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Un país de “fuertes regiones”
La república que se funda con el nombre de Colombia después
de 1810 comprende, con excepción de Venezuela, el mismo terri-
torio que a mediados del siglo XVI fue establecido por la Corona
española bajo la jurisdicción de la Real Audiencia de Santa Fe.
Las provincias allí integradas llevaban, pues, hasta entonces, más
de doscientos cincuenta años dependiendo de un mismo centro
político y referidas a un mismo ámbito jurídico, económico y cul-
tural. Es probable que este antecedente haya influido para que
luego de un corto período posterior a la independencia, en el que
muchas provincias reclamaron autonomía y se negaron a subor-
dinarse a la capital, terminaran prontamente por aceptarla; pero
esta aceptación se fundaba más en la relación jurídica de la épo-
ca colonial, de pertenencia a un centro administrativo, que en la
identidad nacional. Por el contrario, prevalecía la identidad re-
gional, determinada en gran medida por la geografía.
En efecto, hay que tener en cuenta que la casi totalidad de la
población se asentó en cerca de una tercera parte del territorio,
en la parte montañosa (tres ramas de la cordillera de los Andes),
y las costas Atlántica y Pacífica, aproximadamente 400.00 kiló-
metros cuadrados. El resto del territorio lo constituían selvas y
llanuras. Un 60% de la población habitaba a finales de la Colonia
en la franja oriental. No existían sino caminos de herradura, difí-
ciles y peligrosos y los ríos hacían de vías de comunicación entre
las regiones. Las jornadas de viaje entre unas y otras podían du-
rar semanas o meses, razón por la cual vivieron en un relativo
aislamiento durante siglos. Como bien dice el historiador Alfonso
Múnera, “en la víspera de los movimientos de independencia, la
fragmentación regional de la Nueva Granada, contra la cual nada
había podido la voluntad centralizadora de los Borbones, seguía
siendo por obra de la naturaleza y de su historia la característica
central de su organización social y el factor determinante de su
cultura” (1998: 52). Sin embargo, pese al aislamiento y las difi-
cultades en la comunicación, hubo corrientes de intercambio de
mercancías en un grado notorio, como consta en documentos de
la época colonial y en los libros de historia.1
La Colombia del siglo XIX era “un país de fuertes regiones”
(Jaramillo en Varios autores, 1983: 191). Los Estados federales,
1
Luis Ospina (1955) describe en detalle las características de la producción y el comercio en
los años que antecedieron a la Independencia.
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creados en 1863 y disueltos en 1886, configuraban regiones des-
de el punto de vista geográfico, económico, social y cultural. El
aislamiento y las difíciles condiciones del transporte eran evi-
dentes, pero sin embargo “este territorio [el de Colombia] poseía
algunos factores de unidad” y aunque no existía un mercado na-
cional, no faltó entre las regiones “un cierto tráfico económico”
(Jaramillo, 1984: 341). En ese núcleo de la nación que constituía
el sector andino del país, la tercera parte del total (los 400.000
kilómetros cuadrados mencionados más arriba) “fue donde real-
mente se dieron luchas entre federalistas y centralistas, y donde
existió la tensión entre región y nación” (ibíd.: 350). Jaime
Jaramillo Uribe señala que el federalismo respondía a la existen-
cia de regiones dispares heredadas de la Colonia. Se inició a me-
diados del siglo XIX y en sucesivas reformas constitucionales llegó
al pleno federalismo en la Constitución de 1863, en la cual “la
soberanía quedaba fragmentada y [...] se abría la perspectiva de
un período de conflictos internos, entre unos estados y otros y
entre éstos y el gobierno nacional” (ibíd.: 352).
Las tensiones centro-periferia no tuvieron en Colombia la di-
mensión que cobraron en Argentina y en México, en buena medi-
da por las razones que se desprenden del análisis de Jaramillo
Uribe: un territorio mucho más pequeño, interacción entre regio-
nes (tráfico comercial) y, sobre todo, un proceso de reconocimiento
de la diversidad provincial por parte de la élite liberal-conserva-
dora en la legislación federalista que, si bien conduce a legalizar
la fragmentación, evitó un enfrentamiento al estilo argentino. Al
respecto, José A. Ocampo considera que parte de los conflictos
entre los dirigentes de la segunda mitad del siglo XIX fueron ini-
cialmente conflictos intrarregionales antes que interregionales,
de modo que con la creación de los estados federados en 1863 se
“permitía que por lo menos a nivel de cada región se consolidara
una élite que posteriormente se pudiera enfrentar a las otras élites
ya en calidad de élite regional; ya era algo más que una élite pu-
ramente local”. Ocampo concluye que en el período federalista se
da “una especie de consolidación intermedia que permitió des-
pués el centralismo” (Ocampo en Varios autores, 1983: 127).
La herencia colonial que determinó la formación de regiones
diferenciadas por su desarrollo económico desigual, sus específi-
cas estructuras sociales y sus propios focos de poder local, se
consolida como forma de dominación bajo la hegemonía de los
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diferencia de sus homólogos de México “cuando Colombia entró
en la independencia, los elementos criollos del ejército colonial
se definieron patrióticamente, con lo que obtuvieron para la cor-
poración militar un gran momento de respetabilidad” (ibíd.: 387).
