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Colombia

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Un país de “fuertes regiones”
La república que se funda con el nombre de Colombia después
de 1810 comprende, con excepción de Venezuela, el mismo terri-
torio que a mediados del siglo XVI fue establecido por la Corona
española bajo la jurisdicción de la Real Audiencia de Santa Fe.
Las provincias allí integradas llevaban, pues, hasta entonces, más
de doscientos cincuenta años dependiendo de un mismo centro
político y referidas a un mismo ámbito jurídico, económico y cul-
tural. Es probable que este antecedente haya influido para que
luego de un corto período posterior a la independencia, en el que
muchas provincias reclamaron autonomía y se negaron a subor-
dinarse a la capital, terminaran prontamente por aceptarla; pero
esta aceptación se fundaba más en la relación jurídica de la épo-
ca colonial, de pertenencia a un centro administrativo, que en la
identidad nacional. Por el contrario, prevalecía la identidad re-
gional, determinada en gran medida por la geografía.
En efecto, hay que tener en cuenta que la casi totalidad de la
población se asentó en cerca de una tercera parte del territorio,
en la parte montañosa (tres ramas de la cordillera de los Andes),
y las costas Atlántica y Pacífica, aproximadamente 400.00 kiló-
metros cuadrados. El resto del territorio lo constituían selvas y
llanuras. Un 60% de la población habitaba a finales de la Colonia
en la franja oriental. No existían sino caminos de herradura, difí-
ciles y peligrosos y los ríos hacían de vías de comunicación entre
las regiones. Las jornadas de viaje entre unas y otras podían du-
rar semanas o meses, razón por la cual vivieron en un relativo
aislamiento durante siglos. Como bien dice el historiador Alfonso
Múnera, “en la víspera de los movimientos de independencia, la
fragmentación regional de la Nueva Granada, contra la cual nada
había podido la voluntad centralizadora de los Borbones, seguía
siendo por obra de la naturaleza y de su historia la característica
central de su organización social y el factor determinante de su
cultura” (1998: 52). Sin embargo, pese al aislamiento y las difi-
cultades en la comunicación, hubo corrientes de intercambio de
mercancías en un grado notorio, como consta en documentos de
la época colonial y en los libros de historia.1
La Colombia del siglo XIX era “un país de fuertes regiones”
(Jaramillo en Varios autores, 1983: 191). Los Estados federales,
1
Luis Ospina (1955) describe en detalle las características de la producción y el comercio en
los años que antecedieron a la Independencia.

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creados en 1863 y disueltos en 1886, configuraban regiones des-
de el punto de vista geográfico, económico, social y cultural. El
aislamiento y las difíciles condiciones del transporte eran evi-
dentes, pero sin embargo “este territorio [el de Colombia] poseía
algunos factores de unidad” y aunque no existía un mercado na-
cional, no faltó entre las regiones “un cierto tráfico económico”
(Jaramillo, 1984: 341). En ese núcleo de la nación que constituía
el sector andino del país, la tercera parte del total (los 400.000
kilómetros cuadrados mencionados más arriba) “fue donde real-
mente se dieron luchas entre federalistas y centralistas, y donde
existió la tensión entre región y nación” (ibíd.: 350). Jaime
Jaramillo Uribe señala que el federalismo respondía a la existen-
cia de regiones dispares heredadas de la Colonia. Se inició a me-
diados del siglo XIX y en sucesivas reformas constitucionales llegó
al pleno federalismo en la Constitución de 1863, en la cual “la
soberanía quedaba fragmentada y [...] se abría la perspectiva de
un período de conflictos internos, entre unos estados y otros y
entre éstos y el gobierno nacional” (ibíd.: 352).
Las tensiones centro-periferia no tuvieron en Colombia la di-
mensión que cobraron en Argentina y en México, en buena medi-
da por las razones que se desprenden del análisis de Jaramillo
Uribe: un territorio mucho más pequeño, interacción entre regio-
nes (tráfico comercial) y, sobre todo, un proceso de reconocimiento
de la diversidad provincial por parte de la élite liberal-conserva-
dora en la legislación federalista que, si bien conduce a legalizar
la fragmentación, evitó un enfrentamiento al estilo argentino. Al
respecto, José A. Ocampo considera que parte de los conflictos
entre los dirigentes de la segunda mitad del siglo XIX fueron ini-
cialmente conflictos intrarregionales antes que interregionales,
de modo que con la creación de los estados federados en 1863 se
“permitía que por lo menos a nivel de cada región se consolidara
una élite que posteriormente se pudiera enfrentar a las otras élites
ya en calidad de élite regional; ya era algo más que una élite pu-
ramente local”. Ocampo concluye que en el período federalista se
da “una especie de consolidación intermedia que permitió des-
pués el centralismo” (Ocampo en Varios autores, 1983: 127).
La herencia colonial que determinó la formación de regiones
diferenciadas por su desarrollo económico desigual, sus específi-
cas estructuras sociales y sus propios focos de poder local, se
consolida como forma de dominación bajo la hegemonía de los

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llamados radicales del partido liberal. Pero las transformaciones
de las dos últimas décadas del siglo XX, el crecimiento económico
debido al avance del capitalismo comercial, la apertura de vías y
la ampliación del transporte, abrieron la posibilidad de la unidad
nacional. El acendrado anticlericalismo de los liberales radicales
y la existencia de una Iglesia católica de fuerte arraigo en el pue-
blo agudizó un enfrentamiento que a mediados de la década de
1870 condujo a una guerra religiosa que coincidió con el derrum-
be de la exportación de tabaco y desató una crisis de la cual se
sirvió Rafael Núñez para adelantar su campaña de ascenso hacia
el poder. De este modo, la coyuntura de creación del Estado uni-
tario y centralizado se presenta a partir de 1880, cuando Núñez
es elegido por primera vez a la presidencia. Y será un largo proce-
so, pues las fuerzas productivas y la división del trabajo tienen
un escaso desarrollo y la infraestructura vial no ha superado sus
condiciones de atraso. No puede hablarse, por lo tanto, de mer-
cado interno. Es apenas el comienzo de la centralización. La uni-
dad nacional se afianzará en el período 1904-1909, con la presi-
dencia de Rafael Reyes.

La institucionalización del gobierno civil


Los años inmediatamente posteriores a la proclamación de la
independencia fueron de confusión. Los criollos que llegan al poder
se habían distinguido por ser hombres de gabinete, abogados, y
algunos de ellos serios investigadores científicos en la Expedi-
ción Botánica. Aun más, no sólo no eran hombres de armas sino
que no ocultaban su hostilidad hacia el ejército. Varios historia-
dores dan cuenta de esa particularidad de los jóvenes
neogranadinos y, por extensión, de la singularidad del civilismo
de la Nueva Granada en el contexto hispanoamericano. El histo-
riador norteamericano A. J. Kuethe estudió en particular la rela-
ción entre la estructura militar española y la sociedad colonial en
el período preindependiente (1773-1808) y afirma que “no hubo
en la Nueva Granada una tradición militar elitista que echara
raíces firmes [...], faltó el enlace feliz entre la creciente institu-
ción militar y la aristocracia criolla del corazón institucional, de-
mográfico y cultural de la Nueva Granada. En la provincia de
Popayán y en los alrededores de Santa Fe, el establecimiento
militar, como instrumento del despotismo ilustrado, fue mirado
con hostilidad y rencor por la aristocracia local” (1993: 386) y a

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diferencia de sus homólogos de México “cuando Colombia entró
en la independencia, los elementos criollos del ejército colonial
se definieron patrióticamente, con lo que obtuvieron para la cor-
poración militar un gran momento de respetabilidad” (ibíd.: 387).
Con todo y este antecedente, tan pronto asumieron el gobier-
no desembocaron en la guerra civil a causa de la famosa querella
entre centralismo y federalismo. Invirtieron tres años (1812-1815)
en una lucha estéril y no se prepararon para detener la avalan-
cha de la reconquista española que habría de derrotarlos con fa-
cilidad. Piénsese además en el hecho de que quienes accedieron
al poder en la región central de Cundinamarca formaban una
sola y gran familia2 y entre sus miembros se repartieron los pues-
tos de mando. Así, la pelea de centralistas y federalistas fue en
buena medida una pelea de parientes, en la que se mezclaron
intereses económicos y rencillas familiares. No obstante, la his-
toria hubiese sido la misma sin este ingrediente de parentesco.
Su fracaso se debió a que carecían de las dotes necesarias para
crear nuevas instituciones. En definitiva faltó en los criollos
neogranadinos, como era de esperarse, capacidad militar, pero
también visión política y al único que si la tenía, Antonio Nariño,
no lo dejaron gobernar.
En cuanto a la capacidad militar, Bolívar corrobora la inepti-
tud de los colombianos para las armas: en 1828, defendiéndose
de las “calumnias” de Santander, sostiene que no es cierto que él
proteja a los venezolanos más que a los granadinos, pues en la
República hay “menos empleados venezolanos que granadinos
[...] aunque hay menos militares granadinos que venezolanos”,
aunque añade: “¡Qué diferencia entre éstos y aquéllos! [...] No
quiero hacer un paralelo entre los militares de Venezuela y los de
la Nueva Granada, porque resultaría un contraste poco favorable
para estos últimos”; sin embargo, dice que va a pasar revista a
algunos jefes granadinos, cita a varios generales de división y
observa que entre ellos “Córdoba es el único valiente y militar” y
complementa diciendo que entre los coroneles “se verían iguales
o peores ineptitudes militares si quisiera entrar a revistarlos”;
finalmente, confiesa que los ascensos de generales “y los de mu-
chos coroneles y tenientes coroneles de la Nueva Granada han

2
Arturo Abella (1960) da una información detallada acerca de esos nexos familiares. Fenó-
meno semejante se dio en Cartagena, por la misma época.

