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TRES PARADOJAS DEL CONTROL DE CONVENCIONALIDAD

CLAUDINA ORUNESU
JORGE LUIS RODRÍGUEZ

1. INTRODUCCIÓN

El proceso de internacionalización de los mecanismos de tutela de los derechos humanos


ha constituido sin lugar a dudas una muy significativa conquista de la humanidad. En
particular, el sistema interamericano de protección de los derechos humanos introdujo un
mecanismo mediante el cual se trata de garantizar un equilibrio entre los Estados parte
para la tutela del goce de los derechos humanos, comprometiéndose cada uno de ellos a
respetar un plexo de derechos plasmado en la Convención Americana de Derechos
Humanos, y reconociendo los Estados parte la competencia de ciertos órganos
supranacionales (la Comisión y la Corte interamericanas) encargados de revisar la
efectiva vigencia de tales derechos en la jurisdicción local.1

En ese esquema, la doctrina del denominado control de convencionalidad ha sido ideada


como una herramienta para asegurar la aplicación armónica del derecho vigente y
preservar la primacía del orden jurídico internacional de los derechos humanos en sede
interna.2

Sin embargo, es posible advertir en algunos escritos de los teóricos, e incluso en ciertos
pronunciamientos jurisdiccionales, que la idea básica del control de convencionalidad se
conjuga con ciertas tesis extremas y poco meditadas que conducen a consecuencias
paradójicas. El cometido de este trabajo es examinar tres de esas consecuencias
paradójicas. De acuerdo con Sainsbury, una paradoja es una conclusión aparentemente
inaceptable derivada de un razonamiento aparentemente aceptable a partir de premisas

1 Cf. Susana ALBANESE, “La internalización del derecho constitucional y la constitucionalización del
derecho internacional”, en Susana ALBANESE (coord.), El control de convencionalidad, Buenos Aires, Ediar,
2008: 17; Osvaldo GOZAÍNI, “El impacto de la jurisprudencia del sistema interamericano en el derecho
interno”, en ALBANESE 2008: 81.
2 Cf. ALBANESE 2008: 15; Néstor P. SAGÜÉS, “Obligaciones internacionales y control de
convencionalidad”, en Estudios constitucionales, año 8, número 1, Santiago de Chile, 2010, página 134.
aparentemente aceptables.3 En los tres problemas que vamos a presentar intentaremos
no incurrir en vicios lógicos, de manera tal que, si logramos tal cometido, quedará en
manos del lector el evaluar si las premisas de las que se parte no eran en realidad tan
aceptables como a primera vista parecían, o bien si es posible admitir las conclusiones
que indicaremos pese a su apariencia irrazonable.

2. CONTROL DE CONVENCIONALIDAD Y CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD: “ALMONACID


ARELLANO Y OTROS VS. CHILE” Y “MARBURY V. MADISON”

La Convención Americana de Derechos Humanos establece que la Corte Interamericana


es el órgano competente para “conocer de cualquier caso relativo a la interpretación y
aplicación” de las normas de la Convención que le sea sometido a juzgamiento (CADH
artículos 61, 62 y 63). La Corte Interamericana está habilitada para declarar si ha existido
una violación de alguna de las cláusulas de la Convención y, para el caso de que ello
sucediere, puede ordenar que se garantice al afectado el goce del o los derechos
conculcados, se reparen las consecuencias de la medida o situación que vulneraron los
derechos de que se trate y, si correspondiere, que se proceda a pagar una justa
indemnización.

En ese contexto normativo, en el año 2006 la Corte Interamericana en pleno hizo


referencia por primera vez al denominado control de convencionalidad. En el caso
“Almonacid Arellano y otros vs. Chile” el tribunal sostuvo:

La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley
y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico.
Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención
Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella,
lo que obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean
mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio
carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie
de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los
casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esa tarea, el
Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación

3 Cf. Richard Mark SAINSBURY, Paradoxes, Cambridge, Cambridge University Press, 2009: 1.
que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención
Americana.4

En síntesis, según el tribunal, para garantizar la supremacía de la Convención Americana


los jueces nacionales, como integrantes del Estado, deben efectuar un control de
adecuación de las normas del derecho interno a fin de verificar que ellas no contraríen a
las normas convencionales. Y la razón por la que se les asigna tal deber consiste en
sostener que si deben aplicar cierto conjunto de normas y entre ellas se cuenta la
Convención, deben resolver los posibles conflictos que se detecten dentro de dicho
conjunto, preservando la supremacía de la Convención.

Este razonamiento no es novedoso: de hecho, es muy semejante al que dos siglos antes
utilizó la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso “Marbury v. Madison” para la
justificación del control de constitucionalidad por parte de los jueces, potestad que no
figuraba expresamente en el texto constitucional de 1787, como tampoco figura en el
texto de la Convención el control de convencionalidad.5

En la sentencia en “Marbury”, elaborada por el presidente de la Corte, John Marshall, se


plasmaron los argumentos que fijarían las bases del control de constitucionalidad en el
sistema norteamericano:

¿Qué sentido tendría limitar a los poderes, y cuál que se haya hecho por escrito, si luego las
limitaciones pueden ser ignoradas en cualquier momento por aquellos a quienes se
pretende constreñir? (…) Resulta demasiado evidente como para ser cuestionado que, o
bien la Constitución prevalece sobre cualquier disposición legislativa que le sea contraria, o
bien el legislador puede cambiar la Constitución mediante una ley ordinaria. Entre estas
alternativas no existe término medio (…) Ciertamente, todos aquéllos que han elaborado
constituciones escritas las consideran como el derecho fundamental y supremo de la nación,

4 “Almonacid Arellano y otros vs. Gobierno de Chile”, sentencia del 26 de septiembre de 2006, serie C,
número 154, considerando 124. Dicho criterio fue ratificado por la Corte Interamericana en los casos
“Trabajadores Cesados del Congreso (Aguado Alfaro y otros) vs. Perú”, sentencia del 24 de noviembre de
2006, serie C, número 158, párrafo 128; “La Canuta vs. Perú”, sentencia del 29 de noviembre de 2006, serie
C, número 162, párrafo 173; “Boyce y otros vs. Barbados”, sentencia del 20 de noviembre de 2007, serie C,
número 169, párrafo 78; caso “Heliodoro Portugal vs. Panamá”, sentencia del 12 de agosto de 2008, serie C,
número 186, párrafo 180. Con anterioridad se había utilizado esta expresión de forma aislada. Véase caso
“Myrna Mack Chang vs. Guatemala”, sentencia del 25 de noviembre de 2003, serie C, número 101 y caso
“Tibi vs. Ecuador”, sentencia del 7 de septiembre de 2004, serie C, número 114, en ambos en el voto del
Juez Sergio García Ramírez.
5 “Marbury v. Madison”, 1 US. 137 (1803).
y, en consecuencia, la teoría propia de cualquier Estado de este tipo ha de ser la de que un
acto del poder legislativo contrario a la Constitución es nulo.

