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Existen tantas definiciones de territorio como disciplinas relacionadas con él; la de los planificadores,
toma en cuenta factores como la geología, la topografía, la hidrografía, el clima, las culturas, las
poblaciones, las infraestructuras, la capacidad productiva, el orden jurídico, la distribución
administrativa, las redes de servicio, etc.
El antagonismo entre campo y ciudad es, sobre todo, una noción urbana. Hasta antes de la revolución
francesa, la ciudad dominaba al campo porque concentraba todos los poderes y dictaba las leyes.
Después de la revolución, la sujeción continua pero cambia de naturaleza: la ciudad crece, palpita,
inventa, desarrolla, realiza, planifica, transforma, produce, intercambia, y se extiende mientras que los
ritmos del campo, con sus costumbres y sus métodos persisten, aunque no por mucho tiempo: la
dinámica de las empresas urbanas terminará por contaminarla, y el distanciamiento entre las dos
mentalidades se reduce.
La oposición entre lo rural y lo urbano está hoy en camino de superarse, en virtud de la extensión de lo
urbano al conjunto del territorio. Este fenómeno se produjo por la difusión que han alcanzado los
medios masivos de comunicación: han logrado modificar las conductas, estableciendo una especie de
homogeneización de las formas de vida a través de la imposición de reflejos culturales. El espacio
urbano es aquel donde los habitantes han adquirido una mentalidad urbana.
Los habitantes de un territorio nunca dejan de borrar y de volver a escribir en el viejo libro de los
suelos.
El territorio no consta sólo de un cierto número de fenómenos dinámicos de tipo geo-climático. A partir
de que una población lo habita, establece con él una relación: el territorio es una construcción, y por
ende un producto.
El territorio es una forma. Ej. La división del territorio en forma de cuadrícula que impuso el Imperio
Romano a todos los países conquistados, conjuntos orientados astronómicamente, en hileras, etc.
Algunas intervenciones alteran la forma del territorio. Ej. Construcción de gradas sobre cuestas
escarpadas, cambio o supresión de la cobertura forestal de un país.
Entre las relaciones posibles que pueden sostenerse con la forma del territorio de desarrollaron 2: el
mapa y el paisaje natural. La primera concepción considera a la naturaleza como un bien común, que
los hombres pueden y deben explotar (la consideran como un objeto); la segunda concepción, la
concibe como un ser místico que sostiene con los hombres un diálogo permanente (la considera como
un sujeto).
La intención fundamental de un mapa es dar una visión simultánea de un territorio, cuya percepción
directa es, por definición, imposible. Un territorio elástico no podía satisfacer las exigencias de un
Estado moderno, era importante representarlo total, exacta y unitariamente. Un sistema de
triangulación, un método de proyección y un catálogo de signos se elaboran poco a poco, hasta que
adquieren soltura y precisión. Sólo hasta el S. XIX la representación del relieve alcanzaría una
codificación satisfactoria, por el sistema de trazos proporcionados o por el de las curvas de nivel.
El mapa es una abstracción, un filtro (elije qué representar). Se elabora en primer lugar para conocer y
luego para actuar.
El mapa es también un instrumento demiúrgico: restituya la mirada vertical de los dioses y su
ubicuidad. El paisaje, en cambio, se ofrece a la mirada de los hombres. En la enciclopedia de Diderot,
el paisaje no era todavía más que un género pictórico, no es sino hasta principios del siglo XIX que se
convierte en un conjunto de formas geotectónicas percibidas en el espacio real.
La moda del paisaje ha producido la estetización de la corteza terrestre, también bajo la influencia de
un turismo principalmente inglés. El mirador establece una relación fija entre un lugar determinado del
territorio y los demás lugares que podemos percibir desde él: transforma el paisaje en figura, lo
inmoviliza.
Esta ansia de contemplar el paisaje real tuvo su correspondencia con la expansión del paisaje pintado,
que culminó con la escuela impresionista (paisaje fenomenológico).
A pesar de su diversidad, la organización de los deportes al aire libre y el paisaje como espectáculo o
como experiencia espiritual, son, una vez más, productos urbanos que se explican por la
industrialización y la saturación de las ciudades. La creación de parques nacionales y reservas
naturales es una respuesta técnica a esa necesidad.
Hasta poco antes de los `70, la ideología del movimiento y del cambio dominaba a la mentalidad de
los planificadores. Todo transcurría entonces como si el territorio no tuviera ninguna permanencia.
Mucha gente protestó ante el despilfarro. Paralelamente, las investigaciones históricas sobre los
asentamientos humanos se interesaron en nuevos temas. Investigadores con conocimientos de
arquitectura se dedicaron a analizar la compleja relación que une a lo parcelario con el tipo de
viviendas que se han construido sobre él. De todo esto surgió una lectura del territorio con una
orientación totalmente distinta, que pretende identificar las huellas que subsisten todavía de procesos
territoriales desaparecidos. Algunos planificadores empiezan a investigar esas huellas para basar en
ellas sus intervenciones.
Una observación tan cuidadosa de las huellas y transformaciones del territorio no quiere decir que se
profese una actitud fetichista hacia ellas. No se trata de ponerlas en un pedestal, sino de utilizarlas
solamente como elementos, puntos de apoyo.
El territorio, lleno de huellas y de lecturas forzadas, se parece más bien a un palimpsesto. Para poner
en funcionamiento nuevos equipos, para explotar más racionalmente ciertos terrenos, muchas veces
es indispensable modificar su sustancia de manera irreversible. Cada territorio es único, de ahí la
necesidad de “reciclarlo”.
Es evidente que la base de la planificación ya no puede ser la ciudad, sino ese fondo territorial al que
ésta debe subordinarse.