
pensamiento, pero en este caso específico, el sujeto moral se vuelve
hacia sus semejantes, considerando que toda persona por su condición
humana, debe ser objeto del respeto de los demás.

En estrecha relación con la dignidad como valor moral tenemos el valor


del honor. El honor es la valoración que alcanza el individuo ante los
demás semejantes por su ejecutoria en la vida. Debido a su cercanía
conceptual, en ocasiones, se confunden los valores de la dignidad y el
honor. Muchas veces, en el lenguaje conversacional, se utilizan como
sinónimos y así se habla de la dignidad o del honor mancillados, en
términos de equivalencia. No obstante, entre ambos valores existe una
diferencia sustancial: la dignidad se otorga, mientras que el honor se
gana. Decimos que la dignidad se otorga por cuanto la moral humanista
extiende la consideración que ella implica a todas las personas por igual;
expresamos que el honor se gana, pues sólo serán acreedores a los
reconocimientos que comporta, aquellos individuos que se lo merezcan
por su proceder en la vida social, en consonancia con la normatividad
moral comunitaria.

Sobre la base de sus concepciones acerca del humanismo, la justicia, el


bien, el deber y demás valores que tienen relación con la consideración
que le merecen los demás semejantes, el ser humano conforma su ideal
moral. El ideal moral es el programa valorativo que el individuo lucha
por plasmar en la vida y cuyo objetivo fundamental consiste en conjugar
los intereses sociales y los personales. Cada persona conforma su ideal
en correspondencia con la riqueza de su cultura moral. El ideal moral
será más avanzado en la medida que el interés humano prime sobre los
intereses individuales, aunque esto no presupone la subestimación de las
aspiraciones personales racionalmente comprendidas.

En las sociedades en que existen intereses grupales de carácter


antagónico, como tendencia, los ideales morales se fundamentan en el
egoísmo. Lo anterior no quiere decir que en el seno de esos
conglomerados humanos no surjan ideales de avanzada, basados en la
búsqueda del bien moral En la contemporaneidad, esos ideales
únicamente pueden alcanzarse en la lucha por lograr una sociedad más
justa y la formación de un ser humano verdaderamente solidario. La
validación del humanismo constituye el único camino para plasmar el
ideal móvil que posibilite sentar las condiciones que hagan factible el
desarrollo multilateral de las personas.
43
En correspondencia con el ideal moral de las personas, la vida humana
adquiere sentido. El sentido de la vida es el valor moral que refleja la
caracterización esencial que adquiere la existencia individual en el
complejo batallar cotidiano por hacer realidad los presupuestos
programáticos del ideal moral. Establecemos esta correlación entre los
contenidos de ambos valores, porque consideramos que sin un ideal
moral humanista resulta imposible que el proceso vital de las personas
adquiera un verdadero sentido.

Cuando nos referimos a un verdadero sentido de la vida es en


contraposición a un falso sentido de la vida que tiene por fundamento la
absolutización del interés personal, postura egocentrista a la que
acompañan de manera inevitable el individualismo y el egoísmo. El
verdadero sentido de la vida comporta la lucha continuada por la
eliminación de las condiciones que fomentan las desigualdades e
impiden el establecimiento de un orden social en que la persona sea un
auténtico hermano para sus semejantes. De aquí que la batalla por
concretar los ideales humanistas sea el fundamento que da sentido a la
vida de la persona en la contemporaneidad.

La posibilidad de darle sentido a la vida sienta las bases de la felicidad.


Tal vez no exista un valor moral que tenga un contenido más
controvertido que el de felicidad. En torno a la felicidad existen las
interpretaciones más diversas. Algunos criterios la identifican con la
satisfacción de determinadas necesidades materiales, otros puntos de
vista la circunscriben a la concreción de aspiraciones de carácter
espiritual. Así mismo, en el contexto de determinadas interpretaciones se
establece una equivalencia entre alegría y felicidad. A partir de este
panorama interpretativo tan complejo, pudiera colegirse que cada cual es
feliz a su manera, en consonancia con los puntos de vista individuales en
torno a la felicidad.

La felicidad como valor implica una opción de carácter subjetivo. Sería


irracional exigir que todo el mundo tuviese la misma concepción de lo
“felicitante”. Debemos respetar los modelos de felicidad de los distintos
individuos o grupos y culturas. Ahora bien, podemos proponer un
criterio de felicidad que puede ser compartido de manera intersubjetiva.
Nuestro punto de vista acerca de la felicidad parte de concebirla en
estrecha interrelación con el humanismo, la solidaridad, la justicia y la
libertad. Vemos la felicidad como un ámbito específico de la
subjetividad humana, en ligazón estrechas con los componentes
esenciales de la vida social. Argumentamos la existencia de una felicidad
que consiste en la satisfacción experimentada por el individuo como
44
resultado de la entrega cotidiana a los intereses sociales, lo que daría un
elevado sentido a su vida. Desde esta perspectiva, se alcanza la
felicidad cuando nuestras fuerzas personales están en función del
desarrollo multilateral de los seres humanos.

 La conciencia moral.

En los últimos tiempos, las investigaciones acerca de la conciencia


moral han experimentado un significativo avance. Han recibido un
notable desarrollo las teorías en torno a la conciencia moral social y la
conciencia moral individual. Estos conceptos, aunque muy vinculados
entre sí, no son idénticos. Si la conciencia moral social es un conjunto de
principios, normas, valores e ideales que constituyen un reflejo de las
condiciones materiales de vida que caracterizan a un conglomerado
humano en una etapa de su desarrollo histórico, la conciencia moral
individual es la forma específica e irrepetible en que las concepciones
prevalecientes en una sociedad dada se expresan a nivel personal.

El desarrollo moral del individuo discurre como un proceso personal de


asimilación de la sociedad, reflejada y consolidada en la conciencia
moral social. Esta asimilación está dirigida hacia la consecución de
determinados objetivos, cuya concreción se logra por medio de la
instrucción y la educación. La esencia de este proceso consiste en
insuflar en la conciencia moral del individuo aquellos valores que se
generan por la ideología dominante en la sociedad. Asimismo, juegan su
papel en estas circunstancias la influencia de aquellos elementos que en
forma de tradiciones dejan su impronta en la mentalidad individual a
partir de la conciencia cotidiano-empírica.

La conciencia moral del individuo, sobre la base de su biografía


personal, no se limita a ser un remedo en pequeño de la conciencia moral
social. Queremos expresar con esto que la conciencia moral individual
no consiste simplemente en la asimilación de las adquisiciones de la
conciencia moral social, sino su reelaboración desde el ángulo de la
individualidad. Resulta importante esta precisión conceptual, pues de lo
contrario pudiera inferirse que la diferenciación entre la conciencia
moral social y la conciencia moral individual sería sólo un problema de
volumen y no de contenido.

La conciencia moral individual representa, en primer lugar, el conjunto


de sentimientos, conocimientos y convicciones, en los cuales se resume
parte de la conciencia moral social que asimila y transforma la
personalidad sobre la base de su existencia individual. En segundo
45
lugar, la conciencia moral individual presupone siempre una determinada
relación del ser humano hacia el mundo, la sociedad y hacia sí mismo.

La relación de la persona hacia el medio social en sus manifestaciones


extremas, puede expresarse como aceptación o como rechazo de la
realidad en que desenvuelve su vida. En el primer caso, el individuo
acepta integralmente el orden existente y la normatividad dominante, los
apoya con su conducta, sin pretender modificarlos. En el segundo caso,
la persona no acepta el medio en que vive ni su realidad y entonces
contrapone al mundo existente otras representaciones en las que
impugna totalmente el sistema prevaleciente. Toda esta situación
conflictiva del individuo, con respecto a un medio social que no le
satisface, está caracterizada por un cuestionamiento que deviene agente
de transformación. Si en el primer caso, la persona refleja en su
conciencia moral el mundo circundante y tiene una actitud de
acomodamiento con respecto a él, en el segundo caso el individuo se
identifica con la necesidad de cambiar y rehacer el medio.

La conciencia moral individual es una estructura compleja que para su


estudio puede ser examinada teniendo en cuenta sus aspectos
gnoseológico y sociológico. El análisis de la conciencia del individuo a
partir del estudio de los dos aspectos anteriormente referidos nos permite
profundizar en el conocimiento de la formación y funcionamiento de la
personalidad en su conjunto.

El aspecto gnoseológico comporta el nivel empírico y el nivel racional.


El nivel empírico caracteriza aquel ámbito de la conciencia moral
individual en el cual las representaciones de la persona se han formado
fundamentalmente sobre la base de sus propias experiencias espontáneo-
empíricas. En el nivel racional, el proceso de formación de la conciencia
moral individual tiene lugar bajo la influencia de los puntos de vista,
ideas y teorías que surgen fuera de la conciencia del individuo y llegan a
ella desde la conciencia moral social. En este nivel se estructuran los
fundamentos de la concepción del mundo del individuo.

En el aspecto sociológico, la conciencia moral individual opera en los


niveles de la conciencia cotidiana y de la teórica. En el nivel cotidiano,
la conciencia moral individual refleja de manera aparencial las
relaciones entre las personas. En este nivel no existe una penetración en
lo esencial que caracteriza a la vida y al desarrollo social, aquí no se
examinan vínculos íntimos que rigen los procesos sociales.
46
En conjunto, la conciencia moral individual, en su nivel cotidiano, se
fundamenta en hechos únicos que sólo de manera aproximada expresan
la verdadera realidad de las relaciones interpersonales, de los vínculos
entre el individuo y la sociedad. Esta forma de operar que caracteriza a la
conciencia moral individual, en su cotidianidad, propicia frecuentemente
el surgimiento de rumores y juicios que, pretendiendo reflejar la esencia
de las motivaciones y actitudes de las personas, tergiversan el carácter de
las conductas individuales. La posibilidad de una distorsión valorativa
tiene su fundamento en que la conciencia cotidiana se apoya
esencialmente en lo casual, en lo que yace en la superficie de los hechos,
propiciando así la apreciación inexacta del contenido de las actitudes
personales.

En el nivel cotidiano, la conciencia moral del individuo no rebasa el


marco de los fenómenos que caracterizan a su medio más inmediato.
Evidentemente que para un conocimiento profundo de la realidad social,
resultan insuficientes las posibilidades que brindan los conocimientos
empíricos y los sentimientos. Para la consecución de este fin, se hacen
necesarios conocimientos en los cuales se generalice la experiencia de
los grupos sociales, de la sociedad en su conjunto. Estos conocimientos
sólo pueden ser adquiridos mediante la instrucción y la educación que se
afincan en la batalla diaria por alcanzar los grandes objetivos sociales.

Resulta conveniente precisar que a la conciencia cotidiana no sólo le son


inherentes los conocimientos empíricos y los sentimientos, sino que
también ella opera igualmente con formas racionales. Es decir, se
fundamenta en determinadas ideas y principios, pero estas ideas existen
en la conciencia cotidiana no en forma teórica, sino a nivel de juicios,
creencias, costumbres que se generan en los límites de la experiencia
diaria. En su quehacer diario, el individuo puede realizar el bien y luchar
por la justicia, no solamente movido por los sentimientos, sino también
por las costumbres, las tradiciones y además, con una elección reflexiva,
consciente.

La cotidianidad de la conciencia moral no consiste en si es racional o


empírica, sino en su incapacidad para decidir los problemas
fundamentales con conocimiento de causa. Problemas de ese tenor, tales
como el de la legitimidad del orden social existente, desde el punto de
vista del humanismo y la justicia, del ideal social, el del sentido de la
vida y otros semejantes, requieren para ser abordados y resueltos
eficazmente de la existencia de una conciencia teórica en el individuo.
47
Para la formación de la conciencia teórica del individuo, resulta
insuficiente la experiencia propia. La actividad individual, con sus
contradicciones y conflictos, genera un cúmulo de experiencias que
impulsan al ser humano a la reflexión acerca del bien, el deber, la justicia
y otros problemas morales de semejante importancia. Sin embargo,
resulta imposible encontrar respuestas idóneas a cuestiones de tal
envergadura sin salir de los límites de los conocimientos adquiridos en
los ámbitos de la experiencia individual. Para hallar respuesta a esos
problemas morales, el individuo debe volverse hacia la experiencia de la
sociedad que aparece reflejada en la conciencia social en forma de
diferentes teorías éticas y doctrinas morales.

Toda teoría ética acerca del desarrollo moral de la sociedad y del ser
humano, presenta una definida tendencia ideológica consistente en
abordar el estudio de los problemas desde las posiciones de los intereses
grupales. Cada individuo en la sociedad antagónica o es miembro de
determinado grupo o se encuentra bajo la influencia de la ideología de
alguno de los conglomerados humanos existentes. Ya desde su infancia,
cuando comienza el período educativo, al individuo, junto a las demás
concepciones acerca del mundo circundante, se le inoculan las ideas de
aquel grupo en manos del cual se encuentra el sistema de educación e
instrucción.

Para comprender ese influjo ideológico a que se ve sometido el


individuo, queremos llamar la atención con respecto a que en la vida
real la persona no sólo se encuentra bajo la influencia de la ideología del
agrupamiento social al cual pertenece, sino que también recibe el
impacto ideológico de los grupos contrapuestos. Esta última influencia
acrecerá sobre todo cuando se trate de una ideología que refleja de la
manera más adecuada la necesidad histórica. En este caso, tal ideología
ejerce en el individuo una influencia más fuerte que las ideas emanadas
de su propio grupo. Cuando esto sucede, se opera el tránsito del
individuo hacia las posiciones más progresistas desde el punto de vista
ideológico.

La ideología que representa el progreso constituye una forma específica


de reflejo del acontecer social. En sus comienzos, esta ideología prende
en la conciencia moral de individuos aislados a los cuales no les
satisfacen las representaciones prevalecientes, las valoraciones
dominantes ni las prescripciones que tienen carácter normativo. Estas
nuevas ideas, enunciadas en forma de hipótesis y teorías, transitan hacia
la conciencia moral social y adquieren carácter de valores sociales.
48
Resulta importante aclarar que no todas las ideas elaboradas por los
teóricos penetran en la conciencia social como valores.

Desde el punto de vista social, aparecen como valores aquellas ideas en


las cuales está reflejada la necesidad del desarrollo progresivo de la
sociedad. Precisamente, esas ideas constituyen la fuerza que activamente
influye sobre la sociedad y la cambia.

La conciencia teórica del individuo constituye un nivel más alto que su


conciencia cotidiana. Cuando el nivel teórico alcanza un rango
apreciable, la persona no sólo adecua su conducta a determinados
parámetros conceptuales, sino que en su actividad realiza lo que exige la
necesidad social en un determinado momento histórico. De esta manera,
el individuo pasa a engrosar las filas de los luchadores por el progreso
social de la humanidad.

La actividad de la conciencia moral individual se realiza en forma


sensorial y en forma racional. Los sentimientos morales constituyen una
reacción interna del individuo hacia las acciones realizadas por él
mismo, así como las concretadas por otras personas. Como expresión de
esta reacción, en el individuo surge determinada relación con respecto a
las acciones referidas que puede expresarse en forma de sufrimientos
internos: sentimientos de vergüenza, arrepentimiento, remordimientos,
satisfacción o en forma de reacciones emocionales dirigidas al exterior:
compasión, odio, amor, indiferencia.

La naturaleza de los sentimientos morales resulta doblemente social. Su


carácter, en gran medida, depende del grupo al que pertenece el
individuo y de aquellos fenómenos sociales que han participado en
calidad de orientaciones valorativas del sujeto en el proceso de su
educación. En cada individuo, la experiencia vital resulta peculiar e
irrepetible, condicionada por las múltiples y variadas circunstancias en
las cuales desenvuelve su existencia. Esta experiencia en unión con la
naturaleza emocional del individuo engendra diferentes sentimientos,
tanto positivos como negativos.

En la vida cotidiana, cuando no existe la posibilidad de meditar


detenidamente acerca de las acciones a realizar, debido a la necesidad de
tomar una rápida decisión, el sentimiento ayuda al ser humano a efectuar
una elección correcta. En este caso, el sentimiento interviene como
motivación de la conducta.
49
Los sentimientos se encuentran en el escalón inicial del conocimiento
humano. Esta peculiaridad determina que no siempre a través de ellos
puedan reflejarse adecuadamente las situaciones existenciales que
comportan un determinado nivel de complejidad o de situación
conflictiva. Por esta razón, en muchos casos, se habla de que los
sentimientos son ciegos.

En la contemporaneidad, resulta muy importante tener presente las


posibilidades reales de los sentimientos morales a fin de orientarnos
certeramente en un mundo caracterizado por la multiplicidad y la
complejidad de los vínculos entre las personas, entre el individuo y la
comunidad. En nuestro tiempo, como resultado de las circunstancias
referidas, en muchas ocasiones se impone la realización de una elección
efectiva de los modos de conducta sobre la base de los sentimientos. Por
eso, los sentimientos morales del individuo deben ser completados con
los conocimientos morales. Conocimientos que permitan a la persona
comprender acertadamente valores morales tales como el bien, el deber,
la solidaridad, la justicia, la libertad; conocimientos acerca de las
normas, principios e ideales sociales.

Sin embargo, los conocimientos, por sí solos, aún no garantizan la


efectividad de la conducta. El individuo puede conocer en qué consiste
su deber, cuales son los valores a los que debe atenerse, pero en la vida
real no actuar en correspondencia con estos conocimientos. En el
proceso educativo es necesario lograr que los conocimientos no sean
para la persona sólo meras abstracciones. Se necesita que esos
conocimientos acompañen sus sentimientos y guíen su conducta
individual.

La unión de los conocimientos y los sentimientos sirve de base a las


convicciones morales que constituyen elementos importantes de la
conciencia moral individual. El individuo que no posee sólidas
convicciones se proyecta en la vida con una endeblez manifiesta y en los
momentos decisivos no suele ocupar las posiciones que demandan las
circunstancias. Fundamentando su modo de vida en convicciones que
poseen un valor insignificante, este individuo jamás podrá elevarse
hasta la comprensión del verdadero sentido de la existencia humana. El
circunscribe su razón de existir al logro de objetivos secundarios, cuya
realización nunca le permitirá constituirse en una personalidad capaz de
revelar en forma plena la genuina esencia de los valores humanos.

Las convicciones morales se forman en cada individuo como resultado


de su participación en la vida social. Este proceso presupone la
50
influencia de todo el sistema de educación social a fin de forjar en el
individuo un sistema de convicciones. Así mismo se precisa que estas
convicciones orienten al individuo hacia la lucha por el progreso humano
y por la existencia de relaciones justas y solidarias entre las personas.

La actividad social del individuo, expresión de su esencia humana, se


integra por el conjunto de acciones y conductas, dirigidas a la
consecución de determinados objetivos. Ella incluye en sí un complejo
de valoraciones que guían a la persona en la elección de sus formas de
comportamiento. La actuación conscientemente dirigida que caracteriza
al ser humano determina que sólo en muy raros casos el individuo
realice una u otra conducta sin plantearse de antemano por qué y para
qué se conduce de tal manera. El ser humano opera con una tabla de
valores que caracteriza a su conciencia y cualifica su modo de vida. El
sentido de la vida del individuo estará determinado por las
peculiaridades de sus orientaciones valorativas.

Con las orientaciones valorativas se enlaza estrechamente la motivación


de la actividad humana. Las acciones individuales en gran medida están
predeterminadas por las circunstancias concretas que la persona
encuentra en el medio en que se desenvuelve. Sin embargo, lo anterior
no quiere decir que el ser humano se cruce de brazos ante la realidad
circundante, él aspira a realizar cambios en su entorno, en consonancia
con sus intereses. El ser humano no es un observador imparcial de su
mundo, es el agente activo de las transformaciones que necesita y desea.
Este interés que orienta las acciones del individuo, constituye la relación
subjetiva que como presupuesto de la conducta deviene motivación de
la actividad humana.

En la conciencia moral individual se refleja no sólo el mundo subjetivo,


sino también la propia vida del sujeto en sus variadas facetas. Este
reflejo del micromundo personal abarca la relación del individuo hacia
el mundo objetivo, el carácter e integralidad de las relaciones entre lo
subjetivo y lo objetivo, el nivel de interés hacia el medio circundante, el
grado de influencia activa del individuo con respecto a la realidad
natural y social. En este marco, como indudable muestra del nivel de
desarrollo de la conciencia moral individual, aparece no sólo la unidad
de la orientación valorativa y la motivación, sino también la dimensión
alcanzada por estos fenómenos, es decir, el grado de importancia de unas
u otras motivaciones y la real significación que presentan las
orientaciones valorativas para el sujeto.
51
En el proceso de su actividad vital, el ser humano constantemente coloca
ante sí diferentes objetivos, tareas, aspiraciones hacia cuya realización se
dirige para dar sentido a su vida. A la luz de estas determinaciones,
tendrá una madurez mayor aquella conciencia que es capaz de plantearse
ante sí los objetivos más significativos, supeditando su alcance a los
esfuerzos personales y que examina los asuntos presentes desde el
punto de vista del futuro.

La existencia de una conciencia moral individual desarrollada adquiere


la forma de elevadas exigencias de la persona para consigo mismo. Estas
exigencias se concretan ante el individuo en forma de representaciones
acerca del deber personal y la responsabilidad, el honor y la dignidad,
expresándose como verdaderas órdenes de su conciencia valorativa.

3. "LA ETICA, ALGUNAS CLAVES PARA SU COMPRENSION"

Ética y moral se utilizan como sinónimos o al menos, como palabras que


tienen mucha cercanía. Tal vez, esa equivalencia provenga de que ambos
vocablos tienen sus raíces en términos que significan "costumbre"; ética
proviene del griego "ethos" y moral constituye una derivación del latín
"mores". Algunas veces, la palabra ética es utilizada para designar el
conjunto de principios, normas y formas de pensamiento que guían, o
reclaman autoridad para dirigir, las acciones de un determinado
agrupamiento humano; en otras ocasiones, el término ética se refiere al
estudio sistemático de las argumentaciones acerca de cómo nosotros
debemos actuar. En el primero de estos sentidos, podemos interrogarnos
acerca de la ética laboral de los campesinos en Cuba o hablar acerca de la
manera en que la ética médica en Holanda acepta la eutanasia voluntaria.
En el segundo sentido, ética es el nombre de un campo de estudio y, a
menudo, de una materia que se imparte por los departamentos de Filosofía
de las universidades. Usualmente, el contexto esclarece con qué
connotación se está utilizando el término.

Algunos escritores utilizan el término moral para el primer sentido,


descriptivo, en el que usamos la palabra ética. Ellos hablarían de la moral
de los habitantes de Cuba cuando quieren describir lo que los cubanos
asumen por correcto o incorrecto, y reservarían ética (o en ocasiones
"filosofía de la moral") para el campo de estudio o la materia que se
enseña por los departamentos de Filosofía. El autor de este artículo se
52
inclina a establecer la distinción terminológica entre ética y moral siempre
que sea posible, aunque hay circunstancias en que la precisión conceptual
resulta muy difícil porque, en realidad, lo ético y lo moral se identifican y
confunden.

 Los orígenes de la moral

¿De dónde viene la moral? Es esta una interrogante que se han planteado
pensadores de diferentes tradiciones a lo largo de miles de años. En
Atenas, hace 2,500 años, el sofista Trasímaco argumentó que la moral es
algo impuesto por el fuerte sobre el débil. En el diálogo entre
Trasímaco y Sócrates, éste rápidamente se propone amarrar al
desdichado Trasímaco con nudos argumentativos, de esta forma es como
Platón, discípulo de Sócrates, describe la escena. Pero, para todos,
tanto la habilidad discursiva de Sócrates como su victoria pueden ser
consideradas como algo vacío, carentes de una fundamentación de peso.
Sócrates aduce que el soberano, como soberano, no está preocupado por
sus propios intereses, pero sí por los intereses de sus súbditos. Sin
embargo, si eso es lo que hace el soberano como soberano, entonces puede
ser, simplemente, que no haya soberanos como tales en la realidad. El
punto de vista escéptico de Trasímaco acerca de la naturaleza de la moral
se mantiene como una posibilidad.

Más de 2000 años más tarde, bajo la sombra de la Guerra Civil Inglesa,
Thomas Hobbes tuvo una semejante aproximación escéptica hacia la
interrogante referida al origen de la moral, pero concretó una respuesta
diferente. La moral, desde el punto de vista de Hobbes, otorga al soberano
un derecho para mandar y ser obedecido, pero eso es en interés de todos,
no solamente en interés del soberano que tendría tal potestad. Si a nuestro
entender la vida sin un soberano es "solitaria, pobre, fea, brutal e
insuficiente", nosotros podemos colegir que la moral tal como la
concebimos solamente puede existir si todos concordamos en la necesidad
de una suerte de contrato social que requeriría la existencia de un soberano
para hacerlo cumplir.

El debate sobre si los seres humanos son buenos por naturaleza o por la
ejercitación es bastante antiguo. Aristóteles, cuya obra se concreta
inmediatamente después de Platón, pensó que la virtud tiene que ser
enseñada y entonces practicada, sólo así ella puede convertirse en un
hábito. El filósofo chino Mencio, quien vivió en la misma época que
Aristóteles, debatió esta cuestión con los sabios de su tiempo. Al igual que
Aristóteles, ellos argumentaron que la naturaleza humana puede ser
entrenada para hacer el bien así como un tronco de sauce puede ser tallado
53
para hacer una copa. Sin embargo, Mencio vio a los seres humanos como
dotados de una compasión natural y con un innato sentido acerca de lo
correcto y lo incorrecto. Cuando ellos hacen mal es porque condiciones
adversas han desempeñado un papel corruptor de su naturaleza. Aquí
Mencio anticipa la visión dieciochesca del filósofo francés Rousseau quien
nos presenta con el clásico retrato del "buen salvaje", un ser humano cuyas
necesidades simples son satisfechas por la generosidad de la naturaleza y
que no tiene motivos para pelear con los otros habitantes del bosque. En
realidad, estos salvajes son, para Rousseau, humanos pero salvajes; sus
innatos sentimientos de compasión hacen de ellos seres naturalmente
morales. Según el criterio rousseauniano, es la civilización y,
particularmente, la introducción de la propiedad, la que genera el mal en
el mundo.

Rousseau, Hume y Kant forman una especie de tríada del siglo XVIII:
cada uno entre los grandes pensadores de sus países y, asimismo, cada uno
con una concepción distinta acerca del origen de la moral. Hume
compartió con Rousseau la convicción de que el origen de la moral se
encuentra en determinados sentimientos naturales, pero él prestó una
menor atención a la consideración de la naturaleza humana como bien.
Nosotros estamos fragmentados, él pensó, entre nuestros sentimientos de
humanidad y nuestra avaricia y ambición; por eso, la función de la moral
es reforzar aquellos sentimientos que encuentran la aprobación general de
todos y asegurar que nuestros deseos egoístas permanezcan bajo control.
Kant rechazó completamente la vinculación entre la moral y los
sentimientos, sobre lo cual Rousseau y Hume estuvieron de acuerdo. Para
Kant, el origen de la moral no descansa para nada en emociones o
sentimientos. En cambio, la "ley moral pura" es algo completamente
independiente de todo deseo o sentimiento, algo que nosotros podemos
reconocer solamente porque, en nuestra condición de seres racionales,
podemos librarnos de la necesidad causal del ordinario mundo de los
sentimientos y las emociones, y seguir la "ley moral pura" que nos es dada
sólo por la razón.

Cuando se habla del origen de la moral resulta importante analizar los


puntos de vista al respecto de Marx, Darwin, Nietzsche y Freud, los más
influyentes pensadores del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo
XX. Para Marx y su compañero de ideales, Engels, la respuesta a la
pregunta acerca de los orígenes de la moral está dada por la concepción
materialista de la historia, la que constituye, probablemente, su más
grande contribución al pensamiento universal. Ellos rechazaron la idea,
abrazada muy claramente por Kant pero asumida también por otros
muchos filósofos de la moral, acerca de que la moralidad en cierto sentido
54
resulta independiente de las circunstancias materiales de la vida humana.
En cambio, Marx y Engels ven la moralidad, a semejanza de como ven la
religión y otras realizaciones del intelecto humano, como causada y
determinada por las condiciones económicas y sociales bajo las cuales los
seres humanos viven. Considero que es una simplificación comparar los
puntos de vista de Marx con aquellos expuestos por Trasímaco, muchos
siglos antes. Mas, si nosotros presentamos a Trasímaco como
argumentando que los conceptos imperantes de justicia e injusticia han
sido conformados para servir al dominio de los poderosos, no resulta
difícil verlo como un precursor de Marx.

Por su parte, Charles Darwin dedicó un capítulo entero de "El Origen del
Hombre" a la génesis del sentido moral. Para él, resultaba importante no
sólo mostrar que la anatomía humana brinda amplias evidencias de nuestra
descendencia con respecto a otros animales, sino también que nuestras
capacidades mentales, incluyendo el sentido moral, son compatibles con
estas hipótesis. De no ser así, entonces sus oponentes tendrían la
posibilidad de argumentar que nosotros, después de todo, debemos
suponer un acto de creación separado -presumiblemente divino- para los
seres humanos. El enfoque de Darwin, si no su estilo, es
extraordinariamente moderno. Él reunió muchos datos como resultado de
sus observaciones en el mundo animal para mostrar que esos seres vivos
tienen instintos "sociales" que los conducen a tener conductas que -si ellos
fueran seres humanos- podrían, ciertamente, ser caracterizadas como
morales. De este modo, él describe la gradual evolución de la moral desde
las conductas instintivas, en nuestros antecesores animales, hasta las
concepciones éticas más avanzadas, como las argumentadas por filósofos
como Kant.

Nietzsche no está más favorablemente inclinado que Marx hacia las


prevalecientes concepciones de la moral, pero él quiere ir "más allá del
bien y del mal" mediante el enfrentamiento a la razón. Para Nietzsche, la
moral es la creación de "el rebaño", la gran masa de gente ordinaria,
guiada más por sus temores que por sus esperanzas, temerosa de
diferenciarse de la muchedumbre. La moral es el medio por el cual el
rebaño restringe al superior e independiente espíritu humano, de quien sólo
(piensa Nietzsche) puede venir la grandeza, y lo arrastra hacia abajo hasta
su propio nivel.
Freud, el padre del psicoanálisis, escribe principalmente acerca de los
conflictos al interior de las mentes de los seres individuales; sin embargo,
en "La Civilización y sus Insatisfacciones" toma a la sociedad humana en
su conjunto y diagnostica una enfermedad consustancial a ella. Las
insatisfacciones de la civilización provienen del conflicto entre la
55
agresividad que, según él, es innata en el ser humano y el "super-ego
cultural", o sea, la autoridad colectiva de la comunidad. En esta situación,
según Freud, la moral surge como "una tentativa terapéutica" para resolver
el conflicto. Dado que Freud postula una natural agresividad en la
naturaleza humana, su análisis tal vez puede ser entendido -si obviamos su
metáfora médica- como una variante moderna de la posición expuesta por
Thomas Hobbes.

¿La búsqueda en torno a los orígenes de la moral nos ha proporcionado


suficientes elementos? ¿Nos encontramos en un momento en que esta
temática lo que necesita es el perfeccionamiento y desarrollo del acervo
cognoscitivo acopiado? En cierto sentido, la respuesta es sí. El enfoque
científico y moderno acerca de la génesis de la moral que se inició con "El
origen del Hombre" y la concepción materialista de la historia se ha
tornado mucho más elaborado en las últimas décadas. Nosotros estamos
comenzando a entender el alcance del punto de vista según el cual los
humanos somos morales por nuestra esencia social. Por naturaleza, no
somos ni puramente buenos ni puramente malos, todo dependerá de las
circunstancias sociales. Si bien Darwin y Marx no aclararon todos los
"misterios" en torno a los orígenes de la moral, nos proveyeron de un
esbozo general a partir del cual y de manera segura, podemos encontrar las
respuestas acertadas a las interrogantes que suscita el surgimiento de la
moral.

 El papel de la razón en la moral

La determinación de la importancia de la razón en el ámbito de la


moralidad constituye uno de los problemas claves en la reflexión ética. Si
el mundo moral tiene una peculiaridad que lo distingue, debe ser a causa
del papel que la razón juega en su controvertido entorno. Si no existe este
papel para la razón en la moral o se disminuye su trascendencia, entonces
no será posible resolver las disputas morales entre personas con posiciones
emocionales contrapuestas o diferentes valores y costumbres. Pudiéramos
pensar que como esa es la realidad que nosotros encaramos, simplemente
deberíamos aceptarla. Ciertamente no es fácil concebir cómo pueden
resolver sus diferencias, oponentes con posiciones encontradas, con
respecto a temas polémicos como la eutanasia. Pero en muchos de
nosotros anida el deseo de encontrar soluciones y existe el criterio de que,
al menos en principio, hay una salida para tales desacuerdos. Esta
posibilidad sería factible si los que están a favor y los que se oponen a la
eutanasia entendiesen la naturaleza y las bases racionales de la moral; sólo
así podrían concordar acerca de todos los hechos relevantes de la vida y
llegar a alcanzar las mismas conclusiones acerca de la justificabilidad de la
56
eutanasia. Por supuesto, resulta difícil poner a prueba este deseo ya que el
acuerdo acerca de todos los hechos relevantes es prácticamente imposible
de obtener, especialmente cuando, como en el caso del ejemplo, se parte de
criterios que se consideran verdades inconmovibles como la consideración
de que el límite de la vida humana es competencia de entidades
sobrenaturales.

Con relación a este medular tema acerca del rol de la racionalidad en el


mundo moral, Hume tiene el mérito de iniciar el debate moderno al
plantear que la razón sólo desempeña un papel muy limitado, poco
influyente, a la hora de decidir qué hacer, en términos de conducta
humana. Según él, no es contrario a la razón preferir la destrucción del
mundo entero antes que un rasguño al dedo meñique de uno, o a la inversa,
elegir la ruina personal para lograr algún pequeño beneficio en favor de un
semejante totalmente desconocido. A partir de que la racionalidad juega
un papel limitado en nuestras decisiones prácticas, Hume argumenta que
no es posible para la razón determinar qué es bueno o malo. Así, Hume
concluye que la distinción entre el bien y el mal debe derivar de nuestros
sentimientos y no de nuestra capacidad de razonar. A esto, él añade un
comentario acerca de la dificultad de derivar un juicio de deber de una
serie de afirmaciones sobre lo que es. Esta concisa exposición de la falacia
de deducir valores de hechos, deviene uno de los pasajes más
frecuentemente citado por la moderna Metaética.

Kant es, indudablemente, el más grande oponente del punto de vista de


Hume en lo referente al papel de la razón en la moral. En "Los
fundamentos de la Metafísica de la Moral", él explica el alcance que
otorga a su propuesta de exclusión de todos los sentimientos como
motivaciones morales. Ayudar a otros porque uno tiene sentimientos
bondadosos hacia esas personas, afirma Kant, no configura un valor moral.
Un acto tiene valor moral, únicamente, si está motivado por el sentido del
deber que a su vez explica la ley moral pura en sí misma. Él argumenta
que cuando nos abstraemos de todo sentimiento, nosotros nos quedamos
sólo con la forma pura de la ley moral racional que es patrimonio de todos
los seres racionales y que debe ser universalizada. De este modo, Kant
llega a su famoso imperativo categórico: "Actúa de forma tal que la
máxima de tu conducta pueda convertirse en una ley universal".

Sin embargo, el argumento de Kant acerca del imperativo categórico deja


sin responder una importante cuestión. Para Kant, aunque los seres
humanos toman parte en el mundo de la razón, a través de sus capacidades
intelectuales, ellos deben actuar en el mundo físico, regido por la causa y
el efecto. Incluso, reconociendo que la razón nos guía hacia el imperativo
57
categórico como el patrón por el cual toda acción moral debe ser juzgada,
quedaría un misterio acerca de cómo este juicio de la razón puede siempre
dirigir a los seres humanos en su actuación. ¿Es la razón sólo un motivo, o
puede ella -como argumentó Hume- únicamente originar la acción si nos
muestra cómo alcanzar lo que nosotros queremos? En "La crítica de la
Razón Práctica", Kant trata de superar este problema sugiriendo que
nuestro reconocimiento de la ley moral necesariamente implica a un
sentimiento especial de respeto que sirve como un incentivo para que
nosotros sigamos la referida ley. Por lo tanto, un sentimiento sirve como
base de nuestras acciones, uno que todos los seres racionales deben tener.

El intento de Kant para mostrar que sólo la razón es capaz de guiarnos a


fin de concretar lo que es correcto o debido ha tenido un enorme impacto
en los pensadores posteriores. Pero, ya en las primeras décadas del siglo
XIX, se multiplicaron las dudas acerca de los éxitos de Kant en el campo
de la ética. En ese sentido, Hegel, el más grande de los filósofos alemanes
postkantianos, entiende que la moralidad del deber de Kant resulta
abstracta ya que ella no tiene un contenido real. Aunque, en Hegel, está
presente la referencia a una Idea Absoluta, su comprensión de la moral
tiene indudablemente ribetes sociales. "El deber por el deber" es una
fórmula vacía que no puede aportarnos nada si no se llena con principios
morales sustantivos que, según Hegel, provienen de nuestra inclusión en la
vida moral real de nuestra comunidad. Hegel intentó reconciliar la
moralidad de Kant, basada en la razón universal abstracta, con los más
sustantivos patrones morales dados por nuestra comunidad. La dificultad
radica en mostrar como esta reconciliación es posible sin abandonar la
razón en favor de la obediencia ciega a la costumbre.

En la filosofía posthegeliana se muestra una variedad de posiciones acerca


del papel de la razón en la moral. Henry Sidgwick, el último de los
grandes utilitaristas ingleses del siglo XIX, busca axiomas que sirvan de
base a su filosofía de la moral. Él llamó a estos axiomas "intuiciones",
pero no esa clase de intuición para la cual nosotros necesitamos algún
sentido especial. Más bien, ellos son principios que pueden ser captados
cuando los examinamos cuidadosamente, por ser verdades evidentes en sí
mismas. Edward Westermarck da a conocer su enciclopédico estudio "El
origen y desarrollo de las ideas morales", poco tiempo después que
Sidgwick publicó "Los métodos de la Ética". Westermarck tiene la certeza
de que la gente de diferentes culturas no compartirían el criterio de
Sidgwick de que esos axiomas son verdades evidentes en sí mismas. Para
él, no hay una verdad moral objetiva. La verdad es sólo la costumbre
compartida como expresión de algunos patrones de desenvolvimiento,
58
basada en la emoción y que experimenta variaciones de una sociedad
a otra.

Ya en pleno siglo XX, resulta importante hacer referencia al positivismo


lógico y sus implicaciones para la ética. Un postulado central de esta
corriente filosófica, de tanta influencia en la primera mitad de la centuria,
resulta la perfilada distinción entre las afirmaciones científicas que
describen el estado del mundo y son, en principio, verificables y otras
declaraciones que no nos dicen nada acerca del mundo. Estas últimas no
llegan a integrar verdades lógicas, en cuyo caso son tautologías o meras
experiencias verbales que no tienen sentido. Esto significa para
Wittgenstein que ellas no pueden ser expresadas inteligiblemente y, por
eso, acerca de los tópicos como los de índole moral es mejor permanecer
en silencio. Por otra, Ayer interpreta los juicios morales como expresiones
emotivas al estilo de "¡viva!" y "¡uh!". Desde estas posiciones no es
posible encontrar un papel para la razón en la moral.

La ética emotivista de Ayer vino a convertirse en la concepción filosófica


dominante en el mundo angloparlante después de la Segunda Guerra
Mundial. En Francia, durante este período, tuvo lugar el apogeo del
existencialismo que arribó a conclusiones escépticas semejantes acerca del
papel de la razón. En "El existencialismo es un humanismo", Jean Paul
Sartre explica que si no hay Dios, nosotros no estamos hechos de acuerdo
con plan alguno ni existen principios objetivos que hayan sido establecidos
para guiar nuestra acción. Nosotros somos libres para elegir, y no hay
normas que nos ayuden en nuestras dudas. Este punto Sartre lo desarrolló
con el apoyo de un ejemplo en el que un joven francés, durante la guerra,
tuvo que elegir entre unirse a las fuerzas de la Francia Libre en Inglaterra o
permanecer junto a su madre que había vivido únicamente para él. Este
ejemplo ha ganado celebridad por la frecuencia con que ha sido citado, sin
embargo, su eficacia demostrativa no está a la altura de lo que pensó
Sartre. Incluso, aquellos que parten del criterio de que la moral tiene una
base objetiva, podrían aceptar, fácilmente, la dificultad de tomar decisiones
en tales circunstancias, cuando el resultado probable de cada línea de
acción se presenta con tan poca claridad.

Thomas Nagel es un filósofo norteamericano contemporáneo que por


muchos años ha venido desarrollando argumentos contra el punto de vista
de Hume acerca del limitado papel que la razón puede jugar en nuestras
decisiones prácticas. En "Las bases objetivas de la moralidad", nos brinda
una visión panorámica de uno de los esos argumentos. Nagel trata de
mostrar que los sufrimientos de los otros son malos y que, desde un punto
de vista general, ellos importan, independientemente de como nosotros los
59
sintamos en el orden personal. Si Nagel está en lo cierto, entonces Hume
debe estar equivocado cuando dice que no es contrario a la razón elegir la
destrucción del mundo entero para evitar un daño a nuestro dedo meñique.
Desde la visión de Nagel, tal elección es errónea porque no da ningún peso
a los sufrimientos de los demás y, por lo tanto, sería contraria a la razón.
La idea de Nagel acerca de la razón, aquí expresada, está más cerca del
imperativo categórico de Kant que de la concepción de Hume acerca de
la razón como esclava de las pasiones.

Sin embargo, para J. L. Mackie hay algo "raro", inexplicable en la


argumentación de Nagel. Mackie toma el partido de Hume y estructura un
soporte a su posición cuando apunta que si hay algo que es bueno en un
sentido objetivo, la manera en que cada persona lo interioriza resulta
diferente. Y, justamente, en este campo de la individualización de lo
común hay en el mundo muchas cuestiones que nos resultan
incomprensibles. En "La estructura de la Ética y la Moral", R. M. Hare
presenta un conjunto de razonamientos éticos que conduce a una forma de
utilitarismo. La concepción ética que Hare defiende resulta más atractiva
que la de Nagel, porque la hace depender de las especificidades que él
considera inherentes a los conceptos morales más que de cualquier noción
acerca de una razón objetiva. Hare elude las dificultades con respecto a la
posibilidad de una bondad objetiva o su universalización. La cuestión
radica en saber si él limita la aplicación de su punto de vista a aquellas
personas que aceptan de manera común un conjunto de conceptos morales.

Colin McGinn forma parte de un pequeño número de filósofos que ha


tratado de utilizar nuestros crecientes conocimientos acerca de la evolución
social para proporcionar un mejor entendimiento de la naturaleza de la
moral. En "Evolución y bases de la moralidad", él expone un novedoso
argumento contra Hume y sus partidarios. ¿Cómo -pregunta McGinn-
pudiéramos explicar el proceder altruista que implica el ayudar a personas
desconocidas cuando no existe ninguna perspectiva de reciprocidad? El
considera que sólo es posible una respuesta coherente si se asume que la
moral tiene bases racionales. En este sentido, nosotros podríamos
argumentar que la evolución social comporta el desarrollo de nuestros
poderes racionales y, desde luego, la moral forma parte de esa totalidad.

El ensayo "Realismo" de Michael Smith trae hasta los momentos actuales


la discusión en torno al papel de la razón en la moral. Hoy, en los
departamentos de Filosofía, estos temas aparecen en forma de un debate
acerca del "realismo moral" o como lo expresa Smith, sobre "el criterio
metafísico de que existen hechos morales". En contraposición al
argumento de Mackie de lo extraño o lo raro en el ámbito de la moralidad,
60
los realistas morales modernos como Smith, ven sólo hechos morales cuyo
misterio radica en que son deseos generados bajo el influjo de
circunstancias particulares. El ensayo de Smith resulta como especie de
una conclusión al debate entre Hume y Kant, porque su noción de los
deseos idealizados como razones para la acción, sugiere una posible
convergencia entre las teorías basadas en los deseos y las fundamentadas
en la razón.

