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QUEDATE CON NOSOTROS EN EL CAMINAR

Recientemente, escuchando la homilía dominical en la que el sacerdote reflexionaba sobre el


pasaje de los discípulos que iban por el camino hacia la aldea de Emaús, recordando tal escena
del Evangelio, reconocí interiormente que esta historia también era – a su manera – mi historia…
claro, también es tú historia y la de muchos cristianos. Que bien nos hace en esta época volver
nuestro corazón hacia la profundidad de este pasaje tan peculiar y único que el evangelista San
Lucas quiso transmitirnos a todos los cristianos de todas las épocas, con especial atención a
aquellos que han olvidado la alegría del encuentro con Cristo.

Este será un artículo diferente, en el que meditaremos juntos el contenido de uno de los pasajes de
la Palabra de Dios. Para que puedas hacerlo de mejor manera, te recomiendo iniciar con una
pequeña oración, en la que con tus propias palabras le pidas a Dios que ilumine tu mente y tu
corazón con su Palabra, invocando la acción del Espíritu Santo; luego, lee en tu Biblia el pasaje del
Evangelio de San Lucas 24,13-35. Sabes, siempre he pensado que para comprender el mensaje
de Jesús, escrito según San Lucas debe prestarse atención a los detalles (San Lucas, como buen
médico, es cuidadoso en los detalles); en este pasaje, cada palabra, cada escena y descripción es
un susurro de corazón a corazón por parte de Dios. Así, siguiendo la dinámica de reflexión
previamente propuesta, escudriñemos el Evangelio de la forma siguiente:

“Aquel mismo día dos discípulos se dirigían a una aldea llamada Emaús…” (San Lucas 24, 13)

El Evangelio inicia presentándonos nuestra vida misma, es el día a día de todos, es nuestro
caminar constante y es también el regresar a las realidades temporales: Dirigirnos al trabajo, a la
escuela, universidad e inclusive a nuestra misma casa, nuestros propios “Emaús”. Estos discípulos
habían presenciado atónitos los acontecimientos de la pasión y aunque les había sido anunciada
ya la Resurrección de Jesús, ellos simplemente decidieron regresar a su aldea de Emaús; ante esa
Buena Nueva, no buscaron al Señor como María Magdalena en el sepulcro, pareciese que el
anuncio de la Resurrección no les causo alegría como a las mujeres, tampoco sintieron la
curiosidad de averiguar sobre lo ocurrido, más bien fue indiferencia y nada detuvo su regreso.

¿No te suena? ¿Cuántas veces nosotros “los que conocemos al Señor” preferimos “regresar” a
nuestras “aldeas”? ¿Cuántas veces hemos decidido caminar sin Jesús? La indiferencia parece
invadir nuestra vida toda y tal pareciese, incluso, que el Señor nos interpela nuevamente en el
silencio “ya no me amas como me amabas antes” (Apocalipsis2, 4). El caminar del cristiano, ese es
el punto de inicio de este pasaje del Evangelio, tenemos que caminar, claro que sí, es la misión del
discípulo, ir adelante, no quedarse estancado, pero no indiferentes y sin propósito de vida, el cómo
caminamos o con quién caminamos, es lo que debemos evaluar hoy.

“… Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se puso a caminar con
ellos…” (San Lucas 24, 15)

Y es que muchas veces nos olvidamos de caminar con el Señor, pero Él no se olvida de caminar
con nosotros; caminamos solos o caminamos con amigos (buenos o malos), pero no invitamos al
recorrido al “Amigo que nunca falla”… y cuando ya hemos avanzado algún trecho, el Señor Jesús
aligera el paso y se pone a caminar con nosotros. ¿Curioso no? El Señor “en persona” se acercó a
aquellos discípulos y se puso a caminar con ellos, sin importar el ánimo con el que estos iban o si
estos le reconocían o no.
Hoy también Jesús aligera el paso porque quiere caminar con nosotros, no importa si corremos o si
desviamos el camino, igual Él quiere caminar con nosotros y acompañarnos “en persona”, como a
aquellos discípulos, de forma total y no a medias; no importan nuestros ánimos, aunque si nuestra
actitud, dejemos que Él nos acompañe y nos guíe siempre, porque, al final de cuentas, Él es “el
camino, la verdad y la vida” (San Juan 14, 6).

“… pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.” (San Lucas 24, 16)

¿Qué nos impide reconocer a Jesús como compañero de camino? ¿Por qué no queremos dejar
que Él camine junto a nosotros? Algo impide que nuestros ojos de discípulos le reconozcan,
aunque lo tengamos cara a cara, no le vemos, más bien, no le queremos ver… en realidad es
nuestro corazón el que está cerrado (cegado) por el pecado, por el odio y los resentimientos, por el
vacío de Dios. A veces nos pasa como a los discípulos de Emaús, que estaban más enfocados en
el problema o en las “malas noticias” de lo sucedido en aquellos días, que en la “Buena Nueva” de
la resurrección de Cristo que les había sido anunciada y de su salvación misma.

No cerremos nuestro corazón, quitemos nuestros propios impedimentos, abramos sus puertas de
par en par para reconocer a Cristo que camina con nosotros; y si, no obstante esto, no le vemos,
pidámosle a Él más fe para verle y para reconocerle. Hoy Jesús pasa en el camino de nuestras
vidas, va con nosotros y parece preguntarnos “en qué te puedo ayudar”, más bien, “¿qué quieres
que yo haga por ti?”… como el ciego Bartimeo, digámosle hoy también a Jesús “Maestro, quiero
ver” (San Marcos 10, 51), es decir, quiero reconocerte en mi vida, para también recuperar la vista y
seguir en el camino (San Marcos 10, 52).

“Él les dijo: «¿De qué van discutiendo por el camino?» Se detuvieron, y parecían muy
desanimados…” (San Lucas 24, 17)

Cualquier encuentro con Cristo implica un nuevo comenzar; de cualquier forma que esto ocurra, el
encuentro con Jesús siempre causa una pausa en nuestras vidas. Nos detenemos y nos
presentamos ante Él tal y como somos, tal y como estamos en ese momento, discutiendo,
desanimados, sucios, cansados… Estos discípulos, como nosotros, conocían a Jesús y le amaban,
pero cuando las “cosas no ocurrieron como ellos querían”, en vez de buscar reencontrarse con su
Maestro, decidieron alejarse de la comunidad cristiana, regresar a sus vidas anteriores y
simplemente pasar la página. La Cruz no era de su agrado y la Resurrección les parecía algo tan
increíble como para verdaderamente ser cierto.

¡Qué fácil es desanimarse ante la prueba! ¡Qué fácil es huir del dolor!… Pero ese no es el
propósito del cristiano, estamos llamados a ser extraordinarios, a ser valientes, a ser auténticos, a
tener coraje… A no huir ni desanimarnos en la prueba, porque “¿Adónde iremos lejos de su
espíritu, a dónde huiremos lejos de su rostro?”(Salmo 139 7-10). No podemos huir del amor y de la
misericordia de Dios, el encuentro con Cristo hoy a través de su Palabra también nos interpela.

“… «¿Qué pasó?»… «¡Todo el asunto de Jesús Nazareno!» Era un profeta poderoso en obras y
palabras, reconocido por Dios y por todo el pueblo… Nosotros pensábamos que Él sería el que
debía liberar a Israel…” (San Lucas 24, 19-21)

¿Cómo estimamos a Cristo? ¿Qué tanto nos importa en nuestra vida? ¿Cómo le conocimos y le
recordamos?… Los discípulos de Emaús recordaban perfectamente a Jesús, sus obras y palabras,
le reconocían como un profeta ungido por Dios y sabían de su “popularidad” ante el pueblo, pero
no le reconocían aún como EL SEÑOR. Aún siendo testigos de su propia salvación, Jesús seguía
siendo para ellos un “profeta poderoso”, más no el Señor de sus vidas… Esto sucede en la vida del
discípulo cuando el primer encuentro con Jesús parece eclipsarse por las formas vacías, los
problemas cotidianos, cuánto más por cuestiones vanas.

¿Es Jesús verdaderamente nuestro Señor? A veces pasa que sabemos mucho de Dios, de Jesús,
de la Biblia y de la Iglesia, le decimos “Señor”, más no le reconocemos como tal en nuestras vidas;
inclusive, lastimosamente, para muchos cristianos, Jesús es: Un personaje importante,
respondemos “sí”; que cambio la historia de la humanidad, decimos “también”; un revolucionario de
su época, pensamos “puede ser”… si existe Él, es de vez en cuando y solo en los templos o en el
lugar en que yo decida ponerlo para invocarlo. En fin, creemos en Cristo, conocemos sus palabras,
nos maravillamos con su obra, más no vivimos como sus discípulos. Por eso San Pablo nos pide
“confesar con la boca y creer con el corazón que Jesús es el Señor” (Romanos 10, 9); por eso, lo
que Jesús quiere de nosotros, los nuevos discípulos de Emaús, es que cambiemos de rumbo, no
que regresemos, sino que le reconozcamos como NUESTRO SEÑOR es decir, que recorramos el
camino de la CONVERSIÓN.