Con todo y este antecedente, tan pronto asumieron el gobier-
no desembocaron en la guerra civil a causa de la famosa querella
entre centralismo y federalismo. Invirtieron tres años (1812-1815)
en una lucha estéril y no se prepararon para detener la avalan-
cha de la reconquista española que habría de derrotarlos con fa-
cilidad. Piénsese además en el hecho de que quienes accedieron
al poder en la región central de Cundinamarca formaban una
sola y gran familia2 y entre sus miembros se repartieron los pues-
tos de mando. Así, la pelea de centralistas y federalistas fue en
buena medida una pelea de parientes, en la que se mezclaron
intereses económicos y rencillas familiares. No obstante, la his-
toria hubiese sido la misma sin este ingrediente de parentesco.
Su fracaso se debió a que carecían de las dotes necesarias para
crear nuevas instituciones. En definitiva faltó en los criollos
neogranadinos, como era de esperarse, capacidad militar, pero
también visión política y al único que si la tenía, Antonio Nariño,
no lo dejaron gobernar.
En cuanto a la capacidad militar, Bolívar corrobora la inepti-
tud de los colombianos para las armas: en 1828, defendiéndose
de las “calumnias” de Santander, sostiene que no es cierto que él
proteja a los venezolanos más que a los granadinos, pues en la
República hay “menos empleados venezolanos que granadinos
[...] aunque hay menos militares granadinos que venezolanos”,
aunque añade: “¡Qué diferencia entre éstos y aquéllos! [...] No
quiero hacer un paralelo entre los militares de Venezuela y los de
la Nueva Granada, porque resultaría un contraste poco favorable
para estos últimos”; sin embargo, dice que va a pasar revista a
algunos jefes granadinos, cita a varios generales de división y
observa que entre ellos “Córdoba es el único valiente y militar” y
complementa diciendo que entre los coroneles “se verían iguales
o peores ineptitudes militares si quisiera entrar a revistarlos”;
finalmente, confiesa que los ascensos de generales “y los de mu-
chos coroneles y tenientes coroneles de la Nueva Granada han
2
Arturo Abella (1960) da una información detallada acerca de esos nexos familiares. Fenó-
meno semejante se dio en Cartagena, por la misma época.
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Su divisa puede sintetizarse en la frase del historiador Joa-
quín Tamayo, “mantener la libertad por la ley”. Bolívar lo llamó el
hombre de las leyes: “Cuando más considero el gobierno de us-
ted –decía en una carta Bolívar a Santander– tanto más me confir-
mo en la idea de que usted es el héroe de la administración ame-
ricana. Es un prodigio que un gobier no flamante sea
eminentemente libre y eminentemente correcto, y, además, emi-
nentemente fuerte [...] usted es el hombre de las leyes [...]” (en
Tamayo, 1975: 142). Bushnell, quien estudió a fondo la obra de
gobierno de Santander, considera merecida la expresión de Bolí-
var. Dice que esto “puede verse con máxima claridad en su respe-
to habitual por las libertades civiles, que constituyen, después
de todo, el aspecto más importante de la legalidad constitucional
[...] El respeto de Santander por los derechos de la oposición es
particularmente sorprendente” (op. cit.: 59).3 Anota este autor
que, como presidente, Santander procedió con prudencia en el
uso de las facultades extraordinarias, que tan fácilmente se pres-
tan al abuso y que siendo consciente de la falta de cuadros pre-
parados para la administración, en contra de lo que suele afir-
marse, no los reclutaba tan sólo entre sus amigos, así “las personas
cuyos nombres proponía al Congreso como candidatos para los
principales cargos ejecutivos y judiciales eran muchas veces aje-
nas y aun contrarias a su ideología” (ibíd.: 51).
Durante los tres últimos años del gobierno de Santander (1823-
1826) el Congreso, dice Bushnell, produjo “sesudas piezas legis-
lativas basadas en la necesidad de darle a todos los aspectos de
la vida nacional –impuestos aduaneros, tribunales, educación,
etc.– una organización legal y formal que estuviera a tono con las
exigencias del nuevo régimen”; se protocolizó entonces la separa-
ción de poderes y gracias a ella “los tribunales colombianos fue-
ron despojados de todas sus funciones no judiciales” (ibíd.: 63).
Se creó una Corte Suprema, verdadera innovación que permitía
las apelaciones con mayor facilidad. El ejecutivo mantuvo siem-
pre excelentes relaciones con el poder legislativo. El antimilita-
rismo estaba a flor de piel. En el Congreso, “el nombramiento de
soldados profesionales en cualquier clase de cargos civiles se
3
La mejor prueba que puede aducirse de su respeto por las libertades ciudadanas la da
Antonio Nariño, su connotado enemigo político, quien librando una batalla enconada a
través de periódicos contra Santander “admitió que Bogotá gozaba de una prensa libre”
(ibíd.: 82) .
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Santander logró implantar las instituciones correspondientes
a los principios que definían la nueva república. A partir de sus
realizaciones cobraron entidad en Colombia las instituciones
políticas propias del Estado moderno: el imperio de la ley, el sis-
tema electoral, la alternabilidad en el gobierno, el derecho a la
oposición, el libre juego de los partidos y la libertad de expresión.
