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ALFRED EINSTEIN

Mozart
Prólogo de Fernando
Argent
aESPASA & ÓRBITAS
Título original: Mozart: His Character, His

Work Traducción: Hugo Grünbaum

© 1945 by Oxford University Press, Inc. ©


Prólogo: Fernando Argenta, 2006 ©
Espasa Calpe, S. A., 2006
This translation of Mozart: His Character,
His Work, originally published in
English in 1945, is published by
arrangement with Oxford University
Press, Inc. / La traducción de Mozart,
originalmente publicada en inglés en
1945, se publica con el consentimiento
de Oxford University Press, Inc.
Diseño de la colección y cubierta: Estudio
Joaquín Gallego Imagen de portada:
AISA, Archivo Iconográfico

Depósito legal: M. 12.564-2006 ISBN: 84-


676-2115-2
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Editorial Espasa Calpe, S.
A. Vía de las Dos Castillas,
33. Complejo Ática -
Edificio 4 28224 Pozuelo
de Alarcón (Madrid
)«... nosotros en Alemania
tenemos un gusto más bien
prolijo; pero, en verdad, mejor es
ser breve y bueno.»
Mozart a su padre, 11 de
septiembre de 177
8
Í
N
D
I
C
E
PRÓLOGO de Fernando
Argenta.............................................................................................
11
1. E
L
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MBR
E

I. El viajero..................................................................................
17
II. El ciudadano y el genio .......................................................
40
III. Mozart y el «eterno
femenino» ....................................................................................
80
IV. Catolicismo y
francmasonería............................................................................
96
V. Patriotismo y cultura ............................................................
106

2. E
L

SIC
O

VI. Su universalidad ..................................................................


123
VII. Mozart y el contrapunto......................................................
166
VIII. Las tonalidades de
Mozart..............................................................................................
179

3. SU
OBRA
INSTRU
MENTAL
IX. Consideraciones
preliminares ................................................................................
187
X. Música de cámara para
cuerdas..........................................................................................
189
A I. I K i: D L I N
STEIN
XI. «Divertimento»,
casación, serenata .......................................................................
218
XII. La sinfonía...........................................................................
239
XIII. El piano...............................................................................
260
XIV. Música de cámara con
piano .............................................................................................
275
XV. La síntesis: el concierto
para piano ....................................................
312
4.
PRODUC
CIÓN
VOCAL

XVI. Música eclesiástica .............................................................


343
XVII. Aria y canto.........................................................................
382
XVIII. Prosodia..............................................................................
404

5.
LA
ÓP
ER
A
XIX. Mozart y la ópera ...............................................................
411
XX. Ópera bufa............................................................................
440
XXI. La ópera tudesca ................................................................
475
C
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49
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G
O
La verdad es que no
recuerdo la primera vez que
me impactó la música de
Mozart. Sin embargo sí puedo
recordar cuándo me conmo-
cionaron otras músicas de
otros autores. ¿Y eso por qué?
Pues muy posiblemente
porque la música de Mozart
estuvo tan presente desde que
yo era muy pequeño, que crecí
con ella como si fuese parte de
mi entorno.
Para mí, como para otras
personas, Mozart es «la
Música». Y eso es algo que se
ha dicho en varias ocasiones, y
con fundamento, porque su
música es algo tan natural, tan
llena de lógica, algo aparente-
mente tan sencillo y lleno de
tanta belleza, que cuando la
escuchas por primera vez te
parece haberla escuchado ya
antes.
Puede que Mozart lo único
que hiciera es recoger la
música que no escuchamos los
demás mortales, la que está en
la naturaleza, en el éter, y
dentro de nosotros mismos, y
filtrarla a través de su innata
sabiduría y de sus
conocimientos adquiridos de
una manera increíble, para
plasmarla en un papel
pautado. Eso es una
explicación, algo tonta, lo
reconozco, que se me ocurre
dar a lo inexplicable. A otros se
les ha ocurrido lo del toque
sobrenatural, la inspiración
divina, etcétera; o sea, que
nada más nacer, Dios le tocó a
él en el hombro y le dijo: «Tú
eres el elegido para hablar por
mí con la música, para expresar
con la música lo que yo
siento».
Porque... ¿qué es el genio?
Esa es una pregunta que
todavía el ser humano no está
en condiciones de contestar, y
Mozart es el prototipo de
«genio», es el genio por
antonomasia. Ha habido otros
genios, como Beethoven, a los
que les ha costado bastante
parir sus obras, dándoles
vueltas y vueltas, haciendo y
rehaciendo bocetos hasta que-
darse más o menos conformes
con el resultado. Mozart, no.
Mozart parece como si hubiera
escrito al dictado, ni tocaba ni
cambiaba lo que había escrito,
su música ya estaba dentro de
él antes de materializarla sobre
un papel, le brotaba a
borbotones. Sólo así se explica
que algunas de sus obras,
conciertos, sinfonías, etcétera,
las compusiera en tres o cuatro
días, o que una breve pero
gran obra maestra como el Ave
Verum la escribiera en tan sólo
un par de horas.
Pero todo eso, toda esa
facilidad no nos debe hacer
pensar que detrás de las obras
de Mozart no haya trabajo ni
esfuerzo. El propio Mozart,
ante el comentario de un
colega sobre su facilidad para
tocar el piano, contestó: «Yo
también he tenido que trabajar
mucho para tener ahora esta
facilidad». Y desde luego,
cuando te viene la inspiración,
te tiene que pillar trabajando.
Sí, Mozart fue un genio y tuvo
una facilidad asombrosa para
la música, pero vivió por y
para ella, y por supuesto
trabajó lo suyo. Lo increíble es
que tuviera tiempo para di-
vertirse y para hacer tantas
cosas como hizo.
Hoy en día, gracias a la
cantidad de correspondencia
habida entre él, su familia, y
alguno de sus amigos, y
gracias a los documentos de la
época, de sus contemporáneos,
y a la investigación enorme so-
bre su persona y su vida,
sabemos mucho sobre Mozart,
incluso más que muchos de los
que vivieron relativamente
cerca de él. Sabemos mucho
hasta casi sobre la verdadera
causa de su muerte. Pero lo
que seguimos sin saber es el
porqué de su genialidad, cuál
fue realmente el motor de toda
esa ingente cantidad de
maravillosa música, una
música de aparente sencillez
pero que encierra dentro
mucha complejidad, mucho
espíritu. Quizá por eso se llegó
a decir que interpretarla es
fácil para un principiante, pero
difícil para un maestro. Porque
tocarla no es tan difícil,
¡aaaah!, pero darle todo su
sentido, hacerla transparente,
respirar con ella, darle la
profundidad que requiere en
algunos momentos sin perder
el estilo, y todo eso hacerlo
fluir dejando la sensación de
facilidad, para ponerte los
pelos del cogote de punta...
¡eso es ya otra cosa!
A lo mejor, por todo ello, a
un chaval, sin resultarle
desagradable su música, no es
capaz de llegar a sentir con ella
como un adulto, y ya si tienes
la suficiente sensibilidad y eres
tan mayor como yo, te puedes
derretir. Entonces es cuando
puedes sacarle más partido y
disfrutar como un loco
escuchándola.
Otro misterio: han existido
miles y miles de malos
músicos, pero también miles y
miles de buenos músicos cuyas
obras se han quedado ancladas
en su tiempo. Ahora las
escuchas y te dices: «Está bien
esta música». Pero nada más.
Otras las oyes y sólo puedes
experimentar un montón de
sensaciones y sentimientos
escuchándolas, sentimientos
de toda naturaleza que te
llenan, te retuercen por dentro
y te hacen sentirte vivo. Ésas
son las obras de un genio,
obras que han trascendido a su
momento, quedando
suspendidas, flotando en el
tiempo, tocando las fibras más
sensibles de los hombres de
cualquier época.
¿Qué pasa cuando te
pones ante el David de Miguel
Ángel? ¿Qué les pasará a los
seres humanos dentro de mil o
dos mil años contemplando
esa escultura viva? Lo mismo
que a nosotros. ¿Qué les pasará
a los seres inteligentes que
puedan escuchar la música de
Mozart dentro de cinco mil, de
diez mil años? Lo mismo que a
nosotros. Pero si su música es
intemporal, él fue un hombre
de su tiempo, interesado por lo
que ocurría en su mundo y
participando de su época, con
sus inquietudes, sus complejos,
su orgullo, sus desasosiegos,
su criterio del valor, de la
justicia, las ansias de libertad,
igualdad y fraternidad para
todos los seres humanos, que
le llevó a la masonería, su
lucha por no depender de los
caprichos de los poderosos,
cosa que le costó cara.
Además, siendo un
supergenio, tuvo un carácter
tremendamente humano y
poco acomodaticio. Le
gustaban las señoras a rabiar,
divertirse como al primero,
vivir bien y, a poder ser, con
lujo. Era chistoso y bromista, y
consciente de su superioridad
sobre los demás músicos de su
entorno y, por su orgullo,
incapaz de disimularlo, lo que
le supuso tener bastantes
enemigos. Era una persona con
una cultura no desdeñable y
dominio de varios idiomas, un
punto envidioso de los
privilegiados. En fin, una
persona con sus virtudes y sus
defectos, defectos que su padre
Leopold le contó a la baronesa
Waldstádten en una carta:

Es demasiado
pasivo y somnoliento,
demasiado indolente y
despreocupado, aunque
a veces también
demasiado orgulloso; y
no sé cómo podréis
conciliar esto porque
todas estas cosas le
quitan actividad o le
hacen impaciente y no le
dejan esperar. En él
reinan dos tendencias
opuestas: demasiado o
demasiado poco, nunca
en el medio. En cuanto
no le falta de nada ya
está contento, y se
vuelve indolente y
perezoso. ¿Debería
obrar de otra manera?
Es impaciente y quiere
conseguir la felicidad en
el acto. Para él no hay
ningún obstáculo, y las
personas más inteli-
gentes, los más
extraordinarios genios
son aquellos cuyo ca-
mino presenta más
dificultades.

Leopold le debía conocer


bien, pero viendo lo que
trabajó, el partido que le sacó a
sus pocos años de vida, parece
raro que Mozart fuera
«demasiado indolente». Claro
que, efectivamente, a lo mejor
le forzaron sus necesidades y
querer llevar el tren de vida
que llevó.
No es cierto que su música
no tuviera éxito en su época, ni
que Mozart no fuera conocido
y apreciado. Sí lo es que hubo
públicos que le apreciaron más
que otros, como pasó en Praga
en comparación con Viena, y
no digamos ya con París,
donde no le hicieron mucho
caso. Tampoco es cierto que no
ganara dinero. No ganó lo
suficiente para vivir como
quería vivir y eso le hizo
contraer deudas. Su música no
sólo fue relativamente
apreciada por sus contemporá-
neos, sino también después, y
todavía más que en su tiempo,
sobre todo por los grandes
músicos, aunque el
romanticismo llegó como una
apisonadora y aplastó en cierta
medida, para el gran público,
las músicas anteriores,
pasándolas además por el
tamiz de su óptica. De esa
manera o la desconocían o la
romantizaban, o la veían de
manera distorsionada, de
modo que no le podían dar su
verdadero valor.
Así, la música de Mozart,
por ejemplo, fue considerada
durante mucho tiempo como
la música galante: bonita,
elegante, graciosa y algo
superficial. Eso hasta entrado
el siglo XX, cuando algunos
personajes dieron un toque de
atención, como Mahler, que
teniendo en su mismo
programa la Sinfonía n° 40 de
Mozart y la Séptima de Beetho-
ven, le dedicó dos ensayos a la
Séptima y cinco a la 40.
Eso fue un toque de
atención, allí había gato
encerrado. Aquello hizo pensar
a más de uno que Mozart era
algo más profundo de lo que se
pensaba. Poco a poco Mozart
fue creciendo durante el siglo
XX y alcanzando la estatura del
gigante que hoy tiene y que se
merece. Por eso el oír su
música cada vez atrae a más
gente; por eso el intentar
descifrar el misterio del genio a
través del conocimiento de su
vida cada vez interesa a más
personas que se pueden
sorprender al encontrarse con
un ser tan humano, e incluso,
algunas veces, aparentemente
tan vulgar, de cuyo cerebro,
por no decir alma, salió una
belleza tan sobrehumana.
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Un gran hombre como
Mozart es, como todos los
grandes hombres, un
paradigma y ejemplar más alto
de esa extraña especie de seres
vivientes que, en general, se
pueden llamar amalgama de
cuerpo y espíritu, de animal y
Dios. Mientras más grande es
el ejemplar y más de
manifiesto se pone esta
dualidad, más patente es la
lucha entre las dos fuerzas
contrarias, más espléndida es
la conciliación entre ellas y más
brillante la armonía, la
resolución de la disonancia en
el acorde.
Lo divino en Mozart es tan
puro, que toda una época ha
podido verlo tan sólo a la luz
de una idealidad falsa. Si no
supiéramos nada de su vida, se
nos aparecería tal vez como
una personalidad semimí- tica,
como Shakespeare; y los
conciertos para piano, las
cuatro grandes sinfonías, el
Don Giovanni y La flauta mágica
podrían considerarse
productos de una fuerza
creadora semianónima, al igual
que los dramas del poeta de
Stratford-on-Avon. Aunque se
pudiera explicarlos con cierta
razón, «históricamente», como
aquéllos, se elevaría, sin
embargo, por encima de todo
lo histórico, en una
inexplicable eternidad del arte.
Mozart, como artista,
como músico, no parece ser
ningún «espíritu de este
mundo». Repetimos: su obra
parecía poseer, en cierta época
del siglo XIX, la romántica, una
perfección tan pura, tan insu-
perable en la forma, tan
«divina», que el más exigente
crítico de aquella época pudo
llamarlo «genio de la luz y del
amor en la música», sin
encontrar objeciones. De esta
opinión fue también Richard
Wagner, como asimismo los
adversarios del arte de éste,
por ejemplo, Robert
Schumann, que calificó la
sinfonía en sol menor de Mozart
como una obra de «alada
gracia helénica», o el biógrafo
de Mozart, Otto Jahn, que
ignoraba, en parte
inconscientemente, en parte
intencionalmente, todas las
profundas disonancias en la
vida y la obra de Mozart.
Intencionalmente, sí, pues, a
diferencia de Wagner y
Schumann, conocía Jahn las
cartas de Mozart. Este
epistolario revela a Mozart
como «hombre de este
mundo», y su personalidad ín-
tima, ingenua e infantil,
humana, ¡demasiado humana!,
de modo que nadie ha osado
publicar la colección completa,
por lo menos en Alemania, y
que su viuda u otras personas
bien intencionadas han muti-
lado las cartas de la última
época de su vida, haciéndolas
ilegibles en gran parte.
Merced a estas cartas, las
más vivas, más veraces, menos
alteradas, que jamás escribió
un músico, conocemos al
hombre Mozart. Para nosotros
quedan envueltos en
impenetrables tinieblas
muchos días, muchos meses, e
incluso algunos años de su
breve vida, tal como los
vividos en Salzburgo en 1775 y
1776, o los que transcurrieron
entre su retorno de París y la
composición de Idomeneo,
como asimismo el año 1789,
pasado en Viena; en cambio,
sabemos mucho sobre otros
días, meses y años de su vida,
más íntimamente que sobre la
vida de otros grandes músicos
del siglo XVIII y hasta de los
siglos XIX y XX. Lo sabemos con
tanta exactitud, que a veces el
retrato del hombre no parece
concordar con nuestra
concepción del compositor. En
realidad, empero, hay en ello
una unidad magnífica. El joven
que escribió las meditadas
cartas a su hermana o las
indecentes esquelas a la
primitiva, se divirtió también
mucho con los «cánones» de
textos inconvenientes para los
salones; el compositor de la
Broma musical poseía un do-
minio excepcional de la teoría
del arte, a la que quiso revestir
de una forma literaria; el gran
dramático es también un
observador de la naturaleza
humana, terriblemente agudo,
despiadado, cruel; su música
habla de ciertos secretos del
corazón de los que tanto el
hombre como el artista tenían
conciencia.
Es verdad que Mozart, en
cierto modo, era sólo un
huésped en esta tierra. Esto es
válido en el sentido más
elevado, más espiritual —y se
hablará continuamente de ello
en el presente libro—, y vale
también en el sentido común,
puramente humano. Mozart,
como personalidad, no se
sentía del todo cómodo en
ningún lugar; ni en Salzburgo,
donde había nacido, ni en
Viena, donde murió. Y entre
esas dos moradas, Salzburgo y
Viena, hizo viajes a los cuatro
puntos cardinales, viajes que
llenan gran parte de su
existencia. Emprender un viaje
no significaba nunca, para
Mozart, tomar una decisión
importante y, por el contrario,
el retorno a la vida sedentaria
despertaba su pesar y le
parecía una coacción.
«Mi corazón está
completamente encantado con
todos estos placeres, porque
este viaje es tan alegre, porque
la temperatura en el coche es
tibia y porque nuestro cochero
es un muchacho despierto que
cuando la carretera le da la
más leve posibilidad, hace
correr a sus caballos a todo
galope», escribe a su casa
desde una de las primeras
paradas del coche de posta
(Wdrgl, 13 de diciembre de
1769), en su primer viaje a
Italia. ¡Cómo envidia al joven
Gyrowetz, que en 1786 se pone
en viaje para Italia! «¡Qué
afortunado es usted! ¡Ah, qué
feliz sería yo si pudiera
acompañarle!» Es el año a
finales del cual siente
vehemente deseo de volver a
Inglaterra; en que propone a su
anciano padre «cuidar de sus
dos hijos», lo que el padre
rechaza enérgicamente. El hijo
mayor .de Mozart había
muerto ya en 1783, durante la
estancia veraniega de éste en
Salzburgo, sin que los padres
lo supieran; y se puede
sospechar que los otros dos
también hubieran per-
manecido bajo la tutela del
abuelo un tiempo mayor de lo
que éste hubiera deseado.
Pues, ¿qué significaban los
niños para Mozart cuando se
trataba de viajar? Podían
morirse, ¡lo que importaba era
su obra! La actividad creadora
de Mozart no se interrumpe
durante los viajes, sino que és-
tos la estimulan. Y cuando no
puede ya viajar como quiere,
según ocurre en los últimos
diez años, transfiere su
domicilio —que nunca es un
domicilio estable— de un
departamento a otro, del
centro a los suburbios y, de
vuelta, de los suburbios a la
ciudad. Ni siquiera Beethoven
se mudó tantas veces; y conste
que Beethoven se mudaba, por
lo regular, por motivos bien
fundados. En Mozart, en
cambio, contribuye a ello un
impulso interior, el de llegar a
un nuevo ambiente, para sacar
de él nuevas inspiraciones.
Acepta los inconvenientes de
la mudanza, pues le sustituyen
los de la diligencia.
Mozart empezó temprano
a viajar. El día 12 de enero, su
padre lleva al muchacho, que
todavía no tenía seis años de
edad, a la corte del príncipe
elector de Munich, y hasta el
año 1773 todos sus viajes están
dirigidos por su padre.
Debemos ocuparnos de ese
padre, pues para comprender
al viajero Mozart debemos
estudiar también su
genealogía.
Leopold Mozart es
conocido por la posteridad
sólo como padre de su hijo. Sin
su parentesco con Wolfgang
Amadeus, su nombre no
tendría mayor importancia que
el de centenares de otros
buenos músicos del siglo
XVIII, que alcanzaron su
modesto objetivo en una u otra
de las numerosas cortes
principescas —seculares y
eclesiásticas— de la Alemania
meridional; Leopold no vio
realizada la mayor de sus
aspiraciones: nunca fue
nombrado primer maestro de
capilla.
Sin embargo, Leopold es
padre de su hijo; él
comprendió su tarea como
padre de un genio tal, y nunca
jamás el hijo habría llegado a
su carácter y a su grandeza sin
este padre, obedeciéndole o
aun resistiéndosele. Leopold
está en la órbita luminosa de
su hijo, sin el cual se hallaría
en la oscuridad. Pero aquí está;
no siempre simpático del todo,
a veces muy problemático, en
la luz y en la sombra, pero ro-
tundo y plástico. Y si no fue su
talento, fueron, en cambio, su
ambición y su voluntad las que
le elevaron considerablemente
por encima de sus
contemporáneos. No era un
mero «musicante». Su
testamento literario, es decir,
su Método de violín le asegura,
en todo caso, un modesto lugar
en la historia de la música
instrumental. Leopold Mozart
será conocido siempre —
aunque no existiera su hijo
inmortal— como el autor de
una Tentativa de una escuela
fundamental de violín, escrita al
mismo tiempo que engendraba
a Wolfgang Amadeus.
Leopold escribió, además,
una pequeña autobiografía
cuando su hijito tenía un año
de edad, para la revista
«Contribución Histórico-
crítica a la comprensión de la
música», editada por F. W.
Marpurg, en la que figura una
«noticia sobre el estado actual
de la música de Su Alteza el
Príncipe Arzobispo de
Salzburgo en 1757». Contiene
un extracto de la vida y la obra
de ese varón, de treinta y ocho
años de edad, y dice así:

El señor Leopold
Mozart, de la ciudad
imperial de Augsburgo, es
violinista y director de
orquesta. Compone música
eclesiástica y de cámara.
Nació el 14 de noviembre
de 1719 y entró, poco
después de haberse recibido
en filosofía y
jurisprudencia, en 1743, al
servicio de Su Alteza el
Príncipe. Hízose conocer
en todas las formas de la
composición, aunque
nunca ha impreso música y
sólo en 1740 ha grabado
personalmente en cobre 6
sonatas a 3, con el objetivo
de ejercitarse en el arte del
grabado. En agosto de
1756 editó su Escuela de
violín. Son notables, entre
las composiciones
manuscritas del señor
Mozart, en primer lugar,
muchas obras de
contrapunto y otras de
carácter sacro; además
gran número de sinfonías,
en parte sólo para cuatro
instrumentos, en parte
para todos los que se usan
en general; además unas
treinta grandes serenatas
con «solos» para varios
instrumentos. Compuso
también muchos
conciertos, especialmente
para flauta, oboe, bjifóh,
cuerno y trompeta;
innumerables tríos y
«divertimenti» para varios
instrumentos; además doce
oratorios y gran cantidad
de obras teatrales, incluso
pantomimas y
particularmente música
para determinadas
ocasiones, tales como una
marcial con trompetas,
timbales, tambores y
pífanos, además de los
instrumentos habituales;
una música turca; una
música para un piano de
acero; y, finalmente, una
de Paseo en trineo, con
cinco campanillas; sin
mencionar las marchas, los
llamados nocturnos,
muchos centenares de
minués y bailes para la
ópera y similares.
Podemos completar, hasta
cierto punto, estas
informaciones. Leopold era el
mayor de los seis hijos varones
del maestro encuadernador de
Augsburgo, Georg Mozart, a
cuyos antepasados se puede
seguir, por la línea paterna,
hasta el siglo XVII y tal vez
hasta el XVI; el apellido, hoy
símbolo de gracia, toma a
veces formas más rudas, como
por ejemplo: Motzert; sus
portadores fueron
probablemente rudos
artesanos y campesinos.
También la madre de Leopold,
la segunda esposa del
encuadernador, Anna Maria
Sulzer, nació en Augs- burgo;
en más de treinta años
sobrevivió a su marido, que
murió a la edad de cincuenta y
siete años, el 19 de febrero de
1736, y parece haber vivido en
condiciones materiales
holgadas, pues fue más o
menos en la época de la
publicación de la Escuela de
violín cuando Leopold se afanó
por su herencia, al lado de sus
numerosos hermanos; cada
uno de ellos había recibido
como anticipo 300 florines.
Leopold debe haberse
distinguido por cierto despejo
mental, pues no se hizo
artesano como sus hermanos
Joseph Ignaz y Franz Alois,
ambos honrados
encuadernadores. Su padrino,
el canónigo Joannes Georgius
Grabher, lo coloca en el coro
de la iglesia de la Santa Cruz y
San Ulrico como discatista \
pues un cantor de iglesia
puede convertirse fácilmente
en un eclesiástico. Aprende no
sólo el canto sino también a
tocar el órgano; en 1777 su hijo
conoce en Munich a un ex
condiscípulo de Leopold que
recuerda vivamente el modo
de tocar el órgano, con cálida
efusión temperamental, del
joven músico en el monasterio
de Wessobrunn. Después de la
muerte del padre, Leopold es
enviado a Salzburgo y le
ayudan con dinero, opinando
que esas sumas se emplearán
para el estudio de la teología.
Pero Leopold es ya entonces
un pequeño diplomático que
alimenta en secreto designios
muy diferentes y «toma el pelo
a los clérigos en cuanto a su
intención de hacer de él un
teólogo». Después de dos años,
ya no estudia teología en la
Universidad de Salzburgo,
sino lógica y, según afirma,
también jurisprudencia. En
razón de ello, se acabaron,
probablemente, los subsidios
de Augsburgo. Leopold se ve
obligado a interrumpir sus
estudios y entra como
ayudante de cámara al servicio
del presidente del capítulo de
la catedral de Salzburgo, el
conde Johann Baptiste Thurn,
Valsassina y Taxis (la extirpe
de los Thurn y Taxis es
conocida mundialmente como
la de los jefes de correo del
Sacro Imperio Romano).
Esto es más o menos todo
lo que sabemos de los
primeros veinte años de su
vida. Se ignora quiénes fueron
sus maestros de órgano y de
composición, pero se puede
reconstruir lo que cantaba en
los coros de la catedral de
Augsburgo: las obras
«concertantes» de la iglesia de
los maestros italianos y del sur
de Alemania, cuyo más
brillante e
1
Que canta el discante, la voz más
alta del coro.
influyente representante era el
maestro de la capilla imperial
J. J. Fux. Augsburgo, ciudad
libre del Imperio, que
encerraba en sus murallas
tanto a católicos como a
protestantes, otorgó a Leopold,
tal vez, cierta tolerancia o
digamos más bien su postura
crítica frente a los frailucos,
que hizo desistir de la
profesión eclesiástica; y
además, le confirió un gusto
sólido, tal vez un poco
provincial, en la música sacra,
y un gusto rudo, alemán
meridional, en la profana.
Este gusto suralemán se
delató, sobre todo, en una
prolija colección de obras del
padre Valentín Ratgeber,
titulada Confituras de mesa, de
Augsburgo; son cuatro
cuadernos que contienen
canciones populares de
campesinos y burgueses, coros,
«quodlibet», piezas para ins-
trumentos, todas publicadas
(1733-1746) por Lotter, el
editor de Leopold, llenos de
humor rebosante, festivo y
grosero, de típica índole
bávaro-sueva. En la familia de
Mozart, estas piezas han
representado un importante
papel y sin ellas no habrían
sido posibles ni el Paseo en
trineo ni Bodas de campesinos, de
Leopold, ni la obra juvenil de
Wolf- gang Gallimathias
musicum. Leopold no tenía una
opinión muy alta de sus
paisanos de Augsburgo, y
Wolfgang una menor aún;
pero llevaban en la sangre esa
herencia suralemana.
No se sabe por qué
Leopold fue a Salzburgo, pues
partiendo de Augsburgo, el
camino pasa por Munich,
brillante centro de cultura. La
Universidad de Ingolstadt, en
la Baviera del príncipe elector,
estaba situada más cerca de
Augsburgo y habría ofrecido
igual garantía que Salzburgo
para una educación
severamente ortodoxa del jo-
ven teólogo. Quizás fueran los
canónigos de San Ulrico los
que recomendaron a Leopold
Mozart esa ciudad, pues San
Ulrico era uno de los
monasterios de los
benedictinos que en su tiempo
habían contribuido a la
fundación de la Universidad
de Salzburgo; de los cuarenta
canónigos, algunos
(Dietrichstein-Waldstein) eran
al mismo tiempo también
canónigos en esa capital de
provincia. Sea como fuere, el
destino condujo a Leopold a
las orillas del río Salzach, lo
que ha tenido ciertas
consecuencias no sólo para él,
sino para la mencionada
ciudad. Su estudio de la lógica
ha tenido gran influencia sobre
sus ideas, hasta cierto punto
benéfica, pero a la vez fatal. Se
convierte en un músico
«erudito», que se forma sus
propias ideas no sólo sobre el
mundo y los hombres, sino
también sobre las reglas de su
arte; que se interesa por los
cuadros de Rubens, por la
literatura y por la menuda y
grande política de los
pequeños y grandes poten-
tados de su tiempo; que
comprende discretamente el
latín y sabe manejar su lengua
materna con extraordinaria
habilidad y viveza,
adornándola de muchas
expresiones groseras y
populares, que confieren a su
estilo un particular encanto.
Quien haya leído alguna vez,
en sus epístolas, una de sus
descripciones de viajes, de
París o de Londres, o alguna
carta dirigida a su hijo a
Mannheim, habrá notado con
qué vivacidad y vigor
convincente Leopold Mozart
sabía manejar la pluma. Por
ejemplo, descubriendo sus
sentimientos en la mañana de
la partida de su esposa y de su
hijo a París, momento fatal,
pues no volverá a verla, se
elevan la veracidad y el
realismo de la descripción a
regiones inconscientemente
poéticas (25 de septiembre de
1777):
«Después que vosotros
partisteis subí pesadamente
por la escalera y me eché en un
sillón. Cuando os despedisteis,
hice grandes esfuerzos para
contenerme, para no hacer
demasiado penosa nuestra
separación; en el tumulto y la
prisa, me olvidé de dar a mi
hijo mi bendición paterna.
Corrí a la ventana y envié mi
bendición detrás de vosotros;
pero no os vi franquear el
portal en el coche, por lo que
pensé que vosotros debíais
haber partido antes, mientras
estaba sentado durante largo
tiempo sin pensar en nada.
Nannerl lloró amargamente y
debí esforzarme por
consolarla. Se quejó de dolor
de cabeza y de trastornos de
estómago y finalmente tuvo
náuseas y vómitos; atándose
un pañuelo alrededor de la
cabeza se fue a la cama y se
encerró en su cuarto. La pobre
Bimbes (la perrita de los
Mozart) se acostó a su lado.
Por mi parte, me fui a mi
cuarto y recé las oraciones
matutinas. Luego me acosté
poniéndome a leer un libro, lo
que me calmó de tal manera
que me dormí. La perrita vino
al lado de la cama y me
desperté. Como me hizo
comprender que quería salir
de paseo, me di cuenta de que
debía ser cerca de mediodía y
que deseaba que la dejase en
libertad. Me levanté, tomé mi
tapado de piel y vi que
Nannerl estaba profundamente
dormida. Eran las doce y
media. De vuelta con el
animalito, desperté a Nannerl
y pedí el almuerzo. Pero ella
no tenía apetito y se fue en
seguida otra vez a la cama, de
modo que cuando Bullinger se
fue, me quedé acostado y pasé
el tiempo rezando y leyendo.
A la noche ella se sentía mejor
y tenía hambre. Jugamos al
piqué y cenamos en mi cuarto;
después jugamos unas
partidas más y fuimos, con la
bendición de Dios, a la cama.
De esta manera pasamos aquel
triste día que yo nunca creí que
debería hacerle frente».
No obstante, Leopold,
como buen diplomático, quería
impresionar también a su hijo,
que por su parte se hallaba de
excelente humor (23 de
septiembre de 1777).
«... Todo irá bien. Espero
que papá esté bien y sea tan
feliz como yo...»
Sin embargo, la
superioridad mental de
Leopold, que se desarrolló
durante sus largos viajes con la
familia o con su hijo y aumentó
con su experiencia y el
conocimiento del mundo, fue
para él también un don
superior que tenía su reverso.
Pues despertó en él un senti-
miento de preeminencia sobre
sus colegas y sobre la crítica
frente a sus superiores: le aisló
en su profesión y contribuyó
poderosamente a la antipatía
que suscitaba. Su «instinto
diplomático» le hace a menudo
sospechar, detrás de los
discursos y de las acciones de
sus semejantes, intenciones
peores de las que realmente
existían, y lo induce a hacer no
sólo agudas observaciones sino
también a cometer errores
decisivos. Pero, ¿quién no le
daría razón cuando, en su carta
a Wolfgang, del 18 de octubre
de 1777, expresa así su opinión
y sus amonestaciones?:
«¡Confía firmemente en
Dios que todo lo ve! ¡Pues
todos los humanos son
bribones! Cuantos más años
tengas y más te mezcles con el
vulgo, más experimentarás
esta triste verdad».
¿Leyó Leopold, acaso, El
Príncipe, de Maquiavelo?
«Pues, en general, de los
hombres se puede decir que
son ingratos, volubles y
simuladores, que rehuyen los
peligros, ávidos de las
ganancias, y cuando les
favorece, son tuyos
enteramente, te ofrecen su
sangre, sus bienes, su vida, sus
hijos..., es decir, cuando la
necesidad es lejana; pero
cuando se acerca, se rebelan...»
La hipocondría de Leopold
está compensada por su tierno
amor para su familia, su
previsión en todas las
situaciones de la vida coti-
diana, que se manifestaba más
espléndidamente en sus viajes,
pues en 1760 era una empresa
aventurada viajar con una
señora y dos niños de corta
edad a través de toda Europa,
dirigente y empresario en una
persona. Agréguese a esto su
honradez en todos los asuntos
de la vida privada y
profesional. Sin embargo, sus
colegas son «artesanos y
borrachínes»; su amo, el
arzobispo, no es sólo eso, sino
también «un tirano hostil, al
que es lícito engañar un poco».
(Por desgracia, no está
dispuesto a dejarse engañar.)
Pero la amargura y lo trágico
de la suerte de Leopold, que
tan cruelmente experimentó,
nos reconcilian con todas sus
debilidades.Ve en su hijo el sol
y el brillo de su vida y cree que
alcanzará la cumbre del éxito
humano con tal de que perma-
nezca bajo su guía. No
obstante, deberá ver cómo su
hijo se aleja de él, y morir;
hombre solitario a quien nada
queda, excepto la corres-
pondencia con su hija y la
alegría con un nietezuelo
cuyos primeros pasos en la
música, aparentemente
prometedores, observa
encantado; sin embargo, más
adelante resultó que no había
heredado ni el más mínimo
rastro del genio musical de la
familia.
Después de este descarrío,
continuamos el análisis del
carácter de Leopold. El servicio
como ayuda de cámara del
canónigo capitular, conde de
Thurn y Taxis, representaba
evidentemente sólo una vía,
directa o indirecta, para
conducir a Leopold
definitivamente a los brazos de
la música. En 1740 cedía a su
protector su primera obra, seis
sonatas para iglesia y cámara,
escritas para dos violines y
bajo, cuya parte musical grabó
personalmente en cobre,
llamando en la dedicatoria al
prelado, en estilo barroco «su
sol paterno, cuyo influjo bené-
fico le sacó, súbitamente, de las
duras tinieblas de sus penurias
y le señaló la ruta de una
situación afortunada». Una de
estas sonatas ha sido reimpresa
(Monumentos del arte musical en
Baviera, IX, 2; editada por M.
Seiffert); revela una extraña
mezcla de rigidez escolástica
con rasgos más libres de
«galantería».
El desarrollo de las
facultades musicales de
Leopold tuvo lugar en los
decenios difíciles, cuando la
manera elegiaca y la nobleza
del estilo antiguo,
representadas —por ejemplo—
por Corelli, Bach, Händel,
Vivaldi, se endurecen y
fosilizan, por decirlo así, y
comienza a abrirse camino el
estilo nuevo, «galante»,
animado por el espíritu de la
ópera bufa. Cabe señalar que
Leopold nunca consiguió
conciliar completamente estas
dos corrientes.
Esto no le impide
precipitarse inmediatamente
en la rápida corriente de la
vida musical de Salzburgo, que
estaba llena de la exuberante
música de la catedral y los
demás numerosos templos de
la residencia eclesiástica, de
música instrumental para la
cámara de los prelados y los
nobles de la corte; de música
dramática para las repre-
sentaciones de los colegios y
de la universidad, para el
oratorio y a veces hasta para la
ópera. Leopold se dará cuenta
sólo después de sus viajes de
cuán provinciano era todo
esto, o sea, después del año
1762. Así escribe para la
cuaresma de 1741 una
«cantata» a modo de oratorio,
Cristo sepultado, para tres
voces, con recitados, arias, un
dúo y coro final, de la que se
ha conservado el texto; en
1742, la música para el aula
menor de la universidad, para
un drama de fin de año: Anti-
quitas personata, en estilo
anticuado, con una edificante
moraleja; en 1743, una nueva
«cantata» para la Pasión, Cristo
condenado, esta vez para cuatro
voces de solo y coro.
Estos trabajos allanan su
entrada en la capilla de la corte
arzobispal. En el mismo año
1743, se le nombra violinista de
la orquesta, y en 1744 se le
encarga la enseñanza de violín
de los niños de la capilla, lo
que atestigua su talento precoz
como pedagogo y se le nombra
compositor de la corte. Ahora
puede pensar en fundar una
familia. Debe haber conocido,
poco tiempo después de su
llegada a Salzburgo, a Anna
Maria Pertl, hija del sacristán
de la abadía de San Gilgen, a
orillas del lago de San
Wolfgang, pues más adelante,
el 21 de noviembre de 1772, le
escribe de Milán:
«Creo que fue ya hace
veinticinco años cuando
tuvimos la idea razonable de
casarnos, que en verdad
acariciamos durante muchos
años. ¡Todas las cosas buenas
requieren tiempo!».
Esta observación, escueta y
amable a mismo tiempo,
caracteriza tanto al hombre
como a la mujer, en cuya unión
matrimonial ciertamente jamás
hubo sinsabores. Anna Maria
Mozart, un año más joven que
su marido (nació el 25 de
diciembre de 1720 en el castillo
de Hüt- tenstein, cerca de San
Gilgen) y que quedó huérfana
de corta edad, reconoció
siempre la superioridad de
Leopold. Era una mujer buena,
algo corta de miras, sin duda
una excelente ama de casa,
sensible para todas las charlas
salzburguesas sobre los
acontecimientos y los
habitantes de la pequeña
localidad, a los que ella
juzgaba con tanta indulgencia
como su esposo con sarcasmo
crítico. Wolfgang, que amaba
tiernamente a su madre,
aunque no tenía el más
mínimo respeto por ella,
heredó de su progenitora todas
sus cualidades de ingenuidad,
alegría y puerilidad; en
resumen: todo lo que en su
carácter se puede llamar «lo
típicamente salzburgués».
Pues aquellos ciudadanos no
gozaban, a la sazón, en todo el
Imperio, de buena reputación
en cuanto a su seriedad,
prudencia y cordura; por el
contrario, tenían fama de
abandonarse en gran medida a
todos los goces corporales y
ser ajenos a los espirituales;
poseían todas las cualidades
que se atribuyen en las
arlequinadas suralemanas al
protagonista de esas comedias.
«Casperl Larifari» es
salzburgués. Es también un
poco monacense1 y algo vienés,
lombardo y veneciano.
Dibujando el triángulo que une
a las tres ciudades citadas,