Asimismo, Marshall remarcó del siguiente modo el papel que los jueces deben asumir a
la hora de interpretar las cláusulas constitucionales:

Es indudable que es competencia y deber del Poder Judicial decir qué es derecho. Aquellos
que aplican la norma a los casos concretos tienen, necesariamente, que explicar e
interpretar esa norma. Si dos leyes entran en conflicto, son los tribunales los que deben
pronunciarse sobre la operatividad. De manera que, si una ley se opone a la Constitución, si
tanto la ley como la Constitución son de aplicación a un determinado caso, el tribunal o bien
ha de resolver ese caso conforme a la ley, desechando la Constitución, o bien conforme a la
Constitución, desechando la ley: el tribunal tendrá que determinar cuál de las dos normas en
conflicto rige el caso. Esto forma parte de la esencia misma de la tarea de juzgar. Aquellos
que controvierten el principio de que la Constitución debe ser considerada por los tribunales
como la norma suprema, deberían necesariamente admitir que los tribunales cierren sus
ojos ante la Constitución y miren sólo a la ley. Esta doctrina subvertiría los fundamentos
mismos de toda Constitución escrita. Supondría afirmar que una ley absolutamente nula de
acuerdo con los principios y la teoría de nuestro Gobierno, es, sin embargo, en la práctica,
completamente obligatoria. Supondría afirmar que si el legislativo hace lo que está
expresamente prohibido, la ley resultante de ello sería en realidad, a pesar de la expresa
prohibición, eficaz. Se estaría atribuyendo al legislativo una omnipotencia real y práctica, al
mismo tiempo que se profesa restringir sus competencias dentro de estrechos límites. Sería
tanto como establecer los límites y declarar a la vez que se pueden burlar a placer. 6

De manera que, de acuerdo con el criterio instaurado por Marshall, si se asume la


supremacía de la constitución, ello necesariamente traería aparejado el control judicial de
constitucionalidad, ya que los jueces no deberían aplicar normas que sean contrarias a la
ley suprema. Si existe un conflicto entre una norma emitida por la legislatura y la
constitución, entonces los tribunales deben declarar inconstitucional la ley y aplicar la
constitución.

Obsérvese que una premisa fundamental para establecer el carácter necesario del
control judicial de constitucionalidad en el razonamiento de Marshall reside en el carácter

6 La Constitución argentina adoptó expresamente el principio de supremacía de la constitución en su


artículo 31, tomado literalmente del artículo VI, sección segunda, de la Constitución de los Estados Unidos y,
como en ese país, no se atribuyó expresamente a ningún órgano competencia para garantizar esa
supremacía. El control de constitucionalidad también fue incorporado en nuestro sistema por vía
jurisprudencial en el caso “Sojo, Eduardo c/ Cámara de Diputados de la Nación” (CSJN, Fallos 32: 120
(1887)) y un año después, en “Municipalidad de la Capital c/ Elortondo” (CSJN, Fallos 33: 162 (1888)).
de ley suprema que tendría la constitución. Esa supremacía se fundaría, según Marshall,
en concebirla esencialmente como una herramienta para limitar el poder de las diferentes
ramas del gobierno. Y para poder garantizar su supremacía, los actos de la legislatura
contrarios a la constitución deberían ser considerados nulos. 7 Es a partir de este
razonamiento que se ha entendido que adoptar una constitución escrita y asumir su
supremacía implican necesariamente el control judicial de constitucionalidad.

Carlos Nino ha señalado que la afirmación de que para mantener la supremacía de la


constitución se requiere del control judicial de constitucionalidad confundiría un problema
lógico con uno práctico.8 Podría ser que la constitución prohíba al legislador ordinario
dictar ciertas normas aunque no haya un cuerpo que esté autorizado a derogar o anular
las normas dictadas en violación de esa prohibición. Y aún si se admitiera que cualquier
obligación implica algún tipo de sanción o remedio, ese remedio no necesariamente
tendría que ser el control judicial de constitucionalidad, por lo que éste no sería una
consecuencia lógica de asumir la supremacía de la constitución, sino una característica
contingente del diseño constitucional que adopte una determinada comunidad. El que
una norma no pertenezca al sistema por no cumplir con las exigencias formales o
materiales impuestas por la constitución no obsta a que ella sea aplicable, por ejemplo,
hasta tanto su inconstitucionalidad haya sido declarada, y esa declaración podría provenir
de un órgano distinto del poder judicial. La revisión no necesariamente tendría que
quedar en manos de los tribunales, ni siquiera cuando el sistema tenga una constitución
suprema. Nino concluye que no es verdad que un sistema jurídico con supremacía de la
constitución que no cuente con control judicial de constitucionalidad configure una
imposibilidad lógica, y tampoco que la ausencia de control judicial de constitucionalidad
excluya la supremacía de la constitución.

Consideramos que Nino tiene razón cuando afirma que la supremacía constitucional no
implica necesariamente la potestad de los tribunales para declarar inconstitucionales las

7 El caso “Marbury v. Madison” ha dado lugar a diferentes debates en la doctrina estadounidense. Uno
de ellos se vincula con la legitimidad de la invalidación por parte del poder judicial de los actos del congreso,
en el sentido de si esa facultad se encuentra consagrada por la propia constitución. La otra tiene que ver con
el alcance y fuerza del caso “Marbury”. Para cierta interpretación, las decisiones en los casos particulares
sólo tendrían efectos de res iudicata, no de stare decisis: para los tribunales sólo tendría fuerza de autoridad
la constitución, no las interpretaciones que se hagan de ella. En el otro extremo se encuentra la tesis sentada
en “Cooper v. Aaron” (358 U.S. 1 (1958)), en el que se sostuvo que las interpretaciones de la Corte funcionan
como ley suprema a menos que la propia Corte se aparte de ellas (cf. ALEXANDER 2003 y WHITE 2003).
8 Cf. NINO 1995: 229.
normas en conflicto con la constitución, porque el carácter supremo de esta última es
compatible con diversos sistemas de control, los que no necesariamente deben tener
naturaleza jurisdiccional. No obstante, en los ordenamientos jurídicos que no prevén
expresamente un cierto órgano como encargado del control de constitucionalidad –como
el norteamericano o el argentino–, cobra particular relevancia el argumento de Marshall
de que es deber de los jueces decir el derecho, y que para poder aplicar ciertas normas a
casos concretos, los jueces tienen necesariamente que interpretarlas, y si hay algunas en
conflicto con otras, deben restablecer la consistencia en el sistema mediante la
aplicación, entre otros, del criterio de lex superior. De manera tal que si un sistema
jurídico no inviste a ningún órgano específico con la potestad de controlar la supremacía
de la constitución, o bien el juez declara la inconstitucionalidad cuando la detecta, o bien
la supremacía constitucional se desvanece. 9 Como lo señala Guastini, no basta con
proclamar la supremacía para que ella exista como tal: hay que garantizarla.10 Esta idea
estaba presupuesta en el razonamiento de Marshall, de modo tal que –a pesar de lo que
sostiene Nino– al menos cuando no existe una previsión específica en el sistema sobre
quién debe llevar a cabo el control de constitucionalidad, la conclusión de Marshall de
que esa tarea debe recaer en los jueces se impone como inevitable.11

