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El otro Villaurrutia

por ÁLVARO RUIZ ABREU

Tal vez Xavier Villaurrutia (1903-1950) buscó con enorme cuidado un género idóneo para
desarrollarse como escritor. ¿Lo encontró en realidad? Este paseo por las páginas de una obra
señalada por una veintena de poemas que, al decir de Octavio Paz, están entre “los mejores de
la poesía de nuestra lengua y de su tiempo”, abre una brecha que lleva a un territorio poco
explorado

09 de junio de 2007

Confabulario

. Espíritu frágil, delicado

Pieza distinguida del grupo Contemporáneos, inteligencia aguda y singular, poeta, traductor,
autor teatral de vanguardia, admirador del cine como arte, Xavier Villaurrutia (1903-1950) se
agranda con el paso del tiempo. Su obra, breve en poesía, se extiende por la cultura mexicana
del siglo XX y deja a su paso un aliento de renovación, de confianza en la tarea de la poesía,
en el poder de la crítica, que él ejerció con espíritu libre y profundidad. Dramaturgo, poeta,
escribió algo parecido a una novela, relatos breves que se acercan al cuento, y crítica en
abundancia. Buscó tal vez con enorme cuidado un género idóneo para desarrollar su inquietud,
pero hay que preguntarse si lo encontró en realidad. Escribió más prosa que verso, y ante todo
obras de teatro. “El teatro abarca la mitad de su producción en prosa”, dice Paz; esas piezas
“son un documento más por lo que callan que por lo que dicen”.

Como otros escritores de su generación, Villaurrutia rechazó la realidad de la ciudad de México,


triste y pobre culturalmente, y reinventó otra que poco tenía que ver con aquélla. Casi lo mismo
hizo Novo, que algo más que amigo ideal y compañero de ruta, fue “su otra costilla”, la voz
interior para el diálogo. Ambos son una especie de almas gemelas que llegaron a la identidad
de gustos juveniles y la pasión amorosa. Su amistad con Salvador Novo es un expediente
literario no sólo un acontecimiento juvenil; en la Escuela Nacional Preparatoria de los años
1917-1919, se encuentran y por un tiempo la simpatía los vence, se hacen amigos y algo más:
uno es el complemento del otro.

Si damos crédito a las palabras de Novo, que en 1959 reconstruye el escenario y la intensidad
de aquella amistad, él y Villaurrutia fueron parte de un proyecto común de amor por las letras y
pasión de las formas. Llegó a ser una pareja generacional y poética sin precedentes en México.
“Xavier Villaurrutia era —no sé si muchos de ustedes lo conocieron todavía— bajito de cuerpo,
de espléndidas manos blancas, tersas, expresivas, de grandes ojos alertas, de boca gruesa,
endeble sin embargo, delgado, débil, enfermizo, proveniente de una familia de la cual don
Jesús Valenzuela, este mecenas, era pariente por alguna manera de la madre de Xavier
Villaurrutia; y este muchacho y yo empezamos a enseñarnos nuestros versos y a ser muy
amigos”. En 1922 prepararon un libro, salido de la amistad y la identificación de gustos por
obras y autores; Novo lo tradujo: era de Francis Jammes, una recopilación de sus cuentos que
apareció en la Editorial Cultura. “Yo hice la traducción de los cuentos y Xavier hizo el prólogo, y
con esto apuntó el camino que tan brillantemente habría de seguir después —el de la crítica—”.
Pero el tiempo hizo lo suyo y propició que esa amistad se hiciera trizas, aunque no el gran
cariño y la admiración de uno por el otro. Muerto Villaurrutia, Novo volvió a evocarlo y sintió
cerca su inteligencia aguda, su risa franca, creyó ver como en una película al joven de la
Preparatoria, “delgado, débil, enfermizo”.