1 De Munich.
Salzburgo queda en el centro.
Wolfgang conocía muy bien
esas particularidades de sus
conciudadanos; las odiaba y
las... compartía un poco, en
broma.
Leopold y Anna Maria
tuvieron en su matrimonio
siete hijos, de los cuales
murieron cinco en tierna edad,
sobreviviendo sólo dos —
como más adelante ocurriría
en el matrimonio de Wolfgang
—, el cuarto vástago, Maria
Anna Walpurgis Ignazia,
«Nannerl», nacida el 30 de
junio de 1751, y el séptimo y
último, Wolfgang Amadeus,
nacido el 27 de enero de 1756.
Los primeros asomos de
talento musical en Wolfgang
Amadeus cambiaron
fundamentalmente la vida y la
dirección de las ideas de
Leopold. Ya no vive ni piensa
sino en relación con este hijo.
Su ambición de llegar al
primer lugar en la orquesta de
corte había sido frenada hasta
1762 por su superior
inmediato, el maestro Johann
Ernst Eberlin, el cual le
superaba considerablemente
como músico creador y a quien
Leopold mismo estimaba como
dechado de maestro perfecto,
como ejemplo de prodigiosa
fertilidad y facilidad de
producción. Pero cuando
Eberlin murió, en 1762,
Leopold se hallaba ya con sus
hijos en uno de aquellos viajes
artísticos que prefería, cual
obligación moral y
especulación —no se puede
fácilmente decidir donde
terminaba la especulación y
comenzaba la obligación moral
— cumpliendo con los deberes
que le imponía su oficio en
Salzburgo.
El 28 de febrero de 1763,
obtiene el cargo de
vicemaestro de capilla, tras
vencer ciertas dificultades, y
no sin veladas amenazas de
que abandonaría Salzburgo,
mientras que Joseph Franz
Lolli, músico de poca
importancia hasta la fecha,
«vice» bajo Eberlin, obtiene el
puesto de éste.
Es el cargo más importante
que Leopold ocupó. En 1772
murió el arzobispo Sigismund
von Scrattenbach, que había
reinado durante dieciocho
años con espíritu harto
patriarcal y que favorecía a la
familia Mozart.
Su sucesor, Hyeronimus
Colloredo, hijo del
vicecanciller imperial de Viena
bajo el reinado de Francisco I,
de sólo cuarenta años de edad,
admirador de Rousseau y de
Voltaire, lleno de las ideas
reformadoras del emperador
José y odiado por los
salzburgueses, estaba mucho
menos dispuesto a pasar en
silencio las rarezas de su
vicemaes- tro de capilla
Leopold Mozart y de su
«maestro concertante» y orga-
nista de corte, Wolfgang
Amadeus, por lo que el
conflicto entre autoridad y
genio se hizo inevitable. Ese
conflicto alcanzó celebridad
mundial e importancia
histórica, y en este caso, como
en otros, oscila el plato de la
balanza de la Justicia; la culpa
no está únicamente del lado de
las autoridades y del
arzobispo.
Sea como fuere, Leopold es
pospuesto continuamente a los
demás, hasta que en el año
1773 tiene dos superiores: Lolli
y Domenico Fischietti; desde
1777, Fischietti y Giacomo
Rust. Cuando Rust abandonó
Salzburgo, Leopold debió
obtener el nombramiento de
maestro de capilla; en agosto
de 1778 logra vencer su orgullo
y se pone humildemente a los
pies de su amo, recordándole
que ha servido a este ínclito
arzobispo durante treinta y
ocho años y que desde el año
1763, es decir, desde hace
quince años, como vicemaestro
de capilla, ha hecho más de lo
que se le encargaba y, en
verdad, casi todo de tal
manera que no merece ningún
reproche.
Esa humillación no dio
resultado. El arzobispo le
acuerda una remuneración,
pero no,el nombramiento, y en
1783 sigue a Fischietti otro
italiano, Ludovico Gatti:
Ludovico nunca llega a ser
más que vicemaestro de
capilla.
También la ejecución casi
irreprochable de todos los
servicios es discutible, pues
sumando la duración de todos
los viajes que Leopold hizo con
su familia o con su hijo solo
desde el 12 de enero de 1762
hasta el 13 de marzo de 1773,
se llega al resultado de que
probablemente estuvo ausente
de Salzburgo siete años; el
arzobispo tenía razón
permitiéndole esos viajes sólo
con la condición de renunciar a
su salario. Se mostraba lo
suficientemente generoso
manteniendo abierto el regreso
a la capilla. Pues en Salzburgo
se daban cuenta de que
Leopold volvía a su patria
provincial completamente
cambiado luego de esos viajes
que ampliaban enormemente
su horizonte. Se hace aún más
crítico frente a las
circunstancias y a sus colegas;
no atiende ya al servicio con
todo su corazón, pues lo
principal para él es y sigue
siendo el desarrollo de su hijo.
Wolfgang ha caracterizado
exactamente la posición de su
padre, escribiendo (el 4 de
septiembre de 1776) al padre
Martini, en Bolonia:
«Ha servido en su corte
durante treinta y seis años, y
sabe que el arzobispo actual ni
tiene ni desea tener tratos con
ancianos; ya no se dedica con
ahínco y cariño a su trabajo,
sino que se ocupa de Litera-
tura, que fue siempre uno de
sus estudios preferidos...».
En realidad, Leopold no se
ocupa de literatura, sino
únicamente de su hijo.
También en los años de la
separación espiritual casi com-
pleta, es decir desde 1782,
Wolfgang ocupa el centro de
sus ideas y de sus
sentimientos; si bien lo llama,
en las cartas a su hija,
solamente «tu hermano», el
carteo se hace cada vez más
raro y el tono, por parte del
padre, toma formas groseras y
nada amables.
El último placer de
Leopold es la estancia en
Viena, en febrero, marzo y
abril de 1785, donde es testigo
del genio de su hijo llegado a
la madurez y de sus éxitos
exteriores. Y la cumbre de su
vida fue tal vez aquella noche
de un sábado de febrero, en
que se tocaban por primera
vez los tres cuartetos de arco
de Mozart: K. 458, 464 y 465, y
Haydn, a quien estaban
dedicados, decía a Leopold:
«Le digo ante Dios y como
hombre recto, que su hijo es el
más grande compositor que
conozco, personalmente o de
nombre. Tiene gusto y lo que
es más aún: un profundo
conocimiento del arte de
componer». ¡Qué palabras son
éstas en la boca del único gran
músico que entonces estaba
capacitado para juzgar la
grandeza de Mozart!
¡Otra vez se había unido el
Genio con el Arte, fundido la
«Galantería» y la «Doctrina»,
los dos extremos, en los cuales
la música estaba por hundirse
entonces. Veremos en un
capítulo posterior que estas
palabras eran las más
profundas que podían decirse
sobre Mozart. Quién sabe si
Leopold las comprendió
completamente en su sentido
histórico; lo cierto es que
coronaron su trabajo educativo
y justificaron su existencia.
Leopold ocupaba una posición
crítica frente a Salzburgo;
Wolfgang se mofaba desde
niño de su patria y la odió más
adelante (y precisamente
desde 1772) desde lo más
profundo de su corazón. Pero
es difícil odiar a Salzburgo,
pensando en los edificios y el
aspecto pintoresco de esta
ciudad; la catedral majestuosa,
llena de júbilo, la severa
residencia, el barroco ameno y
teatral que predomina en su
arquitectura, que nos invita a
gritos a emplearla como fondo
escénico, como teatro; sus
jardines, que recuerdan los del
Mediodía, el río
resplandeciente, correntoso y
claro, que baja de la montaña
hacia la altiplanicie bávara
entre la colina de los
Capuchinos y la fortaleza de
Hohensalzburg que, aunque
no es muy amenazadora,
domina sin embargo
gloriosamente la ciudad y el
paisaje; en un círculo más am-
plio, las montañas eternas, las
praderas, los bosques, las rocas
y las nieves; sobre todo eso, un
cielo que es al mismo tiempo
añoranza y recuerdo de Italia.
No han faltado parangones
entre la música de Mozart y
este paisaje o viceversa, y de
ninguna manera es difícil
relacionar la melodía de
Mozart, su sentido de la forma,
la armonía profunda y seria de
su obra con la amenidad
escénica del paisaje que parece
doblemente suave sobre el
fondo oscuro. Sin embargo, no
podemos dejar de pensar que,
si Mozart hubiera nacido en
Augsburgo, Munich, Bolzano o
Würzburgo, hubiera sido
posible construir relaciones
análogas con igual facilidad.
Es probable que Mozart no
observara ni siquiera esa
belleza y que ella tampoco
influyera inconscientemente
sobre él. Ni la ciudad ni el
paisaje despiertan en él
sentimientos patrióticos.
Salzburgo fue para él, desde la
edad de dieciséis años, única-
mente el sitio en cuyo palacio
arzobispal residía un patrón
malintencionado y donde
vivían más o menos diez mil
conciudadanos de miras
estrechas y mezquinas.
Observa la grosería campesina
y la suciedad que existió
siempre y que se puede
observar hoy todavía detrás
del escenario sonriente. No era
cazador o pescador como
Haydn, ni iba o corría
paseándose, como Beethoven,
y no habría podido escribir ni
las sinfonías Las horas del día,
Las estaciones, ni una Sinfonía
pastoral. Viaja en un vehículo
herméticamente cerrado y
poco le interesa el panorama
que puede divisar a través de
sus minúsculas ventanas.
Friedrich Rochlitz narra, según
las anotaciones de Constanze
—por lo menos así lo afirma él
—: «Cuando Mozart viajaba
con su esposa, a través de un
paisaje hermoso miraba mudo
y atento al mundo que le
rodeaba; su cara,
habitualmente más contraída y
sombría que alegre y libre, se
serenaba poco a poco, y luego
empezaba a cantar, o más bien
a gruñir...». Pero éste es un
engaño tan bien intencionado
y descarado como las demás
anécdotas que este charlatán
literario de Leipzig hizo
circular después de la muerte
de Mozart.
Pues ¿cuándo viajó Mozart
con Constanze a través de
paisajes hermosos? No sabría
citar ninguno de esos viajes,
excepto el de Viena a
Salzburgo, en 1783, y los dos a
Praga, en 1787 y 1791; durante
ambos, Mozart trabaja con
ahínco, pues compone y
medita en la diligencia. A su
música no le hace falta la
inspiración externa, mediante
imágenes; está cerrada en sí
misma; sigue sus propias
leyes, celestiales y astrales, y
no influida por el cielo real,
sea sereno o cubierto.
El primer viaje de Mozart,
a la edad de seis años, como
dijimos, lo conduce a Munich,
a la corte del príncipe elector
Maximiliano III; es probable
que no se acordara de este
viaje. Pero se había
transformado ya en un
pequeño virtuoso, en un
pequeño compositor, cuando
llegó, con su hermana, su
padre y su madre, en el otoño
de 1762 a Viena, donde en los
palacios de la aristocracia y en
la corte imperial daba pruebas
de su precocidad musical.
Llegaron el 6 de octubre; la
noche precedente había tenido
lugar la primera
representación de Orfeo y
Eurídice, de Gluck; no es
improbable que Mozart haya
visto y escuchado una de las
representaciones posteriores
de esta obra, sin poseer, claro
está, a pesar de ser un niño
prodigio, la madurez necesaria
para comprender esa obra que
imita la antigüedad. En Viena
es atacado por una
enfermedad que es otra
aceleradora eficaz de su madu-
ración; se trata de una forma
maligna de escarlatina, que tal
vez fuera la causa de su fin
prematuro. Después de su
curación, los Mozart se
trasladan a Presburgo, para
permanecer allí durante siete
semanas, y así conoció Mozart
también una región de
Hungría, sin que este hecho le
incitara a ulteriores viajes al
sudeste de Europa. Le
interesan tan sólo las comarcas
o los centros donde hay
música, y música culta, no la
popular, que nos atrae hoy a
nosotros. No saca su
inspiración de lo ancestral, de
lo ínsito en el pueblo, sino de
lo ya formado. Ocupa frente a
la música popular todavía la
postura de los renacentistas
que veían en todas las
exteriorizaciones del vulgo,
incluso en las musicales, algo
cómico, algo que sólo merece
la parodia seria o cómica; aun-
que existen también
excepciones en este punto.
El 9 de junio de 1763 la
familia Mozart emprende el
gran viaje a Francia e
Inglaterra, del cual volverán
sólo el 30 de noviembre de
1766, y durante el que se
detuvieron no sólo en varias
ciudades alemanas del sur y
del oeste, como Munich,
Ludwigshafen, Schwetzingen
y Francfort, sino también en la
Bélgica católica y la Holanda
reformada, en la Francia
sudoriental, Suiza y la ciudad
imperial de Augsburgo, cuna
de su progenitor. Las cartas
mencionadas más arriba de
Leopold a Lorenz Hagenauer,
su amigo, dueño de casa y
confidente en asuntos
económicos, son el espejo
literario de esta larga
excursión. Estas cartas han
sido publicadas hasta ahora
sólo en cuanto se ocupan de
Wolfgang y de los
acontecimientos personales y
musicales de la familia; pero
quien las conoce in extenso
queda asombrado, cada vez
más, de los amplios intereses
de Leopold, su don de
observación, su agudeza para
comprender a los hombres y a
las circunstancias, y que sólo
se engaña cuando contempla
los éxitos de sus dos hijos.
Leopold tiene también cierta
comprensión del carácter par-
ticular de las ciudades y de los
paisajes, aunque su juicio no se
eleva por encima de la
mezquindad de su época.
Apenas llegado a Viena con su
hijito, lo conduce en seguida a
la iglesia de San Carlos, que
sin duda le había
impresionado, pues su espíritu
arquitectónico es el de
Salzburgo. Pero obsérvese su
descripción de Ulm (11 de
julio de 1763): «Ulm es un
lugar abominable, anticuado y
construido sin gusto...
Imagínese casas de las que
usted está obligado a ver fuera
el esqueleto de los pisos y el
andamiaje, tal como ha sido
edificado, y cuando se ha
querido hacer algo especial, se
ha pintado el muro de blanco
y cada ladrillo con su color
natural, para que se
distinguiera mejor la
albañilería y la carpintería. E
igual aspecto tienen
Westerstetten, Geislingen,
Goeppingen, Plochingen y
muchas partes de Sttutgart».
Por el contrario, le gusta a él, y
también a la señora Mozart, la
dulce comarca situada a orillas
del Neckar:
«Pero debo decirle que
Würtemberg es un país muy
lindo; desde Geislingen hasta
Ludwingsburg no verá usted,
a izquierda o derecha, nada
más que agua, bosques,
campos, praderas, jardines y
viñedos, y todos éstos al
mismo tiempo, mezclados de
la manera más agradable».
Compara Heidelberg con
Salzburgo, lo que puede valer
sólo parcialmente para la
relación de la ciudad y del
castillo o de la fortaleza, de la
ciudad y del río, aunque no,
empero, para el paisaje
circunvecino. Leopold se
interesa por los castillos,
curiosidades, cuadros; el
Descendimiento de la Cruz, de
Rubens, en la catedral de
Amberes, suscita insólito
entusiasmo en él. Pero de
Gante dice sólo (19 de septiem-
bre de 1765):
«Gante es una ciudad
grande, pero poco poblada».
Las observaciones propias
de Wolfgang sobre el mundo y
los hombres empiezan sólo con
los viajes a Italia, durante los
cuales su madre y su hermana
deben quedarse en su casa, en
Salzburgo. Desde el principio,
por medio de una penetración
casi demoníaca, ve a los
hombres tales como son,
particularmente cuando tienen
algo que ver con la música y
con los dramas. Tiene quince
años cuando describe a su
hermana los cantantes de la
ópera de Verona en Ruggiero,
con la música —
probablemente— de Pier
Alessandro Guglielmi (7 de
enero de 1770):
«Orantes, padre de
Bradamante, un príncipe (lo
representa el señor Afferi), es
un cantante de mérito,
barítono, que hace esfuerzos
cuando canta como tiple, pero
no tanto como Tibaldi, en
Viena. Bradamante, hija de
Orontes, enamorada de
Ruggiero (está por casarse con
León, pero no lo quiere), está
representada por una pobre
baronesa, que ha tenido una
gran desgracia, pero no sé de
qué clase. Recita bajo nombre
fingido que yo ignoro, tiene
una voz pasable y su estatura
sería apropiada, pero yerra
endiabladamente las notas.
Ruggiero, rico príncipe,
enamorado de Bradamante,
músico, canta un poco a la
manera de Manzuoli y tiene
una bellísima voz fuerte, aun-
que es viejo. Tiene cincuenta y
cinco años y dispone de un
registro vocal flexible».
¡Parece verlo, al viejo
castrado, que canta la parte del
héroe preferido de Ariosto!
Mozart describe (el 21 de
agosto de 1770), a la manera de
Rabelais, a un fraile dominico
boloñés:
«Se le considera como
santo. Por mi parte, no creo
que lo sea, pues para almorzar
toma frecuentemente una taza
de chocolate e inmediatamente
después un gran vaso de vino
fuerte de España; yo mismo
tuve el honor de almorzar con
ese santo varón que en la mesa
se bebió una botella entera y
terminó con un vaso lleno de
vino fuerte, dos largas tajadas
de melón, algunos duraznos y
peras, cinco tazas de té, un
plato entero de clavo de
especia y dos salseras llenas de
leche y limón. Tal vez esté
siguiendo alguna clase de
dieta, pero no lo creo, porque
sería demasiado; además de
esto toma algún bocadillo du-
rante la tarde...».
Éste es el muchacho de
quince años que, más adelante,
creará las figuras de
Monóstatos y Osmín. En la
casa de los Mozart, a pesar de
mantener la forma exterior de
la devoción, no existe ningún
respeto por los clérigos, los
potentados, las celebridades;
entre bastidores se ha visto
demasiado de ellos. ¡Con qué
cautela trata Goethe, en
Nápoles, a los altísimos
personajes, a Carlota, tan poco
parecida a su madre María Te-
resa, y al rey, que es un
payaso! «El rey está de caza; la
reina encinta, entonces ¡todo
va bien!» Leopold escribe a su
casa (26 de mayo de 1770):
«Sólo desearía que los
napolitanos no fueran tan
impíos, y que ciertas gentes (el
rey y la reina) que ni un
momento se imaginan que son
dos locos, no fueran tan
estúpidos como son»; y
Wolfgang escribe (5 de
diciembre) sin ningún respeto:
«El rey tiene un
comportamiento grosero, de
marca napolitana; en la ópera,
durante todo el tiempo, está de
pie en una silla, por lo que
parece un poco más alto que la
reina...».
Cuando encuentra en
Viena al archiduque
Maximiliano, el más joven
hermano del emperador, que
antes era un muchacho muy
ameno y ahora es arzobispo de
Colonia, escribe (17 de
noviembre de 1781): «Cuando
Dios da a un hombre una
encomienda sagrada, le da en
general también la inteligencia,
lo que creo haya ocurrido con
el archiduque. Pero antes de
hacerse sacerdote era más bien
chistoso e inteligente y hablaba
menos. Debería verlo ahora: la
necedad le brota de los ojos.
Charla y continúa así
incesantemente y siempre
enfalsetto, y parece que tiene
inflamadas las amígdalas. En
resumen: el mozo parece haber
cambiado completamente».
O la descripción de una
celebridad europea, como el
poeta Wie- land, que había
venido a Mannheim para la
representación de su Al- cestes,
transformada en ópera (27 de
diciembre de 1777):
«Me imaginaba que era
muy diferente de lo que lo
encontré. Impresiona como si
fuese levemente afectado en su
modo de hablar. Tiene una voz
más bien infantil; sigue
mirando a uno por encima de
sus lentes; se permite cierta
clase de grosería pedante,
mezclada a veces con una
tonta condescendencia. Pero
no me extraña que se permita
tal conducta aquí, aunque será
probablemente muy diferente
en Weimar o en otros lugares,
pues la gente lo mira como si
hubiera caído del cielo. Todos
parecen cohibidos en su
presencia; nadie habla ni se
mueve una sola pulgada; todos
escuchan atentamente
cualquier palabra que
pronuncia; es una lástima que
tantas veces tenga que esperar
mucho tiempo, pues tiene un
defecto en la voz que le obliga
a hablar con mucha lentitud, y
no es capaz de pronunciar
media docena de palabras sin
detenerse...».
Pero agrega en seguida:
«Aparte de esto, es lo que
sabemos todos que es: un
muchacho bien dotado. Tiene
una faz espantosamente fea,
cubierta con hoyos de viruela,
y tiene una nariz más bien
larga. Su estatura, si no me
equivoco, es un poco más alta
que la de papá...».
Aunque se registren todas
las memorias del tiempo
clásico de Weimar y la
literatura entera que ha sido
escrita sobre esa época, no se
encontrará una descripción de
Wieland tan viva y aguda.
Mucho más escasos son en
las cartas de Mozart los reflejos
del paisaje sobre él; no habla
de arte en absoluto. Un diario
de Maria Anna, del gran viaje
de 1763 a 1766, demuestra que
el padre dirigió la atención de
los niños, en primer lugar,
sobre las curiosidades. En
Heidelberg visitan «el castillo,
la fábrica de tapices y la de
seda, el barril gigantesco y el
pozo del que los señores hacen
traer el agua»; en Londres «vi
el parque y un elefante joven,
un burro con estrías blancas y
color de café tan iguales que
no se podría pintarlo mejor»;
sin embargo, ella anota
también Greenwich y el Museo
Británico. Leopold describe los
alrededores de Nápoles en un
estilo que podría ser el de un
auriga de coches de punto y
los «mata» también en el
mismo estilo. Lleva consigo,
como «Baedeker», un libro
árido titulado Novísimos viajes
a través de Alemania e Italia, de
1740, de Johann Georg
Keyssler (1693-1743), quizá la
edición de 1752, que indica
repetidas veces también a su
esposa. Es un libro según el
gusto de Leopold: salpicado de
consideraciones críticas, lleno
de interés para cosas curiosas y
no exento de placer en las
charlas de la corte; es
enteramente un libro del siglo
xvill, que no contempla la
verdadera belleza. Visitan
Bolzano en la más bella
estación, aunque llueve, y la
llaman la «triste Bolzano», y en
esto Wolfgang concuerda
completamente con su padre:
«Bolzano, esta pocilga...
Existe una poesía sobre uno
que se puso enfadado y
rabioso por Bolzano:
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Los Mozart llegan de
Salzburgo, ciudad amena,
donde no hay arcadas oscuras
y cuya catedral no es gótica; ni
el uno ni el otro observan el
hermoso paisaje de Bolzano,
las montañas dolomíticas, las
sierras del Schlern arreboladas
en el ocaso. Goethe, por el
contrario, que tiene para las
montañas más bien un interés
mineralógico, geológico o
meteorológico, escribe tres
lustros más tarde:
«Llegué a Bolzano con un
sol ardiente. Me alegraba ver
las numerosas caras de
negociantes. Aquí reina una
existencia de bienestar, y la
vida está dirigida hacia
objetivos bien determinados.
En la plaza estaban las
vendedoras de fruta con
canastas redondas y chatas, de
más de cuatro pies de
diámetro, en las que estaban
puestos los duraznos de
manera tal que no se
apretaban. Lo mismo vale para
las peras...». El ojo de Goethe
es claro, puro y limpio; el de
Mozart es agudo e
incorruptible, pero sólo para
los hombres y para
acontecimientos llamativos (30
de noviembre de 1771):
«He visto ahorcar a cuatro
pillos aquí, en la plaza de la
Catedral. Los ejecutan
exactamente como en Lyon».
Leopold encuentra una bella
palabra para caracterizar el
ambiente de Florencia (3 de
abril de 1770):
«Querría que usted viese
Florencia y sus alrededores y
la situación geográfica de esta
ciudad, pues usted diría que
quisiera vivir y morir aquí».
Y cuando se despide —
para siempre— de Italia (27 de
febrero de 1773):
«En realidad, encuentro
duro dejar Italia», y en ésta
melancolía hay más que el
pensamiento del retorno bajo
el yugo de los odiados dueños
de Salzburgo.
Wolfgang ve el Capitolio y
las otras seis colinas de Roma,
pero su breve descripción no
carece de su habitual jocosidad
(14 de abril de 1770):
«Quisiera sólo que mi
hermana estuviese en Roma,
porque esta ciudad
ciertamente le gustaría, como
la catedral de San Pedro y
otras cosas que son regulares.
Se ve transportar por las calles
las más hermosas flores, así me
asegura papá en este
momento...». No le interesan
las más hermosas flores, pues
está sentado en casa y cubre el
papel con escritura musical.
«Nápoles es maravillosa»;
«Venecia me gusta mucho» (13
de febrero de 1771); esto es
todo. Parece que
Leopold visitó sólo las
curiosidades de Venecia, pues
usa la frase en marzo de 1771:
«después de su retorno le
contaré detalladamente cómo
me gustaron el arsenal, las
iglesias, los hospitales y otras
cosas, en realidad, toda
Venecia...». Pero cuando
Wolfgang escribe una pan-
tomima, en febrero de 1783,
representándola con la
cuñada, el cuñado y algunos
amigos, se revela con qué
exactitud ha observado, doce
años antes, las figuras del
carnaval veneciano y cómo las
ha conservado en la memoria;
es una pérdida irreparable
para el arte que esta obra
magistral de la Commedia
dell'arte exista hoy sólo en los
bosquejos y fragmentos.
Los viajes posteriores a
Mannheim y París en 1777-
1778, comenzados con la
madre pero terminados con el
viaje a Munich que hizo solo
para terminar el Idomeneo y
asistir a su representación, lo
maduran completamente en
sentido humano, pero
contribuyen también a aguzar
su mirada y su sentimiento
por la bajeza provincial de
Salzburgo. Todo pueblo de
Italia le parece superior a
cualquiera de su patria, en
cuanto a gusto y cultura, y
más todavía Mannheim, que
entonces se consideraba centro
de la civilización y del
progreso. En París observa un
empeoramiento y se siente
cohibido entre esas gentes que
le eran antipáticas, en primer
lugar, por su música
antipática.
Mozart llega también a
Viena a principios de 1782,
como huésped y viajero,
ignorando que será un día su
morada estable por el rompi-
miento con su protector
arzobispal. Cuando se ha
establecido definitivamente,
saluda con avidez todo
cambio, toda separación de
ella. Cuando no puede viajar,
se muda, por lo menos a veces,
voluntariamente, aunque otras
más bien obligado a ello. En el
verano de 1788, se traslada
más bien contra su voluntad a
Wáhring, a un departamento
situado en el medio de un
jardín, y escribe a Puchberg
(17 de junio):
«Hemos dormido por
primera vez en nuestras
nuevas habitaciones, donde
permaneceremos tanto en
invierno como en verano. En
resumidas cuentas, el cambio
me es indiferente y hasta lo
prefiero. Como están las cosas,
tengo muy poco que hacer en
la ciudad y como no estaré
expuesto a tantas visitas,
tendré más tiempo para
trabajar».
Se observa claramente que
preferiría estar en la ciudad y
que trata de hacer grato a sí
mismo y al amigo su destierro
al campo. Pero en una carta a
su padre (13 de julio de 1781),
de Reisemberg, cerca de Viena,
parece revelarse un verdadero
placer en el paisaje:
«Te escribo de un lugar
distante una hora de Viena,
que se llama Reisenberg. Pasé
una vez una noche aquí y
ahora me quedo algunos días.
La casita no es gran cosa, pero
el paisaje —el bosque— en el
que el conde Cobenzl, mi
anfitrión, ha construido una
gruta que parece formada por
la naturaleza misma, es en
realidad magnífico y muy
delicioso».
Sin embargo, no es tanto
su sensibilidad para la
hermosura de la naturaleza lo
que le conmueve, sino su afán
de comodidad, su necesidad
de que sea ameno lo que le
rodea. Más característica es la
comparación de dos ciudades
suralemanas en una carta
dirigida a su esposa (28 de
septiembre de 1790):
«Nos desayunamos en
Nuremberg, una ciudad
horrible. En Würzburg, una
ciudad bella, magnífica,
fortalecimos nuestros precio-
sos estómagos con café».
No le gustan el estilo
mezquino del Renacimiento y
el gótico de la antigua ciudad
imperial; mientras que le es
muy simpático el barroco claro
y sereno de la ciudad obispal,
en cuyo castillo Tiépolo había
terminado sus frescos sólo
cuarenta años antes.
No menos de once veces
cambiaron los cónyuges
Mozart, en diez años, su
domicilio, a veces ya después
de tres meses. Hacían algo
como un eterno viaje de una
casa de huéspedes a otra,
lugares de los cuales uno se
olvida con facilidad. En uno de
esos departamentos,
amueblado discretamente, en
la Schulergasse 8 (entonces
Grosse Schulerstrasse 846) se
encuentra un cuarto de trabajo
de Mozart, cuyo cielo raso está
adornado con una linda
decoración en estuco que re-
presentan genios femeninos y
putti; pero estoy convencido de
que Mozart nunca se dignó
mirar hacia arriba.
Estuvo siempre dispuesto
a cambiar Viena por cualquier
otra ciudad, y Austria por
cualquier otro país. Leopold
tenía plena razón al desconfiar
del viaje eventual a Inglaterra
en 1787, pues podía conver-
tirse fácilmente en una morada
estable. En 1789 o 1790, Mozart
se proporcionó un libro, cuyo
objetivo es demasiado
transparente: Guía geográfica y
topográfica a través de todos los
estados de la monarquía austro-
húngara, con la ruta a San
Petersburgo a través de Polonia
(Viena, 1789); pensaba en un
viaje a Rusia, pensamiento que
se habrá originado, pro-
bablemente, por las
conversaciones con el
embajador ruso en Dresde, el
príncipe Bieloselski, en cuya
casa Mozart actuaba en
numerosas tertulias musicales
en abril de 1789. Pero debe
contentarse con viajes más
modestos y con viajes en la
misma Viena. El día de San
Miguel de 1790, se muda
Mozart a un departamento en
la Rauhensteingasse, sin sospe-
char que sería el último que
habitaría, o quizá lo sospechó
y se quedó durante tanto
tiempo en él porque ya no le
parecía que una nueva mu-
danza valiese la pena, pues en
diciembre de 1791 se mudó a
su morada definitiva, «la
última y la más estrecha en el
cementerio de San Marcos»,
como se expresa Constant von
Wurzbach, que fue el primero
en tratar de establecer todos
los domicilios de Mozart.
II
EL
CIUDADA
NO Y EL
GENIO

