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EDIPO REY

Estructura

Prólogo: 1-150
Párodo (151-215)
Primer episodio: (216-462)
Estásimo Primero (463-512)
Segundo episodio (513-862)
Estásimo segundo (863-910)
Tercer episodio (911-1085)
Estásimo tercero (1086-1109)
Cuarto episodio (1110-1185)
Estásimo cuarto (1186-1222)
Éxodo (1223-1530)

Anfibología y estructuras de inversión

Desde el punto de vista de la anfibología, Edipo Rey ocupa un lugar destacado


dentro del conjunto de la literatura griega en general, y la tragedia ateniense en
particular. Ningún género literario de la Antigüedad utiliza tan ampliamente como la
tragedia las expresiones de doble sentido, y Edipo Rey contiene más del doble de
fórmulas ambiguas que las demás piezas de Sófocles. Todos los trágicos griegos han
recurrido a la ambigüedad como medio de expresión y como modo de pensamiento.
Pero el doble sentido asume un papel muy diferente según su lugar en la economía del
drama.
Puede tratarse de una ambigüedad en el vocabulario, correspondiente a lo que
Aristóteles llama homonymía (ambigüedad léxica); este tipo de ambigüedad se hace
posible por las fluctuaciones o las contradicciones de la lengua. El dramaturgo juega
con ellas para traducir su visión trágica del mundo dividido contra sí mismo, desgarrado
por las contradicciones. En boca de diversos personajes, las mismas palabras toman
sentidos diferentes u opuestos. Las palabras intercambiadas sobre el espacio escénico,
en lugar de establecer la comunicación entre los personajes, subrayan por el contrario la
impermeabilidad de los espíritus; cada uno de ellos, encerrado en el universo que le es
propio, da a la palabra un único sentido. Contra una unilateralidad choca violentamente
otra unilateralidad. La ironía trágica podrá consistir en mostrar cómo en el curso de la
acción el héroe se encuentra literalmente “preso en la palabra”, una palabra que se
vuelve contra él aportándole la amarga experiencia del sentido que se obstinaba en no
reconocer.
Lo que transmite el mensaje trágico, cuando es comprendido, es precisamente el
que existan en las palabras intercambiadas entre los hombres zonas de opacidad y de
incomunicabilidad. En el momento en que ve a los protagonistas en la escena apegarse
exclusivamente a un sentido y causar así su perdición, el espectador comprende que hay
en realidad muchos sentidos posibles. Arrancado a sus certidumbres, el espectador
experimenta la ambigüedad de las palabras, de los valores, de la condición humana,
reconoce la naturaleza conflictiva del mundo y adquiere así una “conciencia trágica”.
Este tipo de ambigüedad sería característico, por ejemplo, en Antífona de Sófocles.
Hay otras formas de ambivalencia en la tragedia griega: el sobreentedido, el
discurso artero y simulador formulado por un personaje con plena conciencia de esa
duplicidad. Agamenón de Esquilo presenta quizás el mejor ejemplo en el discurso
engañoso que Clitemnestra dirige al rey que retorna.
La ambigüedad que se encuentra en Edipo Rey es muy diferente. No concierne
ni a la oposición de valores ni a la duplicidad del personaje que dirige la acción y se
complace en jugar con su víctima. Es Edipo mismo quien, en el drama del que es
víctima, lleva el juego hasta sus últimas consecuencias. Tiresias, Yocasta y el pastor
tratan sucesivamente de detenerlo. El equívoco en los propósitos de Edipo corresponde
al ambiguo estatuto que se le confiere en el drama y sobre el que está construida toda la
tragedia. Cuando Edipo habla, llega a expresar a veces otra cosa o lo contrario de lo que
dice. La ambigüedad de sus palabras no traduce la duplicidad de su carácter, que es
íntegro, sino más bien la dualidad de su ser. Edipo es doble. Constituye por sí mismo un
enigma cuyo sentido no adivinará hasta descubrirse a sí mismo completamente lo
contrario de lo que creía o parecía ser. Edipo no entiende el discurso secreto que se va
formando sin que él lo sepa, en el seno de su propio discurso: lo que Edipo dice sin
comprender, constituye la única verdad auténtica de sus palabras. Considérense los
siguientes ejemplos:

CREONTE – Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron
muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.
EDIPO - ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera
proyectado desde aquí con dinero?
(Versos 123 y siguientes).

