© cortesía del autor

RESTOS
ORGÁNICOS
DEL MUNDO ANTERIOR
por
paul
en un recorrido autobiográfico

brito
y científico del mal de parkinson,
este autor barranquillero describe
el movimiento que marcó la vida
y muerte de su madre. primero libre
y tranquilo, después errático y torpe,
dejó en él una huella parecida
a la que los fósiles dejan en la tierra.

No somos más que la hoja y la corteza.

La gran muerte que cada uno lleva dentro de sí venía sufriendo un leve temblor en la mano izquierda.
es el fruto alrededor del cual todo cambia. Me confesó que hacía un año presentaba esa molestia y
rainer maria rilke que el médico le decía que era solo una cuestión nerviosa,
estrés, y le recetaba relajantes y cosas por el estilo.

C
uando era pequeño, pensaba que
mi madre era extraterrestre. Lo creía así
porque ella tenía la parte superior de las
orejas plana y puntiaguda, igual que Spock,
el tripulante de la nave Enterprise. Y si ella
era extraterrestre, entonces yo debía tener poderes como
Superman. De ahí que todas las mañanas saliera al patio
de la casa y diera tres pasos para ver si podía volar.
A mi madre le gustaba que uno le acariciara esa parte
de la oreja y también le gustaba sobársela a los demás.
Quizá era la forma de comunicarse en su planeta o un
gesto equivalente a un abrazo terrestre. Al principio, ella
se dejaba el cabello de una extensión que no permitía en-
trever la punta de sus orejas, pero con el tiempo comenzó
a dejarse el cabello más corto y a mí me daba miedo que la
descubrieran, pues era como ver sin lentes a Clark Kent.
Toda la vida tuvo una salud de acero hasta que diez
años antes de morir le comenzó la enfermedad. Yo aca-
baba de regresar de España y me encontré con que ella
Investigué en internet y encontré que hay una diferen-
cia fundamental entre el temblor que aparece cuando una
persona realiza un movimiento y el que aparece en reposo.
El primero puede deberse efectivamente a cuestiones
nerviosas y musculares, pero el segundo, unido a otros sín-
tomas, puede ser indicio de mal de Parkinson. Los otros
síntomas, que también presentaba mi madre, eran: rigidez
en el rostro cuando siempre había sido muy expresiva, bra-
zos extendidos hacia adelante como si llevara una bandeja
(en efecto, en una misa le pusieron una en las manos pen-
sando que ella se estaba ofreciendo para llevarla), cuerpo
ligeramente encorvado, y pasos cortos y torpes.
La acompañé al doctor y le expuse a este mis hallaz-
gos, subrayando la diferencia entre los dos tipos de tem-
blores. Enseguida me dio la razón. Nunca supe si se había
equivocado por ineptitud o por negligencia, o si lo había
hecho adrede para ahorrarle dinero a la aseguradora para
la que trabajaba.
Entre las cosas que había averiguado, me enteré
también de que el nombre de la enfermedad proviene

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 de un doctor inglés, James Parkinson, que fue el primero
en relacionar el conjunto de síntomas con una entidad
común. En 1817 publicó una monografía de 66 páginas de
la que hubo ocho ediciones y que tituló: Un ensayo sobre
la parálisis agitante. En ella señala el problema como “una
disminución de la potencia muscular en la movilidad
pasiva y activa, con propensión a encorvar el tronco hacia
adelante y a pasar de caminar a correr; los sentidos y el
intelecto no sufren mayor daño”.
parálisis agitante
A pesar de las terapias físicas y del tratamiento con
dopamina que comenzó a seguir, los síntomas de mi
madre se fueron acentuando con los años. Su cara se hizo
más rígida, sus movimientos más espasmódicos, sus bra-
zos más tiesos. Se acababa de jubilar, sin embargo no dejó
de ser la mujer activa que siempre había sido. Resolvía
crucigramas a diario, ayudaba a sus sobrinas a hacer las
tareas, continuaba haciendo sus diligencias diarias, se
reunía con amigas, visitaba a sus hermanas, conversaba
con todo el mundo, asistía a misas casi todos los días.
Su memoria seguía siendo prodigiosa y su inteligencia
potente. Aún hoy, cuando ya no está, sigo sintiendo su
presencia alrededor, como si la muerte fuera también
para ella apenas una parálisis agitante.