“… Y les explicó lo que se decía de Él en todas las Escrituras…” (San Lucas 24, 27)

La Palabra de Dios es viva, actual, eterna y tiene poder; Jesús sabía que debía (en cierta forma)
comenzar desde cero, ellos no le habían reconocido, no podía simplemente decir “aquí estoy y ya
resucité”, porque no era una noticia que ellos habrían aceptado tan fácilmente. Aprovecha el
caminar, para explicarles las escrituras, el “camino de la salvación”; imagínate esa escena, el
Divino Maestro explicando mientras caminaban, ellos escuchando atentamente, sobre Moisés, los
profetas, el pueblo de Israel… Su propia vida.

La Palabra de Dios siempre está en el caminar del cristiano, aún y cuando tratemos de apartarla de
nuestra cotidianidad. Hoy como siempre, Dios “desciende” para hablar con el hombre a través de
su Palabra, por eso su efecto no es una lectura histórica, poética o intelectiva, más bien viva, que
toca el corazón, transforma, renueva y convierte. En tal sentido, hasta las formas más sencillas de
revelación de Su Palabra no son desapercibidas por el corazón humano, sino, recordemos, aún en
nuestra época, aquel momento en que nosotros también sentimos desánimo y vimos publicada una
imagen con algún versículo bíblico en el muro de Facebook y nos sentimos reconfortados; cuando
tu hermano(a) te compartieron el “Evangelio del Día” o qué tal cuando un amigo nos consoló con
algún Salmo en medio de una situación triste; o aquella vez que acudiste a la Misa dominical y el
párroco cito un versículo de las lecturas con el que te sentiste identificado…

Es Jesús en realidad quien en ese momento se puso a caminar a nuestro lado y lo sigue haciendo,
nos explica las Escrituras, como a los discípulos de Emaús; nosotros debemos escucharle
atentamente, porque es Palabra de Dios, misma que es Palabra de vida y Palabra de Salvación; en
todo caso, a quién podríamos ir “solo Él tiene palabras de vida eterna” (San Juan 6, 68).

“… Quédate con nosotros, ya está cayendo la tarde y se termina el día…” (San Lucas 24, 29a)

¿No te ha pasado que cuando disfrutas de una buena conversación con un amigo, el tiempo se
alarga y no quisieras que terminara? Pues algo similar les ocurrió a los discípulos que, llegando a
su destino no querían dejar ir a un gran compañero de camino. ¿Qué había ocurrido en ese
caminar tan inesperado que, aquellos que iban “discutiendo” y estaban “desanimados”, aún no
pudiendo reconocer del todo a tan singular caminante, en su interior sabían que era alguien
especial? Y, todos sabemos que, cuando estás con alguien especial, no quieres separarte de él o
de ella.
“Quédate con nosotros Señor” (San Lucas 24, 29), esta es la frase que cada cristiano guarda en su
corazón como respuesta eterna al encuentro con Cristo; es como el desahogo del alma que se
siente amada y salvada por Dios, como primera aceptación de su misericordia en la vida misma.
Cuando estamos con Dios, cuando caminamos con Él, cuando estamos frente a Cristo, el alma se
siente atraída a su unión perfecta en la santidad con Él, aún y cuando humanamente no
comprendamos su amor y no le reconozcamos por completo, somos del Señor, porque “hemos
sido comprados con Su Sangre” (Efesios 1, 7), a un precio muy alto y desde la Cruz.

“… Entró, pues, para quedarse con ellos…” (San Lucas 24, 29b)

Si invitamos a Jesús a quedarse, Él nos toma la palabra, entra en nuestra vida y se queda
verdaderamente con nosotros, por eso es el Emmanuel, el Dios con nosotros (San Mateo 1, 23).
Fijémonos bien en las palabras del Evangelio de San Lucas, no dice que Jesús se asomó o
simplemente “entró” un rato y ya, más bien dice “entró para quedarse con ellos”; ojo, Jesús no
quiere ser un invitado cualquiera, sino un eterno compañero. No quiere hacerte visita de vecino o
de vendedor, más bien es amigo, familia… es el Señor y quiere que lo hagas Señor de tu vida. Por
eso, a pesar de las épocas y los lugares, Él sigue diciéndonos hoy como siempre “mira que estoy a
la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él
conmigo” (Apocalipsis 3, 20