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sido dados en fuerza de una razón de Estado y de un motivo po-
lítico que hicieron callar mi deber y mi justicia. Ya desde el año
13, en que meditaba la unión de Nueva Granada y Venezuela, mi
política tendía a hacerme valer y querer de los granadinos, y des-
pués del año 19 seguí el mismo plan para la conservación de la
unión que había logrado” (Perú, 1999 [1912]: 148-151). Como
puede verse por la argumentación de Bolívar, los neogranadinos
formaban parte de la oficialidad del ejército debido más a las cir-
cunstancias, la de la lucha por la independencia, que a una incli-
nación por la carrera de las armas.
La particularidad cultural de los neogranadinos resaltaba en
comparación con los venezolanos. Según David Bushnell, el de-
sarrollo intelectual era más alto en la Nueva Granada que en Ve-
nezuela: “Había una mayor actividad en el campo de las profesio-
nes, en parte debida a la categoría de Santa Fe como capital del
virreinato, con su burocracia y todo lo que ésta supone. La más
pareja distribución de la propiedad permitía una más amplia di-
fusión de conocimientos, por lo menos elementales, y el carácter
‘nacional’ de los granadinos daba especial impulso a la profesión
del derecho. Un competente general español los describe como
generalmente tímidos y esto explica el hecho de que en Nueva
Granada ‘se escribe mucho y los jueces están abrumados de tra-
bajo’, mientras que en Caracas ‘se terminan las disputas por medio
de la espada’ (1966: 19-20).
Vencido el ejército español y asegurada la independencia, ese
mismo espíritu civilista frustrado en los años anteriores, se im-
pondría con Francisco de Paula Santander. En efecto, entre 1819
y 1826, años en que gobernó en la Nueva Granada, mientras en
Argentina y México continuó la guerra civil, en Colombia hubo
un paréntesis de paz, durante el cual se cimentaron las institu-
ciones liberales, que habrían de desarrollarse con vigor a lo largo
del siglo XIX. Pero la tarea no era nada fácil. Todo estaba por hacer
y había que hacerlo cumpliendo con el compromiso de responder
a las necesidades de Bolívar en la campaña del sur: “El simple
hecho de haber creado una administración efectiva en tales con-
diciones –comenta Bushnell–, capaz de abastecer los ejércitos y
de mantener el orden público interno en todo el país, excepto
algunas regiones de importancia secundaria, nunca ha dejado de
despertar admiración por la capacidad administrativa del vice-
presidente Santander” (ibíd.: 57).

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Su divisa puede sintetizarse en la frase del historiador Joa-
quín Tamayo, “mantener la libertad por la ley”. Bolívar lo llamó el
hombre de las leyes: “Cuando más considero el gobierno de us-
ted –decía en una carta Bolívar a Santander– tanto más me confir-
mo en la idea de que usted es el héroe de la administración ame-
ricana. Es un prodigio que un gobier no flamante sea
eminentemente libre y eminentemente correcto, y, además, emi-
nentemente fuerte [...] usted es el hombre de las leyes [...]” (en
Tamayo, 1975: 142). Bushnell, quien estudió a fondo la obra de
gobierno de Santander, considera merecida la expresión de Bolí-
var. Dice que esto “puede verse con máxima claridad en su respe-
to habitual por las libertades civiles, que constituyen, después
de todo, el aspecto más importante de la legalidad constitucional
[...] El respeto de Santander por los derechos de la oposición es
particularmente sorprendente” (op. cit.: 59).3 Anota este autor
que, como presidente, Santander procedió con prudencia en el
uso de las facultades extraordinarias, que tan fácilmente se pres-
tan al abuso y que siendo consciente de la falta de cuadros pre-
parados para la administración, en contra de lo que suele afir-
marse, no los reclutaba tan sólo entre sus amigos, así “las personas
cuyos nombres proponía al Congreso como candidatos para los
principales cargos ejecutivos y judiciales eran muchas veces aje-
nas y aun contrarias a su ideología” (ibíd.: 51).
Durante los tres últimos años del gobierno de Santander (1823-
1826) el Congreso, dice Bushnell, produjo “sesudas piezas legis-
lativas basadas en la necesidad de darle a todos los aspectos de
la vida nacional –impuestos aduaneros, tribunales, educación,
etc.– una organización legal y formal que estuviera a tono con las
exigencias del nuevo régimen”; se protocolizó entonces la separa-
ción de poderes y gracias a ella “los tribunales colombianos fue-
ron despojados de todas sus funciones no judiciales” (ibíd.: 63).
Se creó una Corte Suprema, verdadera innovación que permitía
las apelaciones con mayor facilidad. El ejecutivo mantuvo siem-
pre excelentes relaciones con el poder legislativo. El antimilita-
rismo estaba a flor de piel. En el Congreso, “el nombramiento de
soldados profesionales en cualquier clase de cargos civiles se
3
La mejor prueba que puede aducirse de su respeto por las libertades ciudadanas la da
Antonio Nariño, su connotado enemigo político, quien librando una batalla enconada a
través de periódicos contra Santander “admitió que Bogotá gozaba de una prensa libre”
(ibíd.: 82) .

112 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


considera convencionalmente como causa de amenazas de des-
potismo militar [...] la legislación que se elaboró en 1825 trató de
asegurar tanto la separación formal de los poderes ejecutivo y
judicial como la terminación del sistema de unir en una persona
los mandos civil y militar” (ibíd.: 44-45).
Santander manejó con habilidad y realismo las relaciones con
la Iglesia para lograr un buen grado de autonomía del Estado
frente a ella, sin dejar de suprimirle los impuestos de que disfru-
taba y sometiéndola, con el patronato, al poder civil. Paralela-
mente, puso todo su empeño en la enseñanza de las ideas libera-
les, en la Universidad Central, que fundó, y a través de medidas
que facilitaban la difusión de las obras de los filósofos del libera-
lismo. La labor de su gobierno que va de 1821 a 1826 y la efec-
tuada más tarde, cuando al regresar del exilio lo eligen presiden-
te (1832-1837) completan un largo período de paz absoluta en el
cual realiza una obra que logró echar raíces perdurables en Co-
lombia. Tulio Halperin Donghi considera exitoso el modelo políti-
co de la Nueva Granada en la década de 1830 y preguntándose
por el “secreto de este éxito” dice que “en primer término, el papel
relativamente secundario del ejército neogranadino” (1993: 196).

Vida de campo, 1856.

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Santander logró implantar las instituciones correspondientes
a los principios que definían la nueva república. A partir de sus
realizaciones cobraron entidad en Colombia las instituciones
políticas propias del Estado moderno: el imperio de la ley, el sis-
tema electoral, la alternabilidad en el gobierno, el derecho a la
oposición, el libre juego de los partidos y la libertad de expresión.
Su influencia se prolonga en el tiempo, hasta la década de 1850,
cuando seguidores suyos acceden al poder, consagran leyes pro-
gresistas (la llamada “revolución del medio siglo”) e inician el pre-
dominio de los liberales radicales en el país, defensores a ultranza
de los principios del liberalismo clásico que inspiraron a
Santander. Cabe aclarar que si bien las instituciones liberales
funcionaron, éstas lo hicieron en el circuito de un grupo reduci-
do, las élites de los dos partidos, liberal y conservador, partidos
de honoratiores (Weber) que mantendrán su hegemonía a lo largo
de la historia del país. En la primera mitad del siglo XIX esas ins-
tituciones coexistieron con la esclavitud y el control del trabajo
servil de los campesinos. Y sobre todo, coexistieron con la con-
centración de la propiedad de la tierra en unas pocas familias,
dueñas del poder político. Los ejércitos eran ejércitos de partido,
reclutados en razón de la devoción de los campesinos por sus
patronos, los hacendados. Los cargos del Estado se repartían entre
los dirigentes y sus clientelas. El grado de racionalidad de esas
instituciones era precario. Bajo la cobertura de las mismas re-
gían, sin duda, características propias de un sistema patrimo-
nial. El aislamiento de las regiones era efectivo y en ellas manda-
ban los caciques y no el Estado central.
En Colombia también hubo caudillos, calificados entonces
como caudillos militares. Y fue corriente en el medio político del
siglo XIX el contrapunto entre los civilistas y los militaristas. En
discursos, artículos de periódico y ensayos se encuentran refe-
rencias y análisis al respecto. El modelo de caudillo militar es el
gran general Tomás Cipriano de Mosquera. En él se compendian
en alto grado el autoritarismo y la condición de hombre de espa-
da. Este jefe que se caracterizó por sus frecuentes ataques de
autoritarismo, sin duda un caudillo militar, si bien dio muestras
de arbitrariedad, por ejemplo, al mandar fusilar sin fórmula de
juicio a los vencidos en las guerras civiles, no fue nunca un dic-
tador y sus actos de gobierno en nada se diferencian de los de
cualquier dirigente civilista de la época: su primera presidencia,

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1845 a 1849, la ganó por elección y se distinguió por su carácter
progresista; dirigió en 1854 el movimiento armado que se organi-
zó para restaurar el régimen legal quebrantado por el golpe de
Estado del general Melo, objetivo logrado en pocos meses; se le-
vantó en armas contra el presidente Ospina en 1859, siendo pre-
sidente del estado del Cauca, cargo al que llegó por elección po-
pular, como reacción contra la intervención ilegal del presidente
en varios gobiernos provinciales. Estuvo dispuesto a una conci-
liación que, rechazada por el presidente Ospina, determinó la
continuación de la guerra y el triunfo de Mosquera. Ya en el po-
der, convocó a una asamblea constituyente, de la cual salió la
Constitución de principios liberales extremos de 1863; volvió a la
presidencia por voto popular dos veces más y transcurrido un
año de la segunda (1866-1868), los liberales radicales le dieron
un golpe de Estado y fue reemplazado en la presidencia por el
vicepresidente, que era uno de ellos. Tenía, es cierto, una perso-
nalidad que chocaba con las maneras civilistas predominantes
de entonces, propias de los abogados e intelectuales que impo-
nían su impronta a la política, porque era ante todo un militar,
pero los excesos de su conducta se producían dentro del orden
establecido, no apuntaban a fracturarlo ni a sustituirlo por una
dictadura.
Junto con Mosquera se acusaba de militaristas a otros gene-
rales, como José María Obando y José Hilario López, oriundos
como aquél del Cauca, y José María Melo. De ellos se puede decir
lo mismo que de Mosquera: actuaron respetando la ley funda-
mental de organización del Estado. La excepción fue Melo, quien
dio un golpe de Estado, pero lo hizo en un ambiente de
radicalización social y como un intento desesperado de frenar la
carrera de liberales y conservadores hacia la federación y el libre-
cambio. Melo y Obando dirigían la fracción popular del Partido
Liberal, llamada “draconiana”. Su programa se centraba en el
gobierno fuerte, el proteccionismo y la defensa del ejército nacio-
nal. La otra fracción, denominada “gólgota”, era la de los futuros
Radicales, federalistas, librecambistas y empeñados en la reduc-
ción del ejército. Obando, de gran ascendiente popular, fue presi-
dente encargado en 1832 y elegido para el período 1853-1857. Lo
depuso Melo en 1854, comandante del ejército y copartidario suyo,
porque no aceptó su propuesta de que él mismo diese el golpe de
Estado, pese a que las razones de Melo se fundamentaban en el

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programa draconiano, vulnerado por la Constitución de 1853,
que aprobó el libre cambio y la disminución del pie de fuerza de
la Guardia Nacional, de la cual Melo era comandante. El otro
caudillo militar, José Hilario López, elegido para el período presi-
dencial 1849-1853, realizó los cambios progresistas que se cono-
cen como la “revolución del medio siglo”.
Valga observar que estos caudillos militares, salidos todos de
las gestas de Independencia, actuaron dentro del marco del idea-
rio liberal común a los dos partidos políticos que se definieron en
la década de 1840, el liberal y el conservador, y sólo se diferen-
ciaban de los líderes civilistas por su condición de militares, ya
que al igual que aquéllos, su participación en las guerras civiles
se originaba, por lo general, en motivos ideológicos de partido.4
Se orientaban en unos casos a modificar la Constitución según
los principios de uno u otro partido y, en otros, a consagrar dere-
chos que consideraban habían sido negados por el partido contra-
rio, pero ninguno de dichos caudillos militares buscó instaurar en
Colombia un régimen autoritario como el de Rosas en la Argentina
o el de Santa Anna en México. La verdad es que como jefes regio-
nales no se diferenciaban de los jefes regionales civilistas. Hubo
otros caudillos militares menores. Sus acciones se adelantaron en
la misma línea ideológica y partidaria de los aquí reseñados.