El recuerdo siguió esa noche en la cabeza de Novo, que en esa época pasaba todos los días a
buscar a Xavier para ir a la escuela. “Y nos íbamos a pie a la Preparatoria, hablando,
enseñándonos nuestros versos, hablando de los libros que estábamos leyendo. El traía una
cultura francesa, pues casi digamos que en la sangre”. Era un raro y joven maestro cuya
seriedad no se rompía con nada. Eran jóvenes que no saciaban un sólo autor u obra, querían
devorar el conocimiento universal, manejarlo y después expulsarlo de sus cuerpos a través de
la escritura. En ésta encontraron un punto de apoyo, un lugar de reflexión y por qué no, la
razón de ser de sí mismos y del otro; un lugar de encuentro y de comunión con el mundo.

La ciudad de México les sirvió de escenario para su obra. En la colonia Guerrero que en esos
años albergaba, junto a la colonia San Rafael, a tantos escritores, maestros, intelectuales
(como Pedro Henríquez Ureña), los dos jóvenes vislumbraron el futuro de la literatura
mexicana: debía olvidar su provincianismo y su atadura a las muestras del color local, y
encaminarse a la vanguardia, que en ese momento se encontraba en el surrealismo.

Los atrajo la fuerza reciente que descubrieron, con enorme clarividencia, en la imagen. El cine
y la fotografía cautiva a Novo, a Villaurrutia le parecen nuevas formas del arte junto a la poesía
y el teatro de Pirandello. Como en la pantalla, le interesa fragmentar la realidad para luego
interpretarla, ya que asimilar el México todavía “bronco” de Obregón y Calles, no es tarea fácil
ni siquiera posible. Una parte valiosa de la producción textual de Contemporáneos se
encuentra en sus epistolarios, en la prosa suelta dedicada al ensayo, el artículo periodístico, la
reseña de libros, el texto suelto sobre espectáculos, exposiciones, y en la crónica. También se
localiza en los papeles privados, como en el caso de Xavier Villaurrutia, en cuyo “Monólogo
para una noche de insomnio” encontramos una verdadera poética, una reflexión sobre el arte
en el mundo contemporáneo, sus ramificaciones e influencias. Forma parte de su “Cuaderno”,
un extraño diario que llevó sin el propósito expreso de seguir los pasos de André Gide en su
Diario, el autor que cautivó tanto a Villaurrutia como a sus compañeros, y que les pareció digno
de imitar. Bergson, Proust y Gide parecen una guía en el quehacer cultural y en la vida
cotidiana de Villaurrutia, Novo, Torres Bodet, y la de un autor menos visto: George Santayana.
Conocer los alcances de esa influencia es una tarea todavía pospuesta por la crítica que se
ocupa de Contemporáneos.

Baste señalar que en la transparencia de la prosa de Gide creyeron ver el efecto de una
escritura dialógica, en comunión con el mundo, que la generación buscaba con ansias; en las
ideas de Henri Bergson sobre el tiempo y la memoria como artífices de la creación artística
moderna, vislumbraron su propia permanencia vana en el mundo libre; y en la reconstrucción
de un tiempo que es ya sólo imagen del pasado, en la lectura de En busca del tiempo perdido,
sintieron próxima la escritura espontánea y libre, automática y que fluye en espiral hacia el
porvenir.

Los “espacios secretos de lectura” que crearon los Contemporáneos es una verdad que
entrevió José Joaquín Blanco. En la pobre realidad de México en los años veinte, Blanco
vislumbra una lucha incensante de Villaurrutia para evadirla; pero no se trata de cobardía,
tampoco de ceguera ante una ciudad que a cada rato la incendia la metralla, la rebelión y el
motín. Para evadirla, él y sus contemporáneos crean espacios secretos de lectura en los que
se recrea la poesía y el arte de Francia, de Inglaterra o Alemania. “Pronto los Contemporáneos,
y Villaurrutia como el teórico más introspectivo y lúcido, fueron construyendo espacios
habitables contra la realidad, no tanto para vencerla sino crear una opción en la cual pudieran
vivir existencias personales”.