Con ese uso del singular Edipo, sin saberlo, se condena a sí mismo. Como
reconocerá luego (versos 842-847), si hubiera habido asesinos, él no sería culpable; pero
si ha habido un hombre, único y solo, el crimen le es evidentemente imputable.

EDIPO – (…) Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré
yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél [Layo] tal vez también de
mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me
ayudo a mí mismo. (versos 137-141).

Hay en este pasaje tres ambigüedades: 1) Al eliminar la mácula no lo hace en pro


de amigos lejanos, sino por sí mismo: ignora lo certeramente que está hablando. 2) El
asesino de Layo podría verse tentado a atacarle a él: efectivamente, Edipo se sacará los
ojos. 3) Al acudir en ayuda de Layo, sirve a su propia causa: no, se destruirá a sí mismo.
Todo el pasaje de los versos 258 al 265 es ambiguo: “por todo esto, yo, como si
mi padre fuera, lo defenderé…”. También la amenaza de Edipo a Creonte: “Si crees que
perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no razonas correctamente” (versos 551-
552).

La doble dimensión del lenguaje edípico reproduce, en forma inversa, la doble


dimensión del lenguaje de los dioses, tal como se expresa en la fórmula enigmática del
oráculo. Los dioses saben y dicen la verdad, pero la manifiestan formulándola en
palabras confusas que, al parecer de los hombres, dicen una cosa completamente
distinta. Edipo no sabe ni dice la verdad, pero las palabras que expresa la manifiestan
igualmente, para quien tenga la capacidad de descifrarla. El lenguaje de Edipo aparece
así como el lugar en el que se anudan y se enfrentan en la misma palabra dos discursos
diferentes: un discurso humano y uno divino. Al principio, los dos discursos son
completamente distintos y están separados uno del otro; al término del drama, el
discurso humano se invierte y se transforma en su contrario; los dos discursos se
reúnen: el enigma queda resuelto.
Entonces se comprende por qué desde el punto de vista de la anfibología, Edipo
Rey tiene un alcance ejemplar. Aristóteles, al recordar que los dos elementos
constitutivos de la fabulación trágica son, además de lo “patético”, el reconocimiento
(anagnórisis) y la peripecia, es decir, la inversión de la acción en su contrario, observa
que, en Edipo Rey, el reconocimiento es el más hermoso, porque coincide con la
peripecia. El reconocimiento que realiza Edipo se refiere, en efecto, al propio Edipo.
Al iniciarse el drama, el extranjero corintio, el descifrador de enigmas, al que el
pueblo venera como igual a un dios por su sabiduría y su abnegación por la cosa
pública, debe hacer frente a un nuevo enigma, el de la muerte de Layo. Al término de la
investigación, el justiciero se descubre idéntico al asesino. Cuando aparece por primera
vez frente a los suplicantes y manifiesta su voluntad de descubrir al criminal, se expresa
en unos términos cuya ambigüedad subraya que detrás de la pregunta que desea
responder (¿quién mató a Layo?) se esboza otro problema (¿quién es Edipo?).
“Remontándome a mi vez al origen [de los sucesos], seré yo quien los saque a la luz”:
en griego egó phanó. En esas palabras griegas reside una fundamental ambigüedad
(involuntaria en Edipo) que el espectador puede comprender: “yo sacaré a la luz al
criminal”, pero también: “yo me descubriré a mí mismo como criminal”.
Edipo es esencialmente doble, enigmático. No se le puede imputar ninguna falta
moral, ninguna infracción deliberada a la justicia. Pero sin que lo sepa, sin haberlo
querido ni merecido, este personaje edípico se revela, en todas sus dimensiones, social,
religiosa, humana, inverso a lo que aparecía al frente de la ciudad.
Dos rasgos señalan el alcance de esta inversión de la condición de Edipo. En las
primeras palabras que le dirige, el sacerdote de Zeus hace de Edipo el primero de los
hombres, con especial contacto con el orden de lo divino: “Ni yo ni estos jóvenes
estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el
primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses.”
(vv. 31-35). Cuando el enigma queda resuelto, el coro reconoce en Edipo el modelo o
paradigma de una vida humana que le parece igual a la nada (vv. 1187-1188). En el
punto de partida Edipo es el espíritu clarividente que, con el auxilio fundamental de su
propio juicio, ha resuelto el enigma de la Esfinge. Pero cuando la oscuridad se disipa,
cuando al fin puede resolver y echar luz sobre el enigma que es él mismo, es entonces
precisamente que ve la luz por última vez. Desde el momento en que Edipo es
“elucidado”, puesto al descubierto, ofrecido a los ojos de todos como un espectáculo de
horror (verso 1397), ya no le es posible ver ni ser visto. Los tebanos apartan de él sus