En vida, James Parkinson tampoco se quedó quieto,
ni siquiera en el mismo campo científico. Se dedicó tam-
bién a la geología y la paleontología, y llegó a reunir una
de las colecciones más importantes de fósiles de Gran
Bretaña. Hoy es considerado una especie de precursor de
Darwin, pues entre 1804 y 1811 publicó una obra con un
título hermoso y más apropiado para un libro de ciencia
ficción: Restos orgánicos del mundo anterior, un larguísimo
tratado en tres volúmenes que hoy casi nadie lee y con el
cual trata de ofrecer una primera explicación científica
de los fósiles. Su estudio de los restos mineralizados de
vegetales y animales del mundo antediluviano, general-
mente denominados fósiles extraños, está escrito con
una prosa elegante, muchas veces más cercana a la poesía
que a la ciencia. A esas singulares sustancias orgánicas
petrificadas se refiere Parkinson de una forma muy bella
en la segunda carta del libro: “Medallas de la creación...
placeres otorgados por esta ciencia”. Para Parkinson se
trata de premios divinos que la naturaleza les concede
a los hombres fascinados por la historia del planeta.
Cada cierto tiempo queda inmortalizado uno de esos
eslabones clave que sirven para conectar una porción del
pasado con otra.
Restos orgánicos del mundo anterior somos todos los
seres humanos. Descendemos de mundos pasados, de
culturas y civilizaciones que ya no están, de sociedades
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que desaparecieron para siempre de la faz de la Tierra.
Restos orgánicos del mundo anterior somos todos los
seres vivos: Francis H. C. Crick (descubridor del adn) y
Leslie E. Orgel tienen una hipótesis llamada fenómeno
de panspermia dirigida, según la cual la Tierra y probable-
mente otros planetas estériles fueron sembrados delibe-
radamente por seres inteligentes que vivían en sistemas
solares cuyo grado de evolución se hallaba miles de
millones de años por delante del nuestro. Eso explicaría
por qué la escasez terrestre del molibdeno, un elemen-
to químico esencial para el funcionamiento de muchas
enzimas fundamentales, no fue obstáculo para que se
desarrollara la vida en la Tierra. Según esta teoría, todos
seríamos hijos de extraterrestres, aunque sin los mismos
poderes de Superman.
Antes de morir el 8 de septiembre de 2015, mi madre
llamó angustiada a mi apartamento, que quedaba cerca
del suyo. Era mediodía y yo estaba en ese momento en el
baño. Mi esposa recibió la llamada de auxilio y me avisó
detrás de la puerta. Yo reaccioné como un estúpido, sin
terminar de asimilar lo que me estaba diciendo. Fui al
cuarto y me puse una pantaloneta, en lugar de salir co-
rriendo enseguida. Cuando reaccioné y salí volando, mi
hermana, mi cuñado y mi esposa estaban ya en el cuarto
de mi madre, rodeándola. Ella estaba pálida y nos miraba
asustada.
Un minuto después vi cómo se iban sus ojos, cómo
su cuerpo se vaciaba de ella misma, como si una nave la
hubiera abducido. Comencé a darle respiración boca a
boca, mientras mi hermana alternadamente le oprimía
el pecho. Fue imposible traerla de vuelta. El hombre que
creía ser un superhéroe de niño no pudo salvar a su pro-
pia madre. Ni siquiera me acordé de acariciarle la oreja
para transmitirle cuánto la amaba.
transmisión del movimiento
Ya Claudio Galeno, el médico más ilustre del mundo
grecolatino después de Hipócrates, había distinguido el
temblor de reposo, que caracteriza al mal de Parkinson,
del producido durante el movimiento. Y Leonardo da
Vinci, además de cultivar el arte, el pensamiento, la cien-
cia y la tecnología, tuvo tiempo para advertir que algunas
personas exhibían de manera simultánea movimientos
anormales involuntarios y dificultad para realizar accio-
nes volitivas: “Aparece claramente en paralíticos cuyos
miembros se mueven sin consentimiento de la voluntad,
y esta voluntad, con todo su poder, no puede impedir que
las extremidades tiemblen”.