Es importante apreciar las implicancias de lo señalado respecto del control de


convencionalidad, no solo por lo que se dirá en adelante al respecto, sino porque ya aquí
podemos apreciar que las referencias de la Corte Interamericana a “los jueces o
tribunales internos” o a “los órganos del poder judicial” deben entenderse como relativas
a todos los jueces en aquellos sistemas jurídicos que posean control difuso de
constitucionalidad. Si en cambio en un Estado parte se encomienda a algún órgano
específico, judicial o no judicial, el control de constitucionalidad, la cuestión se torna
problemática puesto que o bien la competencia para ejercitar el control de

9 Como reconstrucción alternativa podría considerarse que las normas materialmente


inconstitucionales, en la medida de su incompatibilidad lógica con normas constitucionales, no ingresan al
orden jurídico, no serían parte del derecho (véase ORUNESU-RODRÍGUEZ-SUCAR 2001; FERRER-RODRÍGUEZ
2011). El juez tiene el deber de aplicar el derecho, pero como una norma inconstitucional no sería parte de él,
no tendría el deber de aplicarla. A esto no se puede responder que el sistema podría establecer que el juez
tiene el deber de aplicarla en tanto ella no sea declarada inconstitucional, puesto que estamos considerando
la hipótesis de que no existe ningún órgano específico a quien se haya encomendado el control de
constitucionalidad.
10 Cf. GUASTINI 2001b.
11 Véase ORUNESU …: … Vale aclarar que hoy día en el derecho argentino, en virtud de la reforma
constitucional de 1994 que incorporó el artículo 43 al texto constitucional, se habilita expresamente al juez a
declarar la inconstitucionalidad de normas en el marco del proceso de amparo.
convencionalidad debe entenderse como circunscripta a dicho órgano –incluso aunque
no sea jurisdiccional–, o bien el argumento que les atribuye el control de
convencionalidad a los jueces deja de ser concluyente, debido a las razones apuntadas
por Nino.12

3. PRIMERA PARADOJA: LA SUPREMACÍA DEL DERECHO CONVENCIONAL

Como se señaló, el control de convencionalidad proclamado por la Corte Interamericana


tiene por objeto garantizar la supremacía de las convenciones de tutela de los derechos
humanos sobre el derecho interno. El argumento consiste en sostener que, como los
jueces tienen el deber de aplicar su derecho, y dado que eso supone interpretarlo, si un
estado ha ratificado la Convención Americana, entonces sus jueces están también
obligados a garantizar que sus disposiciones prevalezcan sobre las normas internas que
se encuentren en conflicto con ella.

Esto importa una toma de posición de la Corte Interamericana respecto del nivel
jerárquico que debe asignársele a las normas convencionales en sede interna, una tesis
que es susceptible de una lectura débil y no problemática y de otra fuerte y, cuanto
menos, polémica. De acuerdo con la primera, el deber de llevar a cabo el control de
convencionalidad por parte de los órganos jurisdiccionales de los Estados parte implica
que las normas convencionales deben prevalecer en sede interna sobre las leyes
ordinarias, de manera que debe acordárseles jerarquía supralegal y, quizás, incluso
jerarquía constitucional. De acuerdo con la segunda, la doctrina del control de
convencionalidad, ateniéndose a la letra de su formulación, se referiría a la supremacía
de las normas convencionales sobre “las normas jurídicas internas”, sin establecer
ninguna salvedad, en particular respecto de sus normas constitucionales. Sobre tales
bases se ha sostenido que “la tesis del control de convencionalidad quiere que siempre
prevalezca el Pacto, tanto respecto de la primera como de la segunda parte de la

12 Véase Néstor Pedro SAGÜÉS, “El ‘control de convencionalidad’, en particular sobre las constituciones
nacionales”, en La Ley, 2009-B, 761, donde resalta que en el caso “Trabajadores cesados del Congreso vs.
Chile”, la Corte Interamericana hizo la salvedad de que los jueces deben llevar a cabo el control de
convencionalidad “en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales
pertinentes” (considerando 128), de lo cual concluye que si existe un órgano específicamente previsto para
controlar la constitucionalidad de las normas, un juez incompetente para llevar a cabo dicho control, en caso
de detectar un problema de compatibilidad con la Convención, debería remitir la cuestión al tribunal habilitado
para ejercer el control de constitucionalidad.
Constitución [en referencia al derecho argentino], y que ésta sea interpretada ‘conforme’ y
no contra el Pacto. Ello importa la domesticación de la Constitución por el Pacto”. 13

El fundamento para esta segunda lectura –las normas convencionales tienen supremacía
sobre cualquier disposición de derecho interno, incluso constitucional– ha pretendido
encontrarse en normas como el artículo 27 de la Convención de Viena sobre derecho de
los Tratados, de acuerdo con el cual un Estado no podría oponer como excusa para
incumplir sus obligaciones derivadas de un tratado internacional el cumplimiento de una
disposición de derecho interno. Sin embargo, la cláusula en cuestión resulta igualmente
aplicable a tratados bilaterales, de modo que su alcance se circunscribe al ámbito
internacional y no tiene en sí misma ninguna implicancia respecto de la jerarquía
normativa de la Convención en sede interna, pues de lo contrario debería aceptarse
igualmente que cualquier tratado bilateral también posee un alcance supraconstitucional,
lo cual es absurdo. Y eso sin mencionar que la Convención de Viena es ella misma una
convención internacional, de modo que cualquier pretensión de justificar en una de sus
disposiciones la jerarquía que debe asignarse en sede interna a las convenciones
internacionales está irremediablemente condenada al fracaso por constituir una petición
de principio.

Si distinguimos en principio dos niveles jerárquicos dentro de un sistema jurídico


nacional, el constitucional y el legal, la recepción del derecho convencional en sede
interna podría tener a) nivel infralegal; b) nivel legal; c) nivel supralegal pero
infraconstitucional; d) nivel constitucional o e) nivel supraconstitucional.