ojos (vv. 1303-1305), incapaces de contemplar de frente aquel mal espantoso de mirar
(verso 1297), aquella miseria cuya historia y vista no se puede soportar (verso 1312). Y
si Edipo ciega sus párpados es porque se le ha vuelto imposible sostener la mirada de
ninguna criatura humana. La luz que los dioses proyectan sobre Edipo es demasiado
resplandeciente para que un ojo mortal pueda contemplarla: expulsa a Edipo de este
mundo, hecho para la claridad del sol, para la mirada humana, para el contacto social.
Considerado desde el punto de vista de los hombres, Edipo es el jefe
clarividente, el predilecto de los dioses; mirado desde el punto de vista de los dioses,
aparece ciego, igual a nada. La inversión de la acción, como la ambigüedad de la
lengua, marca la duplicidad de una condición humana que, a modo de enigma, se presta
a dos interpretaciones opuestas. La condición humana se invierte cuando se la mensura
con la medida de los dioses. Edipo había conquistado la felicidad suprema pero, frente a
los Inmortales, el que se eleva más alto es también el más bajo (versos 1189 y
siguientes): “¿Qué hombre ha conocido otra felicidad que la que él imagina para volver
a caer en el infortunio tras esa ilusión? Con tu destino, con tu destino como ejemplo
ante mis ojos, desventurado Edipo, no estimo feliz ninguna vida de los humanos”.
Así, el enigma no sólo es tratado en la obra en cuanto “tema”, sino que la pieza
misma se estructura como un acertijo: la clave de bóveda de su arquitectura
(ambigüedad, reconocimiento, peripecia) deberá buscarse entonces en el modelo de la
inversión, es decir, el esquema formal según el cual los valores positivos se invierten en
negativos, cuando se pasa de uno a otro de los planos, humano y divino, que la tragedia
une y opone.
A través de este esquema lógico de la inversión, correspondiente al modo de
pensar ambiguo propio de la tragedia, se les propone a los espectadores una idea: el
hombre no es un ser que se pueda definir; es un problema, un enigma indescifrable. El
parricidio y el incesto no corresponden al carácter de Edipo ni a una falla moral de su
parte: cuando mata a Layo, lo hace en situación de legítima defensa contra un extranjero
que lo ha agredido primero. Como Edipo proclama, al cometer tales crímenes ni su
persona ni sus actos están en cuestión; en realidad, él mismo no ha hecho nada. O mejor
dicho: mientras cometía un acto, el sentido de su acción, sin saberlo él mismo, se
invertía. La legítima defensa se convertía en parricidio; el matrimonio que consagraba
su gloria, en incesto. Inocente desde el punto de vista del derecho humano, es culpable y
sacrílego desde el punto de vista religioso. Lo que ha realizado sin saberlo, sin voluntad
delictiva, no deja por ello de ser el golpe más terrible contra el orden sagrado que
gobierna la vida humana. De este modo, Edipo se encuentra expulsado del vínculo
social, arrojado fuera de la humanidad.
El propio nombre de Edipo se encuentra sometido a estos procedimientos de
inversión. Ambiguo, lleva en sí el carácter enigmático que marca toda la tragedia. Edipo
es el hombre de pies hinchados, enfermedad que recuerda al niño maldito, rechazado
por sus padres, expuesto para perecer en medio de la naturaleza salvaje. Pero su mismo
nombre puede significar también el hombre que “sabe el enigma de los pies”. Y este
saber entroniza en Tebas al héroe extranjero. El doble sentido de “Edipo” se encuentra
en el interior del nombre mismo. Oida: “yo sé”, una de las palabras clave en boca de
Edipo triunfante, de Edipo tirano1. Y poús: “el pie”, marca impuesta desde su
nacimiento a aquél cuyo destino es terminar como ha empezado, marginado, semejante
al animal salvaje. Toda la tragedia de Edipo está contenida en el juego al que se presta el
enigma de su propio nombre. Al sabio dueño de Tebas parece oponerse radicalmente el
niño maldito. Pero para que Edipo sepa quién ese, es necesario que el primero se
invierta hasta coincidir con el segundo.
Consideremos algunos otros ejemplos de inversiones. Edipo es el más grande:
“Yo, famoso entre todos” (verso 8); para el sacerdote de Zeus es “el primero de los
hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses” (verso 33), y “el
mejor de los mortales” (verso 46). Hacia el final, se revelará que Edipo es el último, el
peor, igual a la nada: “Y ahora, ¿de quién se puede decir que es más desgraciado?
(1204), “Ahora soy considerado un infame y nacido de infames” (1397), “soy el peor de
los hombres” (1433).
Venerado, dueño de la justicia, portador de la salvación de toda la ciudad, tal es,
situado por encima de los demás hombres, el personaje de Edipo el Sabio, que al final
del drama se invierte para proyectarse en una figura contraria: en el último escalón de la