Jesús quiere que le entregues todo, no solo lo aparente o lo más visible, quiere entrar en toda tu
existencia: Familia, amigos, trabajo, estudios, diversiones, descanso… absolutamente todo. Es
difícil esa entrega total e incondicional hacia Jesús, pero no es imposible de lograrla, sino, mira el
testimonio de tantos Santos cuyo sí a Dios fue total hasta la eternidad. Piensa que esta invitación
de Jesús a tu vida, en contrapartida, también es una invitación de Él hacia la eternidad en el Reino
de los cielos. Deja que Jesús entre a tu casa, a tu vida, que arregle lo que tenga que arreglar, que
te ayude a limpiar y sanar aquellos huecos hasta dónde tú por tus propios medios no has podido
llegar y veras como sí podrás sentarte a la mesa con el Maestro y compartir su banquete eterno.

“… Mientras estaba en la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dio,
y en ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron…” (San Lucas 24, 30-31)

El encuentro con Cristo por excelencia siempre será la Eucaristía y esta es verdadero signo de
comunión del discípulo con su Señor. Los discípulos de Emaús invitaron a su compañero de
camino a la mesa para compartir su pan, más no sabían que sería Jesús mismo el que iba a
compartir su “Pan de Vida” con ellos. Y precisamente le reconocieron en la fracción del pan. Es que
no se puede decir que se ha encontrado a Jesús sin haberle encontrado en la Eucaristía; Palabra y
Eucaristía, ambos, no solos, son presencia eterna de Dios que quiere permanecer con nosotros
“todos los días, hasta el fin de los tiempos” (San Mateo 28, 20).

Así, hoy también nosotros somos invitados por Jesús a la mesa de nuestros Templos para que, en
el caminar de nuestra vida, Él nos parta y comparta el pan, para que Él sea nuestro alimento. Para
que permanezca con nosotros y para que abra nuestros ojos ante su presencia, para que le
podamos reconocer cuando se ponga a nuestro lado a caminar, para que podamos llenarnos de su
Palabra, para que podamos compartir con el hermano. Hoy como siempre los cristianos somos
invitados al Banquete del Altar de Cristo, cada vez que vayas a Misa no seas espectador, se
adorador y testigo, se discípulo, allí está Jesús, “el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo” (San Juan 1, 29), el “Pan vivo que ha bajado del cielo” (San Juan 6, 51), su cuerpo y su
sangre son “verdadera comida, verdadera bebida” (San Juan 6, 55).
Si estamos alejados de Jesús Eucaristía en este momento, es una buena oportunidad para tomar
la decisión de acudir a su encuentro en la Santa Misa y/o en las Capillas de Adoración Perpetua,
allí, postrados ante Él reconocernos necesitados de su alimento; recuerda que Jesús está allí
siempre en el Sagrario de cada Templo por pequeño que sea, porque así lo prometió (San Mateo
28, 20) y porque hace unos miles de años unos discípulos caminantes le pidieron que se quedara
con ellos y pues ¡EL QUISO QUEDARSE CON NOSOTROS REAL Y VERDADERO!

“… ¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?..” (San Lucas 24, 32)

Ya lo decíamos un par de líneas antes, cualquier encuentro con Cristo no es indiferente al corazón
humano y sí, le hace arder porque enciende la fe, inflama la caridad y calienta la esperanza del
cristiano. Muertos con Cristo, nos ha sido dada la Vida Nueva en su Resurrección, por eso el
cristiano predica la vida, transmite vida con su ser entero, transmite a Cristo para que los
corazones de otros también se inflamen como sucedió a los discípulos de Emaús.

Arde nuestro corazón porque Él “nos habla al corazón” (Oseas 2, 16) y porqué es en el corazón
que se obra la conversión. Dejemos que Dios haga arder nuestro corazón con su Palabra eterna, el
verbo encarnado, su Palabra de Amor porque Él es el AMOR. “Tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo único” (San Juan 3, 16), su don más preciado, como mensaje de amor a toda la humanidad;
porque Jesús nos ha acompañado en nuestro camino para decirnos luego que salgamos a otros
caminos a donde Él también quiere llegar (San Mateo 28, 19). Nosotros que hemos sentido arder
nuestro corazón ante el encuentro con Cristo, debemos ser mensajeros de su amor al mundo,
buscar a los que andan por el camino errado y llevarlos al encuentro de Jesús para que también
haga arder sus corazones; buscar aquellas esquinas oscuras de nuestra existencia y poner la
Palabra Eterna del Padre como lámpara que alumbra la existencia con el fuego de su amor… Y
así, que cada camino, cada metro o milla recorrida, quede impregnada de la alegría de sentirse
amados por Dios.