Estos datos los encontré justo antes de soñar la otra
noche que mi madre reposaba sin vida en el cuarto de
una tía. En el sueño, yo entré y encontré a mi tía Kathy,
mi tío Guillo y mi tío Cheché velando el cadáver. Cuando
les pregunté qué hacían con el cuerpo, mi madre pareció
escucharme y empezó a moverse. Entre más hablaba
yo, más temblaba ella, como si quisiera despertar, como
cuando estaba viva y la veía dormir de esa forma espas-
módica y epidérmica que tenía desde que le comenzó el
mal de Parkinson: como si su cuerpo fuera un estanque
transparente bajo el cual se distinguieran claramente los
contornos de los peces.
Le hablé directamente y entonces comenzó a balbu-
cear y a enderezarse poco a poco, hasta que logró sen-
tarse y, con los ojos cerrados, extendió temblorosamente
los brazos hacia mí. Yo la estreché en un abrazo fuerte y
desesperado, hasta sentir que aquietaba su temblor y que
ahora era yo el que vibraba.
En la verdadera velación, mi madre no se movió,
claro, pero ocurrió algo que le dio una apariencia move-
diza, y que nos hizo estremecer a mí y a otros familiares.
En el ataúd vestía una ropa que nunca le habíamos visto
y que no coincidía con la que le entregamos a la fune-
raria: se habían equivocado y le habían puesto la ropa
y los accesorios de otra difunta. En alguna civilización
antigua, ese intercambio de trajes y prendas debió ser
un ritual para indicar que el muerto seguía más vivo
e inquieto que nunca, pero en ese momento era solo
un error fastidioso y ofensivo para la memoria de mi
madre. En todo caso, no me dejé llevar por la irritación,
pues la ropa era colorida y no le sentaba mal. Mi madre
incluso se veía a tono con la alegría y el buen humor que
conservó hasta el final.
De hecho, si algo verdaderamente me llamaba la
atención en esos momentos no era su ropa sino lo quieta
que se veía. Por primera vez lucía absolutamente inmóvil,
libre de aquella parálisis agitante que había sufrido du-
rante diez años. Pensé entonces que debía haber alguna
ley física, relacionada con la primera ley de la termodiná-
mica, que sirviera para explicar su inmovilidad; algo que
afirmara que la única manera de detener la vibración de
algo, de aplacar su movimiento, es transmitirlo a aquello
que trata de sujetarlo.
El libro de geología de Parkinson sostiene que, a
pesar de su petrificación, los fósiles siguen “en moción
constante”, impulsados “en una progresión regular, a
través de varias formas y modos de existencia”, comuni-
cándose de alguna manera con nosotros, como matrices
vivas, como medallas relucientes, igual que un álbum de
fotos remueve el brillo del pasado cada vez que se abre.
Paralizados por el mármol y la piedra caliza, son como
instantáneas que se siguen agitando en el tiempo, de la
misma forma en que cada momento transmite al siguien-
te la sustancia continua del presente; o de la misma ma-
nera en que el petróleo, siendo una acumulación inerte
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Por primera vez lucía absolutamente
inmóvil libre de aquella parálisis agitante.
Pensé entonces que debía haber alguna
ley física que sirviera para explicar su
inmovilidad; algo que afirmara que la única
manera de detener la vibración de algo,
de aplacar su movimiento, es transmitirlo
a aquello que trata de sujetarlo
de sedimentos orgánicos del pasado geológico, vuelve a
agitar el mundo después de tanto tiempo dormido.
Imaginé, en fin, que detrás de la aparente quietud de
mi madre, ella debía estar en otra parte, en otro sueño,
en otro tiempo, moviéndose aún más, como nunca antes;
como si, desprendida de la cáscara que la envolvía, pudie-
ra aletear hasta lo más alto, hasta donde pudiera seguir
abrazándome y transmitirle a mi mundo su energía.
mundos suspensivos
Cuando iba a tener mi primer hijo, yo estaba en el úl-
timo año de la universidad y debía informarle a mi mamá
que mi novia estaba embarazada.
Fue uno de los momentos más inciertos de mi vida,
pero confiaba en que mi madre me iba a apoyar. Ella
siempre se acostaba temprano y yo siempre entraba antes
de que se durmiera para contarle mis cosas. Era casi un
ritual, así que a ella no le extrañó que yo me acostara a su
lado y la abrazara.
–Mamá, tengo que decirte algo.
Ella enseguida se incorporó, me miró fijamente con
aquella mirada de rayos x que lograba escudriñar de un
solo vistazo todos los rincones de mi alma, y dijo con cara
de circunstancias:
–Espera que vaya al baño.