1
Considérese la recurrencia del tema del saber a lo largo de la obra (un saber que se revela luego como
vacío, falso, limitado), y su final inversión en el saber verdadero, en el saber destructor de la propia
identidad.
decadencia aparece Edipo, concentrando en sí toda la impureza del mundo. El rey
divino, purificador y salvador de su pueblo, llega a ser el criminal mancillado al que se
debe expulsar como un pharmakós, un chivo expiatorio para que la ciudad se salve.

El pharmakós

Siguiendo el eje cuyo vértice y base respectivamente ocupan el rey divino y el


pharmakós es, en efecto, como se realiza la serie de inversiones que afectan al personaje
de Edipo y hacen del héroe el “paradigma” del hombre ambiguo, del hombre trágico.
Nótese el aspecto casi divino de la majestuosa figura que avanza sobre el umbral
de su palacio: los suplicantes van a los altares de la casa real como a los de un dios.
Incluso cuando la obra avanza y las informaciones sobre el origen de Edipo se suceden,
el héroe no pierde las esperanzas sobre el posible beneficio de los dioses que cae sobre
su persona. Al enterarse Edipo de su origen como “niño expósito”, se proclama a sí
mismo como hijo de la Týche, de la Buena Fortuna: “Yo sigo queriendo conocer mi
origen, aunque sea humilde. Esa, tal vez, se avergüence de mi linaje oscuro, pues tiene
orgullosos pensamientos como mujer que es. Pero yo, que me tengo a mí mismo por
hijo de la Fortuna, la que da con generosidad, no seré deshonrado, pues de una madre tal
he nacido. Y los meses, mis hermanos, me hicieron insignificante y poderoso. Y si tengo
este origen, no podría volverme luego otro, como para no llegar a conocer mi estirpe.”
(verso 1077 y siguientes). Es comprensible la ilusión de Edipo y del coro. El tema de la
exposición figura en casi todas las leyendas griegas de héroes. Por tanto, si Edipo fue
rechazado al nacer, separado de su estirpe humana, es sin duda, como imagina el coro
(versos 1086-1109), porque es hijo de algún dios, de las ninfas del Citerón, de Pan o de
Apolo, etc. Es interesante destacar que esta imagen mítica del héroe expuesto y salvado,
rechazado y vuelto como vencedor, se prolonga en el siglo V, un tanto transformada, en
una cierta representación del týrannos. Como el héroe, el tirano accede a la realeza por
una vía indirecta, al margen de la descendencia legítima; como él, se califica por el
poder de sus actos, por sus hazañas.
Pero, ¿cómo describir la otra faz de Edipo, su aspecto de chivo expiatorio? Tebas
sufre de una loimós, “peste”, “plaga”, que se manifiesta según el esquema tradicional
por agotamiento de las fuentes de fecundidad: la tierra, los rebaños, las mujeres ya no
dan a luz, mientras que una pestilencia diezma a los vivos. Esterilidad, enfermedad,
muerte son sentidos con el mismo poder mancillador, un miasma que ha desordenado
todo el curso normal de la vida. Se trata entonces de descubrir al criminal que es la
mácula de la ciudad, a fin de expulsar el mal a través de él.
Existía en Atenas, como en otras ciudades griegas, un rito anual que intentaba
eliminar periódicamente las faltas acumuladas en el curso del año transcurrido. La
ceremonia tenía lugar el primer día de las fiestas de las Targelias; los dos pharmakoí que
portaban collares de higos secos eran paseados por toda la ciudad; se los golpeaba en el
sexo con higueras y otras plantas salvajes, luego se los expulsaba. Estos individuos eran
elegidos entre lo más bajo de la población, personas a quienes sus crímenes, fealdad
física, su baja condición, sus ocupaciones viles, designaban como seres inferiores y
degradados.
Las Targelias atenienses contenían además un segundo elemento. A la expulsión
del pharmakós asociaban otro ritual que se desarrollaba al día siguiente, día dedicado a
Apolo, a quien se consagraban las primicias de los frutos de la tierra. El elemento
central de este día era una procesión en la que se portaba una rama de olivo o de laurel
con cintas de lana, adornado de frutos y pequeños frascos de aceite y vino. Este ramo
simboliza la renovación primaveral. Acompañada de cantos y peticiones al dios, la
procesión consagraba el final de la vieja estación e inauguraba el joven año nuevo bajo
el signo del don, de la abundancia y la salud.
Son precisamente esos ramos de suplicantes coronados de lana los que, al inicio
del drama, pasean en procesión hasta las puertas del palacio real los representantes de la
juventud tebana para conjurar la mácula que abruma la ciudad. Otra indicación permite
definir con mayor precisión el escenario ritual que evoca la primera escena de la
tragedia. En dos ocasiones (versos 5 y 186) se recuerda que la ciudad resuena con los