Espíritu frágil y delicado, Villaurrutia es una de las inteligencias más agudas y certeras de su
generación; en la tolerancia, siempre negada a la ortodoxia, encontró una aliada singular para
ponerla al servicio del diálogo, tan poco frecuente en épocas de posrevolución y de consignas
polarizadas, y como una barrera a los excesos de autoestima y autovaloración. En ella dejó
plasmado su talento y su inteligencia dialéctica siempre en ascenso; sólo así pudo contrarrestar
la embestida de sus enemigos que principalmente en los años treinta lanzaron consignas
disparatadas y juzgaron a los contemporáneos desde una ética nacionalista trasnochada y en
nombre del marxismo estalinista que tomó posesión en el mundo a partir de 1934.

Hay por lo menos tres personalidades que junta y separa el nombre de Xavier Villaurrutia, el
escritor de poesía que ha sido estudiado a menudo; el de arte dramático, y por último, el
escritor en prosa, que es un prodigio de imaginación y de exactitud, un escritor del espíritu en el
que se mezcla al poeta con el ensayista, el crítico y el narrador. Casi siempre bajo la guía de
André Gide, que él y su generación elevaron a la categoría de guía y maestro, y de Proust, otro
escritor que les sirvió de modelo, Villaurrutia produce textos que siguen asombrando a los
lectores de hoy por su transparencia y porque iluminan la punta del iceberg que fue la cultura
mexicana de los años veinte y treinta en México. Su prosa debe verse como una veta de
resonancias vanguardistas que no ha sido atendida aún; es una escritura diversa, que abarca
la novela breve, experimental, que es Dama de corazones, como la que escribió de manera
espontánea, a veces lejos de un género preciso, en forma de cuentos, diarios, apuntes,
descripciones, viñetas. Este material exige una revaloración sobre todo por la calidad en los
temas, y la mirada inteligente, profunda y analítica que en esa prosa revela el autor de los
Nocturnos.

II. Retrato del fracaso

A la generación de Contemporáneos la asedió el nacionalismo y la reiteración del afán


posrevolucionario de los años veinte y treinta, pero creo que esto es un lugar común en una
atmósfera cultural incierta. La parte más escondida del problema podría encontrarse en la idea
del fracaso que sacudió a los Contemporáneos, y que José Gorostiza lleva a niveles
dramáticos pero no irreales; Jorge Cuesta a su propio final, y Villaurrutia expresa en varios
textos en los que hace un retrato del “otro”, para revelar su experiencia y su personalidad.
“Mauricio Leal. Retrato” es una viñeta aunque es un texto de ficción. Pulcro e inteligente, el
texto no se ciñe a un género; inclusive el género quiere ser en este caso indefinido, pues en la
indefinición hay algo de misterio que esconde atrás de la anécdota la verdadera intención del
autor. Ahí se ven destellos de la influencia de Heidegger, que reconoció Villaurrutia, en toda la
generación de Contemporáneos. Sobre la muerte escribieron Gorostiza, Ortiz de Montellano,
Jorge Cuesta y el mismo Villaurrutia, que le dedica uno de sus mejores títulos, Nostalgia de la
muerte (1938). Y la muerte es la que rige el citado texto, “Mauricio Leal. Retrato”. Después de
varios tropiezos en la vida y de un asedio continuo de “colegas” y amigos, Leal se pega un tiro.
“Por la noche, lo encontraron muerto por un disparo en la sien derecha. Y en su mesa un pliego
con estas palabras: No se crea ni por un momento en un crimen, menos aún en un suicidio, tan
sólo un accidente —ya sabéis mi torpeza en el manejo de las armas—. Lo único que sentí fue
el horrible ruido de la detonación”. No importa tanto el suicidio como el humor que impregna el
texto y la salida que escoge al problema de la vida: la muerte. Villaurrutia está haciendo en
realidad el retrato del artista en la ciudad de México en los años difíciles y abruptos que él
mismo vivió. La muerte de un hombre de letras, en un país acosado por la idea de crear el
espíritu de la raza y el de la nación, sólo es un accidente, no una tragedia de la época. Y más
aún si se trata de un inadaptado social, un ser cuya moral va enlodando su visión de la
realidad, como es Mauricio Leal. La burla colectiva, el sarcasmo de sus colegas, va en
ascenso. Villaurrutia relata con peculiar maestría, en un estilo sobrio y elegante; su escritura es
sin duda una pieza de relojería lingüística. Así, el hombre retratado aparece como alguien que
renunció a ser “una gran cabeza”, “una gloria nacional”; se hace pasar por miope, luego por
sordo, y por último por un poeta malogrado. No había muerto cuando ya la prensa lo recordaba
desde varios puntos de vista: “Como un poeta que perdió, con el oído, la inspiración y hasta
como un crítico que hubiera sido maestro, si no mediaran ciertos puntos de vista”.