Su influencia se prolonga en el tiempo, hasta la década de 1850,
cuando seguidores suyos acceden al poder, consagran leyes pro-
gresistas (la llamada “revolución del medio siglo”) e inician el pre-
dominio de los liberales radicales en el país, defensores a ultranza
de los principios del liberalismo clásico que inspiraron a
Santander. Cabe aclarar que si bien las instituciones liberales
funcionaron, éstas lo hicieron en el circuito de un grupo reduci-
do, las élites de los dos partidos, liberal y conservador, partidos
de honoratiores (Weber) que mantendrán su hegemonía a lo largo
de la historia del país. En la primera mitad del siglo XIX esas ins-
tituciones coexistieron con la esclavitud y el control del trabajo
servil de los campesinos. Y sobre todo, coexistieron con la con-
centración de la propiedad de la tierra en unas pocas familias,
dueñas del poder político. Los ejércitos eran ejércitos de partido,
reclutados en razón de la devoción de los campesinos por sus
patronos, los hacendados. Los cargos del Estado se repartían entre
los dirigentes y sus clientelas. El grado de racionalidad de esas
instituciones era precario. Bajo la cobertura de las mismas re-
gían, sin duda, características propias de un sistema patrimo-
nial. El aislamiento de las regiones era efectivo y en ellas manda-
ban los caciques y no el Estado central.
En Colombia también hubo caudillos, calificados entonces
como caudillos militares. Y fue corriente en el medio político del
siglo XIX el contrapunto entre los civilistas y los militaristas. En
discursos, artículos de periódico y ensayos se encuentran refe-
rencias y análisis al respecto. El modelo de caudillo militar es el
gran general Tomás Cipriano de Mosquera. En él se compendian
en alto grado el autoritarismo y la condición de hombre de espa-
da. Este jefe que se caracterizó por sus frecuentes ataques de
autoritarismo, sin duda un caudillo militar, si bien dio muestras
de arbitrariedad, por ejemplo, al mandar fusilar sin fórmula de
juicio a los vencidos en las guerras civiles, no fue nunca un dic-
tador y sus actos de gobierno en nada se diferencian de los de
cualquier dirigente civilista de la época: su primera presidencia,
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programa draconiano, vulnerado por la Constitución de 1853,
que aprobó el libre cambio y la disminución del pie de fuerza de
la Guardia Nacional, de la cual Melo era comandante. El otro
caudillo militar, José Hilario López, elegido para el período presi-
dencial 1849-1853, realizó los cambios progresistas que se cono-
cen como la “revolución del medio siglo”.
Valga observar que estos caudillos militares, salidos todos de
las gestas de Independencia, actuaron dentro del marco del idea-
rio liberal común a los dos partidos políticos que se definieron en
la década de 1840, el liberal y el conservador, y sólo se diferen-
ciaban de los líderes civilistas por su condición de militares, ya
que al igual que aquéllos, su participación en las guerras civiles
se originaba, por lo general, en motivos ideológicos de partido.4
Se orientaban en unos casos a modificar la Constitución según
los principios de uno u otro partido y, en otros, a consagrar dere-
chos que consideraban habían sido negados por el partido contra-
rio, pero ninguno de dichos caudillos militares buscó instaurar en
Colombia un régimen autoritario como el de Rosas en la Argentina
o el de Santa Anna en México. La verdad es que como jefes regio-
nales no se diferenciaban de los jefes regionales civilistas. Hubo
otros caudillos militares menores. Sus acciones se adelantaron en
la misma línea ideológica y partidaria de los aquí reseñados.
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talistas. No todos los terratenientes eran rentistas al estilo feu-
dal. En el siglo XIX muchos de ellos invirtieron sus capitales en
industrias, en el cultivo y exportación de productos agrícolas y
en los bancos. Luis Ospina Vásquez trae una información muy
bien documentada al respecto.5 En la década de 1840, terrate-
nientes y comerciantes de Bogotá fueron los primeros empresa-
rios de industrias textiles, de loza, de hierro, de vidrio, estimula-
das por el Estado con diversas ventajas para su creación en la
capital y zonas aledañas. También fueron terratenientes y co-
merciantes de la capital quienes fundaron haciendas tabacaleras
en Ambalema y exportaron tabaco después de 1850, cuyos nom-
bres figuran entre los directores y accionistas de los bancos que
funcionaron en el país durante la segunda mitad del siglo XIX.
Safford muestra, además, cómo en esas actividades la participa-
ción extranjera fue menor y en algunos casos, por ejemplo en los
bancos, estuvo ausente. Significativa diferencia con Argentina y
México, donde la inversión y la presencia de capitalistas extran-
jeros por la misma época es tan notoria.
En cuanto a la mano de obra, en el decenio de 1870 los gobier-
nos radicales intentaron promover la inmigración para acelerar
el desarrollo económico. Aprobaron leyes y se tomaron algunas
medidas concretas para conseguir el flujo de europeos a Colom-
bia. Aunque no tenían objeciones a inmigrantes de otros países,
lo cierto es que no llegaron. Más tarde, durante la Regeneración,
la intención fue la de atraer a grupos católicos. La Iglesia partici-
paba directamente en este programa. Aparte de las congregacio-
nes religiosas (salesianos, maristas, lasallistas) tampoco hubo
una inmigración cuantitativamente importante.
Una peculiaridad del desenvolvimiento económico colombia-
no es, sin duda, el haberse centrado prácticamente en el ahorro
nacional y muy poco o casi nada en la inversión extranjera. Esta
característica tiene que ver con el hecho de que el sector domi-
nante de la sociedad es el que se desdobla en capitalista indus-
trial en el siglo XX, luego de haber atravesado todo el siglo XIX en
un acoplamiento al comercio y la industria, combinado con el
control del Estado que le permitirá mantenerse en la cima del
poder económico y político. Lo que realiza en Europa occidental
5
Véanse Ospina (1955) capítulo III y Safford (1977) capítulo “Empresarios nacionales y ex-
tranjeros en Colombia”.