“peanes mezclados con llantos y gemidos”. El peán es normalmente un canto alegre de
victoria, que se opone al treno, canto de duelo. Existe sin embargo un peán catártico que
se canta para hacer cesar los males: es el peán mezclado con llantos del que habla
nuestra tragedia. Este canto purificador es practicado en un momento preciso del
calendario religioso, es ese cambio del año que representa la estación de la primavera,
cuando se abre el período de los emprendimientos humanos: cosechas, navegación,
guerras. Situadas en mayo, antes del inicio de las cosechas, las Targelias pertenecen a
ese complejo de fiestas primaverales.
Estos detalles debían sugerir a los espectadores de la tragedia tanto más
fácilmente la cercanía con el ritual ateniense cuanto que Edipo era presentado, de forma
explícita, como la mácula que debe ser expulsada (verso 1426). Desde sus primeras
palabras se define a sí mismo, si quererlo, en términos que evocan al personaje que
actúa de chivo expiatorio: “Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay
ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor llega sólo a
cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al mismo
tiempo, por la ciudad y por mí y por ti.” (versos 59-64). Y algo más adelante: “…por
ellos sufro un aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida” (versos 93-94). Edipo se
equivoca: ese mal, al que Creonte da inmediatamente su verdadero nombre llamándole
miasma (verso 97), es precisamente el suyo propio. Pero, al equivocarse, dice contra su
voluntad la verdad: por ser él mismo la mácula de la ciudad, Edipo lleva efectivamente
el peso de toda la desgracia que abruma a los ciudadanos.
Rey divino – pharmakós: tales son las dos facetas de Edipo, que el confieren su
aspecto de enigma reuniendo en él dos figuras inversas una de la otra. Sófocles presta a
esta inversión en la naturaleza de Edipo un alcance general: el héroe es el modelo de la
condición humana. Pero el autor no ha inventado esta polaridad entre el rey y el chivo
expiatorio, que estaba ya inscrita en la práctica religiosa y en el pensamiento social de
los griegos. El poeta le ha prestado una significación nueva haciendo de ella el símbolo
del hombre y de su ambigüedad fundamental. Si Sófocles escoge la pareja rey-
pharmakós para ilustrar lo que hemos denominado el tema de l inversión, es porque, en
su oposición, estos dos personajes parecen simétricos y en ciertos aspectos
intercambiables. Uno y otro se presentan como individuos responsables de la salud
colectiva del grupo. En Homero y Hesíodo, es la persona del rey la que garantiza la
fecundidad de los campos y las mujeres; cuando se abate sobre un pueblo la cólera
divina, la solución es sacrificar al rey: si es el dueño de la fecundidad y ésta se agota, es
que su poder soberano se halla en cierta forma trastocado; su justicia se ha hecho
crimen; su virtud es ahora falta; el mejor se ha convertido en el peor. Pero también
ocurre que la comunidad delega en un miembro de ella el cuidado de asumir ese papel
de rey indigno, de soberano a la inversa. El rey descarga sobre un individuo, que es
como su imagen invertida, todo lo que su personaje puede comportar de negativo. Tal es
el pharmakós: doble del rey, pero al revés, semejante a esos soberanos de carnaval a los
que se corona durante el tiempo de una fiesta, cuando e orden y las jerarquías están
invertidas.
En la Atenas clásica el rito de las Targelias deja translucir incluso, en el
personaje del pharmakós, ciertos rasgos que evocan la figura del soberano, dueño de la
fecundidad. El horrible personaje que debe encarnar la mácula es mantenido a costa del
Estado; si en el curso de la procesión se le adorna con collares de higos y de ramos y se
le golpea en las partes sexuales, es porque posee la virtud bienhechora de la fertilidad.
Su mácula es una calificación religiosa que puede ser utilizada en sentido benéfico.
La simetría del pharmakós y del rey legendario –asumiendo el primero por
debajo un papel análogo al que desempeña el segundo por arriba- ilustra quizá una
institución como el ostracismo. En el marco de la ciudad griega, no hay ya sitio para el
personaje del rey, dueño de la fecundidad. Cuando se instituye el ostracismo ateniense, a
finales del siglo VI a. C., es la figura del tirano la que hereda, transponiéndolos, algunos
de los valores religiosos propios del antiguo soberano. El ostracismo tiende, en
principio, a apartar al ciudadano que, habiéndose elevado demasiado alto, corra el
riesgo de acceder a la tiranía. A aquél que sufría el castigo del ostracismo se le
reprochaba su superioridad misma que le elevaba por encima del común y su excesiva