Wolfgang Amadeus
Mozart empezó como un niño
prodigio. Cuando Leopold
comprendió qué talento
musical insólito tenía aquel
párvulo, trató de desarrollarlo,
«como jugando», según relatan
en la fuente más digna de fe
sobre la juventud de Mozart,
la necrología de Schlichtegroll
de 1792, que se basa en las
indicaciones de la hermana
Maria Anna y del trompetero
de corte Andreas Schachtner,
uno de los amigos de casa de
la familia Mozart. «El hijo de
Mozart no tenía más que tres
años cuando el padre comenzó
a enseñar a su hija de siete
años a tocar el clavicémbalo. El
chico mostraba ya entonces su
extraordinario talento,
entreteníase a menudo
durante horas en el clavecín
buscando las tercias, que
entonces tocaba en acorde, y
demostraba su gran alegría
por haber encontrado esa
armonía.»
Verdad es que esto se
puede observar también en
niños que no se convertirán en
ningún Mozart. Pero se
comprenderá mejor la situa-
ción conociendo lo que Maria
Anna y Schachtner narran más
adelante:
«Cuando Wolfgang tenía
cuatro años de edad, comenzó
su padre a enseñarle algunos
minués y otras piezas en el
clavecín, cosa que complació
tanto al maestro como al
alumno. Para aprender minué
empleaba media hora, para
una pieza mayor una hora, y
luego lo tocaba con la más
completa fidelidad y en el
compás más riguroso. Desde
ese momento hizo tantos
progresos, que era capaz de
componer ya en su quinto año
de edad pequeñas piezas, las
que hacía escuchar a su padre,
el que luego las pasaba al
pentagrama».
Detrás de esta relación
sencilla y veraz —con la
excepción de que la edad de
Nannerl en 1759 se debe
calcular en ocho años y que las
primeras composiciones de
Mozart datan de su sexto año
de edad— hay muchas
intimidades ocultas. Se ha
reprochado a Leopold que
forzó el talento de su hijo como
se acelera el crecimiento de
una planta en una estufa, y que
lo mercantilizó precozmente.
Sin embargo, Leopold no
emplea la hipocresía, ni una
especie de autodis- culpa,
cuando afirma —como hace
repetidamente— que estima su
deber ante Dios y el mundo
auxiliar el talento misterioso
de su hijo, que llegaba como
un don desde lo alto. No cabe
duda que Mozart hubiera
vivido mucho más tiempo sin
sus viajes en edad temprana,
con sus incomodidades, fatigas
y peligros de contagio, de la
escarlatina y la viruela, a los
que sucumbió. Pero entonces
también su desarrollo habría
ocurrido siguiendo un ritmo
diferente. Y además, Leopold
tiene su justificación en la
buena disposición de estudiar
música de su hijo, cuando era
un niño, y luego un
adolescente. Mozart llegó a los
veintidós años cuando se
libertó de la vigilancia del
padre. Desde los seis a los diez
años era muy dócil y se
ocupaba de todo lo que su
padre pretendía de él, durante
algún tiempo, con el máximo
celo, de modo que parecía
olvidarse de todo lo demás, in-
cluso la música. Cuando, por
ejemplo, aprendía aritmética,
llenaba todo de cifras, la mesa,
las sillas, las paredes y hasta el
piso; era en general fogoso y
apegado a los objetos. Así se
habría hallado en el peligro de
descarriarse por algún mal
sendero si no le hubiera res-
guardado de ello su excelente
educación. Nunca perdió
Mozart el placer de los juegos
aritméticos: así trató una vez
también el problema, preferido
por muchos, de componer
minués mecánicamente, es
decir de unir fragmentos
melódicos de dos compases ad
líbitum; poseemos también un
bosquejo musical, en el que
comenzó a calcular el importe
de la recompensa del inventor
del ajedrez, referida en la
conocida anécdota. Lo que se
dijo de los peligros que
amenazaban su moral, se
puede aplicar a todo hombre
dotado de mucha fantasía y
particularmente a los genios
dramáticos. Goethe también
afirmaba que existía en él el
germen de cualquier delito. La
historia del furtivo cazador
que se relata de Shakespeare,
aunque no corresponde a la
verdad y es demasiado
inocente, puede considerarse,
sin embargo, una buena
invención; y así, los hombres
dotados de una fantasía tan
enorme y gran
sugestionabilidad, subliman
sus inclinaciones peligrosas en
el arte, creando tipos como
Lady Macbeth, Mefistófeles y
Don Juan.
«Sin embargo, ante todo
era la música lo que llenaba su
alma y de la que se ocupaba
ininterrumpidamente.
Adelantaba en ella con pasos
gigantescos, a tal punto que su
propio padre, que estaba cerca
de él diariamente y podía
observar cada etapa de sus
progresos, quedaba
sorprendido y admirado como
ante un milagro... Había
llegado, en el arte, a un punto
tal, que su padre habría hecho
mal si no hubiese querido
permitir que diesen también
testimonio de ese talento extra-
ordinario otras ciudades y
otros países...»
La autoridad del padre se
acrecienta, avanzando de
padre de familia y preceptor
de música y humanidades —
pues Wolfgang nunca ha
tenido otro maestro ni
frecuentado algún colegio— a
empresario y cicerone,
mientras por otro lado se
degrada a servidor de su hijo.
Mozart era inepto para la vida
por su genio sobresaliente.
Leopold aumentaba esa
ineptitud. «Aunque Wolfgang
recibía diariamente nuevas
demostraciones del asombro y
de la admiración del público
por sus grandes dotes y su
habilidad, sin embargo eso no
lo hacía egoísta, altivo o terco,
sino que seguía siendo siempre
un niño muy obediente y
amable. Jamás se mostraba
descontento de una orden de
su padre y hasta cuando había
debido tocar el piano durante
todo el día para hacerse
escuchar, lo repetía sin enojo
cada vez que su progenitor lo
deseaba. Comprendía y
obedecía a todo gesto de sus
padres y llegaba en su apego a
ellos al punto de no atreverse a
comer o aceptar algo de nadie
sin su permiso.»
Se comprende que una
persona que careció durante
tanto tiempo de toda
independencia, iniciativa y
acción y que vive totalmente
absorta en su fantasía musical,
cometerá cualquier tontería
una vez que se rompan las
riendas paternas. Es
comprensible, también, que el
padre se asombre, se asuste y
quede atemorizado, sin
sospechar que es él mismo
quien ha influido en la
incapacidad de su hijo para
moverse razonablemente en
este mundo. Algunos autores
han negado esa incapacidad, y
existe una teoría sobre la
genialidad o la gran inteligen-
cia, según la cual la dirección
del talento sería más bien
casual y estaría sometida al
influjo de motivos del
ambiente. Según esta teoría, un
gran poeta habría podido ser a
la vez un gran estadista, y un
gran pintor también un gran
filósofo. Pero aunque Goethe
hubiera tenido la decisión,
como ministro, sobre asuntos
más importantes que los de
Weimar, difícilmente habría
influido más profundamente
sobre la historia de Europa; y
si Eugène Delacroix hubiera
pintado menos y escrito más
tratados teóricos sobre el arte,
no se hubiera convertido en
filósofo. Lo que Goethe dice
del Estado, lo dice como poeta;
donde Delacroix se pronuncia
sobre arte, lo hace como pintor.
La superioridad de Mozart
proviene de su inteligencia de
la música; conocía muy bien la
distancia que le separaba de
todos los compositores
contemporáneos, excepto de
Joseph Haydn. El hecho de que
mostrara su superioridad
práctica y abiertamente, revela
su grandeza, y al mismo
tiempo su vanidad y su falta
de diplomacia. Él mismo relató
un ejemplo de esa falta de
diplomacia. Atribuye uno de
sus fracasos en París al
compositor italiano Johann
Joseph Cambini que, según
cree, le ha malquistado con el
director de los «Concerts
spirituels» Le Gros (1 de mayo
de 1778): «Creo que Cambini,
un maestro de orquesta
italiano, se halla en el fondo
del asunto; pues le humillé,
con toda inocencia, en nuestro
primer encuentro en la casa de
Le Gros. Ha compuesto al-
gunos cuartetos, uno de los
cuales oí en Mannheim. Son
muy lindos. Los elogié y toqué
el principio de uno que había
oído. Pero Ritter, Ramm y
Punto, que estaban cerca, no
me dejaron en paz insistiendo
en que continuase y
sustituyese lo que no recordara
con mi propia inventiva. Así lo
hice, por lo que Cambini se
puso fuera de sí y no pudo
menos de decir: "¡Es un
muchacho admirable!"».
Un talento sobresaliente
hace odiar instintivaménte a
quien lo posee, y Mozart no es
lo suficientemente cauteloso ni
bastante conocedor del mundo
para no provocar el odio. No
conoce nada del mundo y le
superan personas de menores
dotes en decidir y comprender.
Es, como todas las grandes
personalidades, «un hombre
con todas sus contradicciones»
y no un «libro bien meditado
en todos sus detalles». En su
carácter, se manifiestan
siempre, hasta en sus últimos
años, las cualidades infantiles,
inclusive la puerilidad.
Leopold alude en una de sus
cartas más serias y
desesperadas a esta dualidad
en el carácter de su hijo (16 de
febrero de 1778):
«Hijo mío, eres irascible e
impulsivo en todas tus
manifestaciones. Desde tu
niñez y tu adolescencia, tu
carácter ha cambiado ente-
ramente. De niño y joven, eras
más bien serio en vez de ser
infantil y cuando estabas
sentado al piano o te ocupabas
de otra manera con la música,
nadie se atrevía a burlarse de
ti. Pues, cuando tenías aquella
expresión tan solemne, y se
observaba el brote precoz de tu
talento y tu carita siempre
seria y pensativa, mucha gente
de claro discernimiento de
diferentes naciones expresaba
tristemente sus dudas acerca
de si tu vida sería larga. Pero
ahora, por lo que entiendo,
estás demasiado dispuesto a
rebatir en tono burlón la
primera chanza que se te
presente, y esto es,
naturalmente, el primer paso
para una familiaridad indebida
que deberá tratar de evitar en
este mundo quien quiera
conservar el respeto de sí
mismo. Un muchacho
bonachón está acostumbrado,
claro está, a manifestar libre y
naturalmente sus ideas; no
obstante, actuar así es un error.
Es justamente tu buen corazón
el que te impide descubrir
faltas en una persona que te
cubre de elogios, te expresa la
alta opinión que tiene de ti y te
lisonjea hasta los cielos y hace
todo lo posible para ganarse tu
confianza y afecto, mientras
que en tu infancia eras tan
extraordinariamente modesto
que llorabas cuando te
alababan demasiado».
Sin embargo, una vez
Leopold se ve obligado a
escribir, en un viaje que hizo
con su hijo, de siete u ocho
años (Francfort, 20 de agosto
de 1763):
«Wolfgang es
extraordinariamente alegre,
pero también un poco malo».
Esa diferencia se
manifiesta claramente en dos
retratos juveniles de Mozart
que poseemos: uno, cuya fecha
conocemos con exactitud (del
6 y 7 de enero de 1770), que
mandó hacer el recaudador
general de impuestos Pietro
Luggati, de Venecia, por el
pintor Cignaroli; y otro, menos
seguro, de Thaddäus Helbling,
que representa a Mozart a los
ocho años de edad; ¿pero
quién debería ser sino Mozart
ese niño cuya genialidad
irradia de sus ojos pardos, no
azules? Allí un pilluelo vivaz,
impertinente, dispuesto a
todas la diabluras; aquí el
genio, que despierta ahora
mismo de un profundo sueño
musical y que, con las manos
todavía sobre las teclas, trata
de volver a orientarse en la
Tierra. por esa misma
dualidad se explican también
las cartas de mala fama que
escribió Mozart a Augsburgo,
desde su viaje a Mannheim y
París, a su «primita», es decir,
la hija de su tío, cuyos
originales no han sido nunca
publicados in extenso y que se
encuentran sólo en la valerosa
traducción inglesa de Emily
Anderson.
Aparece aquí otro motivo,
diferente de aquella cautela
que destierra las aguafuertes
eróticas de Rembrandt a los
armarios cerrados con llave, o
algunas de las «Elegías
romanas» de Goethe a las
ediciones «científicas». Trátase
naturalmente aquí también un
poco de la gazmoñería en
cuestiones eróticas del siglo XIX
que produjo las biografías
eunucoides de los grandes
maestros y sus cabezas
idealizadas reproducidas en
yeso. Sin embargo, existe en
ello también cierto embarazo
bien comprensible. Pues nos
parece ininteligible que un
joven de veintidós o veintitrés
años de edad, y además un
Mozart, escriba a una señorita
tales crudezas. Bástenos saber
que Mozart se divirtió lo
indecible en escribirlas, y
además no se debe olvidar que
en el siglo xvill todas las
funciones fisiológicas del
hombre se desenvolvían más
públicamente que en nuestros
tiempos de puritanismo
higiénico y que la alusión
ingenua a las intimidades no
se limitaba al pueblo o a la
clase media. Basta leer las
cartas de «Madame», Isabel
Carlota, cuñada de Luis XIV,
para saber algo divertido sobre
ciertas conversaciones
principescas entre marido,
esposa e hijo. Se acostumbraba
a llamar las cosas por su
nombre, y cuando Wolfgang
habla con su padre sobre la
salud de su primogénito, lo
hace de la misma manera
sincera como lo hará más
adelante frente a su hija
hablando del mayor de sus
hijos, al que el abuelo tenía en
su casa. ¡Naturalia non sunt
turpia! Mozart conservó hasta
su fin el placer por alteraciones
chistosas de las palabras,
apodos infantiles, necedades
risibles y obscenidades alegres,
un carácter típico de la alegría
suralemana que nunca se
comprendió y jamás se
comprenderá al norte del río
Main. Unas frases
irreproducibles usadas por
Mozart en las cartas a su
«primita» se repiten palabra
por palabra en los textos de
algunos Cánones Vieneses. Es
obvio que Mozart escribiendo
las cartas y los cánones, no
pensó en la inmortalidad ni en
la posibilidad de que un día
los profesores de Leipzig o de
Berlín pudieran ocuparse de él.
Era una cabeza pueril y así
permaneció, porque, a veces,
esa cualidad es necesaria en un
genio creador, para su
desahogo y para ocultar su
más profundo «yo». Otros
genios, para alcanzar ese
objetivo ineluctable, se sirven
de la grosería, y otros —
hablamos aquí sólo de los
músicos—, los que no
disponen de tales armas para
su defensa, perecen como
Chopin o Schumann, dos
líricos. Pero un músico dra-
mático como Mozart debe
tratar con hombres para poder
aguantarlos, y para esto se
precisa la defensa con la
broma, y a veces medios aun
más groseros.
Debemos aceptar el hecho
de que Mozart también era un
hombre de «contradicciones
internas», el cual, pese a la
agudeza de su observación de
los hombres y de las
situaciones, pese a su
entendimiento del núcleo, de
la esencia de los caracteres y
de las cosas, nunca pudo
entenderse con el mundo. Lo
expresa la necrología de
Schlichtegroll en una forma
demasiado apodíctica:
«Pues como este hombre
raro llegó precozmente a la
mayoría de edad en su arte, así
permaneció —lo que se debe
afirmar imparcial- mente—,
por lo contrario, en las demás
circunstancias: siempre siguió
siendo un niño. Nunca
aprendió a gobernarse a sí
mismo: no tenía el sentido del
orden doméstico, del uso
debido del dinero, de la
templanza y de la elección
razonable en el goce. Siempre
necesitaba un guía, un tutor
que en su lugar se encargaba
de los asuntos domésticos,
pues su espíritu estaba
ocupado sin cesar con un
sinfín de asociaciones muy
diferentes que le impedían
toda concentración en otros
pensamientos serios. Su padre
reconocía en él esa debilidad
de gobernarse a sí mismo, y
cuando su propio oficio lo
retenía en Salzburgo indujo a
su esposa a acompañar al hijo
a París». (A eso debemos
agregar que Leopold mismo
mimó demasiado a Wolfgang,
sujetándole demasiado tiempo
por las riendas, para que el
niño prodigio hubiera podido
convertirse, en tiempo útil, en
un hombre, en el sentido
burgués.)
Esta y alguna otra cita de
Schlichtegroll desagradaron
tanto a la viuda de Mozart que
compró todas las existencias
de una edición posterior, de
Graz (1794), e hizo ilegibles los
pasajes indecentes. Pero
también en la biografía de
Mozart del valiente profesor
de liceo de Praga, Franz
Niemtschek, que fue escrita
bajo la influencia de Cons-
tanze, se dice que «no se
sorprenderán los
investigadores de la naturaleza
humana al observar que ese
hombre de excepción como
artista, no fuera un gran
hombre también en las demás
circunstancias de la vida». Y
«que el carácter de su
educación, la inestable manera
de vivir en sus viajes, en los
que existía para él sólo su arte,
le hacían imposible el
verdadero conocimiento del
corazón humano». «A esta
falta debe atribuirse más de
una imprudencia de su vida.»
¿Un verdadero conocimiento
del corazón humano? ¡Nadie lo
tenía más profundo que
Mozart! Pero el genio, el
entendimiento de la esencia de
un hombre, son cosas muy
diversas de la sabiduría.
Precisamente porque Mozart
comprendía rápidamente esa
esencia se equivocaba a me-
nudo en el trato de los
hombres, cayendo en sus
trampas. Comprendió el
carácter del enciclopedista y
periodista Melchior Grimm,
que había protegido muy
eficazmente al niño prodigio,
pero trataba al adolescente, en
1778, en París con una
protección muy humillante,
mucho más profundamente
que Leopold, que rememoraba
siempre al protector de 1764.
Por otra parte, Grimm
describió muy bien ciertas
modalidades del carácter de
Mozart al padre (carta a
Leopold, del 13 de agosto de
1778):
«Es demasiado bonachón,
poco activo, demasiado
dispuesto a esperar que las
cosas se hagan por sí solas,
poco interesado en los medios
que pudieran conducirle a la
fortuna. Aquí, para tener éxito,
se necesita carecer de
sinceridad, ser emprendedor,
audaz. Quisiera que poseyese,
para su fortuna, sólo la mitad
de su talento, pero que fuera
dos veces más intrigante; eso
no me resultaría embarazoso».
Está muy bien dicho esto y es
digno de un contemporáneo de
Voltaire y Diderot. Mozart era
lo contrario de «insincero,
emprendedor, audaz», y
cuando lo eran los demás,
estaba a su merced sin defensa
alguna. El viaje a Mannheim y
París, en el que Mozart,
hombre de veintidós años de
edad, debe hacerse acompañar
por su madre, porque no
puede viajar solo y durante el
cual debe «actuar como
hombre», en el verdadero
sentido de esta palabra, es una
tarea demasiado difícil para él.
Es un fracaso desde el
principio hasta el fin.
Emprendido de acuerdo con el
significado del lema Aut Caesar
aut nihil (o César o nada), ter-
mina con el retorno humillante
a la servidumbre de Salzburgo.
El retorno, sin la madre,
sepultada en París. Leopold
comprobó más tarde, en el año
más funesto de la vida de
Mozart, cuán acertado era el
análisis de Grimm del carácter
de su hijo (carta a la baronesa
de Waldstádten, del 23 de
agosto de 1782):
«En resumen, me sentiría
muy aliviado espiritualmente
si no hubiera descubierto en
mi hijo una falta sobresaliente
que consiste en que es
demasiado paciente o más bien
comodón, demasiado indo-
lente, quizás demasiado
orgulloso, en suma, que posee
todas las cualidades que hacen
al hombre inactivo. Por otra
parte, es demasiado
impaciente, demasiado
apresurado, y no profesa el
principio "tiempo al tiempo".
Creo que dos elementos
opuestos gobiernan su natura-
leza: el demasiado y el
demasiado poco; nunca el
término medio. Si no se
encuentra en una apremiante
necesidad, queda inmediata-
mente satisfecho, indolente y
perezoso. Cuando se trata de
moverse, entonces comprende
su valor y quiere hacer su
fortuna en seguida. Nada,
entonces, es un obstáculo para
él; pero desgraciadamente es la
gente más capaz y los que
poseen un genio sobresaliente,
los que encuentran los
mayores obstáculos».
Leopold tampoco es mal
psicólogo. No se puede
descartar el testimonio de dos
hombres que conocían tan bien
a Wolfgang.
La fortuna y la desgracia
en la vida de un hombre están
determinadas, en más de la
mitad, por su carácter. Cada
cual tiene en su vida
acontecimientos y experiencias
que se repiten varias veces, a
menos que no aprenda la
lección. Lo que en Mozart se
repite siempre es el fracaso en
crearse una posición y en sus
relaciones con las mujeres.
Esto parece muy extraño, pero
trataremos de demostrarlo.
El lema de Mozart en su
lucha por una posición es: «No
hay vacantes. ¡Ojalá hubiera
vacantes!». No es que faltara a
Mozart una posición, pero
nunca ocupó la que hubiera
sido digna de él. La falta de
éxito de Leopold no es sino un
acto de justicia: era el
vicemaestro de capilla nato;
habría conquistado ese cargo
—hasta en Salzburgo— sólo
por antigüedad, así como otras
mediocridades; únicamente en
relación con ellas se
comprende y justifica su enojo
continuo. Mozart nunca llegó
al primer puesto porque era
demasiado grande para él.
Pero completemos la frase: las
causas de su fracaso no radican
únicamente en su carácter sino
también en su situación
histórica. No podemos dejar de
sonreír un poco cuando
pensamos que Beethoven tuvo
una vez la intención de aceptar
un puesto de maestro de
capilla en la corte del rey
Jerónimo, en Cassel. Por
suerte, no se llegó a ello.
¡Imaginémonos a Beethoven
director de orquesta,
discutiendo todos los días con
los cantantes y los músicos de
la orquesta y ocupado en
asuntos administrativos! Se
comprende perfectamente que
el maestro real de capilla de la
corte de Sajonia, Wagner, se
convierta en revolucionario,
precisamente por haber debido
representar durante tanto
tiempo el papel de empleado
(seis o siete años son muchos
en la vida de Richard Wagner)
y que el compositor de Tristán
ya no pudiera aceptar un
empleo y ni siquiera el título
de director general de música.
Y así fue una suerte también
para Mozart que en Salzburgo
debiera desempeñar funciones
subalternas, como maestro
concertante y organista.
Mozart podía alcanzar su
posición verdadera sólo como
creador, o, como se decía en
aquella época, como
«compositor de cámara»; como
músico a quien se encargaba la
composición de determinadas
piezas; óperas, sinfonías,
cuartetos, concediéndole para
ello el tiempo necesario.
No obstante, el padre y el
hijo siempre aspiraban a una
posición mejor, y con tanta
mayor insistencia cuanto sus
relaciones con el sucesor del
arzobispo príncipe
Schrattenbach, figura
patriarcal, Hyero- nimus
Colloredo les hizo odiosa su
actividad en Salzburgo cada
vez más hasta que llegaron a
sentirla como una esclavitud.
Pero Leopold dirige sus miras
para su hijo, a Milán, ya antes
de la investidura de Colloredo.
Wolfgang había compuesto, en
ocasión de las nupcias del
archiduque Fernando, tercer
hijo de la emperatriz,
gobernador de Lombardía, su
segunda ópera festiva, la
serenata Ascanio in Alba (17 de
octubre de 1771). Parece que
Leopold encontró la
oportunidad de pedir
sumisamente, al joven
archiduque, que tenía sólo un
año y medio más que
Wolfgang, una colocación para
su hijo. El archiduque,
acostumbrado a la obediencia
a su madre, pide su consejo.
Ella contesta (12 de diciembre
de 1771; cfr. A. Ritter von
Arneth, Cartas de la emperatriz
Teresa a sus hijos y amigos,
Viena, 1881,1,93):
«Me preguntas si debes
tomar a tu servicio al joven
salzburgués. No sabría en
calidad de qué, pues creo que
no tienes necesidad de un
compositor o de gente inútil.
Pero si encuentras placer en
hacerlo, no querría ponerte
dificultades. Lo que te dije es
sólo para que no cargues con
gente inútil y jamás con títulos
como lleva la gente a tu ser-
vicio. Pues envilece el servicio
ver correr a la gente por el
mundo como mendigos;
además, tiene una familia
numerosa».
Y el obediente hijo
archiducal no piensa
naturalmente ni en una
colocación para Mozart ni en
un título. ¡Qué desilusión
habría experimentado Leopold
si se hubiese imaginado cómo
María Teresa, la buena madre
de sus súbditos, que en el
pasado había regalado a sus
hijos los vestidos usados de los
archiduques, pensaba en
realidad de él y de Wolfgang!
Gente inútil; gañanes del arte;
gente fastidiosa. ¡Su lealtad
habría disminuido algo!
Así, sin sospechar nada,
intenta otro ataque, esta vez
dirigido al segundo hijo de
María Teresa, el Gran Duque
Leopoldo de Toscana, el futuro
emperador Leopoldo II, bajo
cuyo reinado morirá Mozart.
Trata el asunto con gran
insistencia y secreto desde
Milán, pues sabe que el nuevo
arzobispo procedería con muy
pocas ceremonias si llegara a
conocer los tratos de su
vicemaestro de capilla con la
corte de Tos- cana. No tienen
éxito, aunque Leopold Mozart
aplaza por ellos más y más su
regreso a Salzburgo, en
diciembre de 1772 y los
primeros meses del año 1773:
«Me informan de Florencia
que el Gran Duque recibió mi
carta. La ha tomado en
consideración con
benevolencia y me hará saber
el resultado. Vivimos todavía
esperanzados», escribe con la
escritura infantil de los Mozart
a los suyos (9 de enero de
1773):
«Hay una pequeña
esperanza en cuanto a lo que te
escribí. Dios nos ayudará. Pero
guarda el dinero y manténte
parsimoniosa en materia de
gastos, pues debemos tener
medios si queremos
emprender un viaje. Siento
cada centavo que gastamos en
Salzburgo. Hasta la fecha no
llegó ninguna contestación por
parte del Gran Duque, pero sa-
bemos por la carta del conde a
Trager que existe poca
probabilidad de que recibamos
trabajo en Florencia. Sin
embargo, confío en que, fi-
nalmente, nos recomiende» (16
de enero). Al fin, después de
una expectación desesperada
(27 de febrero):
«En cuanto al asunto que
saben, no hay nada que hacer».
Ignóranse los obstáculos por
los que fracasó; busqué en
vano en los archivos de
Florencia las cartas de Leopold
y las minutas de contestación