 El bien supremo

Las búsquedas conceptuales sobre la naturaleza de la vida buena,


moralmente entendida, caen de lleno en el campo de la ética; esas
indagaciones están basadas en puntos de vista referidos al valor intrínseco
o máximo de la existencia humana. Hay muchas cosas que nosotros
priorizamos, pero son pocas las que nosotros valoramos por ellas mismas.
Vamos a suponer que nosotros valoramos el dinero como lo más preciado.
¿Por qué lo valoramos? A menos que seamos unos avaros, nosotros no
queremos tener dinero con el único fin de recrearnos con su posesión.
¿Queremos tener dinero con el propósito de construir una casa o comprar
un automóvil? Puede ser esa nuestra intención, pero ¿por qué nosotros
queremos esas cosas? ¿Por qué nosotros creemos que dichos objetos nos
harán felices? Pero, ¿son los bienes materiales el camino de la felicidad?
Y, ¿es la felicidad realmente el bien supremo? Si no, ¿cuál otro podría
serlo?

Esas interrogantes fundamentales son parte de la eterna búsqueda por


encontrar el mejor camino para vivir, el verdadero sentido a la existencia
humana. Hoy, tenemos dos razones especiales para examinar las ideas
acerca de qué clase de vida es realmente valiosa. La primera razón es la
necesidad de enfrentar la suposición dominante de que la vida buena
requiere siempre de niveles crecientes de riqueza material. Este criterio
está en oposición a lo sostenido por la inmensa mayoría de los pensadores
de más valía, del pasado y del presente, en diferentes partes del mundo.
Eso no demuestra que la suposición sea errónea, pero nos da una variedad
de argumentos para la reflexión y el análisis, particularmente cuando no
hay evidencias de que, una vez que se tienen satisfechas las necesidades
básicas, el incremento de riquezas nos hace mas felices. La pertinencia
para tal reflexión es grandemente reforzada por la segunda razón que
fundamenta la necesidad de revivir la discusión sobre este tópico. Nuestro
planeta está llegando a los límites de su capacidad para absorber los
deshechos producidos por el derrochador estilo de vida de los seres
humanos. Si deseamos evitar un drástico cambio en el clima global,
61
tenemos la necesidad de encontrar un nuevo ideal de vida buena que
dependa menos de un alto nivel de consumo material.

Los pensadores antiguos nos legaron ideas muy ingeniosas acerca de la


vida buena. Buda la describe como un término medio entre la búsqueda
del placer físico y la mortificación del cuerpo. Como meta suprema él
sitúa "el cese de la desgracia" que es un estado más allá de toda pasión,
anhelo y deseo. Aristóteles tiene un ideal más positivo. Para el estagirita,
la felicidad es el objetivo fundamental que se encuentra y se concreta en el
desarrollo de una vida activa que supone la búsqueda de la sabiduría
filosófica. Esta es la más valiosa vida para una persona, la única que
merece la pena desde el punto de vista de la existencia humana. Epicuro
plantea que el placer es el fin supremo, pero aquellos que sólo tienen una
referencia suya a partir del término "epicureísmo", derivado de su nombre,
se sorprenderán al encontrar en su carta a Meneceo un firme repudio a las
personas que viven para los placeres del comer y el beber. Epicuro se
pronuncia por una vida sencilla en la cual nosotros controlamos nuestros
deseos a fin de lograr un máximo de placer durante un largo período de
tiempo.

Los estoicos, rivales de los epicúreos en la Antigua Roma, fueron todavía


más lejos en la subordinación de los deseos a los dictados de la razón.
Epícteto, esclavo de nacimiento, sugiere que en lugar de desear que la
realidad sea diferente, nosotros debemos cambiar nuestros deseos para
querer lo que realmente ocurre. Sin embargo, a uno le asalta la duda
cuando nos interrogamos acerca de cuántos estoicos fueron capaces de
restar importancia a la pérdida de los miembros de sus familias, tal como
recomendaba Epícteto.

Entre las enseñanzas antiguas acerca de los ideales superiores,


encontramos al Sermón de la Montaña. Su importancia, con relación a
esta temática, se fundamenta en dos razones. La primera consiste en
que ese fragmento bíblico muestra las distintas virtudes que Jesús
elogiaba, las que han configurado una especie de patrón moral sobre cómo
debemos vivir en esta vida. La segunda estriba en que este pasaje ofrece un
tipo diferente de justificación para vivir de acuerdo con la virtud. Jesús no
dice nada con respecto a vincular su lista de virtudes con una noción de
una vida intrínsecamente buena o con cualquier otro beneficio en este
mundo. En cambio, su énfasis está en la virtud como el único camino para
entrar en "el reino de los cielos". Este criterio contrasta con los puntos de
vista de los pensadores griegos y romanos para quienes, en su mayoría, el
vivir virtuosamente lleva en sí su propia recompensa o constituye un
camino para la mejor vida en este mundo.
62

El predominio de la enseñanza cristiana en la Ética Occidental bien puede


haber tenido la responsabilidad por la declinación del criterio de que el
vivir bien, moralmente, trae su propia recompensa en esta vida. Las
actitudes extremas de algunos santos cristianos de los primeros tiempos,
quienes llevaron a la práctica la idea del sacrificio de los placeres
terrenales en aras del mundo por venir, son vívidamente descritas en la
obra "La historia de la Moral Europea de Augusto a Carlomagno" de W. E.
H. Lecky, uno de los grandes trabajos académicos de la última etapa de la
era victoriana. En esa obra, nosotros podemos encontrar un vivo retrato de
lo que, según Lecky, resulta un asombroso "ideal de excelencia" que
estuvo vigente alrededor de dos siglos en la civilización europea.

Con la encantadora "Historia de un buen Brahmán" de Voltaire, nosotros


nos movemos en el escenario de la era moderna en lo referente a la
discusión de los fines de la vida. Aquí el debate gira alrededor del
hedonismo, la idea de que el placer o la felicidad es el bien supremo.
Aunque este punto no ha gozado de una aceptación universal, la
persistencia de su atracción se pone de manifiesto en el hecho de que casi
todos los criterios alternativos se autodefinen por su oposición al
hedonismo. La historia de Voltaire se pregunta acerca de si la sabiduría es
susceptible de ser valorada y si nosotros somos más felices cuando somos
ignorantes. Jeremías Bentham, el padre fundador del moderno
utilitarismo, no tiene dudas con relación a que la felicidad es el criterio
básico para determinar la vida buena. ¿Podríamos estar de acuerdo con
Bentham acerca de que un simple juego de mesa es tan bueno como la
poesía, en cuanto a las cantidades de placer que ambos proporcionan? ¿O
estaremos al lado del ahijado de Bentham, John Stuart Mill, y
sostendremos que es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un tonto
satisfecho? ¿Y es la posición de Mill realmente compatible con el
tratamiento del placer como único bien, como él sostiene? Henry
Sidgwick, a no dudarlo, resulta más cuidadoso que Bentham y Mill al
tratar de establecer que la "conciencia deseable" (que tiene mucha cercanía
con relación al placer, pero no está limitada solamente por él) es el único
valor supremo.

Los retos a la posición hedonística han venido de diversas direcciones. G.


E. Moore, el filósofo de Cambridge que tuvo una profunda influencia del
grupo de Bloomsbury de escritores y artistas, rechaza la insistencia de
Sidgwick acerca de que solamente la conciencia puede ser intrínsecamente
buena. Él concede un lugar destacado, en su jerarquía de cosas valiosas en
sí mismas, a las experiencias conscientes, especialmente las experiencias
de la belleza y la amistad. Pero él también piensa que la belleza es lo
63
único intrínsecamente bueno, aún cuando no haya posibilidad de que
alguien pueda experimentarla. Lo que aquí es particularmente interesante
(y algo deprimente) no es solamente el desacuerdo entre Sidgwick y
Moore, sino el hecho de que cada uno insiste en que, por la cuidadosa
reflexión llevada a cabo, su punto de vista es evidentemente correcto por sí
mismo. Quizás esto es así porque, si tales verdades no son evidentes por sí
mismas, parece que nadie puede impedir que cualquiera pueda argumentar
en favor de ellas.

Las discusiones acerca del valor supremo no están limitadas a los trabajos
en los campos de la filosofía o la religión. En la conclusion de su
autobiografía, Gandhi retoma un antiguo tema de la traición hindú y
postula la meta humana como verdad y ahimsa o el no dañar como fin. El
debate entre el controlador y el salvaje que aparece en "El valiente Nuevo
Mundo" de Aldous Huxley es una expresión, en el ámbito de la literatura
clásica, de las confrontaciones entre el hedonismo y un ideal de vida,
basado en la lucha y el conflicto. Albert Camus al concebir un paradógico
retrato de Sísifo como héroe existencialista, en su ensayo "El mito de
Sísifo", toma este ideal de una vida de lucha y lo lleva aún más lejos.

En la actualidad, ¿qué situación presenta el debate acerca del bien


supremo? En general, hay tres posibilidades principales. Una es, en
términos amplios, el punto de los utilitaristas clásicos: únicamente alguna
forma de conciencia deseable puede configurar intrínsecamente el bien.
Roberto Nozick argumenta que la conciencia no puede tener un monopolio
sobre el valor intrínseco, porque nosotros queremos no solamente tener
ciertas experiencias, sino también hacer ciertas cosas, para vivir nuestras
vidas en contacto con la realidad.

La segunda posibilidad toma en cuenta ese tipo de objeción: ella está


basada en el punto de vista de que nosotros no estamos en posición de
decir a otros qué ellos deben considerar como ser deseable y que, por esa
sola razón, debemos aceptar cualquier preferencia que con respecto al ser
del valor alguien pueda tener a partir de su criterio personal. Este enfoque
ha dado origen a una forma moderna de utilitarismo que se diferencia de
su expresión clásica ya que en lugar de tratar de maximizar la felicidad,
busca producir una satisfacción de las preferencias. Este criterio es
expresado por William James en su ensayo "El bien como satisfacción de
las demandas".

La tercera posibilidad trata de conformar un listado objetivo de bienes


intrínsecos, una relación que puede incluir formas deseables de conciencia,
pero que indudablemente va más allá. Una expresión de este tercer tipo de
64
teoría es la tradicional ley moral natural, cuyas raíces se proyectan hacia el
pasado por medio de Tomás de Aquino hasta carenar en Aristóteles.
Contemporáneamente, John Finis, en su obra "Ley natural y derechos
naturales", ofrece una moderna versión de esta tercera variante en la
búsqueda de los valores supremos. Derek Parfit, en "Razones y personas",
considera los méritos de cada una de estas tres posibilidades y las
expresiones diferentes que ellas pueden tomar. Cuando comparamos el
estado actual de los debates con las opiniones más antiguas referidas al
tema, la discusión muestra lo rigurosa y precisa que se ha tornado la
indagación concerniente a los bienes supremos.

 La acción correcta

En la Ética existe una gran línea divisoria entre los que consideran que un
acto humano es correcto o incorrecto sobre la base de las consecuencias
que de él se derivan y aquellos que juzgan lo correcto y lo incorrecto
teniendo en cuenta algún principio o norma.

Los que valoran los actos por sus resultados son conocidos como
consecuencialistas. El utilitarismo constituye un tipo específico de
consecuencialismo, aquel que juzga las acciones por la cantidad neta de
placer o felicidad que ellas producen. Teniendo en cuenta que la felicidad
no es el único bien intrínsecamente posible, pueden existir otros
consecuencialistas que no sean utilitaristas. Los oponentes del
consecuencialismo sostienen una diversidad de concepciones. Entre ellas,
las más conocidas son las teoría del derecho natural, la proyección de Kant
y la perspectiva ética del contrato social.

La teoría de la ley natural y los derechos naturales tiene un genuino


representante en Tomás de Aquino, el escolástico medieval, cuyo trabajo
de por vida se encaminó a armonizar la filosofía de Aristóteles con las
enseñanzas cristianas. El resultado de esta labor de Santo Tomás llega
hasta nuestros días como filosofía semioficial de la Iglesia Católica y la
mayoría de los partidarios de la ley natural en ética son católicos romanos.

Como John Stuart Mill señaló, apelar a la "naturaleza" como base del
juicio moral a menudo nos lleva por mal camino. La idea que subyace en
la ley natural en ética es que los seres humanos tenemos, dentro de nuestra
propia naturaleza, una guía que nos indica lo que es bueno para nosotros.
Si seguimos nuestra propia naturaleza, tendremos éxito desde el punto de
vista moral. El problema consiste en conocer qué es lo que nuestra
naturaleza nos indica que es necesario hacer, porque no hay una vía
objetiva o de total coincidencia para decidir lo que es nuestra naturaleza.
65
Los materiales que poseemos, como herencia conceptual de los teóricos de
la ley natural, nos sirven como punto de partida, aunque debemos tener
presente que esos pensadores nunca tomaron parte en una investigación
empírica encaminada a conocer la naturaleza humana realmente existente.
Si ellos hubieran emprendido esa tarea, se hubieran encontrado, a no
dudarlo, con que la naturaleza humana es compatible con una variedad de
interpretaciones o lecturas, algunas muy diferentes de los presupuestos
teóricos por ellos defendidos.

El sistema de la ley natural, desarrollado durante muchos siglos por los


filósofos y teólogos católicos, resulta de gran interés porque revela más
claramente que ninguna otra concepción de la moralidad, las dificultades
que comporta la adhesión a una ética basada en normas que no deben ser
violadas. "Las cartas de Provincia" de Blas Pascal, escritas en 1656-57 en
la forma de cartas imaginarias, a su casa, de un estudiante de teología,
constituyen una devastadora crítica del camino seguido por los jesuítas de
su tiempo al interpretar las normas -por ejemplo, no matar o no mentir- a
fin de regirse por ellas.

Pudiera pensarse que tales argumentos morales jesuíticos sólo existieron


en el siglo XVII, lo que no es cierto. Para demostrar su actualidad,
refirámonos a dos aplicaciones modernas de la ley natural. Una, es la
afirmación del Vaticano que lucha por distinguir la eutanasia que según su
criterio debe ser rechazada, de otras formas de tratamiento humanitario a
pacientes en fase terminal que la máxima autoridad católica no desea
prohibir. La otra, está referida a un criterio sobre la moralidad de la
obtención de semen para pruebas de esterilidad (argumentado por Gerald
Kelly, un jesuíta del siglo XX) que aparece en un manual de Ética Médica.
No queremos sugerir que los jesuítas son más propensos que otros en lo
referente a idear distinciones y buscar matices. Por el contrario, nuestro
punto de vista es que cuando partimos de normas inviolables como
fundamentos de la moral, tenemos que ser muy precisos acerca de los
límites de las normas; de manera tal que al perfilar esos límites, las normas
sean interpretadas en el sentido que nos permitan alcanzar los fines que
nosotros juzgamos deseables. La única alternativa viable consiste en
abandonar la ética de las reglas absolutas.

Existen algunos trabajos sobre derecho que tienen su referente en la ley


natural, moralmente entendida. En "Ley natural y derechos naturales",
John Finnis defiende la procedencia de derechos absolutos a partir de una
ética fundada en la ley natural y la contrasta con enfoques éticos
alternativos. John Locke representa un caso muy diferente dentro de la
tradición que se adscribe a la ley natural. Él comienza refiriéndose a los
66
derechos que existen en un estado de naturaleza y argumenta que esos
derechos son conservados por los ciudadanos aún cuando el estado de
naturaleza sea cosa del pasado. Este punto de vista, acerca de los
derechos, ha tenido mucha influencia en el desarrollo de la constitución
norteamericana, así como sobre el pensamiento ético en los Estados
Unidos donde existe una tendencia, más grande que en cualquier otro país,
a formular argumentaciones en términos de derechos naturales. Robert
Nozick, en "Anarquía, estado y utopía", examina la vía a través de la cual
los derechos pueden ser parte de una teoría de la moral que es estructurada
de forma diferente a una ética consecuencialista. Jeremy Bentham toma el
punto de vista opuesto; en su examen de la Declaración de Derechos
promulgada por la Asamblea Nacional Francesa en 1791, él denuncia las
sublimes apelaciones a "los derechos naturales e imprescriptibles" que
realizan los revolucionarios franceses como "lenguaje terrorista" y
"fundamentaciones disparatadas".

Kant presentó su propia forma de ética no consecuencialista en varios


trabajos. En "Los fundamentos de la Metafísica de la Moral", su principal
trabajo sobre la moralidad, aparecen algunos ejemplos de aplicación del
imperativo categórico y de la ética kantiana del deber. El breve ensayo
"Sobre un supuesto derecho a mentir por motivos altruístas", muestra
como Kant rechaza con firmeza cualquier consideración de las
consecuencias, incluso cuando está en juego la vida misma.

Rae Langton explora, críticamente, aspectos de la ética de Kant a la luz de


su impacto sobre la vida de una persona. Este profesor incursiona en una
correspondencia poco conocida, entre Kant y una mujer joven, para
mostrar como el filósofo alemán falla al proponer una respuesta
inadecuada ante un problema moral real. Asimismo, argumenta como una
solución diferente a la de Kant, más abierta en lo concerniente a la
consideración de las consecuencias de las acciones, podría haber dado una
respuesta más adecuada. El ensayo de Jonathan Bennet, "La conciencia de
Huckleberry Finn", no está referido solamente a lo que su título sugiere, el
conocido personaje de ficción, sino que trata también acerca de individuos
reales, el tristemente célebre Heinrich Himmler y el teólogo calvinista
Jonathan Edwards. Este ensayo es una denuncia contra las éticas que
basadas en la idea kantiana de que nuestras acciones deben ser gobernadas
por el sentido del deber, hacen dejación de la sensibilidad humana como
guía de nuestra conducta.

El consecuencialismo más ortodoxo tiene una expresión paradigmática en


la clara afirmación de Jeremy Bentham acerca del principio de la utilidad,
formulada en el capítulo inicial de su obra principal en el campo de la
67
ética, "Introducción a la teoría de la Moral y la Legislación". William
Godwin en su ensayo "La justicia política", nos ofrece un trabajo basado
en los fundamentos del utilitarismo. En este texto, Godwin aparece
aplicando el principio que aboga porque nuestra conducta tenga como
objetivo la concreción del bien mayor a un caso en que debemos elegir
entre salvar la vida de un hombre importante o la de su criada, que ha
cumplido funciones de madre con respecto al referido señor. Desde la
aparición de "La justicia política" en 1793, la decisión de Godwin en este
caso hipotético, siempre ha sido evaluada por los críticos del utilitarismo
como una ilustración de las tendencias inhumanas de esta doctrina.

En su libro "Los métodos de la Ética", Henry Sidgwick considera algunos


problemas difíciles para los utilitaristas. Este autor se interroga acerca del
ámbito de competencia del principio de la utilidad. ¿Debemos tratar de
producir la mayor cantidad de felicidad para los seres humanos o para
todas las criaturas? ¿Es solamente bueno incrementar la felicidad a seres
que son actualmente felices o es también bueno traerla a otros que pueden
ser felices? A la primera interrogante, virtualmente cada utilitarista ha
dado la más afirmativa respuesta, como hace Sidgwick; pero en la segunda
(como plantea Sidgwick aquí, por primera vez) hay un continuo
desacuerdo y cierta cantidad de desconcierto ante la dificultad de encontrar
una respuesta convincente que no introduzca la violencia como agente de
cambio para alcanzar la felicidad futura.

Con respecto a la violencia, Sidgwick estima que puede aceptarse su


posibilidad desde la perspectiva del utilitarismo. Es decir, el utilitarismo
puede cohonestar la violencia en cierto sentido, pero no abogar
abiertamente para que la gente se conduzca por ese camino. En otras
palabras, los utilitaristas (y otros consecuencialistas) pueden ser
compelidos, por sus propios principios, a hacer el bien en secreto. Esta
consideración tan paradójica al afrontar este problema, les da la
oportunidad a algunos críticos del utilitarismo de valorarla como causal de
rechazo a esta corriente de pensamiento; sin embargo, para Sidgwick, ello
es meramente una consecuencia del hecho de que no vivimos en "una
comunidad ideal de utilitaristas comprensivos".

R. M. Hare ha hecho más que ningún otro filósofo del siglo XX a fin de
proporcionar el basamento teórico para una forma moderna de
consecuencialismo. En su artículo "La estructura de la Ética y la Moral",
nos da una versión condensada de su posición, desarrollada a lo largo de
cuarenta años en "El lenguaje de la Moral", "Libertad y Razón" y "El
pensamiento moral", así como también en numerosas publicaciones. Si el
argumento de Hare alcanza resonancia se debe a tres resultados
68
fundamentales: la vindicación del consecuencialismo como una teoría
ética, la reconciliación del consecuencialismo con el método de Kant y la
demostración de que la razón juega un papel sustancial en los ámbitos de
la moralidad.

Entre las más reiteradas objeciones, viejas y nuevas, al


consecuencialismo, tenemos las siguientes: el desafío planteado por
Dostoievski en "Los hermanos Karamazov", la propuesta de W. D. Ross
referida a las intuiciones del "hombre sencillo" acerca del carácter
específico de nuestros deberes, la aseveración de John Rawls con respecto
a que el utilitarismo falla en lo concerniente a la individualidad de las
personas y la reclamación de Bernard Williams de que en el utilitarismo no
hay lugar para el valor de la honestidad.

El contrato social irrumpe en los predios de la ética como una explicación


para fundamentar el origen de la moral. Sin embargo, el resurgimiento del
interés de lo contractual para la ética, en el siglo XX, no se debe a ninguna
creencia acerca de que la moralidad ha tenido su origen en un contrato
social, explícito o tácito. En cambio, el interés es debido al deseo de que el
modelo de contrato social pueda ayudarnos a la aprehensión de los
principios básicos de un justificable sistema moral y, además, porque la
idea del contrato al partir de la necesidad de alcanzar un acuerdo entre
individuos independientes, puede proporcionar una alternativa a las teorías
consecuencialistas que desatienden lo concerniente a la individualidad de
las personas. En este sentido, demostrar que un conjunto particular de
principios morales podría ser acordado por sujetos independientes,
negociando desde una posición inicial de igualdad, daría a esos principios
una especial significación. No obstante, los sujetos independientes en esa
situación podrían elegir cualesquiera principios que tiendan a maximizar
sus expectativas de alcanzar lo que ellos quieren. En ese caso, el contrato
moral se encaminaría rectamente hacia un forma de consecuencialismo,
pero una variante caracterizada por el propósito fundamental de
proporcionar el mayor bien a las partes contratantes. Por lo tanto, no es
sorprendente que algunos autores sostengan que el modelo del contrato
puede dejar de tomar en cuenta aspectos importantes de carácter moral.

En el decursar del pensamiento ético se han producido intentos


encaminados a llenar el vacío entre aquellos que juzgan lo correcto y lo
incorrecto sobre la base de los principios y aquellos que prestan atención
solamente a las consecuencias de acciones. Con ese propósito, algunos
defensores de una moral basada en reglas han reconocido la necesidad de
las excepciones, cuando el seguimiento de los principios puede comportar
consecuencias catastróficas; otros están preparados para ir más allá y
69
enfocar las reglas o principios como quien lleva un peso, pero no
precisamente un peso que aplasta, de ahí que la consideración de las
consecuencias de nuestros actos es siempre parte del proceso de formación
de un juicio moral. Al mismo tiempo, los consecuencialistas han insistido
en que ellos pueden reconocer los buenos resultados que comporta el
tratamiento de algunos derechos básicos y reglas morales como si ellos
fueran inviolables, para todos los propósitos prácticos. Aunque los pasos
de avance resultan todavía muy modestos, nos muestran la necesidad de
una Ética que necesariamente debe ser una conjugación, sin exclusiones,
de los aportes más valiosos del pensamiento universal desde la antigüedad
hasta nuestros días.

CAPÍTULO II. EL DECURSAR ÉTICO. DE LA ANTIGÜEDAD A


NUESTROS DÍAS.

1. LA VERDADERA CULPA DE SÓCRATES

Sócrates fue una figura en extremo polémica. Se vio enfrentado por los
conservadores que empleaban un vocabulario incoherente como si
estuvieran seguros de su significado, y por los sofistas, cuyas
innovaciones Sócrates consideró igualmente sospechosas. Por
consiguiente, no sorprende mucho que muestre un rostro distinto desde
diferentes puntos de vista. En los escritos de Jenofonte aparece como si
fuera meramente un sosegado doctor del siglo V A.N.E.; en los de
Aristófanes puede mostrarse como un sofista particularmente penoso, en
Platón es muchas cosas y, sobre todo, un vocero de Platón. Es evidente,
por lo tanto, que la tarea de delinear al Sócrates histórico está abierta a
una controversia intrínseca. Pero, quizás se pueda no resolver, sino
evitar el problema mediante el intento de pintar un retrato de Sócrates a
partir de dos referencias básicas. La primera es la exposición de
Aristóteles en la Metafísica, donde el autor, a diferencia de Platón,
Jenofonte o Aristófanes, parece no tener fines interesados. La segunda es
el conjunto de diálogos platónicos que se aceptan como
cronológicamente primeros y en los que las propias doctrinas metafísicas
de Platón sobre el alma y las formas aún no han sido elaboradas.

La personalidad extraordinaria, fascinante y enigmática de Sócrates debe


ser estudiada dentro de su marco epocal. Nacido hacia el 470 A.N.E. en
70
la misma Atenas, era unos quince años más joven que Eurípides y unos
diez mayor que Tucídides, por situarlo entre dos compatriotas
significativos. Ese rasgo de su ciudadanía ateniense, y su firme
enraizamiento en la ciudad, es uno de los trazos determinantes de su
biografía. Sócrates vivió su juventud en una época de esplendor, cuando
en la política se había afirmado el gobierno de Pericles, y cuando Atenas
se había convertido ya en la metrópolis cultural de Grecia. Allí pudo
escuchar a los grandes sofistas –a Protágoras, a Gorgias, a Pródico, (de
quien, quizás con cierta ironía, se decía alumno) y a Hipias, entre otros –
y allí leyó el tratado famoso de Anaxágoras, y pudo asistir a las grandes
representaciones trágicas, a apasionados debates oratorios.

En su madurez y senectud, Sócrates fue testigo de las turbulencias


cívicas en los años de la guerra del Peloponeso. Peleó como buen
soldado, y a no ser por motivo de alguna expedición vivió siempre en su
ciudad. Sobrevivió a los rigores de la guerra y al gobierno despótico de
los Treinta; y fue condenado a muerte por un tribunal popular en unos
momentos de restauración democrática, reo en un proceso de impiedad.
Lo escandaloso de esa muerte pone un colofón heroico en el perfil
biográfico de este personaje, revelando así la trágica tensión de su
relación con Atenas.

Para muchos atenienses, Sócrates les resultaría un tipo familiar, de trazos


físicos bien conocidos: grueso, con cabeza grande, con amplia frente y
nariz chata, ojos abultados de miope, manto tosco y pies descalzos;
sabio e inquieto, resultaba un tanto pintoresco en algún rasgo, como ese
de tratar gratis con discípulos un tanto inclasificables. Callejeador
incesante, frecuentaba los gimnasios y otros lugares de reunión de los
jóvenes. Y dialogaba con todos, preguntando e inquietando en sus
cuestiones a sus contertulios. Era, como él mismo decía, como un tábano
que aguijoneaba a los demás. “Una vida sin examen no es digna de ser
vivida para un ser humano”, nos dice en la Apología platónica. Había
convertido la suya en una constante indagación en torno a la condición
humana y sus conocimientos.

Después de haber sido condenado, declaró a sus jueces que ni siquiera si


le perdonaran la vida a condición de abandonar esa tarea inquisitiva, se
avendría a ello, porque esa era la misión que se había impuesto en
beneficio de sus ciudadanos. La lealtad hacia ese destino filosófico la
llevó a su extremo rigor, y bebió la cicuta, tal como legalmente se lo
impusieron sus mismos conciudadanos atenienses.
71
El periplo intelectual de Sócrates está en sintonía con su época. Después
de una etapa en que se interesó por temas de Física –según atestigua el
Fedón- centró su investigación en las cuestiones de ética y, en un cierto
afán metodológico, de “lógica”. Pero lo que singulariza la enseñanza de
Sócrates es su actitud radical de buscador de la verdad, su posición
radicalmente crítica. Y no sólo frente a los postulados tradicionales, sino
también frente a las respuestas con las que otros pensadores se
satisfacían después de un intento teorizador nuevo e ingenuo. Con su
método interrogatorio que conduce a la aporía, Sócrates conmueve a sus
interlocutores y les obliga a seguir buscando la verdad, y la precisión
conceptual y la adecuación de sus vidas a lo racional. Sin dudas, un
arduo y difícil camino.

Es por esa actitud por lo que Sócrates se define. Implacable, sin aceptar
excusas ni compromisos, Sócrates pregunta y muestra cuán insuficientes
son las respuestas. A diferencia de los sofistas, Sócrates no cobra por sus
enseñanzas y desprecia esa habilidad comercial de quienes venden sus
conocimientos. Pero, ¿qué enseñaba Sócrates?. “Esta es la sabiduría de
Sócrates: no estar dispuesto a enseñar, sino a aprender de los demás
yendo de un lado a otro”, le reprocha agriamente Trasímaco (Rep, 338b).
Sócrates busca el saber, mediante la dialéctica; de ahí su divergencia
metódica frente a los sofistas. Por ese empeñado cuestionarse y
cuestionar a los demás, se define como philosophos, calificación a la par
modesta y orgullosa. Con su actitud va más allá de la sabiduría admitida
como válida, y pone a la filosofía, tal vez sin saber adónde iba, en una
nueva dirección.

Ese “sólo sé que no sé nada”, docta ignorancia, se acompaña con un


precepto que no es nuevo, sino que recoge una máxima délfica:
“conócete a ti mismo”. Frente al saber del mundo, Sócrates insiste en lo
esencial y auténtico del conocimiento propio. Y, ya en este enfoque,
propone una respuesta: la tarea del hombre consiste en velar por su alma.

La duda metódica que él combinaba con su irónica ignorancia concluía,


acaso provisionalmente, en muchos casos, en esa fase de perplejidad ante
la ausencia de solución, cuando ya las respuestas ensayadas se habían
mostrado inválidas y había que pensar en volver a plantear la cuestión
para intentar algún camino nuevo. La aporía en que concluyen tantos
diálogos es, en el método socrático, ya una ganancia y un primer
peldaño hacia el conocimiento verdadero. Sólo tras un cauteloso viaje
discursivo cabe arribar a un puerto seguro; pero Sócrates está interesado
no sólo en la llegada, sino en el mismo viaje.
72
El “cuidado del alma” es para Sócrates el objetivo fundamental del
hombre. En tal sentido “hacer mejores a los ciudadanos”, como es su
propósito, resulta algo muy distinto de lo que han intentado los políticos,
incluso los mejores según el aprecio general, como Pericles.

La educación tal como Sócrates la entiende, es algo notablemente


distinto de lo que practican los sofistas. Lo que estos maestros de areté
ofrecen a sus discípulos es una formación para el éxito, aceptando las
valoraciones consolidadas. Los sofistas se mueven en el mundo de las
opiniones admitidas y el triunfo que prometen a sus clientes está
sometido a la aceptación de los valores vigentes. Sócrates va más allá de
las valoraciones aceptadas, discute todos los conceptos heredados o
forjados de acuerdo con una opinión, muchas veces, asimilada
acríticamente.

Sócrates se proyecta como defensor de la autonomía individual al


interiorizar el criterio valorativo. En más de un significativo texto
platónico, Sócrates nos viene a decir: “¿Qué nos importan las opiniones
de los otros, aunque sean la mayoría? Lo importante es lo que tú y yo en
nuestro coloquio razonado concluyamos”. Todo está sometido a
discusión y crítica. No debemos aceptar las valoraciones tradicionales ni
someternos a la opinión establecida. Sócrates predicó con el ejemplo.
Sus discursos en la Apología son una muestra de esa independencia de
pensamiento y actuación en el individuo.

La lección moral de Sócrates –que es a la vez lección cívica, y en ese


sentido política- se expresa en su vida, de manera ejemplar. El hecho de
que Sócrates no escribiera nada resulta muy fácil de entender. Estaba
interesado en una acción educativa inmediata, en sus conciudadanos, de
una manera directa y personal. No es extraño que desconfiara de la
escritura, donde el diálogo del lector con el autor del texto queda
truncado por la incapacidad de éste para responder a las preguntas y
críticas. Por otro lado, la doctrina de Sócrates no estaba fijada, ni podía
fijarse en unas fórmulas enseñables; consistía ante todo en un método de
cuestionar las opiniones admitidas y en una inquietud intelectual sin
límites.

La condena de Sócrates constituye el último gesto aleccionador en su


vida. Con la aceptación resuelta, tras una apología que tiene mucho de
provocación, ofrece el viejo filósofo su última lección ética. Resulta
paradójico que la justicia de una democracia haya sentenciado a muerte
al más justo de los hombres de la época. ¿Qué mejor acicate podía legar
el filósofo a sus discípulos que el mostrarles cómo un jurado
73
democrático decidía, por mayoría, el aniquilamiento de un hombre justo
que, fundamentalmente, había querido ser una llamada a la reflexión
sobre la vida auténtica?.

En el Critón, Sócrates expone sus motivos para acatar la pena capital y


no huir de la cárcel y de Atenas. Sócrates, siempre ejemplar, quiere ser
fiel a las leyes de su ciudad, aun cuando en ello le va la vida. A
diferencia de los sofistas, viajeros y extranjeros, Sócrates es,
esencialmente, un ateniense; este inveterado crítico está ligado a su polis
y no podría, afirma, vivir en otra parte, traicionando esa consuetudinaria
lealtad. Desde este punto de vista, el gesto arrogante del acatamiento de
la pena máxima es un estupendo colofón a la tarea de toda una vida. Es
el mejor ejemplo de la valentía del hombre sabio que no se deja apartar
de su misión por presiones externas.

Han transcurrido 24 siglos de la condena a muerte de Sócrates. Hoy


como ayer, resulta pertinente preguntarse acerca de su inocencia o
culpabilidad. En este sentido Hegel en sus Lecciones sobre la historia de
la filosofía, nos dice: “El destino de Sócrates es, pues, el de la suprema
tragedia. Su muerte puede aparecer como una suprema injusticia, puesto
que había cumplido perfectamente sus deberes para con la patria y había
abierto a su pueblo un mundo interior. Mas, por otro lado, también el
pueblo ateniense tenía perfecta razón, al sentir la profunda conciencia de
que esta interioridad debilitaba la autoridad de la ley del Estado y
minaba el Estado ateniense”.

El quehacer socrático devino subversivo y Sócrates resultó culpable por


traer a la conciencia la necesidad y posibilidad de la subjetividad,
potenciar el mundo interior de la individualidad, elevar a primer plano la
libertad de elección, complementar el concepto de persona con la
autonomía individual, comprender la identidad ciudadana como ejercicio
consciente del individuo, conmover con sus preguntas el fundamento de
la autoridad de la polis y poner en tela de juicio la asimilación acrítica de
las tradiciones comunitaristas. He ahí la verdadera culpa de Sócrates:
descubrir a sus semejantes la dimensión espiritual de la existencia
humana.

Con la trágica muerte de Sócrates quedan evidenciadas las


contradicciones del Estado ateniense. La polis, en pleno uso de sus
atribuciones democráticas, ha destruido al más noble de sus ciudadanos,
como en un acto de venganza. Sócrates en su búsqueda de respuestas
firmes y argumentadas a las cuestiones existenciales ha resultado tan
perturbador o aún más que los enemigos jurados de la polis. Sólo el
74
individuo, autónomamente, puede dar razón de su conducta, y esa
apelación a su razón como juez definitivo es una liberación de todos los
vínculos tradicionales. La actuación de Sócrates preludia, pues, con
siglos de anticipación, la crítica ilustrada que caracteriza a la
Modernidad.

2. LA ÉTICA ARISTOTÉLICA

Los aportes de Aristóteles (384-322 a.n.e.) al acervo ético universal son


de tal valía que se le considera el padre de la Ética. Nadie, antes que él,
tuvo resultados tan relevantes en lo referente a la constitución de la Ética
como disciplina filosófica. Sus esfuerzos por sistematizar el
conocimiento del fenómeno moral, contenidos en la “Ética a Nicómaco”,
nos asombran aún en la contemporaneidad.
El mensaje ético aristotélico nos llega en tres obras: la Ética Eudemia, la
Ética a Nicómaco y la Gran Ética o Magna Moralia. La Ética a
Nicómaco recoge las concepciones éticas del Aristóteles maduro; esta
obra resulta inobjetablemente superior a las otras dos por lo acabado de
la construcción, la claridad del estilo y la profundidad del pensamiento.
Por estas razones es que desde la antigüedad se consideró por los
estudiosos que la comprensión del pensamiento ético del estagirita
decididamente hay que buscarlo en la Ética a Nicómaco.

La Ética a Nicómaco consta de 10 libros y 112 capítulos breves. En sus


páginas se abordan temáticas tales como la teoría del bien y la felicidad,
la teoría de la virtud, acerca del valor y la templanza, el análisis de las
diferentes virtudes, la teoría de la justicia, la teoría de las virtudes
intelectuales, la teoría de la intemperancia y del placer, la teoría de la
amistad y sobre el placer y la verdadera felicidad. La aparición de este
trabajo, dedicado íntegra y directamente al estudio de la moralidad,
constituyó en justicia el acta de nacimiento de la Ética.

Aristóteles desarrolla y sigue de modo consecuente la idea de que el


saber ético posee un carácter eminentemente práctico. La Ética, según el
criterio aristotélico, prescribe qué se debe hacer y de qué es preciso
abstenerse. Esto engendra la necesidad de dar una fundamentación moral
al bien supremo, con el cual los hombres deben cotejar sus aspiraciones
personales.
75
Asimismo, el contenido de la Ética a Nicómaco indica que la teoría
ética se forma como disciplina normativa. En la obra se expone un
sistema de normas que el autor recomienda utilizar a fin de alcanzar el
bien. Lo característico estriba en que el hecho de guiarse por normas se
hace depender de la razón y de la voluntad del hombre, como sujeto de
la actividad moral. En este aspecto, la teoría de las virtudes pone en claro
la naturaleza específica de la Ética que no impone sus recomendaciones
a los hombres, sino que las dirige a la razón y a la voluntad humanas. La
consiguiente voluntariedad de las acciones humanas, basadas en la libre
elección y orientadas al logro del bien, caracteriza la especificidad de la
moral.

En la ética aristotélica el principio de partida es el bien moral. Según


Aristóteles cada cosa, sobre todo cada instrumento, tiene su peculiar ser
y sentido cuando llena su misión y cumple su cometido, entonces la cosa
es buena. De igual manera ocurre con el hombre. Si se comporta según
su naturaleza y cumple los cometidos fundados en su esencia, llenando
así el sentido de su ser, llamamos al hombre bueno. El hombre bueno es
el que concreta el bien moral al actuar en consonancia con la naturaleza
humana general, es decir, la naturaleza humana ideal.

Aristóteles analiza el contenido de la naturaleza humana ideal y explota


ese análisis para trazar conceptualmente el camino de las virtudes éticas.
Lo bueno coincidirá con lo virtuoso. Bajo el nombre de virtud
comprende Aristóteles lo que designamos hoy con el nombre de valores.
Su concepción del hombre se ilumina al confrontarla con la tabla de
valores de su cuadro teórico de virtudes. Esta tabla de valores constituye
un componente clave en la ética aristotélica porque de no existir, el
principio moral se convertirá en una mera norma formalista, genérica y
vacía.

La virtud es para Aristóteles aquella actividad en nuestro querer que se


decide por el recto medio, y determina este recto medio tal como suele
entenderlo el hombre inteligente y juicioso. Dicho en forma más breve,
la virtud es el natural obrar del hombre en la vía de su perfección. Y
puesto que la naturaleza específica del hombre consiste en su ser
racional, y este ser racional se escinde en pensar y querer, tenemos,
según Aristóteles, los dos grandes grupos de virtudes: las virtudes
dianoéticas y las virtudes éticas.
Las virtudes dianoéticas son las perfecciones del puro entendimiento, tal
como se dan en la sabiduría, en la razón y en el saber. El concepto de
virtud ética persigue expresamente el fin de hacer justicia al hecho del
querer, como peculiar facultad espiritual fundamentalmente distinta del
76
mero saber. Las virtudes éticas tienen efectivamente su campo de acción
en el sometimiento del cuerpo y de sus apetitos al dominio del alma. Le
cabe a Aristóteles el mérito personal de haber enfocado esta realidad,
dirigiendo su mirada al campo de las virtudes éticas las que describe en
sus específicas propiedades, caracterizando así con mano maestra la
valentía, el dominio de sí, la liberalidad, la magnanimidad, la grandeza
de alma, el pundonor, la mansedumbre, la veracidad, la cortesía, la
justicia y la amistad.

La moralidad, según Aristóteles, se asienta en un trípode conceptual


constituido por el bien, la virtud y la felicidad. La observancia de una
vida virtuosa hace al hombre bueno y dichoso. Claro está que la
felicidad, en sentido aristotélico, no puede consistir en el placer y el gozo
corporales, pues esto estaría también al alcance del animal y nuestro bien
no pasaría de un bienestar corpóreo. SI la felicidad se fundamenta en el
placer corporal, tendríamos que proclamar con encomio la dicha del
buey que pace a su satisfacción en un campo de guisantes, había dicho
ya Heráclito.

Aristóteles no condena de manera absoluta al placer. Cuando se trata del


placer, hay que distinguir entre placer equivalente a deseo,
concupiscencia, y placer en el sentido de dicha beatificante sobre algo.
El placer, en el segundo sentido, está vinculado a la perfección moral y a
la felicidad. Aristóteles llega a una jerarquización de los placeres. En la
cima está el placer vinculado al puro pensar, le sigue el placer enlazado
con las virtudes éticas; y en ínfimo grado están los placeres sensibles
corpóreos, en la medida que éstos se hacen necesarios, es decir, corren
por los cauces y según la medida prescritos por la naturaleza misma.

La consideración de Aristóteles acerca de la moral como un fenómeno


humano, se pone de manifiesto al tocar el tema del nacimiento y
desarrollo de la virtud. En este sentido, el estagirita tiene en alta estima
el conocimiento de las virtudes como prerrequisito para orientarse
moralmente en la vida; hace especial hincapié en el consciente esfuerzo
personal hacia el bien; considera muy importante la aportación al
perfeccionamiento moral que significa una buena educación, y apunta
sobre todo a la ejercitación de las virtudes y a los hábitos adquiridos en
este campo como factores decisivos. Aristóteles pensaba que así como
un hombre se hace constructor de casas construyendo y se hace buen
constructor construyendo bien, igualmente se hará un hombre justo
pensando y obrando rectamente, ejercitándose prácticamente en el
cultivo cotidiano de la justicia.
77
Un aporte relevante de Aristóteles al pensamiento ético estriba en la
consideración de la virtud no solamente como un saber, sino también
como un acto de voluntad, un proceder, una conducta. Este punto de
vista que permitió la comprensión del fenómeno moral como
conjugación de conciencia y actividad significó un considerable paso de
avance en la consecución de la Ética como disciplina filosófica. En la
ética aristotélica habrá un nuevo capítulo, el que desarrolla la doctrina
del querer. Querer, entendido como actuación voluntaria del sujeto de la
moralidad.

Para Aristóteles, el acto moral exige en su tipificación no solamente la


actuación de la voluntad, sino que esa voluntad esté avalada por la libre
elección. En los niños sin uso de razón y en los mayores en acciones que
realizamos a la fuerza está presente la voluntad en el obrar, pero hay
ausencia de libertad de elección. El acto moral debe ser una acción
específicamente humana, es decir, una acción del hombre mentalmente
sano que concreta una conducta de libre elección. La voluntad libre es
algo superior a la mera actuación de la voluntad. El principio del obrar
de tal manera está en nosotros, que podemos con dominio del acto
disponer sobre nuestro obrar o no obrar. Aristóteles suscribe, pues, la
libertad de la voluntad como sello distintivo que matiza moralmente a la
conducta humana.