De estas alternativas, el reconocimiento del control de convencionalidad solo resulta en


sentido estricto incompatible con las dos primeras, pero perfectamente congeniable con
cualquiera de las restantes. Sin embargo, la falta de toda distinción en la argumentación
de la Corte Interamericana, y el contenido de algunos de sus pronunciamientos –como en
el fallo “La última tentación de Cristo”–,14 parecen dar apoyo a la interpretación fuerte
según la cual la Corte Interamericana exigiría que se asigne a las disposiciones

13 Néstor Pedro SAGÜÉS, “Dificultades operativas del “control de convencionalidad” en el Sistema


Interamericano”, en La Ley, 2010-D, 1245.
14 Caso “La última tentación de Cristo (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile”, sentencia del 5 de febrero de
2001, serie C, número 73 (La Ley, 2001-C, 135).
convencionales la máxima jerarquía normativa, incluso por sobre las normas
constitucionales.

Si se tratara de normas internacionales de otra fuente quizás esta idea no resultaría tan
problemática. 15 Pero en el caso del derecho convencional, es muy difícil aceptar que
pueda asignársele en el orden interno una jerarquía superior incluso a la de aquellas
normas que acuerdan a los órganos internos la potestad de celebrar, en representación
del Estado, tratados internacionales, puesto que en tal caso las relaciones de validez
entre la Convención y el derecho interno se tornarían circulares. En efecto: la validez de
la Convención, como la de cualquier convención internacional, depende por su carácter
de la voluntad concurrente de los Estados nacionales que la suscriban, pero ahora el
control de convencionalidad vendría a consagrar que la validez de todo el derecho interno
de cada Estado parte depende, a su vez, de su conformidad con las disposiciones de la
Convención.16

El carácter paradójico de esta conclusión se pone de manifiesto cuando se examinan las


disposiciones internas que receptan las normas convencionales. Por supuesto, puede
ocurrir que la propia constitución de un Estado confiera supremacía a todas o algunas
normas convencionales de tutela de los derechos humanos sobre la totalidad del derecho
interno, tal como ocurre en Holanda, Colombia y Guatemala. 17 Pero también puede
acontecer que ello no sea así, y de hecho no lo es en la mayoría de los casos. Para citar
un único ejemplo, en Argentina con la reforma constitucional de 1994 se le ha reconocido
generosamente a las disposiciones de la Convención “jerarquía constitucional”, si bien
con ciertas restricciones (“en las condiciones de su vigencia (...) No derogan artículo
alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de
los derechos y garantías por ella reconocidos”). 18 Pero ahora, si se acepta la lectura

15 Véanse sin embargo los reparos del Ministro Belluscio respecto del derecho internacional de fuente
consuetudinaria o el denominado ius cogens en el considerando 16 de “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/
homicidio calificado y asociación ilícita y otros” (CSJN, Fallos 327: 3312 (2004)).
16 Sobre las diferentes lecturas de las que resultan susceptibles las tesis monistas y dualistas respecto
de las relaciones entre el derecho internacional y los derechos nacionales, véase el capítulo I.
17 Cf. Jorge Reinaldo A. VANOSSI y Alberto Ricardo DALLA VÍA, Régimen constitucional de los tratados,
Buenos Aires, Abeledo Perrot, 2ª edición, 2000, página 286.
18
Sobre el alcance de tales restricciones véanse, por todos, Jorge Reinaldo A. VANOSSI y Alberto
Ricardo DALLA VÍA, Régimen constitucional de los tratados, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 2ª edición, 2000,
páginas 322 y siguientes; Horacio D. ROSATTI, “El llamado ‘control de convencionalidad’ y el ‘control de
constitucionalidad’ en Argentina”, en La Ley, Suplemento Constitucional, 2012-A, 911 y RODRÍGUEZ-VICENTE
1995.
fuerte de la construcción de la Corte Interamericana sobre el control de convencionalidad,
esa cláusula de la constitución se vería fulminada como anticonvencional y, por ello,
debería considerarse que “desde un inicio carece de efectos jurídicos”.

El presupuesto implícito que parece asumirse cuando se sostiene una tesis tan fuerte es
que la Convención tutela de manera más amplia y favorable los derechos humanos que
los ordenamientos nacionales. Esto puede ser usualmente verdadero, pero no es
necesariamente verdadero. Es más: ese presupuesto resulta expresamente contradicho
por los propios términos de la Convención, cuando en el inciso b del artículo 29 se
establece que “Ninguna disposición de la presente Convención puede ser interpretada en
el sentido de (…) b) limitar el goce y ejercicio de cualquier derecho o libertad que pueda
estar reconocido de acuerdo con las leyes de cualquiera de los Estados Partes (…)”.

En conclusión, nos parece enteramente inviable interpretar que el control de


convencionalidad implica reconocer la supremacía de la Convención por sobre las
disposiciones constitucionales de los Estados parte. No existe ningún artículo de la
Convención que le asigne semejante jerarquía, y una mera construcción de la Corte
Interamericana no puede tener tal efecto, ya que la Corte no posee competencia alguna
para modificar el derecho interno de los Estados parte, menos si se trata de sus
preceptos constitucionales.

Finalmente, tampoco parece razonable aceptar la conclusión de Sagüés de que al Estado


que no esté dispuesto a pagar el precio de consentir que las cláusulas de la Convención
posean supremacía incluso sobre sus disposiciones constitucionales, le quedará la salida
de denunciar el Pacto de San José de Costa Rica e irse de él según el trámite de retiro.19
Y ello debido a que, como ya se expresó, semejante estatus jerárquico de las normas de
la Convención no surge de ella sino solo de una más que controvertible interpretación de
los dichos de la Corte Interamericana, cuya competencia puede incluso no ser reconocida
como obligatoria por un Estado parte al depositar su instrumento de ratificación o
adhesión, de modo que nada obsta a ser miembro del sistema interamericano sin siquiera
estar vinculado en sentido alguno por las decisiones de la Corte Interamericana.

19 Cf. Néstor P. SAGÜÉS, “Obligaciones internacionales y control de convencionalidad”, en Estudios


constitucionales, año 8, número 1, Santiago de Chile, 2010, páginas 117-136.
4. SEGUNDA PARADOJA: EL CARÁCTER VINCULANTE DE LA INTERPRETACIÓN EN SEDE
INTERNACIONAL

El segundo problema que suscita la consideración del control de convencionalidad es que


la Corte Interamericana no se ha limitado a sostener que los jueces deben controlar la
compatibilidad de las leyes internas con el texto del Pacto de San José de Costa Rica,
sino que además deben tener en cuenta a tal fin “la interpretación que del mismo ha
hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana”.