del mariscal de la Corte.
En el verano de 1773, el
padre y el hijo vuelven a
Viena; a principios de 1775, a
Munich, para asistir a la
representación de La finta
giardiniera; y es más que
probable que Leopold
aprovechara ambas
oportunidades con el máximo
ahínco, para aguzar su olfato,
en busca de una buena
colocación para su hijo. Pero
no se encuentra ninguna. Para
Viena, Wolfgang no era ya
bastante joven y tampoco
demasiado viejo, y La finta
giardiniera no pasó de ser un
acontecimiento local sin
consecuencias ulteriores. Pero
sus relaciones cada vez más
tensas con su jefe arzobispal le
empujaban hacia un cambio
decisivo. No es fácil distribuir
entre los dos protagonistas,
con la debida justicia, la culpa
de esa tensión en aumento
entre Hyeronimus Colloredo y
Mozart padre.
La memoria de Colloredo
queda ensombrecida ante la
posteridad con la acusación de
haber tratado no sólo como no
debía a uno de los más
grandes genios de la
humanidad, sino incluso
haberlo maltratado, y nadie
podrá absolverlo del todo de
esta acusación. Sin embargo,
nosotros poseemos únicamente
los testimonios, parciales, so-
bre su conducta, de los.dos
acusadores, los Mozart padre e
hijo; para el último acto del
drama disponemos sólo del
testimonio del hijo, que debía
tener interés en pintar, en sus
cartas al padre, la figura de
Colloredo con los colores más
negros, espesando adrede las
tintas. Pero presenta un cariz
totalmente diferente lo que
relatan testigos imparciales
sobre la personalidad de
Colloredo, que tenía en
Salzburgo grandes
dificultades, por ser sucesor,
como arzobispo, de Schratten-
bach, que había gobernado casi
veinte años (de 1753 a 1771),
dejando ir cada cosa por su
lado.
El pueblo, que había
presenciado, en 1772, la
expulsión de los campesinos
de fe protestante de su patria y
la confiscación de sus bienes,
no se asombraba de ninguna
manera porque existiera
todavía bajo Schrattenbach, en
el sur del arzobispado, una
fortaleza, Werfen, donde se
encerraba de por vida a los
infieles y a los heréticos. Al
contrario, para castigar a los
infieles y a los heréticos,
ningún castigo es suficiente.
La población recibió con
recelo a Colloredo, hombre
relativamente joven, de
cuarenta años de edad, y los
capitulares de la catedral con
temor; el recelo de la población
se convirtió en odio duradero,
y el temor del capítulo
catedralicio se desahogó, al
final, en forma de un pleito.
Colloredo era secuaz de las
reformas de José II, y en las
paredes de su gabinete
colgaban los retratos de
Rousseau y de Voltaire; así se
explica tal vez lo que refiere
Wolfgang desde París sobre la
muerte de Voltaire con un odio
que representa una mancha en
sus cartas (3 de julio de 1778):
«... ese impío archibribón de
Voltaire ha muerto como un
perro, ¡como una bestia! Tiene
su merecido». En realidad —y
ésa fue su última broma—,
Voltaire murió en el seno de la
Iglesia, fuera de la cual no hay
salvación, y venerado por la
nación entera... El día 15 de
julio de 1782 dio Colloredo una
pastoral que tenía por objeto la
abolición de todo fausto
eclesiástico inútil, la reco-
mendación de la lectura de la
Biblia, la adopción de un
nuevo libro de cánticos, y
ciertas mejoras en la asistencia
espiritual por parte de los
sacerdotes (Eduard Vehse,
Historia de las cortes alemanas
VI, 12, 2, pág. 157). Esto, claro
está, no podía gustar a los
Mozart, pues una música
canónica fastuosa pertenecía al
«inútil fausto eclesiástico», y
entre las misas latinas parecen
harto extraños los dos sencillos
cánticos de iglesia en alemán
(K. 343) que Mozart compuso
probablemente para el
proyectado libro de cánticos y
que huelen a protestantismo.
Según el juicio de la
historia, el error de ese
príncipe de la Iglesia consiste
en que no comprendió o no
quiso admitir que tenía a un
genio a su servicio. Sin
embargo, no se trata de una
culpa en el verdadero sentido
de esta palabra, sino de la falta
de entendimiento o de buena
voluntad, que no se debe
condenar, sino sólo deplorar.
Pues Salzburgo era un centro
demasiado mezquino para un
genio que, entre otras cosas,
quería escribir grandes óperas
que podían ser apreciadas sólo
en el exterior, Munich, Viena,
Milán o Venecia. Pero Collo-
redo no necesitaba genios que
no pensaban en otra cosa que
en vacaciones, sino sólo
músicos-empleados fieles,
cumplidores de su deber; así
nació por su parte una fría
antipatía, y por parte de los
Mozart una irritabilidad y un
odio crecientes, tanto más
porque tenían que ocultar tales
sentimientos.
Después del fracaso de
Munich, deciden en la casa
Mozart escribir una carta (4 de
septiembre de 1776) al
influyente padre Martini, en
Bolonia, en la cual se lee entre
líneas el deseo de
recomendaciones y que refleja
muy bien la situación:
«La consideración, la
estima y el respeto que profeso
a su ilustre persona, me han
inducido a molestarle con la
presente y a enviarle un
humilde ensayo de mi música
que someto a su magistral
juicio. Para el carnaval del año
pasado, compuse una ópera
bufa: La finta giardiniera. Pocos
días antes de mi partida, el
Elector expresó el deseo de oír
alguna de mis obras de
contrapunto. Estuve obligado a
escribir este motete con mucha
prisa, para tener el tiempo
necesario para preparar una
copia de la partitura para Su
Alteza, y disponer de copias de
las partes y luego habilitarlo,
para ejecutarlo durante el
ofertorio y la misa cantada del
domingo siguiente. ¡Mi
querido y muy estimado
maestro! Le ruego muy
seriamente que me diga,
francamente y sin reservas,
qué opina de ello. Vivimos en
este mundo para estudiar con
celo y, cambiando
mutuamente nuestras ideas,
iluminarnos recíprocamente y
tratar de promover la ciencia y
el arte. Oh, ¡cuántas veces he
anhelado, reverendo padre,
estar cerca de usted para poder
charlar y razonar en su
compañía! Pues vivo en un
país en el que los músicos
llevan una vida de lucha,
aunque en realidad, aparte del
que nos dejó, tenemos todavía
maestros excelentes y com-
positores de gran sabiduría,
doctrina y gusto. En cuanto al
teatro, nos encontramos en una
fea situación por falta de
cantantes. No tenemos
"castrati" y tampoco les
tendremos porque pretenden
que se les pague muy bien; y la
generosidad no es uno de
nuestros defectos. Mientras
tanto me divierto escribiendo
música de cámara y de iglesia,
dos ramas de la composición
en que tenemos dos excelentes
maestros de contrapunto, los
señores Haydn y Adlgasser.
Mi padre está al servicio de la
catedral y esto me da la
oportunidad de escribir toda la
música de iglesia que me
venga en ganas. El ha servido
ya en esta Corte durante
treinta y seis años y sabiendo
que el actual arzobispo no
puede ni quiere tratos con
gente de edad avanzada, no
pone ya toda su alma en su
trabajo, sino que se ocupa más
bien de la literatura, que
siempre ha sido su estudio
preferido. Nuestra música
eclesiástica es totalmente
diferente de la italiana,ya que
una misa con el "Kyrie"
completo, el "Gloria", el
"Credo", la "Epístola sonata", el
"Ofertorio" o "Motete", el
"Sanctus" y el "Agnus Dei" no
debe durar más que tres
cuartos de hora. Esta regla se
aplica incluso a la más solemne
misa celebrada por el mismo
arzobispo. Así ve usted que
para esta forma de
composición se precisan
estudios especiales. Al mismo
tiempo, la misa debe servirse
de todos los instrumentos-
trompetas, tambor, etcétera.
¡Pobre de mí, que estoy tan
lejos de usted, mi queridísimo
señor padre maestro! Si
estuviéramos juntos, tendría
que contarle muchas cosas.
Envío mis respetuosos
recuerdos a todos los miem-
bros de la Academia
Filarmónica. Anhelo ganarme
su favor y nunca ceso de
deplorar estar lejos de la única
persona en este mundo que
estimo, amo, venero...».
Tampoco esta carta
proporciona frutos y mientras
tanto aumenta, hasta lo
insoportable, la tensión entre el
dueño y el dependiente. En
1777 pidió Leopold una
licencia para emprender un
viaje artístico aduciendo
desagradables
«circunstancias», solicitud a la
cual Colloredo parece no sólo
no haber dado una
contestación negativa, sino que
ni siquiera una respuesta.
Cortó en germen, también, una
ulterior solicitud de Leopold,
pretendiendo que su orquesta
estuviera en adecuadas
condiciones para una visita del
emperador José. Cuando
Leopold, después de esa visita,
acometió otra vez, fue
rechazado con la observación
de que «se permitiría a
Wolfgang —que en resumidas
cuentas actuaba únicamente
un cierto número de horas
diarias— trabajar solo». Pero
cuando Wolfgang quiso actuar
en este sentido, formuló el
arzobispo nuevas objeciones.
¿Qué le quedaba sino un golpe
de fuerza? Así, el 1 de agosto
de 1777, pidió Wolfgang su
exoneración, con una
expresión infeliz de sus
motivos que en cada palabra
recuerda el estilo de Leopold:
«¡Serenísimo Príncipe y
Señor! Los padres tratan de
proporcionar a sus hijos una
posición tal que sean capaces
de ganarse su propio sustento;
en eso apetecen tanto su
propio interés como el del
Estado. Cuanto mayores son
los talentos que los hijos han
recibido de Dios, tanto más
están obligados a usarlos para
mejorar su situación y la de sus
padres, de manera que puedan
asistirlos y al mismo tiempo
procurar su propio
perfeccionamiento. El
Evangelio nos enseña que de-
bemos emplear nuestros
talentos de ese modo. Mi
conciencia me dice que debo a
Dios la obligación de ser
agradecido a mi padre, que ha
gastado su tiempo
infatigablemente en mi
educación, por lo que debo
aliviarle el peso de tales
fatigas, cuidar de mí mismo y
además ser capaz de mantener
a mi hermana...».
A lo que el arzobispo, que
no daba mucha importancia ni
a Dios ni al Evangelio, ocho
días más tarde escribió debajo
de la instancia una respuesta
tan seca como mordaz:
«A la Cámara de la Corte,
con la contestación de que el
padre y el hijo tienen facultad,
según el Evangelio, de buscar
su fortuna en otro lugar».
No demuestra,
ciertamente, un carácter malo
que no insistiera en despechar
a Leopold mediante un decreto
posterior como parece, vo-
luntariamente y sin exponerle
a una humillación ulterior.
El día 23 de septiembre de
1777 emprende Mozart,
acompañado por su madre,
que debe vigilarlo un poco en
lugar del padre, el gran viaje a
Mannheim y París, que debería
proporcionarle gloria y un em-
pleo (24 de septiembre):
«Todo irá bien. Espero que
papá esté y sea tan feliz como
yo... Cumplo con mi deber.
Soy un perfecto segundo papá,
pues cuido de todo».
En enero de 1779 volvió a
Salzburgo, sin la madre,
completamente derrotado,
después de un sinnúmero de
fracasos en sus tentativas de
encontrar una colocación
adecuada, con la máxima
desilusión amorosa de su vida,
y volviendo otra vez bajo el
yugo del arzobispo Hye-
ronimus Colloredo. Pueden
imaginarse sus sentimientos
cuando escribió, pocos días
después de su regreso, la
siguiente solicitud:
Su Gracia, Amadísimo
Príncipe del Sacro Imperio
Romano. Serenísimo
Príncipe y Señor:
Después del
fallecimiento de Cajetan
Adlgasser Su Gracia tuvo
la bondad de tomarme a su
servicio. Suplico por eso
humildemente que se me
extienda un certificado del
decreto de nombramiento
como organista de Corte.
El día 17 de enero,
Colloredo extendió
graciosísimamente el decreto
de nombramiento. Pero no era
esto lo que había deseado
Wolfgang cuando abandonó la
ciudad un año y medio antes.
Sus primeras esperanzas se
concentraban en Munich y no
sin motivo. En Munich reinaba
un soberano amante de la
música y bienintencionado, el
príncipe elector Maximiliano
José III, al que le gustaba
retratarse, con la «viola da
gamba» en la mano, rodeado
por su familia y su corte, pues
tocaba ese instrumento con
habilidad y había dado
pruebas también de su talento
como compositor. Bajo su
reinado, en 1753, se inauguró
el Teatro de la Ópera —una
joya entre las salas del género
de todo el mundo, que existe
hoy todavía con el nombre de
«Residenztheater»—, en el cual
se representó por primera vez
el Idomeneo de Mozart y que en
tiempos posteriores se ha
convertido otra vez en templo
del culto de las obras de
Mozart. Este príncipe elector
no estaba muy bien servido en
cuanto a la música; por muy
buenos músicos-artesanos que
hubieran sido los Ferrandini,
los Bernasconi, los Tozzi, los
Michel, no podían compararse
en absoluto con Graun en
Berlín, Hasse en Dresde,
Jommelli en Stuttgart. Mozart,
que conocía a fondo desde los
tiempos de La finta giardiniera,
las circunstancias de la ópera y
de la música en Munich, habría
sido, sin duda, el hombre que
necesitaban allí y tenía además
protectores amigables y po-
tentes. Su primer fracaso es
típico y simbólico también.
Citamos aquí el diálogo
decisivo con el príncipe elector
en la residencia de Munich, se-
gún la descripción del mismo
Mozart, que es también una
nueva demostración de su
talento dramático (29-30 de
septiembre de 1777):
«El conde Seeau,
intendente de la ópera de la
corte de Munich, se me acercó
saludándome de la más
amable manera y diciendo: —
¿Cómo le va, queridísimo
Mozart? (Cuando el Elector se
me aproximó, dije:) —
Permitidme, Alteza, que me
arroje humildemente a
vuestros pies, ofreciéndoos mis
servicios. —¿Entonces ha
abandonado usted Salzburgo
definitivamente? —Sí, Alteza,
definitivamente. —¿Cómo ha
sido eso? ¿Tuvo usted una
querella con él? —En absoluto.
Sólo le pedí el permiso para
viajar, y me lo rehusó. Así
estuve obligado a dar este
paso, a pesar de haber
intentado, en realidad, durante
largo tiempo, aclarar mi
situación, pues Salzburgo no es
un lugar apropiado para mí, se
lo aseguro. —¡Cielos, qué
joven es usted! ¿Y su padre se
encuentra todavía en
Salzburgo? —Sí, Alteza; él
también se prosterna
humildemente a sus pies, y así
en adelante. He estado ya tres
veces en Italia y escrito tres
óperas; soy miembro de la
Academia de Bolonia, donde
pasé por una prueba de
aptitud, en la cual diversos
maestros trabajaron y sudaron
durante cuatro o cinco horas,
pero que yo terminé en una
hora. Considere esto como
prueba de que tengo la ca-
pacidad necesaria para servir
en cualquier corte. Sin
embargo, mi único deseo es
servir a Vuestra Alteza, cuyo
poder es tan grande... —Sí,
querido muchacho, pero no
tengo vacante. Lo deploro; si
hubiera vacantes... —Aseguro
a Vuestra Alteza que
conquistaré fama en Munich.
—Lo sé, pero no se puede
hacer nada, pues no hay
vacantes.
»Hablando así, se alejó.
Después de lo cual le pedí que
me favoreciera con alguna
merced».
Lo mismo ocurre en
Mannheim, y la desilusión es
tanto mayor cuanto que
Mozart hace esfuerzos aun
más serios y perseverantes
para alcanzar el éxito. Más
serios, porque Mannheim en
aquel entonces, merced a su
célebre orquesta, era el centro
musical de todo el imperio
alemán. Mozart ensalza la
sensibilidad y la fuerza de ese
conjunto armónico (4 de
noviembre de 1777): «La
orquesta es excelente y muy
numerosa. De ambos lados hay
diez o veinte violines, cuatro
violas, dos oboes, dos flautas y
dos clarinetes, dos cuernos,
cuatro violoncelos, cuatro
bajos y cuatro bajones y
además trompetas y tam-
bores». Pero ese esplendor
tiene también sus desventajas,
pues Mozart continúa: «Son
capaces de producir bella
música pero no puedo esperar
que se toque aquí una de mis
misas. ¿Por qué? ¿Por su
brevedad? No, todo debe ser
corto, aquí también. ¿Por qué
se exige un estilo diferente de
composición? ¡No en absoluto!
Sino porque como lo requiere
la situación actual, se debe
escribir principalmente para
los instrumentos, pues no
puedes imaginar algo peor que
las voces que aquí se
encuentran... El motivo de este
estado de cosas es que los ita-
lianos tienen aquí por ahora
muy mala fama. Aquí tienen
actualmente sólo dos "castrati"
que son ya viejos y a los que
será justamente permitido
morirse. El soprano prefiere
actualmente cantar como con-
tralto, pues ya no puede emitir
las notas altas. Los pocos niños
cantores que hay son horribles.
Los tenores y bajos son como
nuestros cantantes de los
funerales...». En la ópera de
Mannheim tampoco las cosas
correspondían a los deseos de
Mozart. En aquella época se
navegaba en la residencia del
Palatinado electoral todavía en
las aguas del nacionalismo y se
trataba de sustituir la ópera
seria italiana por la «ópera
alemana»: son justamente los
años en los que se trataba de
hacer competencia a la «ópera
seria» de Metastasio y la
innovaciones de Gluck,
mediante obras como Günther
vori Schwarzburg, del anciano
maestro de capilla Ignaz
Holzbauer y los dramas de
Wieland Rosamunda y Alcestes,
con música de Schweitzer. En
aquel entonces, Mozart habría
preferido escribir óperas
italianas a componer alemanas,
fueran «serias» o «bufas»; lo
mismo le daba.
Sin embargo, Mozart lo
acepta todo, aun lo que no le
place. El príncipe elector, que
ya envejecía, era un hombre
que gastaba con suma facilidad
para sostener el tren de lujo en
general y para el fausto
musical en particular, y a
Mozart no le importaba la falta
de religión y moral con la cual
se trataba de emular a París —
no sin éxito—, pues ya sabía él
hacer caso omiso de estas cosas
cuando era conveniente. Así
acude todos los días a
Christian Cannabich, «director
titular de música» de la capilla,
que, empero, parece no
haberse demostrado muy
asequible en la primera visita
de Mozart en Schwetzingen en
1763, pues éste escribe: «Es
totalmente diferente de lo que
solía ser y toda la orquesta dice
lo mismo». Enseña música a la
hija de Cannabich, Rosa, «que
toca el piano muy bien», y
escribe incluso una sonata
personalmente para ella (K.
309); toca en la corte y se
desenvuelve otro diálogo con
un príncipe elector, que difiere
del de Munich sólo en que esta
vez se le engatusa con
esperanzas, aunque con el
mismo resultado (8 de
noviembre de 1777): «Después
del concierto Cannabich
arregló las cosas de modo que
pudiera hablar con ellos.
Besé la mano al Elector.
Observó: "Me parece que ya
pasaron quince años desde que
usted estuvo aquí por última
vez". "Sí, alteza, quince años
desde que tuve al gran
honor..." "Usted toca
admirablemente". Cuando besé
la mano a la princesa, ella me
dijo: "Señor, le aseguro que no
se puede tocar mejor". Ayer
hice con Cannabich la visita de
la que mamá ya escribió y allí
hablé con el Elector como con
un viejo amigo. Es un hombre
muy amable y cortés. Me dijo:
"Oí que usted escribió una
ópera en Munich". "Sí, alteza
—respondí—, y espero el favor
de Su Alteza. Mi más alto
deseo es escribir una ópera
aquí. Le ruego que no me
olvide completamente. Gracias
a Dios, conozco también el
alemán» —y sonreí—. "Eso se
puede arreglar fácilmente",
contestó él. Tiene un hijo y tres
hijas. La niña mayor y el joven
conde tocan el piano. El Elector
ventiló algunas cuestiones
conmigo alrededor de sus hijos
y yo me expresé con toda
franqueza, pero sin vilipendiar
a su maestro...». (Los cuatro
bastardos del Príncipe Elector
que Mozart menciona son hijos
de la actriz Josepha Seyffert, a
una de las cuales Carlos
Teodoro convirtió más
adelante en la condesa
Haydeck; al hijo, que nació en
1769, es decir que tenía sólo
nueve años cuando Mozart
vivía en Mannheim, le
concedió el título de príncipe
Carlos von Bretzenheim, que
ciertamente más adelante,
durante los desórdenes
napoleónicos y bávaros no
habrá recordado a su ex
maestro de piano.) Mozart
comprende sólo muy
lentamente —o más bien no
puede ni quiere confesárselo—
que lo halagan con bellas
palabras (29 de noviembre de
1777): «El martes último, 18 de
noviembre, un día antes de
santa Isabel, fui por la mañana
a preguntar al conde Savioli si
no era posible que el Elector
me empleara este invierno. Me
gustaría instruir al joven
conde. Me contestó: "Muy
bien, lo sugeriré al Elector; si la
decisión estuviera en mis
manos, la cosa estaría hecha".
Por la tarde estuve en casa de
Cannabich. Como había ido yo
a buscar al conde por su
sugestión, me preguntó de
repente si había estado allí. Le
conté todo. Entonces me
contestó: "Me gustaría mucho
que usted permaneciera con
nosotros este invierno, pero
preferiría que pudiera obtener
una colocación estable".
»Le contesté que mi deseo
más ardiente sería poder estar
para siempre con ellos, pero
que en realidad ignoraba cómo
me sería posible conseguir una
colocación permanente.
Agregué: "Ustedes tienen ya
dos maestros de capilla, por lo
que no comprendo bien lo que
podría hacer yo. ¡No quisiera
ser un subordinado de
Vogler!" "No lo sería —repuso
—. Ninguno de los músicos,
aquí, es subordinado del
maestro de capilla y ni siquiera
del mismo intendente. Bien, el
Elector puede nombrarle su
compositor de cámara. Espere,
voy a discutirlo con el conde"».
Y ahora empieza a
representarse aquella comedia
de pedidos insistentes de
Mozart y excusas corteses de
Savioli; pues el Príncipe
Elector está completamente de
acuerdo en que Mozart
permanezca en la corte
durante el invierno, instruya a
su hijo bastardo en el piano y
componga algo para su hija
natural; pero no tiene la menor
intención de tomarle a su
servicio, y menos aún quiere
Cannabich crearse un
competidor peligroso, cuya
inconmensurable superioridad
sobre sus pobres facultades
conoce demasiado bien. Dirá al
recibir un regalo por su
concierto en la corte (13 de
noviembre de 1777):
«Fue exactamente como
esperé. No se trataba de
dinero, sino de un hermoso
reloj de oro. En aquel
momento, diez carolinos de
oro me hubieran servido más
que el reloj, que, junto con la
cadena y los dijes, fue
avaluado en veinte. Lo que
uno necesita tener en un viaje
es dinero y, permíteme que te
lo diga, tengo ahora cinco
relojes. Por eso pienso
seriamente que no tengo
necesidad de un bolsillo de
reloj adicional en cada lado de
mis pantalones, de manera que
cuando se trate de hacer una
visita a algún gran señor,
pueda yo llevar dos relojes, lo
que, entre paréntesis, está
ahora de moda; así que no se te
ocurra regalarme uno más».
Wolfgang comprendió bien
en su fuero interno la
inutilidad de su estancia en
Mannheim; sin embargo,
permanece allí y escucha, gus-
toso, los consejos de sus
amigos de la orquesta (26 de
noviembre de 1777): «¿Dónde
quiere entonces pasar el
invierno? Es una estación muy
fea para viajar. ¡Quédese
donde está!».
Pues, mientras tanto, se ha
enamorado, con un
apasionamiento que lo priva
de todo juicio objetivo sobre su
situación. Conoce a la familia
Weber, cuyo jefe era Fridolin
Weber, administrador del
barón de Schönau, por
entonces desplazado, merced a
sus inclinaciones de co-
mediante que distinguían a
toda la familia Weber, y
empleado en la orquesta de
Mannheim como músico,
cantante y copista de música.
No puedo caracterizar más
exactamente la importancia
fatal que adquirió el
conocimiento de esa familia
para la vida de Mozart de lo
que hizo Emil Karl Blümml,
uno de los mejores
conocedores del ambiente
mozartiano en Viena (Maria
Cecilia Weber, en Del círculo de
los amigos y parientes de Mozart,
pág. 10): «Según una antigua
creencia popular alemana, un
hada pone ya en la cuna del
recién nacido como donativo la
alegría o la amargura, y según
la dádiva que prevalece se pre-
senta bueno o malo el ulterior
camino de la vida. Al lado de
la cuna de Mozart estaba un
hada buena. Mientras otorgaba
al pequeño ciudadano del
mundo eterna gloria,
inmutable alegría y un ánimo
infantil, colocando además a
su lado un buen ángel
guardián en la persona de su
padre Leopold, que allanó el
arduo sendero hacia la gloria y
el honor, el juego contrario de
la vida le creó, en los Weber, el
elemento malo, demoníaco, del
que no pudo escapar, que hizo
presa en él y actuó aun
después de su muerte,
haciéndole incluso olvidar el
sitio de su tumba. El espíritu
rector de esas fuerzas adversas
era Maria Cecilia Weber,
nacida con el apellido de
Stamm, en Mannheim, a la que
el destino había reservado la
tarea de turbar la existencia de
Mozart, cual suegra y genio
maligno...». A estas palabras
sólo tengo que objetar que, en
mi opinión, se ha representado
el influjo de la buena hada al
lado de la cuna de Mozart con
una luz demasiado rosada;
pues demasiado cara ha
pagado Mozart su eterna
gloria; su inmutable alegría
reposaba en un hondo
fatalismo; el ánimo infantil
uníase al don de una aguda
observación y de sabiduría
consciente, y vimos también
que el buen ángel Leopold, un
Mefistófeles al revés, si bien
siempre quería lo bueno, de
hecho creaba lo malo.
La familia de los Weber se
componía de aquel padre
mezquino que no tenía
ninguna voz en el capítulo, la
madre nefasta y seis hijos; por
lo menos, Mozart (17 de enero
de 1778) habla de cinco hijas y
un hijo, mientras que sabemos
sólo de cuatro hijas: Josepha,
Aloysia, Constanze y Sophie.
El cebo de que se valió la
señora Weber era su segunda
hija, Aloysia, que entonces
tenía quince años de edad. Es
muy eficaz ese cebo. En el
lenguaje antiguo alemán, y
también en la casa de los
Mozart, se designa el
enamoramiento masculino con
la frase «Hacerse manejar por
las riendas del bobo»2. Mozart
se deja manejar por esas
riendas como un poseído;
Aloysia lo atolondra, no sólo