Aristóteles consideraba que la virtud superior es la justicia, que reúne en


sí a todas las demás y mediante la cual se logra la armonía entre el
bienestar personal y el general. Esta peculiaridad se aprecia en las dos
vertientes de la justicia que distinguía Aristóteles, es decir, la
conmutativa y la distributiva. La justicia conmutativa establece que
todos los ciudadanos del Estado, por el hecho de serlos, se encuentran en
igualdad de condiciones, merecimientos y oportunidades. Y la justicia
distributiva postula que aquellos ciudadanos que brindaron servicios
especiales al Estado o se distinguieron por sus capacidades
excepcionales y virtudes fuera de lo común, deben ser objeto de
reconocimientos y grandes honores. Si bien el concepto aristotélico de
justicia se nos presenta más que como virtud del ser humano como virtud
del Estado, no debe pasarse por alto el fondo humano-universal que
comporta el reconocimiento de la igualdad por la igualdad, y de lo
desigual para los méritos desiguales.
Otra particularidad de la ética aristotélica consistió en que no estableció
una contraposición absoluta entre las virtudes y los vicios. Veía la
relatividad de sus respectivos límites, y la posibilidad de que las virtudes
y los vicios se transformasen recíprocamente bajo el influjo de
determinadas circunstancias. El original pensamiento de Aristóteles
78
estriba en que él analizó la virtud y el vicio como dos partes de una
misma determinación cualitativa, sólo expresadas con diferencias
cuantitativas. La virtud es la medida, el vicio la misma cualidad sólo en
su extremo, es decir, en una forma exagerada o por el contrario en una
forma atenuada.

Con el concepto de medida incorpora Aristóteles a su doctrina ética un


elemento que era corriente, desde mucho antes, en el pensamiento
griego. Él lo reelabora inteligentemente, mostrando que las virtudes se
sitúan en un cierto medio entre dos extremos. Aunque es justo consignar
que para el estagirita no se trataba de un medio mecánico o geométrico,
sino de un medio concretamente proporcionado a las especificidades de
cada caso. Así, por ejemplo, la valentía no está enteramente en el medio
entre la cobardía y la temeridad, sino está un poco más cerca de la
temeridad, como al revés la parsimonia está un poco más cerca de la
avaricia que de la prodigalidad. Aristóteles exaltaba la medida, el
término medio como ideal de conducta del hombre sabio, y condenaba
los extremos, el exceso y el defecto.

La ética aristotélica es esencialmente eudemonística. Pero este


eudemonismo es de tipo racionalista y a la vez social. El estagirita se
planteó la cuestión de cómo el individuo puede alcanzar la felicidad
viviendo en la sociedad y sin entrar en antagonismo con el bienestar
público. Aristóteles consideraba el bien común como el bien del estado
y al ser humano sólo un ciudadano del estado esclavista; los esclavos no
se tomaban en consideración debido a que ellos no eran ciudadanos de la
antigua polis. De esta forma, la moral estaba subordinada a la política y
la ética devenía la ciencia de la conducta correcta del ciudadano en el
estado lo que implicaba conjugar acertadamente la felicidad personal con
el bienestar estatal. Así, Aristóteles se convierte en uno de los primeros
filósofos en considerar que el camino a la felicidad del individuo se
encontraba en la comprensión de los objetivos e intereses de toda la
sociedad.

Visto con una perspectiva actual, el eudemonismo racionalista de


Aristóteles con toda su carga social, padeció de una ostensible limitación
clasista. La ética aristotélica tenía como objetivo la moralidad del heleno
libre, del esclavista. Los esclavos, así como los “bárbaros” no eran
considerados como sujetos de la referida moralidad. Aunque en las
concepciones aristotélicas se destacaba la naturaleza social del hombre,
que el estagirita denominaba “animal político”, lo cierto es que
Aristóteles entendía esta naturaleza muy unilateralmente, como un
79
conjunto de características inherentes a un miembro idealizado del
estado esclavista de la antigua Grecia.

El esfuerzo aristotélico en el estudio de la moral dejó un saldo para la


posteridad que resulta insoslayable e imperecedero. La ética de
Aristóteles se esforzó por hacer predominar el sentido de lo real en la
moralidad. Quiso mostrar que el sujeto moral es el hombre de carne y
hueso, que las ideas morales no están separadas de los seres humanos, y
que la virtud debe encontrar su regla y su recompensa en el mundo de los
hombres. Por sus esfuerzos sistematizadores, por los avances que logró
en la concreción del aparato conceptual de la Ética y por la connotación
humana que le insufló a la moralidad, Aristóteles deviene una de las
figuras cimeras en el pensamiento ético universal.

3. LA ÉTICA KANTIANA

Kant (1724-1804) constituye una de las figuras cumbres de la historia


de la ética. Según él, la naturaleza es completamente impersonal y no
moral. Por eso, tenemos que buscar el reino de la moral fuera del reino
de la naturaleza. La moral tiene que ser independiente de lo que sucede
en el mundo natural, porque lo que sucede en el mundo natural es ajeno
a la moral. Además, el procedimiento de Kant no consiste nunca en
buscar una base para el conocimiento, es decir, un conjunto de primeros
principios o datos sólidos, con el fin de reivindicar nuestra pretensión de
conocimiento contra algún hipotético escepticismo. Kant da por supuesta
la existencia de una conciencia moral ordinaria. Esta conciencia de la
naturaleza humana ordinaria proporciona al filósofo un objeto de
análisis, y la tarea del filósofo no es buscar una base o una
reivindicación, sino averiguar cuál debe ser el carácter de nuestros
conceptos y preceptos morales para que la moralidad sea posible tal
como es.

Kant se ubica, por lo tanto, entre los filósofos que consideran que su
tarea es un análisis post eventum: la moralidad es lo que es, y nada
puede hacerse al respecto. Pero mucho más importante es el hecho de
que Kant concibió su tarea como el aislamiento de los elementos a priori
–y, por lo tanto, inmutables- de la moralidad. En diferentes sociedades
quizás haya diferentes esquemas morales, y Kant insistió en que sus
propios estudiantes se familiarizaran con el estudio empírico de la
naturaleza humana. Pero, ¿qué es lo que convierte en morales a estos
80
esquemas? ¿Qué forma debe tener un precepto para que sea reconocido
como precepto moral?

Kant emprende el examen de esta cuestión a partir de la aseveración


inicial de que no hay nada incondicionalmente bueno, excepto una buena
voluntad. La salud, la riqueza o el intelecto son buenos sólo en la medida
en que son bien empleados. Pero la buena voluntad es buena y
“resplandece como una piedra preciosa” aun cuando “por la mezquindad
de una naturaleza madrastra” el agente no tenga la fuerza, la riqueza o la
habilidad suficientes para producir el estado de cosas deseable. Así, la
atención se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus
móviles o intenciones, y no en lo que realmente hace. ¿Qué móviles o
intenciones hacen buena a la buena voluntad? El único móvil de la buena
voluntad es el cumplimiento de su deber por amor al cumplimiento de su
deber. Todo lo que intenta hacer obedece a la intención de cumplir con
su deber.

En el ámbito moral, desde la perspectiva kantiana, el punto de partida


para la reflexión es un hecho de razón, el hecho de que todos los
humanos tenemos conciencia de ciertos mandatos que experimentamos
como incondicionados; todos somos conscientes del deber de cumplir
algún conjunto de reglas por más que no siempre nos acompañen las
ganas de cumplirlas; las inclinaciones naturales, como todos sabemos
por propia experiencia, pueden ser tanto un buen aliado como un
obstáculo, según los casos, para cumplir aquello que la razón nos
presenta como un deber. En esto consiste el “giro copernicano” de Kant
en el ámbito moral, el punto de partida de su ética no es el bien que
apetecemos como criaturas naturales, sino el deber que reconocemos
interiormente como criaturas racionales; porque el deber no es deducible
del bien, sino que el bien propio y específico de la moral no consiste en
otra cosa que el cumplimiento del deber.

Los rasgos fundamentales de la ética kantiana son el formalismo, el


rigorismo, el apriorismo y la autonomía. Nada expresa mejor el
formalismo de la ética kantiana que la “ley fundamental de la pura razón
práctica”. Dice así: “Obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda
siempre valer como principio de una legislación general”. No señala
Kant una serie de virtudes o de valores de determinado contenido, como
la fidelidad, la veracidad, la honradez, etc. Sino que nos da como regla
para saber qué es bueno o malo, el preguntarnos simplemente ante
cualquier acción: ¿puedes querer que tu máxima (juicio práctico
determinado) se convierta en ley general?
81
En la ética de Kant, el rigorismo se expresa cuando lo moral nos sale al
encuentro como ley, como imperativo, y el imperativo es categórico, no
tolera ningún “si” ni ningún “pero”, ni consideración alguna con las
naturales inclinaciones e intereses personales; pues en estos casos
dependería el precepto de una inclinación o de fines particulares o
intereses, y entonces no tendríamos un imperativo categórico,
incondicionado, sino sólo un imperativo hipotético. Con ello, la ética de
Kant se convierte declaradamente en una ética del deber. Toda la moral
descansa única y exclusivamente en el obrar por el deber. Sólo cuando
nuestra acción nace “del deber” y se ejecuta “por amor al deber” es
nuestro obrar moral.

El formalismo racional está enlazado con el apriorismo. La razón


impera por sí misma y al margen de toda experiencia relativa a lo que ha
de acaecer, es decir, acciones de las que el mundo posiblemente no ha
dado ningún ejemplo. Aun cuando no se hubiera dado hasta ahora en la
vida un solo amigo honrado, no obstante, la honradez como deber
existiría “antes de toda experiencia, en la idea de una razón determinante
de la voluntad por motivos a priori”. Lo que persigue Kant con el
apriorismo de la razón es el seguro de intemporalidad para la ley moral.

El hombre se da a sí mismo la ley moral, como suele decirse; es él


mismo la ley moral con su pura razón práctica. La autonomía, en la ética
kantiana, no es en realidad más que puro formalismo. Dado que el
principio de la moralidad descansa en la pura legislabilidad
universalmente valedera, la razón es por sí misma práctica y, con ello,
esa razón se convierte en ley para todos los seres racionales. A esta ética
autónoma, se opone la ética heterónoma en la que la moralidad del
hombre cae en dependencia respecto de algún referente de carácter
externo.

Según Kant, el “faktum” de lo moral consta de dos elementos


específicos que lo diferencian perfectamente de toda otra clase de
fenómenos. Estos elementos son el deber y la libertad. En la
Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres se nos revela, ya en
el Prefacio, que ese “faktum” del deber fue la piedra angular y punto de
arranque de la ética kantiana. Kant nos dice allí que su intención es
darnos una filosofía moral “pura”, totalmente limpia de todo lo
meramente empírico; “pues que deba darse tal (filosofía moral pura)
resulta evidente por la común idea del deber y de las leyes morales”.
Todo el mundo reconocerá, asevera Kant en la obra referida, que una
ley moral tiene que llevar consigo una necesidad absoluta y “que
consiguientemente, el fundamento de esta obligación (absoluta) no
82
puede buscarse en la naturaleza del hombre o en las circunstancias del
mundo en que se encuentra metido, sino que se ha de buscar a priori
únicamente en los conceptos de la razón pura. De manera parecida, la
Crítica de la Razón Práctica empieza comprobando la existencia de leyes
que son válidas para todo ser racional, como imperativos “categóricos”
absolutamente incondicionados.

Al igual que el deber, la libertad, entendida como libertad moral de


elección, es también para Kant un “hecho” de la razón práctica. Libertad
y ley incondicionada del deber se implican mutuamente. Y, de modo
semejante al deber, esta libertad tiene, como característica suya, la
incondicionalidad. No sacamos la idea de la libertad del mundo de la
experiencia; nunca la podríamos descubrir allí, pues en ese mundo
impera el determinismo causal; la libertad moral es un “faktum a priori”
de la razón misma, que, al igual que la ley del deber, se enfrenta con la
realidad espacio-temporal, como algo absoluto. Podrá el hombre desoír
la voz de su conciencia, podrá adormecerla, hasta podrá ser que el
mundo entero no nos dé ejemplo alguno de lo que debe ser; a pesar de
todo, el hombre debe y puede lo que debe; pues el deber y la libertad no
se los procura el hombre, simplemente los tiene; están incorporados a la
esencia del hombre.

La dignidad del hombre es el vértice al que apunta Kant en su doctrina


sobre la autonomía. Según su criterio, la autonomía es el fundamento de
la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. Sólo
así se salvan la libertad y el deber, los dos hechos fundamentales de la
moralidad. De no darse el hombre la ley a sí mismo, se haría esclavo de
la materia del mundo sensible o del querer arbitrario de un Dios
trascendente. Con ello se anularía a sí mismo. Según Kant, el hombre no
debe jamás ser utilizado como medio, es decir subordinado a un ulterior
fin extraño; ha de ser siempre un “fin en sí”. Esto puede resumir para
Kant toda la moralidad.

Así entendemos la segunda fórmula que propone Kant para expresar la


ley fundamental de la razón práctica: “obra de tal suerte que siempre
tomes a la humanidad como fin y jamás la utilices como simple medio,
ya en tu persona, ya en la persona de cualquier otro”.

Kant advierte que los imperativos morales se hallan ya presentes en la


vida cotidiana, no son un invento de los filósofos. La misión de la Ética
es descubrir los rasgos formales que dichos imperativos han de poseer
para que percibamos en ellos la forma de la razón y que, por tanto, son
normas morales. Para descubrir dichos rasgos formales propone Kant un
83
procedimiento que expone a través de lo que él denomina “las
formulaciones del imperativo categórico”. De acuerdo con ese
procedimiento cada vez que queramos saber si una máxima puede
considerarse “ley moral”, habremos de preguntarnos si reúne los
siguientes rasgos, propios de la razón:
1) Universalidad. Será ley moral aquella que todos deberíamos cumplir
2) Referirse a seres que son fines en sí mismos.
3) Valer como norma para una legislación universal en un reino de los
fines.

“Dos cosas hay que llenan el ánimo de admiración y respeto siempre


nuevos y siempre crecientes cuanto más veces y con más detenimiento
se consideran: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”,
escribe Kant al cerrar la Crítica de la Razón Práctica. La vista del cielo
tachonado de estrellas le recuerda al hombre que es una parte de este
mundo material y sensible, con cuya grandeza comparado no es más que
un pequeño e insignificante fragmento. Pero la ley moral dentro de
nosotros arranca de nuestra interioridad y mismidad, y ensalza
infinitamente el valor de nuestro ser dotado de inteligencia mediante
nuestra personalidad, pues esa ley revela una vida independiente del
mundo entero.

Todo el enorme esfuerzo de reflexión que llevó a cabo Kant en su obra


filosófica tuvo siempre el objetivo de estudiar por separado dos ámbitos
que ya había distinguido Aristóteles siglos atrás: el ámbito teórico,
correspondiente a lo que ocurre de hecho en el universo conforme a su
propia dinámica, y el ámbito de lo práctico, correspondiente a lo que
puede ocurrir por obra de la voluntad libre de los seres humanos. El
quehacer ético kantiano tuvo como propósito coadyuvar a que la razón
saliera de la ignorancia proponiendo medidas para disciplinar la
reflexión moral de sus semejantes.

En Kant, el deber no sólo ocupa una posición central, sino que absorbe
todo lo demás. La palabra deber no sólo se separa por completo de su
conexión básica con el cumplimiento de un papel determinado o la
realización de las funciones de algo particular. Se vuelve singular más
bien que plural, y se define en términos de la obediencia a los
imperativos morales categóricos, es decir, en términos de mandatos
contenidos en el deber respectivo. Esta misma separación del imperativo
categórico de acontecimientos y necesidades contingentes y de las
circunstancias sociales lo convierte al menos en dos sentidos en una
forma aceptable de precepto moral para la emergente sociedad liberal e
individualista.
84

Hace ese imperativo que el individuo sea moralmente soberano, y le


permite rechazar todas las autoridades exteriores. Y le da la libertad de
perseguir lo que quiere sin insinuar que debe hacer otra cosa. Esto último
quizás sea menos obvio que lo primero. Los ejemplos típicos dados por
Kant de pretendidos imperativos categóricos nos dicen lo que no
debemos hacer: no violar promesas, no mentir, no suicidarse, etc. Pero
en lo que se refiere a las actividades a las que debemos dedicarnos y a
los fines que debemos perseguir, el imperativo categórico parece
quedarse en silencio. La moralidad limita las formas en que conducimos
nuestras vidas y los medios con que lo hacemos, pero no les da una
dirección. Así, la moralidad sanciona, al parecer, cualquier forma de vida
que sea compatible con el mantenimiento de las promesas, la expresión
de la verdad, etc.

Puesto que la noción kantiana de deber es tan formal que puede dársele
casi cualquier contenido, queda a nuestra disposición para proporcionar
una sanción y un móvil a los deberes específicos que pueda proponer
cualquier tradición social y moral particular. Puesto que separa la noción
de deber de los fines, propósitos, deseos y necesidades, sugiere que sólo
puedo preguntar al seguir un curso de acción propuesto, si es posible
querer consistentemente que sea universalizado, y no a qué fines o
propósitos sirve. Hasta aquí, cualquiera que haya sido educado en la
noción kantiana del deber habrá sido educado en un fácil conformismo
con la autoridad.

Nada podría estar más lejos, por cierto, de las intenciones y del espíritu
de Kant. Su deseo es exhibir al individuo moral como si fuera un punto
de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real.
Kant simpatiza con la Revolución Francesa. Odia el servilismo y valora
la independencia de espíritu. Según él, el paternalismo es la forma más
grosera de despotismo. Pero las consecuencias de su doctrina hacen
pensar que el intento de encontrar un punto de vista moral
completamente independiente del orden social puede identificarse con la
búsqueda de una ilusión, y con una búsqueda que nos convierte en meros
servidores conformistas del orden social en mucho mayor grado que la
moralidad de aquellos que reconocen la imposibilidad de un código que
no exprese, por lo menos en alguna medida, los deseos y las necesidades
de los hombres en circunstancias sociales particulares.
85
4. LA ÉTICA UTILITARIA

El utilitarismo además de ser una teoría teleológica de la ética, que pone


su acento en los fines a perseguir, y de constituir una de las múltiples
variantes del consecuencialismo, que pone el énfasis en las
consecuencias de las acciones más que en las motivaciones que las
llevaron a cabo, presenta en su formulación clásica de Bentham (1748-
1832) y Mill (1806-1873) una voluntad transformadora de la sociedad,
un ánimo de proseguir y completar la tarea de los ilustrados, colocando
al hombre como individuo como fin último de la reforma y
transformación de la sociedad.

Por utilitarismo se entiende la doctrina que considera como correcto lo


que proporciona la mayor felicidad general e incorrecto lo que va en
detrimento de ella (“la mayor felicidad del mayor número”). Bentham es
el primer utilitarista importante de la historia al haber identificado,
precisamente, el “principio de utilidad” con el “principio de la mayor
felicidad”, es decir el principio que, según él, establece que la mayor
felicidad de todos aquellos cuyos intereses están en cuestión es el fin
correcto y adecuado, y por añadidura el único correcto, adecuado y
universalmente deseable de toda acción humana.

En el capítulo I de su obra ética más acabada, An Introduction to the


Principles of Moral and Legislation, Bentham indica que un hombre es
partidario del utilitarismo “cuando la aprobación o desaprobación que
adjudica a cualquier acción, o a cualquier medida, está determinada por,
y proporcionada a, la tendencia que él considera que tiene que aumentar
o disminuir la felicidad de la comunidad” o, como indica en el mismo
capítulo: “Se dice que una acción es conforme con el principio de la
utilidad, o, para abreviar, con la utilidad,... cuando la tendencia que tiene
a aumentar la felicidad de la comunidad es mayor que la de disminuirla”.

Los rasgos fundamentales de la ética utilitaria son: a) el teleologismo.


No hay ningún deber imperativo, nada es bueno o justo en sí mismo y
para todos los tiempos, sino aquello que contribuye a ciertos fines
generales; b) el consecuencialismo. El énfasis se pone en las
consecuencias de las acciones más que en las motivaciones; c) el
hedonismo. La búsqueda de lo placentero como fundamento de la
felicidad; d) la calculabilidad del bien. El bienestar humano hay que
maximizarlo (cuantificarlo) a fin de alcanzar “la mayor felicidad del
mayor número”.
86
Bentham se había marcado dos claros objetivos: asegurar la máxima
felicidad de cada individuo y garantizar, al propio tiempo, la máxima
felicidad colectiva; por lo que cabría preguntarse si se trataba de dos
objetivos contrapuestos y distintos, o simplemente complementarios. En
el referido capítulo I de An Introduction to Principles of Moral and
Legislation, Bentham reduce a sus justos términos el sentido y
significado de los “intereses generales” o “intereses de la comunidad”, al
asegurar: “El interés de la comunidad es una de las expresiones más
generales que puedan darse en el vocabulario moral, por lo cual no es de
extrañarse que a menudo pierda su sentido. Cuando posee sentido es
éste: la comunidad es un cuerpo ficticio, compuesto por las personas
individuales que se consideran miembros suyos. Entonces ¿qué es el
interés de la comunidad?: la suma de los intereses de los diversos
individuos que la componen”.

Resulta palmario el interés por parte de Bentham de preservar al


individuo libre de las exigencias derivadas de entidades superpuestas y
ficticias, distintas de las personas particulares y reales. Hasta tal punto
llega Bentham a estimar los derechos inalienables de todo individuo a
perseguir sus propios fines y buscar la felicidad por sus propios medios,
que hace de ello una de las metas inexcusables de la ética. Lo cual, no
obstante, no significa poner el “egoísmo” en lugar del altruismo o el
universalismo, sino sustituir o suprimir el paternalismo en la medida de
lo posible. En este sentido, afirmará Bentham que nadie sabe como uno
mismo lo que le hace feliz, por lo que nadie como uno mismo puede
buscar y asegurar su propia felicidad.

Ahora bien, ¿significa esto que en la persecución de la propia felicidad


uno pueda lícita y moralmente desestimar, obstaculizar u obstruir la
felicidad de los demás, y que sea sólo tarea del legislador, no de la ética,
ocuparse de la armonización de los intereses generales? Al respecto
Bentham plantea: “La ética puede ser denominada el arte de cumplir con
los deberes para con uno mismo, y la cualidad que un hombre manifiesta
mediante el cumplimiento de esta rama del deber (si deber puede
llamársele) es la de la prudencia. En la medida en que su felicidad y la de
cualquier otra persona o personas cuyos intereses se consideren dependa
de formas de conducta que puedan afectar a quienes le rodean, puede
decirse que tiene un deber para con los demás o, por usar una expresión
un tanto anticuada, un deber para con el prójimo. La ética, pues, en la
medida en que es el arte de dirigir las acciones del hombre en este
sentido, puede ser denominada el arte de cumplir nuestros deberes para
con nuestro prójimo. (Bentham, An Introduction to the Principles of
Moral and Legislation).
87

John Stuart Mill ha de ser considerado como el perfeccionador de la


filosofía utilitarista. De sus obras, El utilitarismo (1863) constituye con
toda seguridad su obra más importante desde el punto de vista de la
filosofía moral, seguida muy de cerca por Sobre la libertad (1859) y un
poco más lejos por Consideraciones sobre el gobierno representativo
(1861), Tres ensayos sobre la religión (1874), Principios de economía
política (1848), Capítulos sobre el socialismo (1876), etc.

Para comprender el pensamiento ético de Mill es necesario percatarse


de qué tipo de felicidad está hablando cuando la propone como criterio
último a tenor del cual han de ser juzgadas las acciones. El capítulo II de
El utilitarismo nos pone en la pista sobre ello. Allí afirma: “El credo que
acepta como fundamento la utilidad, o principio de la mayor felicidad,
mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a
promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo
contrario a la felicidad”.

Habrá que tener en cuenta que no se habla, como puntualizó Mill, de la


felicidad de los “puercos” sino de la felicidad de los humanos. Así,
quienes han criticado a Epicuro, o pudieran criticar a Mill, como
postuladores de una doctrina rastrera propia para puercos yerran
totalmente: “Resulta degradante la comparación de la vida epicúrea con
la de las bestias precisamente porque los placeres de una bestia no
satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano. Los seres
humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales y una
vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad
nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades” (Mill, El
utilitarismo).

Los seres humanos para Mill son seres que poseen un sentido de la
dignidad en mayor o menor grado. Para muchos críticos de Mill, este
sentido de la dignidad o de autorrespeto parecería suponer precisamente
la renuncia a la felicidad. Mill, por el contrario, está tan deseoso de
afirmar que la felicidad del hombre es una felicidad peculiar, propia de
un ser autodesarrollado, ilustrado, libre, en pleno ejercicio de sus
facultades intelectuales, con sentido de su dignidad, como de afirmar que
esos ingredientes, precisamente: autodesarrollo, autorrespeto, sentido de
la dignidad propia, etc., constituyen la parte más valiosa de la felicidad;
es decir, no la acompañan, no la suponen, no se derivan de la felicidad,
son la felicidad.
88
Se le ha imputado al utilitarismo la “no distinción entre personas”,
debido a que supuestamente para el utilitarismo sólo existe un enorme
montón de deseos cuya maximización ha de ser conseguida, cuando
desde el punto de vista que Mill postula, por el contrario, la exigencia
del componente de la dignidad a fin de ser felices incluye el respeto por
los demás y por uno mismo. Son significativos en este sentido dos
aspectos de la doctrina contenida en El utilitarismo: a) su distinción
entre felicidad y contento y b) su introducción de la noción de la calidad
de los placeres.

La felicidad supone el goce solidario experimentado por personas


autodesarrolladas, libres y dignas, mientras que el contento no exige sino
la mera conformidad, la aceptación de cualquier estado de cosas en
alguna medida “gratificante”, por degradante o humillante que resulte
para el ser humano de que se trate, o para sus semejantes. El contento
sería algo semejante al goce experimentado por las personas que no
hubieran alcanzado el grado de autonomía, de libertad, personas que no
fueran enteramente “morales”, en una palabra. Vendría a resultar el
contrapunto no moral de la felicidad: algo no semejante a ella, sino su
opuesto y contrario.

La distinción entre la diversa calidad de los placeres abunda en este


supuesto que expresa Mill de modo tajante: “Es del todo compatible con
el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de
placer son más deseables y valiosos que otros” (Mill, El utilitarismo).
Por lo tanto, no es el placer considerado indiscriminadamente el objetivo
a perseguir por el utilitarismo en la versión que Mill ofrece, sino un
placer “cualificado” que produzca individuos autosatisfechos,
autorrespetados y con sentido de la dignidad propia.

Un aspecto de carácter polémico entre los especialistas está referido al


tema de hasta qué punto cometió Mill la falacia naturalista como Moore
pretende. Para dilucidar esta cuestión abordaremos la relación entre lo
deseado y lo deseable. En ética, lo deseado podría considerarse como
perteneciente al mundo de los hechos y las descripciones, mientras que
lo deseable se inscribe en el mundo de los valores y las prescripciones.
Mill buscó un tipo de puente entre deseado y deseable. Desde su punto
de vista, la felicidad deseable no es sino la felicidad deseada por los
individuos autónomos, libres y autodesarrollados que él toma como
modelo de la naturaleza humana educada y madura.
La “felicidad” aparece como sinónimo de “felicidad moral”, la felicidad
deseada es el fundamento de la felicidad deseable, pues el mundo de los
valores no puede proceder de un mundo de nociones apriorísticas, ni
89
equivalen a cualidades “no naturales”, sino generarse o emerger
directamente de las actitudes cualificadas de los seres humanos. Así, la
idea del ser humano como ser en progreso y desarrollo hace que Mill
encuentre en el es de la facticidad el nexo adecuado que enlaza el
mundo de los hechos con el debe de la prescriptividad. Lo que los seres
humanos llegan a ser cuando se desarrollan libre e ilustradamente, eso es
lo que los seres humanos deben llegar a ser.

El gran reto que se le presentaba a John Stuart Mill era el de conciliar el


desarrollo de la autonomía individual con la solidaridad en el disfrute de
los bienes producidos por todos. Habría que afirmar que para Mill no
solamente la mayor felicidad de cada persona radica en la mayor
felicidad de todo el mundo sino que la felicidad de todo el conjunto sólo
es posible si cada persona en particular es tratada como un ser libre,
autónomo e irrepetible.

La tensión minorías-mayorías, individuo-sociedad, libertad-solidaridad,


constituye el tema recurrente de la filosofía moral y política de Mill. El
intento de hacer justicia a las demandas de ambas partes realizado por
Mill, sin sacrificar ni los intereses individuales a los del conjunto, ni los
del conjunto a los caprichos o intereses puramente individuales,
constituye uno de los mayores esfuerzos históricos por ser justo con las
exigencias de las partes en litigio. Por todo lo cual, no alcanza a Mill, la
mayor parte de las críticas contemporáneas que prefieren elegir, como
fácilmente refutable oponente, un utilitarismo primitivo y sin
matizaciones que Mill nunca defendió, y que ofende a la más elemental
sensibilidad respecto a los derechos individuales de las personas.

Mill postuló la defensa de los derechos de todos los seres humanos


relativos a tener una opinión propia, que pudieran difundir y defender, a
ser dueños de sus vidas, sus cuerpos y sus mentes sin que ningún Estado
o institución social puedan arrogarse la función paternalista de velar por
la felicidad particular de los individuos, limitando las restricciones de la
libertad a aquellos casos en que vaya en detrimento de las libertades o el
bienestar ajeno, al tiempo que postulaba una propuesta original en favor
del goce solidario, o libertad solidaria, consistente en afianzar las
relaciones de solidaridad de tal suerte que, mediante un proceso de
educación de los pueblos, logremos de ellos que se desarrollen
libremente los movimientos espontáneos de cooperación, que generen a
la larga una sociedad solidaria y libre.
La religión de la humanidad, propuesta por Mill, intenta fomentar el
sentido de unidad con el género humano y un profundo sentimiento por
el bien común, inculcándose así una “moralidad fundamentada en
90
amplias y prudentes opiniones sobre el bien común, sin sacrificar
totalmente los derechos del individuo en favor de la comunidad, ni los de
la comunidad en favor del individuo: una moralidad que reconozca, de
una parte, los compromisos del deber y, de otra, los de la libertad y la
espontaneidad, ejercería su poder en las naturalezas mejor dotadas,
despertando en ellas las virtudes de la generosidad y de la benevolencia,
además de la pasión por alcanzar altísimos ideales” (Mill, La utilidad de
la religión).

5. LA ÉTICA ANALÍTICA.

La filosofía moral analítica comienza con G. E. Moore (1873-1958).


Comienza, concretamente, en 1903 con sus Principia Ethica. Dicha
filosofía moral es una especie de un género filosófico más amplio: el del
“análisis” o la “filosofía analítica”. La filosofía analítica es, ante todo,
una tendencia y una continuidad con una manera de hacer filosofía. La
tendencia es la de orientarse partiendo de datos simples y construir, paso
a paso desde ellos, mediante el instrumental lógico-lingüístico. Es una
continuidad de la tradición empirista en cuanto que desconfía de las
generalizaciones, las totalizaciones rápidas o poco detalladas y del valor
constructivo de lo apriorístico.

Moore aplicó el análisis a la moral. Así rompía con la escuela metafísica


que le era contemporánea y que disolvía la ética en la metafísica. La
moral, para ésta, no sería sino una parte de la metafísica: la realización
de un bien por medio del ajuste al mundo. Moore, por tanto, comenzará
su ética atacando directamente al naturalismo ético en el que se incluye
no sólo la metafísica clásica sino el empirismo no menos clásico. Al
naturalismo ético le acusará de haber cometido la “falacia naturalista”.
Falacia que consiste en intentar deducir proposiciones morales de otras
que se supone que no son morales.

La falacia naturalista, de manera más concreta, no es sino definir lo que


es bueno en términos de propiedades naturales (“lo que da placer”, “lo
que aprueba la mayoría”, “lo que reporta más utilidad”, etc.). Dicho de
otra manera: confunde el es atributivo con el es de la identidad. Porque
el placer sea bueno (es atributivo) no se sigue que lo bueno sea (es de
identidad) lo placentero. Necesitamos, primero, según Moore, saber qué
es lo bueno. En su intento de definición, Moore llegará a la conclusión
de que lo bueno no es definible sino que se trata de una cualidad simple,
que no es natural y que se conoce de modo directo a modo de intuición.
91
La ética de Moore, en consecuencia, no es naturalista puesto que la
bondad, que es objeto principal de la ética, no es cualidad natural; es
decir, no existe en el tiempo ni se encuentra en la experiencia sensible.
Pero tampoco se puede definir en términos de cualidades no naturales, lo
cual sería caer en un error metafísico. No queda, por tanto, más
alternativa que la intuición de una cualidad que no es, sin embargo,
natural.

El emotivismo sucederá al intuicionismo. Tiene el emotivismo, a su vez,


un antecedente decisivo en el Tractatus de L. Wittgenstein (1889-1951),
propagador de los ecos de Moore en el campo de la ética. En la referida
obra, Wittgenstein proclama lo siguiente. “Es claro que la ética no se
puede expresar. La ética es trascendental. (Ética y estética son lo
mismo)”. Dicho en otras palabras: las proposiciones sobre el mundo no
nos permiten hablar sobre la ética puesto que no son valorativas sino
fácticas. La ética, además, atañe al sujeto y no a los objetos del mundo,
incluye todo lo valorativo. Wittgenstein ha puesto las bases no sólo para
evitar caer en la falacia naturalista sino para mucho más: para convertirla
en el eje de lo que distingue lo que es la moral de lo que no lo es.

Resulta procedente hablar de dos períodos en la filosofía


wittgensteiniana. A cada uno de dichos períodos le correspondería una
diversa concepción de la ética. La primera época, la que excluye la ética
del lenguaje, será la que mayor influencia ejercerá por lo que,
paradógicamente, la eliminación wittgensteiniana del lenguaje moral
será la raíz de no poco lenguaje sobre la moral. De ética, efectivamente,
bien poco habló Wittgenstein I. Sólo algunas frases en el Tractatus y la
impartición de una breve conferencia sobre ética. Por distintas que sean
las dos épocas en cuestión hay, sin embargo, aspectos que son comunes.
Wittgenstein nunca estableció tesis alguna sobre la moral. Primero,
porque en Wittgenstein I la moral es indecible y en Wittgenstein II
porque sólo es discernible como un juego de lenguaje que hay que jugar.
Y, segundo, porque en ninguno de “los” Wittgenstein hay filosofía en el
sentido sustantivo de la palabra. Quiere Wittgenstein que las cosas se
muestren por sí mismas.

La ética estará presente en Wittgenstein II como juego de lenguaje


distinto a otros como podría ser, por ejemplo, el científico. La obra de
Wittgenstein fue un excelente punto de partida para el emotivismo.
Wittgenstein ofrecía al emotivismo una teoría del lenguaje que dejaba la
moral fuera del campo de los hechos. Y era ésta, justamente, una
doctrina pronta a ser recibida por el neopositivismo en general y por el
Círculo de Viena en particular. La moral, así, no sería ni verdadera ni
92
falsa al no estar en el terreno de los hechos. De esta manera, el
emotivismo tendrá en Wittgenstein el esquema central que forma parte
de su esquema conceptual. El emotivismo tiene en Wittgenstein un punto
de apoyo innegable.

¿Qué es el emotivismo? Emotivismo viene de emoción y a pesar de que


emoción, sentimiento o pasión son palabras con significados distintos no
es raro verlas usadas como sinónimos en la tradición. Para la teoría ética
conocida con el nombre de emotivismo, se trata de preguntarse qué
relación guardan las palabras con las acciones morales y responder, si se
es emotivista, que la relación es esencialmente emotiva. Y por tal se
entiende que no es una relación intelectual, es decir, cognoscitiva. R.
Carnap y B. Russell se encuentran entre los representantes más
destacados del emotivismo, aunque fueron A. Ayer y Ch. Stevenson los
que formularon con mayor claridad los presupuestos de esta corriente.

Ayer, en su célebre “Lenguaje, verdad y lógica”, expone con sencillez y


convicción su tesis emotivista. Su dilema se puede exponer así: los
juicios aparentes de valor si son significativos (cognoscitivos) son
proposiciones reales y si no son proposiciones científicas son
expresiones de sentimientos o emociones que, en cuanto tales, no son
susceptibles de verdad o falsedad. Desde esta perspectiva analiza Ayer
los términos éticos de los que constan los juicios éticos. El resultado,
para Ayer, consistirá en afirmar que no existen, en verdad, tales juicios o
proposiciones. En realidad, se trata de pseudojuicios y
pseudoproposiciones.

La teoría de Ayer es quizás la formulación más simple y cruda del


emotivismo, partiendo de la noción neopositivista de las proposiciones
significativas. Estas o son analíticas o son empíricas. Como las
evaluaciones morales no caerían en ninguno de los dos campos, serían
literalmente, carentes de significado cognoscitivo. Las llamadas
proposiciones éticas serían, por un lado, autoexpresivas y, por otro,
persuasivas en el sentido de influenciar la conducta de los demás.

Se cita a Ch. Stevenson como el punto culminante del emotivismo. Este


alcanzaría, con Stevenson, su cenit en cuanto a perfección y
93
sofisticación. En una primera aproximación habrá que decir que la
noción fundamental de Stevenson es que la valoración no se reduce a los
conocimientos. Que no hay, en suma, hilación lógica entre las emociones
o actitudes morales y las expresiones cognoscitivas. Esto era esencial al
emotivismo. Y esto lo defenderá pacientemente Stevenson. Asimismo, la
delimitación cuidadosa entre la ética y la metaética es terminante. Desde
su perspectiva, aunque las cuestiones de tipo normativo constituyen, sin
duda, la parte más importante de la ética y ocupan gran parte del
quehacer profesional de los legisladores, editorialistas, novelistas,
sacerdotes y filósofos morales, tales cuestiones deben quedar, para el
emotivismo, sin respuesta. Al igual que en Ayer, la neutralidad del
análisis ha de ser salvaguardada contra toda interferencia subjetiva.

El emotivismo es el esfuerzo metaético que busca explicar la acción


moral sin caer en los supuestos fallos del cognitivismo, tanto del que
afirma que los predicados morales son cualidades naturales como del que
afirma que son no naturales. R. Hare marcará con su prescriptivismo una
nueva época más allá del emotivismo. Con éste comparte la idea de que
hay que rechazar el descriptivismo como insuficiente para explicar el
comportamiento moral. Si quisiéramos dar, rápidamente, una visión de
las ideas de Hare tendríamos que decir lo siguiente: los juicios de valor
implican imperativos y son universales. Y, por otra parte, son racionales
en cuanto que hay principios que proveen una razón al juicio moral en
cuestión. Todo ello preservando la autonomía de la moral y evitando, así,
caer en la falacia señalada por Moore. La moral es autónoma, puesto que
no se derivan conclusiones morales desde premisas fácticas.

En 1952, R. Hare publicó su primer y decisivo libro “El Lenguaje de la


Moral”. Desde su aparición, este texto se convirtió en punto de
referencia en la filosofía moral. En ese trabajo aparecen los tres rasgos
que constituyen la base del sistema de Hare. Son estos supuestos
fundamentales los siguientes: Los juicios morales son una especie de un
género mayor y que no es otro sino el de los juicios prescriptivos. En
segundo lugar, la característica que diferenciará a los juicios morales del
resto de los juicios prescriptivos es que los morales son universalizables
de una singular manera. Y, finalmente, es posible el razonamiento o
argumentación moral dado que es posible la relación lógica en los juicios
prescriptivos.

La ética analítica constituye una tendencia formalista en la filosofía


moral del siglo XX que reduce el campo de lo ético al análisis lógico del
lenguaje moral. Examinando este último como una construcción
“neutral”, significativa por sí misma y fuera de la correlación con el lado
94
objetivo de la moralidad, la ética analítica desemboca en el punto de
vista del subjetivismo. Desde esta perspectiva, la moralidad realmente
existente cae fuera de los marcos de la competencia científica por no
someterse a la descripción rigurosa, a la generalización. Ella se relaciona
con la esfera de los gustos, de las inclinaciones y preferencias
personales. Para la ética analítica, las cuestiones propiamente morales
han sido declaradas asuntos del arbitrio individual de las personas.

En la ética analítica, el interés teórico fundamental se concentra en torno


a la correlación de los valores morales y los hechos. Pese a todas las
diferencias entre sus distintas tendencias y representantes, la ética
analítica postula de manera unánime la imposibilidad de reducir a hechos
los juicios morales. La esfera de “los hechos” y la esfera de “los valores”
están separadas entre sí de un modo absoluto, las transiciones aquí son
imposibles. Este planteamiento metodológico que considera al
conocimiento verdadero como carente de significación valorativa y a los
problemas morales como no susceptibles de ser objeto de análisis
científico, abre en la Ética el camino al relativismo, el escepticismo y el
nihilismo.

En el decursar de la ética analítica, el emotivismo se planteó la tarea de


hacer el análisis “científico” del lenguaje moral. Las conclusiones a que
llegaron sus partidarios resultaron profundamente negativas: los juicios
morales no se pueden verificar en el sentido científico de la palabra, para
ellos son inaplicables los conceptos de veracidad y falsedad. Los juicios
morales, por su propia naturaleza, se diferencian de los conceptos y
proposiciones de la ciencia. Sobre esta base, ellos fueron declarados
“pseudoconceptos” y “pseudoproposiciones”.

Los emotivistas, en su afán de aplicar el rasero del lenguaje científico al


campo de la moralidad, no repararon en que si la moral y la ciencia son
diferentes formas de asimilación del mundo, sus lenguajes tienen
peculiaridades distintas y son irreductibles entre sí. Mas, no hay
fundamento para sacar de esta diversidad conclusiones nihilistas en
relación con la moral y condenarla simplemente porque ella no es
ciencia. Para esta corriente de la ética analítica, los juicios morales
encierran en sí solamente una significación emotiva, expresan las
tendencias emocionales, los estados de ánimo y los sentimientos del
hablante. Están llamados a influir en el estado emocional del oyente, a
propiciar en él determinados sentimientos y a impulsarlo a la
consecución de los correspondientes actos.
Desde la perspectiva emotivista, el análisis del lenguaje conduce al
individualismo y el relativismo en la filosofía moral. La elección de tal o
95
cual valor se considera justificada y las decisiones morales serán
legítimas, si corresponden a determinado estado emocional. El complejo
problema de la transformación de la idea en convicción y acción queda
reducido a la sugestión personal.

La orientación relativista que caracterizó al intuicionismo y al


emotivismo fue perdiendo popularidad. Su inutilidad e incapacidad para
hacer el análisis de los procesos morales reales puso en evidencia la
esterilidad de esta tendencia. Las concepciones de la ética analítica
experimentaron determinada evolución, fue así que el lugar del
emotivismo pasó a ser ocupado por el prescriptivismo.

Los partidarios del prescriptivismo se plantearon la tarea de superar la


ruptura entre la moral real y la filosofía moral, así como crear una
metodología de análisis ético que pudiera asegurar el nexo con la vida.
Ellos tomaron como punto de partida el lenguaje cotidiano de la moral y,
a diferencia de los emotivistas, que habían reparado en él a través del
prisma del lenguaje de la ciencia, se propusieron sacar a la luz la
especificidad del mismo lenguaje moral.

La orientación hacia la revelación de la lógica propia del lenguaje moral


permitió hasta cierto punto aliviar el extremismo de los esquemas lógico-
formales del emotivismo. El prescriptivismo cambia el tono, el acento y
la formulación; pero el espíritu teórico general y las conclusiones finales
continuaron siendo los mismos de toda la ética analítica.

El prescriptivismo permite la posibilidad de fundamentar los juicios


morales. En este sentido, los razonamientos de sus partidarios se reducen
a los siguientes: en los marcos de determinado medio cultural existen
fundamentos tradicionales aceptados para las valoraciones y
prescripciones morales; las prescripciones particulares pueden deducirse
de principios más generales que son mutuamente admisibles; los
enunciados normativos-valorativos se pueden fundamentar por medio de
hechos, pero a condición de que estos mismos hechos hayan sido ya
interpretados con determinada significación valorativa.

En los razonamientos anteriores está incluido no sólo el contenido


básico, sino también el vicio fundamental del prescriptivismo. Sus
concepciones se quedan en el terreno de la metodología característica de
la ética analítica. Como realidad única y superior se reconoce el lenguaje
de la propia moral, y todos los problemas se reducen al esclarecimiento
de sus significados en la misma conciencia moral. Los enunciados
morales se reconocen como el único dato, como el mundo auténtico de la
96
moral. Sin embargo, la realidad social que sirve de fundamento a los
juicios y los conceptos morales se desconoce o se considera como un
pseudoproblema.