6
Valga aclarar que para la época, por el desarrollo alcanzado, esos grupos altos dominantes
funcionaban más bien como estamentos.
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miento, el mismo que caracteriza a Argentina y México. No hubo
producción alguna notable y persistieron las cargas coloniales
sobre la tierra y el comercio. La exportación descansaba en el
oro, que no alcanzó niveles extraordinarios. Las haciendas pro-
ducían para el consumo interno. Luís Ospina hace el balance de
los años 1830-1845: “El adelanto –dice– no se traducía en au-
mento del comercio internacional: la producción agrícola para
mercados remotos, nacionales o extranjeros, era pequeña y rudi-
mentaria, tanto como en la Colonia, si no más”, el capital nacio-
nal “era muy pequeño” (1955: 188). William McGreevey coincide
con Ospina en la afirmación de que los propietarios de las ha-
ciendas en el interior no buscaban la expansión del comercio in-
ternacional y añade que esa élite terrateniente, “en general esta-
ba satisfecha con la posibilidad de los mercados urbanos para
los productos cultivados en sus tierras” (1975: 78).
El estancamiento cede en la segunda mitad del siglo XIX, y van a
gobernar los miembros del recién fundado Partido Liberal. Ellos
pertenecen a la misma tendencia que se observa en Argentina y
México, pero aquí el progreso se da a un ritmo más lento, acorde
con la escasa potencialidad de la economía y se desenvuelve den-
tro de un contexto político diferente. En Colombia los liberales ac-
tuaron a través de los dos partidos. En aquellos dos países consti-
tuyeron grupos sin partidos fuertes que los sustentaran y
dependientes en alto grado del ejército para su permanencia en el
poder. En Colombia la era liberal transcurre con la alternabilidad
de los dos partidos en el gobierno y se inicia en 1845 bajo la égida
de un presidente que había sido elegido como conservador, Tomás
Cipriano de Mosquera (1845-1849). Durante su gobierno se efec-
tuaron cambios sustanciales para la modernización del país como
la instauración del librecambio que habrá de caracterizar la políti-
ca económica de allí en adelante. El siguiente presidente, José
Hilario López (1849-1853), de la corriente que se mantuvo fiel a las
orientaciones de Santander, profundizó esos cambios, realizó otros
y abrió la compuerta a la hegemonía del partido liberal que dura
hasta 1880. Baste mencionar en relación con esa confluencia de
los dos partidos en los principios liberales, que miembros del Par-
tido Conservador contribuyeron a aprobar en el Congreso, en 1853,
una Constitución librecambista y de tendencia federal, dos asun-
tos que se consideran propios del Partido Liberal. Uno de los fun-
Fuente: Ocampo (1984: 53). En el cuadro original figuran todos los países latinoamericanos.
Se tomaron los tres que interesaban al presente estudio.
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Las cifras transcritas son elocuentes: sólo en un indicador, el
del valor del comercio exterior per cápita, el dato de Colombia se
acerca al de México y llama la atención lo extraordinariamente
baja de la inversión extranjera per cápita, en sí misma y en com-
paración con Argentina y México.
José Antonio Ocampo hace el análisis histórico del proceso
exportador colombiano: “Sobre la base de una economía con un
nivel de exportaciones por habitante sumamente bajo –anota al
respecto–, y un claro consenso de la élite en torno a la necesidad
de una mayor integración económica con el exterior, el crecimiento
de las exportaciones colombianas en el siglo XIX fue verdadera-
mente desalentador. Solamente en las décadas del cincuenta,
setenta y noventa se logró un aumento significativo en las expor-
taciones reales per cápita [...] Más aún, un análisis detallado de
los ciclos de las exportaciones indica que los períodos de dina-
mismo se pueden reducir a sólo veinte años durante todo el siglo,
y que los años de expansión fueron en su mayoría períodos de
precios externos excepcionales para los principales productos. A
comienzos del siglo XX, las exportaciones reales per cápita eran
apenas un 36% superiores a las de fines de la Colonia y [...] Co-
lombia seguía siendo uno de los países latinoamericanos con un
nivel más bajo de apertura externa” (1984: 48).
El autor complementa la información anterior con un cuadro
sobre la importancia relativa de las economías latinoamericanas
según su grado de integración a la economía mundial para el mis-
mo año de 1913. Utiliza tres indicadores: porcentaje de exporta-
ciones, porcentaje de inversión extranjera y porcentaje de kilóme-
tros de ferrocarril, para tres grados de integración: muy alto, alto,
medio y bajo. Argentina se halla en el grado muy alto, México en el
alto y Colombia en el medio y bajo, colocada en el penúltimo lugar
en el orden de los países. En definitiva, como lo dice el autor, “Co-
lombia se destaca en ambos cuadros por el bajísimo grado de inte-
gración al mercado mundial y supera sólo a Haití desde el punto
de vista de los tres índices señalados” (ibíd.: 52).
En relación con los datos de Argentina y México cabe observar
que a pesar del alto grado de crecimiento que acompaña a sus
exportaciones, sus economías no dieron el salto hacia la indus-
trialización. Es lo que señala McGreevey cuando al analizar las
exportaciones en el caso colombiano se refiere al vínculo causal
entre ellas y la economía interna en América Latina. Según su
Mestizaje y nacionalidad
En Colombia predominó, desde la época colonial, el mestizaje.