2 Significa perder el juicio por el


enamoramiento, estar lelo.
por su juventud y su
femineidad, sino también por
su talento de cantante, que sólo
él juzga en su verdadero
alcance: «Ella canta muy bien
mi aria escrita por De Amicis...;
canta admirablemente y tiene
una voz dulce y pura...».
Hablaremos en el siguiente
capítulo del curso de ese
amorío y enamoramiento
insensato; aquí hemos de notar
sólo que esta circunstancia
induce a Mozart a perder de
vista su tarea inmediata, es
decir, encontrar una colocación
honorable y lucrativa, y forjar
los planes más aventurados
para el futuro. Ya en Munich
había concebido una idea
fantástica, cuyo origen
atribuye a su dueño de casa,
Albert (29/30 de septiembre de
1777): «Desde mi llegada, el
señor Albert está rumiando un
plan que no creo que sea de
difícil ejecución. Se trata de
esto: quiere unir a diez buenos
amigos, cada uno de ellos
dispuestos a contribuir con un
ducado por mes, que
formarían diez ducados o
cincuenta florines por mes, o
600 florines en un año. Si
además pudiese obtener unos
200 florines anuales por el
conde Seeau, tendría 800
florines. ¿Qué dice papá ahora
de esta idea?...». Papá, con
justa razón, no tenía una buena
opinión de este «plan», que
hubiera hecho depender a
Wolfgang de protectores
inseguros de Munich, y nos re-
cuerda la fábula de Perrette, la
lechera y su cántaro, que
cuenta La Fontaine (Contés,
VII, 10). Ni Beethoven, cuya
insistencia en defender sus
derechos era bien distinta de la
de Mozart y que trataba con
protectores muy diferentes y
poderosos, ha tenido suerte
con un plan semejante.
En Mannheim medita
Wolfgang utopías aun
mayores. Cuando le hablan de
ciertas perspectivas para él
favorables en Viena, trata esas
noticias tan superficial y
jocosamente, que se
comprende su poca seriedad
(10 de enero de 1778):
«Sé por cierto que el
Emperador tiene la intención
de establecer un teatro para
representar óperas alemanas
en Viena y que hace esfuerzos
para encontrar a un joven
director de orquesta que
entienda el idioma alemán,
que tenga talento y sea capaz
de trazar nuevos derroteros.
Benda, de Gotha, toma parte
en el concurso, pero Schweit-
zer está destinado a ello.
Pienso que sería algo indicado
para mí, con tal que el sueldo
sea bueno. Si el Emperador me
ofrece unos mil florines,
escribiré una ópera para él; si
no quiere tenerme, me da lo
mismo...».
Pero ya cuatro semanas
más adelante (4 de febrero)
revela sus verdaderos
designios, después de haber
terminado un viaje de arte a la
residencia de una princesa de
Orange, en
Kirchheimbolanden, durante el
cual la familia Weber llevaba
una vida ociosa en su casa,
mientras que las mujeres le
zurcían las medias y limpiaban
sus trajes.
«Concebí tal cariño por
esta desdichada familia, que
mi más vivo deseo es hacerles
felices; y tal vez sea capaz de
ello. Según mi opinión,
deberían ir a Italia. Por eso te
rogaría que escribieses a
nuestro buen amigo Lugatti,
cuanto más pronto mejor,
informándote sobre el sueldo
más alto que paga en Verona a
una prima donna...»
Naturalmente, quiere
acompañarla, escribiendo para
Aloysia arias y posiblemente
óperas.
«... Escribiré de buena
gana una ópera para Verona,
por cincuenta cequíes, con tal
de que ella adquiera renombre
así; pues si no la escribo yo, me
temo mucho que ella quede
estafada. En aquella época
habré ganado tanto dinero en
los otros viajes que nos propu-
simos hacer juntos, que no seré
yo el perdedor. Creo que
iremos a Suiza, y quizás
también a Holanda... Cuando
nos detengamos más largo
tiempo en algún lugar,
entonces la hija mayor nos será
de mucha utilidad; pues
tendremos nuestro propio
gobierno de la casa, porque
sabe cocinar.»
Podemos comprender que
Leopold se volvió casi loco al
pensar que su hijo migraría, a
través del mundo, como una
especie de gitano musical,
como factótum-compositor de
una futura prima donna. Escribe
(el 5 y el 12 de febrero de 1778)
dos de sus cartas más serias y
desesperadas, que honran
igualmente su inteligencia, su
carácter y su habla; que tratan
de abrir los ojos del hijo a la
situación económica de su casa
y convencerlo de la insensatez
de sus planes en Italia. Culmi-
nan en la orden:
«Vete a París, ¡y pronto!
¡Busca la protección de los
grandes!, aut Caesar aut nihil! El
solo pensamiento de ver París
debería preservarte de todas
las ocurrencias vanas... Desde
París suena el nombre y la
fama de un gran talento a
través del mundo entero. Allí
la nobleza trata a los hombres
geniales con máxima
deferencia, estima y cortesía;
allí conocerás una refinada
manera de vivir que forma un
sorprendente contraste con la
tosquedad de nuestros
cortesanos alemanes y sus
damas; y allí adelantarías en el
idioma francés».
Es culpa de Wolfgang si
Leopold llegó a equivocarse en
su aprecio de París y de su
nobleza. Pues Wolfgang no era
ningún conquistador; no
habría podido conquistar a
París aunque hubiera querido
hacerlo. Basta recordar la
manera con que Gluck sometió
a París. No ocurrió así por
tener Gluck diez años más que
Mozart, sino porque Gluck era
Gluck, y Mozart, Mozart. Este
era inmensamente superior al
maestro más viejo; en cuanto a
su talento original, divino, un
verdadero genio, pero incapaz
de convencer a la sociedad, al
mundo, de su personalidad. La
historia de la medalla que
adornaba el pecho de ambos es
un ejemplo que ilustra el
contraste de sus
personalidades. Ambos eran
caballeros de la orden de la
«Espuela de Oro», del «Spe-
ron d'Oro», que el Papa
concedía con la misma
facilidad con que otros
soberanos regalaban
tabaqueras de oro o hebillas de
zapatos con diamantes; Gluck
la había recibido en 1756;
Mozart, niño de quince años, el
8 de julio de 1770. Bien, la
orden en sí misma era des-
preciada y ridicula, pero
Gluck, el «caballero Gluck», le
confería dignidad; tal como un
gran estadista al que en la
mesa de la corte se asignó un
asiento secundario, decía
sencillamente: «Donde estoy
sentado yo, allí está siempre la
cabecera». Mozart ostenta la
orden en Augsburgo, la patria
de Leopold, haciéndose el
hazmerreír de los mozos
tontos, soberbios y groseros de
aquella ciudad, por lo que
renunció a llevarla desde
entonces, y se observa esa
medalla únicamente en el
retrato pintado para el padre
Martini en 1777.
¡Con qué cuidado había
preparado Gluck la conquista
de París! No sólo embajadores
y reinas participaban en esos
preparativos, sino todo el
público; Gluck tocaba en el
instrumento de la propaganda
ya en aquel entonces con tanta
maestría como más adelante
Meyerbeer o los «virtuosos»
instrumentistas del siglo XX.
Cuando llegaba Mozart a Pa-
rís, la disputa entre los
partidarios de Piccinni y de
Gluck estaba en su apogeo;
pocos días antes, había sido
representada por primera vez
la Armida (23 de septiembre de
1777), y el Roldan de Piccinni
sólo pocas semanas antes, el
día del 22 cumpleaños de
Mozart. Ningún día que vive
Gluck en París pasa sin
publicidad; en su viaje de
regreso a Viena, visita al
anciano Voltaire en Ferney, y
es como el encuentro de dos
príncipes reinantes. Mozart,
por el contrario, llega a París
silencioso e inadvertido, joven
que no llama la atención, como
miles de otros jóvenes,
acompañado por su anciana
madre que debe vigilarlo un
poco.
La estancia en París, que
duró desde el 23 de marzo de
1778 hasta el retorno en enero
de 1779, señala uno de los
puntos más bajos en la
trayectoria de la vida de
Mozart. Emprende el viaje con
contrariedad, porque lo aleja
de Aloysia; constantemente
piensa en ella, en lugar de
preocuparle el éxito; compone
poco, odia a París, a la
aristocracia parisiense, a los
burgueses de la Ciudad Luz,
considera insoportable al
protector Franz Melchior
Grimm, en que pone Leopold
sus máximas esperanzas, por
tener en sus manos la clave de
la publicidad, y esto porque él
mismo es malhumorado e
insoportable; a todo eso se
agrega la enfermedad y la
muerte de la madre, a la que
debe sepultar en tierra
extranjera. Fue una hora
tenebrosa cuando —el día 4 de
julio de 1778, a los dos de la
mañana— debió rogar al abate
Bullinger, amigo de la familia
en Salzburgo, que preparara a
su padre para la noticia de la
muerte de su consorte. «¡Llore
conmigo, amigo mío! Éste ha
sido el día más triste de mi
vida. Escribo esto a las dos de
la mañana. Debo informarle
que mi madre, mi querida
madre, no existe más...» Y más
tenebrosas deben haber sido
las horas cuando estaba al lado
de su lecho con la certidumbre
de que ya no había salvación.
Pero después de la exequias se
ocupa muy pronto de sus
asuntos y no se puede decidir
fácilmente hasta qué punto le
ayudó en ello su educación
rígidamente católica que le
obligaba a la «sumisión a la vo-
luntad de Dios». El principio
de una carta que escribió
quince días después a su
padre, es casi ofensivo en su
aspereza (18 de julio): «Espero
que hayas recibido mis dos
últimas cartas. No hablemos
más de su contenido principal.
Todo esto ha pasado; aunque
llenemos páginas enteras, no
podremos cambiarlo». El ser
humano es muy extraño y
lleno de contradicciones.
Mozart, sin duda, habrá escrito
asiduamente sus cartas
dirigidas a Aloysia, de las que
una, escrita en italiano, se ha
conservado (30 de julio); se
ignora si ella le contestó con
igual diligencia. Se ha
conservado también una larga
carta, dirigida al jefe de la
familia Weber, Fridolin; es una
de las numerosas cartas que se
ocupan de la muerte del
príncipe elector Maximiliano
José III, y de la mudanza de la
corte del Palatinado Electoral a
Munich, pues Carlos Teodoro
era el más próximo agnado de
Maximiliano José y no vacilaba
en apoderarse de la rica
herencia amenazada por la
Casa de Habsburgo por mucho
que le costase abandonar
Mannheim. Este cambio
convirtió para siempre a
Mannheim en una ciudad de
¡Cómo habrá sonreído la
familia Weber, a expensas del
amigo y protector de veintitrés
años de edad, que no sabía
ayudarse a sí mismo! Ellos sí
que sabían arreglarse muy
bien. Unas semanas después,
Aloysia fue contratada como
cantante en Munich; se
empleaba por fuerza también
al padre, y no necesitaban por
ninguna razón de la protección
de Mozart. El mismo describe
su situación en París con
mucha franqueza: «Ahora
debo contarte algo sobre mis
propios asuntos. No te
imaginas la terrible situación
que atravieso aquí. Todo mar-
cha tan lentamente; y hasta
que uno es bien conocido, no
se puede hacer nada en cuanto
a componer. En una de mis
cartas anteriores te dije lo
difícil que es encontrar un
buen libreto. Habrás
comprendido por mi
descripción de la música de
aquí, que no me siento feliz de
ninguna manera, y que... trato
de escaparme de aquí lo más
rápidamente posible...».
Mozart está completamente
perdido en medio de las
intrigas y el proteccionismo de
la metrópoli y es desde el
principio objeto de explotación
por parte de los potentados y
los llamados «amigos».
Compone coros, conjuntos y
arias, ocho piezas voluminosas
para un «miserere» de
Holzbauer que se deberá
representar en el concert
spirituel... gratis, por habérselo
pedido el director de esos con-
ciertos, Le Gros. Daríamos
probablemente todas las obras
de Holzbauer en cambio de
esas ocho piezas que se han
perdido. Compone para los
cuatro músicos de Mannheim
que se hallaban al mismo
tiempo en París, una sinfonía
concertante para flauta, oboe,
cuerno y bajón, pero en vano,
pues Le Gros no da ni siquiera
publicidad a esta maravillosa
obra. También está perdida
para nosotros, por lo menos en
el sentido de que no se ha
conservado la instrumentación
original. Mozart espera que el
célebre Noverre, teórico del
«ballet» que alegaba tener
influencia sobre el director de
la Gran Ópera (De Vismes) le
dé algún encargo, y escribe
para él la música de un
«ballet», Les pe- tits riens, trece
piezas de orquesta, en parte
muy extensas, ¡otra vez...
gratis! Se representa seis veces,
pero los anuncios y los diarios
ni siquiera nombran a Mozart.
En Saint-Germain, donde
saluda a sus viejos amigos de
Londres, Johann Christian
Bach y Tenducci, escribe para
este último un «castrato», una
escena con piano, cuerno, oboe
y bajón, esperando hacerse
grato al protector de Tenducci,
el mariscal de Noailles. El
mismo tiene poca esperanza
(27 de agosto): «No sacaré
nada de ello, excepto quizás
algún regalito insignificante;
Una vez se le ofrece una
verdadera oportunidad (14 de
mayo): «Rodolphe (Johann
Joseph Rodolphe, hombre
influyente y por lo que
sabemos, digno de confianza,
desde 1770 miembro de la
Capilla Real) está al servicio
real aquí y es un buen amigo
mío; entiende mucho de
música y escribe bien. Me
ofreció el puesto de organista
en Versalles si quiero
aceptarlo. El sueldo es de 2.000
libras por año, pero yo debería
permanecer seis meses en
Versalles y seis en París o
donde mejor me plazca».
Declina el ofrecimiento o,
mejor dicho, desde el principio
no está dispuesto a aceptarlo.
No toma en consideración la
inestimable vecindad de la
familia real, la facilidad del
servicio que le habría dejado
suficiente tiempo para
componer, ni la licencia de
medio año; rehúsa porque
piensa en Aloysia y porque no
ama la música francesa.
«Después de todo, 2.000 libras
no son una suma tan enorme;
aunque lo es en moneda
alemana, aquí tiene otro valor.
Equivale a 83 luises de oro y 8
libras al año, que son en
nuestra moneda 915 florines y
45 kreutzer, suma
considerable, lo admito, pero
que aquí vale sólo 333 táleros
con dos libras, lo que no es
mucho. Es espantoso con qué
rapidez desaparece aquí un
tálero. No estoy sorprendido
de la escasa importancia que se
da en París a un luis de oro,
pues en realidad es muy poca
cosa lo que puede adquirirse
con él; esos táleros o un luis de
oro, que es lo mismo, se gastan
en seguida...» No podemos ni
siquiera imaginar la trayectoria
que hubiera seguido la vida y
la historia de la música
francesa, si Mozart hubiese
aceptado.
A principios de 1778 se
decide Wolfgang por el
regreso a Salzburgo, con
poquísima gana. Impone
condiciones: que no se le ator-
mente ya con tocar el violín en
el servicio; quiere dirigir la
orquesta y acompañar arias al
piano; además quiere estar
seguro de la sucesión al puesto
de maestro de capilla. Sabe
exactamente lo que le espera
(15 de octubre): «Debo
confesar todavía, que iría a
Salzburgo con mayores ánimos
si no recordara que estoy al
servicio de la Corte. Es éste un
pensamiento insoportable para
mí. ¡Considéralo tú; ponte en
mi lugar! En Salzburgo nunca
sabía cuál era mi posición.
Estoy por ser todo ¡y me
convierto, a veces, en nada! No
pido ni demasiado ni poco. Yo
sólo deseo algo, y ¡creo ser
algo! En cualquier otro lugar
sabría yo cuáles son mis
deberes. En dondequiera,
quien comienza a tocar el
violín, queda aficionado a él y
lo mismo ocurre con el piano,
etc.». Añade: «Pero, sin duda,
todo esto podrá arreglarse».
Mas en el fondo de su corazón
sabe que no «podrá
arreglarse», que jamás podrá
sentirse feliz en el ambiente
salzburgués. Mucho más
escepticismo mostró en una
carta al abate Bullinger, a la
cual volveremos más adelante.
Es característico el hecho
de que ahora, que debe volver
a su patria, casi al término de
su estancia en París, juzga sus
perspectivas en esa ciudad
mucho más favorablemente y
supone podría tener pleno
éxito, con tal de permanecer
algunos años más; y que
parece estarle prometida la
composición de una ópera
francesa contra la cual ahora
súbitamente ya no tiene
ninguna antipatía. Ahora
habría continuado de buena
gana en París a pesar de su
desacuerdo con Grimm, que le
impulsa a la partida. No tiene
ni siquiera el tiempo necesario
para vigilar la grabación de sus
seis sonatas para piano y
violín, opus I; se ve obligado a
entregarla a la esposa de
Carlos Teodoro, en Munich, tal
como el editor Sieber las ha
copiado de las planchas. Le
han pagado quince luises de
oro, mucho menos de lo que
había pedido por ellas. El día
26 de septiembre abandona
París en una calesa de alquiler
y demuestra muy poco
apresuramiento por ver la
cúpula de la catedral de
Salzburgo. Se detiene durante
algunas semanas en Estras-
burgo, donde obsequia a los
vecinos con su arte por unos
pocos luises de oro en varios
conciertos; y mayor tiempo
aún permanece en Mannheim,
sin evitar el camino más largo,
aunque allí no se encuentra ya
la familia Weber. Y
prolongaría su permanencia en
Mannheim por dos meses más
si lograse estipular un acuerdo
con el barón Heriberto de
Dahlberg. Este había escrito el
texto de un drama en el estilo
de la Ariadna y de la Medea, de
Georg Benda, y un «drama
musical» titulado Cora, en el
estilo de Alcestes, de Wieland y
Schwitzer, y Mozart se ofreció
a poner música a las dos obras
por 25 y 50 luises de oro
respectivamente, con la
condición de obtener sus
honorarios por el drama
después de dos meses; y esto
no obstante que su padre
esperaba ansiosamente su
regreso, pues Leopold tenía en
sus manos, desde hacía cuatro
meses, el decreto provisional
del nombramiento de
Wolfgang y temía que el
arzobispo se diera cuenta,
finalmente, de que el organista
de corte recién creado hacía
mofa de él y anulara el decreto.
Pero el señor barón, o no podía
o no quería darle aquella
seguridad, y Mozart se había
hecho un poco más astuto,
debido a sus experiencias en
París. Así sigue viaje a Munich,
donde le espera la última y
más cruel desilusión de esta
gira tan rica en desengaños, de
la cual hablaremos en el
próximo capítulo. Su alma está
tan herida que no le es posible
abrir su corazón al padre;
difiere su confesión hasta su
encuentro (29 de diciembre de
1778): «... hoy sólo puedo
llorar. Tengo un corazón
demasiado sensible...». La
alusión del padre (28 de
diciembre) a los «alegres
sueños de Wolfgang», vale
decir las fantasías que se
refieren a Aloysia y la familia
Weber, provoca su irritada
respuesta (31 de diciembre).
«A propósito, ¿qué entiendes
tú con los "alegres sueños"?
¡No comprendo la alusión a los
sueños porque no existe mortal
en esta tierra que no sueñe
alguna vez! Pero ¡"alegres
sueños"! ¡Sueños pacíficos,
sedantes, suaves! Son éstos los
sueños que si se realizan,
harán mi vida más tolerable,
que es más triste que alegre.»
Esta frase, digna de un poeta,
revela íntegramente el estado
de su alma: dolor y fatalismo
al mismo tiempo.
Ahora se halla otra vez en
Salzburgo, empleado «muy
estimado» en la capilla
arzobispal, y éste es el
resultado de las grandes
ambiciones que le había hecho
concebir su padre hacía un año
y medio, y con las cuales había
salido de su casa. Lo siente en
su más íntimo ser, pues nadie
como él conoce mejor su
talento sobresaliente. ¡Y este
talento deberá estragarlo en
Salzburgo!; ¡al servicio de un
amo que no quiere entenderlo!
Su genio reclama las más altas
expresiones en la ejecución de
sus obras, la más sutil
interpretación, ¡y qué halla de
esto en Salzburgo! La carta
dirigida al abate Bullinger (de
agosto de 1778), que
mencionamos, prevé todo esto
en forma de una descripción
irónica, y esa carta es tan
instructiva y tan poco conocida
que merece que se la transcriba
íntegramente:
«Ahora en cuanto a
nuestro asunto de Salzburgo.
Usted, queridísimo amigo,
sabe muy bien cómo yo detesto
a Salzburgo, y no sólo por la
injusticia con que se ha tratado
a mi querido padre y a mí, que
por sí misma es suficiente para
hacernos olvidar un sitio tal y
borrarlo para siempre de
nuestra memoria. Pero
dejémoslo a un lado, con tal
que podamos arreglar las cosas
aquí de tal manera que nos sea
posible vivir de un modo
respetable. Vivir respetable o
felizmente son dos cosas
totalmente diferentes; y lo
último no puede conseguirse
sin poseer recursos de magia,
pues si lo hiciera, habría en
realidad algo sobrenatural en
ello, y es imposible, pues en
nuestros días no existen ya
brujas. Pero, ¡alto!, tengo una
idea: existen algunos que han
nacido en Salzburgo —en
realidad abundan ellos en la
ciudad—; usted sólo tendría
que cambiar la primera letra
de su verdadero nombre y
entonces ellos podrían
ayudarme. Bien, aunque
conozco lo que acontecerá, será
siempre el mayor placer para
mí abrazar a mi queridísimo
padre y a mi hermana, y
cuanto más pronto ocurra
mejor será. Pero no puedo
negar que mi goce y placer se
doblaría si pudiese hacerlo en
cualquier otra parte, pues
tengo mucha mayor esperanza
en vivir placentera y
felizmente en cualquier otro
sitio. ¿O cree tal vez usted que
quiero darle a entender que
Salzburgo es demasiado
pequeño para mí? En ese caso
estaría muy equivocado. Ya
expliqué las razones a mi
padre. Mientras tanto,
conténtese usted con mi
convicción de que Salzburgo
no es un lugar adecuado para
mi talento. Ante todo, no se
estiman mucho los músicos
profesionales; además, uno no
tiene ocasión de oír algo, pues
no existe aquí ni un teatro ni
una ópera; y si ellos quisieran
tener una, ¿quién hay aquí que
sepa cantar?
»Durante los últimos cinco
o seis años, la orquesta de
Salzburgo fue siempre rica en
cosas útiles y superfluas, pero
muy pobre en las necesarias y
careció en absoluto de lo
indispensable; y esto es lo que
ocurre en el momento
presente. Esos crueles Frecchi
son la causa de que nuestra
orquesta se quedase sin
director. Por eso lamento que
aquí no reine ni la
tranquilidad ni el orden. Esto
es el resultado de la falta de
previsión. Debería tenerse lista
una media docena de directo-
res de orquesta, de modo que
cuando uno falte, en seguida
otro pueda sustituirle. Pero
¿dónde puede conseguirse, en
los actuales momentos, a uno
solo? ¡Y el peligro apremia!
Deberán predominar el orden,
la paz, la inteligencia, en la
orquesta, si no se quiere que el
mal se expanda aún más y se
vuelva finalmente
irremediable. ¿No existe, en
realidad, ninguna de esas
pelucas ancianas con orejas de
asno, ninguna de las
provechosas cabezas piojosas
que pueda restituir el negocio
a su estado anterior?
Seguramente yo hago todo lo
que puedo en este sentido.
»Mañana voy a alquilar un
carruaje, y recorreré todos los
hospitales y enfermerías para
ver si hallo a un maestro
director de orquesta para ellos.
¿Por qué fueron tan
descuidados que dejaron
escapar a Mysliwecek? ¡Y lo
tenían tan cerca! Habría sido
un bocado sabroso para ellos.
No sería fácil encontrar a uno
como él y, además, a uno que
en aquel momento habría sido
exonerado del conservatorio
"Duque Clemente". Habría
sido el hombre apto para
espantar con su sola presencia
a toda la orquesta de la Corte.
Bien, no tenemos por qué
inquietarnos, pues donde hay
dinero no falta la gente para
los empleos. Sólo quiero
significar que ellos no pueden
aplazar demasiado la acción,
no porque yo sea tan loco que
tema que ellos no encuentren a
ninguno en absoluto —sé
demasiado bien que esa gente
ansia a un "kapellmeister" tan
apasionada y
esperanzadamente como los
judíos esperan a su Mesías—,
sino, sencillamente, porque en
este momento las
circunstancias son intolerables.
Sería por eso más útil y prove-
choso mirar alrededor en
busca de un "kapellmeister",
puesto que no disponen de
ninguno en el momento actual,
que escribir a todo el mundo
(como ya dije que hacen) para
asegurarse a una buena can-
tante en los papeles femeninos.
»Pero no puedo creerlo.
¡Una cantante femenina! ¡Y ya
tenemos tantas! Si se tratara de
un tenor podría comprenderlo,
aunque no necesitamos
ninguno tampoco. ¡Pero una
prima donnal ¡Ahora, que tene-
mos un "castrato"! Verdad es
que la señora Haydn está mal
de salud. Llegó a verdaderos
excesos en su austero modo de
vivir. Existen pocas personas
de las cuales se pueda decir
esto. Estoy sorprendido de que
no haya perdido su voz mucho
tiempo antes, ¡con sus
perpetuas flagelaciones, su
camisa de pelo, sus dañosos
ayunos y sus plegarias noc-
turnas! Pero ella conservará
largo tiempo sus fuerzas y, en
lugar de empeorar, su voz
mejorará diariamente. Cuando
finalmente Dios la coloque
entre el número de sus santos,
habremos perdido cinco can-
tantes, cada uno de los cuales
puede disputar la palma a los
otros. Así ve usted lo superfluo
que es un nuevo cantante. Pero
permítame discurrir ahora
acerca de otro caso. Suponga
que, aparte de nuestra Mag-
dalena llorona, no tengamos
otra cantante hembra, lo que
naturalmente no es así; pero
suponga que una esté
confinada, otra prisionera, la
tercera azotada a muerte, que a
la cuarta se le haya cortado la
cabeza y la quinta tal vez
poseída por el diablo: ¿qué
ocurriría? ¡Nada! Pues
tenemos un "castrato". ¿Sabe
usted qué clase de animal es?
Puede cantar un tiple alto y
además tomar un papel de
mujer a la perfección.
»El Capítulo se
entrometerá, claro está; pero,
en resumidas cuentas, la
intromisión es mejor que el
comercio; y no le molestarán
mayormente. Mientras tanto,
Ceccarelli hace a veces las
partes de hombres, otras, de
mujeres. En fin, sabiendo que
en Salzburgo la gente prefiere
la variedad, los cambios y las
innovaciones, veo ante mí un
campo vasto cuyo cultivo
puede hacer época. De niños,
mi hermana y yo trabajábamos
en eso un poquito, y cuando
algo no resultaba, ¡paciencia!
Pues cuando uno es generoso
puede obtener algo. No dudo
(y trataré de arreglarlo) que
logremos tener aquí a
Metastasio, haciéndolo venir
de Viena, o que podamos
hacerle el ofrecimiento de
escribir para nosotros algunas
docenas de textos de ópera en
las cuales el protagonista y la
prima donna no se encuentren
nunca.
»De esta manera el
"castrato" puede recitar los
papeles de ambos amantes y la
historia será por eso aún más
interesante, pues el público
admirará la virtud tan absoluta
de los héroes que evitan a pro-
pósito toda ocasión de hablarse
en público. Ésta es la opinión
de un verdadero patriota suyo.
Haga lo posible por encontrar
una persona de tragaderas
muy anchas para la orquesta,
pues eso es lo que ellos
necesitan en primer lugar.
Tienen una cabeza, es verdad,
pero esto precisamente es su
desgracia. No iré a Salzburgo
hasta que se haya hecho un
cambio en este sentido.
Cuando se haya efectuado eso,
estoy dispuesto a ir y volver
sobre el asunto en cualquier
momento que me encuentre
con usted».
Éste es el punto saliente:
«aquí no hay teatros ni ópera».
En los años de su permanencia
en Salzburgo, en 1779, Mozart
escribe dos misas y dos
vísperas, sonatas de iglesia,
sinfonías, serenatas, conciertos,
sonatas; y comienza también
una comedia cantada (que el
siglo XIX bautizó Zaida), que
queda inconclusa, tal vez por
parecer a Mozart que está
compuesta para un ambiente
demasiado pobre. Mozart
necesita la ópera grande; la
música sinfónica y de cámara
le parecen pasatiempos y
nimiedades en comparación
con todo lo que atañe a la
escena. Ya en 1764 escribe su
padre, de Londres,
refiriéndose a su hijo, que a la
sazón tenía nueve años de
edad (28 de mayo): «Tiene
ahora continuamente una
ópera en la cabeza, que quiere
representar aquí con varios
chicos». ¡Una ópera con gran
orquesta! Italia le enseñó que
la ópera es la máxima
embriaguez que puede dar el
arte; todas las formas, todos
los medios poderosos de la
música, que culminan en el
órgano más maravilloso: la voz
humana; ¡pasión dramática
transfigurada en un medio
mágico de la expresión! Hace
cualquier sacrificio para poder
escribir una ópera, superando
incluso su aversión por el
idioma francés, los cantantes
franceses, el público francés.
Escribirá toda clase de óperas:
seria o bufa, comedia musical
u ópera con tramoya; en
alemán o italiano; y a aquella
carta que escribió al profesor
Antón Klein en Mannheim (21
de marzo de 1785), en la cual
defiende tan patriótica como
patéticamente la idea de la
creación de una ópera
alemana, se podrán oponer
frases correlativas de una
docena de otras epístolas, en
las que pondera con igual
énfasis la ópera italiana,
¡solamente la italiana!
Al finalizar el año 1780 se
cumple este deseo. Se le
encarga la composición de una
gran ópera seria, para Munich,
y compone el Ido- meneo, que,
en su producción, es una obra
única. Finalmente tiene
reunidos, otra vez, todos los
medios poderosos, la orquesta
unida de Mannheim y Munich,
cantantes sobresalientes con
una excepción y una corte
demasiado bien acostumbrada
en lo que a cantantes se refería.
En su embriaguez, adorna a
esa ópera con tanta música que
habría destruido con ello su
eficiencia dramática, aunque
hubiera habido en ella más de
tal dramatismo y aunque no
hubiera pertenecido a un
género lírico que ya estaba en
vías de extinguirse. El mismo
sabía que esa ópera suya tenía
esta particularidad; la amó
durante toda su vida y trató de
exhumarla en Viena, en lo que,
sin embargo, fracasó.
Tampoco esta vez se
realizan las esperanzas que
pone en Carlos Teodoro. Se
comprenderá fácilmente que,
después de este aconteci-
miento, las relaciones entre
Mozart y Salzburgo debían
quebrantarse. El
provincialismo de su ciudad
natal lo paraliza. Lo confiesa
retrospectivamente (26 de
mayo de 1781):
«Confieso que el trabajo en
Salzburgo fue para mí una
carga y que nunca pude
acostumbrarme a él. Pero, ¿por
qué? Porque nunca era feliz.
Usted mismo debe convenir
que en Salzburgo, por lo
menos para mi gusto, no existe
diversión que valga un
centavo. Rehúso asociarme con
una buena cantidad de gente
de aquí, y la mayoría de los
demás no me consideran
bastante bueno. Además, no
existe aquí ningún estímulo
para mi talento. Cuando toco o
cuando se ejecuta alguna de
mis composiciones, es como si
el auditorio se compusiera sólo
de mesas y sillas. ¡Si por lo
menos hubiera en Salzburgo
un teatro medianamente
bueno! Pues, en Viena, ¡mi
única diversión es el teatro!».
Por eso considera la orden
de irse a Viena, en el séquito
del arzobispo de Munich,
después de la representación
del Idomeneo, como una fortuna
caída del cielo (ibídem):
«Parece que la Suerte quiere
darme la bienvenida, y ahora
siento que debo quedarme. Era
lo que sentía cuando abandoné
Munich. Sin saber el porqué,
miraba yo hacia adelante, muy
ansiosamente, hacia Viena...».
Desde entonces busca
oportunidades que puedan
servir como motivo de una
ruptura con el arzobispo,
quien lo distingue haciéndole
habitar en su palacio; mientras
el «castrato» Ceccarelli y el
violinista Brunelli están
alojados en otro lugar, él se ríe
de ello: «¡Qué distinción tan
magnífica!» El arzobispo está
orgulloso de la música de su
corte y lo presenta en varias
casas patricias, entre otras
también en la de su anciano
padre, vicecanciller del
Imperio: Mozart lo considera
una usurpación de sus
derechos, pues le priva de la
posibilidad de ganarse, con
particulares, más dinero.
Cuando se trata de una repre-
sentación de Mozart en la
sociedad de los compositores,
el arzobispo le niega permiso,
lo que hace rabiar a Wolfgang;
pero la posdata de la misma
carta, que manifiesta esa rabia,
nos informa que el arzobispo
dio finalmente su permiso,
aunque a regañadientes.
Mozart ocupa en la mesa un
puesto entre los ayudas de
cámara y los cocineros, y noso-
tros nos sentimos ofendidos
con él; pero debemos
considerar que su jerarquía
como organista de la corte era
el de un ayuda de cámara, y la
etiqueta del siglo XVIII, que no
sabía nada de tratamientos
privilegiados de los genios,
estaba formalmente en su
derecho con ese orden de
mesa. En sus cartas al padre,
Wolfgang manifiesta abierta-
mente su intención de mofarse
del arzobispo, a quien designa
con el epíteto de «arzo-pillo» (4
de abril de 1781): «Haré
volverse loco al arzobispo y
gozaré de ello».
No dudaremos de que
Colloredo ha leído una u otra
de esas cartas que se
escribieron, puede decirse,
ante sus ojos. Ve claramente
que Mozart hace obstrucción.
Así, aquél le hace advertencias
que zahieren, de la manera
más sensible, el orgullo de
Mozart como artista, y se
produce finalmente, a
principios de mayo, la
explosión, cuando Mozart se
niega a salir de Viena para
Salzburgo, con un encargo im-
portante, como se decía,
excusándose puerilmente con
impedimentos fingidos,
inexistentes. Colloredo insulta
groseramente a su organista de
corte y le dice, airado, que se
vaya al diablo. Mozart lo toma
por una invitación formal de
pedir su licencia; pero el conde
Karl Arco, hijo del camarero en
jefe de Salzburgo, no acepta su
solicitud. Pero él insiste, a
pesar de las objeciones
temerosas de su padre, al que
le gusta la intriga y tejer una
red en secreto, pero que teme
las rebeliones abiertas; y
cuando trata de entregar su
memorial, el tercero y último,
el conde Arco lo arroja con un
puntapié de la casa. Nunca se
produjo una despedida formal
del servicio arzobispal, y por
eso Mozart, cuando acaricia la
idea de visitar con su joven
esposa al padre y a la
hermana, en la primavera de
1783, expresa su temor de que
Colloredo pudiera vengarse de
él. Habla en favor del
arzobispo, que no piensa en
tales cosas, así como tampoco
nunca hizo sentir a Leopold
algún rencor por la conducta
de su hijo. Vivió lo bastante
para ver la gloria mundial de
su ex organista de corte; en
1803, después de la se-
cularización del arzobispado,
se trasladó a Viena. Murió en
1812, a la edad de ochenta años
y se puede presumir que sus
relaciones con su ex súbdito
Wolfgang Amadeus Mozart
nunca le causaron ningún sin-
sabor. Ha sido una desgracia
para su nombre y la fama que
le concede la posteridad, que
haya estado relacionado con
los Mozart.
El conde Karl Arco, que
adquirió cierto renombre en la
posteridad, al igual que
Colloredo, por el puntapié que
prodigó a Wolfgang Amadeus
Mozart, ha pronunciado, sin
embargo, en un coloquio que
precedió a aquel fin definitivo,
una frase profética: le
recomendó calurosamente el
regreso a Salzburgo,
previniéndole contra la
volubilidad de los vieneses (2
de junio de 1781):
«Créame, usted se expone
demasiado fácilmente a ser
deslumhrado en Viena. La
reputación de un hombre dura
sólo muy poco tiempo. Al
principio, es verdad, se le
colmará de alabanzas y ganará
mucho dinero con el contrato,
pero ¿cuánto tiempo durará?
Después de algunos meses los
vieneses quieren algo
nuevo...».
Es ésta una observación
cuya consistencia Mozart
admite, aunque formula
algunas reservas (ibídem):
«Es perfectamente obvio
que el vienés es capaz de
cambiar de afición, pero sólo
en el teatro; y mi estilo
personal es demasiado popular
para que no me habilite a
sostenerme por mí mismo.
¡Viena es ciertamente el país
del piano! Y aun concedido
que se cansen de mí, sucederá
esto no antes de algunos años,
seguramente no antes.
Mientras tanto, habré ganado
tantos honores como dinero.
Existen también otros sitios; ¿y
quién sabe qué oportunidades
se pueden presentar hasta
entonces?».
Mozart está en lo cierto con
sus previsiones: para los
primeros cuatro o cinco años;
pero no para el fin. Por el
momento no importa mucho
que fracase con sus esperanzas
y sus esfuerzos de convertirse
en maestro de piano de la
princesa de Würtemberg, la
novia del Gran Duque de
Rusia (30 de agosto de 1782):
«Sé que mi nombre figura en el
libro que contiene los nombres
de todos los que han sido
elegidos para sus servicios». (5
de octubre de 1782): «Bien, el
distinguido maestro de piano
de la princesa ha sido
finalmente designado. Basta
que cite su sueldo y usted
juzgará fácilmente la
competencia de ese maestro:
400 florines. Se llama
Summer». Mozart no se habría
vendido por 400 florines, por
lo que se traga su desilusión.
Logra, en realidad,
establecerse como lo que más
tarde se llamará «artista libre».
Da conciertos con salas
rebosantes y a los cuales
asisten todas las familias
amantes de la música de
Viena; publica algunas obras,
que en parte se remuneran
bien; así, por ejemplo, los tres
cuartetos dedicados a Haydn,
los que paga Artaria en cien
ducados; da clases bien re-
tribuidas de piano y
composición. Leopold vivió lo
suficiente para ver el éxito de
su hijo cuando lo visitó en
Viena, en 1785. Relata a su hija
lo siguiente, después de aguda
observación (19 de marzo de
1785): «Si mi hijo no tiene
deudas, podrá colocar ahora
unos dos mil florines en su
cuenta bancaria. Ciertamente
hay dinero aquí, y en cuanto
concierne al comer y beber, el
mantenimiento de una casa es
extremadamente económico».
Los 2.000 florines citados
eran sólo el cuádruplo de los
ingresos que solía obtener
Mozart con uno solo de esos
conciertos en la calle
Menhlgrube. Pero, ¡ay!, ¡cómo
se engañaba Leopold si creía
en cuentas bancarias de
Wolfgang! Ignoramos si
Mozart estaba ya metido en
deudas en aquella época, pero
lo cierto es que en un tiempo
no muy posterior muchas
veces se vio perseguido por
sus acreedores. Después de
pocos años, era un fracasado,
en cuanto a «artista libre». La
ópera El rapto del serrallo había
sido un éxito enorme, del cual
Mozart, como correspondía a
la época, no obtuvo ninguna
utilidad, excepto el pago de la
composición; hasta los
ingresos de la partitura para el
piano le fueron robados por un
editor de Augsburgo, que se
anticipó a su propia partitura.
Las bodas de Fígaro (1786) y Don
Giovanni (1787) fueron, en
Viena, fracasos totales o
parciales. Y no recibe ya
encargos para escribir óperas,
hasta 1790, Cosifan tutte. Cada
vez resulta más difícil la
organización de conciertos
subscritos; las tres grandes
sinfonías que compuso Mozart
en 1788, probablemente en
previsión de futuras
estrecheces, tal vez no hayan
sido ejecutadas nunca en vida
de Mozart. Los alumnos se
hacen más y más raros, por lo
que Mozart, un año antes de su
muerte, se ve obligado a rogar
a su amigo y hermano de logia,
Puchberg, que haga
comprender al público que
está dispuesto a aceptar otros
alumnos más, pues sólo le
quedaban dos. Los editores
pagan sus composiciones
mezquinamente, pues debe
malvenderlas con tal de que le
proporcionen dinero. Le es
imposible buscar su suerte en
otro lugar. Su padre impide su
viaje a Inglaterra,
desentendiéndose del cuidado
de sus nietos. Munich, Dresde,
Stutt- gart, Berlín, los únicos
lugares posibles, le están
vedados. El supuesto
ofrecimiento que, según dice,
le habían hecho durante su
permanencia en Berlín (en la
primavera de 1789), es decir,
de cambiar el servicio en la
corte del emperador por el de
la corte del rey de Prusia,
pertenece a las invenciones, así
como también el pretendido
motivo del rechazo de «que no
podría abandonar a su buen
emperador». Mozart estaba
muy lejos de un
sentimentalismo de esa clase y
no tenía ningún motivo para
aficionarse por José II, que
jamás mostró mucha
comprensión por su arte.
No obstante, José II da a
Mozart otra vez un empleo. El
15 de noviembre de 1787 había
muerto Gluck, y el día 7 de
diciembre nombra el
emperador a Mozart i. r.3
compositor de cámara con un
sueldo anual de 800 florines.
Mozart lo participa, el 19 de
diciembre a su hermana,

3 Imperial - Regio.
opinando que «estará contenta
de oírlo». Pero debe haber
exteriorizado su asombro
sobre la exigüidad de la suma,
porque sabía, probablemente,
que Gluck ganaba 2.000
florines, pues Mozart le
contesta (2 de agosto de 1788):
«Tengo ahora un contrato
permanente que por el momento
significa un sueldo de 800
florines. Sin embargo, nadie en
la familia cobra una suma tan
grande...». Era una especie de
gratificación que no le obligaba
a ninguna compensación; por
lo menos, no sabemos que
tuviera que componer ninguna
obra por mandato de las altas
esferas, a menos que no
queramos considerar en este
sentido La clemenza di Tito. Por
eso cabe admitir la veracidad
de la anécdota que narra que
Mozart, citando esa suma en
una declaración de sus
ingresos para la oficina de
impuestos, ha agregado la
observación: «Demasiado para
lo que hago y poco para lo que
podría hacer».
En 1790 murió José II,
sucediéndole en el trono el
archiduque Leopoldo, de
Florencia, a quien Leopold
Mozart, a su tiempo, había de-
seado tanto como amo de su
hijo. Mozart no puede haber
sido un desconocido para él.
Conoció por lo menos Las
bodas de Fígaro, que representó
en Florencia en la primavera
de 1788. Por eso Mozart abriga
nuevas esperanzas. Dirige una
solicitud al emperador para
obtener el puesto de segundo
director de orquesta, como
relata a su amigo Michael
Puchberg (17 de mayo de 1790:
«Tengo ahora grandes
esperanzas de un empleo en la
corte, porque poseo
informaciones dignas de
confianza de que el emperador
no rechazó mi petición ni con
una observación favorable ni
desfavorable, sino que la
retuvo. Es un buen indicio...».
¡Cómo se engaña Mozart!
Se recita una comedia a sí
mismo y al amigo, que es
también su hermano de logia y
su acreedor. El emperador
Leopold es el consorte de
aquella dama, la emperatriz
María Lu- dovica, que —según
se dice— llamó una «porquería
tudesca» a la última obra de
Mozart, La clemenza di Tito, que
había sido encargada y escrita
para las solemnes fiestas de la
coronación en Praga. Es indife-
rencia pura, si no algo peor, lo
que induce al emperador a
pone ad acta la solicitud de
Mozart. Éste intenta más
adelante interesar por su
asunto al archiduque
Francisco, más tarde
emperador del mismo nombre;
se conserva sólo el borrador, y
es dudoso que el escrito haya
sido presentado nunca: «Tengo
el atrevimiento de rogar a
Vuestra Alteza Real muy
respetuosamente que uséis
vuestra reconocida influencia
cerca de su Majestad el Rey
para que su Majestad quiera
considerar mi humildísima
petición. Impelido por el deseo
de fama, el amor del trabajo y
la convicción de mis amplios
conocimientos, me permito
aspirar al puesto de segundo
director de orquesta,
especialmente porque Salieri,
el muy experto maestro, no se
ha dedicado nunca a la música
de iglesia, mientras yo estoy en
extremo familiarizado con este
género, desde mi juventud. La
poca reputación que adquirí en
el mundo por mi manera de
tocar el piano me ha
envalentonado a pedir el favor
de Vuestra Majestad para ser
encargado de la educación mu-
sical de la Real Familia...».
¡Qué carta tan humilde y
humillante! ¡Esa reverencia
ante Salieri, en el que Mozart
debía ver a su enemigo mortal,
aunque en aquel momento
Salieri mismo se hallaba en
desgracia! Claro que no se
encargará de la enseñanza de
la Familia Imperial a un
músico sobre cuyas
circunstancias desastrosas,
tanto familiares como
económicas, circulaban las
voces más desacreditadoras. El
valeroso Niemtscheck, primer
biógrafo de Mozart, lo relató
así:
«Los enemigos y
calumniadores de Mozart
hicieron oír su voz es-
pecialmente hacia su fin y
después de su muerte, con
tanta infamia, que más de uno
de esos mitos malvados llegó
hasta los oídos del monarca.
Esas invenciones y calumnias
eran tan descaradas, tan insul-
tantes, que el monarca, a quien
nadie informaba mejor, quedó
muy enfadado. Además de
torpes invenciones y la
exageración de lascivias a las
cuales Mozart, según decían,
se había entregado, se afir-
maba que dejaba no menos de
30.000 florines de deudas,
suma que espantó al monarca.
»La viuda tenía la
intención de solicitar del
monarca una pensión. Una
amiga de nobles pensamientos
y excelente alumna de Mozart
(¿la señora de Trattner?) le
informó de las calumnias que
circulaban sobre su esposo en
la corte, y le aconsejó que
rectificase las ideas del
bondadoso monarca.
»Muy pronto tuvo la viuda
la oportunidad de poner en
práctica ese consejo:
»—Majestad —dijo con
doble celo durante la audiencia
—, todo hombre tiene
enemigos, pero nunca ha sido
ningún hombre perseguido
por los suyos como mi esposo,
¡y solamente por haber sido un
talento tan grande! Se ha osado
decir a Vuestra Majestad
muchas mentiras sobre él: se
han decuplicado las deudas que
ha dejado. Respondo con mi
vida que podré yo saldar todas
las deudas con 3.000 florines; y
esa deuda no la hicimos por
despiltarros. No tuvimos in-
gresos seguros; partos
numerosos, una enfermedad
grave y costosa que duró un
año y medio, que debí
soportar, me servirán como
disculpa ante mi monarca, que
posee un corazón tan
humanitario.
»—Si las cosas han
ocurrido así —dijo el monarca
—, se podrá hacer algo.
Prepare usted un concierto con
sus obras postumas y yo daré
mi apoyo.
»Tomó generosamente en
cuenta la petición, y poco
tiempo después se le asignó
una pensión de 260 florines,
que en sí es exigua, pero como
Mozart estuvo empleado sólo
tres años y entonces su viuda
no tenía todavía derecho a
recibir una pensión, ha sido
una gracia particular...».
Todo lo que Constanze
dijo en presencia del
emperador es verdad, aunque
no es la verdad entera. Sólo
nos consta que cuando murió
el i. r. compositor de cámara
Wolfgang Amadeus Mozart,
en las primeras horas del 5 de
diciembre de 1791, existía
únicamente una suma de más
o menos 200 florines en
efectivo, un mísero moblaje y
una pequeña biblioteca, cuyo
valor se tasó en 23 florines y 41
kreutzer. Éste es el balance
material, burgués, de la vida
de Mozart. Sin embargo,
existían casi intactos sus
manuscritos, como prueba de
su derecho a la inmortalidad.
III
MOZART Y EL
«ETERNO
FEMENINO»