suerte que amenazaba con atraer sobre la ciudad la venganza divina. El temor de la
tiranía se confunde con una aprensión más profunda, de orden religioso, hacia aquél que
pone en peligro a todo el grupo.
Los párrafos que Aristóteles dedica al ostracismo son característicos a este
respecto. Si un ser, dice, supera el nivel común, en virtud y capacidad política, no podría
ponérselo en pie de igualdad con los demás ciudadanos. Cuando funda el ostracismo, la
ciudad crea una institución cuyo papel es simétrico e inverso del ritual de las Targelias.
En la persona del ostracisado la ciudad expulsa lo que en ella es demasiado elevado y
encarna el mal que puede venirle de lo alto. En la del pharmakós expulsa lo que es más
vil y encarna el mal que la amenaza por abajo. Por este doble y complementario rechazo
se delimita ella misma en relación al más acá y al más allá. Adopta la medida propia de
lo humano en oposición, por un lado, a lo divino y a lo heroico, y por otro, a lo bestial y
monstruoso.
Lo que la ciudad realiza así espontáneamente en el juego de sus instituciones,
Aristóteles lo expresa de forma consciente en su teoría política. El hombre, escribe, es
por naturaleza un animal político: aquel, pues, que se encuentra por naturaleza por fuera
del estado civil es o bien un ser degradado, un subhombre, o bien un ser por encima de
la humanidad, más poderoso que el hombre. El filósofo vuelve sobre la misma ideas
cuando anota que el que no puede vivir en comunidad “no forma parte para nada de la
ciudad y es, por consiguiente, una bestia bruta, o bien un dios”. Éste es precisamente el
estatuto de Edipo, en su doble y contradictorio aspecto, que queda así definido: por
encima y por debajo de lo humano, héroe más poderoso que el hombre; y al mismo
tiempo, bestia bruta arrojada a la soledad salvaje de las montañas.
El aislamiento social de Edipo es señalado una y otra vez en la obra. Por su
parricidio seguido de incesto se instala en el lugar ocupado por su padre; confunde en
Yocasta a la madre y a la esposa; se identifica a la vez con Layo (como marido de
Yocasta) y con sus propios hijos (de los que es al mismo tiempo padre y hermano),
mezclando juntas las tres generaciones de la estirpe. Sófocles subraya con insistencia
esta equivalencia, esta identificación de lo que debe quedar distinto y separado. La
igualación de Edipo y de sus hijos se expresa en una serie de imágenes brutales: el padre
ha inseminado a los hijos allí donde él ha sido sembrado. Yocasta es una esposa, no
esposa sino madre, cuyo surco ha producido en doble cosecha al padre y a los hijos.
Edipo ha inseminado a aquella que lo engendró, allí donde él mismo fue inseminado, y
de esos mismos surcos, de esos surcos “iguales”, ha obtenido sus hijos: “En efecto, iba y
venía hasta nosotros pidiéndonos una espada y que dónde se encontraba la esposa que
no era esposa, seno materno en dos ocasiones, para él y para sus hijos” (versos 1255-
1257); “Vuestro padre mató a su padre, fecundó a a la madre en la que él mismo había
sido engendrado y os tuvo a vosotras de la misma de la que él había nacido.” (versos
1498-1499).
La identificación de Edipo con su propio padre e hijos, la asimilación, en
Yocasta, de la madre y de la esposa, hacen a Edipo un ser ápolis, sin medida común, sin
igualdad con los demás hombres, y que, creyéndose el más afortunado, cercano a los
dioses, se encuentra finalmente igual a nada. Porque el tirano no acepta, como tampoco
la bestia feroz, las reglas del juego que fundamentan la ciudad humana.
Excluido de la ciudad, rechazado de lo humano por el incesto y el parricidio,
Edipo se revela, al término de la tragedia, idéntico al ser monstruoso que evocaba el
enigma, cuya solución pensaba haber encontrado en su orgullo de “sabio”. ¿Cuál es,
preguntaba la Esfinge, el ser de voz única que tiene dos, tres y cuatro pies? La pregunta
presentaba confundidas y mezcladas las tres edades que el hombre recorre
sucesivamente, y que no puede conocer más que una tras otra: niño cuando camina a
cuatro patas; adulto cuando se sostiene firme sobre sus dos piernas; viejo, ayudándose
con su bastón. Y al identificarse a la vez con sus hijos jóvenes y con su anciano padre,
Edipo borra las fronteras que deben mantener al padre rigurosamente separado de los
hijos y del abuelo, para que cada generación humana ocupe en la sucesión del tiempo y
en el orden de la ciudad el lugar que le corresponde. Última inversión trágica: es su
victoria sobre la Esfinge lo que hace de Edipo no la respuesta que ha sabido adivinar,
sino la pregunta que le ha sido planteada, no un hombre como los demás, sino un ser
confuso y caótico.