Si bien es verdad que desde las posiciones prescriptivistas se reconoce,


dentro de ciertos límites, la significación general de los juicios morales,
también resulta necesario puntualizar su inefectividad para explicar
científicamente el referente objetivo de los sujetos morales y la
pertinencia sociohistórica de los sistemas morales. El programa del
prescriptivismo, encaminado a superar el divorcio entre la ética analítica
y la moral real, no fue cumplido.

6. LA ÉTICA DE LA JUSTICIA DE JOHN RAWLS

La aparición del libro Una teoría de la justicia en 1971, causó un


impacto extraordinario en el panorama editorial de teoría moral y
política. Ya desde su aparición fue aclamado como la mayor aportación a
la tradición anglosajona de filosofía moral y política desde J. S. Mill. El
autor de este libro, John Rawls, con sede académica en la universidad de
Harvard, culmina así un largo esfuerzo, esparcido en numerosos
artículos anteriores, por buscarle una salida a la filosofía moral
utilitarista. Salida que sólo encontraría su consumación tras una ruptura
frontal con la misma: mediante la revitalización y reinterpretación de la
teoría clásica del Contrato Social.

El punto de partida básico desde el que Rawls comienza a elaborar su


teoría, consiste en establecer la “prioridad absoluta” de la justicia como
primera virtud de las instituciones sociales. En el fondo de esta
afirmación yace otra de las ideas básicas de su teoría: la visión de la
sociedad como sistema de cooperación dirigido a la satisfacción óptima
de los intereses de todos y cada uno de sus miembros.

Rawls siempre ha preferido seguir trabajando con el mismo ritmo


pausado y paciente que le condujera a la sistematización de su teoría de
la justicia. Puede afirmarse que todos los trabajos de Ralws posteriores a
Una teoría de la justicia permiten, a modo de plantilla hermenéutica, una
“nueva” lectura de tan complejo libro capaz de extraer del mismo
consecuencias o desarrollos que allí apenas se dejaban entrever, no eran
llevados hasta sus últimos efectos o parecían incongruentes con
argumentaciones anteriores.
El mérito esencial de la obra de Rawls radica en haber sabido establecer
y desarrollar con claridad meridiana lo que sin duda constituye el
97
problema básico de la filosofía moral y política en los momentos
actuales. Este no es otro que el relativo a la fundamentación racional de
las bases de la convivencia social y política. O, si se quiere el tan
traído y llevado problema de la legitimación del orden político.

El problema a que aquí estamos haciendo referencia gira alrededor de la


clásica cuestión de la filosofía moral y política: ¿cuáles son los límites y
las condiciones de posibilidad de la justificación racional de las teorías
políticas y de los presupuestos normativos sobre los que se asientan?
Para responder a esta pregunta, Rawls recurre a la teoría del Contrato
Social. Con ello no hace sino revivir y abundar en lo que constituye el
mismo origen del problema que acabamos de formular. Fue Hobbes,
efectivamente, quien por primera vez suscitó el problema de
legitimación y la fundamentación racional del poder de un modo
moderno.

La legitimación del poder y de las normas entra así, por definición, en el


enunciado de toda teoría contractual, y desde Hobbes ofrece un buen
conjunto de formulaciones distintas. Permanece, eso sí, el problema de
ver hasta qué punto tales formulaciones son, como diría Rawls,
“racionalmente aceptables y racionalmente aceptadas”. Ahí reside
precisamente la originalidad de este autor: en haber intentado buscar un
mecanismo de justificación de los principios básicos que regulan las
instituciones sociales recurriendo a un esquema de argumentación
“clásico y bien conocido”. Rawls se enmarca dentro de una determinada
tradición que descansa sobre determinados presupuestos a los que él
trata de dotar de una nueva fuerza argumentativa.

Según Rawls, dado que se trata de ordenar la vida en sociedad, hemos


de llegar a una concepción pública de la justicia, esto es, a una
concepción que pueda ser reconocida como mutuamente aceptable por
todos sus miembros, cualesquiera que sean sus posiciones sociales o
intereses particulares. El problema fundamental de una teoría de la
justicia reside así en la necesidad de “buscar los principios más
adecuados para realizar la libertad y la igualdad, una vez que la
sociedad es concebida como un sistema de cooperación entre personas
libres e iguales”.1

En algunos de sus trabajos de los años ochenta, Rawls se encarga de


subrayar que se trata de una teoría de justicia política, no metafísica; es
decir, la pretensión de la teoría es práctica y no metafísica o
epistemológica. No se busca aplicar al orden político ninguna teoría
1
Rawls, J. Teoría de la Justicia. Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 235.
98
moral “general y comprehensiva”, sino una teoría moral que sea
congruente con “una comprensión más profunda de nosotros mismos y
de nuestras aspiraciones” y nos permita determinar que “dadas nuestra
historia y las tradiciones arraigadas en nuestra vida pública, es la
doctrina más razonable para nosotros”.2 No en vano se trata de una
teoría diseñada para un tipo de objeto específico: la estructura básica de
la sociedad, las instituciones sociales, políticas y económicas de una
democracia constitucional moderna.3

Desde luego que no es John Rawls el primero ni el único que elabora


una teoría en torno a la justicia. Mucho tiempo antes que él ya los
jurisconsultos romanos habían definido el principio general de la
justicia como “Dar a cada uno lo suyo”. Se actúa justamente cuando se
da a cada uno lo suyo, e injustamente en caso contrario. Las distintas
teorías de la justicia coinciden en cuanto a esa fórmula abstracta, pero
tal criterio convencional no da respuesta concreta a qué es realmente lo
que se debe dar. Las teorías de la justicia tratan de especificar lo que le
corresponde a cada cual; es decir, intentan impartir especificidad y
contenido al principio formal, agregando concreciones a ese referente
abstracto.

A lo largo de la historia de Occidente ha habido tres concepciones


principales, distintas y contrapuestas, que han interpretado la justicia de
manera respectiva como propiedad natural, libertad individual e
igualdad social. Procedamos a caracterizarlas del modo más esencial
posible.

La concepción naturalista de la justicia la entiende como


proporcionalidad natural. Según ella, la justicia es una propiedad natural
de las cosas que el hombre no tiene más que conocer y respetar. En
tanto que naturales, las cosas son justas, y cualquier tipo de desajuste
constituye una desnaturalización. Iniciada esta concepción naturalista
de la justicia por los pensadores griegos hacia el siglo VI a.n.e., no
conoció rival hasta bien entrado el siglo XVII.

La concepción libertaria de la justicia es fruto de la modernidad. Esta


concepción introdujo novedades fundamentales en el tema de la justicia
al insistir cada vez más en la importancia de la libertad como base de
todos los deberes al respecto. De este modo, la justicia concebida como
mero ajuste natural, pasó a convertirse en una estricta decisión moral. El

2
“El constructivismo kantiano en la Teoría Moral”. Revista de Filosofía, 77 (1980), p. 519
3
“La estructura básica como sujeto”. Revista trimestral de filosofía americana, XIV, (1977).
99
hombre está por encima de la naturaleza y es la única fuente de
derechos.

Si para la concepción libertaria, la justicia es esencialmente la


protección de la autonomía personal, para la concepción igualitaria la
justicia es esencialmente igualdad. Se hace justicia cuando se asignan
recursos a las personas que más lo necesitan, con el fin de acabar las
disparidades y de lograr la máxima igualdad posible. Mientras que las
teorías libertarias se basan en las visiones individualistas de la vida, los
igualitaristas tienden a compartir una visión más solidaria, que pide a
las personas algo más que reconocer la dimensión de sorteo que tiene la
vida al distribuir los beneficios y los cargos en forma desigual. La tarea
de la justicia se centra en trabajar para vencer las desigualdades
naturales y sociales mediante políticas altruistas racionales
.
John Rawls hereda todo ese acervo conceptual aportado por las
diferentes teorías de la justicia y propone una construcción teórica
diseñada para un tipo de objeto específico: la estructura básica de la
sociedad, las instituciones sociales, políticas y económicas de una
democracia constitucional moderna. El mérito esencial de la obra de
Rawls radica en haber fijado su atención en lo que sin duda constituye
el problema básico de la filosofía moral y política en los momentos
actuales. Este no es otro que el relativo a la fundamentación racional de
las bases de una convivencia social y política basada en la justicia.

Rawls elabora una teoría que pretende fundamentar los principios de


justicia de toda sociedad “bien ordenada”, es decir de toda sociedad que
quiera actuar justamente. Para ello reconstruye la clásica teoría del
contrato social postulando, como hicieran en su tiempo Hobbes, Locke
o Rousseau, un supuesto y previo estado de naturaleza.

En el referido estado o “situación originaria” los futuros ciudadanos se


hallan cubiertos por un “velo de ignorancia” que les impide saber cuál
será su suerte o su condición en la sociedad en que van a vivir. Tal
situación de ignorancia es la garantía que les permitirá escoger
imparcialmente los principios que deberán servir de guía a la sociedad
justa.

La argumentación de Rawls, dirigida a demostrar porqué a partir de


esos supuestos, acabaríamos aceptando sus principios de la justicia,
sigue dos pasos, o, si se quiere, dos estrategias metodológicas distintas.
Una busca afianzar la idea de que tales principios serían “elegidos”
unánimemente desde una situación heurística o posición original sujeta
100
a determinados condicionamientos formales. Y la otra está destinada a
justificar, a su vez, los condicionamientos y demás circunstancias
procedimentales que se dan en la posición original y conducen casi
inexorablemente a la elección de tales principios.

La posición original es una mera situación hipotética o construcción


heurística, muy en la línea del “estado de naturaleza” del
contractualismo clásico. Este esquema conceptual de la posición
original se puede simplificar de la siguiente manera: las partes aparecen
motivadas para promover su concepción del bien, pero sometidas a una
serie de condicionantes formales que les fuerzan a mantenerse en el
umbral de la imparcialidad. Se les presenta entonces una serie de
alternativas entre distintas concepciones de la justicia, y de entre estas
han de seleccionar unánimemente una de ellas.

Vamos a obviar aquí ahora todo el elenco de restricciones que operan en


esta situación electiva, para fijarnos en el elemento que quizás sea más
decisivo y polémico, aquel que limita el "conocimiento” y la
información de las partes. Nos referimos al velo de la ignorancia, que
hace posible la unánime elección de una determinada concepción de la
justicia, al dejar fuera de su consideración evaluativa todos los aspectos
particulares que afectan a las partes: el lugar social que ocupan, sus
habilidades y dotes naturales, su concepción del bien y las
particularidades de sus planes de vida, los distintos aspectos de su
psicología,etc.

De lo que se trata fundamentalmente es de que toda persona, por el


hecho de ubicarse detrás de las restricciones de la posición original,
pueda hacer suyos los principios elegidos en la misma, manifestando así
su autonomía plena dentro de una sociedad bien ordenada. La razón de
ser del “velo de la ignorancia” no estriba sólo en representar a las partes
como seres “noumenales” reducidos a su naturaleza de puros seres
racionales libres e iguales, sino en poner de manifiesto también el
carácter práctico y el papel social que debe cumplir toda concepción de
la justicia social: constituir un punto de vista compartido por todos los
ciudadanos de una determinada sociedad a pesar de las distintas
convicciones morales, filosóficas o religiosas y las diversas
concepciones del bien que puedan sostener en cada momento.

Ante las limitaciones que se imponen sobre el conocimiento, es difícil


imaginar cómo puede operar el elemento motivacional. ¿Cómo son capaces
101
de decidir realmente qué concepción de la justicia les es más ventajosa? No
hay que olvidar que dentro de esas restricciones cada cual intenta avanzar su
propio interés. Para hacer frente a esta dificultad, Rawls diseña su teoría de
los bienes primarios, que son todos aquellos bienes que cabe presumir que
son deseados más por exceso que por defecto, y ello como consecuencia de
su instrumentalidad para satisfacer la consecución de las distintas metas o
proyectos básicos, los “planes de vida”, que dotan de sentido a la existencia
en sociedad y dentro de los cuales se encauza la armoniosa satisfacción de
los intereses de las personas. Estos bienes primarios serían los derechos y
libertades, las oportunidades y poderes, los ingresos y las riquezas, así como
el autorrespeto o la autoestima.

Al decir de Rawls, los participantes en la posición original se encuentran en un


típico supuesto de decisión bajo incertidumbre que favorece la maximización del
mínimo; o si se quiere, la minimización del perjuicio derivado de encontrarse en
la situación más desfavorable.

Esto se traduce en la preferencia por una distribución de los bienes primarios


que, de hecho, tome como punto de referencia el interés de los menos
aventajados (ante el temor por parte de los “contratantes” de acabar
encontrándose dentro de este grupo). Otro tema son ya los ingresos y la
riqueza u otros bienes socioeconómicos, respecto a los cuales se acepta una
regla de distribución desigualitaria sólo si ello va en beneficio de los menos
aventajados. Se presume que el estímulo de mayores ingresos y riquezas no
sólo incrementaría la producción sin perjudicar a nadie, sino que saldrían
todos beneficiados. De no ser así tal admisión carecería de sentido.
El resultado se concretaría, pues, en los siguientes principios:
Primer principio: toda persona debe tener igual derecho al más extenso
sistema total de libertades básicas iguales, compatible con un sistema similar
de libertad para todos.
Segundo principio: las desigualdades sociales y económicas deben estar
ordenadas de tal forma que ambas estén:
a) dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado.
b) vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos bajo las condiciones
de una equitativa igualdad de oportunidades.

A estos principios van unidas algunas reglas de prioridad, que casi


constituyen un tercer principio. Se manifiestan en la prioridad del primer
principio sobre el segundo, y de la segunda parte del segundo principio, la
igualdad de oportunidades, sobre la primera parte del mismo. Este orden
significa que ningún principio puede intervenir a menos que los colocados
previamente hayan sido satisfechos o vayan a ser aplicables. Es decir, que
102
hasta que no se consiga el nivel adecuado en uno de los principios, el
siguiente no entra en juego. Con ello la jerarquización entre distintos bienes
primarios se hace evidente.

Como puede apreciarse, de hecho, los principios son tres: 1) libertad igual
para todos; 2) igualdad de oportunidades; 3) el llamado “principio de la
diferencia”, que ordena distribuir los bienes básicos desigualmente, de forma
que los individuos menos aventajados acaben siendo los más favorecidos por
el reparto. Dichos principios que configuran una concepción pública de la
justicia, necesariamente acordada por los individuos reunidos en la situación
originaria, deberán regir la actuación de las instituciones democráticas –
legislativa, ejecutiva y judicial-. Son los mínimos que hay que aceptar como
criterios de redistribución de los bienes básicos, a fin de que, a partir de esa
base, los individuos puedan escoger la forma de vida que más les agrade.
Queda por abordar el espinoso y debatido problema del tipo de sociedad y
sistema político capaz de honrar estos principios. Rawls es tremendamente
ambiguo al respecto y da pie a todo tipo de posibilidades y combinaciones
entre los regímenes políticos existentes. En esencia, lo que Rawls viene a
decir es, pura y simplemente, que cualquier sistema político que acepte las
libertades contenidas en el primer principio y aplique una política
socioeconómica dirigida a propiciar la igualdad de oportunidades y la
preservación de un mínimo vital para todos los sectores sociales, podría
encajar en sus criterios de la justicia.

Una vez elegidos los principios, estamos en condiciones de abordar la


segunda estrategia metodológica. De lo que se trata es de buscar argumentos
convincentes que nos permitan aceptar como válidos, tanto el procedimiento
como los principios derivados de él. A estos efectos, Rawls introduce un
elemento justificador que consiste en lo siguiente: toda persona tiene una
idea intuitiva sobre la justicia que, confrontada y añadida a la de los demás,
nos permite definirnos sobre ella. De la abstracción de estas ideas y
representaciones de lo que común y cotidianamente entendemos por justicia
deducimos algunos principios vagos y generales que podemos contrastar con
los principios elegidos en la posición original, así como con los principales
elementos que la configuran. Esta confrontación se entiende como un
proceso de ajuste y reajuste continuo hasta que se logra una perfecta
concordancia o conformidad entre todos ellos. En esto estriba el equilibrio
reflexivo.

Con este mecanismo, Rawls no pretende, sin embargo, que estemos todos de
acuerdo con todas y cada una de sus premisas, sino, simplemente, que
seamos capaces de “razonar conjuntamente” sobre determinados problemas
103
morales dentro de un determinado procedimiento donde han de ponerse a
prueba los juicios éticos que intuitivamente consideramos como más
razonables, ya sea porque los hemos heredado de una determinada tradición
histórica, o porque son los más congruentes con un orden moral concreto del
que todos participamos por una común educación, o por otro motivo. Lo que
Rawls hace es proponer un modelo en el que se avanza ya un esquema que
compartimos todos nosotros a la hora de razonar sobre la moral, o que, al
menos podemos ser persuadidos de compartir tras una reflexión crítica.

Rawls cree que su teoría de la justicia tiene la doble virtud de respetar las
opciones individuales de felicidad –algo que no debe ser regulado- y poner,
al mismo tiempo, las condiciones necesarias para que estas opciones sean
reales y no abstractas o formales. Piensa que las concepciones de la felicidad
deben depender de preferencias individuales y no puede imponerlas ningún
poder político, mientras que la concepción de la justicia debe ser la misma
para todos, pues sin ella los bienes preferidos podrían ser inalcanzables para
muchos, dada la desigualdad existente de hecho.

En los Estados Unidos de Norteamérica, los seguidores de un liberalismo


como el que se deriva de la teoría de Rawls no son multitud. De ahí que la
reacción contra sus ideas no se hiciera esperar. Vino de la misma
Universidad de Harvard, la universidad donde también enseña Rawls, y de la
mano de Robert Nozick, quien diseña la estructura moral del neoliberalismo.
En los años transcurridos desde la aparición de “Una teoría de la justicia”,
Rawls ha recibido críticas desde las más diversas tendencias de pensamiento.
Sin embargo, su propuesta sobre la justicia ha tenido el mérito de haber
animado hasta extremos insospechados la filosofía moral y política de
nuestro tiempo, al punto que cabría hablar en la historia de las concepciones
sobre la justicia de un antes y después de John Rawls.

7. LA ÉTICA DISCURSIVA

Esta ética, surgida a comienzos de los años setenta del pasado siglo en
Alemania, bajo el liderazgo intelectual de K. O. Apel y J. Habermas, se
propone encarnar los valores de libertad, solidaridad y justicia a través del
diálogo, como único procedimiento capaz de respetar la individualidad de las
personas y, a su insoslayable dimensión solidaria. Este diálogo nos permitirá
poner a prueba las normas vigentes en una sociedad y distinguir cuáles son
moralmente válidas, porque realmente humanizan las relaciones
interpersonales.
104
Apel y Habermas han designado a esta ética con diversos nombres: ética
dialógica”, “ética comunicativa”, “ética de la responsabilidad solidaria”,
“ética discursiva”. El primero de ellos pretende expresar el hecho de que esta
ética conceda a un principio dialógico el puesto de principio moral, mientras
que con la denominación “ética comunicativa” se refleja el intento de
formular de nuevo la teoría moral kantiana sobre la fundamentación de
normas, utilizando para ello elementos de la teoría de la comunicación. Con
la expresión “ética de la responsabilidad solidaria” se sitúa esta ética en las
filas de la weberiana ética de la responsabilidad que descubre en esa forma
de comportamiento la actitud racional propia del logos humano.

Sin embargo, aun siendo esos nombres adecuados para la ética que nos
ocupa, se ha impuesto en los últimos tiempos el de “ética discursiva”. Con él,
se hace referencia a una fundamentación de la ética que recurre a una razón
práctica en términos de una racionalidad consensual-comunicativa,
presupuesta en el uso del lenguaje –y por tanto del pensamiento- y que accede
a la reflexión a través de la racionalidad discursiva. En definitiva, el principio
de esta ética se mostrará en la estructura del discurso racional, que prolonga
reflexivamente el acto del habla.

Autonomía, igualdad y solidaridad son claves de la ética discursiva, que


tiene sus orígenes en Kant, pero asume la idea de reconocimiento recíproco de
otros pensadores (Hegel, por ejemplo). Por eso, la idea kantiana de persona,
como individuo autolegislador que comprueba monológicamente la capacidad
universalizadora de sus máximas, se transforma en la ética discursiva, en la
idea de un ser dotado de competencia comunicativa, a quien nadie puede
privar racionalmente de su derecho a defender sus pretensiones racionales
mediante el diálogo.

La ética discursiva constituye una construcción filosófica que se basa en


principios éticos universales y adopta una perspectiva procedimental. Desde
ella es posible reconstruir un concepto de razón práctica que, al decir de sus
partidarios, permite afrontar solidaria y universalmente las consecuencias
planetarias que hoy tiene el desarrollo científico-técnico, pero también
asegurar la intersubjetividad humana y hacer efectivamente posible el respeto
a la diversidad.

Asimismo, la ética discursiva prolonga un proyecto ilustrado propio de


la Modernidad Crítica, que no se resigna a admitir el giro instrumentalista
dado fácticamente por la razón ilustrada, sino que se pronuncia a favor de la
razón moral como clave para construir la historia. A tal proyecto pertenecen
ideales de libertad, igualdad y fraternidad, que van a expresarse de la manera
siguiente: La libertad se revelará como autonomía por parte de cuantos elevan
105
pretensiones de validez a través de los actos de habla y están legitimados para
defenderlas argumentativamente; la igualdad se fundará en el hecho de que no
haya justificación trascendental alguna para establecer desigualdades entre los
afectados por las decisiones de un discurso a la hora de contar efectivamente
con ellos; y la fraternidad se entenderá como potenciación de las redes
sociales, sin las que es imposible proteger a los individuos, porque, como
recuerda Habermas, “somos lo que somos gracias a nuestra relación con
otros”.

Prolongar el proyecto ilustrado en la línea descrita supone reconstruir


nociones como las de racionalidad, universalidad, unidad e incondicionalidad,
y la ética discursiva asume esta tarea, aunque no ya desde la filosofía del ser o
de la conciencia, sino desde la pragmática del lenguaje. Desde tales ideas, así
concebidas, no sólo es capaz de rechazar con fundamento cualquier acusación
de dogmatismo, sino también de convertirse en uno de los pocos antídotos
que hoy existen contra el dogmatismo. “Dogmático” es cualquier enunciado o
mandato que se inmuniza frente a la crítica racional, y por ello el ejercicio de
la crítica exige un criterio. Y es desde una racionalidad práctica –no
estratégica- desde la unidad de tal razón, implícita en el mundo de la vida,
desde la incondicionalidad del principio ético en ella entrañado, desde donde
la ética discursiva podrá oponerse a todo dogmatismo, ofreciendo un criterio
de validez que permita superar la mera vigencia fáctica. Por otra parte, el
recurso a la dimensión pragmática del lenguaje posibilita evitar las
unilateralidades abstractas que surgen por olvidar tal dimensión.

Según los propugnadores de la ética discursiva, frente al cientificismo,


que reserva la racionalidad para el saber científico-técnico, amplía esta ética la
capacidad de argumentar el ámbito ético; frente al solipsismo metódico,
propio de la filosofía de la conciencia de Descartes a Husserl, que entiende la
formación del juicio y la voluntad abstractamente como producto de la
conciencia individual, descubre la reflexión pragmática el carácter dialógico
de la formación de la conciencia; frente al liberalismo contractualista –
expresión política del solipsismo metódico-, que entiende la justicia desde un
pacto de individuos egoístas, defensores de sus derechos subjetivos, y se
muestra incapaz de reconstruir las nociones de racionalidad práctica y
solidaridad, revela el “socialismo pragmático” que el télos del lenguaje es el
consenso y no el pacto; frente al racionalismo crítico, que desemboca en el
decisionismo al negar toda posibilidad de fundamentar el conocimiento y la
decisión, por tener una idea abstracta de fundamentación, muestra la
pragmática formal que el método propio de la filosofía es la reflexión
trascendental; frente al pensar postmoderno, que disuelve la unidad de la razón
en las diferencias, abriendo la puerta al poder de cualquier fuerza que no sea la
del mejor argumento, proporciona la ética comunicativa una noción de
106
racionalidad que exige la pluralidad de formas de vida y desautoriza por
irracional la violencia no argumentativa.

Entre las tareas que le corresponden a la ética discursiva se encuentra la


de dirigir indirectamente la acción mediante la aplicación del principio moral.
Una ética de la responsabilidad, que pretenda superar el utopismo de las éticas
de la intención, debe diseñar los principios mediadores, a cuya luz han de
transformarse las condiciones sociales para que el cumplimiento del principio
moral sea responsablemente exigible. De esta manera, la razón moral
presupone una teleología, que es menester realizar solidariamente en la
historia.

En consecuencia con lo apuntado anteriormente, Apel insiste en la


necesidad de dividir su ética en dos parte: la parte A tiene por objeto
fundamentar racionalmente el principio ético, mientras que la parte B se
ocupa en bosquejar el marco formal necesario para aplicar a la acción tal
principio. Si la clave de la parte A es la fundamentación racional, la de la parte
B es la responsabilidad al exigir su cumplimiento. Si la parte A nos revela el
télos del lenguaje, la parte B nos exige mediar la razón moral con la
estratégica al hilo de una teleología moral. Por eso la ética discursiva ordena
su tarea en dos partes: una dedicada a la fundamentación (al descubrimiento
del principio ético) y otra, a la aplicación del mismo a la vida cotidiana.

En su parte A, fundamentación del principio ético, la ética discursiva se


esfuerza en descubrir los presupuestos que hacen racional la argumentación
sobre normas, de manera que el diálogo tenga sentido, como una búsqueda
cooperativa de la justicia y la corrección. En esa búsqueda, esta ética llega a
conclusiones en las que postula que cualquiera que pretenda argumentar en
serio sobre normas tiene que presuponer:

1) Que todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores válidos –es
decir, personas- y que, por tanto, cuando se dialoga sobre normas que les
afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y defendidos, de ser posible,
por ellos mismos. Excluir del diálogo a cualquier afectado por la norma
desvirtúa el presunto diálogo y lo convierte en una farsa.
2) Que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta,
sino sólo el que se atenga a unas reglas determinadas, que permitan celebrarlo
en condiciones de simetría entre los interlocutores. A este diálogo llamamos
"discurso” .

Las reglas del discurso son fundamentalmente las siguientes:


- “Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el
discurso”.
107
- “Cualquiera puede problematizar cualquier afirmación”.
- “Cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades”.
- “No puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos,
establecidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o externa al
discurso”. (1)
3) Ahora bien, para comprobar, tras el discurso, si la norma es correcta, habrá
de atenerse a dos principios:
- El principio de la universalización, que es una reformulación dialógica del
imperativo kantiano de la universalidad, y dice así:
“Una norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan aceptar
libremente las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían,
previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de los
intereses de cada uno”.
- El principio de la ética del discurso, según el cual:
“Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían
encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en
un discurso práctico”. (2)
Por lo tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella
están de acuerdo en darle su consentimiento, porque satisface, no los intereses
de un grupo o de un individuo, sino intereses universalizables. Con lo cual, el
acuerdo o consenso al que lleguemos diferiría totalmente de los pactos
estratégicos, de las negociaciones. Porque en una negociación los
interlocutores se instrumentalizan recíprocamente para alcanzar cada uno de
sus metas individuales, mientras que en un diálogo se aprecian recíprocamente
como interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar a un acuerdo que
satisfaga intereses universalizables. La meta de la negociación es el pacto de
intereses particulares; la meta del diálogo, la satisfacción de intereses
universalizables, y por eso la racionalidad de los pactos es instrumental,
mientras que la racionalidad presente en los diálogos es comunicativa.
La parte B de la ética discursiva se concreta como ética aplicada. A fin de
entender la especificidad de esa aplicación, tengamos presente que el discurso
referido con anterioridad tiene un carácter ideal, bastante distinto de los
diálogos reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción. En
ellos, los participantes no buscan satisfacer intereses universalizables, sino
individuales y grupales. Sin embargo, cualquiera que argumenta en serio sobre
la corrección de normas morales presupone que ese discurso ideal es posible y
necesario, y por eso la situación ideal de habla a la que nos hemos referido es
una idea regulativa, es decir, una meta para nuestros diálogos reales y un
(1) J.Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa. Pp.112 y 113).
(2) Idem. Pp. 116 y 117.

criterio para criticarlos cuando no se ajustan al ideal.


108
Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la idea de
que todas las personas son interlocutores válidos, que han de ser tenidas en
cuenta en las decisiones que les afectan, de modo que puedan participar en
ellas tras un diálogo celebrado en las condiciones más próximas posible a la
simetría, y que serán decisiones moralmente correctas, no las que se tomen por
mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados están
dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses
universalizables. Una aplicación semejante da lugar a las llamadas éticas
aplicadas que hoy en día cubren diversidad de ámbitos referidos a la
economía, la política, la ciencia, la tecnología, la ecología, la ingeniería
genética, la información y las profesiones.

La ética discursiva se presenta como deontológica, en la medida en que se


ocupa de la vertiente normativa del fenómeno moral y prescinde de las
cuestiones referentes a la felicidad y la vida buena. Los enunciados
normativos constituyen su objeto –no los evaluativos- porque componen la
dimensión universalizable del fenómeno moral: proyectar ideales de vida
buena es cosa de los individuos y los grupos –de la eticidad concreta-, porque
las formas de vida son inconmensurables, pero precisamente la defensa de un
pluralismo semejante exige eludir el relativismo, el contextualismo o el
irracionalismo ético, fundamentando racionalmente principios universales de
la justicia; un mínimo normativo universal es necesario para posibilitar el
pluralismo de las formas de vida. Sin embargo, el deontologismo de la ética
discursiva no la alinea en las filas de la kantiana ética de la intención, ajena a
las consecuencias, porque en el mismo principio de esta ética aparece
entrañado el consecuencialismo.

El presupuesto de una teleología moral que debe realizarse en la historia


permite a la ética discursiva repasar las pretensiones de una ética que se limita
a ofrecer un procedimiento para la legitimación de normas y le capacita para
construir una filosofía moral, apta para hablar de valores, de móviles y de
actitudes. La ética discursiva será deontológica por teleológica y desde esta
perspectiva se difuminarán los límites entre éticas deontológicas y
teleológicas, sustancialistas y procedimentalistas, de normas y de virtudes.

La ética discursiva es una ética universalista, pero en ella el principio de


universalización –de igual modo que en Kant- no es el principio moral, sino
una regla de la argumentación, mediante la que comprobamos que el principio
ético se aplica correctamente. Sin embargo, frente a la formulación kantiana
del imperativo de la universalización, el principio de esta ética llevará
incorporado el consecuencialismo en su mismo seno, al postular que cada
norma válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y
efectos secundarios que se seguirían de su acatamiento universal para la
109
satisfacción de los intereses de cada uno puedan resultar aceptados por todos
los afectados.

Nos encontramos, pues, con una reformulación del imperativo kantiano de la


universalización, en la que se expresa una razón dialógica, y cuya prueba de
fuego no es la contradicción con el pensamiento, sino con el querer las
consecuencias que se seguirían en el caso de que la norma entrara en vigor. La
voluntad racional, lo que “todos podrían querer”, sigue siendo el criterio para
legitimizar normas morales, pero desde el diálogo real y el cálculo de las
consecuencias. Semejante norma nos dirá quienes son todos los incluidos en el
concepto de voluntad racional que no serán todos los seres racionales y no
serán todos los participantes de facto en el diálogo, sino todos los afectados
por la entrada en vigor de la norma.

La ética discursiva se autoinserta en la taxonomía ética como cognitivista,


deontológica, formal y universalista. Desde las posiciones de esta ética, el
cognitivismo enraizará como argumentación racional acerca de la corrección
de las normas prácticas, el deontologismo estará preñado de teleologismo, el
formalismo dará lugar a una ética de actitudes y el universalismo no
pretenderá en modo alguno homogeneidad. La ética discursiva sabe que no es
lo suyo prescribir formas concretas de vida, ideales de felicidad, modelos de
virtud, sino proporcionar aquellos procedimientos que nos permiten legitimar
normas y, por tanto, prescribirlas con una validez universal.

La ética discursiva, adentrándose en los vericuetos de la lógica del discurso


práctico, descubre reglas necesarias de reconocimiento recíproco entre los
interlocutores, e incluso la configuración contrafácticamente presupuesta, de
una situación ideal de habla, que diseña las condiciones ideales de la
racionalidad. Asimismo, el principio de la ética discursiva hace depender la
validez de toda norma del consenso racional entre los afectados por ella, un
consenso en que se muestra la coincidencia entre los intereses individuales y
los universales.

8. LA ÉTICA COMUNITARIA

A partir de la década de los ochenta del pasado siglo, se extiende el uso del
término “comunitarismo” entre los estudiosos de la Ética, especialmente en
el ámbito anglosajón. Algunos filósofos de la moral y de la política como A.
MacIntyre, Ch. Taylor, M. Sandel y M. Walzer son a menudo calificados
como comunitaristas, sin que ellos mismos hayan aceptado explícitamente
110
una calificación semejante. Son autores muy distintos en muchos aspectos,
pero todos coinciden en una idea básica: la filosofía moral y política de
nuestro tiempo debe romper con el esquema universalista de la ilustración.
Nuestras raíces morales son más diversas de lo que prejuzgan los valores
racionalistas ilustrados –libertad, igualdad y fraternidad- o el cómputo de
derechos humanos. Esos principios abstractos y universales, por otra parte,
no consiguen movernos a actuar, cuando la acción es el objetivo último de la
moral. Conviene pues, cambiar de modelo y pensar o reconstruir “nuestra”
Moral, descubrir sus raíces concretas y los vínculos que realmente nos unen
con los otros.

Entre los muchos y variados comunitaristas se puede encontrar cierto “aire


de familia”, en cuanto a que ellos han elaborado críticas al individualismo
contemporáneo y han insistido en el valor de los vínculos comunitarios como
fuente de la identidad personal. Estamos, por consiguiente, ante una
denominación genérica que abarca en su seno a autores muy heterogéneos,
tanto en lo que se refiere a las fuentes de inspiración- en unos casos es
Aristóteles, en otros es Hegel-como en lo referente a las propuestas políticas
de transformación de la sociedad, unos son conservadores, otros reformistas
y otros radicales. En principio, el comunitarismo ético contemporáneo
constituye una réplica al liberalismo, o al menos a ciertas variantes del
mismo que producen efectos considerados como indeseables:
individualismo, desarraigo afectivo, devaluación de los lazos interpersonales
y pérdida de la identidad cultural.

En el libro Tras la virtud, MacIntyre no se anda con rodeos: El proyecto


ilustrado ha sido un fracaso porque dependía de un supuesto falso, el
supuesto de que teníamos una concepción definida y clara de la persona. No
era así. A diferencia de los griegos que entendieron al hombre libre como
ciudadano, o de los filósofos cristianos que lo concebían como criatura
divina, los modernos partieron de un individualismo en el que el único
atributo de la persona era su libertad para poseer y escoger su propia vida.
Desde tal perspectiva es difícil construir una noción común de justicia
convincente, satisfactoria y racional. MacIntyre entiende que hace falta algo
más que el supuesto y enigmático “Estado de naturaleza” para justificar las
obligaciones morales. Ese algo más puede proporcionarlo una religión, una
ideología, algo que provoque la adhesión y la agregación de las voluntades
humanas. Los derechos fundamentales, porque pretender valer para toda la
humanidad, no cumplen desgraciadamente esa función.

De un modo similar discurre Sandel, en una crítica profunda a las


concepciones de Rawls, en su libro Liberalism and the Limits of Justice.
También aquí lo que centra las críticas es la idea de persona. Aunque Rawls
111
dice partir de una concepción de la persona en la que confluyen el
individualismo y el altruismo, en realidad –le objeta Sandel su punto de
partida es “liberal e individualista”: el desinterés mutuo y la ausencia de
sentimientos comunitarios como la benevolencia y el altruismo es lo que
caracteriza a las personas que deben decidir sobre los criterios de la
justicia. Es esa concepción individualista y liberal la que lleva a pensar en
la justicia distributiva como la virtud fundamental de la sociedad. Tampoco
la concepción de Nozick es acertada. Si Rawls parte de un sujeto
desposeído, sin otros bienes que aquellos que por justicia le corresponde,
Nozick, por su parte, es víctima de una concepción del sujeto, en la que
éste y sus méritos son una misma cosa. ¿No sería más sencillo –concluye
Sandel- si en lugar de contemplarnos como sujetos individuales, lo
hiciéramos como participantes de una identidad: familia, clase, nación,
religión? Sabemos qué significa defender intereses sociales concretos. No
sabemos, en cambio, qué es servir al interés social en general.

En suma, el individuo que actúa con vistas a unos fines, no puede ser visto
independientemente de la comunidad a la que pertenece. Para saber qué
fines tengo o debo tener, debo saber antes quién soy, de dónde vengo,
cómo han ido calando en mí las valoraciones que constituyen mi cultura
moral. Los comunitaristas no aceptan que el problema moral se solvente
definiendo lo justo, pues no hay forma de descubrir qué es justo sin saber
de antemano, o al mismo tiempo, qué es bueno para nosotros. El
liberalismo proyecta un supuesto Estado de naturaleza para deducir de él
los contenidos de la justicia. El comunitarismo invierte los términos: cree
que la justicia no es deducible de hipótesis imaginarias, sino de nuestras
concepciones reales del bien. Dicho hegelianamente: sin “eticidad” no hay
“moralidad”.

Por ese camino transita Charles Taylor que ve con escepticismo que los
conceptos universales sirvan para orientarnos moralmente. Sólo el
intercambio social, la relación con los otros, el choque incluso de distintas
concepciones del bien, nos permiten entender el significado moral. Pues los
valores superiores que compartimos no son nada desligados de los valores
de la comunidad en que vivimos y en la que adquiere uso nuestro bagaje
valorativo. Dicho de otra forma: Kant queda incompleto sin Aristóteles. No
sólo hacen falta principios, también son necesarias las virtudes. Sin las
llamadas virtudes cívicas o virtudes republicanas no podrá lograrse la
cohesión social y moral indispensable para convivir pacífica y justamente.
Michael Walzer, a su vez, relativiza la noción de justicia. Aduce que no
todos los bienes son iguales ni todos merecen una igual distribución. La
igualdad que buscamos es una igualdad compleja, para alcanzarla hay que
112
compartir antes el sentido de lo que es bueno para la comunidad. Para los
comunitaristas, la noción de lo bueno es condición para decidir lo justo.

Más allá del liberalismo, el comunitarismo ofrece, en ocasiones, una crítica o


incluso un complemento a teorías excesivamente especulativas y abstractas,
y un tanto anacrónicas por el prejuicio individualista que las sustenta. Pero el
sesgo que proponen hacia la comunidad puede ser conservador. En efecto, el
individuo comunitario está hecho de tradiciones, tiene una identidad cultural
o religiosa, es inseparable del territorio. No es que toda tendencia a
conservar el pasado sea desechable sin más, pero lo es si ese pasado sólo
vale por su capacidad para unir a los individuos. Por otra parte, y ése es el
lado bueno del comunitarismo, la insistencia en la necesidad de compartir
concepciones de lo bueno pone de relieve el papel de la socialización y de la
educación hacia unos fines mínimamente claros para que la ética no se nutra
sólo de conceptos vacíos.

Las críticas comunitaristas al pensamiento liberal pueden resumirse en cinco


puntos:
1) Los liberales devalúan, descuidan y socavan los compromisos con la
propia comunidad, no obstante que la comunidad es un ingrediente
irremplazable en la vida buena de los seres humanos.
2) El liberalismo minusvalora la vida política, puesto que contempla la
asociación política como un bien puramente instrumental, y por ello ignora
la importancia fundamental de la participación plena en la comunidad
política para la vida buena de las personas.
3) El pensamiento liberal no da cuenta de la importancia de ciertas
obligaciones y compromisos –aquellos que no son elegidos o contraídos
explícitamente por un contrato o por una promesa- tales como las
obligaciones familiares y las de apoyo a la propia comunidad o país.
4) El liberalismo presupone una concepción defectuosa de la persona,
porque no es capaz de reconocer que el ser humano está “instalado” en los
compromisos y en los valores comunitarios, que le constituyen parcialmente
a él mismo, y que no son objeto de elección alguna.
5) La filosofía política liberal exalta erróneamente la virtud de la justicia
como la primera virtud de las instituciones sociales y no se da cuenta de que,
en el mejor de los casos, la justicia es una virtud reparadora, sólo necesaria
en circunstancias en las que ha hecho quiebra la virtud más elevada de la
comunidad.

Estas críticas que los comunitaristas han venido haciendo a las teorías
liberales han sido atendidas en gran medida por los más relevantes teóricos
del liberalismo de los últimos años, como J. Rawls, R. Dworkin, R. Rorty y
J. Paz, entre otros. De hecho, la evolución interna del pensamiento de
113
algunos de ellos –particularmente del de Rawls, a quien se considera
generalmente como el paradigma del nuevo liberalismo ético- se puede
interpretar como un intento de asumir las críticas comunitaristas rectificando
algunos puntos de sus propuestas anteriores. No obstante, un análisis
detallado de los textos comunitaristas muestra que la mayor parte de las
ideas que se rechazan en ellos también serían rechazados por la mayor parte
de los liberales
.
Los argumentos críticos que esgrimen los autores considerados
comunitaristas frente al liberalismo contemporáneo son, en realidad,
argumentos recurrentes, que no dejan de ponerse sobre el tapete
periódicamente (bajo una u otra denominación) para expresar el descontento
que aparece en las sociedades liberales cuando se alcanza en ellas cierto
grado de desarraigo de las personas respecto a las comunidades familiares y
locales. El comunitarismo no sería otra cosa que un rasgo intermitente del
propio liberalismo, una señal de alarma que se dispara de tarde en tarde para
corregir ciertas consecuencias indeseables que aparecen inevitablemente en
la larga marcha de la humanidad en pos de un mundo menos alienante.

Los comunitaristas tienen parte de razón cuando exponen los dos principales
argumentos que poseen en contra del liberalismo. El primero defiende que la
teoría política liberal representa exactamente la práctica social liberal, es
decir, consagra en la teoría un modelo asocial de sociedad, una sociedad en
la que viven individuos radicalmente aislados, egoístas racionales, hombres
y mujeres protegidos y divididos por sus derechos inalienables que buscan
asegurar su propio egoísmo. Este argumento es repetido con diversas
variantes por todos los comunitarismos contemporáneos.

El segundo argumento mantiene que la teoría liberal desfigura la vida real.


El mundo no es ni puede ser como los liberales dicen que es: hombres y
mujeres desligados de todo tipo de lazos sociales, literalmente sin
compromisos, cada cual el solo y único inventor de su propia vida, sin
criterios ni patrones comunes para guiar la invención. No hay tales figuras
míticas, cada uno nace de unos padres; y luego tiene amigos, parientes,
vecinos, compañeros de trabajo y conciudadanos; todos esos vínculos, de
hecho, más bien no se eligen, sino que se trasmiten y se heredan; en
consecuencia, los individuos reales son seres comunitarios, que nada tienen
que ver con la imagen que de ellos nos presenta el liberalismo.

El primer argumento es verdad, en buena medida, en sociedades como las


occidentales en donde los individuos están continuamente separándose unos
de otros, moviéndose en una o en varias de las cuatro movilidades
siguientes: 1) La movilidad geográfica (nos mudamos con tanta frecuencia
114
que la comunidad de lugar se hace más difícil, el desarraigo más fácil). 2) La
movilidad social (por ejemplo, la mayoría de los hijos no están en la misma
situación social que tuvieron los padres, con todo lo que ello implica de
pérdida de costumbres, normas y modos de vida). 3) La movilidad
matrimonial (altísimas tasas de separaciones, divorcios y nuevas nupcias,
con sus consecuencias de deterioro de la comunidad familiar). Y 4) la
movilidad política (continuos cambios en el seguimiento a líderes, a partidos
y a ideologías políticas, con el consiguiente riesgo de inestabilidad
institucional). Además, los efectos atomizadores de esas cuatro movilidades
serían potenciados por otros factores, como el avance de los conocimientos y
el desarrollo tecnológico. El liberalismo, visto de la forma más simple, sería
el respaldo teórico y la justificación de todo ese continuo movimiento. En la
visión liberal, las cuatro movilidades representan la consagración de la
libertad, y la búsqueda de la felicidad (privada o personal).