En “Seis personajes” Villaurrutia juntó seis retratos de los escritores que considera esenciales
para la cultura, la crítica y la poesía: los mexicanos Francisco de Icaza, Alfonso Reyes, Genaro
Estrada, José Gorostiza y Salvador Novo, y el dominicano Pedro Henríquez Ureña. En esa
semblanza el mismo Villaurrutia es autor y protagonista porque el sujeto descrito y analizado se
convierte en parte de su sangre, de su sensibilidad y de su estética. “Todos los escritores
tienen, como los países, su geografía y con ella su extensión territorial y sus límites”. A
Henríquez Ureña lo considera como la consolidacón de una enseñanza erudita y clásica puesta
al servicio de América, como el profesor que irradia conocimiento. Alfonso Reyes le parece el
humanista que conquistó España, y José Gorostiza, el poeta de la reflexión y del espíritu.
Cuando habla del mar escogido por Gorostiza, dice: “Para su soledad, para su desolación,
Gorostiza lo ha escogido como paisaje y como metáfora; y como utensilios las cosas del mar.
Barcas, arenas, orillas y, delicadamente, nombrados apenas, Simbad y Robinsón, náufragos
como él mismo, náufrago inmóvil de un exquisito fracaso”.

¿A qué fracaso se refiere Villaurrutia? A una especie de sello que marca a su generación. Le
habla a cada uno de sus compañeros, raros náufragos, desde una voz del inconsciente,
diáfana y crítica, que se desdobla en cada esquina como la estatua que siguió a Villaurrutia. En
cada momento está llamando a su alter ego, el otro encerrado en sí mismo, y tal vez sea esa
cualidad la que le otorga gran dinamismo y mesura a su prosa. Si le dice a don Francisco A. de
Icaza, polígrafo, hombre de letras que poseía para la crítica “una facultad analítica rápida,
certera”, parece que Villaurrutia le habla a sí mismo. Preparó ediciones críticas, documentos
históricos, tradujo a Hebbel, a Nietzsche y Turgueniev. Confiesa Villaurrutia: “Lo sentimos cerca
por su dedicación infatigable, por su constancia, ¿de aprendiz?, no, de artesano”. Cita algunos
versos que Antonio Machado le dedicó a Icaza, y concluye que ha legado al futuro su ejemplo.

¿Qué más puede interesarle a Villaurrutia de un escritor si no es su fidelidad a las palabras, su


permanencia en un tiempo que se consume rápido, y principalmente su dedicación al trabajo
literario mirando desde su interior el mundo de afuera? Esto que dice de Icaza, es posible
decirlo del mismo Villaurrutia: “Icaza prosista ofrece varias ramas a nuestro interés: la
arqueología literaria, la crítica, la investigación, la historia. En estas actividades, en vez de
encontrar la dispersión de Icaza encontramos su definición: curiosidad, paciencia, recreación
artística”.