No existe biografía de
Mozart que no contenga un
capítulo sobre «Mozart y las
mujeres», de igual modo que
no existe biografía de Goethe o
de Byron o de Wagner en que
se pase por alto ese punctum
punti. Sería posible eso, quizás,
en un filósofo como Kant u
otro gran hombre
representante de una ciencia
abstracta; pero no es posible en
un gran autor dramático. El
dramático Mozart, que creó
figuras como Constanze y
Blonda, Susana y la condesa,
doña Ana, doña Elvira y
Zerlina, Flor de Lis y
Dorabella, Pamina y Papagena,
sabía tanto de mujeres como
Shakespeare, y su labor en la
ópera se puede comparar, en
realidad, únicamente con la de
Shakespeare, que ha
convertido a sus figuras en
seres vivientes: son figuras que
viven eternamente sin dejar de
tener plena actualidad. Así
como Olivia, Rosalinda y Cata-
lina tienen todavía en algo
puntos de contacto con la
altanera señora de la nobleza,
la pastora disfrazada, la
malvada, sólo merced a Sha-
kespeare se han convertido en
las figuras típicas de Olivia,
Rosalinda y Catalina: así
Susana es todavía un poco
Colombina, y sin embargo, por
obra de Mozart, es ahora la
típica Susana, tan viva e
inconfundible, que conocemos
hasta la última fibra de su
corazón.
Pero a este conocimiento
de las mujeres no corresponde
su éxito con el bello sexo.
Casanova conquistó notables
triunfos con ellas, pero su
conocimiento de la mujer, por
genial que sea a veces, es sin
embargo muy incompleto.
Puede admitirse que Byron
haya tenido mucho éxito con
las mujeres, a pesar de su
cojera; pero era un lord, un
poeta romántico, un héroe
romántico y excepcionalmente
rico, y esto en un país como
Italia, donde se respetaba
entonces todavía a los lores.
Mozart no tenía ningún pie
defectuoso, pero era bajito de
estatura, endeble,
insignificante y pobre. Así sus
aventuras con las mujeres son
una sola cadena de fracasos, y
confirman también su inepti-
tud en este terreno.
Es muy natural que
Mozart, el niño prodigio, haya
sido muy mimado por las
mujeres en Viena, París,
Londres; y también cuando es
mayor, de muchacho, cuya
sensualidad se ha despertado,
le gusta que su manera de
tocar el piano o una
composición orquestal sea re-
compensada con el beso de
una bella mujer. Cuando vive
en Italia o en Viena, permanece
siempre en Salzburgo alguna
beldad a la cual transmite
mensajes y saludos por medio
de su hermana, su postilion
d'amour y su confidente.
Salzburgo, donde —como
en toda la Baviera meridional
— se trataba el erotismo con
mayor ligereza y realismo que
en el norte protestante, era el
sitio ideal para toda clase de
amoríos, y Mozart declaraba
más adelante que sería marido
cien veces si hubiera debido
casarse con cada chica con la
cual entablara,
incidentalmente, relaciones
íntimas. El objeto más apto
para tales juegos lo encontró
en Augsburgo, en 1797, en su
prima Maria Anna Tecla, hija
del hermano menor de
Leopold, Franz Aloys. La
«primita» se viste para él una
vez a la moda francesa, y
entonces es mucho más bella
que vestida de burguesa au-
gustense. Las chanzas
continúan por escrito en las
Cartas a la primita, tan mal
reputadas; con sus torpezas y
ambigüedades, están calcula-
das para producir sensaciones
eróticas; podrían considerarse
también cartas amorosas, pues
«los que se aman se toman
mutuamente el pelo». La
«primita» esperó
probablemente que Wolfgang
se casase con ella. Pero,
después de su aventura con
Aloysia, cambia Mozart: la
acompaña, sí, de Munich a
Salzburgo, a la casa de sus
padres, pero en sus cartas más
y más raras emplea un tono
que se torna cada vez más
serio. Maria Anna Tecla, más
adelante, se consoló
resueltamente como
corresponde a su
temperamento suralemán.
Leopold Mozart, que
evidentemente sabía muchas
cosas más que Wolfgang sobre
su sobrina, alude a ello en una
carta que dirige de Viena a su
hija (21 de febrero de 1785):
«Puedes imaginarte
fácilmente la historia de la
prima de Augsburgo: un
canónigo hizo su fortuna.
Cuando tenga más tiempo es-
cribiré una carta infernal de
aquí a Augsburgo, como si lo
hubiese sabido en Viena. Lo
más cómico en ello es que
todos los regalos que recibió, y
que estaban a la vista de todos,
los enviaba su señor tío de
Salzburgo. ¡Qué honor para
mí!».
Pero, ¿por qué una carta
infernal? Un observador
contemporáneo, el profesor
August Schlózer, de Gotinga,
que en un viaje a Italia
(1781/1782) visitó Augsburgo,
expresó lo que Leopold sabía
mejor que cualquiera: «La
libertad de la mayoría de los
ciudadanos de Augsburgo es
tan barata como la virginidad
de sus hijas, que los canónigos
compran, por docenas, cada
año». En el año 1793 dio a luz
la «primita» una hija natural,
que fue bautizada con el
nombre de Maria Anna
Victoria, que se casó en 1822
con el encuadernador y sereno
Franz Pümpel, de Feldkirch en
Vorarlberg, y murió en 1857.
Si la «primita» en algún
momento alentó la esperanza
de que Mozart se casase con
ella, perdió la partida desde el
instante en que éste conoció a
Aloysia Weber en Mannheim.
Ella poseía todas las cualida-
des para interesarlo: juventud
—pues tenía entonces dieciséis
años—, belleza —pertenecía al
tipo de la mujer esbelta,
altanera y aristocrática— y
musicalidad: su voz y su arte
lírico eran de expresión supe-
rior, aunque no se convirtió en
lo que Mozart, en su capricho
amoroso, esperaba de ella.
Aceptaba, como verdadera
coqueta, las protestas de amor
de Mozart hasta el punto que
su madre le permitía y sólo
mientras pudo esperar que
Wolfgang sería un yerno con
un brillante porvenir. Es muy
ilustrativo, para su carácter,
que no considerase digno de
ella conservar las cartas que
Mozart le dirigía desde París;
una sola, en idioma italiano,
que contiene amables
indicaciones para ayudarla a
perfeccionarse en el canto, se
ha conservado por verdadera
casualidad.
Cuando el Príncipe Elector
Carlos Teodoro trasladó su
residencia a Munich, fue
Aloysia la que decidió el
destino de la familia. El inten-
dente del teatro de la Opera de
Munich, conde Seeau, la
contrató para las funciones
líricas de la Corte, y en el
otoño de 1778 se trasladó la fa-
milia de Weber, excepto el hijo,
a Munich, el padre con un
sueldo de 600 florines y la hija
con el de 1.000 florines. Los
servicios de Mozart se habían
hecho innecesarios, y Aloysia
se lo hizo comprender sin am-
bages cuando, a finales de
diciembre, pasó por Munich en
su regreso de París. Aunque
conservaba exteriormente su
calma, se cuenta que fue al
piano y descargó su
resentimiento mediante una
expresión surale- mana que la
pluma se resiste a reproducir.
Pero interiormente estaba
quebrantado. Más adelante
comprendió mejor el carácter
de Aloysia y hasta le dijo
alguna injuria, ya que tenía
bastante oportunidad de
observarla desde muy cerca.
Pues un año y cuarto antes que
él, en septiembre de 1779, para
su desgracia, había llegado
también la familia Weber a
Viena: Aloysia, como cantante
de la ópera alemana, y el padre
Fridolin como cajero del teatro
nacional. El padre murió pocas
semanas después del traslado,
y no dejó otra cosa que un
pequeño baúl con un poco de
ropa blanca; esto es lo que
mamá Weber podía declarar
ante el tribunal de herencias.
Aloysia era el sostén de la
familia. Y eso aun más cuando
se casó, el último día de
octubre de 1780, en la catedral
de San Esteban, con el actor de
la corte y pintor Joseph Lange
(1751-1831). Mozart está
completamente equivocado
cuando escribe a su padre (9
de junio de 1781), que
evidentemente le reprochaba
que abandonase a su familia
como Aloysia, después de
deberle toda su educación
musical: «La comparación que
haces de mí con la señora
Lange me deja positivamente
perplejo y me aflige por el
resto del día. Esa joven vivía a
expensas de sus padres hasta
que pudo ganar ella misma su
manutención. Pero cuando
llegó el tiempo de poderles
mostrar su gratitud (recuerda
que su padre murió antes de
que ella pudiera ganar algo en
Viena), abandonó a su pobre
madre, se unió y casó con un
actor y su madre nunca recibió
ni un centavo de ella».
Aquí se siente hablar a
mamá Weber, que mentía
porque ella, histérica
demoníaca, no podía sino
mentir. En realidad, Aloysia no
salió de su casa sin
compensación. Lange se había
obligado a contribuir
anualmente con la suma de 600
florines durante todo el tiempo
que Aloysia y él mismo
tuvieran ingresos. Esta
circunstancia no impidió a
mamá Weber intrigar contra el
casamiento e intentar desunir
la pareja de novios. Lange
debió apelar a la Oficina del
Supremo Mariscalato a fin de
obtener el consenso para el
enlace. Ante esa oficina, Lange
tuvo la generosidad de
aumentar la subvención de 600
a 700 florines, obligándose
además al pago de esta suma a
su suegra con carácter vitalicio.
Sin embargo, no fue feliz
con Aloysia. Era un loco celoso;
así lo llama Mozart (16 de
mayo de 1781), y
probablemente no le faltaban
motivos, pues parece que ella
puso otra vez en Mozart sus
tiernos ojos. «... y ahora siento
que ella no es para mí un
objeto indiferente; por eso es
bueno para mí que su esposo
sea un loco celoso que no le
permite ir a ninguna parte, por
lo que raras veces tengo la
oportunidad de verla...»
Sin embargo, en los
primeros años se presenta la
oportunidad, pues en 1782 y
1783 escribió para ella cuatro
grandes arias. Luego se hace
una pausa, y sólo en abril de
1788 le dedica otra gran aria, la
última. De las arias que
escribió para ella entre los
años 1778 y 1788, se puede
deducir con exactitud el
carácter de su voz y de su
capacidad, o más bien lo que
Mozart argüía que formase ese
carácter. Las arias de
Mannheim están llenas de
ardor; en las compuestas en
Viena, Mozart piensa también
en la manera que pudiese
servir a la voz y la técnica
particular de su cuñada
Aloysia Lange; tiene
conciencia de la frialdad
interior de la poseedora de esa
voz.
Sí, Aloysia Lange, que
nació con el apellido de
Weber, era su cuñada, pues
Mozart se casó, como todos
saben, el 4 de agosto de 1782
con Constanze, hermana
menor de Aloysia, y los
antecedentes de ese
acontecimiento fatal son
demasiado característicos para
que los callemos. Dijimos más
arriba que Maria Cecilia
Weber fue para Mozart la
persona más funesta que pudo
existir; como acaece a menudo
en la vida de los hombres,
aciaga e ineluctable para la
pobre mosca, Mozart pagó un
precio muy caro por el
parentesco con la familia
Weber, que era el orgullo de
Cari Maria von Weber.
Después de la muerte de
su esposo, mamá Weber había
tomado en sus manos, segura
de su rumbo, el timón de la
nao de su familia. Debía
colocar a cuatro hijas, dos de
las cuales entraban en la edad
casadera. Maria Cecilia
comienza alquilando cuartos
amueblados. Abandona el
pequeño departamento en el
Kohlmarkt, del cual se había
llevado los restos mortales de
su esposo, mudándose al Auge
Got- tes, am Peter, en un
departamento mayor en el
segundo piso, donde alquila
piezas a jóvenes. Aloysia
abandona muy pronto la
vivienda materna; así quedan
Josepha, la hija mayor,
Constanze y Sophie. El primer
inquilino que cae en la red de
la araña, el 2 de mayo de 1781,
es Wolfgang Amadeus Mozart,
que se hallaba, entonces, en
plena reyerta con el arzobispo.
Una semana más adelante,
relata a su padre inocen-
temente: «... la vieja señora
Weber ha sido lo bastante
buena para aceptarme en su
casa, donde ocupo un lindo
cuarto. Además, estoy
viviendo con gente que está
obligada y me abastece de
cosas de las que uno tiene a
veces urgente necesidad y que
no puede obtener viviendo
solo...». El padre olfatea en
seguida la trampa y le manda
advertencia tras advertencia
en cartas que, claro está, luego
fueron destruidas por la viuda
de Mozart. Pero el padre no
consigue nada: «Créeme si te
digo que la anciana señora
Weber es una mujer muy
complaciente y que no puedo
hacer lo suficiente para
compensarla por su gentileza,
pues desgraciadamente no
tengo tiempo para ello».
Sin embargo, tiene tiempo
suficiente para hacer locuras
con la mediana de las tres hijas
restantes. Se trata de
Constanze, pues Josepha es ya
un poco vieja para él y Sophie
demasiado joven. Y mamá
Weber se encarga de que se
hable en Viena —que en aquel
entonces, y durante largo
tiempo más adelante también,
era como una ciudad de
provincia en cuanto a los
chismes y las calumnias— del
enamoramiento de Mozart y
su inminente enlace con
Constanze. Era ya tarde
cuando ella le aconsejó,
hipócritamente, que se mudara
para hacer callar las malas
lenguas. Mozart escucha ese
consejo, y se muda del
departamento de las Weber, en
septiembre de 1781, pero sólo
para volver cada día como
visitante. Pocos meses después
se ve obligado a pedir a su
padre, al que había descrito
sus relaciones con la familia
Weber como si carecieran de
importancia, el consentimiento
para casarse con Constanze
Weber.
Pues, mientras tanto,
mamá Weber, opinando haber
hecho lo suficiente para
comprometer a su segunda hija
con Mozart, había comenzado
a tocar otro instrumento. Se
ocultaba, para ello, tras un
compinche digno en todo de
ella, Johann Thorwart, el tutor
designado para sus cuatro
hijas por la Mariscalía
Suprema de la corte. Ese
Thorwart había llegado, de
ayuda de cámara y peluquero
del príncipe Lam- berg, al
cargo de revisor de cuentas en
el teatro nacional y era un ad-
venedizo brutal, que como
factótum del caballero —
intendente, el príncipe
Francesco de Orsini—
Rosemberg, hacía de éste lo
que quería, y con el cual
Mozart debía contar también si
quería lograr algo en el teatro.
Se había enriquecido,
probablemente merced a
hábiles malversaciones, lo que
nunca se le pudo o quiso
comprobar; ignoramos cuánto
le dio o prometió Maria
Cecilia. Sea como fuere: recita
muy bien su papel fingiendo
que la mamá no tenía nada que
ver en el asunto. Mozart culpa,
sin ninguna razón, a gente
completamente ajena a la
cuestión, como por ejemplo el
compositor Peter von Winter
(22 de diciembre de 1781):
«Ciertos caballeros
entrometidos e imprudentes,
como el señor Winter, deben
haber gritado en los oídos de
esa persona (Thorwart), sin
conocerme en absoluto, toda
clase de trápalas sobre mi
persona: que no tengo ingresos
fijos..., que me mostraba
demasiado íntimo con ella...,
que debería guardarse de mí,
pues probablemente
coqueteaba con ella..., que la
niña quedaría entonces
deshonrada, etcétera. Todo
esto le hizo presentir el
peligro, pues la madre, que me
conoce y sabe que soy hombre
honrado, deja que las cosas
sigan su curso y no le dijo
nada sobre ellos. Pues mi
única relación con ella consiste
en haber vivido con esta
familia y en frecuentar ahora
su casa todos los días. Pero el
tutor continuó importunando
a la madre con sus obser-
vaciones, hasta que ella me lo
contó y me pidió que hablara
con él mismo, agregando que
algún día iría a su casa.
Llegó... y tuvimos una
conversación..., resultando
(como yo no expresaba mis
intenciones con la claridad que
él exigía) que dijo a la madre
que debía prohibirme que me
acercara a su hija, hasta que no
llegara a un acuerdo por
escrito con él. Es un amigo
demasiado bueno y le debo
mucho. Estoy muy satisfecho.
Confío en él. Usted debe
arreglarlo con él mismo. Me
prohibió tener tratos ulteriores
con Constanze, a menos que
no le entregara una promesa
por escrito. ¿Qué remedio me
queda? O debía darle una
obligación escrita o abandonar
a la muchacha. Pero, ¿qué
hombre que ama sincera y
honradamente puede
abandonar a su amada? ¿No
interpretaría la madre y mi
amada misma esa conducta de
pésima manera? Esta era mi
situación. Así, firmé un
documento cuyo contenido me
obligaba a casarme con la se-
ñorita Constanze Weber en un
plazo de tres años y que en
caso de que resultase
imposible hacerlo debido a un
cambio en mis afectos, ella
queda autorizada para
reclamarme trescientos
florines anuales. Nada en el
mundo me era más fácil que
aceptar esa cláusula, pues
sabía que nunca he de pagar
esos 300 florines, porque
nunca la abandonaré, y que,
aunque fuera tan desgraciado
como para cambiar de opinión,
me estimaría demasiado feliz
si pudiera desembarazarme de
ella por 300 florines, mientras
Constanze, por su parte, en
cuanto la conozca, es
demasiado orgullosa para
aceptar dinero por este
motivo. Pero, ¿qué hizo esa
muchacha angelical después
de que el tutor se fue? Pidió el
documento a su madre y me
dijo: ¡Querido Mozart! No
necesito ninguna seguridad
escrita de usted. Creo en lo que
usted dice, e hizo pedazos el
papel». Con esta comedia de
magnanimidad atrajo
Constanze al mirlo aun más
seguramente en su red.
Thorwart había prometido no
proferir ni una palabra sobre el
acontecimiento; «pero —16 de
enero de 1782— a pesar de la
solemne promesa contó lo
ocurrido por toda la ciudad de
Viena, lo que hizo vacilar
mucho la buena opinión que
se tenía de él...». Mozart
defiende todavía, aunque un
poco débilmente, a la
extorsionista y su cómplice:
«El señor de Thorwart no se
portó muy bien, pero no tan
malamente —como afirmaba
Leopold, exasperado— que se
deba encadenar a él y a la
señora Weber, arrastrarlos por
las calles y colgar de su cuello
un sambenito con las palabras:
Seductores de la juventud».
Pero pronto él también
abre los ojos sobre su futura
suegra y sus futuras cuñadas.
Mamá Weber intentó, ante
todo, inducir a su hija y a su
futuro yerno a alojarse en su
departamento; parece que
Mozart nunca fue para ella
más que un objeto de
explotación que le prometía
muchas ganancias. Cuando,
tanto Mozart como Constanze,
se negaron a ello, empezó a
atormentar a su hija, para
echarla de la casa lo más
pronto posible, en lo cual las
hermanas de Constanze la
asistieron con todo celo. Sólo
Constanze es un ángel. «En
ninguna otra familia (15 de
diciembre de 1781) me he
cruzado con caracteres tan
diferentes. La mayor es una
mujer perezosa, grosera,
pérfida y astuta como una
zorra. La señora Lange es una
persona falsa, maliciosa y
coqueta. La más joven —
demasiado joven para
distinguirse en algo— es una
criatura bonachona, pero
superficial. ¡Que Dios la
proteja de la seducción! Pero la
mediana, mi buena, querida
Constanze, es la mártir de la
familia y probablemente por
esta misma razón, la más
infantil, la más valiente, en
suma: la mejor de todas.» Se
llega a tal punto que
Constanze abandona la
morada materna y se muda a
la casa de una protectora de
Mozart, la baronesa de
Waldstatten, ayudando esto
muy poco a la buena fama de
Constanze, pues la señora de
Waldstatten era una dama
carente de prejuicios y gozaba
de una reputación dudosa.
Mamá Weber quiere hacer
volver a su hija a su casa con
ayuda de la policía. Era preciso
celebrar el matrimonio cuanto
antes. El 4 de agosto de 1782 es
el día fatal de las bodas; el
consenso del padre, no carente
de significado simbólico, llega
al día siguiente.
Recapitulando toda esta
desdichada historia del
matrimonio de Mozart y su
incapacidad para romper la
red tendida a su alrededor, el
hado aparece todavía más
incomprensible. Pues en otras
oportunidades Mozart solía ser
hasta grosero cuando las
mujeres demostraban tener
pretensiones. Ahí tenemos a la
hija del pastelero de la corte de
Salzburgo, de ojos grandes y
hermosos, «que bailaba con él
en el Stern, que le hacía
amables cumplidos y terminó
en el convento de Loreto»
(Leopold, 23 de octubre de
1777). Cuando la niña
comprende que Mozart quiere
abandonar Salzburgo, deja el
monasterio para impedírselo;
es ésta la historia de un amor
sin esperanza que nos imagi-
namos no sin profunda
emoción. Mozart contesta (25
de octubre) muy embarazado y
al mismo tiempo con
frivolidad; se ve que el asunto
le conmueve, pero que trata de
alejarlo de su mente. En sus
primeros años vieneses es otra
vez víctima de un amor
desgraciado: la pianista
Josepha Aurnhammer. No se
puede superar la crueldad con
que la describe (22 de agosto
de 1781): «Cuando un pintor
desee representar al diablo,
deberá elegir su cara como
modelo. Es tan gorda como
una mozuela de los campos,
suda que me hace casi vomitar
y se mueve tan escasamente
vestida que usted puede leer
como si estuviese impreso allí:
"Por favor, ¡miren aquí!". En
verdad no carece de atractivos
y aun es suficiente para cegar a
uno; pero queda castigado
para el resto de su vida si es
tan desgraciado que deja vagar
sus ojos en aquella dirección...,
¡el único remedio es el emético
tártaro!; ¡tan aborrecible, fea y
horrorosa es! ¡Puf!». En aquel
tiempo, Constanze había ya
obtenido el triunfo que
esperaba.
¿Quién era esa Constanze
Weber, casada con Mozart? Su
gloria consiste en que
Wolfgang Amadeus Mozart la
amó y la llevó, así, consigo a la
eternidad como el ámbar a la
mosca; pero no se debe
concluir de ello que mereció
ese amor y esa gloria. La
necrología de Schlichtegroll
describe: «En Viena se casó con
Constanze Weber, buena ma-
dre de sus hijos, que intentó
impedir que cayese en muchas
tonterías y liviandades...».
¿Había sido la vergüenza de
falsear hasta un punto tal la
verdad, lo que indujo a
Constanze a hacer ilegible
hasta este punto la necrología
en la edición de Graz?
¡Tonterías y liviandades!
Mozart murió antes de cumplir
los treinta y seis años de edad,
y, sin embargo, recorrió todas
las etapas de la vida, sólo que
lo hizo más rápidamente que
los mortales comunes. A los
treinta años de edad es infantil
y sabio al mismo tiempo; une
la suprema fuerza creadora
con el máximo entendimiento
del arte; mira las cosas de la
vida y el tras- fondo de las
cosas de la vida; conoce, antes
de su fin, aquella sensación
segura del desenlace que
consiste en que la vida pierde
todo atractivo. (De Francfort,
30 de septiembre de 1790): «Si
la gente pudiera ver dentro de
mi corazón, debería
avergonzarme. Todo me pa-
rece frío, frío como el hielo. Si
usted estuviera conmigo,
podría yo quizás sentir un
placer mayor en el afecto de
los que encuentro aquí. Pero
como están las cosas, todo es
tan vacío...».
Y aun es más expresivo
cinco meses antes de su muerte
(7 de julio de 1791): «No puedo
describir lo que experimenté:
una especie de vacío que me
hace un mal terrible, una
especie de anhelo que nunca
queda satisfecho, que nunca
cesa y que siempre persiste e
incluso crece cada día...».
Seguramente no es añoranza
de la esposa —como quiere dar
a entender y tal vez lo creía él
mismo— lo que hay tras ese
«cierto vacío», esa «cierta
añoranza», sino que era el
presagio de la muerte. ¡Quién
sabe si Constanze lo
comprendió! Se puede dudar
de ello, pues no era capaz de
seguir a esas regiones a
Mozart. No era ni siquiera una
buena ama de casa, nunca la
cuidó, sino que en lugar de
facilitar la vida y el trabajo de
su esposo, por medio de cierta
comodidad exterior, participó
alocadamente en la bohemia
de su vida. Mozart, en cambio,
trató de hacerle la vida lo más
cómoda posible con sus tiernas
atenciones, cuidados estos de
los cuales tenía ella, a causa de
sus numerosos embarazos,
suma necesidad. Entre el mes
de junio de 1783 y julio de
1791, nacieron no menos de
seis niños, cuatro varones y
dos mujeres, de los cuales
sobrevivieron sólo el segundo
y el último. Mozart estaba
atado a ella por una atracción
sensual como lo demuestran
en forma inequívoca algunas
de sus últimas cartas; se han
destruido o se han convertido
en ilegibles otros testimonios.
Ella había heredado de su
padre cierta musicalidad;
mamá Weber carecía
totalmente de talento musical
y Mozart afirmó una vez
después de llevarla a una
representación de La flauta
mágica (octubre de 1791): «Lo
que ocurre en su caso es
probablemente que quiere ver
la ópera, no oírla». Pero
Constanze no tiene mucho
talento, ni como cantante ni
como intérprete de la música, y
es significativo que Mozart no
terminó ninguna de las
composiciones que le estaban
destinadas; éste es el
verdadero juicio sobre su
musicalidad. Era
completamente inculta y no
sabía cómo portarse cada vez
que esto era necesario. Como
estimaba útil ganar el corazón
de su futuro suegro y de su
futura cuñada, escribe el día 20
de abril de 1782, al pie de una
carta de su prometido, la
posdata siguiente, que permite
conocer en conjunto el estado
de ánimo y el grado de cultura
de su autora:
«Muy estimada y
apreciada amiga.
»Nunca habría tenido el
atrevimiento de ceder a mi
deseo y anhelo de escribirle,
estimadísima amiga, si su
señor hermano no me hubiera
asegurado que usted no
tomará a mal este paso que
doy movida por el abrumador
deseo de comunicarme por lo
menos por escrito con una
persona desconocida, sí, pero
estimabilísima, por el solo
hecho de llevar el nombre de
Mozart. Se enojará usted si oso
decirle que yo —sin tener el
honor de conocerla
personalmente sino sólo como
hermana de su tan digno
hermano— la aprecio y amo...
y me atrevo a pedir su
amistad; sin ser una persona
soberbia, puedo decirle que en
parte ya la merezco y que
trataré de merecerla entera-
mente; ¿me es lícito ofrecerle la
mía (que le he otorgado desde
hace mucho tiempo
secretamente en mi corazón)?
¡Oh, sí! Lo espero... y en esta
esperanza permanezco
estimadísima y apreciadísima
amiga sü
servidora obedientísima y
amiga CONSTANZE WEBER
»Le ruego bese las manos
de su señor padre en mi
nombre»4.

4 El original alemán contiene


innumerables errores de ortografía.
Podemos imaginarnos que
Leopold se habría encogido de
hombros al leer esta
diplomática epístola. La
ligereza que Mozart creía
observar en la hermana menor
de Constanze, existía en no
escasa cantidad en ella misma;
es conocida la carta de Mozart
del 29 de abril de 1782 —tres
meses antes de las bodas— en
la que exterioriza a Constanze
los más dulces y serios
reproches por su conducta
ligera durante un juego de
prendas: «... el menor
reconocimiento sobre su
conducta algo ligera en aquella
oportunidad habría arreglado
todo otra vez; y si usted,
querida amiga, no quiere
considerarlo como agravio,
todo será como antes. Usted
experimenta ahora cuánto la
amo. No me enciendo en
cólera como usted; pienso,
reflexiono y siento. Pero si
usted renunciara a su
resentimiento, entonces yo sé
que el mismo día seré capaz de
declarar con absoluta
confianza que Constanze es la
novia honorable, virtuosa,
prudente y leal de su honrado
y devoto Mozart». Una sola
cita de una carta (16 de abril de
1789), escrita en Dresde, es
suficiente para demostrar el
gran cuidado de Mozart y
también sus preocupaciones:
«... Mi querida pequeña
esposa, tengo que hacerte
cierto número de pedidos:
»1.° Que no te pongas
melancólica.
»2.° Que cuides tu salud y
te guardes de las brisas
primaverales.
»3.° Que no salgas de
paseo sola y preferiblemente
no te pasees en absoluto.
»4.° Que estés
absolutamente segura de mi
amor. Hasta la fecha no te
escribí ni una sola carta sin
colocar ante mis ojos tu
querido retrato.
5.° y último: Te ruego que
me envíes más detalles en tus
cartas. Me gustaría mucho
saber si nuestro cuñado Hofer
fue a visitarnos el día después
de mi partida. Y si él viene tan
frecuentemente como me lo
prometió. Si los Lange vienen
con frecuencia. Si el retrato
progresa. ¿Qué vida llevas?
Todo esto es naturalmente de
sumo interés para mí.
»6.° Te ruego ser en tu
conducta no sólo cuidadosa de
tu honor y del mío, sino
también salvaguardar las
apariencias. No te enojes por
escribirte yo esto. Deberías
amarme más todavía por
estimar tu honor». Mozart no
podía confiar en Constanze a
propósito de los actos más
variados. En los últimos
tiempos de su vida, debe
ponerla sobre aviso contra las
malas compañías, a ella, cuyo
bienestar está para él por
encima de todo. (Verano de
1791): «... hazme el favor de no
ir al Casino. Primero: la
compañía es... ya sabes qué
quiero decir... Segundo: no
puedes bailar así como están
las cosas..., ¿y sólo para
mirar?... Bien, lo podrás hacer
más fácilmente cuando tu
mari- dito esté contigo». No
está seguro, por ninguna
razón, de su fidelidad
conyugal, y pensándolo así,
cierta anécdota que conocemos
por tradición oral, adquiere
consistencia y una explicación
inocente (cfr. H. Rollett, Mozart
y Badén, Mozarteums-
Mitteilungen II, 4; agosto de
1920):
«En el verano de 1791, el
joven teniente V. Malfatti
estaba sometido a un
tratamiento médico con las
aguas de Badén, para curarse
las heridas de la última guerra
contra los turcos; y como
rengueaba, estaba obligado a
permanecer casi todo el día en
su cuarto, situado en la planta
baja. Allí estaba sentado a la
ventana, leyendo y mirando
frecuentemente por encima del
libro la joven y esbelta mujer
de rizos negros que vivía
enfrente, también en un
departamento. Un día, hacia el
crepúsculo, observa a un
hombre bajito que se acerca
furtivamente a aquella casa,
que mira cautelosamente a su
alrededor e intenta escalar la
ventana de la señora.
Rápidamente acude
rengueando el señor teniente,
para protestar a su bella vecina
y agarrar al hombrecito por el
hombro. "¿Qué desea el señor
aquí? La puerta no es ésa."
"Espero que se me permitirá
entrar en el cuarto de mi
esposa" —fue la respuesta.
Era... Mozart que había llegado
inesperadamente de Viena,
para visitar a su Constanze, y
quería, según su costumbre,
sorprenderla doblemente por
estar sentado, de noche, en su
estancia sin que nadie lo
supiese, cuando ella volviera
de su paseo higiénico a casa».
Hay mucho que leer entre
líneas, cuando escribe a
Constanze a ese lugar de cura
(25 de junio de 1791):
«¡Cuidado con los baños! Y
duerme más..., no tan
irregularmente, si no, me
atormento... Estoy un poco
inquieto sobre eso...». ¡Un
poco inquieto! La digna esposa
ha sabido poner las cosas en
tal punto que no parece sino
que ella debiera demostrar su
indulgencia con las
escapaditas de su esposo con
las sirvientas. De todo esto,
nada queda demostrado; y ni
siquiera el asunto «Hofdemel»
prueba algo contra Mozart.
Franz Hofdemel, canciller del
tribunal, antes secretario
particular de un conde Seilern,
era hermano de logia de
Mozart; estaba casado con
Magdalena, hija del director
de orquesta Gotthard Pokorny,
a la cual Mozart daba clase de
música. Hofdemel se contaba
entre los acreedores de
Mozart, quien le había pedido
repetidas veces un préstamo,
lo que expresa una carta que se
ha conservado (abril de 1789),
en la cual alude a la pronta ad-
misión de Hofdemel en la
logia. Cinco días después de la
muerte de Mozart, intentó
asesinar a su esposa, a la sazón
embarazada, produciéndole
con una navaja de afeitar
heridas en la cara y el cuello,
después de lo cual se suicidó.
Se atribuyó el acto a celos... Sin
embargo, existen también
casos en los que son
injustificados.
La viuda recibió del
emperador Leopoldo un
subsidio de 560 florines; el
escándalo público la obligó a
irse a vivir a casa de su padre,
a Brünn, donde dio a luz a un
varón, Johann von Nepomuk
Alexander
Franz. No se sabe si el niño fue
hijo de Mozart o de Hofdemel,
pero llama la atención que
llevaba los nombres tanto de
Johann Wolfgang Amadeus
como de Franz.
La única mujer contra la
cual Constanze hubiera podido
sentir celos justificados, una
mujer que ocupaba no sólo los
sentidos de Mozart, era Anna
(Nancy) Selina Storace, su
primera «Susana». Nació en
1766 en Londres; su padre era
italiano, el tocador de bajo
Stefano Storace, su madre
inglesa; su hermano Stephen,
alumno de composición de
Mozart, era un alumno digno
del maestro, como lo prueban
sus preciosas óperas bufas.
Estudió canto con Razzini,
yendo luego a Italia, donde se
perfeccionó en el
«Ospedaletto» de Venecia.
Desde 1780 cantó
públicamente en Florencia,
Parma y Milán, llegando en
1783 a Viena. Su destino
matrimonial se pareció al de
Mozart: en 1784 cometió la
tontería de casarse con su
compatriota John Abraham
Fisher, que tenía veintidós
años más que ella, era
violinista, compositor, ba-
chiller y doctor en música de
Oxford y pasaba en 1784 por
Viena, en un viaje artístico. La
maltrataba tanto, que el
emperador, airado, lo echó de
sus dominios. Anna Selina
adoptó otra vez el apellido de
su padre, y durante toda su
vida mantuvo cuidadosamente
en secreto su matrimonio entre
sus compatriotas. Se puede
presumir que Mozart y ella se
hallaron en un estado de pleno
entendimiento mutuo. Era
hermosa, digna de ser amada,
artista y cantante consumada;
su sueldo en la ópera italiana
de Viena era, por aquella
época, de un monto increíble.
La escena y aria Ch'io m'accordi
di te (Que yo te recuerde), K.
505, para soprano, piano
obligado y orquesta, fue dedi-
cada a ella: «Para la señorita
Storace y yo», se lee en el índex
temático de Mozart y el
autógrafo dice: «Compuesto
para la señora Storace por un
servidor y amigo, W. A.
Mozart, el 26 de diciembre de
1786».
Consiste en un dúo
acompañado entre la voz
humana y el piano, una
declaración de amor en
sonidos, la transfiguración de
una relación en una esfera
ideal por no poderla realizar.
Por suerte, Constanze no era
sensible a esas cosas. Mozart
planeaba emprender aquel
viaje a Londres, en 1787, que,
como dijimos, fue impedido
por su padre, en compañía de
la Storace, su hermano y el
tenor Michael Kelly. Sin
embargo, quedó en relaciones
epistolares con Anna Selina.
Nunca se ha sabido el destino
de esas cartas; sin duda, Anna
Selina las habrá custodiado
como un tesoro y
probablemente destruido antes
de morir —falleció en 1817 en
Dulwich— por no estar
destinadas a ojos
profanadores.
Muchas veces se ha
censurado más o menos
severamente la conducta de
Constanze en ocasión de la
muerte de Mozart y después
de ella. Estaba enferma,
desconsolada y no podía
impedir que el favorecedor de
Mozart, el bibliotecario de la
Corte Imperial, Gottfried van
Swieten, ordenara sepultar al
mísero cadáver, por economía,
en una fosa común. Así ella no
podía ni visitar la tumba de su
marido, ni adornarla, ni
colocar una lápida
conmemorativa, lo que se le ha
reprochado también sin razón
alguna, por el solo motivo de
que no podía encontrarse la
tumba. Sólo después de
muchos años, en 1808 o 1809,
fue al cementerio de San
Marcos en busca del lugar, y
supo, en aquella oportunidad,
que las tumbas en común se
dejaban intactas sólo durante
siete años. El día de su muerte
escribió en el álbum de su
esposo, debajo de una
anotación de él para su amigo
Barisani, lo siguiente:

«Lo que escribiste en esta


hoja un día a tu amigo
Sigmund Barisani, doctor en
Medicina, lo escribo,
profundamente dolorida,
ahora a ti, muy amado esposo
mío. Mozart, inolvidable
hombre para mí y para toda
Europa, ahora has ganado
merecido reposo para toda la
eternidad. A la una de la
madrugada del 4 al 5 de
diciembre de este año
abandonó, en su 36 año de
edad —¡oh cuán precozmente!
—, a este mundo bueno pero
ingrato. ¡Oh Dios mío!,
durante ocho años nos unieron
los lazos más tiernos e
indestructibles de esta vida.
¡Ojalá pueda yo estar unida
contigo pronto, para toda la
eternidad!
»Tu
afligidís
ima
esposa,
C
O
N
S
T
A
N
Z
E
W
E
B
E
R
V
O
N

M
O
Z
A
R
T
.
»

No pongo en duda la fecha


5 de diciembre, pero sí el año
1791; pues la anotación se hizo
mucho más adelante.
Constanze, en aquel entonces,
no tenía la menor idea de que
su esposo era inolvidable para
toda Europa. La creciente fama
mundial de Mozart despertó
en ella, poco a poco, la
comprensión de quién era el
hombre que un día la había
sacado del Auge Gottes (Ojo de
Dios) y al lado del cual había
vivido durante nueve o diez
años. Contribuyó a esa
inteligencia el valor material
acrecido de los manuscritos
inéditos de Mozart, de los
cuales poseía todavía gran
número —pues de las más de
600 obras de Mozart se habían
publicado sólo más o menos 70
— y que ella cuidaba
amorosamente.
Con esto podemos
despedirnos de Constanze
Mozart. Sin embargo, debemos
concederle también algunas
palabras amables, pues
después de la muerte de
Mozart aparecieron algunas
cualidades buenas, entre ellas
—lo que resulta tragicómico—
incluso un marcado sentido
innato para los negocios, del
que Mozart, en vida, había
carecido totalmente. Pocas
semanas después de su muerte
vende, al rey de Prusia, ocho
manuscritos de Mozart en 800
ducados, equivalente a más o
menos 360 libras esterlinas;
dispone conciertos en memoria
de Mozart y en beneficio de
ella; vende algunas obras de su
esposo. Como su madre, a la
sazón, empieza por alquilar
una parte de su departamento.
Tuvo por inquilino al consejero
de la legación danesa Georg
Nikolaus de Nissen, nacido en
1761, un gran admirador de
Mozart. Se hizo su amigo y
consejero, compilando todas
las cartas que atañen a la venta
de los manuscritos dejados por
Mozart al editor Johann Anton
André de Offenbach. Cuando
Nissen, en 1809, fue llamado
de regreso a Copenhague,
legitimó sus relaciones con
Constanze, que ahora firma
sus cartas como Constanze de
Nissen, consejera de Estado,
viuda de Mozart. Bajo la
influencia de Nissen se
convierte en una buena madre
de sus dos hijos, Karl Thomas
y Wolfgang Amadeus, de los
cuales el menor parece haber
heredado del padre cierto
talento. Vivió durante diez
años, de 1810 a 1820, con
Nissen en Copenhague; luego,
lo que no deja de ser extraño,
la pareja se traslada a la patria
de Mozart, por desear Nissen
establecerse en las cercanías de
los baños de Gastein y,
probablemente, también estar
cerca de las fuentes de la
historia juvenil de Mozart.
Constanze permanece en
Salzburgo también después de
la muerte de Nissen,
acontecida en 1826, y así viven
en Salzburgo al mismo tiempo
dos ancianas, que en su
juventud estaban relacionadas
con Wolfgang Amadeus: su
hermana Anna Maria y su
esposa Constanze, sin tratarse
mutuamente.
En 1828 publicó Constanze
la primera biografía de Mozart,
preparada todavía por Nissen,
que da sólo una idea muy
convencional de la grandeza
de Mozart, limitándose a lo
puramente biográfico; e
incluso en esto, no carece de
omisiones y hasta
inexactitudes. Pero era la
primera y posee, hoy todavía,
cierto valor, por contener algu-
nos documentos que se han
perdido. Después de la muerte
de Nis- sen, hospedó
Constanze en su casa a su
hermana menor Sophie Hai-
bel, que era también viuda, y
al final pasó también Aloysia
Lange sus últimos tiempos en
Salzburgo. Constanze murió
en 1842, sobreviviendo a
Mozart cincuenta años.
Consérvanse varias cartas de
ella, principalmente dirigidas a
sus hijos, así como también un
diario que abarca los años de
1824 a 1837. Las cartas reflejan
en su mayoría las opiniones de
Nissen; son de tipo burgués e
insulsas, sin una sola palabra
que revele espíritu, idealismo o
humor. En los diarios se
alterna el sentido para los
negocios con nimiedades.
Como en el pasado, en Badén,
cerca de Viena, aprovecha
ahora Constanze de los baños
de Gastein: «Hoy, el 19 de
septiembre de 1829, me bañé
felizmente por séptima vez;
antes tomé café, como
habitualmente, a las 5,30, y
después de haberme lavado la
cara y la boca, fui a visitar al
señor Roe- singer en el baño,
pero encontré en su lugar a un
forastero, que, llegado de
Londres, me contó muchas
cosas de esa ciudad y me
prometió llevar allí algunas
cartas mías. No sé todavía
cómo se llama. Es un hombre
muy agradable. Después fui a
mi cuarto a preparar la ropa de
baño y cuando el cuarto estuvo
desocupado entré con Mona,
quien se bañó conmigo un
buen cuarto de hora, pero yo
misma me quedé una hora
entera; luego me acosté para
descansar un poco, tomando
media taza de infusión de
manzanilla, y en seguida me
puse a escribir todo esto. En
este momento vino el doctor
Storck, que me encontró,
gracias a Dios, muy bien. Esto,
hasta las 11; lo que sigue,
escribiré más adelante; a las
11,30 fui a la calle para pasear
un poco».
I
V
CATOLICISMO
Y
FRANCMASON
ERÍA

La posición adoptada por


las personas cultas de fe
católica frente a su religión, en
el siglo xvin, ha sido definida
muy elegantemente por
«Madame», Isabel Carlota, que
escribe de su esposo, hermano
de Luis XIV, que desmentía la
afirmación de ser devoto, pues
en la corte de Francia la moda
exigía a veces representar el
papel de librepensador (1691):
«... dicho entre nosotros, es
también devoto, pues esto le
divierte, y como le gustan las
ceremonias, le complace todo
lo que es devoción...». La
familia Mozart no podía
permitirse una posición tan
aristocrática. Para ella, religión
era algo muy diferente de una
mera diversión; así, Leopold
pretende de su esposa y. de
sus hijos una obediencia harto
severa de las prescripciones
eclesiásticas: frecuentar la
iglesia, observancia de los
ayunos y plegaria. Sin
embargo, Leopold Mozart era
hombre demasiado
racionalista y perspicaz para
no permitirse algunas
libertades de pensamiento,
precisamente por cumplir
concienzudamente él y su
familia el ceremonial de la reli-
gión. Leopold, destinado a
clérigo, se fisga de sus fautores
eclesiásticos, tal vez
precisamente por haber
observado sus maquinaciones
entre bastidores, en Salzburgo
y Augsburgo; y si alguna vez
ha sido un santurrón, ha
vuelto sin embargo a la patria
de su gran viaje de 1763 a 1766
con miras mucho más amplias,
como lo demuestran palmaria-
mente sus cartas.
En Italia, los Mozart han
podido observar la honda
irreligiosidad que el alegre
ceremonial de la Iglesia más
bien manifiesta que oculta. La
tensión con el dueño
contribuyó cada vez más a que
los Mozart distinguieran entre
Dios y sus representantes en la
tierra; no se encuentra en las
cartas de Wolfgang ni una sola
palabra de estimación de
aquellos representantes,
exceptuado el digno padre
Martini, de Bolonia, en el que,
sin embargo, los Mozart
veneraban más al músico y
hombre docto en el arte
musical que al franciscano.
Con todo, los Mozart han
sido católicos sinceros. La
religión era para ellos una
convención venerable, una
garantía de conducta moral.
Durante el largo viaje de
Wolfgang, las amonestaciones
de Leopold para que cumpla
con los deberes religiosos
empiezan ya en Augsburgo, y
se hacen particularmente
insistentes cuando su hijo se
halla en Mannheim y el padre
sospecha que se encuentra en
un camino equívoco; y se
repiten las protestas de
Wolfgang (25 de octubre de
1777): «Papá no debe
impacientarse, pues Dios está
siempre ante mis ojos; admito
su omnipotencia y temo su ira,
pero igualmente reconozco su
amor, su compasión y su
ternura para con sus criaturas.
Jamás abandonará a los suyos.
Cuando algo corresponde a su
voluntad, deberá corresponder
también a la mía. Entonces
todo irá bien y yo debo
necesariamente ser feliz y estar
contento». Son frases como
sacadas de un catecismo. Pero
de pronto se mezcla con esa fe
en Dios cierto fatalismo que de
ninguna manera corresponde a
la mentalidad de Leopold (26
de noviembre de 1777): «¿Para
qué sirve la especulación
superflua? No sabemos lo que
acaecerá... ¡y aunque lo sepa-
mos!... Es la voluntad de
Dios...». Estas palabras no
tranquilizan a Leopold, que es
más propenso a la influencia
activa sobre la voluntad de
Dios. Indica a Wolfgang la
confesión y trata de inducirlo
por este medio a la reflexión
sobre sí mismo (15 de
diciembre de 1777): «¿Debo
preguntar si Wolfgang no es
tal vez un poco laxo en cuanto
a la confesión? ¡Dios ante todo!
De sus manos recibimos
nuestra felicidad terrenal; y al
mismo tiempo debemos pensar
en nuestra salud eterna. A los
jóvenes no les gusta oír hablar
de estas cosas; lo sé, por haber-
lo sido yo también. Pero,
gracias a Dios, pese a mis
travesuras juveniles, siempre
me he salvado. Evité todos los
peligros para mi alma y tuve
siempre ante mis ojos a Dios, a
mi honor y a las consecuencias,
las peligrosísimas consecuencias
de la locura...». Pero Wolfgang
se imagina a Dios más bien
como guía de nuestros
destinos, cuyas deliberaciones
o condenas debemos aceptar
con fatalismo. Esto se
manifiesta particularmente en
ocasión de la muerte de su
madre: «¡Era el destino! Dios
podía conservármela, pero me
la quitó, por lo que no me
queda más que aceptar con
resignación su inescrutable
voluntad». Cuando la
ejecución de su sinfonía para el
concert spirituel termina fe-
lizmente —pues ¿qué se puede
saber con antelación, siendo el
público de París tan bárbaro?
—, escribe (3 de julio de 1778):
«Fui al palacio real, donde
encontré gran frialdad, recé el
rosario como lo había pro-
metido y regresé a casa...».
En Viena, parece que la
ruptura con el arzobispo le
permitió un lenguaje más libre
sobre los preceptos de la
Iglesia, y tales frases han sido
referidas al padre. Wolfgang se
defiende (13 de junio de 1781):
«Mi error principal es que,
aparentemente, no actúo
siempre como debiera. No es
cierto que me haya jactado de
comer carne todos los días de
ayuno; sino que dije que no
tendría escrúpulos en hacerlo y
que no lo considero pecado,
opinando que ayunar significa
abstenerse, es decir, comer
menos que de costumbre. Voy
a misa todos los domingos y
días de fiesta, y si me alcanza
el tiempo también en los días
laborables, y esto, mi padre, ya
lo sabes...». No obstante, no se
puede negar que en los años
posteriores la religión le sirve
para apoyar su tesis de que
tiene la obligación de casarse
con Constanze. Después de las
bodas, sigue, sin embargo, un
verdadero estallido de
devoción (17 de agosto de
1782): «Olvidé contarte que el
día de la Porciúncula mi
esposa y yo hicimos nuestras
devociones juntos en los
teatinos. Aunque no fuera la
piedad lo que nos moviera a
ello, habríamos debido hacerlo,
sin embargo, por la
amonestación de casamiento,
sin lo cual no hubiéramos
podido casarnos. En realidad,
mucho tiempo antes de
casarnos, hemos asistido juntos
a misa e ido a confesarnos y
comulgado juntos; me di
cuenta de que nunca he rezado
con tanto fervor o que me he
confesado y comulgado tan
devotamente como al lado de
ella...». Así como había hecho
el voto, en París, de rezar un
rosario por el éxito de su
sinfonía, así hace ahora voto de
escribir una misa por el feliz
desenlace de su compromiso:
es la misa solemne, en do
menor, que ha quedado
inconclusa...
Nos preguntamos cuál es
el carácter de la música
eclesiástica de Mozart. ¿Es
católica, en realidad? ¿Es
legítima? ¿Es eclesiástica?
Hubo y hay, en cuestión de
música de iglesia, cierto
concepto extremista que
rechaza la mayor parte de la
producción musical
eclesiástica de los siglos XVII y
xvill, y considera también las
misas, letanías, motetes de
Mozart y de Haydn como
mundanos y contrarios a la
liturgia. Admite sólo la música
litúrgicamente intachable; su
ideal es la polifónica «a
cappella» del siglo xvi, carente
de pasión, por lo menos en
apariencia. Pero entonces
debería ser impugnada
también la catedral de San Pe-
dro, en Roma, de Miguel
Ángel, la iglesia de los Santos
Ignacio y Javier, de Vignola, en
Roma, o la de San Carlos, en
Viena. La comparación con la
arquitectura nos ayuda mucho
en nuestro juicio sobre ello;
pues, en la Alemania
meridional, Baviera y Austria,
abundan las iglesias del siglo
XVIII, que carecen de todo
misticismo y toda severidad,
pero encierran una amena
solemnidad y una solemne
amenidad; yér- guense
columnas torcidas en espiral,
resplandecen los altares de
púrpura y gualda; en claras
pinturas del cielo raso se
regocijan alrededor de la
Santísima Trinidad cortejos de
santos y ángeles. Bien
productos de arte tosco o
prodigios del arte más
refinado, como la iglesia de
Wies, lugar de peregrinación
en la Alta Baviera, no son
mundanas sino que poseen
una honda religiosidad infantil
que no por eso revela menor
devoción y alabanza de Dios
que el más puro arte gótico o el
imitado de los siglos XIX y xx,
por muy perfectamente
reproducido que esté. Lo que
musicalmente corresponde a
estas iglesias son las misas y
letanías de Mozart y sus
himnos Sancta Maria y Ave
verum. Aunque como católico
haya tenido épocas más
críticas o más emancipadas, en
sus obras eclesiásticas es
religioso, incluso en el sentido
más profundo de que se trata
de obras de arte «católicas», es
decir, cerradas en sí mismas,
sin problemas, sin romper con
lo convencional.
De esto se hablará más
adelante, cuando tratemos de
Mozart como músico. Pero
mencionamos ya aquí a
Beethoven, ese católico del
Rhin, que aunque es católico
en su Misa solemne —¡pues,
cómo se podría componer una
misa sin fe!—, es, sin embargo,
también crítico. Su fe no ha
sido conquistada sin lucha, y
su plegaria de paz no se hace
sin la reminiscencia de lucha y
guerra «interior y exterior». En
Mozart, lo eclesiástico tiene
una inquebrantable firmeza de
la fe y una gran seguridad
artística; en ello pertenece
todavía a aquellos tiempos en
los que el hombre como
individuo no pensaba todavía
en aclarar su posición frente a
Dios y lo divino. Dios es el
Padre y María la Madre
Virginal, a la que se puede
recurrir con particular fervor
mediante la plegaria con la
convicción de ser escuchado; y
la plegaria implica ya su
satisfacción. Si alguna vez un
gran músico fue compositor
católico, lo ha sido Mozart.
El día 4 de abril de 1787
escribe Mozart a su padre:

«En este mismo momento


acabo de recibir una noticia
que me aflige mucho, tanto
más cuanto presumí, por tu
última carta, que estás muy
bien. Pero ahora leo que en
realidad estás enfermo. No
necesito decirte con qué ansia
espero de ti una noticia
tranquilizadora. La espero
todavía aunque he tomado la
costumbre, ahora, de estar pre-
parado para lo peor en todas
las cosas de la vida. Como la
muerte, considerándola con
estricta lógica, es la certera
conclusión de nuestra
existencia, he entablado,
durante los últimos años,
relaciones tales con este mejor
y más fiel amigo de la
humanidad, que su imagen ya
no encierra terrores para mí,
sino un verdadero alivio y
consuelo. Y así agradezco a
Dios por proporcionarme
graciosamente la oportunidad
(ya sabes lo que quiero decir)
de aprender que la muerte es
la llave que abre la puerta hacia
nuestra verdadera felicidad.
Nunca me acuesto sin pensar
en que, a pesar de mi
juventud, no me gustaría vivir
para ver otro día. Ni uno de
mis conocidos puede decir que
en sociedad sea yo aburrido o
gruñón. Por esta bendición
agradezco a mi Creador,
deseando con todo mi corazón
que cada uno de mis
semejantes pueda gozar de
ello. En la carta que madama
Storace se llevó, te expresé mis
puntos de vista sobre eso,
refiriéndome a la triste muerte
del queridísimo y muy amado
amigo, el conde de Hatz- feld.
Tenía exactamente treinta y un
años, que es también mi edad.
No estoy triste por él sino que
me compadezco sinceramente
a mí mismo y a todos los que
lo conocían tan íntimamente
como yo. Espero y confío en
que, mientras te escribo esto, te
sientas mejor. Pero si, contra lo
que espero, no te has repuesto
aún, te imploro, por..., que no
ocultes, que me digas toda la
verdad o que encargues a
alguien que me lo escriba, para
que yo pueda correr a tus
brazos lo más pronto que me
sea humanamente posible. Te
lo suplico por todo lo que nos
es sagrado».
¿Qué había ocurrido? Si
bien en esta carta se habla
todavía de Dios, es harto difícil
creer que un sacerdote católico
se hubiera deleitado en leer tal
epístola. La idea de la muerte
no causa el arrepentimiento o
el temor de morir en el estado
de pecado, ni se prepara me-
diante la confesión y la
absolución, sino, por el
contrario, el propósito de vivir
tanto más intensa y
alegremente. Mozart y su
padre se habían convertido en
francmasones. Mozart había
ingresado primero, hacia fines
de 1784, como hermano en una
de las menores de las ocho
logias de Viena, que se llamaba
«Benevolencia», y Leopold le
siguió durante su visita a
Viena, el 6 de abril de 1785.
Cuando una orden imperial,
de principios de 1786, agrupó a
esas logias en tres mayores, se
fundió la «Benevolencia» con
la «Esperanza coronada»,
formando la «Esperanza
renovada».
¿Hubo en la entrada de
Mozart en la francmasonería
una contradicción con su
catolicismo? Sí y no. Un buen
católico en aquella época podía
convertirse también en
francmasón; por supuesto,
debía ser un católico
«moderno» y exponerse al
peligro de ser mirado por la
Iglesia con desconfianza y
desaprobación, y Mozart era
un católico apasionado.
Pero no era ya un buen
católico en el sentido que daría
a esta expresión un frailuco
obscurantista y celoso. El
destino de la francmasonería
en Austria era muy extraño.
Francisco de Lorena, esposo de
María Teresa, había sido
introducido en la orden en La
Haya, en 1731, por el
embajador lord Chesterfield, y
su joven esposa no se opuso;
probablemente consideraba
dicha «escapada» de su
consorte con menor recelo que
sus aventuras ocasionales con
las bellas damas de la Corte.
La militancia del
emperador, incluso impidió la
proclamación de la Bula contra
la francmasonería, que Clemente
XII había ya anunciado (23 de
abril de 1738). Pero en 1764 la
orden fue prohibida en cual-
quier forma, en todos los
países hereditarios de la
Corona, y pudo subsistir sólo
clandestinamente. Cuando la
emperatriz murió (1780),
pareció haber llegado una
nueva era para la
francmasonería en Austria y
particularmente en Viena.
Aunque el emperador mismo
no fue hermano de la logia, los
objetivos y las aspiraciones de
la orden parecían estar de
acuerdo con sus ideales, por lo
que se podía esperar nuevos
impulsos y engañarse sobre la
verdadera postura de José: es-
cepticismo y desconfianza,
hasta sarcasmo, que se refleja
en medidas burocráticas.
Después de la muerte de José
empezó el clero católico, y
especialmente el ordenado, a
llevar una cruzada contra las
logias, como se sabe, con
excelente resultado. Se
consideraba que el pertenecer
a una logia significaba una
protesta contra la Iglesia, pues
uno de los escritos del jefe
espiritual de las logias
vienesas, la «Monaco- logia»,
del mineralogista Ignaz von
Born, era una sátira sobre el
monacato. Además, los
austríacos pudieron observar,
precisamente durante la
década 1780-1790, en la
Baviera limítrofe, el destino de
una orden similar, la de los
«Iluminados». Esa orden había
sido fundada en 1776 —un año
antes de la muerte del Príncipe
Elector Maximiliano José, muy
católico pero también muy
bien intencionado—, en
Ingolstadt, hasta entonces
ciudadela del jesuitismo, por el
joven profesor Adam
Weishaupt, que enseñaba
derecho natural y canónico, y
que fue el primer docente
secular en esa Universidad, en
la que hasta el año 1773 sólo
habían profesado los jesuítas.
Weishaupt era un idealista
bullicioso, como lo demuestra
su proyecto de los estatutos de
la orden:
«La sociedad secreta tiene
por objeto unir de manera
perdurable en un solo haz a los
hombres psíquicamente
independientes de todos los
continentes, pertenecientes a
todas las castas y todas las
religiones, y sin influir sobre
su libertad de pensamiento,
sean cuales fueren sus
opiniones y pasiones,
mediante un determinado
interés más elevado;
entusiasmarlos en tal grado,
que aun encontrándose en la
más distante lejanía actúen
como si estuvieran presentes,
cuando estén subordinados;
como iguales, cuando sean
muchos; como uno solo y que
hagan de propia iniciativa lo
que, desde que existe el
mundo y los hombres, ninguna
coacción pública ha sido capaz
de obtener. La orden que per-
sigue este fin se divide en tres
grados: el primero es la escuela
preparatoria; el segundo la
francmasonería con su sistema
actual de las logias; el tercero y
más alto grado consiste en los
misterios. En el primer grado,
la escuela preparatoria, el
novicio asciende a
"Minervalis", de éste a
"Iluminatus minor" y
finalmente a "Magistratus". En
el segundo grado, la
francmasonería comprende los
cargos de "Illumina- tus maior"
o "Novicio escocés" e
"Illuminatus dirigens" o
"Caballero escocés". En el
tercer grado, los Misterios, hay
cuatro cargos...».
Suena a algo fantástico;
pero Weishaupt había
aprendido algo de los jesuítas:
la voluntad de alcanzar el
poder, la expansión de sus se-
cuaces, el postulado de la
obediencia incondicional de
sus miembros. Y la orden
adquirió influencia en muchos
lugares de Alemania, entre los
príncipes, como el duque de
Gotha; entre clérigos, como
Karl von Dahlberg, el célebre
coadjutor de la arquidiócesis
de Maguncia; entre hombres
de cultura superior,
verbigracia, el barón von
Knigge, en Han- nover.
Discordias intestinas
condujeron al debilitamiento
de la orden, y la doble
actividad de los empleados,
como servidores del Estado y
miembros de la orden,
observada por el gobierno con
desconfianza, condujo a su
disolución en el mismo lugar
de su fundación. El día 24 de
junio de 1784 expidió Carlos
Teodoro una prohibición
general de toda hermandad
clandestina; la francmasonería
en Baviera y el Palati- nado
obedeció inmediatamente, y
los «iluminados» debieron
transigir en los años sucesivos.
Weishaupt se refugió en los
dominios de su fautor en
Gotha, y Baviera volvió
nuevamente al obscurantismo,
pues, para todo gobierno
despótico, las medidas
reaccionarias son premisa
agradable. Carlos Teodoro es
el molde de la Reina de la noche.
En la composición de La flauta
mágica, el recuerdo del destino
de la francmasonería en el país
limítrofe influyó
considerablemente sobre el
tema. No se puede negar la
agresividad de la
francmasonería contra la
superstición, que la Iglesia
favorece, y la ignorancia, que
le resulta muy grata.
No obstante, Mozart no
percibió esa contradicción o
pactó con ella. En el mismo
año de su muerte escribió La
flauta mágica, de carácter
francmasón, y empezó a
componer simultáneamente el
texto litúrgico de su Réquiem.
Pero, ¿no entró algo
francmasónico en la
composición fúnebre de la
Iglesia? Ésta es una pregunta a
la que habremos de contestar
más adelante, cuando tratemos
del carácter de su música. ¡Qué
diferente es Mozart de Gluck,
y de Haydn! De Gluck no
existe, en absoluto, música de
iglesia, religiosa sí, como su De
profundis, pero ninguna misa,
ninguna letanía, ningún
himno. Ignoro si Gluck era
francmasón, y tampoco tiene
importancia. Era hombre de
mundo; la pertenencia a una
logia no habría significado,
para él, nada más que ser
miembro de una sociedad más,
así como figuraba como
miembro de la «Arcadia».
Haydn era francmasón, pero
aunque fuera un hermano
menos tibio e indiferente de lo
que era en realidad, su música
habría experimentado
íntegramente el influjo del
ideal de la humanidad
francmasónica, en su expresión
espiritual y musical. Al fin de
su actividad creadora escribe
nuevamente misas del todo
ingenuas, aunque más
maduras y de mayor
envergadura, pero no
esencialmente diferentes de
sus anteriores; y oratorios, en
una mezcla de alegría y piedad
que evidencian un nuevo
sentido de la Naturaleza, pero
ningún nuevo concepto
humanitario. Para Mozart, el
catolicismo y la
francmasonería eran dos
esferas concéntricas; pero esta
última representaba la más
alta, más amplia, la que
abarcaba más: el anhelo de
purificación moral, la labor por
el bienestar de la humanidad,
la familiaridad con la muerte.
Obsérvese también que un
temperamento como el de
Mozart podía ser atraído por el
elaborado simbolismo de la
francmasonería. Mientras
conocía perfectamente el
simbolismo y el ceremonial de
la Iglesia católica, los símbolos
misteriosos de la logia eran
una novedad para él. Cabe
perfectamente en su
idiosincrasia, que en seguida
comienza a burlarse
puerilmente de ciertas
particularidades en las cos-
tumbres de las logias. Los
iluminados llevaban nombres
semejantes a los de los
miembros de la «Arcadia» de
Roma; sólo que no eran nom-
bres fantásticos de pastores,
sino arcaicos o bíblicos. El
duque de Gotha se llamaba
Timoleón; el príncipe Fernando
de Brunswick, Aarón; el
coadjutor de la arquidiócesis
de Maguncia, Cresciente; el
barón de Knigge, Filón. El día
15 (o 14) de enero de 1787
escribe Mozart a su joven
amigo Gottfried von Jacquin,
de Praga a Viena: «Ahora,
adiós, queridísimo amigo,
¡queridísimo Hikkiti Horky!
¡Es éste su nombre, debe saber!
Nosotros inventamos nombres
para nosotros en el viaje. Aquí
están: Yo soy Punkititi; mi
esposa, Schabla Pumfa. Hofer
es
Rozka Pumpa. Stadler es
Noschibi Kitschibi. Mi
sirviente Joseph es Sa-
gadarata. Mi perro Gonckerl es
Schomanntzky. La señora
Quallenberg es Runzifunzi. La
señorita Crux es Rambo
Churimuri. Freistádtler es
Gaulimauli. Tenga la bondad
de participarle su nombre». El
nombre de Gaulimauli, incluso,
pasó a ser un canon para
Mozart... Sería tiempo perdido
querer penetrar en el sentido
más profundo de los nombres
de esta hermandad masculina
y femenina; pero su invención
debe haber divertido
infinitamente a Mozart, lo que
se explica únicamente
comprendiendo su sentido
imitativo. Algunas semanas y
algunos meses después de tal
diversión infantil, Mozart
escribe, respectivamente, el
rondó para piano en la menor y
el quinteto en sol menor.
Lo que indujo a Mozart a
entrar en la logia fue tal vez la
sensación de su honda soledad
como artista y la necesidad de
una amistad incondicionada.
En la logia, él, a quien el conde
Arco había tratado a puntapiés
y el arzobispo como un criado,
como hombre de genio era
equiparado a los aristócratas y
gozaba los mismos derechos
que ellos. Escribe la música
fúnebre «en ocasión de la
muerte de los hermanos
Mecklemburg y Esterházy», es
decir, el duque Georg August
de Mec- klemburg-Strelitz y el
conde Franz Esterházy de
Galantha, no por encargo
pagado sino como hermano a
los hermanos. Agréguese que
entre los músicos no tenía
amigos, por lo menos ninguno
íntimo. Probablemente pueden
exceptuarse su amadísimo
amigo paternal Jo- hann
Christian Bach y Joseph
Haydn, además de
Hoffmeister, al que pagaba sus
deudas mediante
composiciones, pues éste no
sólo era compositor sino
también editor; y el honrado
viejo Albrechtsberger, que más
adelante fue maestro de
Beethoven.
Mozart no era de ninguna
manera un buen compañero.
Nos asombramos y afligimos
cada vez que en sus cartas,
aunque se trata de carácter
privado, encontramos los
juicios más crueles sobre sus
contemporáneos y colegas en
música, como Jommelli,
Michael Haydn, Beeké, el abate
Vogler, Schweitzer, Clementi,
Fischer, Hássler y muchos
otros más. Su elogio de los
músicos es reticente; aun para
aquellos a quienes Mozart
debe mucho: Gluck,
Boccherini, Viotti, Myslivecek;
y contra Gluck, tanto Leopold
como Mozart tuvieron durante
toda su vida una gran
animadversión. En asuntos de
música, Mozart no conoce
compromisos, y su claro
espíritu de observación le
permite descubrir —así como
acontece también en los niños
— los lados ridículos y
endebles de un hombre más
fácilmente que los de valor. Y
una disposición tal no debe
haber quedado oculta,
tampoco, en la vida, en el trato
personal. Sólo así puede
explicarse la oposición de un
Salieri, oculta tras una excesiva
cortesía, o la ruda maldad de
un Leopold Antón Koze- luch,
para no citar las infinitas
mediocridades, en las que una
superioridad inaccesible e
inconmensurable suscita, sin
remedio, un odio irre-
conciliable contra quien la
posee. Sin embargo, los éxitos
de Mozart no eran suficientes
para explicar tanto odio; por
otra parte, no se desconocía su
mala lengua. Joseph Haydn se
entera, en 1791, en Londres, de
que Mozart se había expresado
desfavorablemente acerca de
él. «Se lo perdono.» Esa
hablilla seguramente no
corresponde a la verdad. So-
lamente es lamentable que
Haydn pudiera creerla.
V
PATRIOTI
SMO Y
CULTURA

Mozart no era un hombre


políticamente interesado.
Había nacido súbdito del
arzobispo de Salzburgo y
murió empleado al servicio del
emperador romano; sin
embargo, notamos ya que la
lealtad no era una virtud
específica de la familia Mozart,
y que, en el caso de Colloredo,
Wolfgang Amadeus pasó a la
rebelión abierta. Tampoco se
desarrolló en él ninguna
afición por José II; y para los
potentados del tipo del
lujurioso Príncipe Elector del
Palatinado, Carlos Teodoro, o
el de Würtemberg, Carlos
Eugenio, carcelero de los
Rieger, Moser, Schubart, no
podía sentir ni siquiera
respeto, por tener Mozart
abiertos los ojos para las
manifestaciones humanas,
demasiado humanas, de esos
altísimos personajes. Basta leer
lo que relata de la llegada de
Pablo I, Gran Duque de Rusia
(24 de noviembre de 1781):
«Ahora tenemos aquí la Gran
Bestia...». En Mozart no se
encuentra ni traza de
servilismo; en esto es un
hombre completamente
moderno, democrático;
mientras, por el contrario,
Gluck, por ejemplo, pese a su
orgullo personal, se sentía
siempre al servicio de los
Habsburgo, y Haydn no se
despojaba nunca del todo del
uniforme de lacayo, que estaba
obligado a llevar al servicio de
los Esterházy. Mozart había
viajado demasiado para no
mirar también por encima de
los límites de casta. Así,
ocasionalmente, se convierte
también en patriota alemán,
como demuestra la carta citada
muchas veces al profesor de
poesía en Mannheim, Antón
von Klein (21 de marzo de
1781). Klein, abastecedor de
libretos para la ópera alemana
bajo Carlos Teodoro, había
escrito el libreto Emperador
Rodolfo de Habsburgo, que
ofreció a Mozart para que
escribiera la música de la
ópera. Pero Mozart vacila y
quiere saber, ante todo, algo
sobre las posibilidades de
representar una ópera tal, y
describe todas las dificultades
e insuficiencias que encuentra
la representación de la ópera
alemana en Viena:
«Si existiera aquí un solo
patriota encumbrado en algún
cargo, las cosas marcharían de
otra manera. Entonces, quizá,
el teatro nacional alemán, que
empezó a brotar tan
vigorosamente, comenzaría
ahora a florecer; y sería una
tacha imperecedera sobre
Alemania, si los alemanes
comenzáramos seriamente a
pensar como alemanes, a
actuar como alemanes, a
hablar en alemán y, ¡Dios nos
ampare!, a cantar en alemán».
Es extraña la similitud de esta
carta con una dirigida también
a la región renana: la del
emperador José II, el coadjutor
de Maguncia, Dahlberg, citada
por Vehse II, 8, p. 235 (13 de
julio de 1787): que dice
«sentirse orgulloso por ser
alemán. Si nuestros buenos
compatriotas alemanes
pudieran acostumbrarse, por
lo menos a un modo patriótico
de pensar, si no padecieran ni
de galomanía, ni de anglo-
manía, ni de prusiomanía, ni
de austromanía, sino que
tuvieran una opinión suya
propia, no tomada en
préstamo de otros...». Sin em-
bargo, José II ha podido
imaginarse una Alemania
unida sólo bajo la hegemonía
habsburguesa y la patriótica
exclamación de Mozart no le
impidió, por suerte, que
compusiera sus Bodas, Don
Giovanni y Coslfan tutte. Y por
igual suerte, no ha escrito
nunca una ópera alemana pa-
triótica del tipo de Günther de
Schwarzburg o El emperador
Rodolfo de Habsburgo, sino la
fábula musical El rapto del
serrallo, con la inesperada
solución humana en la escena
final, y La flauta mágica, una
comedia con tramoya de
suburbio, que, empero, en
realidad es una pieza que
abarca toda la Humanidad.
Basta comparar el germanismo
su- pra-nacional y humano de
Mozart con la manera
mezquina de subrayar su
cualidad de alemanes de los
compositores de óperas tudes-
cas contemporáneos Hiller,
Neefe, Benda, Wolf, y su
búsqueda de la «naturaleza»
no sólo en la ópera sino
también en el lied; su sátira
patriótica, que se dirige contra
el «pathos y el sonido vacío de
muchas arias italianas» (I. Fr.
Reichart, en las Cartas de un
viajero atento, II, pág. 101;
1776); su sarcasmo que se
expande sobre nuestros
«compositores alemanes
italianizantes». Mozart habría
podido sentirse ofendido, pues
él era un compositor alemán
italianizante, pero estaba de-
masiado por encima de todo
patriotismo alemán barato.
Mozart abrigaba simpatías
y antipatías por las diversas
naciones. No le gustaba la
música francesa y sus
experiencias en París le hicie-
ron odiar también a la nación
francesa, por lo menos a los
parisienses, que le parecieron
muy cambiados (1 de mayo de
1778): «... los franceses no son
en absoluto tan corteses como
hace quince años, sus modales
rayan en la grosería y son
detestablemente engreídos...».
Ni en las cartas de Mozart ni
en sus recuerdos se encuentra
alguna alusión a la Revolución
francesa, cuyos prolegómenos
se desenvolvieron cuando él
vivía aún; no le importaba en
lo más mínimo. Por el
contrario, desde su infancia
había conservado una
predilección por Inglaterra y
los ingleses, y personas de esa
nacionalidad, como Stephen
Storace y Thomas Attwood,
pertenecían a sus alumnos, a
los que él quería y que le con-
servaron su afición. Existe,
incluso, una composición de
Mozart que celebra una hazaña
heroica inglesa, la defensa de
Gibraltar por Elliot y la huida
de «Black Dick» (el almirante
Richard Howe), que mediante
un ataque por sorpresa
proporcionó a la guarnición
asediada por los franceses y
españoles los abastecimientos
que le faltaban, obligando así
al enemigo a abandonar el
asedio que había durado
algunos años. Una señora
húngara que vivía en Viena,
indujo a Michael Denis, ex je-
suíta, poeta y admirador
entusiasta de Milton y Osián, a
ensalzar la hazaña británica en
una oda, y Mozart comenzó a
escribir la música para ella,
hacia finales de 1782. Pronto
veremos por qué no la
terminó.
A veces proporciona a su
padre curiosidades políticas,
sabiendo que a Leopold le
gustaba seguir los
acontecimientos mundiales
con sabios comentarios, de lo
cual se encuentran algunos
ensayos particularmente en la
correspondencia de los últimos
años de Leopold con su hija; se
siente muy halagado por
observar Mariana con admi-
ración que se perdió en él un
gran hombre de Estado.
Cuando murió,
repentinamente, Maximiliano
José, Príncipe Elector de
Baviera, el 30 de diciembre de
1777, sin dejar descendientes
directos, el emperador José
hubiera agarrado con muchas
ganas aquella presa si no
hubiese llegado tan
rápidamente a Munich el
heredero legítimo, Carlos Teo-
doro, y no hubiese tenido una
poderosa protección a sus
espaldas: los granaderos y los
cañones del rey de Prusia, el
«viejo Fritz» (Federico el
Grande). José quedó con las
manos vacías y Wolfgang
envía a su padre la sátira
rimada contra el emperador
que en los dos últimos versos
arroja, majestuoso, su piel de
zorro:
Bayern, seyd
ruhig: ich komme
zu schützen
Und das
Geschützte zu
besitzen.
«Bávaros,
calmaos, acudo
para protegeros
Y para poseer lo
protegido.»