Sin embargo, estas movilidades tienen otra cara de maldad y descontento


que se expresa de modo articulado periódicamente, y el comunitarismo es,
visto del modo más simple, esa intermitente articulación de los sentimientos
de protesta que se generan al cobrar conciencia del desarraigo. Refleja un
sentimiento de pérdida de los vínculos comunales, y esa perdida es real. Las
personas no siempre dejan su vecindario o su pueblo natal de un modo
voluntario y feliz. Moverse puede ser una aventura personal, pero a menudo
es un trauma en la vida real.

El segundo argumento (en su versión más simple: que todos nosotros somos
realmente, en última instancia, criaturas comunitarias) resulta verdadero. La
vida demuestra que los vínculos de lugar, de familia, de clase social o de
estatus, e incluso las simpatías políticas, sobreviven en cierta medida a las
cuatro movilidades. Además, parece claro que esas movilidades no nos
apartan tanto unos de otros como para que ya no podamos hablarnos y
entendernos. Sin embargo, el liberalismo nos impide contraer o consolidar
los vínculos que nos mantienen unidos, porque es una doctrina que parece
socavarse a sí misma continuamente, que desprecia sus propias tradiciones, y
que produce en cada generación renovadas esperanzas de una libertad
absoluta, tanto en la sociedad como en la historia. Existe cierto ideal liberal
de un sujeto enteramente trasgresor, y en la medida en que triunfa ese ideal,
lo comunicativo retrocede. Porque, si el comunitarismo es la antítesis de
algo, es la antítesis de la trasgresión. Y el yo trasgresor es antitético incluso
de la comunidad liberal que ha creado y patrocina. El liberalismo es una
doctrina autosubversiva; por esa razón requiere de veras la periódica
corrección comunitarista.
Por otra parte, la crítica comunitarista no debe olvidar que estamos
insertados en una tradición liberal, que utiliza un bagaje de derechos
115
individuales –asociación voluntaria, pluralismo, tolerancia, privacidad,
libertad de expresión, oportunidades abiertas a los talentos, etc.- que ya
consideramos ineludible. La corrección comunitarista del liberalismo no
puede echar en saco roto esa tradición, por el contrario debe favorecer un
reforzamiento selectivo de esos mismos valores, dado que ningún modelo de
comunidad preliberal o antiliberal posee el atractivo suficiente como para
aspirar a sustituir a ese mundo ideal de individuos portadores de derechos,
que se asocian voluntariamente y que se expresan libremente. Sería algo
positivo que el correctivo comunitarista nos enseñara a todos a vernos a
nosotros mismos como seres sociales, como productos históricos de los
valores liberales y como constituidos en parte por esos mismos valores.

La polémica entre comunitaristas y liberales muestra la necesidad de alejarse


de ciertos extremismos si se desea hacer justicia a la realidad de las personas
y a los proyectos de liberación que éstas mantienen. Un extremo rechazable
estaría constituido por ciertas versiones del liberalismo que presentan una
visión de la persona como un ser concebible al margen de todo tipo de
compromisos con la comunidad que le rodea, como si fuese posible
conformar una identidad personal sin la solidaridad continuada de quienes
nos ayudan a crecer desde la más tierna infancia, proporcionándonos todo el
bagaje material y cultural que se necesita para alcanzar una vida humana que
merezca ese nombre.

El otro extremo igualmente detestable lo constituyen dos tipos de


colectivismo. Por una parte, aquellas posiciones etnocéntricas que confunden
el hecho de que toda persona crezca en una determinada comunidad concreta
(familia, etnia, nación, clase social, etc.) con el imperativo de servir
incondicionalmente los intereses de tal comunidad so pena de perder todo
tipo de identidad personal. Por otra parte, aquellas otras posiciones
colectivistas que consagran una determinada visión excluyente del mundo
social y político como única alternativa al denostado individualismo
burgués. Tanto unos como otros simplifican excesivamente las cosas,
ignorando aspectos fundamentales de la vida humana. Porque si bien es
cierto que contraemos una deuda de gratitud con las comunidades en las que
nacemos, también es cierto que esa deuda no debería hipotecarnos hasta el
punto de no poder elegir racionalmente otros modos de identificación
personal que podamos llegar a considerar más adecuados. Y aunque también
es cierto –por otro lado que el concepto liberal de persona puede, en algunos
casos, dar lugar a cierto tipo de individualismo, no parece que un
colectivismo absolutizador sea mejor remedio que esa enfermedad.
En resumen, podemos decir que el comunitarismo contemporáneo nos
ayuda, en general, a reflexionar sobre los riesgos que lleva consigo la
aceptación acrítica de la visión liberal de la vida humana. Por otra parte, la
116
insistencia del comunitarismo en la necesidad de compartir concepciones de
lo bueno pone de relieve el papel de la socialización y de la educación hacia
unos fines mínimamente claros para que la ética no se nutra sólo de
conceptos vacíos. Teniendo en cuenta los aportes e insuficiencias
respectivos, resulta encomiable y atractivo el punto de vista que se desmarca
de unos y otros para apostar por una síntesis de liberalismo y comunitarismo
117

9. LA ÉTICA ECOLÓGICA. POBLEMAS Y PERSPECTIVAS.

Asistimos en la actualidad a una situación crítica desde el punto


de vista medioambiental. La interacción entre la sociedad y la
naturaleza ha generado, en la condición de problema global, la
denominada crisis ecológica. Esta crisis tiene como expresiones
alarmantes las siguientes:

 Empeoramiento de la calidad del medio ambiente


 Agotamiento de los recursos energéticos y materias primas
 Destrucción de los mecanismos de autorregulación de la
Biosfera
Desaparición de especies animales y vegetales.

La utilización intensiva de los recursos naturales como resultado del


progreso científico-técnico ha creado una situación explosiva en la
interacción entre la sociedad y la naturaleza. Al transformar la
naturaleza, el hombre debilitó los fundamentos naturales del quehacer
humano, dando lugar al denominado problema ambiental.

El progreso ilimitado como esencia del crecimiento y desarrollo


económicos, característico del modo de producción capitalista, ha
comportado la dominación despótica de la naturaleza. Este estilo o
modelo de desarrollo tiene como lógico corolario la destrucción del
medio ambiente y el agotamiento de los recursos no renovables.

En nuestros días, son numerosas las señales indicadoras de que la


actividad humana excede los límites de la autogeneración de la
biosfera. Entre ellas podemos relacionar las siguientes:

 Los ritmos decrecientes de las áreas agrícolas, la


destrucción de los bosques y el aumento de la
desertificación
 La contaminación de las aguas subterráneas y superficiales,
de los mares y las zonas costeras
 El agotamiento de los recursos pesqueros con estancamiento
de las capturas
 Los cambios climáticos y daños a la salud debidos a la
contaminación de la atmósfera

Los conceptos dominantes de desarrollo siempre tuvieron como


base la abundancia de los recursos, lo cual ha sido una de las
causas fundamentales del deterioro ambiental. El desarrollo
118

científico-técnico ha estado dirigido, principalmente, a la


búsqueda de beneficios coyunturales a corto y mediano plazo
sin que fueran creadas las condiciones necesarias para que ese
propio desarrollo no derivara en un problema mayor a largo
plazo. Justamente eso es lo que ha ocurrido.

Desde los años sesenta del pasado siglo se ha venido apreciando


un deterioro ambiental progresivo, lo cual ha sido reflejado con
gran claridad en diversos estudios efectuados al respecto donde
fueron mostrados los límites de tal concepción de desarrollo.

Resulta evidente hoy día la necesidad de establecer modelos de


desarrollo que tengan como base la sustentabilidad ambiental.
Esto significa que la problemática medioambiental debe
convertirse en un objetivo prioritario para toda la humanidad.
En los marcos de los grandes esfuerzos que hay que realizar para
evitar o detener el deterioro ambiental, el referente moral debe
desempeñar un papel de primer orden, pues el desarrollo que
necesitamos tendrá un carácter humano, vale decir ético, o no
habrá desarrollo ni sobrevivencia para nuestra especie.

En los últimos años, el pensamiento ecologista ha contribuido


sustancialmente a la toma de conciencia a nivel mundial acerca
de la magnitud del problema ambiental y sus consecuencias
actuales y futuras si los sistemas productivos vigentes y la
sociedad humana, en su conjunto, no cambian su modo de
relacionarse con la naturaleza. Sin embargo, la labor de los
partidarios de esta corriente de pensamiento, no puede concluir
con la formulación de la nueva idea; entenderla y hacerla
culturalmente dominante es parte de su compromiso social
actual.

Al abandonarse, a finales del siglo XX, las estrategias de


“reparación” del daño causado y dirigir la atención hacia la
eliminación del modelo de relación con la naturaleza, se ha
planteado la prioridad de un nuevo estilo de desarrollo que
aborde coherentemente las dimensiones económica, social y
ambiental, o lo que es lo mismo, un desarrollo que satisfaga las
necesidades de la generación presente sin comprometer la
capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias
necesidades.
119

La idea de un desarrollo sostenible vulnera el fundamento


espiritual del capitalismo. Como fenómeno espiritual, el
capitalismo ha producido modos de concebir la vida y ha dotado
al hombre moderno de una eticidad incompatible con el modelo
de solución del problema ambiental que se propone ahora como
técnicamente viable. Contrarrestar estos puntos de vista,
constituye el asunto medular para la educación ambiental de las
nuevas y viejas generaciones.

Emprender el camino del desarrollo sostenible no sólo depende


de directrices o acuerdos en el campo económico o político, sino
esencialmente de profundos cambios sociales y culturales a
escala planetaria que permitan asumir un modelo de progreso
esencialmente humano. Esto requiere de una nueva ética que
teniendo por fundamento la justicia, la solidaridad y la
responsabilidad, destierre el individualismo y el egoísmo. En
esta trascendental tarea para los destinos de la Humanidad, la
ética ecológica con su sentido ambientalista y saber de la
supervivencia, debe aportar su contribución. En este sentido, la
ética ecológica puede participar de forma efectiva, con sus
resultados investigativos, en el complejo proceso de
consolidación de nuevos presupuestos conceptuales que tributen
a la necesaria educación ambiental.

El nuevo enfoque que comporta la ética ecológica, se


fundamenta en argumentos como los siguientes:

1) Existe interdependencia entre todos los seres del planeta,


de suerte que no pueden abordarse los problemas de la
naturaleza de manera unilateral sino de forma global, holística.
2) Los seres humanos pertenecemos a una comunidad
natural junto con el suelo, el agua, las plantas y las especies
animales. Cada persona es ciudadana, no sólo de una comunidad
político-social, sino de una comunidad natural, cuya integridad y
belleza debe defender.
3) La naturaleza no existe para ser usada y disfrutada
arbitrariamente por el hombre. Los fenómenos naturales deben
ser objeto de admiración y respeto y, por tanto, han de utilizarse
de forma responsable.
4) Naturaleza y ser humano tienen un referente común, en
términos de universalidad, es necesaria una comunión del
hombre con la naturaleza.
120

5) La naturaleza evoluciona y el ser humano tiene el poder


de ayudar a orientar el curso de esa evolución, Las
biotecnologías abren caminos insospechados en este sentido.
6) Es necesario regresar a un fundamento objetivo de la
ética, porque la Modernidad con el triunfo de la razón
instrumental, ha provocado el triunfo de la subjetividad en el
panorama ético de los últimos siglos.
7) El marco interpersonal que ha caracterizado a las éticas
hasta nuestros días debe ampliarse, integrando las relaciones con
las generaciones futuras, con los animales, las plantas y los seres
inanimados.
8) El desarrollo sostenible a escala global requiere una
educación orientada a la naturaleza, de manera que las personas
se sientan obligadas a respetar el entorno natural por la alegría y
el gozo que produce salvaguardar aquello a lo que se tiene
aprecio profundo.
9) Es preciso lograr que las personas estén dispuestas a
defender su “yo ecológico” y no sólo su “yo social”, de tal suerte
que la defensa de su yo ecológico se constituya en un deber
moral prioritario
10) El desarrollo de un país no es sostenible si no es
ecológicamente sostenible.
11) Resulta necesario esforzarse por mantener la riqueza y
diversidad de la naturaleza más que invertir energías en reparar
el mal hecho.
12) Es imprescindible transitar a una ética de la
responsabilidad y el cuidado por lo vulnerable y necesitado de
ayuda: la Tierra, los débiles, las generaciones futuras.
13) Para el auténtico desarrollo es fundamental la autocrítica
de la producción y el consumo de los países desarrollados, que
confunde el desarrollo con un irreflexivo e imparable
incremento tecnológico a favor del consumo de una quinta parte
de la humanidad.

La ética ecológica es una ética de la responsabilidad por las


consecuencias de nuestras acciones, incluso las imprevisibles;
una ética que cuida del futuro, de proteger a nuestros
descendientes frente a las acciones actuales. Ante el débil e
inerme, se sienten responsables los que tienen poder para
protegerlo; ante algo que es bueno y, por tanto, debe ser, el que
tiene el poder de conservarlo se siente abochornado de su
egoísmo si no lo hace. Al comprobar que algo es bueno y
además vulnerable, quien tiene poder para protegerlo, para
121

cuidar de ello, debe hacerlo, debe hacerse responsable de su


suerte.

Por consiguiente, dos factores son indispensables para una ética


ecológica: que la existencia de la naturaleza y la especie humana
sean valoradas como buenas, y que nos sintamos motivados por
nuestro sentimiento de responsabilidad a protegerlas, al
percatarnos de que podemos hacerlo. El ser humano, moralmente
responsable, es el que vive cuidando lo que precisa cuidado, en
este caso de la Tierra que ha de conservarse en su integridad.

El principio de responsabilidad, como presupuesto esencial de la


ética ecológica, proponer preservar la integridad del mundo. Esta
situación comporta imperativos morales, incondicionales y
fundamentados objetivamente, que se expresan a través de
formulaciones como las siguientes:

 Condúcete de tal modo que los efectos de tu acción sean


compatibles con la existencia de una vida verdaderamente
humana en nuestro planeta.
 Considera como un deber legar a las futuras generaciones
el universo en condiciones no peores a como lo hemos
encontrado.
 Incorpora a tu actividad actual, como objetivo también de
tu querer, la integridad futura del ser humano.
 Procede de tal manera que los resultados de tu quehacer
no sean destructivos para la futura posibilidad de la vida humana
en la Tierra.

Existe un amplio consenso en que el problema ecológico, como


ocurre con los demás problemas globales, no es un problema
técnico, sino moral. Se sabe en gran medida todo lo que hace
falta saber para evitar la contaminación ambiental, pero no se
han puesto aún, al nivel requerido, los medios adecuados para
hacerlo. La conciencia moral más lúcida, en las sociedades
contemporáneas, incluye el imperativo de avanzar en el
reconocimiento efectivo del derecho a gozar de un medio
ambiente sano que forma parte de los llamados derechos
humanos de la tercera generación. Sin embargo, ha faltado la
voluntad política de los máximos responsables del deterioro
ambiental para llevar a vías de hecho el referido imperativo
moral.
122

Como se sabe, la cuestión de fondo de los problemas


ambientales es la situación de injusticia que padece la mayor
parte de la humanidad. Por ello es preciso insistir en que, si se
toma en serio el reconocimiento de la dignidad humana, las
cuestiones ecológicas han de ser enfocadas como cuestiones en
las que están en juego, en realidad, los derechos elementales de
millones de personas a las que no se les trata como seres
humanos, Solo en la medida en que se haga efectiva la justicia y
la solidaridad, tanto a nivel planetario como en el interior de
cada sociedad, puede haber una verdadera solución al gravísimo
problema del deterioro ambiental.

10. LA BIOÉTICA

A partir de la segunda mitad del siglo XX comienzan a expresarse, de


manera reiterada, voces de alarma sobre el hecho innegable de que es
preciso poner límites a la explotación indiscriminada de la naturaleza.
En el año de 1972 el Club de Roma dio a conocer su célebre informe
sobre “Los límites del crecimiento”, en el que auguraba que, si se
mantenían las tendencias del consumo, antes del año 2100 el mundo se
colapsaría por haberse agotado los recursos renovables.

Los datos son escalofriantes. “Desde el 1956 el consumo se ha


multiplicado por seis, en los últimos cincuenta años el consumo de
combustibles fósiles se ha multiplicado por cinco, las capturas marinas
se han cuadruplicado, el consumo de madera y de agua dulce se ha
duplicado, mientras que las emisiones de desecho se han triplicado en
los países industrializados” (1).

Como señala el Informe del Fondo Mundial de la Naturaleza, el nivel


de consumo de los países ricos es insostenible, pero además tampoco es
generalizable: si el mundo en su conjunto consumiera como lo hace el
20 por ciento de la población más favorecida, necesitaríamos tres
planetas Tierra para dar abasto.

Ante datos como éstos buena parte de los expertos, movimientos


sociales, partidos y responsables de instituciones internacionales y
nacionales pronuncian el “basta ya”. El deterioro actual del medio
ambiente es innegable y las generaciones futuras encontrarán un planeta
exhausto, contaminado, en condiciones muy inferiores a aquellas en que
123

lo hemos recibido nosotros. De ahí que sea necesario forjar un auténtico


ethos, un carácter personal y social predispuesto a no expoliar la
naturaleza, sino a colaborar en su desarrollo.

En ese sentido, desde los años cincuenta de la pasada centuria han ido
surgiendo diferentes movimientos teóricos para una acción ecológica.
Todos ellos convergen en un punto de suma importancia: para resolver
los problemas medioambientales no basta con buscar nuevas soluciones
tecnológicas en una desesperada huida hacia delante; la tecnología
resuelve unos problemas creando otros nuevos. Lo que urge es cultivar
una nueva actitud en las personas y en los grupos, una nueva forma de
acercarse a la naturaleza, no expoliadora, no manipuladora y además,
explicitar públicamente los rasgos de esa actitud.

En el conjunto de las éticas que se ocupan de estos problemas, la


perspectiva que ha adquirido mayor predicamento es aquella que postula
la necesidad de una ética radicalmente nueva, no centrada en los seres
humanos, sino en la naturaleza. Fue Aldo Leopold quien dio voz a esta
nueva ética al afirmar que “necesitamos una land ethics, que amplíe los
miembros de la comunidad moral, incluyendo a todos los elementos de
la naturaleza” (2). Desde esta concepción, es correcto lo que tiende a
preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad bioética;
es incorrecto lo que tiende a lo contrario . Esta perspectiva “comporta
un nuevo marco de interpretación y comprensión del mundo que tiene
por centro la vida y no a los seres humanos.”(3).

Son esas circunstancias sociohistóricas y teóricas las que sirven de


referente a los aportes de Van Rensselaert Potter, fundador de la
Bioética y creador del término. La Bioética se formula como una ética
de la vida, orientada hacia el futuro y hacia el entorno natural de lo
humano. Las razones de su surgimiento las explicita Potter en 1998, al
afirmar: “En nuestros días, al acercarnos al nuevo milenio, no existe una
ética establecida en la filosofía clásica que pueda proporcionar
orientaciones para la solución ética de las preocupaciones para la
solución ética de las preocupaciones actuales sobre el futuro”. (4). Es en
esta suerte de “vacío teórico” donde aparece la propuesta conceptual de
este oncólogo devenido fundador de una corriente ética contemporánea.

Algunos autores como John Passmore han argumentado que no es


necesario crear una nueva ética para abordar los problemas bioéticos,
sino que basta con las tradicionales. Según su criterio, “lo que se
necesita no es una ética nueva, sino una mayor adhesión a una ética muy
familiar, porque la mayor parte de las causas de nuestros desastres en
124

relación con la naturaleza, además de la ignorancia, son la avaricia y la


miopía, y no es nuevo afirmar que la avaricia es mala, no necesitamos
una ética nueva que nos lo diga”(5).

En contraposición a este criterio, considero que la pertinencia de una


nueva ética viene dada por la necesidad de percatarse de que lo que
“ocurre” en la naturaleza es debido a las acciones humanas y que, por
tanto, los seres humanos son responsables de prevenir y controlar sus
actuaciones para evitar daños irreversibles, que a menudo son
imprevisibles. El concepto de responsabilidad es el centro, y se amplía a
lo no intencionado, que puede llevar a la extinción de especies, la
destrucción de bosques y distintos recursos naturales, y a la destrucción
del ecosistema. Una ética responsable debe tener en cuenta las
consecuencias de las acciones, tanto las intencionadas como las no
intencionadas, para el ecosistema y para las generaciones futuras. La
necesidad de una nueva ética que afrontase esas demandas epocales
estaba en el orden del día. El pensamiento ético tradicional no satisfizo
ese imperativo y vino la Bioética, gestada en sus riberas conceptuales, a
dar respuesta a esos problemas golpeantes de la moralidad
contemporánea.

El pensamiento bioético de Potter se destaca por su sentido abierto y en


permanente desarrollo. El periplo de maduración que discurre desde la
Bioética Puente, pasando por la Bioética Global, hasta la Bioética
Profunda, expresa la frescura de un cuerpo de ideas que se enriquece
paulatinamente con los aportes provenientes de diversas tendencias. Al
respecto, Potter expresa: “...les pido que piensen en la Bioética como
una nueva ética científica que combina la humildad, las responsabilidad
y la competencia, que es interdisciplinaria e intercultural, y que
intensifica el sentido de la humanidad”.(6). Esa vocación antisectaria es
lo que le permite a la Bioética de Potter desembocar de manera
definitiva en el ecologismo de forma tal que actualmente es
prácticamente imposible establecer límites separadores entre su ética y
la ética ambiental.

Esta nueva perspectiva ética, propia de una Bioética Profunda, contiene


elementos como los siguientes:

1) El “holismo” que postula la interdependencia entre todos los seres y


lugares del planeta, de manera que no pueden abordarse los problemas
de la naturaleza de manera unilateral, como ha hecho la técnica, sino de
forma global, holística.
125

2) El “biocentrismo” que argumenta la necesidad de respetar a la vida y


a la naturaleza por derecho propio. En este sentido es en el que se habla
de la “comunidad biótica” a la que pertenecemos, junto con el suelo, el
agua, las plantas y las especies animales; cada persona es ciudadana, no
sólo de una comunidad política, sino de una comunidad biótica, cuya
integridad y belleza debe defender.
3) La naturaleza no existe para ser usada y disfrutada por el hombre,
sino que es valiosa en sí misma: los fenómenos naturales son objeto de
admiración y respeto y, por tanto, han de manipularse de forma
responsable.
4) La naturaleza y los seres humanos están penetrados de un espíritu
común, es necesaria una experiencia de unión del hombre con la
naturaleza.
5) Es necesario regresar a un fundamento ontológico de la ética,
recuperar el elemento “objetivo”, ya que la Modernidad ha comportado
el triunfo de la razón instrumental en este campo.
6) El marco de las éticas “interpersonales” debe ampliarse, integrando
las relaciones con las generaciones futuras, con los animales, las plantas
y los seres inanimados. Con la naturaleza en su conjunto.
7) Es preciso esforzarse por mantener la riqueza y diversidad de la vida
más que invertir energías en “reparar” el mal hecho.
8) Las éticas de los “derechos” y “deberes” nacidos de un “contrato”
entre “iguales”, que pactan en una supuesta situación de “simetría”, son
insuficientes. Es preciso transitar a una ética de la “responsabilidad” y
el “cuidado” por lo vulnerable, necesitado de ayuda: la Tierra, los
débiles, las generaciones futuras.
9) El desarrollo auténtico a escala global requiere una “educación
orientada a la vida”, de suerte que las personas se sientan inclinadas a
respetar la naturaleza por su valor mismo, por la alegría y el gozo que
produce salvaguardar aquello a lo que se tiene aprecio profundo.

Las argumentaciones y sugerencias de la Bioética tienen gran poder de


convicción y atraen la atención de la opinión académica especializada,
sobre todo en su conclusión de que no son las nuevas tecnologías las que
resuelven los problemas medioambientales, sino un “cambio de actitud”, un
nuevo ethos que priorice la responsabilidad por las consecuencias de
nuestras acciones, incluso las imprevisibles, una ética que cuida al futuro,
protegiendo a los descendientes frente a las acciones actuales.

No obstante, la Bioética plantea un problema que convoca a la polémica,


que es el de sustituir una ética antropocéntrica por una ética biocéntrica.
Porque una cosa es afirmar que también los seres naturales no humanos
tienen un valor y, por tanto, no se les debe maltratar, y otra bien diferente
126

declarar que lo valioso es el fenómeno de la vida en todas sus


manifestaciones, y que la vida humana lo es por ser un a de esas
manifestaciones.

Pudiera pensarse que el antropocentrismo ha fracasado cuando en realidad


nunca ha podido implementarse. El proyecto moral de la Ilustración que
comportaba construir un mundo en el que todos los seres humanos fueran
tratados con la dignidad que les corresponde por ser fines en sí mismos, y
en cuidar de los restantes seres naturales, nunca fue llevado a feliz término.
Ese proyecto moral no vio la luz porque la razón técnica progresó
extraordinariamente, mientras que la moral quedó totalmente rezagada.

No es el antropocentrismo moral la causa de los problemas ambientales,


sino el “oligarquismo”, el poner la capacidad técnica al servicio del
bienestar de unos pocos. Pero el oligarquismo no se supera transitando al
biocentrismo, de forma que la preocupación la constituyan todos los seres
humanos, y además los animales y las plantas. ¿Dónde queda la
preocupación por esa mayoría de seres humanos a la que nunca le llega la
hora, ni con el supuesto fracaso del antropocentrismo ni con la
proclamación del biocentrismo?

A mi modo de ver, las propuestas de un cambio de forma de vida “en el


reino de este mundo”, no deben obviar en lo ético, la centralidad de los
seres humanos en el universo. Podemos, sin duda, pedir cuidado y
responsabilidad por cuanto es vulnerable y nos está encomendado,
animales, plantas naturaleza inerte, pero sólo el ser humano posee la
condición de sujeto moral… Las posiciones biocentristas han realizado
aportes muy valiosos al pensamiento ético en los últimos tiempos, pero la
Ética para ser considerada como tal debe tener un referente esencialmente
humano, vale decir antropocéntrico.

Como he apuntado anteriormente, el término bioética empezó a utilizarse


a comienzos de los años setenta del pasado siglo, para referirse a una serie
de trabajos científicos que tienen por objeto la reflexión sobre una variada
gama de fenómenos vitales: desde las cuestiones ecológicas a las clínicas,
desde el problema de la investigación en humanos a la pregunta por los
presuntos derechos de los animales. De aquí que para algunos la bioética
sería una ética que interpreta todo el saber ético desde la perspectiva de la
vida amenazada. Otros, acotando con más concreción los diversos ámbitos
de problemas, han llevado a reservar el término bioética para las cuestiones
relacionadas con las ciencias de la salud y las biotecnologías. Estos dos
enfoques han comportado que, unas veces, se considere a la Bioética como
un saber ético y en otras, como una ética aplicada.
127

Desde mi punto de vista, caracterizar a la Bioética de Potter como una


ética aplicada sería desacertado, ya que la misma confluye en el caudal de
aportes que a lo largo de la historia han ofrecidos distintos modelos éticos
que tratan de fundamentar la moralidad. La Bioética de Potter con sus
propósitos de establecer un nexo entre la revolución biológica, la
tecnológica, el medio ambiente y la conducta humana vertebra con las
construcciones conceptuales de carácter ético que intentan dar cuenta del
fenómeno moral. En este caso, no se trata de aplicar a los distintos ámbitos
de la vida social los referentes éticos, sino más bien fundamentar la
moralidad, es decir, argumentar las razones por las que tiene sentido que
los seres humanos se esfuercen en vivir moralmente.

En sus orígenes, la Bioética surgió como pensamiento ético. El sustrato


holista con que Potter caracterizó a sus reflexiones nos permiten otorgarle
esa dimensión. Pero muy rápidamente, la Bioética alcanzó su mayor
popularidad en los marcos de los planteos y soluciones de los problemas
clínicos. Es por estas circunstancias que para muchos la bioética médica o
clínica es la Bioética, cuando en realidad se trata de éticas aplicadas que no
tienen ni pueden tener la pretensión universalista de la Bioética holista de
Potter.

En el contexto académico en que nos encontramos aquí, podemos


proponernos reservar el término “bioética” para referirnos a una reflexión
ética abarcadora que integre la ciencia y la vida, así como los problemas
vitales del hombre con perspectiva de presente y futuro, y mantener el
término “bioética médica o clínica” para denotar un ámbito concreto de
aplicación bioética.

Esa distinción es útil, puesto que se trata de dos niveles de reflexión


diferentes, dos niveles de pensamiento acerca de los problemas
bioéticos. La pregunta básica de la bioética aplicada sería entonces:
“¿qué debemos hacer?”, mientras que la cuestión central de la
Bioética sería más bien: “¿por qué debemos?”, es decir, “¿qué
argumentos avalan y sostienen los presupuestos morales que estamos
aceptando como guía de conducta?”.

Para contribuir modestamente a resolver el diferendo existente entre el


creador de la Bioética y el desarrollo ulterior de los bioeticistas
“profesionales”, así como las diversas interpretaciones al respecto, sería
muy saludable que se comprendiese la interrelación entre la Bioética como
pensamiento ético en general, y sus diversas expresiones particulares como
éticas aplicadas.
128

RELACIÓN DE CITAS

1) Temas para el Debate (2001). “Los límites del crecimiento y la ética


del consumo”. No. 76,3.
2) Leopold, Aldo (1966). A Sand County Almanac. Nueva York, Oxford
University Press, 240.
3) Gafo, Javier (1999). Diez palabras claves en Ecología, Estella, V. D.,
347-381.
4) Potter, V. (1998). Bioética Puente, Bioética Global y Bioética
Profunda. En Cuadernos del Programa Regional de Bioética, No. 7,
diciembre de 1998, 27.
5) Passmore, John (1974). Man s Responsability for Nature, Londres,
Duckworth, 187.
6) Potter, V. (1998). Bioética Puente, Bioética Global y Bioética
Profunda. En Cuadernos del Programa Regional de Bioética, No. 7,
diciembre de 1998, 32.

11. LA ÉTICA DESDE LA COMPLEJIDAD.

La sucesión histórica de las teorías éticas nos muestra la enorme


fecundidad de una disciplina filosófica –la Ética- que ha sabido
adaptarse a los problemas de cada época elaborando nuevos
conceptos y diseñando nuevas soluciones. Las teorías éticas han
pretendido dar cuenta del fenómeno de la moralidad en
circunstancias sociohistóricas diversas, por lo que las respuestas
ofrecidas distan mucho de ser unánimes. Cada teoría ética ofrece
una determinada visión del fenómeno de la moralidad y lo
analiza desde una perspectiva diferente. Todas ellas están
construidas prácticamente con los mismos conceptos, porque no
es posible hablar de moral prescindiendo de valores, virtudes,
bienes, deberes, felicidad, libertad, conciencia, fines de la
conducta, etc. La diferencia que observamos entre las diversas
éticas no viene, por tanto, de los conceptos que manejan, sino
129

del modo como los ordenan en cuanto a su prioridad y de los


métodos que emplean para vertebrar las elaboraciones teóricas.

Aunque la historia de la Ética recoja una diversidad de teorías, a


menudo contrapuestas, ella no debe llevarnos a la ingenua
conclusión de que cualquiera de ellos puede ser válida para
nosotros –los seres humanos de principios del siglo XXI-ni
tampoco a la desesperanzada inferencia de que ninguna de ellas
puede aportar nada a la solución de nuestros problemas. Por el
contrario, los principales aportes de las corrientes éticas
precedentes constituyen un referente insoslayable para perfilar
nuevas teorías éticas que podamos considerar a la altura de
nuestro tiempo.

En esta perspectiva, el enfoque de la complejidad se inserta en


el devenir del pensamiento ético con aportes renovadores que
responden a las exigencias epocales, situadas ante la
Humanidad, en los comienzos de un nuevo milenio. El
pensamiento complejo incorpora la herencia conceptual acopiada
en el pasado, teniendo muy presente el contexto planetario
contemporáneo, para brindarnos así una ética fundamentadora
de la moralidad que nuestra especie necesita, a fin de convertir
al cosmos terrestre en un mundo verdaderamente humano.

 Presupuestos éticos del pensamiento complejo

La ética propugnada por el pensamiento complejo tiene como


referencia básica al género humano, lo que presupone
reconocernos en nuestra humanidad común y, al mismo tiempo,
reconocer la diversidad inherente a todo cuanto es humano.
Conocer lo humano es, principalmente, situarlo en el universo y
a la vez separarlos de él. Interrogar nuestra condición humana es,
entonces, interrogar primero nuestra situación en el mundo.

Postula el pensamiento complejo que debemos reconocer nuestro


doble arraigamiento en el cosmos físico y en la esfera viviente.
Nosotros, vivientes, constituimos una partícula de la diáspora
cósmica, unas migajas de la existencia solar, un menudo brote de
la existencia terrenal. Somos a la vez seres cósmicos y terrestres.
Como seres vivos de este planeta, dependemos vitalmente de la
130

biosfera terrestre; debemos reconocer nuestra muy física y muy


biológica identidad terrenal.

Desde la perspectiva de la complejidad, la hominización es muy


importante para la comprensión de la humana condición, porque
ella nos muestra como la animalidad y la humanidad constituyen
juntas nuestra condición humana. La hominización es una
aventura de millones de años que desemboca en un nuevo
comienzo. El homínido se humaniza. Desde allí, el concepto de
hombre tiene un doble principio: un principio biofísico y uno
psico-socio-cultural, ambos principios se remiten el uno al otro.
Somos resultado del cosmos, de la naturaleza, de la vida. Como
si fuera un punto de un holograma, llevamos en el seno de
nuestra singularidad, no solamente toda la humanidad, toda la
vida, sino también casi todo el cosmos. Sin embargo, debido a
nuestra humanidad misma, a nuestra cultura, a nuestra mente, a
nuestra conciencia, nos hemos vuelto extraños a este cosmos que
nos es raigalmente íntimo.

Al discernir lo humano del humano, el pensamiento complejo


sostiene que el hombre es un ser plenamente biológico y
plenamente cultural que lleva en sí esta unidualidad originaria.
El humano es pues un ser plenamente biológico, pero si no
dispusiera plenamente de la cultura sería un primate del más
bajo rango. La cultura acumula en sí lo que se aprende, conserva
y transmite. El hombre sólo se completa como ser plenamente
humano por y en la cultura.

Como criterio clave en su concepción de la condición humana,


punto de partida de su reflexión ética, el pensamiento complejo
plantea que hay una relación de triada individuo-sociedad-
especie. Las interacciones entre individuos producen la sociedad
y ésta, que certifica el surgimiento de la cultura, tiene efecto
retroactivo sobre los individuos por la misma cultura. Asimismo,
nos dice que no se puede absolutizar a la sociedad o a la
especie. En el ámbito antropológico, la sociedad vive para el
individuo, el cual vive para la sociedad; la sociedad y el
individuo viven para la especie la cual vive para el individuo y la
sociedad.

Al adentrarnos en la especificidad de esta tríada, el pensamiento


complejo argumenta que cada uno de sus términos es a la vez
medio y fin: son la cultura y la sociedad las que permiten la
131

realización de los individuos y son las interacciones entre los


individuos las que permiten la p0erpetuidad de la cultura y la
auto-organización de la sociedad. La complejidad humana no se
comprendería separada de estos elementos triádicos que la
constituyen, argumentando en ese sentido, el pensamiento
complejo expresa que todo desarrollo verdaderamente humano
significa desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de
las participaciones comunitarias y del sentido ded pertenencia a
la especie humana.

Con singular énfasis, el pensamiento complejo puntualiza que a


los ciudadanos del nuevo milenio nos hace falta comprender
tanto la condición humana en el mundo, como la condición del
mundo humano que a través de la historia moderna se ha vuelto
la de la era planetaria. La exigencia de la era planetaria es
pensar la globalidad, la relación todo-partes, su
multidimensionalidad, su complejidad. Es lo que nos lleva a la
reforma de pensamiento necesaria para concebir el contexto, lo
global, lo multidimensional, lo complejo. Necesitamos, desde
ahora, concebir la complejidad del mundo en el sentido en que
hay que considerar tanto la unidad como la diversidad del
proceso planetario, sus complementariedades y también sus
antagonismos.

Sobre la base de esa complejidad, se afirma que nuestro planeta


necesita un pensamiento policéntrico capaz de apuntar a un
universalismo no abstracto sino consciente de la
unidad/diversidad de la humana condición; un pensamiento
policéntrico alimentado de las culturas del mundo.
Educar para este pensamiento es la finalidad de la educación del
futuro que debe trabajar en la era planetaria para la identidad y la
conciencia terrenal.

En las concepciones éticas de la complejidad, la identidad


terrenal y su conciencia respectiva juegan un papel articulador
de la moral universal que necesitamos. En esta línea de
pensamiento nos dice que la unión planetaria es la exigencia
racional mínima de un mundo limitado e interdependiente.
Subraya que tal unión necesita de una conciencia y de un sentido
de pertenencia mutuo que nos ligue a nuestra Tierra considerada
como primera y última Patria. Nos hace falta ahora aprender a
ser, vivir, compartir, comulgar también como humanos del
132

Planeta Tierra. No solamente ser de una cultura sino también ser


habitantes de la Tierra.

Con el ánimo de explicitarnos, aún más, las especificidades de


esa conciencia terrenal, el pensamiento complejo nos sitúa que
debemos inscribir en nosotros la conciencia antropológica que
reconoce nuestra unidad en nuestra diversidad; la conciencia
ecológica, es decir, la conciencia de habitar con todos los seres
mortales una misma esfera viviente (biosfera); la conciencia
cívica terrenal de la responsabilidad y de la solidaridad para los
hijos de la Tierra y la conciencia espiritual de la humana
condición, que viene del ejercicio complejo del pensamiento y
que nos permite a la vez criticarnos mutuamente, auto-
criticarnos y comprendernos entre nosotros. Es necesario
enseñar ya no a oponer el universo a las partes sino a ligar de
manera concéntrica nuestras patrias familiares, regionales,
nacionales y a integrarlas en el universo concreto de la patria
terrenal.

En lo concerniente a esa urgente identidad terrenal, el


pensamiento complejo puntualiza que los estados pueden jugar
un papel decisivo con la condición de aceptar, en su propio
beneficio, el abandono de su soberanía absoluta sobre todos los
grandes problemas de interés común, sobre todo los problemas
de vida o de muerte que sobrepasan su competencia aislada. Se
subraya desde la complejidad que la era de la fecundidad de los
Estados-nación dotados de un poder absoluto está revaluada, lo
que significa que es necesario, no desintegrarlos, sino
respetarlos integrándolos en conjunto y haciéndoles respetar el
conjunto del cual hacen parte. El mundo confederado debe ser
policéntrico y acéntrico, no sólo en el ámbito cultural sino
también político.

Apunta el enfoque complejo que la unidad, el mestizaje y la


diversidad deben desarrollarse en contra de la homogeneización
y el hermetismo. En realidad, cada uno puede y debe, en la era
planetaria, cultivar su poli-identidad permitiendo la integración
de la identidad familiar, de la identidad regional, de la identidad
étnica, de la identidad nacional, religiosa o filosófica, de la
identidad continental y de la identidad terrenal. El doble
imperativo antropológico se impone: salvar la unidad humana y
salvar la diversidad humana. Desarrollar nuestras identidades
133

concéntricas y plurales; la de nuestra patria, la de nuestra


comunidad de civilización, en fin, la de ciudadanos terrestres.

Al resumir los criterios en torno a la moralidad universal


sustentados por el pensamiento complejo, su proyección
ecuménica precisa que estamos comprometidos con la
humanidad planetaria y en la obra esencial de la vida que
consiste en resistir a la muerte. Civilizar y solidarizar la Tierra;
transformar la especie humana en verdadera humanidad se
vuelve el objetivo fundamental y global de toda educación,
aspirando no sólo al progreso sino a la supervivencia de la
humanidad, la conciencia de nuestra humanidad en esta era
planetaria nos debería conducir a una solidaridad y a una
conmiseración del uno para el otro, de todos para todos. La
educación del futuro debería aprender una ética de la
comprensión planetaria.

La comprensión se constituye así en uno de los ejes


fundamentales del pensamiento ético de la complejidad. En su
afán por explicitar una ética de la comprensión, el pensamiento
complejo afirma que la situación en nuestra Tierra es paradójica
ya que si bien es verdad la multiplicación de las
interdependencias y el triunfo de la comunicación, sin embargo,
la incomprensión sigue siendo general. Nos enseña que hay
grandes y múltiples progresos de la comprensión, pero los
progresos de la incomprensión parecen aún más grandes. Así el
problema de la comprensión se ha vuelto crucial para los
humanos por lo que enseñar la comprensión entre las personas
como condición y garantía de la solidaridad moral de la
humanidad se ha convertido en una misión insoslayable.

Según el pensamiento complejo, la ética de la comprensión es un


arte de vivir que nos pide, en primer lugar, comprender de
manera desinteresada. Pide un gran esfuerzo ya que no puede
esperar ninguna reciprocidad: aquel que está amenazado de
muerte por un fanático comprende por que el fanático quiere
matarlo, sabiendo que éste no lo comprenderá jamás.
Comprender al fanático que es incapaz de comprendernos, es
comprender las raíces, las formas y las manifestaciones del
fanatismo humano. Es comprender por qué y cómo se odia o se
desprecia. La ética de la comprensión nos pide comprender la
incomprensión, pide argumentar y refutar en vez de excomulgar
134

y anatematizar, nos pide evitar la condena perentoria e


irremediable. Proclama el pensamiento complejo que si sabemos
comprender antes de condenar estaremos en la vía de la
humanización de las relaciones humanas.

La comprensión hacia los demás necesita la conciencia de la


complejidad humana, nos expresa rotundamente el pensamiento
complejo. Y enfatiza que reducir el conocimiento de lo complejo
al de uno de sus elementos, considerado como el más
significativo, tiene consecuencias peores en ética que en estudios
de física. El modo de pensar dominante, reductor y
simplificador aliado a los mecanismos de incomprensión es el
que determina la reducción de una personalidad múltiple por
naturaleza a uno solo de sus rasgos. Si el rasgo es favorable,
habrá desconocimiento de los aspectos negativos de esta
personalidad. Si es desfavorable, habrá desconocimiento de sus
rasgos positivos. En ambos casos habrá incomprensión.

El pensamiento complejo puntualiza que las incomprensiones


constituyen obstáculos mayores para el mejoramiento de las
relaciones entre los individuos, grupos, pueblos y naciones. No
son solamente las vías económicas, jurídicas, sociales,
culturales las que facilitarán las vías de la comprensión, también
son necesarias vías éticas, las cuales podrán desarrollar la
comprensión humana.

La comprensión tiene en la tolerancia uno de sus pilares


fundamentales. Desde la perspectiva de la complejidad, la
verdadera tolerancia no es indiferente a las ideas o escepticismos
generalizados; ésta supone una convicción, una fe, una elección
moral y al mismo tiempo loa aceptación de la expresión de las
ideas, convicciones, elecciones contrarias a las nuestras. La
tolerancia supone un sufrimiento al soportar la expresión de
ideas negativas o nefastas y una voluntad de asumir este
sufrimiento. La tolerancia vale, claro está, para las ideas no para
los insultos, agresiones o actos homicidas.

Debemos ligar la ética de la comprensión entre las personas,


propone el pensamiento complejo, con la ética de la era
planetaria que no cesa de mundializar la comprensión. La única
y verdadera mundialización que estaría al servicio del género
humano es la de la comprensión, de la solidaridad intelectual y
moral de la humanidad.
135

El enfoque complejo justiprecia la importancia de la


comprensión para la ética planetaria, así señala que las culturas
deben aprender las unas de las otras y en este sentido, la
orgullosa cultura occidental que se estableció como cultura
formadora debe también volverse una cultura que aprenda.
Comprender es también aprender y re-aprender de manera
permanente. Occidente también debe integrar en él las virtudes
de las otras culturas con el fin de corregir el pragmatismo, el
cuentativismo, el consumismo desenfrenado que ha
desencadenado dentro y fuera de él. Pero también debe
salvaguardar, regenerar y propagar lo mejor de su cultura que ha
producido la democracia, los derechos humanos, la protección
de la esfera privada del ciudadano. Indica el pensamiento
complejo de la comprensión es a la vez medio y fin de la
comunicación humana y que el planeta necesita comprensiones
mutuas en todos los sentidos.