El porcentaje de población indígena fue pequeño y mucho más
pequeño el de la población negra: “Al finalizar el siglo XVIII, con-
forme al censo de 1778, en una población que se acercaba a un
millón de habitantes, el Nuevo Reino de Granada tenía, en cifras
aproximadas pero muy cercanas a la realidad, una población blan-
ca y mestiza que podría estimarse en 80%, junto a un 15% de
indígenas y un 5% de población negra” (Jaramillo, 1977: 141-
142). Por otra parte, la cantidad de indios fue cada vez menor: “al
terminar la época colonial sólo quedaban en el país algunos pe-
queños enclaves de población indígena como el representado por
el grupo Páez-guambiano en las cercanías de Popayán [cuya po-
blación ascenderá hoy a unos 30.000 indígenas, por lo demás
fuertemente aculturizados] o el grupo Aruaco de los Kogi en la
Sierra Nevada de Santa Marta, con unos 2.000 miembros aproxi-
madamente” (ibíd.: 142).
Muy pronto se sustituyeron las culturas nativas por la españo-
la. La lengua chibcha, la más extendida en el territorio, había des-
aparecido ya a comienzos del siglo XVII y la religión católica había
reemplazado las religiones tribales. Si se añade a lo anterior la
ausencia de inmigración, es notorio que el mestizaje va unido a
una religión y un idioma que dan lugar a un alto grado de homoge-
neidad de la población, que convierte al mestizo en un importante
canal de nivelación social. El proceso de mestizaje, observa
Jaramillo Uribe, fue por excelencia el factor dinámico y diferenciador
para la conformación de la sociedad estratificada. Sin el mestizaje
la estructura hubiese sido más rígida. Se definieron así dos fuer-
zas sociales: la del grupo criollo y la de los mestizos, estos últimos
en irreprimible proceso de ascenso social.
Analizando el repunte demográfico sucedido en el país entre
1750 y 1850, Jorge Orlando Melo muestra cómo “el impacto del
mestizaje sobre el proceso demográfico y colonizador, y particu-
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larmente [...] la recuperación demográfica se dio entre la pobla-
ción definida legalmente como mestiza o blanca...” (1992: 27).
Del seguimiento que hace a los grupos sociales, Melo concluye
que “la historia del poblamiento en el siglo XVIII es la historia de la
expansión de la frontera, que es también la historia de la expan-
sión del mestizaje” (ibíd.:28-29). Pero, subraya que el sentido del
proceso de transformación cultural muestra que “el indio va des-
apareciendo, se lo llevan las epidemias y los trabajos, y los mes-
tizos son los que van quedando y los que empiezan a conformar
una cultura mestiza y cristiana” (ibíd.:61).
Melo relieva la particularidad del proceso del mestizaje colom-
biano en el marco hispanoamericano: “Aunque no hay que olvi-
dar que existen áreas donde el mestizaje es menor y donde los
indígenas conservan parte importante de su cultura (sobre todo
en el Cauca y en el Alto Magdalena), este mestizaje avanzado es
la más notable de las peculiaridades culturales de la Nueva Gra-
nada: en otras regiones de América como México, Perú o Guate-
mala, los grupos principales mantuvieron su idioma hasta el si-
glo XIX o XX, y la división de la sociedad en las dos repúblicas, la
de los indios y la de los blancos, se mantuvo hasta épocas mucho
más recientes” (ibíd.:75).
El predominio del mestizaje constituye uno de los aspectos pe-
culiares del proceso histórico colombiano. Al punto que, como afir-
ma Melo, determina la cultura del país como una cultura mestiza,
diferenciada regionalmente. Se sustituyen las culturas indígenas
por la cultura española y se conforma “una cultura mestiza,
dominantemente española, que es relativamente igual en todo el
territorio de la Colombia actual, pero que adquiere modalidades
propias en las regiones de la Costa, en Antioquia, en el sur de
Colombia y en Boyacá. Es una cultura nacional que se apoya en
los textos escritos, en la medida en que los grupos dirigentes cul-
turales –el clero, los burócratas, los abogados– tienen una cultura
libre, basada en el impreso o manuscrito” (ibíd.:76).
Es del caso destacar que los primeros esbozos de nacionalidad
que se registran en el último tercio del siglo XVIII y la primera
década del siglo XIX se expresan ya bajo el tácito reconocimiento
de una homogeneidad cultural a la cual probablemente no es
ajena la influencia del mestizaje. Es factible comprobarlo en la
producción escrita de los jóvenes criollos de esos años, la mayo-
ría de ellos formados en la práctica científica de la Expedición
Colombia 125
La homogeneidad que brinda el mestizaje, como pudiera creer-
se, no fue un elemento de unidad nacional, en parte debido a las
condiciones de atraso del país y el aislamiento de las regiones, y
en parte porque tempranamente se produjo la división de la po-
blación en dos mitades, liberales y conservadores, que se convir-
tieron en comunidades enfrentadas por motivos de odio y ven-
ganza, constituyéndose el bipartidismo en la gran barrera para el
desenvolvimiento de una conciencia nacional.
