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La Biblia considera también a la familia como la sede de la catequesis de los hijos.

Eso brilla en la
descripción de la celebración pascual (cf. Ex 12,26-27; Dt 6,20-25), y luego fue explicitado en la haggadah
judía, o sea, en la narración dialógica que acompaña el rito de la cena pascual.
Los padres tienen el deber de cumplir con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los sabios
bíblicos (cf. Pr 3,11-12; 6,20- 22; 13,1; 22,15; 23,13-14; 29,17). Los hijos están llamados a acoger y practicar
el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20,12), donde el verbo «honrar» indica el cumplimiento
de los compromisos familiares y sociales en su plenitud, sin descuidarlos con excusas religiosas (cf. Mc 7,11-
13). En efecto, «el que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros» (Si
3,3-4).Ante cada familia se presenta el icono de la familia de Nazaret, con su cotidianeidad hecha de
cansancios y hasta de pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes,
experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias de prófugos desechados e inermes.
Como los magos, las familias son invitadas a contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo (cf. Mt
2,11). Como María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos familiares, tristes y
entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las maravillas de Dios (cf. Lc 2,19.51). En el tesoro del
corazón de María están también todos los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva
cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a interpretarlos para reconocer en la historia familiar el mensaje de
Dios.Los cristianos no podemos renunciar a proponer el matrimonio con el fin de no contradecir la
sensibilidad actual, para estar a la moda, o por sentimientos de inferioridad frente al descalabro moral y
humano. Estaríamos privando al mundo de los valores que podemos y debemos aportar. Es verdad que no
tiene sentido quedarnos en una denuncia retórica de los males actuales, como si con eso pudiéramos cambiar
algo. Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza de la autoridad. Nos cabe un esfuerzo más
responsable y generoso, que consiste en presentar las razones y las motivaciones para optar por el matrimonio
y la familia, de manera que las personas estén mejor dispuestas a responder a la gracia que Dios les
ofrece.Debemos agradecer que la mayor parte de la gente valora las relaciones familiares que quieren
permanecer en el tiempo y que aseguran el respeto al otro. Por eso, se aprecia que la Iglesia ofrezca espacios
de acompañamiento y asesoramiento sobre cuestiones relacionadas con el crecimiento del amor, la superación
de los conflictos o la educación de los hijos. Muchos estiman la fuerza de la gracia que experimentan en la
Reconciliación sacramental y en la Eucaristía, que les permite sobrellevar los desafíos del matrimonio y la
familia. En algunos países, especialmente en distintas partes de África, el secularismo no ha logrado debilitar
algunos valores tradicionales, y en cada matrimonio se produce una fuerte unión entre dos familias ampliadas,
donde todavía se conserva un sistema bien definido de gestión de conflictos y dificultades. En el mundo
actual también se aprecia el testimonio de los matrimonios que no sólo han perdurado en el tiempo, sino que
siguen sosteniendo un proyecto común y conservan el afecto. Esto abre la puerta a una pastoral positiva,
acogedora, que posibilita una profundización gradual de las exigencias del Evangelio.
Nadie puede pensar que debilitar a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo que
favorece a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración de las personas, el cultivo de los valores
comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y de los pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la
unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un
compromiso estable y por hacer posible la fecundidad. Debemos reconocer la gran variedad de situaciones
familiares que pueden brindar cierta estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo,
por ejemplo, no pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión precaria o cerrada a la
comunicación de la vida nos asegura el futuro de la sociedad. Pero ¿quiénes se ocupan hoy de fortalecer los
matrimonios, de ayudarles a superar los riesgos que los amenazan, de acompañarlos en su rol educativo, de
estimular la estabilidad de la unión conyugal .Otro desafío surge de diversas formas de una ideología,
genéricamente llamada gender, que «niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta
presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta
ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una
intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer. La identidad
humana viene determinada por una opción individualista, que también cambia con el tiempo». Es inquietante
que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a ciertas aspiraciones a veces comprensibles,
procuren imponerse como un pensamiento único que determine incluso la educación de los ninos. No hay que
ignorar que «el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural del sexo (gender), se pueden distinguir pero no
separar». Por otra parte, «la revolución biotecnológica en el campo de la procreación humana ha introducido
la posibilidad de manipular el acto generativo, convirtiéndolo en independiente de la relación sexual entre
hombre y mujer. De este modo, la vida humana, así como la paternidad y la maternidad, se han convertido en
realidades componibles y descomponibles, sujetas principalmente a los deseos de los individuos o de las
parejas». Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra cosa es aceptar
ideologías que pretenden partir en dos los aspectos inseparables de la realidad. No caigamos en el pecado de
pretender sustituir al Creador. Somos creaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser
recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso significa ante
todo aceptarla y respetarla como ha sido creada.La encarnación del Verbo en una familia humana, en Nazaret,
conmueve con su novedad la historia del mundo. Necesitamos sumergirnos en el misterio del nacimiento de
Jesús, en el sí de María al anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en el sí de José,
que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María; en la fiesta de los pastores junto al pesebre, en la
adoración de los Magos; en fuga a Egipto, en la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado,
perseguido y humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la alegría que acompaña el nacimiento de Juan
el Bautista, en la promesa cumplida para Simeón y Ana en el templo, en la admiración de los doctores de la
ley escuchando la sabiduría de Jesús adolescente. Y luego, penetrar en los treinta largos años donde Jesús se
ganaba el pan trabajando con sus manos, susurrando la oración y la tradición creyente de su pueblo y
educándose en la fe de sus padres, hasta hacerla fructificar en el misterio del Reino. Este es el misterio de la
Navidad y el secreto de Nazaret, lleno de perfume a familia. Es el misterio que tanto fascinó a Francisco de
Asís, a Teresa del Niño Jesús y a Carlos de Foucauld, del cual beben también las familias cristianas para
renovar su esperanza y su alegría.

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