La lenta evolución de la economía


En 1823, año en el que pasó Gaspar Mollien por Bogotá, la
ciudad tenía 21 mil habitantes. Sus descripciones, si se compa-
ran con las de Camacho Roldán veinte años después, no pierden
vigencia: la aldea que era la capital seguirá siéndolo hasta me-
diados del siglo y apenas empezará a cambiar de faz con el auge
del cultivo del tabaco, que revertirá económicamente en especial
sobre Bogotá, en donde se construyen casas y se inauguran ser-
vicios que hasta entonces no tenía. Detrás de ese carácter aldea-
no de la capital está la pobreza del país. Pobreza que se explica
por la ausencia de minerales o de abundantes recursos agrícolas
o ganaderos para la exportación. Las capas altas colombianas –lo
4
En su estudio comparativo entre Uruguay y Colombia, Fernando López-Alves registra el
importante papel que desempeñó el sistema bipartidista en ambos países y su predominio
sobre los ejércitos respectivos. De igual manera, constata que “en ambos casos, los generales
eran partidistas, dominaban en nombre de sus partidos y les prestaban gran atención a sus
distritos políticos” (2002: 36).

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confirma Mollien– son modestamente ricas si se las compara con
las de Argentina y México. Según el viajero francés en Bogotá,
“salvo ligeras diferencias, todas las casas se parecen; no hay nada
que permita distinguir las de los ministros, y hasta costaría tra-
bajo advertir cuál es la del presidente, sin la guardia que custo-
dia la entrada” (1944: 181-182). Por otra parte, constata Mollien
que “no hay en Bogotá diez comerciantes que tengan 100.000
piastras; entre las personas que viven de sus rentas, no hay cin-
co que tengan un capital mucho mayor. Las fortunas más co-
rrientes son de 5.000 a 10.000 piastras” (ibíd.: 192).
La minoría propietaria comprende a los terratenientes, los
dueños de minas y los comerciantes. Comparada con las de Ar-
gentina y México es, sin lugar a dudas, una minoría pobre. La
exportación mayor es la de oro, sin ser extraordinaria en volu-
men. No hubo un producto agrícola, ni ganadería que proporcio-
nara grandes ganancias. El tabaco, la quina y el añil tuvieron
ciclos cortos de demanda del exterior. El producto que más se
mantuvo fue el tabaco, entre 1855 y 1885. En la última década
del siglo se impondrá el cultivo del café, fuente decisiva para el
desarrollo del país de ahí en adelante.
Igual que en Argentina y México, en Colombia no aparecen
diferencias de fondo entre los terratenientes y los comerciantes.
Frank Safford, quien estudió con detenimiento el origen de los
partidos políticos colombianos, sostiene que “no hubo mayores
conflictos de intereses ni mucha divergencia entre la clase alta
sobre políticas concretas” y que existió en el siglo XIX
“interpenetración” entre terratenientes y comerciantes. Cita a
propósito de este hecho, un trabajo sobre el desarrollo del Valle
del Cauca en el período 1850-1870, en el que el autor, Richard
Highland, “encuentra lo que yo había encontrado en otras partes
del país en una época anterior; que hubo una interpenetración
entre los terratenientes y los comerciantes”. Traducido a la filia-
ción partidista, Safford establece la imposibilidad de enfrenta-
miento entre los dos partidos políticos, por cuanto en ambos co-
existían dichos estamentos, además de que muchos liberales y
conservadores eran a la vez comerciantes y terratenientes (Safford,
en Varios autores, 1983: 14).
No se trata sólo de la identidad de terratenientes y comercian-
tes desde el punto de vista de ser poseedores de riquezas que se
protegen mutuamente, sino también de su actividad como capi-

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talistas. No todos los terratenientes eran rentistas al estilo feu-
dal. En el siglo XIX muchos de ellos invirtieron sus capitales en
industrias, en el cultivo y exportación de productos agrícolas y
en los bancos. Luis Ospina Vásquez trae una información muy
bien documentada al respecto.5 En la década de 1840, terrate-
nientes y comerciantes de Bogotá fueron los primeros empresa-
rios de industrias textiles, de loza, de hierro, de vidrio, estimula-
das por el Estado con diversas ventajas para su creación en la
capital y zonas aledañas. También fueron terratenientes y co-
merciantes de la capital quienes fundaron haciendas tabacaleras
en Ambalema y exportaron tabaco después de 1850, cuyos nom-
bres figuran entre los directores y accionistas de los bancos que
funcionaron en el país durante la segunda mitad del siglo XIX.
Safford muestra, además, cómo en esas actividades la participa-
ción extranjera fue menor y en algunos casos, por ejemplo en los
bancos, estuvo ausente. Significativa diferencia con Argentina y
México, donde la inversión y la presencia de capitalistas extran-
jeros por la misma época es tan notoria.
En cuanto a la mano de obra, en el decenio de 1870 los gobier-
nos radicales intentaron promover la inmigración para acelerar
el desarrollo económico. Aprobaron leyes y se tomaron algunas
medidas concretas para conseguir el flujo de europeos a Colom-
bia. Aunque no tenían objeciones a inmigrantes de otros países,
lo cierto es que no llegaron. Más tarde, durante la Regeneración,
la intención fue la de atraer a grupos católicos. La Iglesia partici-
paba directamente en este programa. Aparte de las congregacio-
nes religiosas (salesianos, maristas, lasallistas) tampoco hubo
una inmigración cuantitativamente importante.
Una peculiaridad del desenvolvimiento económico colombia-
no es, sin duda, el haberse centrado prácticamente en el ahorro
nacional y muy poco o casi nada en la inversión extranjera. Esta
característica tiene que ver con el hecho de que el sector domi-
nante de la sociedad es el que se desdobla en capitalista indus-
trial en el siglo XX, luego de haber atravesado todo el siglo XIX en
un acoplamiento al comercio y la industria, combinado con el
control del Estado que le permitirá mantenerse en la cima del
poder económico y político. Lo que realiza en Europa occidental

5
Véanse Ospina (1955) capítulo III y Safford (1977) capítulo “Empresarios nacionales y ex-
tranjeros en Colombia”.

118 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


la nueva clase ascendente, venida de abajo, la burguesía, en
Colombia lo hace la capa alta tradicional que con el paso del
tiempo se acondiciona a su nuevo papel de burguesía moderna.
Por otra parte, éste era un estamento que se identificaba como
tal en todo el territorio nacional: “En las relaciones sociales, en
Bogotá, en Cartagena o en Popayán –dice Safford– los atributos
de clase siempre eran considerados mucho más importantes que
las identidades regionales. En todas partes de Colombia se iden-
tificaron [...] según su riqueza y, careciendo de ésta, su educa-
ción. El origen regional no importaba” (1977: 93). Bastaba tener
dinero para ser aceptado en los círculos que se movían en la cús-
pide de la sociedad. Actitud que se debía, según Safford, a que “la
sociedad colombiana del siglo XIX respetaba el poder del dinero,
todos los ricos ocupaban sus rangos más altos” (ibíd.: 95). En
distintos trabajos, este historiador muestra que son numerosos
los individuos que ascienden a la que llama la clase alta,6 en
razón de haber acumulado riquezas, en particular en el comer-
cio, o haberse constituido en terratenientes por la donación de
tierras baldías por el Estado. Lo que no disminuye la importancia
que tuvo la cooptación de individuos venidos de abajo, aquellos
que se destacaban por su competencia intelectual.
Ejemplo del ascenso por la vía del comercio es el de varios, sino
la mayoría, de los jefes radicales. Lo registra Charles Bergquist:
“Los patrones de vida de Aquileo Parra, Santiago Pérez, Salvador
Camacho Roldán –dice este historiador– eran notablemente simi-
lares a los de Samper [Miguel]. Todos tuvieron principios provin-
cianos modestos, una educación liberal, movilidad social a través
del éxito del comercio exportación-importación, vínculos y viajes
en los países del Atlántico” (1977: 143). De idéntica extracción social
son los líderes conservadores del mismo período: “Conservadores
de importancia, como Rufino Cuervo, Mariano Ospina y Pedro Justo
Berrío (entre otros) –precisa Safford en el ensayo que dedicó a la
formación de los partidos en Colombia– no eran de linaje particu-
larmente ‘aristocrático’, sus orígenes sociales eran similares a los
de la mayoría de los líderes liberales” (1977: 166).
Diversos economistas e historiadores han calificado la prime-
ra mitad del siglo XIX colombiano como un período de estanca-

6
Valga aclarar que para la época, por el desarrollo alcanzado, esos grupos altos dominantes
funcionaban más bien como estamentos.