Esa mirada escrutadora, propia de una mente que no conoce la tregua, la tuvo también
Villaurrutia para Henríquez Ureña y para Alfonso Reyes, en los que vio dos militantes del
Ateneo de la Juventud y algo más: dos hombres receptivos a los ecos de su tiempo; almas
distintas que la pasión por el conocimiento juntó en una encrucijada que era México en los años
previos a la caída de don Porfirio y los años siguientes al triunfo de la Revolución de 1910. Su
atención se centra en Henríquez Ureña, al que llama “humanista moderno” que ejerce el arte
de la crítica con entera libertad, y su obra es una inspiración. “Sopla e infunde ideas,
conclusiones, designios, invita a la acción e incita a la duda. Hablar con él, leer sus obras,
considerar sus cartas o contestarlas es siempre un incentivo, una invitación a poner en juego
los resortes del espíritu”.

Pero la evocación de Novo es la más íntima y nostálgica. Villaurrutia recuerda: “Era el tiempo
de las frases largas y de los pantalones cortos”, una época dorada pero no exenta del tedio;
“pero sabíamos que el tedio se cura con la más perfecta droga: la curiosidad”, y a través de
ésta pudieron descubrir el mundo, entregarse a los laberintos del arte y de la literatura. La vida
era la literatura y al revés, dice Villaurrutia, “vivíamos para entablar diálogos inteligentes con
desconocidos”. Y algo más importante aún: “Escribíamos para callar o, al menos, para hilar
entre sueños o entre insomnios la seda de nuestro monólogo”. Pasó ese tiempo de “frases
largas y de los pantalones cortos” y la amistad de Novo y Villaurrutia se rompió. Quedó sin
embargo mucho afecto y sobre todo la imagen de esa juventud inicial, propia de los
Contemporáneos, en la que descubrían cada día las posiblidades de la palabra.

III. La presencia de Santayana

Hay muchas presencias poéticas y filosóficas a la hora de buscar las relaciones de Villaurrutia
con otros escritores, pero la que encontró en la figura y la prosa de André Gide es por conocida
la más citada. Mucho menos se ha notado en su actitud tolerante y proyectada a encontrar el
yo a través del universo, la de George Santayana (1863-1952). Paz la cita y la considera
importante. Pero en realidad Santayana le sirvió a Villaurrutia como una luz muy luminosa para
alumbrar su caminar por la ruta de la crítica, la poesía, la prosa diáfana y filosófica, el proceso
creativo y su propia poética. Cuando escribió unas líneas sobre El último puritano de
Santayana, un texto en el que encontró la combinación exacta entre memoria y novela, más
que una reseña crítica estaba revelando el espíritu y la estética de su autor. Santayana es un
filósofo amante de la claridad, “de una claridad que sorpende y vislumbra”, que produce goce
incesante, dice Villaurrutia, “el goce que se desprende de una novela excelente por el interés
de su trama, por la maestría de sus retratos, por la agudeza sin par de su diálogo”.

Le llamó la atención que ese libro fuera una memoria moral que hace varios retratos en
movimiento, y lo compara con la obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, que fue
su intención más notable, pues quería “rescatar el tiempo perdido que, desde el ensayo
‘Jornadas de lectura', incluido en Pastiches et melanges, Proust consideraba como un tiempo
ganado para el futuro”. Ahí están dos autores, Proust y Santayana, que le parecen a Villaurrutia
grandes prosistas de la memoria y espontáneos filósofos del tiempo. El último puritano (1935)
le parece una aproximación a su proyecto de escritura. “Es el libro de un filósofo que decide
hacer de su memoria el tema de un libro y presentarla en la forma de una novela que lo sea en
verdad por su construcción, por su atractivo, por el contagio de

su simpatía. La forma novelística es aquí el señuelo, el imán, el anzuelo para los lectores que
no serían tan fieles ni tan numerosos si George Santayana hubiera desarrollado el mismo tema
en otra forma”.