Como hemos expuesto anteriormente, la concepción compleja


del género humano comprende la tríada individuo-sociedad-
especie. Así, individuo-sociedad-especie son no solamente
inseparables sino coproductos el uno del otro. Cada uno de estos
términos es a la vez medio y fin de los otros. Estos elementos no
se podrían comprender de manera disociada: toda concepción del
género humano significa desarrollo conjunto de las autonomías
individuales, de las participaciones comunitarias y del sentido
de pertenencia a la especie humana. Plantea el pensamiento
complejo que una ética propiamente humana, es decir, una
antropo-ética de be considerarse como una ética fundamentada
en los tres términos individuo-sociedad-especie, de donde surge
nuestra conciencia propiamente humana. Esa es la base de la
ética del género humano.

La antropo-ética que nos propone el pensamiento complejo,


supone la decisión consciente y clara de asimilar la humana
condición (individuo-sociedad-especie) en la complejidad
prevaleciente en nuestra era, de lograr la humanidad en nosotros
mismos, de asumir el destino humano en sus antinomias y su
plenitud. Esta antropo-ética nos pide asumir la misión
antropológica del milenio que consiste en trabajar para la
humanización de la humanidad, obedecer y guiar la vida, lograr
la unidad planetaria en la diversidad, respetar en el otro tanto la
diferencia como la identidad consigo mismo, desarrollar la ética
136

de la solidaridad, propulsar la ética de la comprensión y enseñar


la ética del género humano. Además, la antropo-ética comporta
la esperanza de lograr la humanidad como conciencia y
ciudadanía planetaria. Por consiguiente, comprende como toda
ética una aspiración y una voluntad, pero también una apuesta a
lo incierto.

La antropo-ética de la complejidad propende a que la especie


humana se desarrolle con la participación de los individuos y de
las sociedades, dando nacimiento a la Humanidad como
conciencia común y solidaridad planetaria del género humano.
Expresa el pensamiento complejo que la Humanidad dejó de ser
una noción meramente biológica debiendo ser plenamente
reconocida con su inclusión indisociable en la biósfera; la
Humanidad dejó de ser una noción sin raíces; ella se enraizó en
una “Patria”, la Tierra y la Tierra es una Patria en peligro. La
Humanidad dejó de ser una noción abstracta: es una realidad
vital ya que desde ahora está amenazada de muerte por primera
vez. La Humanidad ha dejado de ser una noción solamente ideal,
se ha vuelto una comunidad de destino y sólo la conciencia de
esta comunidad la puede conducir a una comunidad de vida; en
fin, la Humanidad ha devenido noción ética: ella es lo que debe
ser realizado por todos y en cada uno.

Mientras que la especie humana continúa su aventura bajo la


amenaza de la autodestrucción, nos aclara el pensamiento
complejo que el imperativo es: salvar a la Humanidad
realizándola. En realidad, la dominación, la opresión, las
barbaries humanas permanecen en el planeta y se agravan. Ante
este panorama, se plantea que una política del hombre, una
política de civilización, una reforma de pensamiento, la atropo-
ética, el verdadero humanismo, la conciencia de Tierra-Patria
reducirían la ignominia en el mundo. Ello supone a la vez el
desarrollo de la relación individuo-sociedad en el sentido
democrático, y el desarrollo de la relación individuo-especie en
el sentido de la realización de la Humanidad, así los individuos
permanecen integrados en el desarrollo mutuo de los términos
de la tríada individuo-sociedad-especie.

Finalmente, como colofón de su propuesta ética, el


pensamiento complejo no se considera poseedor de las llaves
que abran las puertas de un futuro mejor, pues no conocemos un
camino trazado. Pero sugiere que con esta estrategia podemos
137

comprender nuestras finalidades: la continuación de la


hominización en humanización, por la vía ascensional de la
ciudadanía terrestre, a fin de alcanzar una comunidad planetaria
organizada, como aspiración cenital de la ética del género
humano.

 Ilusión y razón en la moral. Hacia una ética de la


complejidad.

La victoria de la justicia, el triunfo de los buenos y la eficacia de


la lógica prudencial pertenecen a esas ilusiones morales útiles
que la humanidad ha ido creando para sobrevivir. Tal parecería
que ningún ser humano puede soportar la riqueza de lo real y
necesita reducir su complejidad para seguir viviendo. Con ese
propósito, los hombres hemos creado esas ilusiones útiles desde
una lógica identificadora que prescinde de las diferencias, una
lógica universalizadora que ignora lo particular, una lógica
abstracta que es ajena a lo concreto. Esa lógica resulta
encubridora de un secreto interés: crear la confianza de que en
nuestro mundo triunfan a la postre la justicia y la bondad.

Creadores de tales ilusiones –según Nietzsche- son los filósofos


que desde Zaratrusta, se han empeñado en la tarea de fingir un
orden moral del mundo. Desde Zaratrusta, pasando por Sócrates
y Platón, caracterizando la religión judía y cristiana, y
prolongándose en esas éticas de la justicia, que intentan consolar
a cuantos no pueden dirigir lo caótico de nuestro mundo con la
promesa de algún Juicio Final, en que se pronuncia el veredicto
justo, seguido del justo premio o el justo castigo. Todas esas
éticas que, junto a nuestro mundo de hombres desiguales,
pretenden la existencia de otro “realmente real” en el que se
muestran como iguales: como hijos de Zeus (dirán los estoicos),
como hijos de Dios (dirán judíos y cristianos), como seres
nouménicos (en versión kantiana), como productores y
autolegisladores (completarán el marxismo y el liberalismo),
como sujetos de derechos que, por corresponder a todos, debe
calificar de humanos, como iguales ante la ley, rezará el dogma
democrático.

Ilusiones, todo ilusiones para ordenar mediante leyes necesarias


un mundo caótico en que reinan el azar y la contingencia, un
mundo en que la desigualdad es la mayor de las evidencias
138

antropológicas. Bien supo ver Kant (apreciaría Nietzsche) que, a


fin de cuentas, es todo cuestión de perspectiva: los hombres
podemos asumir la perspectiva unificadora del mundo
nouménico, desde la que aparecemos como iguales y capaces de
superar el egoísmo, pero también la perspectiva del mundo
fenoménico, en la que son patentes desigualdad y egoísmo.
Desde la primera, avistamos el mundo como si fuéramos libres e
iguales, y entonces cobran sentido la moral autónoma, el derecho
moderno, que restringe la libertad externa para que cada quien
pueda ejercer su libertad interna, y el Estado de derecho
encaminado a proteger la libertad de todos.

Cierto que esa perspectiva sería tachada más tarde de visión


deformada y deformante de la realidad, que la clase burguesa
esgrime para justificar unilateralmente la moral, el derecho y el
Estado burgués, cuadros para defender de un modo abstracto la
moral que realmente les caracteriza: la del individualismo
posesivo. El orden moral legado por la Modernidad –dirá el
marxismo- es una ilusión clasista que desfigura unilateral e
interesadamente la realidad.

Y ciertamente, ¿quién negará hoy que todo conocimiento viene


movido por un interés? Sin embargo, sin olvidar que cualquier
perspectiva puede ser perspectiva adoptada desde un interés
racional adecuado tiene sentido incluso la crítica de las
elaboraciones ideológicas. En buena ley, sólo cabe denunciar el
individualismo posesivo como moral ilegítima desde la
convicción racionalmente justificada de que una moral, un
derecho y un Estado racionales no tienen por misión defender el
derecho de los propietarios, sino el de todo hombre al ejercicio
de su autonomía. Sólo la perspectiva de la igual libertad y del
derecho igual rompe el esquema de cualquier individualismo
posesivo. Pero ¿es ésta una perspectiva racional o únicamente
una ilusión?.

Para Kant y sus seguidores, quien adopta moral y políticamente


la perspectiva de la libertad y la igualdad se sitúa en el punto de
vista racional, mientras que Nietzsche ve en ella una ilusión que
demiurgos fraudulentos se han empeñado en identificar con la
realidad. Y a fe que hasta ahora ha cumplido su misión, porque
los hombres han asumido los deberes que desde tal ilusión les
han impuesto: deberes morales, jurídicos, políticos y religiosos.
A cambio de su sumisión han recibido la garantía de una justicia
139

última y un final feliz. Y vaya lo uno por lo otro en un mundo en


que, más que felicidad, importa encontrar sentido.

Ese sentido antaño lo proporcionaron las religiones, regalando a


las sociedades una cosmovisión en que la justicia acabaría
abriéndose paso. La necesidad de una justicia, que juzga desde la
imparcialidad que ningún hombre puede encarnar, se revela en
aquel sentimiento moral del que Kant daba cuenta en la tercera
Crítica, y que incitaba a la razón a disolver el absurdo lógico-
moral que se seguiría si no hubiera más justicia que la humana.
Es el sentimiento de rebelión ante el absurdo de que los
virtuosos sean desgraciados el que ha ido labrando la idea de
una justicia radicalmente imparcial y por eso trascendente.

Las religiones nacieron del afán de inmortalidad, decía


Unamuno. Pero también es cierto que la idea de que no puede
acabar todo en este mundo, nació de la exigencia moral de que
en algún lugar –ya que no aquí- el bienhacer se vea reconocido
y recompensado, y el mal obrar, sentenciado y castigado. Como
sabemos, esta conexión con una trascendencia imparcial,
insobornable en sus veredictos, eterna en sus castigos y premios,
prestó sus servicios a la moral. Buenos servicios prestaron, pues,
las religiones al mundo moral, al darle, no sólo un legislador
sino también un juez interior, que lee en lo íntimo de los
corazones y premia o castiga con poder y sin error.

Ya desde el alboreo de la Modernidad, un buen número de


filósofos fue aprestándose a la tarea de humanizar el referente
racionalista en detrimento de su perspectiva religiosa. En estas
circunstancias, el legislador infalible vino a identificarse con la
razón humana, y el juez insobornable de nuestros actos, con la
conciencia personal. Todo un mundo de “infalibilidad”, que
señalaba los hitos del orden religioso-moral, pierde su hogar
trascendente y trata de buscar su lugar racional en la
inmanencia. Y ante tal traducción de un orden divino a un
orden humano, es necesario intentar responder desde la ética al
gran reto legado por Nietzsche: averiguar si el orden moral
desde el que cobran sentido la autonomía personal, la igualdad
entre los semejantes y la forma de vida solidaria tiene realidad o
es un orden ilusorio.

Ciertamente, las éticas de nuestro momento, con mayor o


menor conciencia de ello, han tomado postura ante tal
140

disyuntiva. Prolongadores de la Modernidad, como kantianos y


utilitaristas, emplean sus fuerzas en mostrar la racionalidad –
clásica- del “punto de vista moral”, aunque el eje de su ética sea,
en principio, distinto. Pero, frente a ellos es sin duda uno de los
tópicos más llevados y traídos denunciar el fracaso de la
Modernidad.

Postmodernos, ahítos de grandes metarrelatos, intentan


reconciliarse –tras la huella de Nietzsche y Heidegger- con un
mundo fragmentario. Premodernos, insatisfechos con el rumbo
dado a la historia por la Modernidad moral, convencidos de que
no ha sido capaz de crear más que ilusiones, propugnan el
retorno a una racionalidad anterior a ella, no acuñada por
deberes y derechos iguales.

Por otra parte, un indeterminado género de filósofos se enfrenta


a un incómodo dilema: les resulta molesta la Modernidad moral
por su afán fundamentador y, sin embargo, no pueden prescindir
del orden jurídico y político por ella fundamentado, porque a fin
de cuentas el público no parece dispuesto a liquidarlo. Se trata
entonces de oficiar de equilibrista y subir a la cuerda floja
ensayando el difícil equilibrio de exhortar a las masas a guardar
el orden moral, aunque sea ilusorio, a encarnar la tolerancia y
demás virtudes cívicas, aunque no exista para ello ningún
fundamento en la razón.

La pobre ética ha ido perdiendo sus antiguos supuestos y ahora


se está viendo privada de su objeto. Por “pre”, por “post”, por
pragmatismo o por afán de desorientada originalidad, nos
estamos quedando sin moral. Y, lo que es todavía peor,
posiblemente las mismas éticas contemporáneas estén
contribuyendo a liquidarla.

Entusiasmados los utilitaristas con la idea de dar a la moral una


base científica piden en préstamo a la psicología un fin con el
que adquirir un cierto barniz de cientificidad y también a la
economía algún procedimiento calculador con el que computar
utilidades. Pertrechados de su ábaco y de su fin, terminan en una
especie de economía psicológica, que calcula ávidamente
utilidades y recibe un fresco hálito de moralidad al tomar
sigilosamente de las éticas de la justicia principios como el de
imparcialidad.
141

Por su parte, las éticas kantianas de la justicia, gozosas de


poder dar razón, estructural y trascendentalmente, de la
corrección de normas y del sentido de la justicia desde la
imparcialidad de lo que todos podrían querer, presenten ya visos
de reducir lo moral a derecho y política, como no intenten ir más
allá de sus actuales ofertas. Que no en vano son éticas kantianas
y llevan incorporado ese esquema –más jurídico que moral o
religioso- de la ley y la justicia, para seguir ordenando el mundo
práctico y social. Si bien es cierto que Kant lo trascendió con
creces las éticas kantianas han supuesto un retroceso en este
punto.

En efecto, Rawls reconoce abiertamente que su teoría moral


versa únicamente sobre la virtud de la justicia, aplicada al
ámbito político, si bien no niega que la esfera moral sea más
amplia que la de la justicia. Sin embargo, Kohlberg, Apel y
Habermas hacen de la norma y la justicia el tema exclusivo de la
ética, con lo cual invitan al lector a preguntarse si los principios
de las éticas kantianas, que se precian de reconstruir de algún
modo el imperativo categórico, no reconstruyen más bien el
también kantiano –y rousseauniano- principio del Derecho
político.

No sería en tal caso ningún misterio que las éticas kantianas


resultaran idóneas para fundamentar el derecho moderno y las
formas de vida política: el misterio sería más bien qué queda de
la moral en tales principios legitimadores de normas. ¿O es la
nuestra una época “postmoral”, a la que bastan el derecho y la
política para resolver conflictos humanos? ¿Han absorbido las
razones jurídica y política las tareas que antaño desempeñara la
razón moral?.

Ciertamente así parece en sobradas ocasiones, al considerar no


sólo actitudes cotidianas, sino también trabajos de filosofía
moral. Por citar, en principio, éticas que creen aun posible dar
razón de lo moral, se tiene en ellas lo moral por economía
psicológica, como sucede con los utilitaristas, por teoría de la
justicia en las éticas kantianas, por doctrina comunitaria de las
virtudes que ha de ser tabla rasa del orden moral contemporáneo
en textos neoaristotélicos. Mientras que el resto trata a la moral o
con la convicción de que no existe, o con la circunspección de
quien, sabedor de que carece de raíces racionales, tiene por
142

prudente inculcarla cívicamente sin indagar sus fundamentos, no


sea cosa que se desvanezca entre los dedos.

Sin embargo, mientras los hombres sigamos viéndonos


obligados a justificar nuestras elecciones, porque el
ajustamiento a la realidad no nos viene dado; mientras sigamos
calificando a determinadas justificaciones de “justas” o buenas”
frente a otras, no importa ahora cuáles sean unas y otras y si en
tiempos distintos y en diferentes lugares podemos calificar de
diverso modo justificaciones semejantes; mientras “esto es
justo” o “esto es bueno” siga significando algo diferente de
“apruebo esto, haga usted lo mismo” o de “a mí me agrada”;
mientras unas formas de vida sigan pareciéndonos más humanas
que otras, seguirá habiendo una dimensión del hombre, de su
conciencia y de su lenguaje, que merecerá por su especificidad
el nombre de “moral”. Y será necesaria para legitimar el
derecho y la política, que no son autosuficientes en menesteres
de legitimidad.

Genético-estructuralmente, el orden moral legado por las


generaciones precedentes ha quedado incorporado a nuestros
esquemas cognitivos, de modo que sabemos moralmente a
través de ellos. Trascendentalmente, en alguna versión
determinada, tiene su sede en la razón. Porque las sociedades
aprenden no sólo a nivel científico, técnico o artístico, sino
también a nivel moral. El reconocimiento de la autonomía
personal, la dignidad que, en consecuencia, a todo hombre
compete, la búsqueda de la igualdad entre los semejantes, la
necesidad de la solidaridad se han incorporado a nuestro saber
moral en un proceso que resulta ya irreversible, de modo que
renunciar a todo ello significa ya renunciar a nuestra propia
humanidad.

Pero para dar razón de todo ello es insuficiente la ética tal como
se nos presenta en la contemporaneidad, porque en la versión
formal de corte kantiano termina por reducir la razón moral a
razón jurídica y política, y las restantes éticas, como hemos
referido, no dan cuenta satisfactoria de la moralidad.

Estamos urgidos de una ética que sin echar en saco roto el orden
moral que, basado en una racionalidad clásica, heredamos de la
Ilustración, se abra a la perspectiva de una racionalidad compleja
que tenga en cuenta lo contingente, lo incalculable y lo
143

inconmensurable; que conjugue la causalidad y la probabilidad,


lo universal y lo particular, la lógica y el azar, el cosmos moral y
el caos; que se preocupe por las normas correctas y la justicia,
pero también por fines, móviles, actitudes y virtudes. Para ello,
es preciso sobrepasar las unilateralidades hasta ahora vividas, los
enfrentamientos entre fines y móviles, deberes y virtudes,
normas y vida buena, individualismo y colectivismo, para
acceder a un tercer momento que sea la síntesis de los anteriores.
Sólo así, la ética cumplirá su tarea crítica, en lo social y lo
individual, expresada en la idea de que debe ser de otro modo,
porque nuestro mundo práctico no tiene todavía altura humana.

CAPÍTULO III. REFLEXIONES ÉTICAS EN TORNO A


PROBLEMAS ACTUALES.

1. UNA ÉTICA PARA LA POLÍTICA

Un problema de inocultable actualidad consiste en delimitar el


campo de una posible reflexión ética sobre una expresión
cualquiera de índole política, o lo que es igual, la investigación
sobre la posibilidad de una moralización de la política. Se ha de
advertir aquí que el término “ética” abarca, desde luego, mucho
más de lo que por él se entiende comúnmente, orientándose más
bien hacia la reflexión de aquellos valores que, como los de
libertad, solidaridad, dignidad humana, justicia, etc., sostienen o
pueden sostener una cosmovisión política.

De esa manera la posibilidad de una reflexión ética sobre la


política sólo quiere decir, en este contexto, la explicitación de los
valores fundamentales hacia los que tiende la acción política
inmediata. De lo contrario la suposición de lo ético como un
elemento subjetivo, íntimo, sin mediaciones con la objetividad
de la política, sólo representa precisamente la victoria del punto
de vista abstracto para el que es absolutamente fundamental o
bien la anulación de la reflexión política por ser ineficaz, o bien
su relativización y por tanto su supresión como instancia radical
objetiva.
144

¿Cuál es el papel que hoy día puede llegar a jugar una


vinculación fructífera entre ética y política en el seno de los
procesos sociales que caracterizan a nuestra época? ¿Puede
seguir considerándose a la ética como un elemento meramente
subjetivo, espiritualista, rechazable sin más por abstracto e
ineficaz? ¿o más bien será necesario concederle el sitio que
merece en cuanto instancia vinculada al deber ser, como
exigencia constante de superación de lo existente en nombre de
la razón? ¿Qué otro elemento que no sea el referente ético puede
actuar como vigorizador eficaz del quehacer político en la
contemporaneidad?

Respuestas atinadas a las interrogantes anteriores, nos llevan a la


conclusión de que no hay avance social ni humano en nuestro
tiempo, sin el promisorio vínculo entre ética y política, sólo que
éste para ser viable, ha de alejarse tanto del mundo sobrenatural
del misticismo como del mundo natural de la mera existencia en
su devenir mecánico y sin espíritu. Ni evasión hacia el cielo ni
reconciliación con la tierra: he aquí el tenso equilibrio en que se
ha de sostener la interrelación entre ética y política como
exigencia insoslayable de nuestros días.

Desde el amanecer de las sociedades clasistas las relaciones


entre ética y política han sido constantes y necesarias. En el
orden histórico toda política ha supuesto cierta moral y toda
moral una política. Doctrinalmente, toda ética ha implicado
cierta concepción de la política y toda teoría política ha
comportado una ética. Tanto la ética como la política tienen su
engarce con las necesidades e intereses sociales. La ética como
peculiar regulación normativa de las relaciones entre los
hombres; la política como vínculo social específico con relación
entre las clases.

Los puntos de vista en torno a las relaciones entre ética y política


han variado de acuerdo con los referentes doctrinales y las
circunstancias sociohistóricas. Estas relaciones se han
concebido, unas veces, en términos extremos, como política sin
ética y como ética sin política; otras veces, argumentando la
incuestionable interdependencia entre la ética y la política. La
eticidad de lo político constituye un prerrequisito de la política
en la modernidad. La no observancia de este presupuesto ha
comportado resultados funestos en la historia más reciente. Por
regla general, en las experiencias sociales contemporáneas, la
145

ética ha sido sierva de la política. Esta supeditación unilateral ha


acarreado daños irreparables por lo que se impone que los
hombres de buena voluntad, en estos años finiseculares,
tomemos conciencia de tal problema que nos amenaza
constantemente.

La ética por sí misma, a espaldas de la política, resulta


totalmente ineficaz en el orden práctico. La elevación de la
condición humana requiere, ante todo, de la actividad política.
La extensión social de la dimensión moral entre los hombres
pasa necesariamente por la política. En consonancia con esta
especificidad se justifica el que la ética esté al servicio de la
política. Abundando en esta característica digamos que la ética
en ninguna circunstancia ha tenido un fin en sí misma (no existe
la ética por la ética) si esto es válido en general, necesariamente
debe serlo para una ética, como la que exige la
contemporaneidad, que debe servir a objetivos radicales en lo
social y en lo humano. He aquí el fundamento objetivo que nos
muestra por qué la ética debe estar en función de la política.
Ahora bien, servicio no es servidumbre. Cuando la ética, como
sistema normativo, se le exige atender sólo al interés clasista y
no al interés humano, su servicio degenera en servidumbre. La
ética se convierte en sierva de la política cuando pierde su
especificidad.

En el decursar histórico de todos los países puede constatarse la


referida tergiversación de las relaciones entre la ética y la
política, así como un generalizado desconocimiento de sus
respectivas posibilidades y perspectivas. Aunque ética y política,
basadas en presupuestos humanos y sociales, sirven a un mismo
fin liberador, el destino de una y otra es distinto en el
procedimiento histórico-concreto que conduce a los objetivos
más elevados. La mejor política es la que prepara las
condiciones para su propia desaparición o sea la que tiende a su
propia negación; la que empezando por sus propias
organizaciones impide, en el interior de ellas, la reproducción de
las relaciones de dominación y subordinación. La mejor ética es
la que contribuye desde su especificidad fundamentalmente
normativa, a que la sociedad se transforme en un entorno
verdaderamente humano, propiciando en su más alto grado el
comportamiento consciente, libre y responsable de los
individuos. La mejor ética es aquella que al afirmase hace que la
moral gane terreno en la vida social a otros modos de
146

comportamiento (político, jurídico) al desaparecer gradualmente


la necesidad social de estos modos de comportamiento.

Aunque la autonomía de la ética es relativa, tiene su ámbito


propio, específico. No puede reducirse, por ello, a la política ni
abdicar ante ella. Si bien es cierto que por sí misma no
transforma instituciones ni relaciones sociales y que, por tanto,
el ético no puede sustituir al político, también lo es que la ética
como ética, es decir, por su naturaleza específica, sirve a la
política. Esa relación de servicio la concreta ejerciendo su
función crítica sobre la actividad política cuando ésta, en
nombre de las exigencias tácticas, recurre a medios que entran
en contradicción con los fines liberadores que la ética no pude
dejar de tener presentes. Una política puede ser condenada
moralmente cuando recurre a ciertos medios que no pueden ser
justificados por los fines. Y es condenada, precisamente, para
ponerla en la relación adecuada con el fin al que deben servir en
la actualidad tanto la ética como la política: el mejoramiento
humano.

La visión estereotipada y tradicional que ha existido de la


política es la concerniente a un mundo pedestre donde todo tiene
un carácter muy instrumental, un mundo donde vale todo. Y
aunque muchas políticas, que en el mundo han sido se
caracterizaron por esta sordidez, lo cierto es que también ha
habido esfuerzos, en este campo, encaminados a ver la política
como un medio para hacer más felices a los hombres.

Al enfatizar la necesidad de hacer prevalecer la dimensión ética


de la política, nos hacemos herederos de una tradición de
pensamiento que ha tenido como objetivo garantizar la
realización de los intereses y aspiraciones individuales en su
correlación necesaria con la indeclinable búsqueda del bienestar
colectivo. Tradición que, asimismo, ha recalcado que esos
propósitos humanistas sólo podrán alcanzarse en la medida en
que el poder político sea la expresión de la voluntad del pueblo
lo que garantizará una organización social “con todos y para el
bien de todos”. En la medida en que seamos creativos en la
defensa de esta tradición de pensamiento, estaremos
contribuyendo a que frente a los desafíos presentes y por venir,
no inclinemos jamás las banderas del humanismo que deben ser
las enseñas caracterizadoras de la ética y la política.
147

2. ÉTICA-DERECHO, UN VÍNCULO URGENTE Y


NECESARIO.

Analicemos ahora, cómo se ha visto la relación entre Ética y


Derecho en la contemporaneidad. Resulta ilustrativo en este
sentido, apoyarnos en el criterio de Oliver Wendell Holmes
(1841-1935), un juez de la Corte Suprema de los Estados
Unidos, quien en 1897, en su libro “La senda del Derecho”
hacía una advertencia que refleja con mucha nitidez la opinión
prevaleciente con respecto a esa relación en el ámbito jurídico.
Decía: “El Derecho está lleno de fraseología tomada a préstamo
de la Moral, y por la simple fuerza del lenguaje nos invita
continuamente a pasar de un dominio al otro sin percibirlo,
invitación que no sabremos resistir a menos que tengamos
permanentemente en cuenta la línea fronteriza entre ambos
conceptos”. El juez norteamericano registraba algo que es, en
efecto, evidente. El Derecho utiliza profusamente términos
como deber, obligación, responsabilidad, culpa, malicia, etc.,
que son, sin duda, muy característicos del lenguaje moral. Y no
sólo eso. El Derecho tiene también la costumbre secular de
apelar a nociones como justicia, libertad o bienestar general que,
por su propia naturaleza, parecen pertenecer igualmente al
ámbito de la ética.

Lo que llama la atención en la advertencia de Holmes es que de


hecho nos inste a rechazar todo ello y a tener buen cuidado en
deslindar con claridad una presunta “línea fronteriza” entre la
Ética y el Derecho. Esa prevención del juez norteamericano con
relación a mantener en forma aséptica el campo del Derecho, sin
permitir su contaminación con influencias morales, nos revela la
posición que ha sido dominante durante los últimos siglos entre
los profesionales del quehacer jurídico.

A mi modo de ver, nosotros desde una perspectiva contrapuesta a


la de Wendell Holmes, pudiéramos formular las siguientes
interrogantes; ¿ por qué resistir esa invitación de la Moral al
Derecho?. ¿Se trata en realidad de una invitación? ¿Es ese
lenguaje de connotación moral un “préstamo” terminológico o
es, por el contrario, algo consustancial al propio Derecho?. ¿Está
el Derecho constituido por componentes morales que le sirven
de fundamento y de los que ni su lenguaje ni su mismo fin
148

pueden prescindir? Responder a estas y otras cuestiones cercanas


a ellas resulta vitalmente importante para esclarecernos en torno
a problemas medulares acerca del vínculo entre Ética y Derecho
que el pensamiento jurídico contemporáneo debate
constantemente.

Partiendo del criterio de que la reflexión jurídica y la reflexión


moral pueden caminar ignorándose mutuamente, porque tienen
en común asuntos de máxima trascendencia, afirmamos que la
Ética debería ser una de las principales dimensiones del Derecho
contemporáneo. La tragedia -porque no ha sido menos que una
tragedia para el destino de ambos- es que a menudo se proponga
hoy al Derecho como lo contrario de la moral o como algo que
carece de toda relación con la Ética.

Suelen concebirse las Ciencias Jurídicas como Ciencias Sociales


que han logrado hacer superflua a la Ética. Para muchos
aparecen como disciplinas amorales y, para aquellos que se
sienten todavía amenazados por las incursiones considerables de
las Ciencias Jurídicas en el entorno cultural, son también
disciplinas particularmente inmorales. Hasta se dice que las
Ciencias Jurídicas proponen una visión cínica de los asuntos
humanos que reduce la moralidad a mero subproducto de las
fuerzas sociales y la sujeta a las poderosas servidumbres de
situación, momento y lugar. Gran número de cientistas jurídicos,
al buscar legitimación en una concepción errónea de la
investigación empírica y la ciencia natural, concurren con esta
visión. Afirman que los lazos que otrora ligaban sus disciplinas a
las preocupaciones de la Ética se cortaron irremediablemente
hace tiempo: los cientistas jurídicos están ya libres de sus
exigencias agobiantes.

Hasta el cientista jurídico más escéptico y empíricamente


inclinado debe enfrentarse con las evaluaciones de las gentes
sobre la acción y la conducta, la conciencia y las actitudes. Los
científicos sociales las identifican, miden, clasifican y describen
rutinariamente como parte de su tarea. Algunos de ellos
pretenden que no emiten juicios sobre los pronunciamientos
morales de sus sujetos y que no están comprometidos con las
posibles implicaciones morales de sus propios hallazgos y
pesquisas. Mas es ésta precisamente la cuestión que da origen a
las presentes reflexiones. El agnosticismo moral de una cierta
Ciencia Jurídica es parte de una mitología confortable sobre
149

algo que normalmente se denomina problema de la “neutralidad


ética” o de “valoración”. Desde esta posición, la aplicación de
normas morales, la invocación de principios, la atribución de
culpas y la concesión de alabanzas son cosas que suceden fuera
de la tarea científico- jurídica y no deberían nunca enturbiar su
ámbito sagrado. Además, los cientistas jurídicos de este parecer
tienden a sostener que la Ética es irrelevante para la orientación
teórica asumida. Así uno puede pertenecer a cualquier escuela de
pensamiento y afirmar simultáneamente la propia independencia
teórica respecto de cualquier concepción o posición ética. Más
todo esto es erróneo. Se funda en la Falacia de la Objetividad
Amoral.

La Falacia de la Objetividad Amoral consiste en la confusión


del ideal metodológico de la neutralidad ética de la ciencia con
el desinterés cínico acerca de las intenciones humanas en el
proceso de investigación o acerca de las consecuencias morales
cognoscibles o probables de sus descubrimientos, es decir,
acerca de la responsabilidad de cada cual. La falacia es, pues,
una de las facetas usuales del cientismo como ideología. La
degradación de la neutralidad ética en objetividad amoral está
fuera de lugar y es innecesaria. Tal degradación es un síntoma
más de uno de los aspectos más bárbaros de nuestra civilización:
la "emancipación" de las actividades que tienen pretensiones
científicas de todo fundamento en la esfera de la moral y el
confinamiento de la Ética al trabajo profesional de cierto número
de analistas académicos con un público completamente
especializado y restringido.

En el terreno que nos ocupa, ese divorcio debería superarse


mediante un acercamiento fructífero entre las Ciencias
Jurídicas y la Ética. Pero la invitación a tal acercamiento no debe
entenderse en el sentido trivial de que las Ciencias Jurídicas
deban aceptar las condiciones de trabajo que les dicte la Ética,
es decir, que los cientistas jurídicos deban estar al tanto de las
implicaciones morales de su actividad. Lo que se requiere es más
que esto: las Ciencias Jurídicas deben consolidar una comunión
estable con las metas y empeños de la Ética como disciplina
acerca de la moralidad. Sin embargo, la Ética ha tenido sus
propios problemas en tiempos recientes. Tanto es así que no es
infrecuente ver como algunos éticos afirman que su disciplina
"ha perdido el norte". Tales problemas han surgido, en buena
medida, del hecho de que una parte sustancial de la Ética
150

contemporánea ha venido a ser jurídicamente analfabeta. (Hasta


puede llegar a afirmarse que así se ha querido a sí misma). Se
han juntado, de ese modo, dos suertes de analfabetismo, dos
ignorancias, que han imposibilitado el diálogo. Podría darse aún
el caso, no obstante, de que por aproximación y reconciliación
mutuas, los dos equivocados adversarios pudieran salvarse entre
sí de los males que los asedian desde otros flancos. Y es que
si no aprenden a encontrarse no sólo faltarán al espíritu que
debería animar a sus respectivos empeños, sino que además
dejarán yermos los mismos predios que deberían cultivar. Si en
cambio, saben hallarse serán capaces de producir juntos el
discurso ético-jurídico nuevo que requieren nuestros azarosos
tiempos.

3. LAS TEORÍAS DE LA JUSTICIA Y SU


FUNDAMENTACIÓN ÉTICA.

El principio general de la justicia fue definido por los


jurisconsultos romanos como Suum cuique tribuere (Dar a cada
cual lo suyo). Se actúa justamente cuando se da a cada uno lo
suyo, e injustamente en caso contrario. Las distintas éticas de la
justicia coinciden en cuanto a esa fórmula abstracta, pero tal
criterio convencional no da respuesta concreta a qué es
realmente lo que se debe dar. Las éticas de la justicia tratan de
especificar lo que le corresponde a cada cual; es decir, intentan
impartir especificidad y contenido al principio formal, agregando
concreciones a ese referente abstracto. A lo largo de la historia
de Occidente ha habido tres concepciones principales, distintas y
contrapuestas, que han interpretado la justicia de manera
respectiva como propiedad natural, libertad individual e igualdad
social.

 La concepción naturalista de la justicia

La teoría de la justicia que ha gozado de mayor perdurabilidad


en la cultura occidental es, sin duda, aquella que la entiende
como proporcionalidad natural. Iniciada por los pensadores
griegos hacia el siglo VI a.n.e., no conoció rival hasta bien
entrado el siglo XVII. Según ella, la justicia es una propiedad
151

natural de las cosas que el hombre no tiene más que conocer y


respetar. Este es el sentido que los filósofos griegos dieron al
término dikaiosyne. En tanto que naturales, las cosas son justas,
y cualquier tipo de desajuste constituye una desnaturalización.
Todo tiene su lugar natural y es justo que permanezca en él. Esto
es aplicable no sólo al orden cósmico sino también al social. En
La República, Platón nos dice que en una sociedad naturalmente
ordenada, y por tanto justa, habrá hombres inferiores, artesanos;
habrá también guardianes; y en fin, habrá gobernantes.

La concepción de la justicia como proporcionalidad natural tuvo


su expresión en todos los ámbitos de la sociedad. Se trata del
carácter proporcional de acceso a los bienes, de acuerdo con el
rango social de la persona. De hecho, este se advierte ya en La
República, donde Platón intenta describir el orden de la ciudad
justa. Allí se ve como la obtención de riquezas y honores tiene
un carácter diferencial, precisamente en virtud del principio de
justicia distributiva. El esclavo, el artesano y el rico tendrán
diferentes accesos a los bienes materiales y espirituales. Todo
esto, vigente en el siglo IV a.n.e., siguió teniendo validez hasta
la Edad Media. En efecto, la sociedad medieval intentó asumir lo
más posible las consignas platónicas y la dinámica distributiva
se acomodó en lo sustancial a esas normas.

Así fue y así funcionó la teoría de la justicia como ajustamiento


al orden proporcional de la naturaleza. Este concepto de justicia
hizo que a todo lo largo de la Antigüedad y la Edad Media,
existieran tres grandes tipos de distribución social: La de los
estratos más pobres de la sociedad (esclavos, siervos, etc.); la de
los artesanos libres, y la de los ciudadanos libres y ricos. Nadie
más que estos últimos participaba por entero de los bienes de la
ciudad, y sólo ellos podían y debían ser plenamente justos y
virtuosos.

 La concepción libertaria de la justicia

La modernidad introdujo novedades fundamentales en el tema de


la justicia al insistir cada vez más en la importancia de la libertad
como base de todos los deberes al respecto. De este modo, la
justicia concebida como mero ajuste natural, pasó a convertirse
en una estricta decisión moral. La relación del súbdito con el
soberano ya no se basa en la sumisión sino en la decisión libre.
152

El hombre está por encima de la naturaleza, y es la única y


exclusiva fuente de derechos.

Según las teorías libertarias, la justicia se puede reducir al


principio de autonomía o libertad. Si el ejercicio de la libertad
(sobre todo económica) está protegido y garantizado se hace
justicia según esas teorías. Sus partidarios dudan de la existencia
de una justicia distributiva que supondría quitar algún bien a
alguien que lo ha ganado honrada y honestamente.

En las teorías libertarias a menudo se incorporan las del mérito o


las basadas en la contribución de las personas a la sociedad.
Estas teorías suponen que conviene recompensar al trabajador
diligente y capaz, y proteger su libertad de decidir cómo utilizar
la recompensa. Además, suponen que el ejercicio de un mercado
libre lleva a efecto la tarea distributiva o cumple con la justicia
distributiva. La distribución en el mercado libre creará
desigualdades de acceso a determinados bienes pero, de acuerdo
con los libertarios, eso no es injusto y no debe remediarse con
planes tributarios ni ningún otro tipo de redistribución.

En los últimos años, la concepción libertaria de la justicia ha


encontrado nuevas aplicaciones y expresiones en diferentes
campos de la sociedad. Ante los posibles excesos del Estado
benefactor, los nuevos liberales han vuelto a la tesis de que los
derechos individuales deben ser protegidos por el Estado, pero
sólo negativamente, no de modo positivo. Es decir, el Estado
tiene la obligación de impedir que alguien atente contra los
derechos individuales de las personas, pero no de procurar su
realización con respecto a todos los ciudadanos. Esta es la
diferencia entre el derecho negativo y el derecho positivo en lo
concerniente a la concreción de las libertades individuales.

 La concepción igualitaria de la justicia

Si para la concepción libertaria la justicia es esencialmente la


protección de la autonomía, para los igualitaristas la justicia es
esencialmente igualdad. Se hace justicia cuando se asignan
recursos a las personas que más los necesitan, con el fin de
acabar con las disparidades y de lograr la máxima igualdad
posible.
153

Mientras que las teorías libertarias se basan en las visiones


individualistas de la vida, los igualitaristas tienden a compartir
una visión más solidaria, que pide a las personas algo más que
reconocer la dimensión de sorteo que tiene la vida al distribuir
los beneficios y los cargos en forma desigual. La tarea de la
solidaridad y de la justicia se centra en trabajar para vender las
desigualdades naturales y sociales mediante políticas altruistas
racionales.

Los igualitaristas propugnan el establecimiento de un Estado que


promueva y proteja no sólo los derechos negativos, sino también
los positivos. Para la consecución de ese propósito, ese Estado
establece jornadas de trabajo dignas, prohíbe la explotación de
niños y mujeres, exige un salario mínimo protege a los
desempleados, enfermos, jubilados, etc. Surge así la conciencia
del derecho de todo ser humano a la educación, la vivienda
digna, el trabajo bien remunerado, el subsidio de desempleo, la
jubilación, la asistencia sanitaria.

Los teóricos igualitaristas insisten en que los recursos escasos


deben ser empleados donde más se necesiten, y no donde lo
determinan las fuerzas del mercado libre. Su aspiración se
encamina a considerar todo colectivo humano como una
comunidad moral, el bienestar de cada persona debe contar por
igual. No se acepta la desigualdad como “un acto divino”. La
moralidad se considera desde el punto de vista de satisfacer las
necesidades y lograr la imparcialidad. En la adopción de las
decisiones sociales, en cualquier campo del quehacer humano, se
debe tener en cuenta a todas las personas por igual, y sólo al
hacerlo así la comunidad supera el egoísmo y avanza hacia una
perspectiva moral.

La comprensión igualitarista del principio de justicia, la


considera como algo que exige una igualdad de bienestar para
cada individuo. Su modo de entender la justicia como igualdad
postula que la gente tiene el derecho a que la calidad de su vida
sea igual, en la medida de lo posible, a la calidad de bienestar de
otros. Como consecuencia, en la distribución de beneficios, los
que menos tienen serán los más favorecidos si la compartición
ha sido justa. El principal objetivo de la distribución justa debe
ser igualar el bienestar, las desigualdades flagrantes son
fundamentalmente reprochables, y remediarlas debe ser la meta
de cualquier política social justa. La justicia igualitaria exige que
154

en las prácticas y políticas sociales se procure conseguir una


igualdad de posibilidades y bienestar.

Cualquiera de las tres concepciones que han venido


contendiendo entre sí para explicar la justicia presenta
argumentos que es necesario tener en cuenta a fin de
fundamentar teóricamente este problema de tanta importancia en
la práctica social. Por eso, lo más aceptable sería respetar los
principios esenciales que emanan de ellas. El debate actual en
torno a la justicia nos muestra que el camino de la
complementariedad resulta el más indicado para enfrentar un
complejo asunto que tanto ha preocupado al pensamiento ético
universal.

4. LA DIGNIDAD HUMANA, VALOR MORAL SUPREMO.

La respuesta de los ciudadanos, en diversas partes del mundo,


frente a los desafueros provenientes de los centros de poder
imperialista, es un signo claro de la existencia de unos valores
morales que unen a los seres humanos y que son una esperanza
para equilibrar el unilateralismo hegemónico, argumentado y
propulsado por los cultores del pensamiento único. Profundizar
en esos valores es un instrumento para reforzar la identidad
humana en este momento de gran debate de ideas a nivel
planetario.

Es atinado empezar por la dignidad humana que cristaliza como


tal, en el saber filosófico, desde los humanistas hasta Kant. De
ella derivan todos los demás valores morales y es la raíz y el
cimiento de la ética pública en la contemporaneidad.

La idea de dignidad se ha presentado como un concepto


complejo, multiforme, que se ha ido perfilando a lo largo del
tiempo, añadiéndose matices y ampliando su espacio intelectual.
En todo caso, ha adquirido, a partir del tránsito a la modernidad,
una creciente presencia como valor de valores, como una mezcla
de dimensiones fácticas y de deber ser que le convierten en una
de las claves de la identificación de las personas y del espacio
155

público en que se desarrolla. La correlación entre ética pública y


ética privada encaja en los matices de esa dignidad humana, que
expresa mejor que nada la idea del ser humano como valor
supremo, y que desarrolla su itinerario vital en la sociedad
democrática y plural que es una de las grandes aportaciones del
quehacer social a la cultura.

La misma depuración del sentido de la idea de dignidad humana


ayuda a entender su significado más profundo. Así nos
encontramos con dos modelos de dignidad, la que podemos
llamar dignidad heterónoma y la dignidad autónoma. La primera
tiene una raíz y un fundamento exterior al ser humano, en el
rango que el hombre ocupa en la sociedad, en el Derecho, en la
riqueza o en su semejanza con un ser superior, con Dios. La
segunda, que es la que cristalizará en la Ilustración, es la
dignidad que denominamos autónoma, tiene su causa en el
hombre mismo y se encuentra en la propia condición humana.

La dignidad heterónoma, se expresa como honor, cargo o título,


como apariencia o como imagen que cada uno representa o se le
reconoce en la vida social. Es una idea propia de sociedades
estamentales, organizadas por castas, por rangos, por órdenes
cerrados, donde la hipertrofia del rango y de la jerarquía privará
a los inferiores de dignidad y donde además no cabe la igual
dignidad si ésta pretende ser un mínimo de autonomía personal.

El primer texto en que aparecen las dos ideas de dignidad y


donde el autor se inclina por la concepción autónoma es La
controversia acerca de la nobleza, de Buonnacorso de
Montamagno, de 1428, que es un diálogo entre dos jóvenes que
se presentan ante Lucrecia, hija de un noble romano, para
justificar quién es el más noble, es decir, el más digno. El
primero, Publio Cornelio, hablará de la gloria de sus antepasados
y de sus riquezas, o sea, de la idea de dignidad como rango o
jerarquía social. El segundo, Gaio Flaminio, considerará que la
verdadera nobleza no se basa en la gloria de otro hombre, ni en
los pasajeros bienes de la fortuna, sino en la virtud de la propia
persona.