Colombia 127
de las regiones llegaron a la capital elegidos al Congreso y allí
tejieron los hilos de sus partidos mediante la identificación de
intereses y el acuerdo en los objetivos de su acción política. En
sus primeras décadas de funcionamiento decidían entre ellos
sus candidatos y luego hacían la propaganda entre los votan-
tes.8 El resultado, al llegar al gobierno, era el de llenar los car-
gos del Estado con los miembros de su séquito, desplazando a
los del otro partido que los detentaban, desencadenando así una
pugnacidad extremada, que se convertía en una lucha por la
subsistencia, en la medida en que de esos cargos dependía la
vida de las familias de los implicados en el juego por el poder.9
Se trataba de una sociedad preindustrial en la que casi no había
estructuras ocupacionales alternativas a las de la burocracia es-
tatal. Este hecho y el alineamiento de la Iglesia católica con el
partido conservador radicalizaron el enfrentamiento, llevando al
seno familiar la socialización derivada de la acción de los parti-
dos. Allí se convirtió en sentimientos de odio y de rechazo al opo-
sitor que cortaba el sustento y que acababa con la vida de los
padres, hermanos o hijos en las guerras civiles.
Alberto Lleras, jefe destacado del partido liberal, dos veces pre-
sidente de Colombia y perteneciente a un familia incrustada en
la alta política desde el siglo XIX, describe, en los años 1950, ese
fenómeno subjetivo nacido de circunstancias de las que fue vícti-
ma su propia familia:
8
La caracterización de los dos partidos como partidos de honoratiores la sustenté histórica-
mente en Pérez (1989).
9
“Todas las luchas de partido –anota Weber– son, no sólo luchas por objetivos materiales,
sino también ante todo por el patrocinio de los cargos [...] La relegación en su participación
en los cargos la resienten los partidos más gravemente que la actuación contra sus objetivos
materiales” (ed. cit.: 1079).
Colombia 129
instante de sus extravíos supremos, la guerra civil. Cuando la
Nación estaba a punto de disolverse, azotada por un regionalis-
mo autonomista que la geografía abrupta alentaba y casi impo-
nía, los dos partidos con sus luchas, establecieron el único con-
tacto que por mucho tiempo existió de una a otra frontera entre
los colombianos, y nuestros propios caudillos revolucionarios ela-
boraron, con sus rutas complejas, perseguidos o vencidos, el re-
cio tejido nacional indestructible” (op. cit.: 31). Se confunde aquí
la “unidad patria”, la unidad de los nacionales en cuanto colom-
bianos, con la unidad de la élite bipartidista en el control del
poder. El enfrentamiento armado entre liberales y conservadores
de mediados del siglo XX demuestra a las claras que el bipartidismo
portaba el germen del odio sectario y de división irreconciliable
en la base popular, que hubiese podido destruir las bases
institucionales del Estado a no ser por la efectividad del meca-
nismo de las coaliciones.
Colombia se caracteriza por haber tenido un calendario elec-
toral muy profuso, prácticamente “el país vivía en permanente
estado de agitación política” (Posada, 1995: 5). Según David
Bushnell y Malcolm Deas, uno de los calendarios electorales más
intensos del mundo occidental. Posada Carbó considera que la
competencia electoral fue posiblemente más intensa en Colom-
bia que en Chile y Brasil y que “el largo y casi ininterrumpido
calendario electoral colombiano desde 1830 no tuvo paralelo en
la Argentina” y destaca que “en 1930 cuando casi todos los regí-
menes latinoamericanos fueron desplazados por la fuerza, el go-
bierno conservador en Colombia aceptó la derrota en las urnas y
entregó el poder a la oposición liberal” (ibíd.: 25).
Por su parte, Bushnell pone de presente “que es por medio de
elecciones que tradicionalmente se ha llevado a cabo aquí el rele-
vo de gobernantes” (1975: 28). En efecto, en el siglo XIX todos los
presidentes fueron elegidos de acuerdo con las normas legales y
gobernaron los años previstos en éstas. Sólo hubo tres interrup-
ciones: los gobiernos autoritarios de Bolívar y Urdaneta (1828-
1831) el de Mosquera (1860-1863) y el golpe de Estado del gene-
ral Melo (abril a diciembre de 1854). Al revisar los antecedentes
históricos del proceso electoral, Bushnell señala que la Constitu-
ción de 1853 fue la primera en otorgar el derecho de sufragio al
varón adulto en Colombia y en América Latina. La siguiente fue la
de Argentina del mismo año. En su concepto, a pesar de no haber
Colombia 131
tares. En estos dos últimos países sin el respaldo armado era
imposible para Roca y Díaz llegar a la presidencia. Como se vio
en los capítulos respectivos, a Roca no le bastó vencer en las
elecciones, le fue necesario vencer también en el campo de bata-
lla a las tropas bonaerenses; para Díaz, la oportunidad electoral
ya había pasado y su posibilidad de acceder al poder dependía de
la fuerza, llevando a cabo el levantamiento armado, el último del
siglo XIX, con el consabido “Plan”, ahora el de Tuxtepec, que justi-
ficaba la insurgencia de los caudillos mexicanos contra el gobier-
no de turno. Núñez, en cambio, no tuvo problemas para acceder
a la presidencia. Luego de una primera derrota electoral en 1875,
triunfó en 1880 en su segunda postulación. Elegido de nuevo en
1884, cuando gana la guerra que le declaran los radicales en 1885,
aprovecha la coyuntura para decretar la muerte de la Constitu-
ción de 1863 y sancionar la nueva Constitución de 1886, que
consagra la centralización y la unidad nacional. Será reelegido
en 1886 y en 1892.