Nuevamente, tenemos aquí al menos dos posibles lecturas de esta directiva impartida por
la Corte Interamericana, una débil y perfectamente sensata, y otra fuerte y problemática.
De conformidad con la primera de ellas, los jueces al controlar la compatibilidad del
derecho interno con la Convención, han de “tener en cuenta” las interpretaciones de la
Corte Interamericana, en el sentido de que no pueden ignorarlas, de modo que, si existe
jurisprudencia relevante de la Corte Interamericana sobre el punto a resolver en el caso,
los jueces internos tienen que hacer mérito de ella, y si deciden apartarse de la lectura
ofrecida por la Corte Interamericana de las cláusulas de la Convención, deben ofrecer
argumentos para justificar tal actitud. Más detalladamente, el razonamiento que los
jueces deben efectuar en situaciones semejantes podría sintetizarse del siguiente modo:
a) deben verificar si existe jurisprudencia de la Corte Interamericana sobre el punto a
resolver; b) deben determinar cuál es la doctrina o razón subyacente que se desprende
de sus decisiones; c) deben examinar la aplicabilidad de esa doctrina al caso concreto, y
d) deben determinar si existen razones jurídicas internas que se opongan a la
aplicabilidad de la doctrina derivada de la jurisprudencia de la Corte Interamericana, en
cuyo caso e) deberán decidir si en el caso concreto corresponde seguirla o no,
proporcionando en cualquier caso una debida fundamentación de su decisión.20

En este sentido, la interpretación de la Corte Interamericana debe “servir de guía” o pauta


para nuestros tribunales en lo que hace a la interpretación de los preceptos de la

20 Cf. el dictamen de la Procuración General de la Nación en el caso “Jorge E. Acosta”, del 10 de


marzo de 2010, expediente 93/2009, letra A. Véase asimismo Alberto BIANCHI, “Una reflexión sobre el llamado
‘control de convencionalidad’”, La Ley, Suplemento Constitucional, 2010-E, 426.
Convención21 o, como lo sostiene Gozaíni, su jurisprudencia cuando resuelve un caso
concreto es vinculante pero no obligatoria para situaciones similares: vinculante porque,
en la medida en que un Estado parte haya aceptado la competencia de la Corte debe
tenerla en cuenta, pero no obligatoria en tanto no se trate de un caso en el cual el Estado
se encuentre directamente involucrado como denunciado.22

La lectura fuerte de esta tesis, que en sentido estricto va en contra de las propias
palabras de la Corte Interamericana –la cual, como se dijo, solo habla del deber de “tener
en cuenta” su jurisprudencia, de “considerarla, de hacer mérito de ella, lo que no implica
necesariamente el deber de acatarla”–, 23 entiende que sus interpretaciones deben ser
seguidas por los Estados parte no solo en aquellas causas en las que han sido
denunciados (lo cual deriva, en todo caso, de lo establecido en el artículo 68 de la
Convención), sino también en cualquier otra, y no solo cuando ellas son vertidas en
sentencias sino también en opiniones consultivas.24 En consecuencia, lo que sostiene
esta lectura fuerte de la tesis del carácter vinculante de las interpretaciones de la Corte
Interamericana es que ella le atribuye a sus propios pronunciamientos el valor de
precedentes con efecto erga omnes, al modo del alcance de stare decisis que la Corte
Suprema estadounidense atribuye a los suyos.

Para decirlo con la terminología de Joseph Raz, la diferencia entre las dos variantes de la
tesis bajo análisis consistiría en que, mientras de acuerdo con la versión débil los
precedentes de la Corte Interamericana serían vinculantes en el sentido de ofrecer una
razón de primer orden para la acción, esto es, un factor que contaría a favor de –en
nuestro caso– seguir la interpretación de la Convención ofrecida por el tribunal, de
acuerdo con la versión fuerte ellos serían vinculantes en el sentido de ofrecer una razón
protegida para la acción, esto es, una combinación de una razón de primer orden para

21 Tal como lo señalara la Corte Suprema de Justicia de la Nación respecto de la Comisión


Interamericana en su considerando 15 in re “Bramajo, Hernán Javier s/ incidente de excarcelación - causa n°
44.891” (CSJN, Fallos 319: 1840 (1996)).
22 Cf. Osvaldo Alfredo GOZAÍNI, “El impacto de la jurisprudencia del sistema interamericano en el
derecho interno”, en ALBANESE 2008: 104.
23 Cf. BIANCHI 2010.
24 Es curioso observar que Gozaíni, si bien rechaza el carácter obligatorio de las interpretaciones
efectuadas por la Corte Interamericana en ejercicio de su jurisdicción contenciosa para los Estados que no
han sido denunciados en el proceso, estima que sí resultarían obligatorias cuando la Corte se pronuncia en
jurisdicción consultiva. El único argumento que ofrece en apoyo de su posición es que precisamente en tales
casos la Corte interpreta las normas del sistema, con lo cual parece asumir que sería posible que resuelva un
caso contencioso sin hacerlo. Véase GOZAÍNI 2008: 105.
seguir la interpretación de la Corte Interamericana y una razón de segundo orden de
carácter excluyente que exigiría dejar de lado otras interpretaciones que pudieran entrar
en conflicto con la primera.25

Hitters ha sostenido que la interpretación fuerte según la cual las sentencias de la Corte
Interamericana no sólo serían “atrapantes” en el caso concreto (vinculación directa
interpartes) sino que también producirían efectos vinculantes para todos los Estados
signatarios de la Convención en lo que respecta a la interpretación que dicho tribunal
efectúa de las normas convencionales (vinculación indirecta erga omnes), habría sido
explícitamente afirmada por dicho órgano en el caso “Gelman vs. Uruguay”, en particular
al supervisar el cumplimiento de su previa decisión del caso.26 Sin embargo, en dicho
pronunciamiento la Corte Interamericana sostuvo que sus interpretaciones generaban
diferente vinculación dependiendo de si el Estado había sido parte material o no en el
proceso internacional. En el primer caso el Estado estaría obligado a cumplir y aplicar la
sentencia; en el segundo, en cambio, la Corte se limitó a decir que todas las autoridades
del Estado “(…) están obligadas por el Tratado debiéndoselo acatar y considerar los
precedentes y lineamientos judiciales del Tribunal Interamericano”. 27 Como puede
apreciarse, la expresión “considerar los precedentes del Tribunal” es perfectamente
congeniable con la lectura débil antes considerada.