Colombia 119
miento, el mismo que caracteriza a Argentina y México. No hubo
producción alguna notable y persistieron las cargas coloniales
sobre la tierra y el comercio. La exportación descansaba en el
oro, que no alcanzó niveles extraordinarios. Las haciendas pro-
ducían para el consumo interno. Luís Ospina hace el balance de
los años 1830-1845: “El adelanto –dice– no se traducía en au-
mento del comercio internacional: la producción agrícola para
mercados remotos, nacionales o extranjeros, era pequeña y rudi-
mentaria, tanto como en la Colonia, si no más”, el capital nacio-
nal “era muy pequeño” (1955: 188). William McGreevey coincide
con Ospina en la afirmación de que los propietarios de las ha-
ciendas en el interior no buscaban la expansión del comercio in-
ternacional y añade que esa élite terrateniente, “en general esta-
ba satisfecha con la posibilidad de los mercados urbanos para
los productos cultivados en sus tierras” (1975: 78).
El estancamiento cede en la segunda mitad del siglo XIX, y van a
gobernar los miembros del recién fundado Partido Liberal. Ellos
pertenecen a la misma tendencia que se observa en Argentina y
México, pero aquí el progreso se da a un ritmo más lento, acorde
con la escasa potencialidad de la economía y se desenvuelve den-
tro de un contexto político diferente. En Colombia los liberales ac-
tuaron a través de los dos partidos. En aquellos dos países consti-
tuyeron grupos sin partidos fuertes que los sustentaran y
dependientes en alto grado del ejército para su permanencia en el
poder. En Colombia la era liberal transcurre con la alternabilidad
de los dos partidos en el gobierno y se inicia en 1845 bajo la égida
de un presidente que había sido elegido como conservador, Tomás
Cipriano de Mosquera (1845-1849). Durante su gobierno se efec-
tuaron cambios sustanciales para la modernización del país como
la instauración del librecambio que habrá de caracterizar la políti-
ca económica de allí en adelante. El siguiente presidente, José
Hilario López (1849-1853), de la corriente que se mantuvo fiel a las
orientaciones de Santander, profundizó esos cambios, realizó otros
y abrió la compuerta a la hegemonía del partido liberal que dura
hasta 1880. Baste mencionar en relación con esa confluencia de
los dos partidos en los principios liberales, que miembros del Par-
tido Conservador contribuyeron a aprobar en el Congreso, en 1853,
una Constitución librecambista y de tendencia federal, dos asun-
tos que se consideran propios del Partido Liberal. Uno de los fun-

120 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


dadores del partido conservador, Mariano Ospina Rodríguez, era
librecambista y presidió un gobierno federal (1857-1860).
A mediados del siglo XX empieza el llamado “auge del tabaco”.
Mosquera había liberado su producción de los amarres del Estado y
entregado a la iniciativa privada su comercialización. El auge se
termina hacia 1875. En el marco de la débil economía colombiana
de entonces las exportaciones de tabaco causan un efecto favorable
para su fortalecimiento. Pero el impacto de su derrumbe es grande
y habrá que esperar más de dos décadas para poder reemplazarlo
con el café, un producto sin la fragilidad demostrada por su antece-
sor. Lo subraya McGreevey: “especialmente después de 1875 –dice
refiriéndose a la crisis del tabaco–, fue imposible para la economía
nacional continuar dependiendo de un sector exportador activo; en
vez, el país se vio sometido a una situación de estancamiento e ines-
tabilidad [...] La incapacidad del sector exportador de mantener su
rápido ritmo de expansión es el fenómeno que permite arrojar la
culpa sobre el comercio internacional” (ibíd.: 175).
Precisamente esa vinculación al mercado internacional es dé-
bil, como corresponde a la debilidad de la economía del país. Las
cifras de las exportaciones del tabaco son, sin duda, importantes
para Colombia (6 millones de pesos en su punto más alto) pero
no compiten junto a las de las exportaciones de Argentina y México.
Aun después de estabilizada la exportación del café, en 1913, la
dimensión de la economía colombiana frente a la de los otros dos
países es notoriamente pequeña, tal como puede verse en el si-
guiente cuadro:

Indicadores del grado de integración al mercado mundial


de los países latinoamericanos

Export. Inversiones Valor comercio Invers. Extr. Kms


extranjeras exterior ferroc. Kms ferrocarril
1913 1913-1914 per cápita per cáp. Per cápita
(A. L. = 100) (A. L. = 100) (A. L. = 1)
Mill. US$ Mill. US$ Import. Export. 1913 1893-5 1919-22
Argentina 510.3 2.143 294 343 306 382 286
México 148.0 1.949 47 47 131 106 120
Colombia 33.2 37 40 34 8 15 20

Fuente: Ocampo (1984: 53). En el cuadro original figuran todos los países latinoamericanos.
Se tomaron los tres que interesaban al presente estudio.

Colombia 121
Las cifras transcritas son elocuentes: sólo en un indicador, el
del valor del comercio exterior per cápita, el dato de Colombia se
acerca al de México y llama la atención lo extraordinariamente
baja de la inversión extranjera per cápita, en sí misma y en com-
paración con Argentina y México.
José Antonio Ocampo hace el análisis histórico del proceso
exportador colombiano: “Sobre la base de una economía con un
nivel de exportaciones por habitante sumamente bajo –anota al
respecto–, y un claro consenso de la élite en torno a la necesidad
de una mayor integración económica con el exterior, el crecimiento
de las exportaciones colombianas en el siglo XIX fue verdadera-
mente desalentador. Solamente en las décadas del cincuenta,
setenta y noventa se logró un aumento significativo en las expor-
taciones reales per cápita [...] Más aún, un análisis detallado de
los ciclos de las exportaciones indica que los períodos de dina-
mismo se pueden reducir a sólo veinte años durante todo el siglo,
y que los años de expansión fueron en su mayoría períodos de
precios externos excepcionales para los principales productos. A
comienzos del siglo XX, las exportaciones reales per cápita eran
apenas un 36% superiores a las de fines de la Colonia y [...] Co-
lombia seguía siendo uno de los países latinoamericanos con un
nivel más bajo de apertura externa” (1984: 48).
El autor complementa la información anterior con un cuadro
sobre la importancia relativa de las economías latinoamericanas
según su grado de integración a la economía mundial para el mis-
mo año de 1913. Utiliza tres indicadores: porcentaje de exporta-
ciones, porcentaje de inversión extranjera y porcentaje de kilóme-
tros de ferrocarril, para tres grados de integración: muy alto, alto,
medio y bajo. Argentina se halla en el grado muy alto, México en el
alto y Colombia en el medio y bajo, colocada en el penúltimo lugar
en el orden de los países. En definitiva, como lo dice el autor, “Co-
lombia se destaca en ambos cuadros por el bajísimo grado de inte-
gración al mercado mundial y supera sólo a Haití desde el punto
de vista de los tres índices señalados” (ibíd.: 52).
En relación con los datos de Argentina y México cabe observar
que a pesar del alto grado de crecimiento que acompaña a sus
exportaciones, sus economías no dieron el salto hacia la indus-
trialización. Es lo que señala McGreevey cuando al analizar las
exportaciones en el caso colombiano se refiere al vínculo causal
entre ellas y la economía interna en América Latina. Según su

122 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


punto de vista: “Entre 1850 y 1930 hubo en Latinoamérica casos
espectaculares de crecimiento dirigido por un sector exportador
en expansión; pero, virtualmente en todos los casos, esa expan-
sión no logró transformar la economía interna” (op. cit.: 5). En
los capítulos de Argentina y México se examinaron las razones
que pueden explicar este fenómeno en los dos países.

Mestizaje y nacionalidad
En Colombia predominó, desde la época colonial, el mestizaje.
El porcentaje de población indígena fue pequeño y mucho más
pequeño el de la población negra: “Al finalizar el siglo XVIII, con-
forme al censo de 1778, en una población que se acercaba a un
millón de habitantes, el Nuevo Reino de Granada tenía, en cifras
aproximadas pero muy cercanas a la realidad, una población blan-
ca y mestiza que podría estimarse en 80%, junto a un 15% de
indígenas y un 5% de población negra” (Jaramillo, 1977: 141-
142). Por otra parte, la cantidad de indios fue cada vez menor: “al
terminar la época colonial sólo quedaban en el país algunos pe-
queños enclaves de población indígena como el representado por
el grupo Páez-guambiano en las cercanías de Popayán [cuya po-
blación ascenderá hoy a unos 30.000 indígenas, por lo demás
fuertemente aculturizados] o el grupo Aruaco de los Kogi en la
Sierra Nevada de Santa Marta, con unos 2.000 miembros aproxi-
madamente” (ibíd.: 142).
Muy pronto se sustituyeron las culturas nativas por la españo-
la. La lengua chibcha, la más extendida en el territorio, había des-
aparecido ya a comienzos del siglo XVII y la religión católica había
reemplazado las religiones tribales. Si se añade a lo anterior la
ausencia de inmigración, es notorio que el mestizaje va unido a
una religión y un idioma que dan lugar a un alto grado de homoge-
neidad de la población, que convierte al mestizo en un importante
canal de nivelación social. El proceso de mestizaje, observa
Jaramillo Uribe, fue por excelencia el factor dinámico y diferenciador
para la conformación de la sociedad estratificada. Sin el mestizaje
la estructura hubiese sido más rígida. Se definieron así dos fuer-
zas sociales: la del grupo criollo y la de los mestizos, estos últimos
en irreprimible proceso de ascenso social.
Analizando el repunte demográfico sucedido en el país entre
1750 y 1850, Jorge Orlando Melo muestra cómo “el impacto del
mestizaje sobre el proceso demográfico y colonizador, y particu-

Colombia 123
larmente [...] la recuperación demográfica se dio entre la pobla-
ción definida legalmente como mestiza o blanca...” (1992: 27).
Del seguimiento que hace a los grupos sociales, Melo concluye
que “la historia del poblamiento en el siglo XVIII es la historia de la
expansión de la frontera, que es también la historia de la expan-
sión del mestizaje” (ibíd.:28-29). Pero, subraya que el sentido del
proceso de transformación cultural muestra que “el indio va des-
apareciendo, se lo llevan las epidemias y los trabajos, y los mes-
tizos son los que van quedando y los que empiezan a conformar
una cultura mestiza y cristiana” (ibíd.:61).
Melo relieva la particularidad del proceso del mestizaje colom-
biano en el marco hispanoamericano: “Aunque no hay que olvi-
dar que existen áreas donde el mestizaje es menor y donde los
indígenas conservan parte importante de su cultura (sobre todo
en el Cauca y en el Alto Magdalena), este mestizaje avanzado es
la más notable de las peculiaridades culturales de la Nueva Gra-
nada: en otras regiones de América como México, Perú o Guate-
mala, los grupos principales mantuvieron su idioma hasta el si-
glo XIX o XX, y la división de la sociedad en las dos repúblicas, la
de los indios y la de los blancos, se mantuvo hasta épocas mucho
más recientes” (ibíd.:75).
El predominio del mestizaje constituye uno de los aspectos pe-
culiares del proceso histórico colombiano. Al punto que, como afir-
ma Melo, determina la cultura del país como una cultura mestiza,
diferenciada regionalmente. Se sustituyen las culturas indígenas
por la cultura española y se conforma “una cultura mestiza,
dominantemente española, que es relativamente igual en todo el
territorio de la Colombia actual, pero que adquiere modalidades
propias en las regiones de la Costa, en Antioquia, en el sur de
Colombia y en Boyacá. Es una cultura nacional que se apoya en
los textos escritos, en la medida en que los grupos dirigentes cul-
turales –el clero, los burócratas, los abogados– tienen una cultura
libre, basada en el impreso o manuscrito” (ibíd.:76).
Es del caso destacar que los primeros esbozos de nacionalidad
que se registran en el último tercio del siglo XVIII y la primera
década del siglo XIX se expresan ya bajo el tácito reconocimiento
de una homogeneidad cultural a la cual probablemente no es
ajena la influencia del mestizaje. Es factible comprobarlo en la
producción escrita de los jóvenes criollos de esos años, la mayo-
ría de ellos formados en la práctica científica de la Expedición