Rafael Núñez (1823-1894), como Roca, nace en una familia
patricia de provincia sin medios de fortuna. Estudia derecho en
Cartagena, su ciudad natal, y a los pocos años de graduado, en
1852, está en Bogotá, en el Congreso, representando a Panamá.
En la capital encuentra a un grupo de jóvenes intelectuales de su
misma edad agitando ideas progresistas que han tomado de la
literatura política francesa y de la revolución de 1848. Liberales y
al mismo tiempo socialistas estos jóvenes, llamados “gólgotas”,
son el antecedente del liberalismo radical que gobernará
hegemónicamente al país entre 1863 y 1880. Militante del parti-
do liberal, Núñez no se incorpora plenamente a ese grupo en tan-
to mantiene buenas relaciones con el que se le opone, los libera-
les “draconianos”. Incluso actuará como mediador entre ellos.
Discute en el Congreso la iniciativa del ala radical de establecer
el federalismo en Colombia, asegurando que su implantación lle-
vará a la anarquía y la dictadura: “En la situación presente de
nuestra sociedad –dijo Núñez en esa ocasión– la consecuencia
lógica de la federación sería, primero el desorden, luego la anar-
quía, y últimamente, la dictadura de un Rosas, de un Carrera, o
de un Paredes” (en Liévano, 1944: 67).
Ya desde entonces el futuro Regenerador vislumbra un modelo
de Estado que será objeto de sus meditaciones en los largos años
de exilio, observando de cerca la política inglesa y leyendo a los
Colombia 133
esas cualidades maquiavélicas y su capacidad de ver más lejos
que los demás, no hubiese podido en tan corto plazo, entre 1875
y 1880, ponerse a la cabeza de la política nacional, derrotar en
las urnas al poderoso Olimpo Radical y en 1886 fundar el Estado
nacional.
Igual que aquellos dos gobernantes y con procedimientos muy
semejantes a los de Porfirio Díaz, Núñez sacó del juego a los jefes
regionales que representaban una rémora para la unidad del
Estado: “[...] con astucia e inteligencia –dice Camilo de Brigard
Silva– había logrado desposeer de feudos a poderosos caudillos,
que no se resignaban fácilmente a la pérdida de ellos, ni a depen-
der del poder central. A Payán, quien dominaba el Cauca, lo hizo
elegir vicepresidente de la República; el general Daniel Aldana,
quien conspiraba en Cundinamarca, quedó eliminado, porque
dicho Estado fue transformado en Distrito Federal [...]; al general
Wilches, prestigioso jefe de Santander, quiso alejarlo Núñez de
su feudo ofreciéndole primero la Legación en Caracas y luego la
de Roma, que éste no aceptó; pero su influencia quedó disminui-
da cuando el gobierno nombró a don Antonio Roldán jefe civil y
militar de ese Estado. Un incidente con el periódico americano
Star and Herald que se publicaba en Panamá, le permitió igual-
mente deshacerse del general Santodomingo Vila, quien ejercía
las funciones de gobernador de ese Estado, que había sido trans-
formado en Distrito Nacional” (citado por Mesa, 1980: 93).
Habría que anotar, eso sí, que el objetivo de transformar el
Estado lo logró también, como Roca, venciendo a sus opositores
en el campo de batalla. Núñez se hallaba en su segunda presi-
dencia cuando los radicales se lanzaron a la guerra. En ese mo-
mento, 1885, contó con el apoyo de los nacionalistas. Sus nuevos
aliados le organizaron tropas adicionales y con ese refuerzo dio
buena cuenta de sus enemigos. Aprovechó la coyuntura del triunfo
para declarar caducada la Constitución de 1863, que los radica-
les habían imposibilitado de cambiar por la vía parlamentaria.
Convocó una Asamblea Constituyente que se encargó de redac-
tar la nueva Constitución, llevando al articulado legal las direc-
trices doctrinarias del Regenerador.
Las formas patrimoniales son acentuadas en el caso colom-
biano. Núñez gobernaba con un círculo de amigos pertenecientes
a su partido liberal independiente y con miembros de su familia.
Su esposa, Soledad Román, en particular, tenía gran influencia
Colombia 135
te en 1830, Tomás, presidente cuatro veces, José María, diplo-
mático, Manuel José, arzobispo; José María Obando, presidente
en 1832 y en 1853, familiar de los anteriores; Julio y Sergio Arbo-
leda, los ya mencionados sobrinos de los Mosquera, jefes políti-
cos connotados del partido conservador; el yerno de Tomás, Pe-
dro Alcántara Herrán, presidente de 1841 a 1845; además José
Hilario López, presidente de 1849 a 1853, miembro de la élite
caucana. Otros parientes de los Mosquera, como Lino de Pombo,
tuvieron papel importante en la política de esos años. También
existían lazos familiares en el grupo de liberales radicales que
gobernaron entre 1864 y 1878. En un momento dado, en el direc-
torio del Partido Liberal de cinco miembros, cuatro tenían víncu-
los de parentesco con un importante dirigente del mismo.
Colombia 137
De ahí que considere que “reemplazar la anarquía por el orden
es, en síntesis estricta, lo que de nosotros se promete la repúbli-
ca” (ibíd.: 191).