La dificultad fundamental que plantea la lectura fuerte de la tesis del carácter vinculante
de las interpretaciones de la Corte Interamericana es que ella conlleva una correlativa y
severa limitación de las facultades de interpretación de los jueces nacionales,28 puesto
que según este punto de vista, al ejercer el control de convencionalidad los jueces no
podrían asignarle a las disposiciones de la Convención otra interpretación que aquella
que les haya atribuido la Corte Interamericana. Sin embargo, recuérdese que el
argumento justificatorio del control de convencionalidad consistía en que los jueces

25 Cf. RAZ 1990: 35-48 y 73-84. Para una presentación breve de las muchas dificultades que ofrece la
idea raziana de razón excluyente, véase Jorge Luis RODRÍGUEZ, “Normas y razones: Un dilema entre la
irracionalidad y la irrelevancia”, en Revista Jurídica de la Facultad de Derecho, Universidad de Palermo, año
13, número 1, 2012, páginas 127-145.
26 Cf. Juan Carlos HITTERS , “Un avance en el control de convencionalidad. El efecto erga omnes de las
sentencias de la Corte Interamericana”, La Ley, 27 de mayo de 2013, 1.
27
Caso “Gelman vs. Uruguay”, supervisión de cumplimiento de sentencia, resolución del 20 de marzo
de 2013. La resolución originaria del caso por parte de la Corte fue del 24 de febrero de 2011 (serie C,
número 221).
28 Cf. Néstor Pedro SAGÜÉS, “Obligaciones internacionales y control de convencionalidad”, en Estudios
constitucionales, año 8, número 1, Santiago de Chile, 2010, páginas 117-1360.
deben controlar la supremacía de la Convención porque ellos tienen el deber de aplicar,
entre otras, sus disposiciones y en caso de conflicto deben privilegiar las de mayor
jerarquía, para lo cual las deben interpretar. Es más: tal como lúcidamente se ha
sostenido, no es posible controlar sin interpretar, razón por la cual el derecho
constitucional ha elaborado el contenido y alcance del control de constitucionalidad a
través de la interpretación de la Constitución.29

La Corte Interamericana puede, por cierto, justificar su propio ejercicio del control de
convencionalidad en los casos que se le someten a decisión con argumentos como el
comentado y, paralelamente, pretender que su jurisprudencia sea obligatoria en el
sentido fuerte que estamos analizando. También puede extender el argumento para
justificar el control de convencionalidad por parte de los jueces internos, pero sosteniendo
la versión débil del carácter vinculante de sus decisiones. Pero fundar el deber de
cualquier juez de controlar la convencionalidad de las normas internas en sus potestades
de interpretación y aplicación del derecho y, paralelamente, limitar sus competencias para
interpretar las normas convencionales es, cuanto menos, una inconsistencia pragmática.

La cuestión se vincula con lo que expusiéramos sobre el final del punto 2, puesto que, tal
como lo observa Gozaíni, la influencia de las decisiones internacionales es mayor en los
sistemas con mecanismos de jurisdicción concentrada, en tanto que en los de jurisdicción
difusa, como el poder de interpretación está distribuido en todo el poder judicial, “el juez
ordinario, recibe dicha jurisprudencia como una orientación que puede o no seguir”. 30

El presupuesto que se encuentra implícito en esta lectura fuerte de la tesis bajo


consideración es que la Corte Interamericana está, por alguna razón o plexo de razones,
en mejor posición para determinar el contenido y alcance de los derechos humanos que
los órganos jurisdiccionales internos, lo que se asocia con la idea de que la Corte es el
“intérprete final” de la Convención, con apoyo en el artículo 62 inciso 1 de esta última. Sin
embargo, es importante en este punto no confundir el carácter definitivo con el carácter
infalible de una decisión judicial, tal como certeramente lo advirtiera Herbert Hart.31 Una
cosa es sostener que los pronunciamientos de la Corte Interamericana son finales o

29 Cf. ALBANESE 2008: 14, citando a BIDART CAMPOS 1996: 333 y ss..
30 GOZAÍNI 2008: 88-89.
31 Cf. HART 1961: 176-183.
últimos en el sentido de definitivos, esto es, que no pueden ser cuestionados ante ningún
otro órgano, tal como resulta de lo preceptuado por el artículo 67 de la Convención (“El
fallo de la Corte será definitivo e inapelable”); una cosa diferente es sostener que ellos
son infalibles. El carácter definitivo de un cierto pronunciamiento no le acuerda
necesariamente corrección, ya que las pautas de corrección de una decisión judicial son
independientes del carácter final o definitivo que ella pueda poseer.

En nuestro país en particular, parece absurdo que pueda atribuirse a los precedentes de
la Corte Interamericana una fuerza superior a la que la Corte Suprema asigna a sus
propios precedentes, con los alcances que precisara en la causa “Barreto c. Provincia de
Buenos Aires”:32

(…) es deseable y conveniente que los pronunciamientos de esta Corte sean debidamente
considerados y consecuentemente seguidos en los casos ulteriores, a fin de preservar la
seguridad jurídica que resulta de dar una guía clara para la conducta de los individuos. Mas
con parejo énfasis cabe igualmente aceptar que esa regla no es absoluta ni rígida con un
grado tal que impida toda modificación en la jurisprudencia establecida, pues los tribunales
no son omniscientes y como cualquier otra institución humana, también pueden aprovechar
del ensayo y del error, de la experiencia y de la reflexión ... para que ello suceda ... tienen
que existir "causas suficientemente graves, como para hacer ineludible tal cambio de
criterio" o es necesario que "medien razones de justicia al efecto", entre las cuales se
encuentra el reconocimiento del carácter erróneo de la decisión, la adecuada apreciación de
las lecciones de la experiencia o si las cambiantes circunstancias históricas han demostrado
la conveniencia de abandonar el criterio establecido.33

Sin embargo, por muy absurdo que pueda parecer, eso fue exactamente lo que hizo la
propia Corte Suprema Argentina en el caso “Espósito”,34 en el cual consideró que no
correspondía aplicar las disposiciones comunes en materia de prescripción en la causa
por entender que ello resultaría lesivo de la interpretación que hiciera la Corte
Interamericana del derecho a la protección judicial de las víctimas en el caso “Bulacio vs.
Argentina”,35 lo que podría dar lugar a responsabilidad internacional de nuestro país. Lo
sorprendente de este caso es que la Corte Suprema aclaró que no compartía el criterio

32
Cf. BIANCHI 2010.
33 CSJN, “Barreto c. Provincia de Buenos Aires”, Fallos 329: 759 (2006), considerando 4°.
34 CSJN, “Espósito, Miguel Ángel s/ incidente de prescripción de la acción penal promovido por su
defensa”, Fallos 327: 5668 (2004).
35 Caso “Bulacio vs. Argentina”, sentencia del 18 de setiembre de 2003, serie C, número 100.
restrictivo del derecho de defensa que se desprendía de la resolución de la Corte
Interamericana, no obstante lo cual, en lugar de resolver en consecuencia, lo hizo
siguiendo el criterio de este último tribunal, sosteniendo:

(…) se plantea la paradoja de que sólo es posible cumplir con los deberes impuestos al
Estado argentino por la jurisdicción internacional en materia de derechos humanos,
restringiendo fuertemente los derechos de defensa y a un pronunciamiento en un plazo
razonable, garantizados al imputado por la Convención Americana. Dado que tales
restricciones, empero, fueron dispuestas por el propio tribunal internacional a cargo de
asegurar el efectivo cumplimiento de los derechos reconocidos por dicha Convención, a
pesar de las reservas señaladas, es deber de esta Corte, como parte del Estado argentino,
darle cumplimiento en el marco de su potestad jurisdiccional. 36

En otras palabras, la Corte Suprema Argentina considera que la Corte Interamericana se


equivocó, no obstante lo cual, a fin de evitar incurrir en responsabilidad internacional,
estima que debe seguir en el ámbito interno las interpretaciones de la Corte
Interamericana incluso cuando son equivocadas y la Corte Suprema sabe que lo son. Un
modelo de obediencia debida.