La mentalidad proclamada por Publio Cornelio no podemos


reducirla sólo a la Edad Media, es toda una modalidad de
pensamiento, propia de las sociedades donde impera el
oligarquismo, que recorre la historia bajo diversas formas y que
156

en los dos últimos siglos se presenta bajo la cobertura del


economicismo, donde la dignidad deriva de la riqueza. Es una
creencia establecida, aunque profundamente errónea, que
sustituye los valores morales por intereses materiales y que sigue
muy presente en los comportamientos humanos actuales.

El segundo tipo de dignidad heterónoma lo identificamos con la


idea de que esa dignidad deriva de nuestra semejanza con Dios,
lo que impide igualmente la autonomía humana si esta
semejanza es interpretada desde una iglesia que monopoliza la
idea de Dios, o si se plantea desde el agustinismo político, que
produce el mismo efecto al negar la autonomía del individuo en
el uso de la razón y en la búsqueda de la verdad. Para ese
modelo, la luz del hombre no será propia, sino sólo derivada de
la luz de Dios. Sin ella no cabe nada, ni siquiera la dignidad, sólo
será posible una dignidad heterónoma, es decir, dependiente de
la luz divina, interpretada por la Iglesia.

La modernidad, como contribución al proceso de liberación de


esas ataduras, potenciará la humanización y la racionalidad que
tendrán por objetivo propiciar el reencuentro del hombre con su
propia dignidad, la dignidad humana autónoma. Por eso, se
hablará de movimiento ilustrado, de iluminismo, porque se
aspira a que el hombre pueda brillar con luz propia. El siglo
XVIII pretendió ser el siglo de la devolución de la luz al hombre,
así como de su dignidad personal.

Aunque encontramos rastros de la idea de dignidad autónoma en


las civilizaciones orientales antiguas, en Israel, en Grecia y
Roma, será en el tránsito a la modernidad donde la dignidad
alcanzará su plena dimensión como dignidad autónoma. Con el
apogeo del humanismo, se desarrollará una gran confianza en el
poder y en el ingenio del hombre. Todos los autores producirán
una exaltación del individuo, una reivindicación de la libertad
del hombre y de su competencia y su capacidad para razonar y
para construir con autonomía en el campo del arte, de la
literatura y de la cultura en general. Una mezcla de estoicismo y
epicureísmo, de defensa de la igual condición humana, marcará
el nuevo tiempo de la moderna dignidad.

Frente al agustinismo político que aparecerá en la obra de


Inocencio III titulada La miseria del hombre, que reproduce las
críticas agustinianas contra la mundaneidad y contra los horrores
157

producidos por el individuo, reaccionará Gianozzo Mannetti con


su De dignitate et excelentia hominis, donde elogia la
inconmensurable dignidad y excelencia del hombre, y los
extraordinarios talentos y raros privilegios de su naturaleza. Así,
poco a poco, el centro del debate pasará de nuestra semejanza
con Dios a nuestras diferencias con los restantes animales.

La moderna idea de dignidad no será incompatible con la fe ni


con la creencia religiosa. Creyentes y no creyentes se pueden
agrupar en igualdad de condiciones en torno a la idea de
dignidad. Precisamente una de las claves de la ética pública de la
modernidad es el derecho a la libertad religiosa e ideológica de
los ciudadanos. No hay un status de privilegio porque la
dignidad humana es la base de los valores morales, el
fundamento de la ética pública cuyo destinatario es el ciudadano,
creyente o no creyente. La clave es la igual condición de todos
los seres humanos con independencia de sus creencias, porque
el presupuesto de la dignidad lo proporcionan unos rasgos
humanos que son comunes a todas las personas.

Son numerosas y plurales las aportaciones en torno a la dignidad


humana. Pico de la Mirándola, Lorenzo Valla, Angelo Poliziano,
Pietro Pomponazzi o, ya en los albores del siglo XVII, Giordano
Bruno, serán autores fundamentales en la Italia del
Renacimiento. También en España, Pérez de la Oliva, Juan de
Brocar y Francisco Regio, éstos en las “laudes litterarum”,
elogios o panegíricos a las letras o la gramática, defendieron la
dignidad humana en aperturas de curso en Valencia o en
Salamanca y ya en el siglo XVIII Voltaire, el Rousseau de la
Profesión de fe de un vicario de Saboya, y Kant, que
racionaliza los rasgos de la dignidad y nos atribuye la condición
de seres de fines que no podemos ser utilizados como medios y
que no tenemos precio.

Hoy los aspectos esenciales que identifican nuestra dignidad son


a la vez un dato de nuestra condición y un deber ser que marca el
desarrollo de la dignidad, desde el ser al deber ser. Somos seres
capaces de decir no, de razonar y de construir conceptos
generales, de crear belleza con nuestra razón mezclada con
nuestros sentimientos y nuestras emociones, de comunicarnos y
de dialogar, de vivir en una sociedad bajo un sistema de normas
que limiten nuestro egoísmo, que redistribuya la riqueza y
resuelva los conflictos con un tercero imparcial y, por fin,
158

somos seres morales, con una ética privada, para escoger


libremente caminos de bien, de felicidad o de salvación. Y estas
capacidades se pueden convertir en realidad, expresan un deber
ser realizable, en una sociedad bien ordenada, que tendría como
fin en su acción política y en su derecho que todas las personas
puedan desarrollar esas capacidades de su dignidad. La dignidad
es a la vez el punto de partida y el punto de llegada en una
sociedad democrática, en una sociedad de hombres libres. Por
eso, la contemporaneidad debe tener en la dignidad humana el
referente axiológico máximo, su supremo ideal de justicia, y en
eso considero que, aunque estemos ante un valor universal, es
una obra de realización insoslayable por todas las comunidades
humanas.

5. LA IDENTIDAD CIUDADANA, UN PROBLEMA DE


NUESTRO TIEMPO

Uno de los conceptos más estudiados en estos momentos es el de


ciudadanía. Nuestra concepción al respecto vincula esta realidad
a la identidad nacional y es una consecuencia del nacionalismo
moderno. Este dio lugar a una concepción de ciudadanía basada
no en la adscripción estamental o étnica, sino en la praxis que
implica el ejercicio activo de derechos democráticos de
participación y comunicación. Según tal concepción,
“ciudadanía” significa no sólo pertenencia a un estado, sino un
status definido por los derechos y deberes de la persona que goza
de semejante condición.

El problema de la ciudadanía se remonta, en sus orígenes, a la


antigüedad esclavista. Aristóteles, en sus Eticas, argumenta que
el sentido y la unidad de la vida lo proporcionaba el vivir
conforme al conjunto de “virtudes” que componían la figura del
perfecto ciudadano. Desde esta perspectiva, el fin ciudadano es
siempre la felicidad, que no es un objetivo individual, sino
colectivo: mi bien no puede ser antagónico al tuyo pues el bien
lo es de toda la comunidad.

Posteriormente, la Edad Media vive situaciones más complejas


que ya no reproducen esa armónica unidad colectivista de la
159

polis, la cual, aunque seguramente estuvo lejos de ser una


realidad, era pensable por lo menos como ideal. En la época
medieval los contenidos de la vida virtuosa son otros, pero hay
aún algo que los unifica, y es la autoridad divina, origen y
fundamento de la ley. La virtud se entiende menos como
disposición hacia el bien de la colectividad y empieza a
concebirse como disposición a obedecer unas normas de carácter
trascendente. En tales circunstancias, más que ciudadanos hacían
falta súbditos.

Con la época moderna todo cambia, pues el ethos característico


de la modernidad es el individualismo liberal. Al convertirse el
sujeto en el punto de partida y el centro del conocimiento, se
pone de manifiesto el desacuerdo y se pierde el fundamento
objetivo de la obligación. Al faltar esa idea de la naturaleza
humana que era la razón de ser de las virtudes griegas y, por otro
lado, querer prescindirse del apoyo trascendente, se da pie a las
distintas teorías del contrato social que potencian el componente
subjetivo de la condición ciudadana.

La búsqueda de esa subjetividad ciudadana constituye un aporte


de la modernidad, pero desvinculada de un referente objetivo en
términos sociales, la ciudadanía se hace formal y acaba siendo,
en efecto, una mera búsqueda. Los tiempos actuales reclaman
con urgencia la precisión de los contenidos de una identidad
ciudadana que no olvide la necesaria autonomía individual, pero
que descanse, como antes, en un “nosotros” que no es el de la
comunidad política griega ni el del reino de los cielos cristiano,
sino el “nosotros” de la humanidad como tal.

 La identidad ciudadana. Su especificidad.

Tener una identidad significa diferenciarse de la totalidad


indiferenciada. Tener además de nombre propio, ocupación y
residencia, el sentido de la obligación de que hay que hacer de
una o uno mismo una mujer o un hombre con cualidades, con
una cierta dimensión humana. Tener una identidad es conferirle
unidad a la propia vida, recoger el pasado y proyectarlo hacia
delante. En suma, hacer de la propia vida personal una existencia
con sentido.
160

La identidad no se daría sin la diversidad y la diferencia.


Podemos decir “yo” porque hay “otros” iguales a mí y, a la vez,
distintos. Ser igual a uno mismo es distinguirse de los otros.
Pero, por otra parte, son ellos, los otros, quienes confirman la
identidad que creemos construir y tener. La conciencia de mí
pasa por la mirada y la expresión del otro. Puesto que no somos
individuos solitarios, mi subjetividad no es sólo mía, sino el
resultado de mis relaciones. Nada mío es sólo mío, no puedo
hacer dejación de mi contexto si quiero sentirme, conocerme y
vivir. La identidad es un fenómeno que surge de la dialéctica
entre el individuo y la sociedad. No hay identidades fuera de un
contexto social concreto y de un proceso de socialización.

Los tres niveles fundamentales de identidad –el de la humanidad


toda, el de los diferentes grupos o comunidades, y la identidad
personal- se adquieren y se van construyendo a lo largo de la
vida. Es imposible forjarse una identidad personal sin pasar por
la integración en lo colectivo. Pues se es alguien desde la
integración en una sociedad y unos grupos que me reconocen
como tal, que reconocen también mi identidad humana y que, a
la vez, la buscan como ideal. Búsqueda en la que entra, al mismo
tiempo, la de todos y cada uno como seres diferentes, no
confundibles con el todo.

No hay otra identidad colectiva fundamental que la de


“ciudadano”. La ciudadanía es la base de la igualdad, es lo que
hace lícita la libertad de asociación, o la libertad de elección de
otras identidades. A partir de la igualdad como ciudadanos,
podemos llegar a ser alguien –a tener una profesión, una
nacionalidad, unas propiedades personales, unos méritos-, y
también podemos llegar a ser “lo que ya somos” pero muy
imperfectamente: personas con pleno derecho, que deciden y
escogen su propia forma de vivir. La implicación pública, el ser
sujeto de derechos, concede el derecho a la individualidad.

Ser ciudadano es el requisito para llegar a ser persona. La


ciudadanía es la mejor plataforma para alcanzar la autonomía.
La búsqueda de la identidad deviene así un dialéctico vaivén
entre lo colectivo y lo individual. Sólo puede morir satisfecho
quien haya encontrado algo válido para todos los hombres y no
sólo para el mismo. Hay que ver la vida personal como el
comentario a un inacabado poema colectivo.
161

 La concepción liberal de la ciudadanía.

La tradición liberal, que se remonta a Locke, da lugar a una


concepción individualista del ciudadano. El ciudadano tiene
derecho a voto, debe pagar impuestos y recibe a cambio unos
servicios estatales. La participación en el autogobierno termina
en esas obligaciones. La democracia liberal así entendida se
basa, sobre todo, en el derecho de los individuos a la libertad y
propugna un laissez faire económico, político y moral ajeno a la
formación de identidades cívicas. La libertad de los modernos no
es una libertad para participar, no incentiva la participación
democrática.

La democracia se basa en el principio de soberanía popular y


ésta supone una participación amplia y variada de los
ciudadanos. El ejercicio de la ciudadanía democrática consiste
en participar o cooperar en la construcción democrática de una
sociedad más justa. Fenómenos como el absentismo electoral, la
corrupción, el fraude fiscal, la apatía con respecto a los
problemas comunes de la sociedad, la falta de debate público o
de organización ciudadana son síntomas de que el individuo no
se siente ciudadano. La democracia que más abunda en la
actualidad obedece al modelo de la democracia como mercado.

La concepción individualista de la ciudadanía sólo produce


ciudadanos pasivos. Ciudadanos que se saben sujetos de
derechos, pero no asumen otros deberes que los exigidos por la
democracia formal. Se basa en una concepción de los derechos
como derechos individuales. En tales circunstancias, sólo los
derechos civiles y políticos fuerzan a la participación ciudadana,
los otros dan lugar a una especie de paternalismo político. Ni los
derechos económicos, sociales y culturales ni los llamados de
tercera generación pueden realizarse si no hay una auténtica
voluntad de cooperar en que así sea por parte de los ciudadanos.

 La concepción comunitaria de la ciudadanía.

A la concepción liberal de la ciudadanía se está contraponiendo


la concepción comunitaria. Desde esta perspectiva, se concibe la
participación política en el autogobierno como esencia de la
libertad y no a ésta como simple presupuesto de una
participación que sólo es una opción entre otras muchas. La
participación es un componente esencial de la identidad
162

ciudadana. Rousseau compartió esta idea y consideró que el


pueblo que sólo tiene derecho a voto y no participa del proceso
político no es, en realidad, libre.

Recuperar la comunidad, de una forma u otra, es una de las ideas


claves del pensamiento político actual. La nación moderna ha
dejado de ser operativa, la soberanía tiene que dispersarse hacia
abajo. Pues aunque cada vez converjamos más en el consenso en
torno a unos principios universalistas, estos necesitan un
“anclaje político-cultural”. Los principios constitucionales de los
estados de derecho se parecen todos, pero sólo cobran forma en
las prácticas sociales. Por eso, los comunitaristas apuntan a la
necesidad de identificación “patriótica” con la forma de vida de
la comunidad para que los principios universales movilicen al
individuo y le hagan sentirse obligado por ellos.

Hoy se plantea la necesidad de descentralizar la política y


acercarla al ciudadano como medio de recuperar la identidad
cívica perdida. De esta forma, la comunidad, el territorio, la
soberanía reducida actuarían como vehículo para comprometer
al individuo en los principios universales, cosa que no logra el
liberalismo imperante. La pertenencia a una comunidad política
funda deberes especiales los cuales no sólo obligarían a los
ciudadanos a identificarse con ellos, sino que tendrían la virtud
de afianzar la identidad pública, cívica, de todos los ciudadanos
pertenecientes a la comunidad.

Es decir, conscientes de que necesitamos sentirnos no sólo


cubanos, latinoamericanos, tercermundistas, sino ciudadanos de
Morón o de Guantánamo para actuar como ciudadanos, habrá
que encontrar la forma de construir identidades políticas. Ahora
bien, para que esa dinámica no represente un retroceso con
respecto al universalismo ilustrado moderno, hay que dejar bien
claro que la identidad no es un fin en sí, sino un medio hacia la
ciudadanía sin más, que no es otra que la ciudadanía en
términos de humanidad. No es legítimo eliminar la dialéctica
entre lo particular y lo universal. No lo es si no queremos que la
ciudadanía se convierta en un elemento de exclusión y no de
progreso.
163

 ¿Cómo formar ciudadanos?.

Por razones de coherencia política y de coherencia moral, la


democracia liberal o la concepción individualista del ciudadano
tiene que ser revisada. Necesitamos otro modelo de democracia,
un modelo en el que la participación ciudadana sea una realidad.
La cooperación ha de ser compatible con las libertades
individuales. De lo contrario nos encontramos con un
“privatismo ciudadano” frente a una economía y una
administración obedientes sólo a sus imperativos internos del
dinero o el poder.

La pregunta es: ¿cómo es posible subsanar el déficit de


ciudadanía, de identidad cívica o de cooperación que
necesitamos?. ¿Basta descentralizar la política y acercarla al
ciudadano? ¿Bastan medidas políticas, legislativas?. ¿No habrá
que pensar de nuevo que no hay democracia sin paideia?. ¿Qué
puede hacer, en concreto, la educación?; ¿qué podemos hacer en
el terreno de la cultura?.

Los griegos tenían razón cuando entendían que el buen


ciudadano era el ciudadano virtuoso, es decir, aquel que había
ido adquiriendo una serie de hábitos que le disponían a cooperar
con lo público. Sentirse y entenderse como ciudadano consiste,
en efecto, en tener una serie de hábitos que mueven al individuo
a interesarse no sólo por lo privado sino también por lo público.

La educación tiene mucho que hacer en la formación de hábitos


de convivencia, que acostumbren a ver al otro como un igual, a
respetarlo y a ayudarlo si lo necesita. Las leyes y los proyectos
políticos han de ponerse al día y hacer frente a los nuevos
problemas. Pero el proyecto político caerá en el vacío si no hay
una buena disposición ciudadana.

No es la educación en abstracto la que debe formar ciudadanos,


sino la educación concreta y singular que vive problemas
específicos de falta de ciudadanía. Esa educación necesita, por
una parte, más autonomía para organizar sus proyectos y dar
cuenta de ellos. Por otra parte, necesita más vinculación al
territorio y coordinación con las instancias territoriales más
cercanas, tanto para resolver problemas concretos como para
llevar a cabo una tarea educativa verdaderamente comunitaria.
164

No es por la vía de un patriotismo estrecho como puede


construirse la identidad ciudadana, sino por la reflexión acerca
de los obstáculos que se dan en nuestra sociedad para fomentar
hábitos de participación y de compromiso con los problemas
más graves de nuestro tiempo. Reflexión que carece de
operatividad en abstracto, pero puede ser eficaz si no desconecta
de las contradicciones y conflictos que tiene la sociedad.

6. LOS DERECHOS HUMANOS DESDE UNA


PERSPECTIVA ÉTICA

En la contemporaneidad, pocos temas tienen una presencia tan


constante y despiertan una sensibilidad tan amplia como el de los
derechos humanos. Lo que hoy se engloba dentro de la
denominación de los derechos humanos es uno de los contenidos
que reiteradamente aparece no sólo a nivel de discurso sino
también a nivel de la realidad, tanto en lo que se refiere a las
violaciones y agresiones a la integridad personal como a las
múltiples iniciativas en defensa de la dignidad humana.

En sus formulaciones actuales, la temática de los derechos


humanos irrumpe con la modernidad. Se acostumbra a señalar
como antecedentes de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de la ONU (1948), el Virginia Bill of Rights
promulgado durante la independencia de los Estados Unidos
(1776), y sobre todo la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano, proclamada por la Asamblea Nacional de
Francia, en la época de la Revolución(1793). Otros antecedentes
más remotos, tendríamos que buscarlos en los tratados con los
cuales surge el derecho internacional, entre ellos sobresale la
obra de Francisco de Vitoria. Asimismo, resulta procedente
señalar entre estas referencias de partida a las distintas utopías,
tanto laicas como religiosas. Ante una realidad social que niega o
no deja lugar para la vida auténticamente humana, se proyecta
un mundo que todavía no existe (utopía) mas reclama un lugar
en el contexto social teniendo como única razón su fuerza moral.

A tal grado ha llegado la no observancia de los derechos


humanos que algunos estudiosos arriban a la conclusión de que
no existen tales derechos, argumentando que creer en ellos es
como creer en brujas y unicornios. Según este punto de vista
165

pesimista, los derechos humanos son meras ficciones a las que


acuden los hombres en sus aspiraciones por hacer más llevadero
y digno el mundo en que viven.

Esa conclusión descorazonadora acerca de los derechos humanos


comporta un cierto desconocimiento de sus peculiaridades
esenciales. En puridad, los derechos humanos no son derechos
totalmente legales, pues aunque constituyen el meollo del
derecho positivo no forman parte consustancial de sus preceptos.
Los derechos humanos pertenecen fundamentalmente al ámbito
de la moralidad, en el que el incumplimiento de lo que debe ser
no viene castigado con sanciones que teniendo un carácter
externo al sujeto, aparecen prefiguradas legalmente. Los
derechos humanos, mostrando un referente específicamente
ético, existen objetivamente en un territorio en que se
entrecruzan la moral, la política y el derecho, lo que hace
sumamente complicada su especificidad en cuanto objeto de
estudio.

A. El estatuto de los derechos humanos.

Los derechos humanos han ido siendo reconocidos


históricamente y su aceptación ha dependido de las
circunstancias sociales caracterizadoras de la vida de los pueblos
y los estados. En los medios académicos suele hablarse de tres
generaciones de derechos humanos que en su devenir han
concretado los valores de libertad, igualdad y solidaridad. Se
denomina primera generación a los derechos civiles y políticos
que patrocinados por el liberalismo e inseparables de la idea de
ciudadanía, consisten ante todo en el derechos de toda persona a
la vida, a pensar y expresarse libremente, a reunirse con
quienes desee, a desplazarse por donde estime pertinente y a
participar en la legislación de su propia comunidad política. En
resumen, esta primera generación se refiere al ejercicio de
aquellos derechos a los que se ha denominado también libertades
y cuyo respeto constituye la piedra de toque de un estado de
derecho.

La segunda generación de derechos humanos está integrada por


los derechos económicos, sociales y culturales, cuya abanderado
ha sido el movimiento socialista y comunista. Estas fuerzas de
izquierda alegan que los derechos civiles y políticos difícilmente
puedan respetarse si no vienen respaldados por unas seguridades
166

materiales. Sin alimentación suficiente, sin techo y abrigo, sin


medios para acceder la cultura, sin protección ante el
desempleo, la enfermedad o la ancianidad, constituye una broma
de mal gusto decirle a una persona que es sujeto de libertades,
que es enteramente libre.

El respeto a los derechos de la primera generación es sagrado y


no pueden caracterizarse las libertades civiles y políticas como
“puramente” formales, como si se tratara de puras entelequias
vacías de contenido. La experiencia histórica demuestra que
cuando un estado pone en cuarentena alguna de esas libertades
presuntamente formales, el riesgo de atentado a los derechos
humanos, en términos de abuso de poder, resulta el lógico
corolario. Tampoco se pueden despreciar los derechos de la
segunda generación, como si fueran exigencias puramente
optativas que un estado puede asumir o no. Por el contrario, en la
contemporaneidad, un estado de derecho que pretenda
convertirse en un estado de justicia, está obligado a satisfacer los
derechos económicos, sociales y culturales de los ciudadanos so
pena de desmarcarse históricamente. Y conviene andar con
mucho cuidado, no vaya a ser que las reiteradas críticas que se
escuchan hoy contra el paternalismo del estado de bienestar nos
lleven a renunciar a un estado de justicia.

Estas dos generaciones de derecho aparecen expresamente


referidas en la Declaración de las Naciones Unidas de 1948,
mientras que la necesaria observancia a los denominados
derechos de la tercera generación todavía no ha sido objeto de
un reconocimiento internacional de las mismas características,
pero está presente en la conciencia social de los pueblos al
menos con el mismo vigor que los anteriores. Esta generación
se refiere al derecho que toda persona tiene de nacer y vivir en
un medio ambiente sano, no contaminado de polución y de
ruido, como ocurre frecuentemente, y el derecho a nacer y vivir
en una sociedad en paz. Podría decirse que el respeto de estos
derechos de la tercera generación es condición del respeto a
todos los demás, porque mal pueden respetarse las libertades
civiles y políticas, la educación, la salud y cuantos derechos
hemos mencionado desde un medio ambiente contaminado y,
sobre todo, desde una sociedad en guerra.

Estas tres generaciones de derechos humanos expresan en su


conjunto, aquellos prerrequisitos sin los que una persona mal
167

puede llevar una existencia digna y desarrollar sus proyectos de


vida. Y como no hay fin de la historia, y ésta más bien sigue su
paso indetenible con la consiguiente aparición de lo nuevo, estas
generaciones de derechos humanos se prolongan y se
prolongarán en otras que, aunque hoy no se presentan con la
misma exigencia, pueden hacerlo en el futuro, como por
ejemplo, elderecho a la intimidad e inviolabilidad del propio
patrimonio genético.

Los derechos humanos representan un tipo de exigencias que


demanda su positivación y que, por tanto, pretenden ser
satisfechas aún cuando no fueran reconocidas por los organismos
correspondientes. El carácter esencialmente ético de estos
derechos les confiere las siguientes cualidades:

1) Se trata de derechos universales, ya que se adscriben a


toda persona por el hecho de serlo.

2) Son derechos absolutos, en la medida en que al entrar en


conflicto con otros derechos, constituyen el tipo de exigencias
que debe satisfacerse prioritariamente. Carácter absoluto, en el
caso de los derechos humanos, significa prioridad en la
satisfacción.
3) Tales derechos son innegociables, porque el mero hecho
de ponerlos en cuestión y discutir su validez estaría en
contradicción con los presupuestos humanistas que raigalmente
los caracterizan.
4) Abundando un poco más, nos encontramos ante derechos
inalienables, ya que el sujeto no puede enajenar su titularidad sin
contradecir su propia condición humana.

El estatuto de tales derechos, aún antes de su deseable


positivación y por el grado de racionalidad que comportan, le
otorga a las personas la autorización a ejercerlos y a exigir su
protección a los organismos correspondientes. Por tanto, no
serían meras aspiraciones, sino exigencias racionales que, por su
lógica interna, requieren ser positivadas para gozar de protección
jurídica.
168

B. Un nuevo enfoque de los derechos humanos.

El tratamiento de los derechos humanos por la mentalidad


moderna, mostró desde el origen dos posiciones claramente
delimitadas: una de índole eminentemente política y otra que
asume el problema como una cuestión moral que engloba la
totalidad del ser humano. Estas dos posiciones dejan su impronta
en la manera de afrontar la lectura de aquello que postulan las
declaraciones de los derechos del hombre y del ciudadano. El
individualismo, propio de la ideología liberal, reduce esos
derechos a libertad e igualdad, limitando éstas a su vez a la
esfera de lo político. Esta deficiencia, consustancial a la
concepción liberal moderna, dio lugar a que los derechos
humanos fuesen vistos y tratados como una cuestión propia del
Derecho y de la Política más que de la Ética. De ese modo
quedaba relegada, casi por completo, la perspectiva moral que se
insinuaba en el tratamiento de las utopías. Al frustrarse esta
posibilidad, el pensamiento ético afronta hoy el tema con cierta
insatisfacción al constatar la brecha que existe entre aquello que
se consiguió y lo que era justo esperar en el campo de los
derechos humanos.

Por lo que hemos dicho hasta aquí se puede deducir lo oportuno


que resulta ensayar, a partir de la moral y de una perspectiva
integral, un nuevo enfoque de los derechos humanos. Con esto
se pretende ayudar a superar el divorcio entre Ética y Política.
Sólo la Ética puede dar a la Política su verdadera dimensión
englobante de la realidad humana integral. Por otro lado, es
preciso cuestionar el tratamiento liberal moderno de los derechos
humanos, y asumirlos en una perspectiva social que supere el
ámbito individualista a que los reduce el enfoque jurídico-
político. Un problema tan vasto no puede ser agotado en unas
breves líneas. Nuestro objetivo, por tanto, se limita a ofrecer
elementos que contribuyan al esbozo de un tratamiento ético
del tema de los derechos humanos.

Vivimos en un mundo en que ningún país es del todo inocente en


lo concerniente a la violación de los derechos humanos. No
obstante la validez de la anterior aseveración, la realidad
mundial muestra que son los pueblos y los sectores pobres los
más agredidos en su dignidad humana. Los pueblos del mundo
subdesarrollado no sólo constituyen la parte de la humanidad
169

más empobrecida sino también están en primer lugar en lo que


se refiere a la no observancia de los derechos humanos. Al
constatar esta situación debemos preguntarnos: ¿qué relación
existe entre pobreza y violación de los derechos humanos?. Y
tratando de profundizar aún más, formulémosnos la siguiente
interrogante: ¿no constituye la pobreza la negación del derecho
humano primario y fundamental, esto es, el derecho de ser
persona?. “El pobre también es gente”, dicen los condenados de
la tierra. Esta expresión que suena frecuentemente en la boca de
los preteridos del planeta condensa una manera diferente de
percibir lo esencial de este asunto de los derechos humanos.

El mundo contemporáneo muestra una situación de permanente


y creciente violación de la dignidad humana. Se trata de un
contexto de agresión sistemática y generalizada de los derechos
humanos fundamentales. El incremento de la pobreza que
significa más muertes y muertes más precoces, el avance de
enfermedades médicamente controlables, la marginalización de
las grandes mayorías, la falta de vivienda, de educación y de
trabajo son agresiones habituales al derecho a la vida, a la salud,
a la libertad, a la igualdad. Solamente teniendo en cuenta esta
urdimbre de violaciones cotidianas y silenciosas a los derechos
humanos básicos podemos comprender en su exacta dimensión
los hechos más conocidos e igualmente degradantes: torturas,
secuestros, desapariciones, ejecuciones sumarias, etc. La
indignación y repulsa que producen estos hechos, considerados
con frecuencia como las únicas violaciones a los derechos
humanos, no justifica la tolerancia o aceptación pasiva de
aquella situación inhumana que genera el submundo de la
pobreza.

Vemos, pues, que las violaciones de los derechos humanos no


son hechos aislados y ocasionales, sino fruto de una
estructuración social concreta que agrede de manera sistemática
los derechos económicos, político-sociales y culturales de los
pobres. Por esas razones, resulta necesario entender la relación
que existe entre pobreza y violación de los derechos humanos.
Sólo desde el mundo del pobre pueden comprenderse las
diferentes perspectivas conceptuales y los variados intereses que
se mueven en el campo de los derechos humanos.

Hasta el día de hoy, el punto de vista liberal es el que ha


predominado en la interpretación de los derechos humanos. Su
170

peculiaridad fundamental estriba en la acentuación e incidencia


que pone en las libertades individuales. Esta concepción ha
significado una conquista notable. Sin embargo, con el propio
avance social aparecerían, con no menos contundencia, las
limitaciones y las contradicciones inherentes al enfoque liberal
de los derechos humanos. La ideología liberal usa los derechos
humanos para acabar con los privilegios políticos mas consagra
los privilegios económicos. La ideología liberal intuyó las metas
en dirección a las cuales caminar y dio el primer paso
importante, mas una vez dado ese paso, buscó y busca dar por
concluido el proceso, oponiéndose a toda pretensión de convertir
la emancipación política en un peldaño hacia la auténtica
liberación humana.

Es obvio que el enfoque liberal no realiza a plenitud el ideal de


los derechos humanos, encaminado a continuar y ampliar el
proceso de su concreción más allá de los límites de los derechos
políticos y de las libertades formales, hasta conseguir la
realización efectiva de los derechos económicos y sociales. En
las actuales circunstancias el compromiso por la plena vigencia
de los derechos humanos supone buscar la supresión de los
privilegios económicos y de los poderes que de ellos se derivan.
El primer paso en este campo concreto sería conseguir que así
como las libertades individuales están reconocidas en las
constituciones y garantizadas en los códigos, así también los
derechos económicos y sociales puedan tener efecto real y sean
exigidos, garantizados y tutelados por el orden legal. Se trata
definitivamente de superar la distancia entre el derecho y el
hecho. Sólo entonces se podrá hablar plenamente de democracia,
de respeto a la dignidad humana, y se habrá avanzado hacia una
nueva etapa de validación de los derechos humanos.

Una aproximación, a partir de la perspectiva ética, para entender


qué valores están en juego en el tema de los derechos humanos
en la actualidad, nos llevaría a puntualizar las cuestiones
siguientes:

 Constatar que el núcleo del problema no reside


fundamentalmente en uno de los valores humanos (la
libertad), ni se reduce solamente a un sector de la vida
humana (la política). Lo que está en juego es toda la
dignidad de la persona que necesita un mínimo de
171

condiciones materiales y sociales para una vida realmente


humana.
 Asumir la defensa de los derechos humanos
fundamentales, no en la estrecha perspectiva liberal
individualista, sino los derechos de la humanidad en su
conjunto y en sus diferentes niveles: derechos de las
grandes mayorías marginales y oprimidas; derecho de los
pueblos y las culturas, a los que se les niega su identidad;
derechos de las razas y etnias despreciadas; derechos de
los grupos relegados: mujeres, niños, ancianos, enfermos
y otros.
 Ver en el pobre concreto y real el sujeto primero y
preferencial de los derechos humanos. Los derechos del
pobre, su vida amenazada constituyen la piedra de toque,
el criterio y el punto de referencia para juzgar la validez
moral de cualquier compromiso por la causa de los
derechos humanos.
 Percibir la indiscutible verdad de que una realidad en que
se violan sistemáticamente los derechos fundamentales de
las grandes mayorías constituye una situación inmoral: allí
el hombre es negado porque no hay amor. Por
consiguiente se requiere una transformación de la mente y
el corazón, de las actitudes morales y de las estructuras
sociales.

El dinamismo que encierra tanto la realidad social como la


formulación de los derechos humanos, hace que estos no sean
abarcables únicamente como una categoría jurídica aunque
formen parte del derecho positivo. Son al mismo tiempo una
categoría ética ya que expresan valores morales fundamentales
que van más allá del ámbito de las normas meramente legales.
Por eso es competencia de la reflexión ética asumirlos como
asunto propio a fin de explicitar la vertiente moral que a ellos les
es consustancial.

De esta manera, los derechos humanos recuperan su carácter


globalizante y ponen al descubierto (por contraste con las
situaciones realmente existentes) su dimensión profética de
denuncia y exigencia. Concretamente, la reflexión ética está
llamada a desempeñar en este campo las siguientes funciones:

1. Marcar la dirección y el sentido a fin de que los derechos


humanos no queden circunscritos dentro de los límites de lo
172

político (tal como fueron formulados por la burguesía liberal),


sino que tengan como meta la consecución del hombre nuevo y
un mundo nuevo.
2. Insistir en la coherencia e interdependencia que existen
entre los distintos derechos recogidos por las declaraciones
(individuales, sociales, económicos, políticos, etc.) manteniendo
una actitud de vigilancia constante a fin de evitar su
manipulación con fines interesados.

Los derechos humanos no constituyen una quimera, son


posibilidades reales que pueden concretarse con el concurso de
todos. La lucha por hacer realidad la dimensión ética de los
derechos humanos debe convertirse en vehículo de
concientización e implicación de las masas en el proceso integral
de liberación. Sólo así el pueblo irá tomando conciencia de ser
sujeto histórico y, de este modo, devendrá agente liberador y
gestor insoslayable de los derechos humanos.

7. LA ÉTICA DE LA COMUNICACIÓN Y DEL PERIODISMO

Abordar la comunicación y el periodismo desde sus referentes


éticos presupone bosquejar los aspectos morales que deben
caracterizar a esas respectivas actividades sociales. Se establece
así una correlación entre la ética, la comunicación y el
periodismo desde la posibilidad que brinda la filosofía moral
contemporánea, concretándose un enfoque interdisciplinario
encaminado a esclarecer las vertientes humanistas de esas
importantes expresiones del quehacer social.

La comunicación social se inició desde los albores mismos de la


existencia humana, devino elemento necesario para el hombre
como parte de sus relaciones sociales. A primera vista nada es
tan inmediato y natural como comunicarse. La comunicación
humana es una compleja trama de procesos necesarios para la
vida. Vivir es comunicarse, comportarse socialmente; la
alienación social tiene mucho que ver con la incomunicación
social. Las aptitudes comunicativas conseguidas por otras
especies que precedieron al hombre aportaron el antecedente
cuya herencia hizo posible la comunicación humana. Estas
173

aptitudes se amplían y se modifican profundamente cuando


resultan modeladas por el propio desarrollo cultural de nuestra
especie.

En el proceso de comunicación, el hombre actúa recíprocamente


con los restantes hombres. En este devenir interactivo, las
relaciones sociales se realizan en un contexto concreto e
individual, matizado además por la psicología peculiar de los
sujetos. Este proceso de intercambio de actividad es, al mismo
tiempo, un medio de autoconocimiento, pues al intercambiar su
modo de ser con el otro, se refleja en él. Conoce al semejante y a
partir de sus cualidades sociales, se retrata en él, se autoconoce
en tanto tal, como individualidad social.

Comunicación se deriva de la raíz latina COMUNIS, poner en


común algo con otro. Es la misma raíz de comunidad, de
comunión, expresa algo que se comparte, que se tiene o se vive
en común. Así mismo, significa diálogo, intercambio, relación de
compartir, de hallarse en correspondencia, en reciprocidad. Esta
acepción, la más antigua que se conoce, se identifica con el
verbo COMUNICARSE. Sin embargo, esa impronta reflexiva
del verbo se fue oscureciendo, olvidando y comenzó a
entenderse la comunicación como acto de informar, de
transmitir, de emitir. Desde lejanos tiempos, coexistieron las dos
formas de entender el término, pero con creciente predominio de
la segunda acepción sobre la primera.

La principal causa de ese desplazamiento de sentido que ha


descrito el término comunicación está en el carácter autoritario y
jerárquico que se implanta en nuestras sociedades a partir de la
antigüedad esclavista. En el seno de una sociedad estratificada y
dominadora el modelo EMISOR –Mensaje – RECEPTOR
constituye la forma predominante de comunicación. Es así como
suele “comunicarse “ la clase dominante con la dominada, las
grandes potencias con los pueblos del Tercer Mundo, el
gobernante con los gobernados, el oficial con los soldados, el
jefe con sus subordinados, el empresario con los trabajadores, el
padre de familia con sus hijos, el profesor con los alumnos, el
gran periódico con sus lectores, la radio y la televisión con sus
usuarios.

No es por inexistente por lo que esta concepción es impugnada.


Lo que se cuestiona es que eso sea realmente comunicación. La
174

controversia para recuperar el sentido original del concepto de


comunicación entraña, pues, mucho más que una simple
cuestión semántica. Ella comporta una reivindicación humana y
sobre todo, una reivindicación de los sectores dominados, hasta
ahora los grandes excluidos de las grandes redes transmisoras.
La polémica tiene una dimensión social y política.

Los hombres y los pueblos de hoy se niegan a ser receptores


pasivos y ejecutores de órdenes; sienten la necesidad de
participar, de ser actores, protagonistas, en la construcción de la
nueva sociedad, auténticamente democrática. Así como reclaman
justicia, igualdad, el derecho a la educación, el derecho a la salud
y demás, reclaman también su derecho a la participación y, por
lo tanto, a la comunicación. Los sectores populares no quieren
seguir siendo meros oyentes; quieren hablar ellos también y ser
escuchados. Pasar a ser interlocutores.

El bien interno de la comunicación es la transmisión de la


cultura y la formación de personas críticas ya que la verdadera
comunicación no está dada por un emisor que habla y un
receptor que escucha sino por dos o más seres o comunidades
humanas que intercambian experiencias, conocimientos y
sentimientos. Es a través de ese proceso de intercambio como los
seres humanos establecen relaciones entre sí y pasan de la
existencia individual a la existencia social. Quien ingresa en la
actividad comunicativa no puede proponerse una meta
cualquiera, sino que ya le viene dada y es la que presta a su
acción sentido humano y legitimidad social.

La ética de la comunicación social, en consonancia con el bien


interno que la tipifica, necesariamente debe tener un carácter
dialógico. De aquí que todas las personas en tanto seres capaces
de comunicación deben ser reconocidas como interlocutores
válidos. No puede renunciarse a ningún interlocutor ni a ninguna
de sus posibles aportaciones al intercambio y a la discusión.
Desde la perspectiva dialógica se reconstruyen dos conceptos ya
clásicos en el pensamiento ético universal: los conceptos de
persona y de igualdad. La persona se nos presenta ahora como
un interlocutor válido, que como tal debe ser reconocido por
cuantos pertenecen a la colectividad de comunicadores; la idea
de igualdad se torna ahora comunicativa, en la medida en que
ninguna persona, ningún interlocutor válido puede ser excluido a
175

priori de un diálogo sobre cuestiones que le conciernen y le


afectan.

La ética de la comunicación social se propone encarnar en la


sociedad los valores de libertad, justicia y solidaridad a través
del diálogo, como único procedimiento capaz de respetar la
individualidad de las personas y, a la vez, su innegable
dimensión solidaria, porque en un diálogo hemos de contar con
personas, pero también con la relación que entre ellas existe y
que, para ser humana, debe ser justa. Este diálogo nos permitirá
cuestionar las circunstancias vigentes en una sociedad y
distinguir si son moralmente válidas, porque creemos realmente
que humanizan.

Obviamente, no cualquier forma de diálogo puede ser parte


constitutiva de la ética de la comunicación social. Desde su
perspectiva, el procedimiento dialógico presupone que todos los
seres humanos capaces de comunicarse son interlocutores
válidos y que no cualquier diálogo es aceptable, sino sólo aquel
celebrado en condiciones de simetría entre los interlocutores.
Además, el acuerdo o consenso al que se llegue por intermedio
del diálogo, diferirá totalmente de los pactos estratégicos, de las
negociaciones. Porque, en una negociación los interlocutores se
instrumentalizan recíprocamente para alcanzar cada uno sus
metas individuales, mientras que en un diálogo se aprecian
mutuamente como interlocutores igualmente facultados, y tratan
de llegar a un acuerdo que satisfaga intereses universalizables.
Por eso, la racionalidad de los pactos es racionalidad
instrumental mientras que la racionalidad presente en los
diálogos es comunicativa.

Por lo tanto, una cosa es la seudo comunicación que busca


dominar e imponer, conservar el control y el monopolio del
habla para mantener a la sociedad pasiva y sometida a
estructuras injustas; y otra bien distinta, la comunicación que se
propone generar un diálogo democrático, participativo e
igualitario que contribuya a cambiar esa sociedad y a dinamizar
el compromiso social. Por eso, la ética que apunta al deber ser y
a lo moralmente válido al enunciar el marco referencial de una
comunicación humana y eficaz, considera que ella ha de tener
como metas el diálogo y la participación, ha de estar al servicio
de un proceso liberador y transformador, y ha de estar
estrechamente vinculada a las organizaciones populares. En
176

resumen, el pueblo ha de ir formándose con la comunicación,


comprendiendo críticamente su realidad y adquiriendo
instrumentos para transformarla.

En una sociedad mediática como la actual, el quehacer


periodístico deviene experiencia vital en el universo
comunicativo. Y, aunque el periodismo tiene esencialmente un
carácter informativo, los tiempos que vivimos le exigen que se
transforme aceleradamente en un verdadero medio de
comunicación, tarea que sólo podrá cumplimentar si impregna su
proceder de eticidad.

Cuando las miras del periodismo se tergiversan por intereses que


lo alejan de su vocación fundamental de informar, orientar y
educar, pierde autoridad moral ante el público. De ahí que sea
justo decir que la autoridad moral de los medios periodísticos,
depende de la relación que se establece entre éstos y la sociedad,
entendida como una comunidad humana históricamente
determinada.

El periodista ha de estar atento al hecho de que trabaja la


información para las expectativas de un público, que habrá de
leer, escuchar o presenciar determinados acontecimientos. En el
periodismo, pensar en un auditorio receptivo, es un compromiso
que nace de las funciones propias del oficio: la información
siempre tiene un destino. También el periodista ha de estar
consciente de que desempeña su trabajo en una sociedad
concreta y en una empresa informativa específica.

Los periodistas se dirigen a una audiencia dispersa, heterogénea,


asidua o casual. Son voceros, pero son igualmente testigos de un
acontecimiento, no son jueces ni son parte, sino informadores.
Es verdad que el periodista no debe responder a una etiqueta que
lo vuelva un simple autómata, un títere manipulado, que
intentaría a su vez extender una manipulación. Su individualidad
le lleva a la posibilidad de observar y valorar el acontecimiento
con una mirada que no puede ser neutral. La imparcialidad y la
objetividad no pueden ser condiciones que le impiden su
subjetividad, sus emociones, simpatías, preferencias o pareceres.
Pero, si la imparcialidad y la objetividad en sus formas absolutas
son condiciones imposibles, no ocurre así con la honestidad, la
integridad y otros valores que se relacionan con las labores
periodísticas.
177

En el oficio cotidiano del periodismo, quien lo ejerce atestigua


muchas veces cuadros con los que no está de acuerdo. Su
compromiso moral de honestidad le impele a retratarlos tal cual
son, sin apología ni moraleja, pues si vemos que la neutralidad
completa es falaz, no lo es en cambio tomar partido. No
obstante, el periodista ha de estar alerta a las muchas acechanzas
que pueden establecer un dilema moral, es decir ese conflicto de
intereses en el que una parcialidad informativa implica un actuar
deshonesto. Observemos pues, que si bien la neutralidad
periodística total y absoluta no es posible, pues existen
subjetividades que no se pueden ignorar, esto no debe
confundirse con la aspiración a la verdad que debe caracterizar a
los medios informativos.