Yo me quedé acostado en su cama, mirando el mundo
desde su cabecera, tal como ella lo veía, con sus santos y
su virgen en una pared, con sus fotos familiares en otra
y el televisor sintonizado en un programa concurso de
preguntas y respuestas.
Corría el año 1998 y vivíamos todavía en la Urbaniza-
ción La Playa, pero sabía que pronto iban a cambiar las co-
sas: me iba a graduar, me iba a casar y, sobre todo, iba a ser
también padre, lo cual –ya lo sentía como un movimiento
telúrico– había comenzado a desplazarme del centro del
mundo al lugar que había sido siempre de mis padres.
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 En las mañanas, mi madre la seguía
zarandeando, ayudada por el mismo
balanceo con que trataba de controlar
el temblor de su párkinson... Era como
si, cerca de su muerte, mi madre hubiera
vuelto a ser también una niña recién nacida,
tan llena otra vez de vida que necesitara
vibrar todo el tiempo para que esa energía
potencial no estallara en su cuerpo
La vi caminar de vuelta, con pasos vacilantes y lentos
mirándome de reojo.
Siete años después, cuando comenzó a padecer de
párkinson, sus pasos vacilantes se volverían breves pero
a la vez rápidos para poder mantener el equilibrio. Eso
siempre me llamó la atención de su enfermedad: que
una persona con problemas de motricidad tuviera que
caminar más rápido para no caerse, igual que una bicicle-
ta necesita ponerse en movimiento para no estamparse
contra el suelo.
–Ahora sí, dime, qué pasó –dijo sentándose en la
cama y apagando el televisor, como reemplazando todas
las preguntas del programa por esa.
–Mi novia está embarazada –le solté.
–¡Lo sabía! –exclamó, como si fuera la primera vez que
ella supiera mis cosas antes de que yo se las contara.
En lugar de reñirme o preocuparse, se alegró. Lo
podía notar en su cara de emoción contenida.
–Entonces voy a ser abuela –dijo como para sí misma
y como si fuera un gran descubrimiento, con el tono de
una profesora que subraya la frase de un libro.
–Vas a ser una gran abuela –completé no con inten-
ción zalamera, sino porque sinceramente lo pensaba.
–¿Qué tienes pensado hacer? –me preguntó.
–No sé –respondí ansioso–. ¿Me pongo a buscar
trabajo?
–Nada de eso –repuso tajante–, tú termina la univer-
sidad.
–Podría estudiar de noche –le dije.
–Te falta solo un semestre, ya termina –me dijo, y
concluyó: –Yo te apoyo.
Entonces volvió a encender el televisor, como para
evitar cualquier posible réplica. Y volvió a tomar su lugar
en la cama. Me acuñé en su costado, como hacía todas las
noches, y vi un poco de televisión con ella.
Desde pequeño me gustaba sentir su olor, el sudor
que había acumulado durante el día y que era el mismo
que me había levantado palmo a palmo. Me gustaba tam-
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bién pasar mi brazo encima de su torso para sentir el la-
tido de su corazón; eso de alguna forma me tranquilizaba
frente a cualquier situación, como si esa pulsación fuese
una forma de decirme que la vida siempre continuaba,
que el mundo nunca se acababa, que cuando amagaba
con caerse solo había que moverse más rápido, dar más
pasos hacia delante.
movimiento perpetuo
Se sabe que el mal de Parkinson se hereda solo por vía
materna, por lo que no puede recombinarse. Los cambios
genéticos se deben a mutaciones a lo largo de genera-
ciones femeninas. Eso refleja lo determinante que es la
mujer en la evolución.
Cuando tuve mi segundo hijo, dieciséis años después
del primero, yo ya había regresado al país y vivía de nuevo
en Barranquilla. Nos habíamos mudado a un conjunto de
bloques en la ciudad, mi madre en un apartamento, y mi
esposa y yo en otro del mismo conjunto.
Desde hacía rato mi madre me venía sugiriendo que
tuviera otro hijo, pero yo venía aplazando la idea.
–Si es por dinero, yo te puedo apoyar –me decía mi
madre.
–No, mamá, no es solo por eso. Tú sabes que dos hijos
exigen mucha atención, mucho sacrificio...