Del análisis de Edipo Rey podemos extraer algunas conclusiones. En primer


lugar, existe un modelo que la tragedia pone en práctica en todos los planos en que se
desarrolla: en la lengua, mediante diferentes procedimientos estilísticos; en la estructura
del relato dramático en el que reconocimiento y peripecia coinciden; en el tema del
destino de Edipo; en la persona misma del héroe. Este modelo es un puro esquema
operatorio de inversión, una regla de lógica ambigua. Pero esta forma tiene en la
tragedia un contenido: utilizando el rostro de Edipo, paradigma del hombre doble, del
hombre transmutado, la regla se encarna en él trueque total que transforma al rey en
chivo expiatorio.
Segundo punto: si la oposición complementaria con la que juega Sófocles entre
el týrannos y el pharmakós se halla presente en las instituciones y en la teoría política
de los antiguos, la tragedia, lejos de reflejar una estructura ya vigente en la sociedad y
en el pensamiento común, la contesta y la cuestiona. Porque en la práctica y la teoría
sociales, la estructura polar de lo sobrehumano y lo subhumano apunta a distinguir
mejor en sus rasgos específicos el campo de la vida humana definida por el conjunto de
las leyes que la caracterizan. El más acá y el más allá sólo se corresponden como dos
líneas que esbozan nítidamente las fronteras en cuyo interior se encuentra el hombre
incluido. Por el contrario, en Sófocles, sobrehumano y subhumano se confunden en el
mismo personaje. Y como este personaje es el modelo del hombre, se borra cualquier
límite que permitiría circunscribir la vida humana, fija sin equívoco su estatuto. Cuando,
a la manera de Edipo, quiere llevar hasta el final la investigación sobre lo que es, el
hombre se descubre a sí mismo como enigmático, sin consistencia ni dominio que le sea
propio, sin punto de engarce fijo, sin esencia definida, oscilando entre igual a un dios e
igual a nada. Su verdadera grandeza consiste en eso mismo que expresa su naturaleza de
enigma: la interrogación.

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