En Europa, estudiando casos de formación del Estado nacio-
nal, como el de la Alemania bismarckiana, Núñez comprendió el
papel decisivo que juega el ejército en la constitución y perma-
nencia de ese Estado. En el mismo documento citado anterior-
mente –el mensaje a los constituyentes encargados de elaborar la
nueva Constitución en 1885– sostiene “la necesidad de mante-
ner, durante algún tiempo, un fuerte ejército, que sirva de apoyo
material a la aclimatación de la paz” (ibíd.: 189). Comprendió
además, el antiguo ministro expropiador de los bienes de la Igle-
sia, el papel de la religión para la unidad del pueblo: “La toleran-
cia religiosa –dice en ese documento que servirá de médula a la
Constitución del 86– no excluye el reconocimiento del hecho evi-
dente del predominio de las creencias católicas en el pueblo co-
lombiano. Toda acción del Gobierno que pretenda contradecir este
hecho elemental, encallará necesariamente, como ha encallado
en efecto, entre nosotros, y en todos los países de condiciones
semejantes” (ibíd.: 186); ésta la considera Núñez una de esas “rea-
lidades ineludibles” cuyo desconocimiento es causa de que no se
haya podido establecer el orden en Colombia. Antes había plan-
teado la necesidad de llamar “en auxilio de la cultura los senti-
mientos religiosos”, demostrando con ello que se ubica en el án-
gulo político, no en el de las creencias, para registrar objetivamente
el papel crucial de la religión para la unidad del pueblo, requisito
básico para el orden y la paz.
En la Constitución de 1886 se consagra la centralización del
poder. Se reemplazan los estados por departamentos, cuyos go-
bernadores serán nombrados por el presidente. Se instituye un
solo ejército nacional que respalda el monopolio de la fuerza por
el Estado y se abre el camino para la creación de un mercado
interno, frenado hasta entonces por las legislaciones de los esta-
dos de la Federación. El restablecimiento de los derechos de la
Iglesia católica garantiza la paz religiosa, alterada seriamente en
el período anterior, pero se hace otorgándole prerrogativas que le
dan al Estado un tinte teocrático. Marcada diferencia en este caso
con Argentina y México, en donde se instaura la separación de la
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Nótese la semejanza con el planteamiento de Mazzini sobre la situación que antecede a la
unidad italiana, transcrito en la introducción.
Colombia 139
ría la existencia de un Estado intervencionista como normalmente
se usa este concepto, sino también que haría más factible la adop-
ción de un modelo librecambista más realista”. Bustamante cree
que “La historia colombiana del siglo XX ha vivido bajo el signo del
proyecto político de la Regeneración” (1983: 121-123).
Tampoco podía contarse en esos años con un ejército profesio-
nal, si lo normal eran los ejércitos de partido. El que existía en
1885 era un ejército liberal y para enfrentar el levantamiento ar-
mado de los radicales se contó con el apoyo de un ejército con-
servador. Núñez sostenía que el gobierno debía ponerle especial
cuidado al ejército y que debía expedirse una “nueva ley de re-
compensas estrictamente proporcionadas sin mezcla de favor, a
los merecimientos bien comprobados de cada uno, así como se
estila en todas las naciones en que se ha querido hacer de la
milicia no instrumento abyecto de abuso sino profesión honora-
ble”. Sin embargo, como anota Patricia Pinzón de Lewin, en la
época de la Regeneración el ejército estaba dirigido por generales
conservadores, por lo tanto “faltaba mucho para llegar a una fuerza
pública verdaderamente nacional que dejara atrás las formacio-
nes o ejércitos de un régimen” (1994: 48). Respecto a la policía
puede decirse lo mismo. El Cuerpo de Gendarmería, creado en
1888, se reorganizó bajo las órdenes de un policía francés, traído
para ese efecto, pero muy pronto se politizó: “Según la ‘Orden
General del Cuerpo’, un documento de instrucciones elaborado
el 20 de diciembre de 1892, quienes no fueran leales a la ‘causa
política que representa el gobierno’, debían ‘renunciar al puesto
para no poner a la Dirección en el penoso caso de separarlos del
servicio’” (en Atehortúa y Vélez, 1994: 37). La profesionalización
será una de las realizaciones de Reyes, quien crea la Escuela
militar y la Escuela naval durante su gobierno y trae misiones
chilenas para iniciar la formación de los oficiales.
El esquema general de Núñez suponía el desarrollo de la in-
dustria, pero a finales del siglo XX se carecía de capitales y de la
infraestructura vial y de comunicaciones indispensables para ci-
mentar un proceso de industrialización. Apenas entonces, como
parte de tal proyecto, se inicia un plan de construcción de ferro-
carriles, que por la falta de recursos económicos y la particulari-
dad de la topografía avanza lentamente. El país dependía de las
divisas que proporcionaba la exportación del café, que había cre-
cido notablemente en los últimos años (la exportación había pa-
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Hasta 1881, por ejemplo, se adjudicaron 1’301.122 hectáreas de tierras baldías. Entre esas
adjudicaciones se otorgaron 627.523 hectáreas a cambio de títulos de concesiones y bonos
territoriales, 359.831 por documentos de deuda pública, 152.650 por concesiones especiales,
114.440 en auxilios por apertura de caminos y la construcción del canal de Panamá y 6.066
a cultivadores (Memoria del Secretario de Hacienda para el Congreso de 1882: LXXXIX, en:
Varios autores, 1989: 110).
Colombia 141
ra de ésta hacia otros sectores sociales y la tradición civilista,
fueron también elementos sustantivos en el desarrollo de ese pro-
ceso.