Pero luego de tanto meditarlo y conversarlo con mi
esposa, decidimos tenerlo. Por fin estaba embarazada.
Mi madre estaba feliz y lo estaría más cuando unos meses
después supo que ahora iba a tener una nieta.
Bryan Sykes, profesor de genética humana en el
Instituto de Medicina Molecular en Oxford, asegura que
todos los europeos provienen de siete hembras, las siete
hijas de Eva; la más antigua habría vivido hace 45.000
años y la más moderna hace unos 15.000. La antepasa-
da común más moderna de todos los seres humanos se
remontaría a unos 150.000 años. Emma es entonces una
nueva articulación de esa serie ancestral, una nueva costi-
lla que oficia de puente entre el esqueleto del mundo y la
carne del futuro; solo una hembra puede ser el comienzo
de un nuevo tórax para soplar de nuevo la vida.
Mi madre sugirió varias veces que le pusiéramos a su
nieta su mismo nombre, Marina, una palabra que alude
por cierto a la parte femenina de la tierra, la fuente origi-
naria de donde verdaderamente surgió la vida. No sé por
qué no la complací. En el fondo, mi madre debía sentir
que Emma era la punta de lanza de su propio mundo, de
su propia secuencia milenaria, la emersión de ella misma
desde lo más profundo de la vida. “Las raíces retienen sus
poderes vegetativos después de la completa separación
del tronco. El tronco, en cambio, pronto deja de vivir,
pero la raíz se mantendrá viva durante un largo período:
alimentándose de sus propios jugos”, dice el libro de
Parkinson.
Cuando Emma nació, mi madre comenzó a venir
todas las mañanas para cuidarla. Parecía que hubiera
vuelto al trabajo, pues llegaba bañada y puntual como lo
hizo durante 46 años en el colegio donde fue profesora
de primaria. Tenía que bajar cuatro pisos y subir otros
cuatro para llegar a mi apartamento; eso, con una enfer-
medad como el párkinson, era como ir y volver del fin del
mundo. Sin embargo, llegaba animada y fresca, como si
nada. Le faltaba un año para morir, pero nunca la había
visto tan llena de vida.
En mi casa había una empleada que le ayudaba. Le
cargaba la niña y se la ponía en los brazos para que ella
pudiera mecerla y arrullarla en una mecedora que le com-
pramos justamente para eso.
Al igual que mi madre frente al párkinson, mi hija
necesitaba un movimiento rítmico y constante para
sentirse segura. Si no percibía la oscilación (esa misma
que seguramente la había arrullado durante ocho meses
dentro del vientre de su madre), Emma no conciliaba el
sueño ni paraba de llorar. Así que todas las noches me
tocaba encender el equipo de sonido y bailar con ella
hasta que se durmiera, y luego volver a menearla en la
madrugada cuando se despertaba llorando.
En las mañanas, mi madre la seguía zarandeando, ayu-
dada por el mismo balanceo con que trataba de controlar
el temblor de su párkinson... Era como si, cerca de su
muerte, mi madre hubiera vuelto a ser también una niña
recién nacida, tan llena otra vez de vida que necesitara
vibrar todo el tiempo para que esa energía potencial no es-
tallara en su cuerpo. El mismo médico le recomendaba que
no se quedara quieta, que no dejara de hacer sus ejercicios
y terapias, que no permaneciera mucho tiempo achantada
viendo la televisión o haciendo crucigramas, porque el
cuerpo era perezoso y se acostumbraba a la quietud.
Pero a pesar de toda esa actividad que desarrollaba
en las mañanas con su nieta y también en las tardes con
sus diligencias, seis meses después no pudo caminar más.
De pronto sus piernas dejaron de responderle. Por más
esfuerzo que hiciera, le costaba levantarse y llegar hasta
el baño, a tal punto que no podía hacerlo sin ayuda.
Ahora debíamos llevarle a Emma para que pudiera
verla. Se la poníamos en los brazos y, recostada en su cama,
comenzaba a balancearla hasta que ambas se calmaban.
Hasta que ambas se dormían. Hasta que ambas se desliza-
ban juntas hacia otros sueños, hacia otros mundos.
paul brito (barranquilla, 1975). Su libro El proleta-
riado de los dioses (Collage Editores, 2016) estuvo nomina-
do al Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana. Cola-
bora con El Tiempo, Arcadia, El Heraldo y El Malpensante.
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