124 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


Botánica e influidos por las ideas avanzadas de su director, José
Celestino Mutis. Descubren, a través de las investigaciones que
adelantan sobre su entorno natural y social, lo que podría ser la
base de una identidad nacional posible: “El primer estudio de un
pueblo naciente –dice uno de ellos– es el de conocerse a sí mis-
mo, comprender la naturaleza del suelo en donde va a multipli-
carse, perfeccionar sus minas, su industria, su comercio y su
agricultura, abrir los caminos para aproximar los lugares, ade-
lantar las artes de primera necesidad con preferencia a las de
lujo, etc.” (Restrepo, 1942: 227).
En el siglo XIX aparece la palabra nación utilizada como sinóni-
mo de Estado y la palabra nacional sirviendo de denominación a
las coaliciones coyunturales de sectores de los partidos liberal y
conservador. Los liberales se pronuncian contra el pasado, repu-
diando la herencia española, que ven prolongada en la Iglesia
católica. Una muestra entre muchas de esa actitud es la de un
diputado radical que se opone a que el Estado devuelva un semi-
nario a la Iglesia: “Como liberal que soy –dice– considero la in-
cautación del seminario como una conquista que arrebata ese
baluarte al fanatismo y priva de un medio poderoso de propagan-
da a los eternos enemigos del progreso” (en Varios autores, 1984:
127). Es una manera de pensar idéntica a la de los liberales de
Argentina y México: la herencia española es un obstáculo para la
realización de la nueva sociedad de ciudadanos que se empeñan
en construir por medio de la educación. En el polo opuesto están
los que, por el contrario, reclaman el derecho de la Iglesia católi-
ca a dar sustento ideológico a las instituciones colombianas en
razón del derecho divino que le asiste y por ser ella la portadora de
la nacionalidad. Son por supuesto un pequeño grupo de intelec-
tuales que participan en política, cuyas ideas tan sólo tendrán
posibilidad de influir en el Estado con la Regeneración, por medio
de Miguel Antonio Caro, precisamente quien había persistido, casi
solitario, en una posición que liga la religión con la nacionalidad.
En efecto, en los comienzos de su actividad política, hizo público el
principio básico de su ideología: “El catolicismo –escribió en 1871–
es la religión de Colombia, no sólo porque los colombianos la pro-
fesan, sino por ser una religión benemérita de la patria y elemento
histórico de la nacionalidad y también porque no puede ser susti-
tuida por otra” (en Varios autores, 1986: 93).

Colombia 125
La homogeneidad que brinda el mestizaje, como pudiera creer-
se, no fue un elemento de unidad nacional, en parte debido a las
condiciones de atraso del país y el aislamiento de las regiones, y
en parte porque tempranamente se produjo la división de la po-
blación en dos mitades, liberales y conservadores, que se convir-
tieron en comunidades enfrentadas por motivos de odio y ven-
ganza, constituyéndose el bipartidismo en la gran barrera para el
desenvolvimiento de una conciencia nacional.

Bipartidismo y sistema electoral


Helen Delpar inicia su libro sobre el bipartidismo colombiano
con el siguiente comentario: “En 1979 Colombia era el único país
de América Latina cuyo sistema político estaba dominado por dos
partidos políticos –el liberal y el conservador, asociados a los co-
lores rojo y azul, respectivamente– que podían rastrear sus oríge-
nes hasta la mitad del siglo XIX. En otras partes, partidos nacidos
en esa época han desaparecido, como en el Brasil, o han quedado
reducidos a la insignificancia, como parece ser el caso de Uru-
guay” (1994: XXXI).
La perduración del bipartidismo señalada por la historiadora
norteamericana, va unida a la continuidad del sistema electoral
y a la alternabilidad de los gobiernos elegidos por voto popular,
dos formas institucionales cuya consolidación dependió precisa-
mente de la acción permanente de los dos partidos y de la persis-
tencia del sistema bipartidista. Como todo partido político, el li-
beralismo y el conservatismo se mueven en la esfera del poder y
se alternan en él por motivos inherentes a su propia dinámica,
por cuanto buscan realizar programas y obtener prebendas y
honores para sus jefes y seguidores. Para Weber sólo pueden existir
partidos dentro de comunidades que poseen un ordenamiento
racional y un “aparato” personal dispuesto a realizarlo (ed. cit.:
693). Estas condiciones se cumplen en el caso colombiano: el
Estado impone su vigencia mediante leyes con las cuales los par-
tidos pueden cumplir su función propia. Después de 1850 se
observa el desarrollo de los partidos liberal y conservador en con-
sonancia con un orden legal que se mantiene estable.
Por la misma época surgen los primeros partidos modernos
en Inglaterra y Estados Unidos en la forma de bipartidismo. En
uno y otro país sucede igual que en Colombia: sus antecedentes
se pueden rastrear hasta mediados del siglo XIX. De ahí que la

126 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


autora de la cita anteriormente transcrita arriesgue la hipótesis
de que “es probable [...] que la subsistencia de una forma de de-
mocracia en Colombia en el siglo XX pueda atribuirse, cuando
menos en parte, a la evolución del sistema bipartidista del siglo
XIX” (ibíd.: XXXVI).
El partido liberal y el partido conservador se delinearon entre
1830 y 1840. Las dos tendencias, originadas en Santander y Bolí-
var en la década anterior, se resuelven por esos años en la división
de la primera en liberales moderados, que se alinderan con los
“bolivianos”, definiendo el núcleo básico del partido conservador, y
los que se mantienen en la tendencia ideológica original defendida
por Santander, que constituirán el partido liberal.7 Su fundación
se protocoliza hacia 1849, cuando se publican los principios
doctrinarios de uno y otro partido. Sin embargo, los identifica un
mismo fundamento filosófico liberal. Los distinguen matices acer-
ca del centralismo y el federalismo, el proteccionismo y el libre-
cambio, que desatan, es cierto, serios enfrentamientos, pero que
son transitorios y no alcanzan a separar nítidamente a los dos
partidos en términos ideológicos, por cuanto en ambos existen
partidarios de las dos posiciones antagónicas. La única división
clara, profunda y perdurable es la que se deriva de la estrecha
relación entre la Iglesia católica y el Partido Conservador. El clero
no actuó autónomamente frente al poder político, realizando alian-
zas coyunturales con partidos afines a su causa, como pasó en
Argentina y México, sino que participó de manera consistente, desde
el momento de su nacimiento, al lado del Partido Conservador.
Los partidos políticos en la acepción weberiana son una em-
presa de “interesados”: un pequeño grupo de personas “intere-
sadas en la participación en el poder político se crean, me-
diante reclutamiento libre, un séquito, se presentan ellas
mismas o sus patrocinados como candidatos electorales, re-
únen dinero y salen en busca de votos” (ed. cit.: 1081). En la
primera etapa de esos partidos en Inglaterra, los notables de la
sociedad inglesa formaron las primeras asociaciones políticas,
los partidos de honoratiores, que se cohesionarán a través de
los parlamentarios, responsables de la elaboración de sus pro-
gramas y de su continuidad. Ese tipo de partidos fueron el li-
beral y el conservador colombiano en el siglo XIX. Los notables
7
Este proceso lo describe en detalle Safford (1977), véase “Aspectos sociales de la política en
la Nueva Granada. 1825-1850”.

Colombia 127
de las regiones llegaron a la capital elegidos al Congreso y allí
tejieron los hilos de sus partidos mediante la identificación de
intereses y el acuerdo en los objetivos de su acción política. En
sus primeras décadas de funcionamiento decidían entre ellos
sus candidatos y luego hacían la propaganda entre los votan-
tes.8 El resultado, al llegar al gobierno, era el de llenar los car-
gos del Estado con los miembros de su séquito, desplazando a
los del otro partido que los detentaban, desencadenando así una
pugnacidad extremada, que se convertía en una lucha por la
subsistencia, en la medida en que de esos cargos dependía la
vida de las familias de los implicados en el juego por el poder.9
Se trataba de una sociedad preindustrial en la que casi no había
estructuras ocupacionales alternativas a las de la burocracia es-
tatal. Este hecho y el alineamiento de la Iglesia católica con el
partido conservador radicalizaron el enfrentamiento, llevando al
seno familiar la socialización derivada de la acción de los parti-
dos. Allí se convirtió en sentimientos de odio y de rechazo al opo-
sitor que cortaba el sustento y que acababa con la vida de los
padres, hermanos o hijos en las guerras civiles.
Alberto Lleras, jefe destacado del partido liberal, dos veces pre-
sidente de Colombia y perteneciente a un familia incrustada en
la alta política desde el siglo XIX, describe, en los años 1950, ese
fenómeno subjetivo nacido de circunstancias de las que fue vícti-
ma su propia familia:

La influencia de las grandes pasiones y de los sangrientos suce-


sos del siglo pasado fue de tal manera determinante y violenta, que
todo el país, sin una sola excepción, no solamente los ciudadanos
aptos para la guerra, sino las mujeres y los niños, tomaron bandera
con sombrío carácter irrevocable. Los castigos y las venganzas, el
saco de las villas provincianas realizadas por las tropas de uno y otro
bando, la admiración por un jefe militar determinado, y aún los mis-
mos odios de familia, son el combustible predilecto de nuestros par-
tidos, en la centuria anterior, en cuanto se desciende de la esfera en

8
La caracterización de los dos partidos como partidos de honoratiores la sustenté histórica-
mente en Pérez (1989).
9
“Todas las luchas de partido –anota Weber– son, no sólo luchas por objetivos materiales,
sino también ante todo por el patrocinio de los cargos [...] La relegación en su participación
en los cargos la resienten los partidos más gravemente que la actuación contra sus objetivos
materiales” (ed. cit.: 1079).