Siente una animadversión


específica contra el
militarismo, en lo que
concuerda íntimamente con
Leopold, el que tiene
oportunidad de pronunciarse,
en Ludwigsburg, sobre el
costoso militarismo, que
considera un juego de niños,
del duque Carlos Eugenio de
Würtem- berg, que en el
pequeño país mantenía un
ejército de 15.000 hombres,
cuya existencia se debía a la
corrupción y la miseria del
país entero, un ejército que,
por lo demás, se dio a la fuga
en cuanto entraron las tropas
revolucionarias francesas.
Leopold escribe (11 de julio
de 1763): «Ludwigsburg es un
lugar muy singular. Es una
ciudad cuyas murallas están
formadas más por los soldados
que por los setos y los
enrejados de los jardines.
Bávaros, calmaos,
acudo para
protegeros
Y para poseer lo
protegido.

»Cuando escupes, escupes


en el bolsillo de un oficial o en
la cartuchera de un soldado.
En las calles no se siente nada
más que: ¡Alto!, ¡Adelante,
marcha! A derecha, a izquierda
y por todos lados no se ven
más que armas, tambores y
material de guerra. A la
entrada del castillo están dos
granaderos y dos dragones a
caballo con gorros de gra-
naderos en la cabeza y corazas
en el pecho, espadas
desenvainadas en las manos y
encima de sus cabezas un
bonito techado de estaño, en
lugar de una garita. En una
palabra, será imposible
encontrar un cuidado mayor
en disciplinar a los reclutas, o
más hermosos cuerpos de
varones. Tú ves allí sólo
hombres del tipo de granadero
y todo sargento mayor cobra
cuarenta florines al mes. Te
hará reír esto; en realidad, es
ridículo. Mirándoles desde la
ventana, me parecía ver a
soldados que representan su
papel en alguna ópera.
¡Imagínatelos así!: Son todos
exactamente iguales y cada día
peinan su cabello no en
mechones lacios como
cualquier hombre
insignificante lo hace con el
propio, sino en innumerables
rizos peinados hacia atrás y
empolvado con polvo blanco
como la nieve, mientras que su
barba está teñida de color
negro como el carbón». Y
Wolfgang le hace eco
escribiendo (18 de diciembre
de 1778) de la residencia
imperial bávara: «Lo que me
parece verdaderamente
ridículo es la formidable
organización militar; quisiera
saber para qué sirve. Durante
toda la noche se siente
continuamente gritar: "¿Quién
vive?" y la respuesta
invariable: "¡Adivínalo!"». ¡Qué
habrían dicho los Mozart, el
padre y el hijo, de los siglos XIX
y XX militarizados gracias a la
incurable estupidez de esta
raza humana! Demuestran, por
lo demás, estar plenamente
acordes con un gran
contemporáneo de ellos, Víctor
Alfiero, que visita Berlín en
1763: «Entrando en los Estados
del Gran Federico, que me
parecieron la continuación de
un solo cuerpo de guardia,
sentí duplicarse y triplicarse en
mi interior el horror por ese
infame oficio militar; infame y
única base de la autoridad
arbitraria que es siempre el
fruto de tantos millares de
satélites pagados... Salí de ese
cuartel universal prusiano...
aborreciéndolo profundamente
(Autobiografía)».
Mucho más que los
grandes acontecimientos
mundiales, interesan a Mozart
las pequeñas cuestioncillas
políticas, pues aquí actúan per-
sonas a las que conoce. Una
frase que empleó referente a
uno de esos asuntos, lo hace
sospechoso de antisemitismo.
El día 11 de septiembre de
1782 escribe a su padre: «La
judía Eskeles ha resultado sin
duda ser un buen y útil
instrumento menor para
romper la amistad entre el
emperador y la corte prusiana,
pues anteayer fue detenida en
Berlín para que el rey
experimentase el placer de su
compañía. Es en realidad una
cerda de primera. Además es
la única causa de la desgracia
de Günther, si es en realidad
una desgracia pasar encerrado
dos meses en una bella
estancia (con permiso para
tener todos sus libros, su
piano, etcétera) y perder, esto
sí, su anterior ocupación, pero
encargándose de otra, con un
sueldo de 1.200 florines. Ayer
partió para Her- mannstadt.
Sin embargo, una experiencia
de este género envilece
siempre a una persona
honrada y nada en el mundo
puede compensarle por ello.
Quisiera convencerle de que
no ha cometido un gran
crimen. Su conducta se debió
únicamente a la insensatez y la
irreflexión y
consiguientemente a una falta
de discreción, que en un
secretario particular es cosa
grave. Aunque él no divulgó
nada de importancia, no
obstante sus enemigos, cuyo
caudillo es el ex gobernador
conde de Herberstein, jugaban
tan bien su cartas que el
emperador, que antes tenía
tanta confianza en Günther,
que paseaba con él de bracete
durante horas por el aposento,
comenzó a desconfiar de él con
igual intensidad. Quien fue a
empeorar la situación fue esa
necia de la Eske- les (en el
pasado una de las amantes de
Günther), que lo acusó en los
términos más violentos. Pero
cuando se investigó el asunto,
esos caballeros desempeñaron
un papel muy pobre. Sin
embargo, la historia suscitó
una gran conmoción y gran
parte de la población no quiere
ni siquiera admitir que no
tienen razón. De ahí el destino
del pobre Günther, al que
compadezco de corazón, pues
ha sido un buen amigo mío
que, si las cosas hubieran
quedado como antes, habría
podido recomendarme al
emperador. Usted puede
imaginarse qué golpe ines-
perado ha sido para mí y qué
terrible derrumbe para el que
esto escribe, pues Stephanie
Adamberger y yo cenamos con
él la noche antes de su
arresto». Mozart —como
demostró G. Gugitz en las
Relaciones del Mozarteum III, 41-
49 (1921)— estaba
completamente equivocado al
deslindar la culpa e inocencia
en ese «affaire» escandaloso,
que suscitó tantos comentarios
que llegaron hasta Salzburgo.
Johann Valentín Günther,
que tenía diez años más que
Mozart, francmasón, había
sido anteriormente oficial, y
más adelante, como secretario
del ministerio llegó a ser
confidente y favorito del
emperador, aunque, o más
bien porque, era hombre de
limitada inteligencia, que
enunciaba sólo cosas que
podían gustar a su amo.
Mantenía relaciones con
Eleonore Eskeles, hija de un
rabino, casada con cierto Fliess
y luego divorciada, a la que se
culpaba, de manera no
demostrada y completamente
injustificada, de haber
arrancado a Günther secretos
ministeriales, entregándolos a
dos espías prusianos (judíos).
Günther cayó, si bien
blandamente, cual amanuense
del Consejo de Guerra de la
Corte, en Hermannstadt, en los
brazos amorosamente abiertos
de los francmasones de aquella
ciudad. Toda la ira de José se
desencadenó sobre la cabeza
de la judía, la que fue
desterrada, a pesar de estar
demostrada su inocencia.
Después de la muerte de José,
el 7 de diciembre de 1791 (¡dos
días después de la muerte de
Mozart!) fue rehabilitada
clamoro- sámente por
Leopoldo II, pero prefirió
volver a Viena sólo en 1802,
donde murió en 1812, honrada
por todos ¡y especialmente por
una epístola necrológica de
Goethe! Mozart no fue
enemigo de los judíos y no
tenía ninguna razón para ello.
Admitió, aunque no de buen
grado, como padrino del
bautizo de su primer hijito,
Raymund Leopold, a su dueño
de casa, el barón Raymund
Wetzlar von Plankenstern,
judío, uno de sus fautores y
bienhechores; y en el elenco
muy instructivo de los
suscriptores de sus conciertos,
que envía el día 20 de marzo
de 1784 a su padre, se
encuentran en gran número los
nombres de familias judías. No
nos consta que los usureros
vieneses, en cuyas manos
Mozart cayó durante los
últimos años de su vida,
fueran judíos.
Se ha dicho muchas veces
que los grandes impulsos
creadores de Mozart se movían
únicamente en la esfera de la
música. En parte es cierto y en
parte no lo es. Es verdad que
rechazó o asimiló todo lo que
había oído de carácter musical,
tan completamente, que no
podía ya separárselo de su
esencia. Su crecimiento como
creador se desenvuelve como
el de una planta noble, cuyo
secreto íntimo sigue siendo un
arcano, pero es favorecido por
el sol y la lluvia, y detenido y
dañado por el mal tiempo.
Y nosotros conocemos
muchos días de sol y de lluvia
que tuvieron influencia sobre
el crecimiento de la música
mozartiana. Ese crecimiento se
manifiesta en la obra de
Mozart en su totalidad, que no
procede a saltos, sino lógica y
continuadamente; esa obra es
tan cristalina y uniforme, para
quien conozca sus condiciones,
que parece vivir una vida
propia, independiente de su
creador. En ese sentido, se
podría afirmar que el hombre
Mozart no ha sido sino sólo el
ánfora terrenal que encerró su
arte; y hasta que el hombre
Mozart ha sido la víctima del
músico Mozart. Pero todo gran
artista que es un poseído de su
arte, es, como persona, víctima
de su arte. Carlota Pichler ha
expresado, en forma muy
sugestiva, la opinión de los
contemporáneos, o muchos de
ellos, sobre la impresión que
les daba Mozart. Ella, hija del
consejero áulico vienés Franz
Sales von Greiner, en casa del
cual Mozart hacía ejecutar sus
cuartetos, en los últimos años
de su vida, observa una «falta
de erudición» en los grandes
músicos en general, y
particularmente en Mozart,
Schubert y Haydn,
exceptuando únicamente a
Weber y Cherubini.
Representa la opinión del siglo
XIX, y escribe en sus Memorias,
impresas en 1844: «Mozart y
Haydn, a los que yo conocía
muy bien, eran hombres en los
que, tratándoles, no se ob-
servaba en absoluto ninguna
otra dote sobresaliente del
espíritu y casi ninguna clase de
cultura intelectual, sea de
carácter científico u otro rasgo
superior. Una mentalidad
cursi, bromas groseras y en los
primeros una vida liviana, era
todo lo que ellos manifestaban
en el trato con sus
semejantes...». Y se complace,
luego, en añadir: «Sin em-
bargo, ¡qué profundidades,
qué mundos de fantasía,
armonía, melodía y
sentimiento se escondía en
aquella envoltura!».
Pero Mozart era mucho
más que un simple
«musicante». Así como
comprendía a los hombres,
aunque se dejaba una y otra
vez engañar por ellos, así
comprendía profundamente,
por intuición, el espiritualismo
de su época sin haber
frecuentado nunca clases de
estética. Mientras que, por una
parte, no tenía ningún sentido
desarrollado por el paisaje, la
arquitectura, las esculturas y
los cuadros, tenía, por otra
parte, dramaturgo nato, el
órgano más fino para la poesía,
la lírica y el drama. Debe haber
leído mucho y es ésta la única
semejanza que tiene con
Beethoven. En su biblioteca se
encontraron libros de viajes, de
historia y algunos de filosofía;
libros poéticos como
Metastasio, Salomon Gessner,
las comedias de Molière que
había recibido como regalo de
Fridolin Weber, el Oberón de
Wieland; la lírica de Gellert y
Weisse. Se ignora si ha leído
todo esto, pero sí al menos a
Gellert y Metastasio. Además
conocía el Telémaco de Fenelón
y Aminta de Torcuato Tasso, se
divertía con los cuentos de Las
mil y una noches y además co-
nocía gran parte de la
abundante literatura
libretística, que seguía desde
su vigésimo año con mirada
extraordinariamente crítica. El
día 7 de mayo de 1783 escribe:
«Revisé un centenar de
libretos, y más también, pero
sólo con dificultad encontré
imo u otro que me dejó satisfe-
cho...». Buscaba algo nuevo
que se pudiese usar total y no
sólo parcialmente y terminó
por último con las Bodas.
Considerando las cosas desde
este punto de vista, se
comprende lo que significó
para él el conocimiento de
Lorenzo da Ponte. Él mismo
enunció la importancia de ese
encuentro en forma profética
resumiendo su estética
operística en una carta a su
padre (13 de octubre de 1781):
«¿Por qué gustan las óperas
cómicas italianas en todo el
mundo, a pesar de sus pésimos
libretos, y hasta en París,
donde yo mismo puedo
atestiguarlo? Pues porque en
ellas la música reina
soberanamente, y cuando se
las escucha, uno se olvida de
los demás. Pues una ópera
tiene un éxito seguro cuando
su trama está bien elaborada,
las palabras escritas sólo para
la música y no se la empuja
para seguir alguna miserable
rima (lo que, Dios sólo sabe,
nunca aumenta el valor de una
obra teatral, sea cual fuere,
sino que más bien lo
disminuye), entiendo decir:
palabras o versos enteros que
malogran la idea del
compositor. Los versos son
verdaderamente el elemento
más indispensable de la
música; pero las rimas existen
por el solo gusto de rimar, lo
más dañoso que puede existir.
Esa gente alta y potente que
insiste en trabajar en esta
forma pedante, me dará
siempre pena, ella y su música.
Lo mejor será siempre que un
buen músico que conoce la
escena y posee el suficiente ta-
lento para la inventiva en el
reino de los sonidos, encuentre
a un hábil poeta, lo que sería
un verdadero fénix; en este
caso no debe temer que no
divertirá o que no será
aplaudido incluso por los
ignorantes en la materia». Es
exactamente lo contrario de la
estética de un Wagner y
también de un Gluck. La carta
de Mozart comprueba la
independencia total de su
pensar y la certeza de su sentir
estético, pues había leído y
ponderado el prefacio o más
bien la dedicatoria de
Calzabigi- Gluck en la
partitura de Alcestes.
Mozart demuestra la
misma independencia frente a
las corrientes que enuncian al
siglo XIX, la era del
romanticismo, cuyo
florecimiento completo él
habría podido ver. Lo que es
sólo transición, no le interesa.
Si lo queréis, él es enteramente
hijo del siglo XVIII, y también
del siglo XX, o mejor dicho, de
la eternidad en el arte; sin
embargo, no es ningún
precursor. Beethoven se
inspira mucho en Haydn y
nada en Mozart. ¿De qué
manera se podría continuar la
obra de Mozart? Se podrá, sin
duda, apetecer nuevamente la
perfección armónica, sobre
nuevas bases; hasta se podrá,
quizás, alcanzarla; pero nunca
jamás se podrá superarla. Con
Haydn, por el contrario, era
más fácil entrar en rivalidad. Y
bien: Mozart vivía en el medio
del «Sturm und Drang»
(acometida y empuje), en la
época de lo sensitivo, en la era
de Jean- Jacques Rousseau.
Mozart nunca lo menciona,
aunque ha compuesto una
ópera que se basa en El adivino
del pueblo, de Rousseau, y a
pesar de que su nombre habrá
llegado, en París, más de una
vez a sus oídos. Se puede
suponer que no le interesaba
en absoluto ese filósofo y
aficionado a la música de
Ginebra, cuyo Retorno a la
naturaleza no le decía nada.
Mozart tiene su lugar más bien
al lado de Voltaire, pese a las
cartas llenas de malicia que
escribió después de la muerte
de éste.
¡Qué consonancia de espíritus
se revela al observador!;
¡Voltaire también es hombre
del siglo XVIII y de la
«eternidad»!; en él también
existe la misma independencia
y crueldad, la misma ironía,
idéntica sátira airada, igual
fatalismo profundo. Existe
indudablemente una relación
entre el Cándido y la sinfonía en
sol menor.
El movimiento de «Sturm
und Drang» es, para un
hombre como Mozart,
demasiado superficial y carente
deforma; el fenómeno de lo
sensitivo, como se presentaba
en aquella época, despertaba
sólo su sentido de la burla.
Muchas veces se ha dicho que
Mozart era alumno de Cari
Philipp Emanuel Bach, el
maestro típico de la
sensibilidad. Investigaremos
en la segunda parte del
presente libro, si y hasta qué
punto esto corresponde a la
verdad. Gluck escribió la
música para varias odas de
Klopstock y tenía la intención
de componer el
acompañamiento a la Batalla de
Arminio, de carácter patriótico
y teutónico, de este autor.
Mozart parodia en una de
las cartas «a su primita» (10 de
mayo de 1779) una célebre oda
de Klopstock, Edone, para la
que más adelante Zumsteeg
escribió la música:
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KLOPSTOCK.
Los cambios hechos por
Mozart en esta poesía
consisten en poner, en lugar de
«Edone», cada vez «primita».
El espíritu burlón de
Mozart encontró en seguida lo
cómico que hay en esta
exageración sentimental, un
sentimentalismo norteale- mán
que al germanismo suralemán
resulta insoportable. (Lo que
no impidió, por lo demás, que
Klopstock encontrase en Viena
una entusiástica emulación.)
Hacia fines de 1782, Mozart
recibe el encargo de escribir la
música para un poema por el
estilo de Klopstock u Ossián: la
oda a Gibraltar, del ex jesuíta
Denis o, como se llamaba él
mismo, Sined el Bardo. Mozart
no es capaz de terminarla (28
de diciembre de 1782): «Estoy
encargado de una tarea muy
difícil, la música para un
cántico de bardo, por Denis,
sobre Gibraltar. Pero esto es un
secreto, tratándose de una
señora húngara que quiere
hacer este favor a Denis. La
oda es sublime, hermosa, todo
lo que quieras, pero demasiado
exagerada y pomposa para mis
oídos fastidiados. Pero ¿qué se
puede hacer? No se conoce ni
se aprecia ya la áurea
mediocritas en las cosas.
»Para obtener aplausos,
uno debe escribir una trama
tan vacía que un cochero
pudiera cantarla o una que sea
tan ininteligible que gustara
precisamente por el hecho de
que ninguna persona pudiera
comprenderla...». Y Mozart
agrega que le gustaría escribir
una breve introducción a la
música, con ejemplos
musicales, para explicar sus
conceptos sobre este arte; la vía
dorada entre la trivialidad y el
valor. Esos conceptos parecen
los de un anciano, de un
laudator temporis acti (elogiador
del tiempo pasado); sin
embargo los ha meditado un
músico de la eternidad.
Para explicar mejor la
naturalidad suralemana de
Mozart mediante una
comparación, y su
imposibilidad de ser un
«sensitivo» en el sentido que se
daba a esta palabra en la
segunda mitad del siglo xvill,
bastará escuchar las opiniones
de otros de sus
contemporáneos, como Johann
Friedrich Reichart de
Königsberg en Prusia, que
tenía con Mozart poca
diferencia de edad, ya que le
llevaba cuatro años. Es el pro-
totipo del berlinés intelectual
que puede acercarse al arte
sólo por medio del raciocinio;
secuaz celoso del arte de
Gluck, aparentemente tan
razonable y racional; crítico en
grado sumo frente a Haydn y
Mozart, a quienes sobrevivió.
Lo «sensitivo» es siempre el
compañero de mala fama del
intelectualismo. Reichart
descubre muy precozmente en
sí la vena de escritor y publica,
a la edad de veinticuatro años,
más o menos, las Cartas de un
viajero atento (1774):
observaciones superficiales,
osadías críticas. Escucha en
Berlín una representación de
Judas Macabeo, de Händel, y
escribe sobre el coro:
Expresan su dolor
por Sión con
palabras que lloran
y con lágrimas que
hablan.

«Todo oyente sensible


debe suspirar a pleno pecho y
ahora todavía las lágrimas
refrenan mis palabras...»
Mozart había reído cierta-
mente a expensas de una
hipersensibilidad tal, aun
admitiendo que fuera genuina
y no una comedia. En aquella
época, la poesía alemana
estaba representada por los
«genios originales» y también
en la música muchos hubieran
representado de buena gana el
papel de los «genios
originales», con tal que esa
forma de arte fuese un medio
de expresión de más fácil
manejo o un instrumento más
cómodo de la lengua. Mozart
nunca quiere ser «original»,
por muy refinado que sea a
veces. Hablaremos más
extensamente sobre ello
cuando lo comparemos con el
«revolucionario» Haydn;
aunque las reglas del arte en sí
no le importan en absoluto.
Habla una vez, en una carta al
padre (13 de octubre de 1781),
de la incapacidad de los
libretistas de abandonar su
trabajo imperfecto y
convencional: «Los poetas me
recuerdan más que nadie a los
trompeteros con sus ardides».
(Los trompeteros de Alemania,
en los tiempos de Mozart
estaban unidos todavía en una
corporación y conservaban sus
antiquísimas costumbres.) «Si
nosotros los compositores
estuviésemos siempre
apegados tan leal- mente a
nuestras leyes (que eran
excelentes en una época en que
no se conocía nada mejor),
coceríamos una música tan
indigesta como sus libretos.»
Es realmente un gran
innovador y por tal lo tuvieron
sus contemporáneos; pero
nunca tuvo la intención de ser
«original».
Las exageraciones, las
hipérboles y todo lo
chapucero, motiva la burla de
Mozart. El día 14 de agosto de
1773 escribe a su hermana:
«Espero, mi reina, que goces
del mayor grado de salud y
que ahora o más adelante o a
veces, o, mejor dicho,
ocasionalmente, o, mejor to-
davía, qualche volta, como dicen
los italianos, quieras sacrificar,
en mi beneficio, algunos de tus
importantes, íntimos
pensamientos que proceden
siempre del infinito y preclaro
poder de raciocinio que
posees, además de tu belleza, y
a pesar de ser mujer y
particularmente a pesar de tu
tierna edad, cuando nada de
ello se espera de ti, oh reina, en
medida tan abundante, de
hacer avergonzar a hombres y
hasta a las barbas grises. Aquí
tienes ahora una conceptuosa
sentencia. ¡Adiós!
»Wolfgang
Mozart».
Escribió él esta insensatez
altisonante en Viena, donde
pasaba entonces el verano y
debe haber visto allí en el
teatro alguna de esas piezas
pomposas e hinchadas que
ayudaban en aquella época a
llenar el repertorio y hasta me
temo que ha sido El rey
Thamos, de Gebler, para quien
proporcionaba entonces la
música; pues Mozart no
respetaba ni a sus protectores
cuando le suministraban obras
insípidas.
Para mucha gente, Mozart
fue y es el representante del
«rococó», de la gracia
anacreóntica, del «ancien
régime», probablemente por-
que, niño todavía, llevaba una
trenza y un espadín como
emblema de galantería. Pero
esto no concuerda ni con el
carácter de Mozart ni con su
apariencia exterior; basta mirar
los cuatro retratos,
relativamente más fieles, que
de él existen: el de familia, en
Salzburgo, el de Polonia, el
bosquejo a óleo de Lange, el
perfil al lápiz de Doris Stock.
La gracia y el encanto de
Mozart no son anacreónticos ni
son propios del siglo XVIII. El
poeta Wieland representaba un
importante papel en la cultura
literaria de la casa Mozart;
conocían allí sus Abderitas y su
Obercm, y conocemos el retrato
epistolar que Mozart envió a
su padre porque sabía cuánto
le interesaría. Bien, alguna
obra de Wieland, como por
ejemplo Musarion, es una
pequeña producción magistral
de gracia y de humor juguetón;
pero su Filosofía de los espíritus
independientes, ese juego con la
serenidad helénica, ese
descubrimiento incompleto,
rijoso de los encantos
femeninos, no tiene ninguna
analogía con la grosería de
Mozart, su seriedad
demoníaca, su regio poderío,
su perfección. Compárese el
concepto del amor de Wieland:

Te amo con el impulso


suave
Que, como céfiro, crispa
el corazón con olas
leves.
Jamás suscita la
tormenta, nunca apena,
siempre agrada:
Así como yo amo a las
Gracias y a las Musas,
Así te amo a ti.
(MUSARIÓN,
libro III.)
—y Wieland no conoce otra
definición— con el concepto de
Mozart de sus personajes como
Constanze, Zerlina, Pamina,
sin hablar de figuras
femeninas como Doña Ana o
Doña Elvira y de las
declaraciones de amor de sus
personajes como el aria de la
embriaguez de Don Juan o la
del retrato de Tamino. Mozart
no es en ningún momento ex-
clusivamente suave y nunca
melindroso; no es ningún
Watteau y menos aún un
Greuze o Boucher. Pertenece
todavía al siglo xvill en el
sentido de que entonces el arte
formaba parte integrante de la
vida, no destronada todavía
por el romanticismo o la
barbarie de la civilización.
Pero, aparte de ello, la figura
de Mozart no pertenece a nin-
guna época, sino que es
intemporal.
En una carta que dirigió
Mozart a su padre desde
Munich (29 de noviembre de
1780), que data de la época de
concepción y preparación del
Idomeneo, hállase una extraña
frase que contiene una crítica
del Hamlet de Shakespeare. En
el Idomeneo, la solución del
conflicto —por cuanto se
puede hablar de conflicto en
una «ópera seria»— se alcanza
por medio de la resonancia
solemne de una voz divina que
llega poderosamente de las
profundidades. Mozart tiene la
sensación de que ese efecto no
debe durar mucho tiempo:
«Dime, ¿no te parece que el
monólogo de la voz
subterránea es demasiado
largo? ¡Considéralo
atentamente! Imagínate el
teatro y recuerda que el efecto
de esa voz debe ser terrorífico,
debe ser penetrante, que los
oyentes deben tener la
impresión de que existe en
realidad. Pero ¿cómo se puede
conseguir ese efecto si el
discurso es demasiado largo?,
pues, quien escucha se
convence poco a poco de que
no significa nada. Si la arenga
del espíritu en Hamlet no fuera
tan larga, sería mucho más
eficaz...».
Mozart ha visto Hamlet, a
lo mejor también Macbeth, y no
es improbable que, en las
últimas semanas de su vida,
haya alentado la idea de
escribir la música para una
ópera basada en La tempestad,
de Shakespeare (ver apéndice).
Salzburgo, hacia el 1780, era
una ciudad en la que se
cultivaba el drama. Durante el
gran viaje de Mozart, hallábase
en Salzburgo el conjunto
dramático (según Leopold,
«mediocre») del empresario
Noessel, del cual, empero, más
adelante la pareja de actores
Franz Xaver y Carlota (Reiner)
Heigel, alcanzaron en Munich
gran renombre. En 1779-1780
daba representaciones allí la
compañía de Boehm; en
septiembre de 1780 llegó la de
Emanuel Schi- kaneder; fue el
principio de una amistad que
se renovaría más adelante en
Viena y conduciría al trabajo
en conjunto de La flauta mágica.
Desde mediados de septiembre
hasta principios de noviembre,
los Mozart, es decir, también
su padre y su hermana, no
perdieron ni una sola
representación de la compañía
de Schikaneder —cuatro veces
por semana—; no tenían más
que atravesar la plaza Aníbal
para llegar a la entrada del
teatro. Se ha conservado hasta
hoy el programa del teatro, se
trataba en su mayoría de obras
si ningún valor, algunas piezas
musicales, dramas y a veces
ballets; pero el 26 de
septiembre Mozart asistió a la
Emilia Galotti, de Lessing, y
Julio de Tarento, de Johann
Antón Leisewitz, el 11 de
octubre a El barbero de Sevilla,
según Beaumarchais, y el 13 de
octubre a Hamlet, príncipe de
Dinamarca, en el arreglo de F.
W. L. Schroeder. Entre los
ballets, no carece de importan-
cia el del 8 de octubre: Las
estatuas animadas, basado en el
asunto de Don Giovanni. El
estilo de esas representaciones
era tan poco «clásico» como le
era posible a Schikaneder, que
amaba ya entonces el efecto, la
indumentaria, la tramoya, lo
manifiesto y crudo; es obvio
que no se hubiera podido
atraer a la población de la
ciudad de Salzburgo y de la
comarca ni con la fineza ni con
el gusto. Pero Mozart sigue
estas obras con ardiente
interés; y hasta volvió a leer,
más adelante, en Munich, una
de las comedias, un arreglo en
alemán de Las dos noches llenas
de deseo, de Cario Gozzi. «Esta
comedia es deliciosa», escribe
(13 de diciembre de 1780), y es
en realidad una obra de pasión
fuerte y verdadera, para su
tiempo, hasta en su
derrengada forma alemana.
Sabemos que Mozart al
principio de su estancia en
Viena era un apasionado
frecuentador del teatro,
aunque nunca o sólo raras
veces se expresaba sobre las
impresiones recibidas.
Ignoramos, por tanto, lo que
ha visto en tales espectáculos;
pero no cabe duda que su
interés literario se concentraba
en el drama: era hombre de
teatro nato. Por eso es
indiferente, en el sentido más
profundo, qué dramas,
tomados aisladamente, son los
que conoció, pues un genio
como el suyo saca impulsos y
experiencias hasta de obras
mediocres y malas, y, en la
.Viena de entonces, la
cualidad de las obras no tenía
mucha importancia, por ser
representadas por excelentes
actores. Tampoco tiene im-
portancia que la noción
dramática de Mozart fuera
incompleta; no era hombre
erudito como lo fueron más
tarde Schumann o Wagner,
que conocían a Shakespeare,
Schiller y Goethe. En otro
terreno, sus conocimientos
eran completos y amplios,
como en el de la ópera en
todas sus manifestaciones,
comenzando por la ópera seria
y la bufa, hasta la comedia
musical alemana, la opera
comique francesa, la fiesta
teatrale, la serenata teatrale, la
pantomima y el ballet. Lo
único que ignoró hasta su
visita a Mannheim fue la
unión del drama hablado y la
música instrumental
descriptiva, el «monodrama»
o «duodrama»; y quedó «muy
sorprendido» por su efecto.
Durante veinticinco años, de
los treinta y seis años de su
vida, se ocupó de «música
teatral». Puede afirmarse que
la obra de su vida culmina en
la ópera de cualquier forma, y
que era un hombre de teatro
por excelencia, si no debiera
decirse con igual razón que ha
alcanzado la cumbre más alta
en la música instrumental.
Pero éste es tema de otro
capítulo.

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