5. TERCERA PARADOJA: EL CARÁCTER ANTIDEMOCRÁTICO DEL CONTROL DE

CONVENCIONALIDAD

Diversos autores han sostenido que cuando el control de constitucionalidad es asignado


a los jueces se convierte en un mecanismo contramayoritario, es decir, que atenta contra
el ideal del autogobierno.37 Al habilitarse la participación de órganos no representativos,
como los órganos jurisdiccionales, en el control de constitucionalidad, se estaría
confiriendo a los tribunales autorización para establecer los alcances y el contenido de las
decisiones del legislador ungido democráticamente. Si se asume como un componente
esencial de la democracia el ideal de autogobierno, cuya expresión más cabal sería la
supremacía de la legislatura, cualquier tipo de limitación a lo que la legislatura establezca
resultaría inadmisible. En palabras de Bickel:

36
Considerando 16°.
37 Véase, por ejemplo, WALDRON 1999 y TUSHNET 1999. Para Waldron, además, la rigidez
constitucional sería un diseño no democrático porque limitaría lo que los órganos representativos pueden
decidir por simple mayoría. Fue Alexander Bickel quien acuñó este término al referirse a la “dificultad
contramayoritaria” en BICKEL 1962.
La dificultad fundamental consiste en que el control judicial de constitucionalidad es una
fuerza contramayoritaria en nuestro sistema (…) cuando la Corte Suprema declara
inconstitucional un acto legislativo frustra la voluntad de los representantes de las personas
aquí y ahora, ejerce el control, no en representación de la mayoría prevaleciente, sino en su
contra, Eso, sin los matices místicos, es lo que realmente ocurre (...) es la razón por la que
se puede acusar al control judicial de constitucionalidad como antidemocrático.38

Según Ely, los tribunales presentarían desde una perspectiva democrática un déficit de
origen por no constituir un cuerpo electo ni responsable electoralmente. Además, su
función también sería antidemocrática, pues al asignárseles competencia para declarar
inválida una norma emitida por la legislatura, impondrían límites a lo que el pueblo a
través de sus representantes puede decidir.39 Más específicamente, en el caso de los
textos constitucionales que cuentan con declaraciones de derechos que a menudo se
plasman en principios de carácter abierto y mediante términos con resonancias morales,
se abriría una “brecha interpretativa” entre el texto constitucional y las decisiones que lo
aplican. 40 A través de la interpretación, los jueces terminarían ocupando un lugar que
correspondería a la voluntad popular, instaurando una “dictadura de los jueces”. La
democracia constitucional sería “lo que decida la mayoría, siempre que no vulnere lo que
los jueces constitucionales entiendan que constituye el contenido de los derechos
básicos”.41 El argumento de la dictadura de los jueces postula que el control judicial de
constitucionalidad sería incompatible con los ideales democráticos porque a través de la
tarea interpretativa serían los jueces los que establecerían el contenido y alcance de los
derechos.

Waldron considera que en nuestras sociedades contemporáneas existen desacuerdos


sustantivos sinceros y razonables sobre el contenido y alcance de nuestros derechos,
razón por la cual el foro legislativo sería el apropiado para tomar decisiones a su respecto.
Permitir, en cambio, que los tribunales examinen las cuestiones controvertidas sobre
derechos y controlen la constitucionalidad de las decisiones que al respecto la legislatura
adopta, dotando de efectos finales a sus resoluciones, significaría una grave afectación a
los requisitos de la legitimidad política. Porque “privilegiar el voto de la mayoría entre un

38
BICKEL 1962:16-17.
39 Cf. ELY 1980: 23.
40 Cf. GARGARELLA 1996: 59.
41 Juan Carlos BAYÓN, “Derechos, democracia y constitución”, Discusiones, n° 1, Bahía Blanca,
Universidad Nacional del Sur, 2000, 65-94, p. 69.
pequeño número de jueces no electos y no responsables, priva del derecho de
representación a los ciudadanos ordinarios y desdeña principios apreciados de
representación e igualdad política en la resolución final de las cuestiones sobre
derechos”.42

Existen, por cierto, argumentos y estrategias institucionales para atenuar la intensidad de


esta objeción. Por ejemplo, los alcances de la objeción contramayoritaria respecto del
control judicial de constitucionalidad son mucho más modestos de lo que a primera vista
puede parecer si se rechaza la concepción indeterminista radical que considera que los
textos legales son sólo “recipientes vacíos” susceptibles de cualquier interpretación, que
parecen presuponer algunas versiones del argumento contramayoritario.43 Si se asume
una concepción de la interpretación indeterminista parcial, según la cual los jueces no
tendrían discrecionalidad en los casos claros sino sólo en los casos en que el derecho se
encuentra indeterminado, la objeción únicamente afectaría a la toma de decisiones
judiciales en los casos problemáticos. 44 También podría restringirse la fuerza del
argumento que considera que el control judicial es antidemocrático cuando se lo analiza
en el contexto de diseños institucionales específicos. Más allá de la posibilidad de pensar
y articular diseños que hagan que los mecanismos de selección, permanencia y remoción
de los jueces sean más sensibles al ideal democrático, el mecanismo de control podría
establecer, por ejemplo, que los jueces deben autolimitarse a la hora de invalidar por
inconstitucional una norma, asumiendo la presunción de constitucionalidad de las leyes
dictadas por el legislador, y que sólo en casos en que la inconstitucionalidad sea
manifiesta se puede avanzar sobre la validez.45 Pero además, en el caso de sistemas de
control difuso como el argentino, la declaración de inconstitucionalidad tiene una
importante limitación: sólo tiene efectos para el caso concreto, y en virtud de esta