128 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


que pugnan por trazar un destino a la nación los intelectuales y filó-
sofos, con la audaz trasplantación de experimentos políticos extran-
jeros. Vive aun la generación que alcanzó a sentir en su carne las
heridas de esos combates y, desde luego, las siguientes nacieron y se
educaron en un ambiente poblado de recuerdos bárbaros y heroicos.
Los partidos se transforman posteriormente en su estructura supe-
rior, pero permanecen inmutables en la base, y desde allí se sigue
luchando con la aspereza y el rigor de tiempos y circunstancias des-
aparecidos. La acción estimulante de los programas no llega hasta
allí, sino envuelta en los antiguos sentimientos, que despiertan una
emoción casi mística (s.f.: 32-33).

El bipartidismo contó, por una parte, con ese antagonismo de


los “hermanos enemigos” y, por otra, se sustentó en un mismo
grupo social y en los lazos de parentesco de sus dirigentes, sepa-
rados por los motivos anteriormente expuestos y por contradic-
ción de intereses (en situaciones coyunturales), y divergencias
ideológicas, la mayor entre ellas, la posición frente a la Iglesia
católica que, como se comentó más arriba, se integró a una de las
dos alas del bipartidismo. En ambos partidos se definieron tem-
pranamente, desde mediados del siglo XIX, dos tendencias, una
moderada y la otra extrema, que han operado como un mecanis-
mo de sobrevivencia, ya que en momentos de crisis los modera-
dos logran superarlas accediendo al poder mediante la coalición
liberal-conservadora. Estas coaliciones han sido una constante
hasta el presente.10
La élite bipartidista controló el poder y mantuvo la vigencia del
Estado de derecho en la medida en que todas las acciones políti-
cas, legales o insurreccionales, tuvieron lugar bajo el amparo de
los dos partidos. La conciencia de ese control del poder la expre-
sa, a su manera, Alberto Lleras, desde su perspectiva de jefe libe-
ral, encomiando la labor histórica del bipartidismo, que no obs-
tante sus enfrentamientos armados, realizó, según él, la unidad
nacional: “Entre nosotros son [...] [los dos partidos] por su histo-
ria, la contribución más preciosa a la unidad patria, aún en el
10
En Pérez (1989: 9) intenté una explicación de esta dualidad partiendo de la idea de que el
“bipartidismo se constituyó en el siglo pasado como la unidad de dos estructuras antagónicas
pero complementarias: una, la de los partidos doctrinarios, proyección “vertical” de dos partidos
opuestos, diferenciados y, en apariencia irreconciliables; otra, la de la coalición republicana
forma de compromiso “horizontal”, de liberales y conservadores, para el ejercicio del poder”.

Colombia 129
instante de sus extravíos supremos, la guerra civil. Cuando la
Nación estaba a punto de disolverse, azotada por un regionalis-
mo autonomista que la geografía abrupta alentaba y casi impo-
nía, los dos partidos con sus luchas, establecieron el único con-
tacto que por mucho tiempo existió de una a otra frontera entre
los colombianos, y nuestros propios caudillos revolucionarios ela-
boraron, con sus rutas complejas, perseguidos o vencidos, el re-
cio tejido nacional indestructible” (op. cit.: 31). Se confunde aquí
la “unidad patria”, la unidad de los nacionales en cuanto colom-
bianos, con la unidad de la élite bipartidista en el control del
poder. El enfrentamiento armado entre liberales y conservadores
de mediados del siglo XX demuestra a las claras que el bipartidismo
portaba el germen del odio sectario y de división irreconciliable
en la base popular, que hubiese podido destruir las bases
institucionales del Estado a no ser por la efectividad del meca-
nismo de las coaliciones.
Colombia se caracteriza por haber tenido un calendario elec-
toral muy profuso, prácticamente “el país vivía en permanente
estado de agitación política” (Posada, 1995: 5). Según David
Bushnell y Malcolm Deas, uno de los calendarios electorales más
intensos del mundo occidental. Posada Carbó considera que la
competencia electoral fue posiblemente más intensa en Colom-
bia que en Chile y Brasil y que “el largo y casi ininterrumpido
calendario electoral colombiano desde 1830 no tuvo paralelo en
la Argentina” y destaca que “en 1930 cuando casi todos los regí-
menes latinoamericanos fueron desplazados por la fuerza, el go-
bierno conservador en Colombia aceptó la derrota en las urnas y
entregó el poder a la oposición liberal” (ibíd.: 25).
Por su parte, Bushnell pone de presente “que es por medio de
elecciones que tradicionalmente se ha llevado a cabo aquí el rele-
vo de gobernantes” (1975: 28). En efecto, en el siglo XIX todos los
presidentes fueron elegidos de acuerdo con las normas legales y
gobernaron los años previstos en éstas. Sólo hubo tres interrup-
ciones: los gobiernos autoritarios de Bolívar y Urdaneta (1828-
1831) el de Mosquera (1860-1863) y el golpe de Estado del gene-
ral Melo (abril a diciembre de 1854). Al revisar los antecedentes
históricos del proceso electoral, Bushnell señala que la Constitu-
ción de 1853 fue la primera en otorgar el derecho de sufragio al
varón adulto en Colombia y en América Latina. La siguiente fue la
de Argentina del mismo año. En su concepto, a pesar de no haber

130 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


sido del todo democrático “el proceso electoral [...] parece que sí
alcanzó un grado relativo de regularidad formal, constitucional”
(ibíd.: 31). Y concluye que “el estilo político que ha sido y para bien
o mal todavía es característico de Colombia no puede apreciarse
sin tomar en cuenta el aspecto electoral” (ibíd.: 36-37).
Bushnell realizó un análisis detenido de la participación elec-
toral en 1856, año con alguna relevancia, por cuanto en la Cons-
titución de 1853 se aprobó el sufragio universal masculino en la
Nueva Granada y la provisión de todos los altos cargos por voto
popular directo. Sistema que se mantuvo en la Constitución de
1858 (Bushnell, 1999: 252). Debido a la expedición de estas nor-
mas, “en la Nueva Granada, durante este período, casi siempre
hubo alguna campaña electoral en curso [...] la única elección
presidencial del siglo XIX realizada a través del sufragio universal
masculino y bajo condiciones de relativa normalidad fue la de
1856, en la que el candidato conservador Mariano Ospina
Rodríguez fue elegido por una votación popular de 97.407 votos
contra 80.170 votos del liberal Manuel Murillo Toro y 33.038 del
general Tomás Cipriano de Mosquera, este último como candida-
to de un improvisado Partido Nacional que contaba con elemen-
tos de los dos partidos tradicionales” (ibíd.: 253).
La tasa de participación para toda la Nueva Granada fue aproxi-
madamente del 40%. En 1851 el censo dio una población total de
2’243.054 habitantes.
Dice Bushnell que la tasa de participación se fue en picada en
el período de 1861 a 1885 debido a que volvieron las restriccio-
nes al sufragio y porque hubo desaliento debido a la manipula-
ción electoral a gran escala. Con base en lo anterior dice que se
“puede postular la hipótesis de que la experiencia de la década de
1850 –marcada por la ampliación del sufragio, frecuentes cam-
pañas y la ausencia de irregularidades electorales de tal tamaño
que pudiera quitarle significado al proceso– jugó un importante
papel en el desarrollo del sistema de partidos” (ibíd.: 262).11

El camino hacia la centralización. Rafael Núñez


No es por azar que el hombre que realiza la unidad nacional
en Colombia sea un abogado y en Argentina y México, jefes mili-
11
El presidente de 1855-1857, Manuel María Mallarino, también fue elegido por sufragio
universal masculino, aunque técnicamente era sólo vicepresidente, encargado de completar
el período de José María Obando.

Colombia 131
tares. En estos dos últimos países sin el respaldo armado era
imposible para Roca y Díaz llegar a la presidencia. Como se vio
en los capítulos respectivos, a Roca no le bastó vencer en las
elecciones, le fue necesario vencer también en el campo de bata-
lla a las tropas bonaerenses; para Díaz, la oportunidad electoral
ya había pasado y su posibilidad de acceder al poder dependía de
la fuerza, llevando a cabo el levantamiento armado, el último del
siglo XIX, con el consabido “Plan”, ahora el de Tuxtepec, que justi-
ficaba la insurgencia de los caudillos mexicanos contra el gobier-
no de turno. Núñez, en cambio, no tuvo problemas para acceder
a la presidencia. Luego de una primera derrota electoral en 1875,
triunfó en 1880 en su segunda postulación. Elegido de nuevo en
1884, cuando gana la guerra que le declaran los radicales en 1885,
aprovecha la coyuntura para decretar la muerte de la Constitu-
ción de 1863 y sancionar la nueva Constitución de 1886, que
consagra la centralización y la unidad nacional. Será reelegido
en 1886 y en 1892.
Rafael Núñez (1823-1894), como Roca, nace en una familia
patricia de provincia sin medios de fortuna. Estudia derecho en
Cartagena, su ciudad natal, y a los pocos años de graduado, en
1852, está en Bogotá, en el Congreso, representando a Panamá.
En la capital encuentra a un grupo de jóvenes intelectuales de su
misma edad agitando ideas progresistas que han tomado de la
literatura política francesa y de la revolución de 1848. Liberales y
al mismo tiempo socialistas estos jóvenes, llamados “gólgotas”,
son el antecedente del liberalismo radical que gobernará
hegemónicamente al país entre 1863 y 1880. Militante del parti-
do liberal, Núñez no se incorpora plenamente a ese grupo en tan-
to mantiene buenas relaciones con el que se le opone, los libera-
les “draconianos”. Incluso actuará como mediador entre ellos.
Discute en el Congreso la iniciativa del ala radical de establecer
el federalismo en Colombia, asegurando que su implantación lle-
vará a la anarquía y la dictadura: “En la situación presente de
nuestra sociedad –dijo Núñez en esa ocasión– la consecuencia
lógica de la federación sería, primero el desorden, luego la anar-
quía, y últimamente, la dictadura de un Rosas, de un Carrera, o
de un Paredes” (en Liévano, 1944: 67).
Ya desde entonces el futuro Regenerador vislumbra un modelo
de Estado que será objeto de sus meditaciones en los largos años
de exilio, observando de cerca la política inglesa y leyendo a los