“De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a
los de su grupo…” (San Lucas 24, 33)

Ardiendo nuestro corazón con el amor de Dios, llenos de fe, ahora debemos hacer que ese fuego
no se extinga; Benedicto XVI decía a los jóvenes que “la fe crece cuando es compartida”, pues
bien, ese es el efecto del Camino de Emaús, compartir la fe para que no se apague, para que siga
creciendo en nosotros, para que nuestro corazón siga ardiendo. Y no hablamos acá únicamente
del sentido misionero de testimoniar la fe y anunciar el Evangelio a otros para que crean también
en Jesús, sino también, no menos importante, la fe vivida y compartida en la comunidad cristiana, a
través de la oración, la Palabra y los sacramentos, a través del caminar juntos como Pueblo de
Dios.

Necesariamente, tarde o temprano, el encuentro con Cristo siempre nos impulsará al encuentro
con los hermanos en la comunidad; no somos islas de fe, porque tenemos una misma identidad,
somos “UN SOLO CUERPO, UN SOLO ESPÍRITU, UNA SOLA ESPERANZA… UN SOLO
SEÑOR, UNA SOLA FE, UN SOLO BAUTISMO, UN SOLO DIOS Y PADRE…” (Efesios 4, 4-6).
Porque Jesús no quería que camináramos solos, sino en comunidad, para apoyarnos, levantarnos
los unos a los otros ante cada caída, darnos aliento cuando estamos desanimados y hacernos
crecer también a partir de la experiencia cristiana de otros. Esto es lo hermoso de la fe cristiana,
por eso, si estamos alejados de nuestras parroquias y comunidades, hoy también como aquellos
discípulos, regresemos a nuestras propias “Jerusalén” donde encontraremos la riqueza de la
comunidad cristiana: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma…”
(Hechos 4, 32).

“… Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el
pan.” (San Lucas 24, 35)

Dar testimonio. El propósito del cristiano es testimoniar el Amor eterno de Dios al mundo, que
entrego a su hijo único, “para que todo aquel que crea, no se pierda, más bien tenga vida eterna”
(San Juan 3, 16); debemos de ser capaces de compartir las maravillas de Dios con otros,
contagiarles la alegría de ser cristianos, ser embajadores de Cristo y misioneros de su misericordia
(2ª Corintios 5, 18-20). Capaces y dispuestos por el Bautismo a “ir por todo el mundo y anunciar el
Evangelio, haciendo que todos sean Sus discípulos” (San Mateo 28, 19).

No tengamos miedo de compartir con otros cómo nos encontramos con Cristo cada día a través de
su Palabra y de que, verdaderamente le reconocemos en la Eucaristía. No tengamos miedo de
mostrar al mundo como el amor de Dios ha hecho arder nuestros corazones, que Él es nuestro
Señor y de que mi vida es diferente porque Jesús camina a mi lado siempre.

Así, a manera de resumen, recordemos ahora en nuestra reflexión lo que dice el Papa Francisco
“el camino de Emaús se convierte así, en símbolo de nuestro camino de fe: las Escrituras y la
Eucaristía son indispensables para el encuentro con el Señor… La vida a veces nos hiere y nos
marchamos tristes, hacia nuestro «Emaús», dando la espalda al proyecto de Dios. Nos alejamos
de Dios. Pero nos acoge la Liturgia de la Palabra: Jesús nos explica las Escrituras y vuelve a
encender en nuestros corazones el calor de la fe y de la esperanza, y en la Comunión nos da
fuerza. Palabra de Dios, Eucaristía… Así sucedió con los discípulos de Emaús: acogieron la
Palabra; compartieron la fracción del pan, y, de tristes y derrotados como se sentían, pasaron a
estar alegres. Siempre, queridos hermanos y hermanas, la Palabra de Dios y la Eucaristía nos
llenan de alegría. Recordadlo bien. Cuando estés triste, toma la Palabra de Dios. Cuando estés
decaído, toma la Palabra de Dios y ve a la misa del domingo a recibir la comunión, a participar del
misterio de Jesús. Palabra de Dios, Eucaristía: nos llenan de alegría…” (Regina Coeli, 4 de Mayo
de 2014

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