42
Cf. WALDRON 2006: 1353.
43 .
44 .
45 Por ejemplo, las Constituciones de Suecia y Finlandia declaran expresamente que sólo puede
inaplicarse una norma cuando ella es manifiestamente inconstitucional. Esta es la doctrina que defendía
Thayer, quien postulaba la obligación de los tribunales de asumir una actitud de deferencia fuerte hacia el
legislador (cf. THAYER 1893). Para un análisis de esta concepción véase DE LORA 2000. La Corte Suprema
Argentina formuló un criterio similar varios años antes de la publicación de Thayer en el caso “Avegno, José
c/ Pcia. de Buenos Aires”, donde sostuvo que “es necesario tener presente que, para que una ley
debidamente sancionada y promulgada sea declarada ineficaz por razón de inconstitucionalidad, se requiere
que las disposiciones de una y otra sean absolutamente incompatibles, que haya entre ellas una evidente
oposición” (CSJN, Fallos 14: 425 (1874)). Otra propuesta que busca evitar el avance de los jueces por sobre
los espacios de deliberación democrática es el minimalismo judicial de SUNSTEIN. Véase en especial SUNSTEIN
1999.
limitación parece ser más respetuosa de las atribuciones del poder legislativo que, por
caso, los sistemas de control concentrado cuyas decisiones tienen efecto erga omnes.46

Pese a lo consignado en el párrafo anterior, la proyección de estas consideraciones al


terreno del control de convencionalidad magnifica exponencialmente el poder de la
objeción contramayoritaria. En primer lugar, porque si bien respecto del control de
constitucionalidad se podría replicar a los críticos que la constitución fue votada
democráticamente y, con ello, tanto la formulación de la carta de derechos como la
competencia asignada a los jueces para interpretarlos tendría origen democrático, en el
caso del control de convencionalidad, el sistema de aprobación y sanción de la
Convención sería mucho más cuestionable en cuanto a su legitimidad democrática de
origen, y la potestad para controlar la compatibilidad de las disposiciones del derecho
interno con las de la Convención, tal como ya hemos visto, ni siquiera estaría
contemplada expresamente en su texto sino que devendría de una construcción
doctrinaria elaborada por un órgano internacional.

En segundo lugar, el control de convencionalidad ejercido por la propia Corte


Interamericana, e incluso el ejercido por los órganos jurisdiccionales internos si es que se
acepta la lectura fuerte del carácter vinculante de la jurisprudencia de la Corte
Interamericana, potencia igualmente la objeción de la dictadura de los jueces puesto que
ahora se referiría a jueces internacionales. La democracia constitucional sería hoy, de
acuerdo con esta crítica, “lo que decida la mayoría, siempre que no vulnere lo que los
jueces interamericanos entiendan que constituye el contenido de los derechos básicos”. Y
si esto se conecta con la forma de selección que se prevé para los miembros del tribunal
internacional, la objeción contramayoritaria cobra todavía mayor peso. En efecto: los
jueces de la Corte son elegidos a partir de ternas que proponen los Estados parte de la
Convención. De entre ellos se eligen a los jueces de la Corte en votación secreta y por
mayoría absoluta entre los Estados parte. El aspecto deficitario en términos de
credenciales democráticas del mecanismo de selección es manifiesto de la sola lectura

46 Existen otros elementos en la configuración del sistema que también pueden incidir en este mismo
sentido, como por ejemplo cuáles sean las vías de acceso al control de constitucionalidad. Para un panorama
sobre esta cuestión véase LINARES 2008: 147- 197.
de la normativa que lo regula.47 El Estatuto no exige siquiera que en la formación de la
terna participen los parlamentos de los países miembros.

En tercer lugar, si se asume la obligatoriedad de los criterios interpretativos de la Corte


Interamericana con efecto erga omnes, se desvanecería una de las ventajas del sistema
de control difuso de convencionalidad que parece consagrar “Almonacid Arellano”, en
razón de la mayor deferencia al legislador democrático que tal sistema conllevaría debido
a que la declaración de inconstitucionalidad restringiría sus alcances para el caso
concreto.

Finalmente, vale en este punto traer a colación algunas consideraciones efectuadas por
la Corte Interamericana en su decisión originaria en el caso “Gelman vs. Uruguay”. Allí,
tal como lo resalta Bazán,48 la Corte pareció ampliar el espectro de sujetos competentes
para llevar a cabo el control de convencionalidad, ya que en lugar de referirse a los
“jueces” (“Almonacid Arellano y otros vs. Chile”), los “órganos del poder judicial”
(“Trabajadores Cesados del Congreso vs. Perú”), o los “jueces y órganos vinculados a la
administración de justicia en todos los niveles” (“Cabrera García y Montiel Flores vs.
México”),49 pasó a hablar de “cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial”
(“Gelman vs. Uruguay"). Esto ya es algo que resulta difícil de aceptar, puesto que los
argumentos con los que la Corte Interamericana ha intentado justificar el control de
convencionalidad, como vimos, funcionan para órganos jurisdiccionales, no para
cualquier autoridad pública. Pero además, la Corte ha afirmado que:

(...) en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional de los Derechos,
la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de
mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías

47 La práctica de implementación de esa normativa, según algunos observadores, profundiza el


aspecto contramayoritario del órgano. Así se ha sostenido que el proceso de selección “no garantiza la
representatividad en los órganos del Sistema de la variedad de experiencias, condiciones y situaciones de los
ciudadanos y ciudadanas de América. Tal vez el hecho más ilustrativo para evidenciarlo, es que desde el
establecimiento de la Comisión y la Corte, en 1959 y 1979, respectivamente, de las cincuenta y tres personas
que han integrado la Comisión, sólo cinco de ellas han sido mujeres; y de los veintiséis miembros que ha
tenido la Corte, sólo dos han sido mujeres. En síntesis, es posible afirmar que el sistema de elección de
comisionados o comisionadas y de jueces o juezas es un proceso a puerta cerrada, sin una evaluación
adecuada de las credenciales de los candidatos o las candidatas, contrario a la tendencia internacional de
transparencia y participación” (CEJIL 2005).
48 Cf. Víctor BAZÁN, “Control de convencionalidad. Influencias jurisdiccionales recíprocas”, La Ley,
2012-B, 1027.
49 “Cabrera García y Montiel Flores vs. México”, sentencia del 26 de noviembre de 2010, serie C,
número 220.
en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un “control de
convencionalidad” (...), que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del
Poder Judicial.50

La Corte Interamericana parece en este párrafo no solo reconocer acríticamente el


carácter antidemocrático del ejercicio del control de convencionalidad, realzándolo como
si eso fuera una virtud y sin ofrecer argumento alguno para intentar salvar la andanada de
objeciones que ha motivado, sino además estimar que la actuación de todas las
autoridades públicas –no solo los jueces– debe ser contramayoritaria y, por ende,
antidemocrática. Es difícil siquiera comprender qué podría significar que el parlamento,
por caso, debe actuar contramayoritariamente. Pensamos más bien, y apelando al
principio de caridad, que el párrafo demuestra que la retórica de la Corte Interamericana
no siempre debe ser tomada literalmente.

50 “Gelman vs. Uruguay”, párrafo 239.

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