132 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


autores que le proporcionarán el fundamento filosófico a dicho
modelo. De que poseía notables condiciones de dirigente político
es claro indicador el hecho de que el joven provinciano, recién lle-
gado a la capital y al Congreso, se proyecte de inmediato como
líder y sea acogido por los jefes veteranos, incluido el presidente
elegido en 1853, José María Obando, quien lo nombra ministro en
ese año. Dos veces más ocupará el cargo de ministro, en 1854 y
1862. En esta última oportunidad firma la desamortización de bie-
nes de manos muertas, sin importarle las excomuniones de la Igle-
sia. Después de 1863 vivirá en Europa, como cónsul en El Havre y
en Liverpool. Regresa al país en 1875 y vuelve a la política. Como
ya se dijo, en 1880 es elegido por primera vez a la presidencia y
empieza el ciclo de transformación del Estado.
Poeta, periodista, pensador social, abogado, Núñez es una ex-
presión cabal del dirigente político colombiano. Pero a esas ca-
racterísticas une la habilidad del político frío, cerebral, que pro-
grama su estrategia hacia el poder sobre la base de un diagnóstico
realista de la sociedad colombiana y de la encrucijada en que
ésta se encuentra, seguro de poseer la llave que permitirá abrir el
camino hacia la Colombia moderna. También como Roca y Díaz
tiene de zorro y de león. Sus más enconados opositores lo recono-
cen y se lo enrostran como un estigma. Juan de Dios Uribe (El
“indio” Uribe), famoso panfletario radical que sufrió el exilio a
causa de Núñez, lo llama “taimado y cobarde zorro”, “un zorro
disfrazado con piel de león”; según su apreciación, “en aquel con-
tinente rudo y jesuítico, no puede leerse más que una cosa: la
astucia”; es “impasible” y “frío”12 y “suave como una tela de seda,
pero como una tela de seda que se amolda a todas las situacio-
nes”; lo califica de dictador y lo compara con los típicos dictado-
res hispanoamericanos (Escobar, 1964: 216-217). En 1888 Uribe
denunciaba el autoritarismo de Núñez a propósito del cierre de
periódicos y el destierro de dirigentes radicales y periodistas. Un
año antes, el director de El Espectador, Fidel Cano, protesta por
el cierre de su periódico afirmando que “el poder absoluto creado
hoy por la Regeneración decide sobre los derechos de los llama-
dos ciudadanos de Colombia” (en Carrera, 2004: 51). Es decir,
que la concentración del poder en la persona de Núñez es la mis-
ma que se observa en Roca y Díaz. Y puede afirmarse que sin
12
Al respecto de estos rasgos psicológicos debe anotarse que sus enemigos lo había bautiza-
do como “el tirano esfinge”.

Colombia 133
esas cualidades maquiavélicas y su capacidad de ver más lejos
que los demás, no hubiese podido en tan corto plazo, entre 1875
y 1880, ponerse a la cabeza de la política nacional, derrotar en
las urnas al poderoso Olimpo Radical y en 1886 fundar el Estado
nacional.
Igual que aquellos dos gobernantes y con procedimientos muy
semejantes a los de Porfirio Díaz, Núñez sacó del juego a los jefes
regionales que representaban una rémora para la unidad del
Estado: “[...] con astucia e inteligencia –dice Camilo de Brigard
Silva– había logrado desposeer de feudos a poderosos caudillos,
que no se resignaban fácilmente a la pérdida de ellos, ni a depen-
der del poder central. A Payán, quien dominaba el Cauca, lo hizo
elegir vicepresidente de la República; el general Daniel Aldana,
quien conspiraba en Cundinamarca, quedó eliminado, porque
dicho Estado fue transformado en Distrito Federal [...]; al general
Wilches, prestigioso jefe de Santander, quiso alejarlo Núñez de
su feudo ofreciéndole primero la Legación en Caracas y luego la
de Roma, que éste no aceptó; pero su influencia quedó disminui-
da cuando el gobierno nombró a don Antonio Roldán jefe civil y
militar de ese Estado. Un incidente con el periódico americano
Star and Herald que se publicaba en Panamá, le permitió igual-
mente deshacerse del general Santodomingo Vila, quien ejercía
las funciones de gobernador de ese Estado, que había sido trans-
formado en Distrito Nacional” (citado por Mesa, 1980: 93).
Habría que anotar, eso sí, que el objetivo de transformar el
Estado lo logró también, como Roca, venciendo a sus opositores
en el campo de batalla. Núñez se hallaba en su segunda presi-
dencia cuando los radicales se lanzaron a la guerra. En ese mo-
mento, 1885, contó con el apoyo de los nacionalistas. Sus nuevos
aliados le organizaron tropas adicionales y con ese refuerzo dio
buena cuenta de sus enemigos. Aprovechó la coyuntura del triunfo
para declarar caducada la Constitución de 1863, que los radica-
les habían imposibilitado de cambiar por la vía parlamentaria.
Convocó una Asamblea Constituyente que se encargó de redac-
tar la nueva Constitución, llevando al articulado legal las direc-
trices doctrinarias del Regenerador.
Las formas patrimoniales son acentuadas en el caso colom-
biano. Núñez gobernaba con un círculo de amigos pertenecientes
a su partido liberal independiente y con miembros de su familia.
Su esposa, Soledad Román, en particular, tenía gran influencia

134 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


en sus decisiones y a veces tomaba su lugar, como sucedió cuan-
do Núñez asumió la dirección de las acciones del gobierno contra
el levantamiento armado de los radicales en 1885. Situación se-
mejante era la de Miguel Antonio Caro, presidente de 1894 a 1898,
sobre cuyo entorno familiar basta anotar que su cuñado Carlos
Holguín, dirigente del partido nacionalista ejerció la presidencia
de 1888 a 1892 y el hermano de éste, Jorge, quien fue encargado
de la presidencia en 1909, estaba emparentado con los Arboleda,
parientes a su vez de los Mosquera, y su hijo se casó con una hija
de Rafael Reyes, presidente de 1904 a 1909. Por otra parte, los
Holguín eran nietos de Manuel M. Mallarino, presidente de 1854
a 1857.
Estas redes familiares no se reducen a los dos dirigentes de la
Regeneración. Más bien fueron lo característico de las élites go-
bernantes colombianas. En efecto, después de 1830 y hasta la
década de 1860, las familias de la región del Cauca estuvieron en
el eje del poder. Cuatro hermanos Mosquera: Joaquín, presiden-

Milicias de la Nueva Granada, 1856.

Colombia 135
te en 1830, Tomás, presidente cuatro veces, José María, diplo-
mático, Manuel José, arzobispo; José María Obando, presidente
en 1832 y en 1853, familiar de los anteriores; Julio y Sergio Arbo-
leda, los ya mencionados sobrinos de los Mosquera, jefes políti-
cos connotados del partido conservador; el yerno de Tomás, Pe-
dro Alcántara Herrán, presidente de 1841 a 1845; además José
Hilario López, presidente de 1849 a 1853, miembro de la élite
caucana. Otros parientes de los Mosquera, como Lino de Pombo,
tuvieron papel importante en la política de esos años. También
existían lazos familiares en el grupo de liberales radicales que
gobernaron entre 1864 y 1878. En un momento dado, en el direc-
torio del Partido Liberal de cinco miembros, cuatro tenían víncu-
los de parentesco con un importante dirigente del mismo.

1880-1910: El Estado nacional


El soporte de la acción de Núñez fue entonces, en la práctica,
una coalición bipartidista, los liberales independientes y el sec-
tor “nacionalista” del partido conservador agrupados en el Parti-
do Nacional. Característica de este tipo de coaliciones liberal-con-
servadoras, que se repiten a lo largo de los siglos XIX y XX, fue su
fragilidad, ya que se basaban en pactos que una vez cumplido el
objetivo que las hizo posibles, se marchitaban muy pronto.13 En
este caso desapareció el sector liberal del Partido Nacional y el
poder quedó en manos del sector nacionalista, bajo la dirección
de Miguel Antonio Caro. La muerte de Núñez en 1894 dejó el
campo libre a sus aliados del otro partido, que si bien compartían
las premisas centralizadoras acentuaron el autoritarismo y de-
fendieron la unidad nacional mediante la represión.
Después de pruebas desastrosas, como la guerra civil de tres
años (1899-1902) y la separación de Panamá (1903), vuelve el
verdadero espíritu de la Regeneración con Rafael Reyes, elegido
presidente para el período 1904-1910. Militante del Partido Con-
servador, se había iniciado en la política cuando Núñez le solicita
su apoyo para combatir a los radicales en la guerra civil de 1885.
Improvisa un ejército y derrota la fuerte oposición armada de los
panameños. A partir de allí se proyecta como un importante diri-
gente. Participa en la elecciones presidenciales de 1898 sin éxito
13
La única coalición bipartidista que se mantuvo por un buen número de años fue la del Frente
Nacional de 1958, porque se le puso amarre constitucional y se convirtió en norma legal duran-
te 16 años. Mediante ella los dos partidos se repartieron el poder por partes iguales.

136 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


y logra ser elegido en su segunda postulación en 1904. Sus ideas
se inscriben en la línea trazada por Núñez: Estado fuerte, unidad
nacional, desarrollo industrial. La consolidación del Estado la
realizará de modo autoritario, con la divisa de más administra-
ción y menos política, tomada de Porfirio Díaz, luego de una visi-
ta a México, e idéntica a la de Roca. Hombre de visión empresa-
rial, sienta las bases de la industrialización del país. Desde el
primer año de su mandato hubo de enfrentarse a la oposición de
una fracción mayoritaria del partido conservador que le bloqueó
en el Congreso sus iniciativas de cambio. Ante la perspectiva de
paralización de su gobierno Reyes no dudó en cerrarlo y susti-
tuirlo por una Asamblea Constituyente. En la historiografía co-
lombiana se conoce su gobierno como una dictadura, lo que es
cierto si se atiende al hecho de la ruptura del orden jurídico y el
régimen personal implantado, pero en cuanto al modo como go-
bernó, no se diferencia en nada del que pusieron en práctica Roca
y Núñez. Como ellos, él encarnaba una necesidad histórica de
centralización del poder y de transformaciones estructurales en
el sentido capitalista que no disponían de cauce institucional para
su realización. De una forma distinta, la influencia de Núñez en
Colombia, prolongada con el gobierno de Rafael Reyes, cubre idén-
tico período que el de Roca y Díaz.
Rafael Núñez tenía una idea clara de la estructura del Estado
nacional, en sus dimensiones modernas. En los ya lejanos días
de los comienzos de su carrera política descubrió una de las cla-
ves del mismo al rechazar el federalismo: la centralización del
poder. Según lo planteaba entonces, la organización federal pro-
puesta por los radicales, no la federación en sí misma, exitosa en
los países avanzados, anulaba este factor indispensable para el
adecuado funcionamiento del Estado y conducía irremediable-
mente a la anarquía. En su crítica del federalismo colombiano
decía Núñez en 1885 que “en el funesto anhelo de desorganiza-
ción que se apoderó de nuestros espíritus, avanzamos hasta divi-
dir lo que es necesariamente indivisible; y además de la frontera
exterior, creamos nuestras fronteras internas, con nueve códigos
especiales, nueve costosas jerarquías burocráticas, nueve ejérci-
tos, nueve agitaciones de todo género, casi remitentes. En Suiza,
en los Estado Unidos se ha marchado continuamente de la dis-
persión a la unidad. En Colombia hemos, a la inversa, marchado
de la unidad a la dispersión” (en Pombo y Guerra, 1951:187-188).14