Santayana murió en Roma en 1952 convencido de que había sido un hombre fuera de
temporada. Fue traducido al español desde 1922; México Moderno, de la ciudad de México, e
Índice, de Madrid, publicaron textos suyos. Henríquez Ureña fue uno de sus lectores y quien lo
descubrió para sus amigos jóvenes del Ateneo de la Juventud. Su mayor enseñanza fue la tesis
de que el hombre experimenta la necesidad de mantener quieto el cuerpo pero en acción el
pensamiento. Le preocupa la recuperación del pasado, en la línea que lo hicieron Ruskin y
Pater, no por el pasado en sí, sino porque sirve de estímulo al espíritu. Igual que los
románticos, Santayana celebra el poder de la mente “para eludir la rutina diaria y los agobios
de la convención elevándose sobre ellas”. Villaurrutia tomó esa vida y sus concepciones como
norma de trabajo y de rigor intelectual, la asimiló y escribió sin importarle la actualidad, para
otro tiempo que no era el suyo, acercándose al reino de la esencia, concepto básico en la
filosofía de la naturaleza y del arte que desarrolló Santayana. Esa frase ya común que se aplica
a los Contemporáneos, “perderse para encontrarse”, le viene justo a la medida a Villaurrutia. La
idea del viaje como búsqueda del otro y de sí mismo, se encuentra también en Santayana.
Viajar no es un esfuerzo corporal sino un desplazamiento de la mente y de los sentidos que
permiten a la imaginación alcanzar niveles recónditos. Villaurrutia comulga con esta idea del
escritor hispano-inglés: “La imaginación es potencialmente infinita”.

En cada frase de la prosa de Villaurrutia —y pienso en sus notas sueltas, su diario, sus cuentos
— está el eco de esa sentencia tan totalizante de que la imaginación es potencialmente infinita.
Tal vez eso explique que él haya sido, como su maestro, también un ave rara de la naturaleza
social y literaria. La memoria es la encargada de trazar el mapa de la imaginación que
personajes y lugares, hechos y paisajes proporcionan al escritor. No es un depósito sino un
paradigma; es la encargada de articular las imágenes, las luces y las sombras de la
experiencia. Villaurrutia aprendió bien la lección de Santayana y quería seguirlo al pie de la
letra, en su biografía y sus desplazamientos intelectuales, en el tipo de prosa libre, automática,
que escribe como en el trazo de su concepción del arte y de la vida. Santayana habla

de “los objetos correlativos”, conceptos que el artista debe encontrar: personajes, imágenes, un
argumento. Esto lo desarrolla Villaurrutia de manera específica en Dama de corazones, una
escritura de la memoria que se fuga y al mismo tiempo se concretiza. Novela breve de 1928,
padeció el silencio de los lectores que ni siquiera la miraron, pues el gusto estaba encaminado
al conocimiento del pasado inmediato, es decir, las escenas desgarradoras y violentas de la
Revolución mexicana.

A Villaurrutia también le pareció sorprendente la idea de Santayana según la cual el filósofo es


un poeta —y el poeta un filósofo que “busca transmutar la historia personal en términos de un
arte impersonal convirtiendo lo particular en universal, lo meramente subjetivo en objetivo—”.
Santayana se regocija en el vuelo de la inteligencia, que usa con severidad en su prosa y en su
lógica. Su punto de partida es la ética, la humildad franciscana, aunque no fue católico. Creía
que el cuerpo, el carácter y la mente del hombre los forma de manera unitaria y organizada una
fuerza llamada psique o alma; cuerpo y alma tienen de alguna manera una identidad por
encima de los accidentes. Acepta un principio vital que se forma a través del cuerpo. El
lenguaje es no sólo una herramienta de comunicación humana, sino el medio para expresar
pensamientos y sentimientos; las palabras “no son en menor grado que la acción o la actitud
que las acompañan las que revelan comprensión o sentido de la actitud y la acción”. El
universo puede quedar encerrado en una sola palabra, que es preciso buscar y aislar. Esta
meta también se la impuso Villaurrutia en su trabajo literario en prosa.