Las defensorías del lector, los foros para la opinión del lector, los
espacios dirigidos al director de un medio, responden al
reconocimiento de esta parcialidad que, como resultado de las
subjetividades del periodista o de los intereses de empresas
informativas, puede afectar a un tercero en un momento
determinado. De aquí la exigencia que la ética periodística
establece con respecto al manejo transparente de la información
a fin de impedir cualquier aturdimiento motivado por intereses
de diverso tipo.

El desarrollo ético contemporáneo, nos permite afirmar que


nadie carece de referente moral. Cada persona, por el solo hecho
de serlo, incluye en sus características un perfil moral propio que
se expresa en actitudes y manifestaciones de un rápido y sencillo
reconocimiento, cuando se expresan dentro del interesante
ámbito de las relaciones humanas. Por eso, podemos hablar de
valores como el humanismo, la solidaridad, la dignidad, la
honestidad, la tolerancia, la libertad y el amor a la verdad en
función del grado en que estos atributos de la conciencia de los
periodistas, se encuentran en una expresión informativa. Si bien
estos valores se incluyen en un acervo subjetivo, individual, son
contenidos morales que se objetivan en la actividad informativa
y en la comunicación.

En lo concerniente a la subjetividad del periodista y los criterios


de veracidad que deben regir su oficio, el lugar de la palabra es
fundamental. La palabra es expresión plena de la interioridad
humana. Es cierto que a través de la palabra puede mentirse, o
178

que las palabras tienen diversos contenidos semánticos y que son


interpretados a la luz de las capacidades de cada persona. Por
estas razones, quien participa de la actividad periodística
requiere prestar atención cuidadosa a la expresión verbal, escrita
o hablada.

La seguridad en las propias capacidades le permite al periodista


dar respuesta al acontecimiento, le mantiene en posibilidad de
reaccionar ante una noticia y, por eso, puede poner en
movimiento su esfuerzo y energía para reflejar y dar a conocer el
suceso del que es testigo. Además, esta confianza en sus
habilidades y capacidades, hace que el periodista mantenga los
pies sobre la realidad y pueda observar lo que sucede con la
suficiente ecuanimidad como para no perderse en el intrincado
laberinto de criterios con los que debe enfrentarse
cotidianamente.

Puede así, respaldar los resultados de su trabajo con la confianza


de que lo realiza con convicción. Así mismo, en la circunstancia
del cuestionamiento por su labor, el profesional del periodismo
puede apelar a sus conocimientos y capacidades en lo relativo a
aspectos que implican directamente a la ética de la profesión,
como son: secreto profesional, derecho al libre acceso a la
información, derecho de réplica, derecho a la intimidad y
privacidad, cláusula de conciencia, derecho de autoría, así como
el derecho a que se respete su integridad moral y física.

Distinguir entre lo privado y lo público constituye una de las


condiciones que mayor importancia tiene en el ejercicio de la
actividad periodística. En cualquier modalidad del quehacer
informativo es necesario que el periodista considere la
pertinencia ética de lo que va a difundir. Tomará en cuenta, sin
duda, el interés público, pero también debe percibir con base en
un criterio deontológico, las situaciones estrictamente privadas.
Al considerar las posibles implicaciones y afectaciones
particulares, seleccionará entonces la información con un criterio
de servicio y descartará los puntos que puedan afectar el área
íntima del protagonista de su información.

Como se sabe, desde hace bastante tiempo, la información es


poder. Los medios crean realidad y conciencia, pueden hacer
creer a los ciudadanos que las cosas y las personas son como
ellos las muestran, “dan el ser” a unos acontecimientos y
179

personas y se la niegan a otros, porque en una sociedad


mediática “ser es aparecer en los medios”. Vivimos de una
“construcción mediática de la realidad”, los ciudadanos saben de
su mundo a través de lo que los medios les ofrecen, tanto en el
nivel global como en el local. Y, obviamente, la tentación de
utilizar tal poder es casi irresistible. Mundo político y empresas
informativas entran en contacto, y se producen concentraciones
de poder, en detrimento de los ciudadanos que se supone sean
los protagonistas de la vida pública. Ante esa situación, los
periodistas tienen el reclamo moral de forjar, desde la profesión,
la eticidad que les permita alcanzar los objetivos que les son
consustanciales y contribuir, desde sus respectivas trincheras, a
la formación de una ciudadanía activa y crítica también en el
mundo comunicacional-masivo.

8. ETICA Y DESARROLLO

El informe del Club de Roma de 1972, que resultó del Proyecto


sobre la Condición Humana, iniciado en 1968, marcaría un hito
en la conceptualización del desarrollo al considerarlo como el
“...proceso que experimenta una sociedad para conseguir el
bienestar de la población, relacionándose de forma armónica con
el entorno natural, consiguiendo así satisfacer las necesidades
materiales y establecer las bases para que todo individuo pueda
desplegar su potencial humano”.(1)

En contraposición al carácter netamente cuantitativo del


crecimiento, el desarrollo es definido como un proceso que
involucra aspectos cualitativos de la condición humana de un
país, región o continente.

Esta reformulación de la esencia del desarrollo continuaría con


la tesis del otro desarrollo, promovida por sectores de Europa
Occidental a través del informe ¿Qué hacer?, aparecido en 1975.
Su enfoque hace énfasis en el desarrollo como un concepto
integral, en el cual el ser humano y la satisfacción de sus
necesidades, constituyen el objetivo supremo. Al respecto, una
de las principales precisiones de los autores del informe plantea
que “El desarrollo es un todo; es un proceso cultural, integral,
180

rico en valores; abarca el medio ambiente natural, las relaciones


sociales, la educación, la producción, el consumo y el bienestar”.
(2)

Paralelamente con la tesis del otro desarrollo, toma cuerpo la


aproximación al desarrollo por el camino de las “necesidades
humanas básicas”, que tiene puntos esenciales de contacto con
aquella concepción. Sin embargo, esta última tesis logra penetrar
de forma más aguda en la identificación e inserción de las
necesidades humanas dentro de la estrategia de desarrollo, lo
cual trasciende hasta el marco de la teoría económica y permite
un análisis más balanceado de la esfera del consumo. Al colocar
el acento en la erradicación de la pobreza, el derecho al empleo,
la distribución equitativa del ingreso y el acceso universal a los
servicios básicos, ambas tesis se inscriben dentro de un
movimiento renovador del pensamiento socioeconómico, que
rompe con la óptica tradicional sobre los problemas del
desarrollo.

En la propuesta de la Comisión Sur sobre la definición del


desarrollo (1990), se plantea que es un proceso que permite a los
seres humanos utilizar su potencial, adquirir confianza en sí
mismos y llevar una vida de dignidad y realización. Es un
proceso que libra a la gente del temor a las carencias y a la
explotación. Es una evolución que trae consigo la desaparición
de la opresión política, económica y social. El desarrollo supone,
por consiguiente, una creciente capacidad para valerse por sí
mismo, tanto en el plano individual como colectivo. El
verdadero desarrollo tiene que centrarse en la gente, estar
encaminado a la realización del potencial humano y a la mejora
del bienestar social y económico de las personas, y tener por
finalidad el logro de lo que ellas mismas consideran que son sus
intereses sociales y económicos. (3).

La definición del desarrollo humano del PNUD (1990), lo


caracteriza como un proceso en el cual se amplían las
oportunidades del ser humano. En principio, estas oportunidades
pueden ser infinitas y cambiar con el tiempo. Sin embargo, a
todos los niveles del desarrollo, las tres más esenciales son:
disfrutar de una vida prolongada y saludable, adquirir
conocimientos y tener acceso a los recursos necesarios para
lograr un nivel de vida decente. Si no se poseen estas
oportunidades esenciales muchas otras alternativas continuarán
181

siendo inaccesibles. Según este concepto de desarrollo humano,


es obvio que el ingreso es sólo una de las oportunidades que la
gente desearía tener, aunque ciertamente muy importante; pero la
vida no sólo se reduce a eso. Por lo tanto, el desarrollo debe
abarcar más que la expansión de la riqueza y los ingresos. Su
objetivo principal debe estar centrado en el ser humano. (4).

En 1990, el PNUD asumió el reto de conformar una nueva


dimensión sobre el Desarrollo Humano. Aparece un criterio más
amplio para mejorar la condición humana que abarca todos los
aspectos del Desarrollo Humano, tanto en los países
industrializados como en los países en desarrollo, en los hombres
como en las mujeres y en las generaciones actuales como en las
futuras. El Desarrollo Humano se concibe no sólo como el
ingreso y el crecimiento económico, sino que engloba también el
florecimiento pleno y cabal de la capacidad humana y destaca la
importancia de poner a la gente (sus necesidades, aspiraciones y
opciones) en el centro de las actividades de desarrollo.

En las distintas versiones del Informe sobre Desarrollo Humano,


al calificarse el desarrollo como humano está implícita una
visión del hombre en su doble condición de ente social e
individual, como eje central, principio y fin de un proceso que
integra la dimensión económica con la social, la política, la
jurídica y la moral. Esta perspectiva supera el marco técnico
económico o, más bien, economicista que ha lastrado ciertas
concepciones sobre el desarrollo y aspira a establecer una misma
forma de evaluarlo, tanto en países desarrollados como en los
subdesarrollados.

Los esfuerzos de los redactores del Informe sobre Desarrollo


Humano por presentar una definición de este concepto han
aportado un criterio amplio e integrador sobre el tema, en el que
se destaca la necesidad de mejorar la condición humana en sus
múltiples dimensiones, en todos los países y en todos los grupos
sociales.

Es necesario comprender que al plantear el desarrollo desde una


concepción ética, no se está excluyendo la importancia que
tienen las consideraciones de carácter técnico-económico sobre
los equilibrios macroeconómicos, las proporciones sectoriales, la
regulación de los mercados, los modelos de acumulación, etc. Lo
que se está planteando es que éstas deben ser realizadas desde
182

una perspectiva moral, esto es, partiendo de las realidades,


valores y aspiraciones de las grandes mayorías de las
poblaciones en las que los procesos de desarrollo han de tener
lugar y, por tanto, planteando un paradigma que se corresponda
con estas realidades.

Toda política de desarrollo debe ser profundamente sensible e


inspirada en los valores morales. Para decirlo con una expresión
lapidaria: “el desarrollo en el siglo XXI será éticamente viable o
no será”. Para comprender el alcance de esta afirmación, es
necesario asumir los conceptos de desarrollo y moralidad, como
partes inseparables de un proceso único. Es necesario entender
que el atraso, la miseria y el subdesarrollo no son valores
morales. El desarrollo no es simplemente el crecimiento más o
menos armónico de los diferentes sectores de la economía,
medido por estadísticas frías y criterios de rentabilidad. Es un
proceso más complejo y abarcador, en función de los intereses y
aspiraciones materiales y espirituales de los pueblos, que debe
incorporar coherentemente diversas lógicas socioculturales y
experiencias históricas para dar lugar a una sociedad culta, justa,
solidaria, políticamente democrática y ecológicamente
sustentable.

Notas y referencias bibliográficas


(1) Martínez, J.: Vidal, J.M. Economía Mundial. Madrid. Mc
Graw Hill, 1995, p. 254. La obra en la cual se recogen los
principales resultados del informe del Club de Roma se titula
Los límites del crecimiento (1972). Tres de sus autores, Donella
H. Meadows y Dennis Meadows, junto a Jorgen Randers, han
publicado una versión actualizada, Más allá de los límites del
crecimiento (1992).
(2) ¿Qué hacer? El informe Dag Hammarskjold 1975.
Development Dialogue. Núm. ½, 1975, p. 7.
(3) Comisión del Sur. Desafío para el Sur. México, D.F.
Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 20-24.
(4) PNUD. Desarrollo Humano. Informe 1990. Bogotá,
Tercer Mundo Editores, 1990. p. 34.
Otras fuentes consultadas:
1. Comisión del Sur. “Desafío para el Sur. México, D.F.
Fondo de Cultura Económica, 1991.
2. Chomsky, N. y Dieterich H. 1996. “La aldea global”,
Buenos Aires, Editorial Taxlaparta.
183

3. Ebrezarreta. M. 1998. “La dinámica de la economía


mundial a finales del siglo XX: ¿Hacia una irrelevancia de las
periferias? Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona.
4. ONU 1996. “Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales”. Naciones Unidas. Doc.
A/RES/2200, 16 de diciembre de 1966.
5. ONU, 1986. “Las Naciones Unidas y los Derechos
Humanos 1945-1995”. New York, ONU, Doc. A/RES/41/128.
6. ONU 1995 “Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Social.
Declaración y Programa de Acción de Copenhague”. New York,
Departamento de Información Pública.
7. PNUD 1990-2000. “Informes anuales sobre el Desarrollo
Humano 1990-2000”.
8. Sánchez Parga, J. 1997. “Globalización, gobernabilidad y
cultura”. Quito, Universidad Politécnica Salesiana.

9. LA ÉTICA Y EL DESARROLLO CIENTÍFICO


TECNOLÓGICO.

Nunca antes se ha estado tan pendiente de los avances científico-


tecnológicos como ahora. Pero también nunca antes se les ha
temido tanto. Una cautivante historia cuenta que el ser humano
es el único animal que participa de los dones divinos porque un
personaje mítico, Prometeo, le entregó la sabiduría y el fuego
que había robado a los dioses. Si Prometeo pudiera
contemplarnos hoy comprobaría que los castigos que hubo de
sufrir a causa de su robo no fueron en vano.

El decursar científico-tecnológico nos ha colocado en el lugar de


los dioses, pero también sabemos que la ciencia y la tecnología
ponen a nuestra disposición los poderes de los demonios.
Sabemos que estamos en el tiempo de la ciencia y la tecnología,
en el tiempo de los conocimientos acelerados, pero también
sabemos que con esos conocimientos podemos hacer cosas muy
distintas. Nuestros conocimientos nos capacitan tanto para el
bien como para el mal. Orientar correctamente el rumbo de
nuestro acervo científico tecnológico es más difícil que disponer
de nuevos conocimientos. Ningún científico, ningún experto,
ningún estadista puede resolver el problema de cómo hacer un
buen uso de los logros científico-tecnológicos, porque eso no es
184

un problema tan simple, es un problema de tal complejidad que


requiere del concurso de todos y de una perspectiva
multidisciplinaria.

Por primera vez en la historia, nos encontramos ante la


posibilidad de decidir el futuro de la especie humana, y esto nos
plantea cuestiones muy graves que la Ética no puede eludir.
Algunos autores han adoptado desde hace tiempo una posición
cientificista en estos asuntos, arguyendo que la objetividad de la
ciencia obliga a adoptar el postulado de la neutralidad
weberiano, según el cual las cuestiones éticas serían meramente
subjetivas, irracionales e inargumentables, mientras que la
ciencia permanecería en el dominio de la racionalidad, la
objetividad y la comunicabilidad, y por ello se recomienda a los
científicos que dejen a un lado las consideraciones éticas y se
concentren en un estudio neutral de los hechos.

El cientificismo comete el error de identificar la racionalidad


clásica con toda la racionalidad. No es verdad que no pueda
argumentarse de un modo ínter-subjetivamente válido acerca de
los fines últimos de la investigación científica, como tampoco es
verdad que las cuestiones éticas pertenezcan al terreno de lo
puramente emotivo. Por el contrario, existen buenas razones para
afirmar que ciertas cuestiones, como las referidas a las
aplicaciones de los resultados científico-tecnológicos, son
cuestiones que sobrepasan claramente al cometido de la ciencia
y la tecnología, pero no por ello deben ser confinadas en el
peligroso terreno de la irracionalidad. Hoy en día, la Ética posee
los recursos intelectuales necesarios para abordar esas cuestiones
con racionalidad, ayudando a encontrar soluciones justas.

El vínculo entre la Ética y el quehacer científico-tecnológico


pertenece al ámbito de las éticas aplicadas. La tarea de
aplicación consiste en averiguar cómo los aportes éticos que se
han formulado en la tarea de fundamentar la moralidad en
general, pueden ayudar a orientar los distintos tipos de actividad.
Sin embargo, no basta en reflexionar cómo aplicar los principios
éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en
cuenta que cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias
morales y proporciona sus propios valores específicos. No
resulta conveniente hacer una aplicación mecánica de los
principios éticos a los distintos campos de acción, sino que es
necesarios averiguar cuáles son los bienes internos que cada una
185

de esas actividades debe aportar a la sociedad y qué valores y


hábitos es preciso incorporar para alcanzarlos.

Desde esa perspectiva, para diseñar la Ética Aplicada de la


actividad científico-tecnológica sería necesario recorrer los
siguientes pasos:

 Determinar claramente el fin específico, el bien interno por


el que cobra su sentido y legitimidad social.
 Averiguar cuáles son los medios adecuados para producir
ese bien en una sociedad.
 Indagar qué valores y virtudes es preciso incorporar para
alcanzar el bien interno.
 Descubrir cuáles son los valores de la moral cívica de la
sociedad en la que se inscribe y qué derechos reconoce esa
sociedad a la persona.

En esta tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que


tienen que desarrollarla cooperativamente con los expertos de
cada campo. Por eso, la Ética aplicada tiene necesariamente un
carácter interdisciplinario.

En la actualidad, la Ética no se presenta como un saber


enfrentado a la ciencia y a la tecnología, ni mucho menos como
un saber “superior” en un sentido jerárquico a éstas, como si
estuviese legitimada para imponer a sus subordinados unos
principios inapelables y de obligada observancia. Más bien,
como ya lo han demostrado en su desarrollo las éticas aplicadas,
la racionalidad ética se mueve hoy en el terreno del diálogo, de
la interdisciplinariedad y de la búsqueda cooperativa de
respuestas a las interrogantes éticas. En este sentido, la respuesta
a la cuestión de los fines últimos y aplicaciones del quehacer
científico-tecnológico sólo puede encontrarse desde la apertura
de un diálogo público y abierto en el que las distintas posiciones
morales presentes en una sociedad pluralista y democrática
puedan ir participando sin imposiciones unilaterales ni
exclusiones, de modo que los ciudadanos en general, en tanto
que afectados, sean considerados como interlocutores válidos en
un asunto de tan importantes consecuencias.

Así pues, no parece posible responder de un modo apriorístico a


la pregunta por los fines últimos de la actividad científico-
tecnológica, pero sí podemos afirmar de manera rotunda que si
186

fuesen fijados por un pequeño grupo, a espaldas del resto de la


humanidad, tal decisión no podría considerarse sino unilateral,
despótica e injusta. Y también, que si tales fines fuesen fijados
de este o de cualquier otro modo, sin reparar en las
consecuencias previsibles de estas actividades, semejante
decisión sería moralmente incorrecta por irresponsable.

La cuestión capital es, entonces, la de quiénes tienen derecho a


decidir sobre aquellas influencias tecno-científicas que presentan
una implicación relevante sobre los destinos de la especie
humana. No cabe duda de que en el mundo actual existe un
peligro enorme de que estas decisiones queden en manos de las
grandes empresas transnacionales, o bien de los gobiernos de los
países más ricos, con lo cual se podría estar excluyendo a la
mayor parte de la población del planeta de la posibilidad de
intervenir en el diálogo y en la correspondiente toma de
decisiones. Por esta vía, se corre un grave riesgo de que aumente
todavía más la dominación de todo tipo por parte de los países y
empresas que ya tienen hegemonía en el mundo, lo cual no
puede presentarse en ningún caso como un logro ético, sino todo
lo contrario.

Otro riesgo que todos corremos en este terreno es el de que las


decisiones importantes se dejen en manos de los “expertos”, o
incluso en manos de los representantes políticos. Con respecto a
la posibilidad de que sean los expertos en cuestiones científicas y
tecnológicas quienes fijen por sí mismos los fines últimos, ya
sabemos que la ciencia y la tecnología tienen unos límites muy
precisos, de modo que los especialistas son expertos en cuanto a
los medios que habría que disponer para conseguir concretos
resultados, pero respecto a la conveniencia de alcanzar
determinados fines que rebasan los límites de la ciencia y la
tecnología, nadie se puede considerar experto; no hay “expertos
en fines últimos”, y precisamente por eso es necesario abrir el
diálogo a todos en este aspecto. En cuanto a que sean los
políticos de oficio quienes se encarguen de los asuntos
relacionados con las actividades científicas y tecnológicas,
conviene observar que tales asuntos son demasiado delicados
como para ser introducidos en los vaivenes de los avatares
políticos.

En resumen, no deberíamos dejar las decisiones sobre los fines


últimos del quehacer científico-tecnológico en manos de los
187

gobiernos de los países ricos, ni de las compañías


transnacionales, ni de los expertos, ni de los políticos, puesto que
lo moralmente acertado sería la toma de decisiones responsables
por parte de los afectados (con el debido asesoramiento de una
pluralidad de expertos) teniendo en cuenta no sólo los intereses
individuales, sino los universalizables. Las dificultades que
entraña esta tarea son enormes, pero ello no debe hacernos
perder de vista que, si nos tomamos en serio la noción de
persona como interlocutor válido, tenemos que ir avanzando en
las siguientes tareas:
1) Lograr que los expertos comuniquen sus investigaciones
a la sociedad, que las acerquen al gran público, de modo que éste
pueda codecidir de forma autónoma, es decir, contando con la
información necesaria para ello;
2) Concienciar a los individuos de que son ellos quienes han
de decidir, saliendo de su habitual apatía en estos asuntos, y
3) Educar moralmente a los individuos en la responsabilidad
por las decisiones que pueden implicar, no sólo a los individuos,
sino incluso a la especie. Este “educar moralmente” supone
mostrar a la vez la responsabilidad que el hombre de la calle
tiene de informarse seriamente sobre estos temas y el deber de
tomar decisiones atendiendo a intereses que van más allá de los
sectoriales.

Naturalmente, la razón por la que deben ser los afectados los que
han de hacerse cargo responsablemente de las decisiones no es
que sus juicios resulten siempre acertados, puesto que nadie está
libre de equivocarse, sino más bien que todos tenemos la
responsabilidad de informarnos, dialogar y tomar decisiones
desde intereses universalizables, si es que queremos que los
intereses que satisfagan el proceder científico-tecnológico no
sean unilaterales, sino plenamente humanos.

Es necesario comprender que al valorar el desarrollo científico-


tecnológico desde una concepción ética, no se está excluyendo
la importancia que tienen las especificidades que caracterizan a
las tecno-ciencias. Lo que se está planteando es que estas
particularidades deben ser realizadas desde una perspectiva
moral, esto es, partiendo de realidades, valores y aspiraciones de
las grandes mayorías de las poblaciones en las que los procesos
de desarrollo científico –tecnológico han de tener lugar y, por
tanto, planteando un referente sustantivo que se corresponda con
estas realidades. Desde esta perspectiva, el desarrollo científico-
188

tecnológico debe estar inspirado en valores morales. Para


decirlo, finalmente, con una expresión lapidaria y a tenor con las
circunstancias planetarias actuales: “el desarrollo científico-
tecnológico en el siglo XXI será éticamente viable o no será”.

10. LA ÉTICA DEL IMPERIALISMO

Puede parecer paradójico que el imperialismo se sustente en


pivotes éticos, pues a lo largo de su existencia junto al
enriquecimiento de las plutocracias metropolitanas genera
hambre, miseria y deshumanización para la mayoría de los
pobladores de nuestro planeta. Sin embargo, el imperialismo se
fundamenta en una concepción de la justicia que constituye el
referente básico de su proyección moral y política.

Los teóricos del imperialismo legitiman su principio de justicia a


partir de la consideración hipotética e imaginaria de un estado de
naturaleza caracterizado por la inexistencia de leyes civiles, pero
con unos derechos fundamentales e inalienables a la libertad, a la
vida y a la propiedad. En realidad, tres nombres distintos para
mencionar el derecho a las libertades individuales. Ese es, de
acuerdo con el parecer imperialista, el único derecho “natural”;
sólo a partir de ahí puede explicarse la formación de un poder
político que tendrá que ser protector de las libertades, nunca
redistribuidor de derechos sociales. Esto último significaría
imponer bienes sociales comunes, lo cual resultaría injusto.

De acuerdo con la concepción de justicia del imperialismo, uno


tiene derecho a todo lo que es suyo, a todo lo que ha adquirido
mediante el esfuerzo propio. El más puro espíritu imperialista
canta las virtudes de la acción emprendedora, la eficiencia y el
riesgo: quien más arriesga puede beneficiarse más. Para el
imperialismo, la justicia debe ajustarse al criterio de la
meritocracia: a cada cual según sus méritos y no a cada cual
según sus necesidades. Tal es la propuesta ética imperialista:
una concepción abstracta de la justicia que desemboca en un
descarnado individualismo, fomentador de la guerra de todos
contra todos.
189

El rasgo distintivo de la ética imperialista es su connotación


cosmopolita. Esta legitima al imperialismo como una necesidad
para el mundo y a escala mundial, en vez de presentarse como
una necesidad que responda a intereses puramente nacionales.
Este significante cosmopolita emplea el concepto de derechos
humanos como un elemento central. Se presenta la perspectiva
de expandir los derechos humanos en todo el planeta, junto con
los mercados libres y la democracia a fin de librar a los
pueblos inferiores de sus costumbres y prácticas supuestamente
bárbaras. Asimismo, se subraya la defensa del mundo civilizado,
donde se respetan los derechos humanos, frente a las fuerzas
malignas y bárbaras que no los respetan y hay que aniquilar.

Uno de los aspectos nuevos del imperialismo está en el liderazgo


de los Estados Unidos de Norteamérica, que utiliza una ética
renovada de pueblo elegido, escogido por Dios, para conducir al
mundo a la civilización y, por tanto, al bien, por oposición al eje
del mal. Esta ideología moral muy antigua experimenta una
nueva versión y acompaña hoy al proyecto imperialista. Pero
esto se vincula a otro tipo de mesianismo, más secular: el de la
utopía del mercado generalizado, que llevará la felicidad a la
humanidad. Se trata más bien de la ideología del Banco Mundial
y el F.M.I., propugnadores de la llamada globalización
económica, una supuesta fuerza natural que “el Estado” no
puede detener y que se debe aceptar, simplemente como una
necesidad ineludible.

En el entramado del imperialismo actual resulta fundamental la


dimensión cultural. El imperialismo cultural significa la
mundialización de una ética de la acumulación y del consumo,
cuyas ventajas se atribuyen al sistema capitalista. Considerando
que el imperialismo es una forma particular de dominación, el
imperialismo cultural debe asumirse como una política con
fuertes implicaciones morales, dentro de un territorio dominado
y concebida para perpetuar esa dominación. Ejemplo de tal
política cultural es educar y adoctrinar a las elites de las
sociedades dominadas en la cultura y la ética del Estado imperial
y, al mismo tiempo, procurar degradar y deslegitimar los valores
y normas culturales y morales autóctonas. En las condiciones
actuales, los elementos de dominación sobre los instrumentos
culturales se presentan mediante el control de los medios de
difusión y los sistemas de educación superior, particularmente en
aquellas áreas cruciales para los objetivos imperiales, tales como
190

la formación en el campo de la economía y las relaciones


internacionales.

La ética imperialista justifica esa guerra cultural que moviliza


formidables instrumentos y recursos, y ejerce controles
totalitarios sobre la información, la formación de opinión
pública, los gustos y los deseos a fin de impedir la producción de
voluntades, identidades y pensamientos opuestos a la
dominación. Asimismo, el imperialismo contemporáneo utiliza
alternativamente y siempre con la fundamentación moral
correspondiente, la intervención violenta o la amenaza de ella,
dondequiera que eso favorece la dominación, o la eliminación de
posiciones autónomas y riesgos de formación de rebeldías. Los
medios que utiliza son las presiones, los chantajes y las
imposiciones; las conspiraciones, atentados y sabotajes
terroristas; o el uso de la fuerza militar en guerras sucias o
abiertas.

En la actualidad, Estados Unidos de Norteamérica, líder


indiscutido del imperialismo contemporáneo, parece tener el
singular compromiso moral de lograr que el resto del mundo
viva en un paraíso kantiano donde reinen la ley y el orden. En
ambos casos, el poder norteamericano se ejerce de manera
singular en nombre de otros. Los Estados Unidos de
Norteamérica nunca serían los agresores, porque, por definición,
sólo responden a las agresiones de otros. La hostilidad de otras
naciones ante las acciones de los Estados Unidos de
Norteamérica es el resultado de la envidia por sus avances y
éxitos, y nunca una consecuencia de lo que hacen. Lo que en el
pasado ha sido sustentado a nombre del Estado-nación, ahora se
hace en nombre de la nación-imperio: excepcionalmente buena,
excepcionalmente solidaria, excepcionalmente justa. Tal sería la
fisonomía moral de los Estados Unidos de Norteamérica desde
la perspectiva de la ética del imperialismo.

11. EL SOCIALISMO DESDE LA ÉTICA


191

Existe una enorme fragmentación de criterios en torno a lo que


se quiere concretar como socialismo en la actual centuria. Y
aunque este fenómeno expresa una profunda diversidad teórica,
resulta preferible esta situación a una definición monolítica de
obligada referencia, a la vieja usanza prevaleciente en los
tiempos del “socialismo real”.

A partir de la lectura y los comentarios que frecuentemente


aparecen en los medios académicos y políticos acerca de que
debemos enrumbarnos hacia el socialismo, se pueden extraer
ciertos rasgos significativos.

El primero es que al hablar de socialismo, todos pensamos en


una sociedad poscapitalista. No un socialismo que se “acople” o
se integre en el capitalismo ni tampoco una caricatura de
socialismo.

Además, hay coincidencias en que, cuando hablamos de


socialismo, nos referimos a un régimen político y de propiedad
distinto, una forma de distribución de riquezas diferente a la
capitalista, y que también nos estamos refiriendo al desarrollo
de una nueva moral, distinta, opuesta y más humana que la
moral del capitalismo.

El socialismo, para muchas personas que han creído en él y han


luchado por su concreción, es principal y esencialmente una
profunda creencia, una brújula que pone como punto de
signalización principios morales indiscutibles, como la dignidad
humana, la justicia social, el amor al prójimo y la equidad
distributiva, así como también promueve el paulatino
desmoronamiento de los diferentes niveles de alienación
socioeconómica y cultural.

Podemos hablar de socialismo como una sociedad transicional


aún inestable en sus experiencias históricas, experiencias que,
además, fueron abortadas casi desde sus inicios en su raíz más
auténtica, la democracia participativa y la justicia distributiva.
Casi todos los procesos históricos socialistas, al ser revertidos
subterráneamente, cercenaron los instrumentos de poder directo
del pueblo sustituyéndolos por el de una nueva burocracia.
192

Uno de los retos que tenemos por delante es el de un trabajo


sistemático encaminado a esclarecer lo que entendemos por
socialismo, mostrando que socialismo es vida y no muerte, como
han querido presentarlo los capitalistas desde hace más de un
siglo.

A fin de contribuir modestamente al propósito enunciado,


podríamos comenzar en negativo, decir qué no es socialismo.

 Socialismo no es explotación del hombre ni de su trabajo


por parte de otros.
 No es tampoco ausencia de democracia participativa.
 No es tampoco la falta de control social a todos los
niveles del estado.
 No es la burocratización ni la proliferación de la
corrupción, la mezquindad y la mentira.
 No es el imperio del egoísmo y del enriquecimiento por
encima de los demás.
 No es el paraíso del consumismo y de los privilegios.
 No es tampoco una carrera indetenible hacia el desarrollo
a costa de la destrucción de la naturaleza.
 No es la creación de una masa amorfa, acrítica,
genuflexa, en espera de dádivas.
 No es el control de la vida privada de las personas con el
propósito de generalizar gustos, preferencias y esquemas
comunes de felicidad individual.
 Socialismo tampoco es el miedo generalizado que puebla
las mentes de los seres humanos y no les permite decir lo que
piensan.

Socialismo es algo serio, es el proyecto humano de más difícil


consolidación como experiencia social. Es otra sociedad, otro
tiempo, otro vivir, otra moral. El socialismo es el movimiento
real que supera el estado de cosas impuesto por el capitalismo,
y que juntamente con la solución de los problemas sociales –el
hambre, la insalubridad, la incultura, las pésimas condiciones de
vida para las mayorías- propicia la redistribución continuada de
la riqueza social y promueve como ejes de un nuevo modo de
vivir, la justicia social, la libertad individual, la equidad, la
participación y la solidaridad entre los seres humanos.

Desde esa perspectiva, resulta problemático perseguir la quimera


de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que
193

nos deja el capitalismo –la mercancía como célula económica, el


interés material individual como palanca, etc.-, parece que así
sólo se llega a un callejón sin salida.

Alejándonos un tanto de los aspectos particulares que llevaron a


que las experiencias del “socialismo real” se desvirtuasen,
podemos añadir que fueron carcomidas desde dentro por la
incapacidad de construir y mantener predios morales propios,
más humanos, diferentes, con nuevos actores sociales, y
opuestos a los de la moral capitalista. Fue ostensible la recaída
de esas experiencias nacientes en las redes capitalistas de
reproducción de las condiciones y los modos de vida. No se
realizó la imprescindible reorganización radical de la vida
cotidiana. Por el contrario, se dejó a sus anchas la herencia moral
del capitalismo para que se reprodujera de nuevo. En el quehacer
diario las palabras y formas supuestamente socialistas
encubrieron, de forma paradójica y contradictoria, las
relaciones morales capitalistas. Hay que darse cuenta de que la
batalla entre capitalismo y socialismo en el siglo XX fue sobre
todo una batalla moral por la subjetividad de las personas en la
que, desgraciadamente, el socialismo llevó la peor parte.

12. RAZONES PARA UNA MORAL UNIVERSAL

A estas alturas de la historia se hace cada vez más evidente la


necesidad de contar con unos principios morales que tengan el
respaldo unánime de todos los pueblos y culturas del planeta, si
es que queremos afrontar responsablemente los graves
problemas que ensombrecen el presente y amenazan el futuro
(sobre todo el hambre, las guerras y el deterioro de la biosfera
con su secuela de catástrofes ligadas al cambio climático).

Nunca como ahora había sido tan urgente la necesidad de una


moral universal, vinculante para toda la humanidad, puesto que
las acciones humanas, potenciadas enormemente por los medios
científicos y técnicos presentan repercusiones planetarias, de
modo que ya no es suficiente con tener unas normas regulativas
del comportamiento en grupos pequeños, sino que precisamos
algunas normas universalmente vinculantes dotadas de validez
194

intersubjetiva, o al menos un principio moral básico que sirva de


fundamento común para la práctica de la responsabilidad
solidaria, indispensable para la supervivencia de la humanidad.

Ese principio moral básico necesariamente tiene que


fundamentarse en el criterio de que en el universo existen seres
que tienen un valor absoluto, y por ello no deben ser tratados
como instrumentos; todo ser racional es fin en sí mismo, y no
medio para otra cosa. Es decir, las personas no son algo
relativamente valioso, esto es, valiosos porque sirven para otra
cosa, sino seres valiosos en sí mismos; su valor no procede de
que vengan a satisfacer necesidades o deseos, como ocurre con
los instrumentos o las mercancías, sino que su valor reside en
ellos mismos, porque son seres humanos.

En consecuencia, sólo en el caso de que existan seres que


podamos considerar como valiosos en sí –cuyo valor no procede
de que satisfagan necesidades-, podremos afirmar que para ellos
no hay ningún equivalente ni posibilidad de fijarles un precio.
De estos seres diremos que no tienen precio, sino dignidad, y
que, por tanto, merecen un respeto del que se siguen
obligaciones morales, en términos de justicia y solidaridad.

En definitiva, nos encontramos en una etapa histórica en la que


el desarrollo de la humanidad exige una moral universal para las
cuestiones de justicia, un universalismo mínimo que puede
defenderse con argumentos intersubjetivamente aceptables. Este
universalismo moral abarca valores como la vida, la libertad, la
igualdad, la solidaridad y la tolerancia activa. Estos valores se
fundamentan en última instancia en el valor absoluto de las
personas y de este reconocimiento de la dignidad de las personas
se derivan los derechos humanos que actualmente consideramos
indispensables para alcanzar y mantener una vida personal y
social propia de seres racionales.

En efecto, el reconocimiento de la dignidad intrínseca de toda


persona permite una fundamentación de principios morales
universales, que orientan la conducta hacia la promoción y
respeto de ciertos valores que no podemos considerar seriamente
como relativos ni arbitrarios. Pero por otra parte, la aplicación de
los principios morales universales a las situaciones concretas de
la vida personal y social no puede hacerse de un modo mecánico,
sino que exige a quienes hayan de tomar las decisiones un
195

profundo conocimiento de las circunstancias y una cuidadosa


valoración de las consecuencias. Es necesario un gran sentido de
la responsabilidad y un deseo de llegar a entenderse mutuamente
para que sea posible realizar en nuestro mundo las exigencias –
no siempre fáciles de conciliar- de los valores universales.

La necesidad de referentes morales comunes que permitan una


optimización de las relaciones interpersonales ha sido un
reclamo permanente de la convivencia humana. Las utopías,
laicas y religiosas, han apuntado hacia la consecución de ese
propósito, pero las dificultades prevalecientes en las distintas
épocas han frustrado las buenas intenciones al respecto. Como se
sabe, los hombres portan la moralidad que se deriva de un
escenario sociohistórico concreto, por lo que sus enfoques en
torno a lo que “debe ser” responderán a ese condicionamiento.

No es casual que en la historia universal diferentes


conglomerados humanos hayan considerado, a nivel de
exclusividad, su mundo moral y que, en muchas ocasiones, lo
hayan impuesto como un componente más de un sistema
múltiple de dominación. Ante esa dificultad que impone la
referida diferencia, el único camino para lograr el anhelado
consenso moral universal, consistiría en lograr, a partir del
respeto a lo plural, aquellos mínimos esenciales que garanticen
la imprescindible comunidad en la diversidad.

Como puede colegirse, esta propuesta ética para una moral


universal tiene como punto de partida el reconocimiento del ser
humano como principio supremo. Ese culto a la dignidad
humana se valida en las relaciones interpersonales mediante la
solidaridad, entendida como afán por lograr un entendimiento
con los restantes miembros de la sociedad, y también como
actitud social dirigida a potenciar a los más débiles, habida
cuenta de que es preciso establecer el imperio de la justicia de
manera que prevalezca la necesaria equidad, si queremos
realmente que todos puedan ejercer su libertad como presupuesto
insoslayable para el logro de la felicidad, que es un asunto
esencialmente personal.

Cuando hablamos de libertad, como valor moral, nos referimos


al derecho a gozar de un espacio de libre movimiento, sin
interferencias ajenas, en el que cada cual pueda ser feliz a su
manera, y también al derecho a participar activamente en las
196

decisiones que me afectan, de suerte que en la sociedad en que


vivo pueda contemplarme como “legislador”, como participante
e interlocutor válido en los asuntos públicos.

Por otra parte, los ideales de felicidad son sin duda modelos
desde los que justificamos nuestras elecciones, pero lo que no
podemos exigir es que cualquier persona adopte los mismos
ideales, sino proponerlos, invitar a vivir según ellos,
aconsejarlos, si es que a nosotros nos hacen felices. Por el
contrario, la justicia se refiere a lo que es exigible en el
fenómeno moral, y además exigible a cualquier persona que
quiera pensar moralmente. La universalidad del fenómeno moral
pertenece, pues, a la dimensión de justicia, más que a la de
felicidad.

Construir una moral universal, fundamentada en las realidades


de nuestro tiempo y en los mejores aportes del pensamiento ético
mundial, sólo es posible desde aquellas exigencias de solidaridad
y justicia que son inapelables, entre las que se cuenta el deber de
respetar los modelos de felicidad de los distintos grupos y
culturas.

La necesidad de una moral universal fue anunciada claramente


por K. O. Apel en su Transformación de la filosofía (1973), al
indicar que los efectos universales de la racionalidad científico-
técnica deberían ser dirigidos desde una razón moral asimismo
universal, si no queremos que resulten frecuentemente dañinos,
más que beneficiosos. Las morales fragmentadas, vividas en
niveles locales, carecen de la lucidez y la fuerza imprescindibles
para enfrentar retos universales (1).

El hecho de que en los años noventa del pasado siglo se haya


tomado mundialmente conciencia de que vivimos un imparable
proceso de globalización ha obligado a desear una moral
universalista incluso a los más renuentes. Se habla de “ética
global” (H. Küng), de “mundialización” (A. Touraine), de
“globalización ética” (Apel), y todo ello con el abierto mensaje
de que es imprescindible contar con una moral universal en
tiempos de globalización (2). Cuál es el método para esbozarla y
qué fuerza normativa pueda tener, son tal vez dos de los mayores
problemas.
197

Por el momento, tres caminos parecen ofrecerse en el ámbito


ético-filosófico:
1) Uno de ellos sería el abierto por Rawls sobre todo a partir
de Liberalismo político (1993) y claramente esbozado en El
derecho de gentes (1993) (3). Se trataría en él de diseñar un
concepto moral de la justicia, en principio, aceptado por las
distintas doctrinas comprehensivas del bien, que conviven en
una sociedad democrática y pluralista, y más adelante, adelgazar
esa concepción de forma que pueda extenderse a todos aquellos
pueblos cuya forma política no es la democracia liberal, pero que
sí respetan en cierta forma los derechos humanos.
2) El segundo camino tendría unas raíces más
marcadamente sociohistóricas, y tiene un buen ejemplo en la vía
que señalan algunos comunitaristas en sus escritos. Según esta
perspectiva, el procedimiento de construir un punto de vista
moral universal, que consiste en elevarse kantianamente a la
abstracción, tiene el inconveniente de no resultar efectivo para
las gentes que, a fin de cuentas, vive en comunidades concretas,
en las que los distintos valores y bienes tienen unas
connotaciones muy determinadas. Quien desee conectar con las
personas debe hablar ese lenguaje, enraizado en tradiciones y
eticidades concretas, que ellas entienden: debe emplear el
lenguaje característico del “maximalismo moral”. Mientras que
el punto de vista moral abstracto, el del “minimalismo moral”, se
extiende universalmente, pero a costa de perder
comunicabilidad. Se trataría de intentar construir una moral
universal a partir de los elementos comunes que se encuentran
presentes en las moralidades concretas.
(3) Una tercera posibilidad consistiría en tomar como punto
de partida la ética discursiva. Esta ética, ligada a la tradición
kantiana, se presenta como una ética de la justicia (similar en
esto a la rawlsiana), no de la vida buena, pero universalista en
sus pretensiones, en la medida en que entiende que la estructura
comunicativa y argumentativa de los seres humanos hace que
cada uno de ellos sea un interlocutor válido con el que es posible
sintonizar. El etnocentrismo no es insuperable. El hecho de que
las pretensiones de validez sean un presupuesto irrebasable de la
argumentación, y que una de esas pretensiones sea la corrección
normativa, permite construir una moral universal.

Notas y referencias bibliográficas


(1) K. O. Apel, La transformación de la filosofía, Madrid,
Taurus, 1985.
198

(2) K. O. Apel “Globalización y necesidad de una ética


universal. El problema a la luz de una concepción pragmático-
trascendental y procedimental de la ética discursiva”, en Debats,
No. 1, 1999, págs. 48-67.
(3) J. Rawls, Liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996;
“El derecho de gentes”, en Shute y S. Hurley, De los derechos
humanos, Madrid, Trotta, 1008, 47-86.
199

Bibliografía
Apel, K. O. La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid,
1985.

Aristóteles, Ética a Nicómaco. Centro de Estudios


Constitucionales, Madrid, 1985.

Ayer, A. J. Lenguaje, verdad y lógica, Ed. Martínez Roca,


Barcelona, 1971.

Camps, V. (Ed.), Historia de la Ética, tres vols., Crítica,


Barcelona, 1988.

Habermas, J., conciencia moral y acción comunicativa,


Península, Barcelona, 1985.

Kant, I., Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca, 1996.

_____ Fundamentación de la metafísica de las costumbres,


Espasa Calpe, Madrid, 1995.

Macintyre, A., Tras la Virtud, Crítica, Barcelona, 1986.

Mill, J.S., Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1981.

Mulhall, S. y Swift, A., El individuo frente a la comunidad. El


debate entre liberales y comunitaristas, Temas de Hoy, Madrid,
1996.

Rawls, J., Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica,


México, 1978.

Você também pode gostar