Colombia 137
De ahí que considere que “reemplazar la anarquía por el orden
es, en síntesis estricta, lo que de nosotros se promete la repúbli-
ca” (ibíd.: 191).
En Europa, estudiando casos de formación del Estado nacio-
nal, como el de la Alemania bismarckiana, Núñez comprendió el
papel decisivo que juega el ejército en la constitución y perma-
nencia de ese Estado. En el mismo documento citado anterior-
mente –el mensaje a los constituyentes encargados de elaborar la
nueva Constitución en 1885– sostiene “la necesidad de mante-
ner, durante algún tiempo, un fuerte ejército, que sirva de apoyo
material a la aclimatación de la paz” (ibíd.: 189). Comprendió
además, el antiguo ministro expropiador de los bienes de la Igle-
sia, el papel de la religión para la unidad del pueblo: “La toleran-
cia religiosa –dice en ese documento que servirá de médula a la
Constitución del 86– no excluye el reconocimiento del hecho evi-
dente del predominio de las creencias católicas en el pueblo co-
lombiano. Toda acción del Gobierno que pretenda contradecir este
hecho elemental, encallará necesariamente, como ha encallado
en efecto, entre nosotros, y en todos los países de condiciones
semejantes” (ibíd.: 186); ésta la considera Núñez una de esas “rea-
lidades ineludibles” cuyo desconocimiento es causa de que no se
haya podido establecer el orden en Colombia. Antes había plan-
teado la necesidad de llamar “en auxilio de la cultura los senti-
mientos religiosos”, demostrando con ello que se ubica en el án-
gulo político, no en el de las creencias, para registrar objetivamente
el papel crucial de la religión para la unidad del pueblo, requisito
básico para el orden y la paz.
En la Constitución de 1886 se consagra la centralización del
poder. Se reemplazan los estados por departamentos, cuyos go-
bernadores serán nombrados por el presidente. Se instituye un
solo ejército nacional que respalda el monopolio de la fuerza por
el Estado y se abre el camino para la creación de un mercado
interno, frenado hasta entonces por las legislaciones de los esta-
dos de la Federación. El restablecimiento de los derechos de la
Iglesia católica garantiza la paz religiosa, alterada seriamente en
el período anterior, pero se hace otorgándole prerrogativas que le
dan al Estado un tinte teocrático. Marcada diferencia en este caso
con Argentina y México, en donde se instaura la separación de la
14
Nótese la semejanza con el planteamiento de Mazzini sobre la situación que antecede a la
unidad italiana, transcrito en la introducción.

138 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


Iglesia y el Estado y aquélla no disfruta de un poder político pro-
pio. En Colombia, ya se ha comentado en otra parte de este tra-
bajo, la Iglesia se alinea con el partido conservador.
Las imperfecciones del Estado nacional fundado por la Rege-
neración son notorias. Y se explican por el lento desarrollo del
país, por su aislamiento (recuérdese su precaria vinculación a la
economía mundial y su escasa inmigración) y su carácter predo-
minantemente rural. A finales del siglo XIX no podía hablarse aún
de la unidad de mercado y subsistían fuertes rasgos de
patrimonialismo. Los dirigentes del Estado manejaban “los asun-
tos nacionales como los de un señorío precapitalista [...] la in-
mersión en la vida campesina del país campesino como que les
hubiera impedido la comprensión, la sensación siquiera de las
corrientes nuevas que conformaban el mundo contemporáneo”
(Mesa, 1980: 88). Y a principios del siglo XX la situación de atraso
era la misma que la de veinte años atrás: “los arados y talleres de
Colombia –dice Darío Mesa– eran [...] indicio de que nos hallába-
mos lejos de dominar los procesos naturales y signo de que no se
vivía socialmente en el tejido complejo de la ciudad. La electrifi-
cación había empezado, pero alrededor del ochenta por ciento de
los tres millones de colombianos vivía en el campo, en regiones
económicamente separadas, con una sicología predominantemen-
te regional” (ibíd.: 90). Situación ésta propicia para la persisten-
cia de caudillos y caciques que en un territorio todavía fragmen-
tado, fueron “una necesidad social y la expresión política de las
circunstancias materiales y estatales del país” (ibíd.). Salta a la
vista que lo logrado por Núñez en el momento de la centralización
era tan sólo el primer paso en un proceso que habrá de cubrir
muchos años del siglo XX. Etapa clave en ese proceso fue la del
gobierno de Rafael Reyes. Con él empieza el Estado moderno en
Colombia.
Estas imperfecciones han dado lugar a interpretaciones dis-
tintas sobre el carácter del Estado nacional fundado en 1886.
Uno de los especialistas en el período, Darío Bustamente, distan-
ciándose de quienes disminuyen los alcances de la organización
estatal de la Regeneración afirma: “yo sigo creyendo que Núñez
estableció algunas de las bases más importantes para la forma-
ción de un Estado Nacional Colombiano, con toda la precariedad
que éste ha tenido siempre en el país; y claramente aumentó la
capacidad de acción del Estado, al punto en que no sólo facilita-

Colombia 139
ría la existencia de un Estado intervencionista como normalmente
se usa este concepto, sino también que haría más factible la adop-
ción de un modelo librecambista más realista”. Bustamante cree
que “La historia colombiana del siglo XX ha vivido bajo el signo del
proyecto político de la Regeneración” (1983: 121-123).
Tampoco podía contarse en esos años con un ejército profesio-
nal, si lo normal eran los ejércitos de partido. El que existía en
1885 era un ejército liberal y para enfrentar el levantamiento ar-
mado de los radicales se contó con el apoyo de un ejército con-
servador. Núñez sostenía que el gobierno debía ponerle especial
cuidado al ejército y que debía expedirse una “nueva ley de re-
compensas estrictamente proporcionadas sin mezcla de favor, a
los merecimientos bien comprobados de cada uno, así como se
estila en todas las naciones en que se ha querido hacer de la
milicia no instrumento abyecto de abuso sino profesión honora-
ble”. Sin embargo, como anota Patricia Pinzón de Lewin, en la
época de la Regeneración el ejército estaba dirigido por generales
conservadores, por lo tanto “faltaba mucho para llegar a una fuerza
pública verdaderamente nacional que dejara atrás las formacio-
nes o ejércitos de un régimen” (1994: 48). Respecto a la policía
puede decirse lo mismo. El Cuerpo de Gendarmería, creado en
1888, se reorganizó bajo las órdenes de un policía francés, traído
para ese efecto, pero muy pronto se politizó: “Según la ‘Orden
General del Cuerpo’, un documento de instrucciones elaborado
el 20 de diciembre de 1892, quienes no fueran leales a la ‘causa
política que representa el gobierno’, debían ‘renunciar al puesto
para no poner a la Dirección en el penoso caso de separarlos del
servicio’” (en Atehortúa y Vélez, 1994: 37). La profesionalización
será una de las realizaciones de Reyes, quien crea la Escuela
militar y la Escuela naval durante su gobierno y trae misiones
chilenas para iniciar la formación de los oficiales.
El esquema general de Núñez suponía el desarrollo de la in-
dustria, pero a finales del siglo XX se carecía de capitales y de la
infraestructura vial y de comunicaciones indispensables para ci-
mentar un proceso de industrialización. Apenas entonces, como
parte de tal proyecto, se inicia un plan de construcción de ferro-
carriles, que por la falta de recursos económicos y la particulari-
dad de la topografía avanza lentamente. El país dependía de las
divisas que proporcionaba la exportación del café, que había cre-
cido notablemente en los últimos años (la exportación había pa-

140 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


sado de 34.393 bultos en 1855 a 383.207 en 1899), pero todavía
no producía la acumulación suficiente para financiar obras cos-
tosas como éstas, que debieron contar con inversión extranjera.
Sin embargo, esa acumulación será la que permitirá más tarde el
desarrollo de la industria.
Cabe señalar, no obstante, que la capacidad de maniobra de
los dirigentes de la Regeneración se veía reducida, pues no repre-
sentaban a los estamentos que controlaban la riqueza del país.
Lo cierto es que “a diferencia de los gobiernos radicales que los
precedieron, no tenían el apoyo de las poderosas clases de los
comerciantes exportadores-importadores y de los banqueros [...]
el régimen de papel moneda lesionaba a los comerciantes
exportadores-importadores y a los dueños del capital líquido, y
fueron ellos a través de los viejos voceros radicales del partido
liberal, y una ala disidente de reciente formación del partido con-
servador, los que se convirtieron en los críticos y opositores abier-
tos a la regeneración durante los primeros años de su existencia”
(Bergquist, 1977: 136).
Como puede verse por los análisis presentados hasta aquí, en
una primera fase del período de creación del Estado nacional
(1880-1904) prevaleció la economía basada en la gran propiedad
terrateniente y la actividad comercial era muy débil.15 Luego, en
la segunda fase, durante el gobierno de Rafael Reyes (1904-1909),
sin que haya sufrido ningún cambio la estructura de dominación
patrimonial, se inicia el desarrollo de la industria, con la protec-
ción del Estado y gracias al considerable crecimiento de la expor-
tación de café. Factor crucial en esta segunda fase para el acon-
dicionamiento de la misma minoría económica y política a las
exigencias del capitalismo fue el control que los dos grandes par-
tidos mantuvieron a lo largo del siglo XIX sobre la sociedad colom-
biana. El arraigo del bipartidismo y de las instituciones civiles se
convirtió en formidable coraza para la hegemonía de la élite
bipartidista que monopolizó el poder durante todo el siglo. El
mestizaje, la pobreza del país y de su clase propietaria, la apertu-

15
Hasta 1881, por ejemplo, se adjudicaron 1’301.122 hectáreas de tierras baldías. Entre esas
adjudicaciones se otorgaron 627.523 hectáreas a cambio de títulos de concesiones y bonos
territoriales, 359.831 por documentos de deuda pública, 152.650 por concesiones especiales,
114.440 en auxilios por apertura de caminos y la construcción del canal de Panamá y 6.066
a cultivadores (Memoria del Secretario de Hacienda para el Congreso de 1882: LXXXIX, en:
Varios autores, 1989: 110).

Colombia 141
ra de ésta hacia otros sectores sociales y la tradición civilista,
fueron también elementos sustantivos en el desarrollo de ese pro-
ceso.

142 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


143

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