En sus notas a un diario inacabado, que es pura literatura filosófica, Villaurrutia anota sus
lecturas; se trata de autores y de obras “raros” para el ambiente cultural en un México
posrevolucionario. En un viaje a Cuautla va leyendo Vida de Luis de Baviera de Guy de
Pourtalés, una biografía en la que encuentra el rigor de una investigación y el de una prosa
plena, de ideas y de reflexiones. Compara a Luis de Baviera con la indecisión de Hamlet y dice
que le atrae la “fuga de la realidad” del rey Luis II. Pourtalés le parece un escritor propio para
lectores románticos y que toca el alma sin llegar al espíritu. He aquí lo que le interesa a
Villaurrutia, ya asentado en Cuautla, de un autor y de una obra: el misterio que esconde el
lenguaje y que, convertido en ideas claras y distintas, despierta la sensibilidad del individuo y lo
hace consciente de su situación en el mundo.

La siguiente anotación alude a la intención de escribir una conferencia sobre la personalidad,


cuyo punto inicial es una cita de Jules de Saultier: “La facultad que un hombre tiene de creerse
otro que no es”. Y él se debatió en muchas ocasiones por encontrar el signo de su
temperamento y de su identidad. “Decididamente soy un hombre de interiores. El paisaje se me
olvida”, dice en su cuaderno de notas. Recuerda una cita de la Biblia que le parece clave para
esa conferencia: “aquel que quiere salvar su vida la perderá; mas aquel que quiere perderla, la
haría viviente”. En esa búsqueda de sí mismo y de la comprensión del universo, encontró que
el sueño, no la ensoñación ni el dormir, era una forma de liberación interior que corta las
amarras terrestres del hombre, las que lo hacen trivial, ligero y cínico. Contra esta enfermedad
de su tiempo, y de algunos de sus mejores amigos, como Salvador Novo, Villaurrutia intentó
librarse, y el mejor ejemplo lo ofrece su texto “Monólogo para una noche de insomnio”, en el
que descarta la posibilidad de usar el arte como vía de escape, de fuga de la realidad.

Frente a la vida “mecánica” del presente, encontró que la única vida perfecta es la que el sueño
proporciona. Vivir sin soñar sólo es posible en la muerte, dice Aurora en Dama de corazones.
Para ella, “todo lo que no es sueño no es vida”. El texto se detiene como en cámara lenta en
los interiores y en la vida anímica de los personajes. La memoria estructura la narración en la
que inciden recuerdos, visiones, sueños, juegos con el azar, lo inesperado. Aurora es el centro
de esa memoria, que completa su hermana, con la que forma la imagen de la dama de
corazones del naipe. Son pura fantasía, pretexto para escribir sobre el arte y la vida, la poesía y
el teatro, a través de la memoria que es tiempo. Al final del relato, Aurora en su monólogo
incesante pregunta:

¿Vivir la vida? No entiende la práctica de esta frase. Comprende que no hacemos sino vivir
nuestras costumbres. Apenas si en el sueño, vertiginosamente, vivimos en intensidad, en sólo
un instante, lo inesperado, lo trágico, la felicidad, el azar.

Ese tipo de vida, según Villaurrutia, consigue a menudo “el equilibrio entre el descanso del
cuerpo y del alma, sosiego del espíritu, inercia del organismo, euforia y ataraxia, ideal griego.
Vida también libre y amplia”. En todo esto la semejanza con Santayana se acrecienta. Proviene
no del pastiche, la copia fiel del original, sino de la intención que el hispano inglés y Villaurrutia
depositaron en las cosas de la vida: en sus experiencias familiares, históricas, en las
circunstancias en que desarrollaron una escritura siempre al borde de la perfección, intensa y
sin adornos. La retórica para ellos es una ciencia seria, clásica, que tomaron de Aristóteles y
nada tiene que ver con los excesos de estilo y de composición de algunas escuelas. A ambos
los une y separa a la vez el tiempo en que vivieron, el espíritu libre que infundieron en sus
textos, la escritura que busca en la inteligencia su soporte formal y de sentido, la fe en la razón
como un encuentro del conocimiento con la esperanza.

Ruiz Abreu. Catedrático de la UAM-X. Su libro más reciente es Crisis de la novela, novela de
la crisis (Conaculta, 2006

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